I
Noticias sobre la vida de Tucídides
Tucídides nació —no se sabe de fijo el lugar—[1] en torno al año 460[2] a. de C. Su padre, Oloros[3], fue ciudadano ateniense, y su familia poseía ricas minas de oro en la región costera de Tracia, opuesta a la isla de Tasos. Se ha conjeturado —con poco fundamento— que Oloros descendía de un príncipe tracio de igual nombre, cuya hija, Hegesípila, casó en 515 con Milcíades[4] al tiempo en que éste tiranizaba el Quersoneso[5] donde residía; el mismo Milcíades que más tarde se inmortalizó en la batalla de Maratón.[6] Hijo de aquel casamiento fue Cimón (c. 507-449) el famoso general y estadista ateniense de cuya familia procedía, según se ha supuesto, la madre de Tucídides.[7]
Es conjetura más que probable que Tucídides haya pasado los años de su adolescencia en Atenas, o sea en la época de suprema floración cultural de la ciudad y en el momento de su mayor poderío. Debió, pues —y así lo indican los supuestos culturales de sus escritos— beneficiar de tan espléndidas circunstancias y recibir una esmerada educación. En una biografía de Tucídides, atribuida a Ammiano Marcelino se afirma, pero sin prueba suficiente, que Tucídides fue discípulo del filósofo Anaxágoras (500-428) y del célebre orador ático Antifón (430-?) a quien Tucídides elogia en un pasaje, pero sin recordarlo como su maestro.[8] Lo más que puede afirmarse al respecto es que cierta semejanza estilística en la prosa de ambos parece indicar una común influencia de la retórica de Gorgias (c. 483-375), tan estimada en la Atenas de entonces.[9] Corrobora esa relación el obvio tinte sofista en el pensamiento de Tucídides; pero se disciernen con mayor claridad las huellas que imprimieron en su espíritu las enseñanzas de la medicina hipocrática, con su énfasis en lo psicológico[10],y las de la gran tradición científica naturalista del pensamiento jonio, orientado por su afán de alcanzar un conocimiento de verdad racional.[11] En suma, Tucídides perteneció a esa generación extraordinaria que por su genio y por su devoción a la belleza comunicó a la cultura ática el inmenso esplendor que alcanzó en ese momento de su historia que se conoce como el siglo de Pericles.[12]
Parece fuera de duda que el joven Tucídides debió gozar de cierto prestigio en los círculos políticos de Atenas, no sólo por la riqueza que derivaba de la explotación de las minas de oro en Tracia, pertenecientes a su familia, y por la influencia que, por ese motivo, ejercía en esa provincia[13], sino por la amistad que le brindó el aliado de Atenas, Sitacles[14], rey de los odrisios y bajo cuyo gobierno se unificaron las tribus de Tracia.
Es incierto, pero parece probable que Tucídides se hallara en Atenas cuando estalló la guerra con Esparta[15]. Es seguro, en cambio, que residía en aquella ciudad al final del primer año del conflicto cuando fue azotada por una mortífera peste (430), de la que el propio Tucídides fue víctima y fiel cronista[16]. Carecemos de noticias acerca del historiador para el período de los seis años subsiguientes, pero podemos y debemos suponer que durante ese lapso de tiempo estaría al servicio de su patria, porque de otro modo resulta difícil explicar el mando de responsabilidad que le fue confiado. Y con esto llegamos al episodio mejor documentado de la vida de Tucídides, supuesto que es él quien la relata circunstancialmente.[17]
Transcurría el octavo año de la guerra. El general espartano Brasidas lanzó un ataque sorpresivo contra la ciudad de Amfípolis en Tracia, aliada de Atenas y cuya defensa estaba a cargo del general ateniense Eucles. Los espartanos lograron posesionarse de la comarca en torno a la ciudad, a la que pusieron sitio. El comandante ateniense pidió auxilio a Tucídides que se hallaba estacionado en la vecina isla de Tasos al mando de una guarnición. La misma noche en que recibió el aviso, Tucídides zarpó en demanda de Amfípolis con un escuadrón de siete navios. Enterado Brasidas del socorro que le venía a Eucles y sabedor de la influencia que gozaba Tucídides en la región, procuró posesionarse de Amfípolis, temeroso de que los habitantes se rehusaran a rendirse si éste lograba su intento. Consecuente con aquel propósito, Brasidas expidió una proclama ofreciendo condiciones muy moderadas de capitulación. La oferta resultó irresistible para la mayoría de los residentes de la ciudad que, sin mayor resistencia, abrió sus puertas al ejército espartano. Tucídides tuvo que conformarse con tomar posesión y fortificar el cercano puerto de Eión, situado en la desembocadura del río Estrimón, sin que Brasidas lograra expulsarlo. Regresó éste a Amfípolis, donde se hizo fuerte y desde donde provocó y fomentó la rebelión de las ciudades vecinas, hasta ese momento obligadas aliadas de los atenienses. La noticia causó alarma en la metrópoli, porque Amfípolis era plaza de gran importancia estratégica como clave en el dominio marítimo y terrestre de la región. El suceso, pues, fue catastrófico: Tucídides, acusado de negligencia, cayó en desgracia y al año siguiente (423) fue desterrado de Atenas. Su exilio duró veinte años. Este forzado retiro resultó, pese a su propósito, inmensamente beneficioso, porque le permitió a Tucídides dedicarse de lleno a sus tareas literarias y a observar y seguir serenamente el curso de la guerra y documentar su obra con informes y noticias provenientes de los dos campos enemigos.[18]
De lo acontecido a Tucídides, durante los años de su exilio (423-404) nada se sabe. Lo más indicado es suponer que fijaría su residencia en sus posesiones en Tracia, y parece seguro, por indicios en su Historia, que emprendió algunos viajes a lugares de interés para él por lo ocurrido en ellos durante la guerra. Sus conocimientos de la topografía de Sicilia revelan que son fruto de una experiencia personal, y hay motivos para creer que estuvo en Siracusa después de la desastrada expedición ateniense contra aquella isla.
En 404 Tucídides pudo regresar a Atenas, gracias a un decreto especial obtenido por Enobio,[19] expedido, al parecer, poco antes de la capitulación de la ciudad en manos de Lisandro, el general espartano. En tal caso, Tucídides sería testigo presencial de tan trágico acontecimiento.
Se supone, con visos de verdad, que Tucídides murió asesinado, casi seguramente en su residencia en Tracia. Fue Plutarco quien recogió esa tradición. La fecha es incierta. Al redactar el capítulo XVI del libro III, Tucídides habla de las erupciones del Etna y no menciona la ocurrida en 396. Hay motivos, por otra parte, para creer que no vivió después de 399, de modo que su muerte ha sido fijada en tomo al año de 398. La narración de la Historia se interrumpe bruscamente en el capítulo XV del libro VIII, circunstancia en que ha querido verse una confirmación de la muerte violenta que se supone sufrió el historiador.
Otra tradición, sumamente improbable, quiere que sea la hija de Tucídides quien salvó el manuscrito de la Historia al haberlo entregado a un editor. Diógenes Laercio[20] embelleció la leyenda al afirmar que ese editor fue Jenofonte, noticia sin más fundamento que el haber sido éste el continuador del relato histórico de la obra de Tucídides.
II
Estructura de la obra
La obra de Tucídides está compuesta de ocho libros, pero ni esa división, ni los títulos con que indistintamente se designa a aquélla son originales.[21] Los especialistas han podido reconocer diversas etapas en la composición de la obra, y mostrar que no todas alcanzaron su revisión definitiva.[22] También han individualizado partes escritas con posterioridad a la fecha que les correspondería de acuerdo con la secuela del relato y que fueron intercaladas en los lugares en que ahora aparecen.[23] Resultará obvio que el estudio de esas y otras cuestiones de parecida índole desborda el propósito de una edición como la presente, y bastará la simple noticia que al respecto acabamos de dar. Tomemos, pues, la obra tal como nos ha llegado, y en un inicial abordaje empecemos por subrayar lo sobresaliente de su estructura y contenido.
La obra tiene dos partes muy desiguales en extensión y fácilmente discernibles: la primera, que sólo ocupa el libro I, tiene el carácter de introductoria, puesto que trata de los antecedentes históricos de la guerra del Peloponeso, tema principal de la obra. La segunda, que ocupa el resto de ella, es decir, los libros II al VIII, está dedicada a narrar en detalle el cúmulo de acontecimientos que constituyen la historia de aquel conflicto y su complicada trama. Para ese relato, el autor se valió del cómputo cronológico por veranos e inviernos, apartándose de la costumbre de utilizar para ese efecto algún catálogo de arcones u otros funcionarios públicos, que era lo habitual para los relatos históricos.[24] Ya indicamos que esta segunda parte de la obra quedó trunca, supuesto que sólo alcanzó a dar cuenta de los primeros veintiún años de la guerra, cuya duración total fue de veintisiete años. Debemos añadir que esta segunda parte ofrece una subdivisión de dos secciones: la primera comprende los sucesos hasta la tregua de Nicias,[25] y la segunda, hasta donde llegó el relato o sea hasta el final de la obra. Esa subdivisión está claramente indicada por el llamado «Segundo proemio», cuyo texto sigue inmediatamente a los capítulos dedicados a la tregua de Nicias. Pero es importante advertir que, para Tucídides, esa subdivisión es meramente formal, porque, según él, aquella tregua no rompió la unidad fundamental de la guerra, por no haber tenido el efecto de suspender las hostilidades. Y es curioso señalar —como muestra de la «modernidad» del pensamiento de nuestro autor— que a ese propósito y no sin ironía, recuerde como único caso de acierto de los oráculos el que predijo cuál sería la duración de la guerra.[26]
Para los fines que se persiguen en esta introducción, la parte más rica y significativa de la obra es la contenida en el libro I. En él, en efecto, el autor dejó el más claro y elocuente testimonio de la originalidad de su método historiográfico y de la profundidad de su comprensión del devenir humano como un proceso encaminado hacia la realización plenaria del hombre. En ese libro I, pues, se descubren con mayor nitidez las excelencias que justifican la opinión que, desde la antigüedad, se ha tenido de la Historia de Tucídides como una de las más osadas y grandiosas aventuras del espíritu helénico y como una de las obras de más alto rango de la historiografía universal. A aquel libro, por consiguiente, vamos a dirigir nuestra preferente y casi exclusiva atención para someterlo a un doble análisis: el primero, desde el punto de vista de su contenido temático para hacemos cargo del proceso de los acontecimientos que se relatan en él; el segundo, desde la perspectiva más profunda de su contenido ideológico para mostrar el sentido de alcance universal que el propio autor supo concederle.
III
El proceso fenoménico
(La historia de Grecia)
1. El preámbulo. Historia, I, 1
Anuncia el autor que el tema de la obra es el relato de la guerra entre los peloponenses y los atenienses; aclara que empezó a escribir apenas iniciadas las hostilidades; justifica su interés en que, según su opinión, ese conflicto será el más memorable y el mayor de cuantos lo han precedido y, finalmente, funda ese parecer en lo inusitado y extremoso de las circunstancias. En efecto, explica que no sólo era una lucha entre dos estados que se hallaban en la mayor altura de su poderío, sino de una lucha que, al arrastrar a toda Grecia, la dividió en dos grandes y contrarios partidos.
No será difícil advertir el grave compromiso que involucraban las anteriores afirmaciones a los ojos de un contemporáneo de Tucídides. Por una parte, suponen la posesión de una idea muy precisa del pasado griego y muy diferente de la que tradicionalmente se tenía a ese respecto, puesto que, contrariando el inmenso peso de los relatos míticos y de la epopeya homérica, se afirma la insignificancia de las guerras acaecidas con anterioridad a la del Peloponeso. Pero, además, aquellas afirmaciones piden una explicación de la razón de ser de esas extremosas circunstancias en las que el autor cifra la relevancia de aquella guerra. En suma, en su aparente inocuidad, el preámbulo del libro I obliga a la presentación de un relato histórico que ponga de manifiesto la insignificancia de la antigüedad griega respecto a los sucesos contemporáneos al autor; pero también obliga a que en ese relato se explique cómo y por qué se llegó a esa situación de totalidad nunca antes experimentada, y en la cual finca el autor la peculiaridad histórica de la guerra del Peloponeso y su dramática grandeza.
2. La historia antigua de Grecia. Historia, I, 2-9
Esta sección del libro I, la llamada «arqueología» es, y con razón, una de las más famosas de toda la obra. Vamos a dar cuenta de su contenido, pero no sin antes llamar la atención a lo que significó en su tiempo como una aventura de audacia intelectual hasta entonces insospechada. Para nosotros, que contamos con un enorme arsenal en recursos para reconstruir los sucesos pasados, nada tiene de muy especial ese intento, y fácilmente nos elude la osadía de quien por vez primera y en carencia casi total de aquellos auxilios, se atrevió a ofrecer una visión de la historia desde sus más remotos orígenes; pero no ya como un relato apoyado en los mitos o en las tradiciones poéticas, sino como una construcción racional fundada en la interpretación de los testimonios e indicios que se tuvieran a mano y que se ofrecían como significativos.[27] Esa es, en un aspecto, la hazaña de Tucídides, y nuestro inmediato propósito es mostrar cómo procedió frente a tan novedosa y difícil tarea.
A. Los orígenes
Se inicia el relato (I, 2) con un cuadro del país, «que ahora se llama Grecia», en que el autor describe el constante movimiento de tribus errabundas que se disputaban las comarcas más fértiles y que sólo cultivaban la tierra en la medida indispensable para vivir, sin cuidarse de acumular riqueza. Todo era, pues, insignificante y miserable en aquellos remotos tiempos y nadie era poderoso, «ni por el tamaño de sus ciudades ni por sus recursos en general». Tucídides destaca en medio de este caos un hecho singular y paradójico: la región del Ática estuvo libre de discordias desde muy antiguo, no por excelencia moral de sus habitantes, no por especial favor divino, sino pura y simplemente por la circunstancia contingente de la pobreza de su tierra, que la protegía de la codicia ajena. Ese hecho, de signo negativo fue, sin embargo, enormemente favorable para aquella región y de él brotan las raíces remotas del futuro poderío de Atenas. En efecto, su forzada estabilidad en medio de la agitación circundante hizo de la ciudad de Atenas refugio de los desplazados de otras regiones, con lo cual su población creció con rapidez inusitada, al grado de que a poco tiempo se vio obligada a enviar colonias a Jonia.
De éstos, pues, tan prosáicos principios —cuyo sentido inmanentista y antecedentes científicos serán motivo de reflexión posterior— Tucídides se lanza, audaz, a reconstruir la historia de la Hélade. No vamos, claro está, a servirle al lector en plato de nuestro cobre lo que el autor le sirve en su vajilla de oro, y quédele el gozo de enterarse por sí mismo del genial relato de aquella reconstrucción. Sí estimamos pertinente, en cambio, ofrecer a quien por vez primera se topa con el texto una guía para mejor seguirlo y comprenderlo.
Ya desde el preámbulo, según lo notamos oportunamente,[28] Tucídides afirma su fe en la posibilidad de conocer con suficiente certeza los sucesos pasados, por remotos que sean, a base de «indicios» merecedores de confianza. Resultará sumamente ilustrativo, entonces, destacar, por su orden, los principales que utilizó el autor como fundamento fáctico de su reconstrucción histórica.
B. Minos y la experiencia del mar
El autor inicia el relato[29] con una consideración introductoria del tema que lo ocupará en seguida, pero a la cual debemos prestar máxima atención en cuanto que expresa una idea central a toda su interpretación. Advierte, en efecto, la ausencia de un sentimiento de comunidad entre los griegos en los albores de su historia, al grado de que no había un nombre para designar todo el país.[30] Tan importante es esa circunstancia en el pensamiento de Tucídides que puede decirse, según se irá viendo, que la historia de ese sentimiento, desde su aparición hasta su plenitud, es el hilo conductor ideológico del resto de la sección del libro —la llamada «arqueología»— que vamos considerando. Pero no anticipemos demasiado: la ausencia de un sentimiento de comunidad notada por Tucídides le sirve, por lo pronto, para introducir, con apoyo en un indicio remoto, el primer gran tema en la reconstrucción del pasado griego. En efecto, después de notar que el sentimiento de comunidad requiere la intercomunicación para poder surgir, y que el medio más eficaz al respecto es por vía marítima, el autor advierte, como corroboración de lo anterior, que, debido a su original debilidad y aislamiento, los helenos no intentaron nada en común antes de la guerra de Troya, expedición que, precisamente, supone una previa y considerable experiencia del mar.[31]
Establecido así el vínculo entre el arte de la navegación y el sentimiento de comunidad, la historia de aquél queda indisolublemente mezclada a la del pueblo griego, y es por eso que el autor puede escribir, como inicial capítulo de ésta, el relato de la primera etapa en los anales del dominio del mar.[32] El indicio que le sirve de asidero con la realidad es la tradición que atribuía al rey Minos el haber sido el primero en poseer una escuadra, gracias a la cual se convirtió en el amo del «mar de Grecia» y le permitió conquistar las Cicladas y colonizar las más de ellas.[33]
Pero aquí se introduce una nueva y decisiva modalidad, porque el autor señala que la práctica generalizada de la navegación que sobrevino después del ejemplo de Minos, no sólo despertó un incipiente sentimiento de comunidad helénica, sino que acarreó el principio del desarrollo del comercio y de la formación de capital mediante la acumulación de la riqueza, lo que, a su vez, propició el desequilibrio de fuerzas y una nueva forma del poder, pues, dice Tucídides, «por el deseo de ganancias los menos fuertes toleraban el imperio de los que lo eran más, y los más poderosos, sobrados de recursos, convertían en vasallas las ciudades más pequeñas».[34]
C. Homero y la guerra de Troya
Con las consideraciones anteriores, Tucídides ha conducido al lector al estado en que se hallaba la Hélade cuando los griegos emprendieron la expedición contra Troya. Este acontecimiento tan famoso será, pues, el segundo indicio de que se vale el autor en la prosecución de su relato, y el análisis que de aquél haga, el segundo gran capítulo del mismo. En esta parte de la obra el propósito del autor es doble: en primer lugar, mostrar, con el texto mismo de Homero, la insignificancia militar de la expedición; en segundo lugar, concederle su verdadero sentido a la luz de las consideraciones precedentes o si se prefiere, proyectando la guerra de Troya dentro del marco del proceso histórico que ha reconstruido hasta ese momento.
Respecto al primer objetivo no entraremos en detalles para dejarle intacto al lector el gusto, y si no el gusto, la experiencia de asistir a la demolición de las pretensiones de verdad que durante tanto tiempo gozó el grandioso poema homérico. Tengamos presente tan sólo el escándalo que provocaría ese ataque entre muchos para quienes aquella epopeya todavía conservaba su carácter sagrado, no del todo desemejante al que ha tenido para el cristiano las Escrituras.[35] Se alega, en esencia, que el poema está lleno de exageraciones, pero que, aun aceptándole a Homero sus cifras, la expedición fue pequeña y que su gran duración se debió, no a la importancia de las operaciones, sino a la falta de recursos acumulados de la hueste sitiadora.[36] De mayor interés es la explicación que se da de la razón de ser de la expedición misma: si Agamenón, dice, logró organizar la expedición fue por ser el más poderoso de sus contemporáneos y no, como quiere el poema, por la obligación en que estaban los príncipes de cumplir el juramento prestado a Tindareo, puesto que el verdadero motivo que los hizo participar en la empresa fue el miedo que les inspiraba el caudillo.[37] La explicación es típica de Tucídides, y así empezamos a ver y más seguiremos viendo que, para nuestro historiador, los verdaderos, aunque no siempre aparentes o confesados resortes de la conducta remiten al interés, a la codicia, al temor y sobre todo al afán de dominio. Anticipemos que esto no quiere decir carencia en Tucídides de un concepto de la moralidad y de la justicia, pero este es asunto del que nos ocuparemos más adelante.
En cuanto al segundo objetivo, la idea de Tucídides se insinúa por sí sola: la guerra de Troya, insignificante como empresa bélica, no lo fue en cuanto primera realizada en común por los griegos o en otras palabras, es el acontecimiento donde ya se hace patente, vigoroso e inequívoco, el sentimiento de la unidad histórica de los helenos. Una idea de la Hélade comenzaba a configurarse.
D. La expansión colonial
A la guerra de Troya, pese a su significado como inicio de unificación de los griegos, siguió un largo período de inestabilidad que frenó la prosecución acelerada de ese proceso. Tucídides aduce varios ejemplos para ilustrar ese estado de cosas.[38] Pero lo positivo de esta etapa fue que, al cabo de algún tiempo, empezó a manifestarse una actividad expansionista, principalmente por parte de Atenas, que plantó colonias en Jonia y se posesionó de muchas de las islas, pero también por parte de los peloponenses que extendieron su dominio hasta Italia y Sicilia y varias regiones de Grecia.[39] Tucídides empieza a insinuar así, no sólo la futura dicotomía que acabará provocando el terrible enfrentamiento entre atenienses y lacedemonios, sino la diferencia en el tipo de poder de unos y otros.
E. El gobierno de los tiranos
Pasa Tucídides a describir la etapa previa a la guerra con los persas, o sea, la que se caracteriza por el establecimiento de tiranos en todas las ciudades importantes de Grecia, salvo en Esparta. Durante esta etapa, ensombrecida por la amenaza cada vez más inminente de las ambiciones persas, Tucídides destaca, siempre atento al hilo conductor de su relato, una importante diferencia de lo que acontecía en las ciudades marítimas, poseedoras de escuadras, y las de tierra adentro, cuya fuerza consistía en ejércitos. Aquéllas iban en progresivo aumento de riqueza y en ese sentido, de poder; éstas, en cambio, se debatían en conflictos de disputas fronterizas que no acarrearon en ningún caso aumento de poderío.[40] Lo cierto, sin embargo, concluye el autor, es que a pesar de la creciente opulencia de algunas ciudades,[41] todo seguía conspirando a impedir que los griegos se unieran en una empresa común, y tanto más, cuanto que la codicia y miopía de los tiranos —sólo interesados en el aumento de sus fortunas personales y en las de sus familias— paralizaban todo espíritu de empresa en los estados individuales.[42]
F. Esparta
Un suceso vino a romper esa especie de enervado equilibrio de la etapa anterior: Esparta, que no había tolerado tirano para sí, emprendió una vigorosa campaña que derrocó a los establecidos en otras ciudades,[43] convirtiéndose, de ese modo, en el estado más poderoso de la Hélade. Pero a este respecto, el autor hace una aclaración que interesa mucho registrar: la fuerza de los lacedemonios no derivaba, como podría suponerse, del goce de una prolongada paz interna —que no tuvieron— sino de la antigüedad, sabiduría y bondad de sus leyes, y de la consiguiente y prolongada estabilidad de su forma de gobierno. Esa peculiaridad y no otra, explica Tucídides, fue lo que le permitió a Esparta inmiscuirse en los asuntos de los otros estados,[44] o dicho más claramente, le permitió inaugurar una agresiva política de dominio.
Es así como, en el relato de Tucídides, hace su aparición en el escenario histórico uno de los principales protagonistas del gran drama que fue la guerra del Peloponeso. Va a ser necesaria la embestida persa para que pueda surgir el rival. Lo veremos en seguida, pero antes, tengamos presente que, ya desde ahora, la pujanza de los lacedemonios se perfila como la de un poder tradicionalista y por lo tanto, distinto y contrario en índole al poder derivado del dominio del mar, del comercio y de la acumulación de la riqueza en que tan obviamente ha venido cifrando Tucídides el resorte impulsor del proceso histórico en marcha hacia su meta.
G. La invasión y derrota de los persas. La unidad helénica
El tratamiento que concede Tucídides a las guerras médicas es semejante al que le concedió a la expedición contra Troya (cf. supra, C.).[45] En ambos casos da por conocida la secuela de los dos conflictos y como es habitual en él, no gasta tinta en adjetivos, pese a que se trata de las acciones más gloriosas del pasado griego. En el caso de la guerra contra la invasión persa, simplemente se limita a recordar que se resolvió en cuatro encuentros, dos navales y dos terrestres,[46] y su propósito no es para celebrarlos, sino para documentar su tesis general de la pequeñez de las empresas pasadas, si bien reconoce que ésta fue la mayor antes de la guerra del Peloponeso.[47] Por lo que toca al significado histórico del conflicto que comenta, también se observa un paralelo con el que le concedió a la expedición troyana, sólo que advierte que sus consecuencias fueron mucho más decisivas. En efecto, en ésta apenas se esbozó el sentimiento de comunidad helénica, en aquél, en cambio, se logró con plenitud la conciencia de la unidad espiritual de los griegos, cuya manifestación más elocuente fue la noción de «la Hélade» como mundo histórico[48] en contraposición con el concepto correlativo de «bárbaros» para significar el mundo no-griego.
H. Esparta y Atenas. La dicotomía interna
Pero si esa fue la trascendental consecuencia de la victoria sobre los persas, no menos trascendental fue la de haber propiciado una división que escindió la Hélade en dos campos enemigos, porque fue el caso que a raíz de aquel suceso surgió Atenas[49] como rival de España, la ciudad que, según vimos (cf. supra F), era la más poderosa desde la ruina de los tiranos.
Se preguntará, sin duda ¿cómo adquirió Atenas esa posición de prepotencia? Tucídides se ocupa largamente del asunto en la famosa y magistral digresión que insertó en el libro I.[50] Pero aquí bastará hacernos cargo de la respuesta que había dado antes de hacer esa inserción. Explica que, ante el avance de la hueste asiática, los atenienses tomaron la extraordinaria decisión de abandonar la ciudad, desbaratar sus hogares y confiarse al refugio que les brindaban sus navios. Fue así, concluye lacónicamente Tucídides, como los atenienses «se hicieron marinos»,[51] es decir, según se aclara después, Atenas se convirtió en potencia naval.
Surgieron, pues, en el seno del mundo helénico dos poderes rivales, fuerte el uno en la tierra, el otro, en el mar, y en tomo a los cuales se fueron agrupando, por efecto del imperio que ejercían, todos los demás estados griegos. Semejante situación creó un estado de permanente y creciente hostilidad entre Esparta y Atenas y entre los grupos de ciudades que, respectivamente, gravitaron hacia la una o la otra. Ahora bien, para Tucídides, todo eso tiene un único sentido de orden general: los detalles y variados incidentes poco importan; lo decisivo es, por lo pronto, que se trata de un agitado período durante el cual lacedemonios y atenienses «se prepararon para la guerra y adquirieron más experiencia al hacer su adiestramiento en medio de peligros».[52]
Una consideración final del autor concluye esta sección del relato y con ella, la parte dedicada a la reconstrucción del pasado, propiamente dicho, puesto que los sucesos posteriores a la derrota de los persas ya eran contemporáneos al autor en el sentido de que alcanzó vivos a muchos de los principales protagonistas de los mismos.[53] Se trata de lo siguiente: una vez enfrentadas las dos ciudades rivales, Tucídides procede a caracterizar la diferencia que las separaba. Los lacedemonios no cobraban tributo a las ciudades sometidas a ellos, pero ejercían su imperio por medio de gobiernos oligárquicos que velaban por los intereses espartanos; los atenienses, en cambio, se aseguraron el monopolio en el dominio del mar e impusieron a sus aliados la obligación de pagar tributo.[54] Ahora bien, el lector se habrá percatado que al hacer esa caracterización, Tucídides ha traducido un conflicto entre dos entes históricos concretos y bien determinados, en una oposición entre dos formas o modalidades del poder, y conviene mucho no olvidar, para consideraciones posteriores, este paso en el pensamiento de Tucídides que nos hace transitar de la esfera del acontecer fáctico o fenoménico a la inmutable región de las ideas. Volveremos sobre ello cuando en un segundo abordaje,[55] trataremos de poner al descubierto el oculto sentido de alcance universal que Tucídides supo discernir como subsuelo conceptual de la guerra del Peloponeso.
3. El conocimiento histórico. Historia, I, 9-10
Como un caminante que se detiene a contemplar desde la cima de una montaña el sendero que ha recorrido y que lo conducirá a su destino final, Tucídides hace un alto en la narración para reflexionar sobre la índole y validez de los resultados obtenidos por él hasta ese momento, y acerca de cómo procederá en lo sucesivo; una reflexión, pues, sobre el conocimiento histórico y su metodología. Por motivos obvios, el autor distingue entre los problemas involucrados en la investigación de los sucesos pasados y en la de los acontecimientos contemporáneos.
A. Los hechos pasados
Advierte el autor que los resultados de sus investigaciones serán de difícil aceptación en vista de las pruebas en que se apoyan. El hombre, ciertamente, es crédulo, pero sólo respecto a las tradiciones, y es que no quiere tomarse la molestia de buscar la verdad.[56] Asegura, en seguida, que pese a esas dificultades, no errará quien —tomando en cuenta los indicios utilizados— acepte que las cosas acontecieron poco más o menos como las ha contado, y que los sucesos han sido presentados del modo más satisfactorio posible, dadas las circunstancias. Finalmente, compenetrado de la enorme novedad de su método y de su esfuerzo, Tucídides proclama, orgulloso, que su modo de escribir la historia es muy diferente al de los poetas —que siempre adornan y exageran— y al de los logógrafos, que escriben más para divertir y agradar que para decir la verdad[57].
Esta serie de consideraciones, sólo transparentes en el horizonte del estado del conocimiento histórico en la época en que se escribieron, merecen un comentario aclaratorio. La novedad y grandeza del esfuerzo de Tucídides por reconstruir la historia de un pasado para el cual ya no había testigos oculares, consiste en que, en el fondo, no sólo se trata de ofrecer una serie de sucesos cronológicos y causalmente encadenados, sino de presentar una imagen del devenir histórico como un proceso significativo. Para Tucídides, pues, lo importante no es recordar y registrar lo acontecido, sino captar su sentido mediante la interpretación de unos cuantos indicios que le parecen dignos de fe, una vez despojados por él de la hojarasca de las tradiciones míticas y de las ficciones poéticas de la epopeya. Se trata, por consiguiente, en primer lugar, de una hipótesis sobre el acontecer histórico, pero, en segundo lugar, de una hipótesis cuya finalidad es poner de manifiesto la verdad subyacente a ese acontecer. En suma, develación de la suprema verdad del devenir humano, alcanzada a través de una verdad relativa acerca del devenir histórico. Con Tucídides, pues, se inaugura la historiografía especulativa, la única verdadera para él, o si se prefiere, la que para él era la historiografía científica en el sentido más clásico del pensamiento griego. Tal, por consiguiente, el motivo para considerar a Tucídides, si no «el padre de la historia» —epíteto que no se le debe escatimar a Herodoto— sí como el fundador de una ilustre estirpe de historiadores para quienes la verdad del pasado no se halla en el suceso mismo, menos aun en el documento, sino en la visión eidética de quien contempla, con los ojos del espíritu, el gran espectáculo del vivir humano para discernir, por debajo de su agobiante y caótica multiplicidad, un proceso unitario encaminado hacia la plenaria realización del hombre.
B. Los sucesos contemporáneos
La actitud de Tucídides respecto al conocimiento del pasado no cambia respecto al de los sucesos contemporáneos; la diferencia es sólo metodológica en el terreno de la investigación. A este propósito, el autor distingue dos tipos de sucesos que aparecen entretejidos en la narración. El primer tipo comprende los discursos que pronuncian los personajes; el segundo, los demás acontecimientos. Distingue, pues, la palabra expresiva de conceptos como un hecho de índole diferente a cualquier otro.
a. Los discursos
Tucídides explica que le resultó difícil reconstruir literalmente lo que dijeron los oradores, y añade que, en su libro, los discursos «están redactados del modo que cada orador me parecía que diría lo más apropiado sobre el tema respectivo, manteniéndome lo más cerca posible al espíritu de lo que verdaderamente se dijo».[58] Esta famosa declaración le ha acarreado el desprestigio a Tucídides a los ojos de muchos comentaristas para quienes constituye un verdadero fraude el haber insertado, como hechos, unas piezas conscientemente inventadas.[59] Pero resultará claro que semejante condenación acusa ceguera respecto a la posición de Tucídides frente al problema del conocimiento histórico, según la acabamos de presentar. En la composición de los discursos no hay el menor intento de reproducir el estilo y otras peculiaridades personales del orador. Todos hablan de un modo semejante y exponen con igual lucidez sus puntos de vista, de manera que ver en esas piezas un fraude es como acusar de lo mismo a Fidias porque sus estatuas no son reproducciones fieles de hombres de carne y hueso.[60] No, Tucídides no quiere dar gato por liebre: los discursos son sucesos, pero su texto es el arbitrio literario de que echa mano el autor para establecer las conexiones internas conceptuales del relato y poner así en relieve los hitos del proceso cuya mostración es la verdadera finalidad de la obra. En los discursos, pues, encontramos los conceptos fundamentales de la hermenéutica tucididiana y los presupuestos básicos que le sirven de apoyo conceptual. En los discursos el autor hace valer, pongamos por caso, su distingo entre «causa» y «pretexto» cuando, por ejemplo, insiste en la inevitabilidad de la guerra a causa del temor que le inspira a Esparta el creciente poderío de Atenas, y no por los pretextos de la violación de algún tratado o juramento. En ellos —los discursos— el autor, por ejemplo, presenta su tesis del afán de dominio político, como el resorte que impulsa la marcha de los sucesos que relata; demuestra la preeminencia cultural de Atenas o bien, pone en relieve la inoperancia de los argumentos de justicia cuando son invocados por el débil en las relaciones interestatales. No puede, pues, ponderarse suficientemente la importancia de los discursos «inventados» por Tucídides si se aspira a comprender su obra, y ello, independientemente del goce estético que algunos de ellos proporcionan como modelos imperecederos en su género.[61]
b. Los acontecimientos
Quienes han censurado a Tucídides la invención de los discursos no tienen, en cambio, palabras para aplaudirle su actitud como investigador de «los acontecimientos que tuvieron lugar en la guerra». A ese propósito declara el autor que no se atuvo a cualquier testimonio, ni a los consejos de su propia opinión, sino que se esforzó en sólo registrar aquello que le constaba por experiencia propia o por lo que pudo averiguar, después del cuidadoso examen y ponderación de una investigación directa. La tarea, aclara, no fue fácil por las variantes en los testimonios acerca de un mismo hecho, ya que los testigos siempre hablan «de acuerdo con las simpatías o la memoria de cada uno».[62] En otras palabras, Tucídides trató de superar el elemento de subjetivismo que percibía en las declaraciones de los testigos que interrogó.
c. Índole y sentido de la verdad histórica
Ha quedado explicado el método que empleó Tucídides, tanto respecto a los sucesos pasados, como a los contemporáneos. Algo hemos anticipado, además, acerca de su modo de concebir la verdad histórica; pero es el propio autor quien, para concluir esta sección de su obra, hace una consideración teórica que no debemos pasar por alto.
Comprende que su relato será disonante por lo no-mítico de su contenido, es decir, desagradable y extraño para quienes estaban acostumbrados a las narraciones que pasaban por ser historia. Ese efecto, no puede remediarlo y por eso añade que se conformará «con que cuantos quieran enterarse de la verdad de lo sucedido y de las cosas que alguna otra vez hayan de ser iguales o semejantes, según la ley de los sucesos humanos, la juzguen útil».[63] La frase resulta un tanto críptica, pero su sentido general es claro: el autor se sentirá satisfecho si su obra merece el aprecio de quienes tengan interés, no sólo en saber la verdad de lo sucedido, sino la verdad de lo que, semejante a lo ya acontecido, habrá de suceder en el futuro. Pero ¿por qué será semejante lo que sucederá a lo sucedido? Porque, afirma Tucídides, lo uno y lo otro obedecen a «una ley» que gobierna el suceder humano. Se preguntará, sin duda ¿cuál es esa ley? Es obvio que con esa pregunta penetramos al meollo del pensamiento de Tucídides, y por eso mismo, su respuesta tendrá que diferirse cuando tengamos los elementos necesarios para proporcionarla.[64] Baste, entonces, registrar por ahora el problema, tanto más insinuante por la frase con que el autor concluye: su obra, dice, no es una obra ocasional destinada a un certamen, es «una adquisición para siempre».[65]
4. La historia contemporánea: prolegómenos de la Guerra del Peloponeso. Hist., I, 10-66
Tucídides ha reconstruido el pasado griego como un proceso encaminado hacia una meta que ofrece dos aspectos, a saber: la conciencia de la unidad de la Hélade, frente y a diferencia de los «bárbaros», y la división interna de Grecia escindida en dos polos de fuerza, caracterizados por modalidades distintas del poder que encaman, respectivamente, en Esparta y sus aliados y en Atenas y sus tributarios. Esta situación explosiva —a la cual ha conspirado el desarrollo del devenir histórico— tiene, obviamente, un único posible desenlace: el conflicto entre aquellas dos ciudades. La sección del libro I que ahora vamos a glosar está dedicada a presentar esa inevitable secuencia histórica.
A. Los orígenes de la guerra
Con maestría extraordinaria, Tucídides traza la trayectoria que fatalmente conducirá a aquel trágico desenlace al narrar la complicada serie de incidentes, negociaciones, reclamaciones y titubeos que lo precedieron. Todo es inútil: nada puede evitar el choque, cada vez más inminente. Los enemigos de Atenas se esfuerzan por exhibir la injusticia y arbitrariedad de la conducta de ésta y su mal disimulada ambición. Se la acusa, principalmente, de haber violado la tregua de los treinta años pactada después de la guerra de Eubea[66]; pero Tucídides no se engaña ni permite que se engañe su lector: ése y otros cargos por el estilo no son sino meros «pretextos» en cuya apariencia de verdad sólo puede quedar cogido quien ignora el oculto resorte del movimiento histórico. No, la verdadera «causa» de la hostilidad de Esparta hacia Atenas —y el autor no se cansa de repetirlo— es el temor que ésta le inspira. Muy teatralmente o si se prefiere, muy griegamente, Tucídides presenta la situación en tres discursos que ilustran preciosamente el papel que, según ya explicamos, desempeñan en el relato esas piezas oratorias. Los espartanos han convocado a una asamblea a sus aliados. Uno a uno, se han quejado de los agravios de que dicen ser víctimas por parte de la inmoral conducta de los atenienses. Finalmente toma la palabra la delegación de Corinto para exponer, en un formidable alegato, las violaciones cometidas por Atenas y para denunciar la negligencia que a ese respecto han observado los lacedemonios.[67] Se hallaba en Esparta una embajada ateniense a la que le concedió permiso para intervenir en el debate.[68] Tucídides aprovecha la coyuntura —si es que no la fabricó— para presentar una descamada y cínica apología de los méritos de la política imperialista de Atenas, pero no por patriotería y como abogado de la causa ateniense, sino fundado en que, como se dice en el discurso en cuestión, «siempre ha sido normal que el más débil sea reducido a la obediencia por el más poderoso.»[69] A esto sigue el discurso de Arquidamo, rey de Esparta.[70] Es una pieza oratoria llena de nobleza y dignidad. Arquidamo aconseja prudencia en vista de la necesidad que tienen los peloponenses de ganar tiempo con el fin de prepararse para la guerra, que el rey lacedemonio considera inevitable. Como remate de toda la escena, Tucídides insiste para que no se pierda de vista, en su tesis acerca de la verdadera «causa» del conflicto. En efecto, la Asamblea de los lacedemonios decidió que Atenas había violado el tratado de la paz de treinta años pero, aclara Tucídides, esa decisión se tomó por los espartanos «no tanto persuadidos por las palabras de sus aliados, como por el temor de que los atenienses creciesen en poder, pues veían que tenían ya sometida la mayor parte de Grecia».[71] Ese temor, pues, no la violación del tratado, fue el verdadero motivo que decidió, a los espartanos.
B. Digresión: cómo alcanzó Atenas su poder
Según ya explicamos, (cf. supra, nota 23) el autor suspendió la narración en el punto a que hemos llegado en nuestra glosa, para insertar en ese lugar una larga digresión —escrita después de redactado el libro I— cuyo tema es el enunciado en el título del presente apartado.[72] Evidentemente, la escueta explicación que había dado el autor sobre un asunto de tanta importancia para él, a saber: que los atenienses adquirieron su poder porque se hicieron marinos (cf. supra el pasaje a que remite la nota 51), le pareció insuficiente, como, en efecto, lo era. En la digresión, pues, el autor se propuso aclarar de qué manera había ocurrido esa trascendental metamorfosis, y con ese fin narra los complicados sucesos que llenan el período de los cincuenta años subsecuentes a la retirada de Jerjes, y durante el cual Atenas fundó y consolidó el imperio que le permitió ejercer lo que los historiadores llaman «la hegemonía ateniense del siglo de Pericles».[73] No hace falta entrar en pormenores y bastará decir que el autor no contradice, antes por lo contrario, reafirma y amplía su tesis general acerca de la diferencia entre el carácter de los espartanos y de los atenienses[74] y entre la distinta naturaleza del poderío alcanzado por los unos y los otros (cf. supra III, 2, H) de tal suerte que es en esta parte de la obra donde aparecen con mayor claridad, primero, el proceso de engrandecimiento de Atenas debido a la política sagaz y agresiva de sus caudillos,[75] a la acumulación de recursos económicos resultante de la exacción de tributos y al predominio poco menos que absoluto en el mar; segundo, la tesis de que el afán de dominio es la fuerza impulsora de la historia, y, tercero, el concepto correlativo, según el cual la polis, no el hombre, es el verdadero protagonista de aquélla.
C. En víspera del rompimiento de hostilidades
Al concluir la digresión,[76] Tucídides recoge el hilo del relato en el lugar donde lo había interrumpido, o sea, se recordará, cuando la asamblea espartana decidió ir a la guerra con Atenas, so «pretexto» de que esta ciudad había violado el tratado de la paz de los treinta años. También en esta ocasión le dejaremos intacta al lector la narración de los acontecimientos ocurridos entre la fecha en que se tomó aquella decisión y la del rompimiento de las hostilidades, que es el período comprendido en los capítulos faltantes de nuestra glosa del libro I,[77] y conformémonos con advertir que, en resumen, ese relato no es sino el de las mutuas reclamaciones entre espartanos y atenienses, meros «pretextos» para ganar tiempo y para justificar moralmente el partido adoptado por unos y otros en un conflicto armado que ambos reconocían inevitable y cuya «causa» nada tenía que ver con aquellas reclamaciones e innecesaria y supuesta justificación.[78]
Pero antes de poner término a este comentario, no se deben pasar por alto los discursos magníficos que el autor puso en boca, por una parte, de una delegación corintia, pronunciado en una nueva reunión convocada por Esparta, y por otra parte, de Pericles, dirigido a la asamblea de los atenienses.[79] Ambas piezas forman una bella unidad en contrapunto, puesto que el tema de cada uno de los oradores fue el balance de probabilidad de victoria, ya de Esparta y sus aliados, ya de Atenas y los suyos. Tienen en común esos dos discursos el frío y seco cálculo[80] que en ellos se hace de la fuerza y debilidad propias y de las del enemigo, retórico marco que utiliza el autor para exhibir de nuevo su idea acerca de la guerra, cuya historia se propone narrar en los siguientes libros, como un conflicto entre dos distintas modalidades del poder, representadas en dos ciudades antagónicas por su régimen político y por la forma de concebir la vida y destino humanos.[81]
IV
El proceso ideológico
(La Historia Universal)
1. Propósitos
En el apartado precedente, hemos ofrecido una glosa al contenido del libro I, pero sólo en su aspecto más inmediato, es decir, en cuanto reconstrucción de la historia griega, hasta poco antes de que estallara la guerra del Peloponeso. A ese aspecto lo hemos calificado de «proceso fenoménico», porque se atiene a los acontecimientos como meros fenómenos, es decir, como sucesos que pertenecen a la esfera de la realidad sensible del devenir histórico. Pero para un griego culto contemporáneo de Tucídides, ese orden de la realidad era ininteligible mientras no se penetrara más allá de sus manifestaciones y se discerniera, a través de ellas, el proceso conceptual subyacente que pertenece a la esfera de la realidad ideológica del devenir universal. En el texto que hemos examinado coexisten, por lo tanto, dos niveles de inteligibilidad o si se quiere, dos «historias»,[82] a saber: la que ya recorrimos, que no es sino un fragmento del acontecer concreto y circunstancial de Grecia y la que nos proponemos descubrir que, como se verá, es la esencia, abstracta y conceptual, del acontecer humano en general, o dicho de otra manera, de la historia universal o cósmica, para decirlo en griego.[83] Pero, si ese es nuestro intento, la tarea consistirá en hacer una especie de traducción a conceptos de la imagen del suceder histórico que nos entregó el primer análisis del texto, y cuyos principales hitos hemos de recorrer de nuevo desde otra perspectiva.
2. Del caos al cosmos
Empecemos por notar que Tucídides se remonta a un pasado primigenio ubicado más allá de la historia, pero —y esto es decisivo— a un pasado que no es el de los mitos ni el de la epopeya. Se trata, pues, de un pasado neutro a la historia o mejor dicho, ahistórico que remite a la temporalidad cósmica. La historia que Tucídides se propone reconstruir está, por consiguiente, anclada en el mundo natural y es un proceso que procede y se desprende de ese mundo. Aquel cuadro que pinta el autor donde aparecen unas tribus innominadas y errabundas, desconocedoras de la agricultura, carentes de toda prudencia económica y agitadas por un constante desplazamiento, no es todavía historia, es vida natural; todavía no es civilización, es animalidad. Y parece muy claro que ese cuadro alboral desempeña parecido papel, para el acontecer histórico, que el de ese caos original —movimiento incesante y desorden de los elementos— que postuló el pensamiento científico jonio, como la realidad dada, de donde, por el efecto puramente, mecánico de un remolino que separó y ordenó los elementos, se fue generando el cosmos.
Gracias a esa concepción mecanicista, genialmente trasladada a la esfera de la vida humana, Tucídides resolvió el antiguo problema de explicar el movimiento impulsor del proceso histórico sin necesidad de recurrir, como sus antecesores, ya a la intervención caprichosa de un agente divino, ya a la noción semimítica de una justicia inmanente a la realidad y a su idea correlativa de «culpa» que pide reparación de los agravios.[84] Porque, en efecto, el constante ir y venir de aquellas tribus que habitaron el territorio que llegará a concebirse como la Hélade, obedece —y así expresamente lo dice el autor— al puro y simple impulso natural o animal proveniente de la necesidad de procurar el sustento para mantener la vida.
¿Cómo, entonces, se inicia la disolución de aquel caos de donde se desprenderá el cosmos histórico? Una vez más, fiel a su postura racionalista, Tucídides buscará una explicación que no desdiga de ella: dirá, recuérdese,[85] que la esterilidad y pobreza de algunas regiones motivó la inicial y relativa estabilidad de ciertos grupos débiles que, refugiados en ellas, pudieron poseerlas sin disputa, puesto que faltaba el incentivo para moverla. Esos grupos se vieron por otra parte, en el apuro de ingeniarse para poder vivir en las adversas condiciones naturales a las que su propia debilidad los había circunscrito, y fue así como apareció el quehacer técnico reformador de la naturaleza y cuya primera y básica conquista fue hacer del campamento provisional y movedizo un núcleo de habitación permanente, pronto amurallado, el remoto ancestro de la polis.
Tan trascendental cambio trajo consigo, correlato inevitable, la transformación del impulso primitivo, que se agota en la satisfacción de lo meramente indispensable para mantener la vida, en un impulso de otra índole, el poder, que trasciende infinitamente aquella triste meta al abrir la perspectiva del bienestar —posesión de lo superfluo, gozo del ocio contemplativo, cultivo de la belleza— y cuya conquista despierta esa aventura tan exclusivamente humana que es la alta política con su afán de dominio universal. Nada sorprendente, pues, que por efectos de esa transformación del naturalmente débil en el históricamente fuerte, se haya iniciado la lenta y gradual conversión del inicial y general estado de caótica inestabilidad en uno de creciente estabilidad, en la medida en que se generalizó al asentamiento con la fundación de múltiples ciudades, aspirantes, todas, a la prepotencia.
De las anteriores consideraciones retengamos, entonces, que en el pensamiento de Tucídides, primero, la génesis del proceso histórico consiste en el tránsito de un caos a un cosmos humano; segundo, que ese paso es ajeno a toda intervención divina y a toda exigencia de nociones semimíticas situadas más allá de la esfera de la voluntad humana; tercero, que ese cosmos, cuya realización plenaria es la meta del devenir histórico, encama en la polis en cuanto que sólo en ella puede aspirar el hombre, digamos por lo pronto, al bienestar,[86] y cuarto, que la polis, repositorio del poder, es el verdadero protagonista de la historia y cuyo destino es imponerse, por afán de dominio, para así actualizar el cosmos cuya idea encarna.
3. La MARCHA DE LA HISTORIA
En la primera revisión del relato histórico de Tucídides, tuvimos la oportunidad de señalar el esmero que puso en destacar la huella de dos procesos simultáneos y, según veremos, íntimamente relacionados. Mostró, por una parte, la aparición y el paulatino desarrollo del sentimiento de comunidad de las ciudades griegas, mismo que culminó en la noción histórico-cultural-geográfíca de la Hélade, el nombre empleado para designar una entidad distinta de las ocupadas por «los bárbaros».
Mostró, por otra parte, el complicado juego de presiones políticas, negociaciones diplomáticas y acciones bélicas que acabó por concentrar el poder en sólo dos ciudades preeminentes, Esparta y Atenas, en tomo a las cuales se agrupó, en dos campos hostiles, el resto de las polis griegas. Ambos procesos responden a una misma tendencia de reducción a la unidad, y ahora debemos tratar de comprender el sentido más profundo de tan decisivo fenómeno.
A. La Hélade, teatro de la historia universal
Empecemos por un deslinde: Tucídides advierte con frecuencia la disparidad racial de los griegos; no oculta sus diferencias en costumbres, tradiciones, cultos, legislación, etc., y pone empeño en contrastar —especialmente respecto a espartanos y atenienses— las diferencias en temperamento y carácter.[87] Es obvio, entonces, que Tucídides no concibió el sentimiento de comunidad de que habla, como fundado en elementos étnicos, tradicionalistas o psicológicos, y no hace falta inquirir demasiado para averiguar en qué lo funda, puesto que expresamente afirma que ese sentimiento se manifestó con motivo de las dos grandes acciones que conjuntamente habían emprendido los griegos antes de la guerra del Peloponeso, a saber: la expedición contra Troya, el inicio del proceso, y el rechazo de la agresión persa, culminación del mismo.[88] La conclusión es clara: Tucídides funda aquel sentimiento sobre la base de un destino común y se trata, por consiguiente, de una convicción espiritual proyectada hacia el futuro y sostenida por eso que Ortega y Gasset ha llamado un programa de vida que, dicho sea de paso, es lo único que puede generar y alimentar un sentimiento de esa índole. Pero ¿cuál, entonces, es el contenido de ese programa? o si se prefiere, ¿qué sentido tuvo en su día el concepto significado en el nombre de la Hélade?
Por obvio, podemos contestar de inmediato que se trata de un concepto incluyente de todas las comunidades griegas; una noción, pues, que las abarca, pero, por abarcarlas en un sentido espiritual y no meramente físico, es una noción que las trasciende individualmente al convertirse en la condición de posibilidad de su existencia en cuanto ciudades, precisamente, helénicas. Dicho de otro modo, la Hélade no sólo incluye físicamente todas las ciudades, sino que, fuera de ella, ninguna ciudad sería, propiamente hablando, eso. Ahora bien, puesto que —según ya sabemos— la polis es la manifestación visible y la encamación histórica del cosmos humano, la Hélade se nos revela como el lugar privilegiado y único donde el devenir de la vida humana puede alcanzar su suprema meta de realizar una comunidad de hombres sujeta a orden y justicia, que en eso estriba la noción de polis como cosmos. Y puesto que la idea de Hélade separa a los griegos de «los bárbaros», es decir, los no-griegos, comprendemos súbitamente que con el nombre de Hélade se significó el mundo a diferencia del universo, es decir, la esfera de la realidad moral o histórica en contraste con la de la realidad física o natural. Así, el apelativo de «bárbaro» —que no tenía ninguna connotación denigrante ni de «atraso»— tenía, en cambio, la de indicar la no-historicidad de la «historia» —permítasenos la paradoja— de los pueblos que no eran griegos o mejor dicho, helénicos. Más allá del ambiente espiritual de la Hélade, el suceder de la vida humana carecía de sentido histórico, y la conclusión ineludible es, entonces, que la historia helénica se confundirá —puesto que no había otra— con la historia universal.[89] Es, pues, este concepto de «historia universal» uno de tantos egregios inventos del pensamiento griego, y solamente captará el profundo significado y peculiar grandeza de la obra de Tucídides, quien la lea en la convicción de que, para el autor y sus contemporáneos, aquél era el tema del libro y no el relato de una pequeña guerra que ocurrió en un rincón de Europa hace poco más de dos mil cuatrocientos años.
B. La polis omnipotente, meta de la historia
Pero si hemos logrado desentrañar el sentido general de la obra de Tucídides como expresión, nada menos que del devenir histórico universal, nos compete ahora preguntar por el sentido, a su vez, de ese devenir, según se desprenda de la secuencia de los acontecimientos relatados por nuestro autor. Ahora bien, acabamos de indicar[90] que esa secuencia se reduce a un solo hecho: la concentración del poder en Esparta y Atenas que dividió la Hélade en los dos campos hostiles que, respectivamente, se formaron en tomo a una u otra de aquellas ciudades. Debemos, por consiguiente, dirigimos a ese hecho en busca de la respuesta a nuestra pregunta.
Estamos, es obvio, en presencia de un desarrollo al que le falta un solo paso más para alcanzar su límite, puesto que la inicial pluralidad de ciudades en posesión del poder ha quedado reducida a dos, el mínimo de su posibilidad. Ahora bien, es obvio que semejante manera de considerar el conjunto de los sucesos de la historia griega —léase de la historia universal—, supone un impulso inmanente al movimiento histórico que lo dirige y empuja hacia su límite lógico, o sea a la reducción extrema de ser solamente una ciudad la dueña de la suma del poder. Pero si esto es así, hemos indicado una primera y decisiva determinación respecto del sentido de la historia, según la concibe Tucídides. En efecto, se trata de un proceso teleológico de reducción de una pluralidad original a una unidad final, proceso de igual índole al que presidió el desarrollo del sentimiento de comunidad que acabó incluyendo a todas las ciudades griegas en el concepto de la Hélade. A la historia universal, la única verdadera, le corresponde, pues, una entidad única: la Hélade, y la meta ideal de su marcha consiste en establecer, como único protagonista, la polis omnipotente, la ciudad universal, o si se quiere, la ciudad eterna.[91]
Se pedirá, sin duda, alguna aclaración acerca de ese misterioso «impulso inmanente» que hemos supuesto como el propulsor de la historia hacia la unidad, su meta ideal. La pregunta es, sin duda, pertinente, pero como otra anterior su respuesta también tendrá que posponerse para más adelante.[92] Por el momento bastará comprender que, para Tucídides, no hay en ello ningún misterio, porque si, como hemos visto, para él la historia es la conversión o tránsito de un caos original a un cosmos, el impulso hacia la unidad tiene que ser inherente a ese tránsito, por estar implicada en el concepto mismo de cosmos.[93]
C. El camino hacia el destino
Pero si el sentido de la historia universal es el de esa marcha hacia la unidad, todavía queda por examinar cómo será el camino. Y en efecto, debe advertirse que la dicotomía Esparta-Atenas supone, no sólo la rivalidad entre esas dos ciudades por llegar a ser la polis omnipotente, sino que es una rivalidad de los dos únicos aspirantes con posibilidad real de llegar a ocupar esa posición de preeminencia. Visto así, la historia no es sino la lucha entre todas las ciudades por ser la elegida para actualizar la finalidad del devenir de la vida humana, y no otro, por consiguiente, es el sentido de todo el abigarrado conjunto de los sucesos relatados por Tucídides en su reconstrucción del pasado griego y claro está, también el de la guerra del Peloponeso, la última y más dramática etapa de aquella lucha. Y así advertimos que la disputa por el poder —que en última instancia tiene que ser un conflicto armado— no sólo es el suceso histórico que incluye a todos, sino que la disputa por el poder no es —como podría pensarse— por el poder en cuanto tal, sino como el único medio para realizar, una vez monopolizado, el estado de beatitud final prometido en el evangelio del advenimiento del cosmos histórico. El permanente estado de hostilidad entre las ciudades y cuánto significa en orden a la sumisión o destrucción del débil, que tan descarnadamente autoriza Tucídides, contienen un mensaje mesiánico que es su suprema justificación moral. En el sistema de Tucídides tenemos, pues, un distingo fundamental que separa en dos planos diversos a la justicia inmanente al devenir histórico, que es la del más fuerte, y la justicia que debe regir las relaciones internas de una comunidad civilizada. Las normas de este tipo de justicia no tienen vigencia respecto a la otra. En la gran disputa por el predominio universal todos los medios son válidos, y quien tenga la risible ingenuidad de invocar el derecho que presume le asiste para resistir las demandas del poderoso, así sea su amigo, sólo demuestra ignorancia de la mecánica histórica y es tácita prueba de debilidad. La cuestión de justicia, dice Tucídides en un célebre pasaje de su obra, únicamente cabe cuando existe equilibrio de fuerzas, cuando la presión de la necesidad sea la misma; y todos saben, añade, que el poderoso obtiene lo que desea y que el débil concede lo que no está en su poder rehusar.[94]
Pues he aquí, entonces, enfrentadas Esparta y Atenas, caudillos de sus aliados, colonos y confederados. La Hélade ofrece el espectáculo de dos banderías a punto de lanzarse a una guerra sin cuartel: la mayor y más famosa de cuantas acciones habían emprendido los griegos, no sólo porque aquellas ciudades se hallaban en la cúspide de su poder y ambas estaban preparadas para el encuentro, sino porque en el conflicto se ventilaba el destino de todos los hombres.[95] Con suprema maestría y un agudo sentido teatral, Tucídides ha conducido a su lector a tan dramática coyuntura al poner punto final al último párrafo del libro I. En los subsecuentes libros narra en escrupuloso pormenor los altibajos de la guerra, haciendo gala de una información cuidadosa y de una imparcialidad que no flaquea cuando relata el episodio que motivó su largo ostracismo.[96] Queda más allá de nuestro propósito el comentario a tan importantes textos que deberán leer quienes quieran enterarse de una de las fuentes fundamentales de la historia de la Antigüedad. Debemos, en cambio, suscitar tres cuestiones cuyo examen es indispensable para completar nuestra exposición del pensamiento historiográfico de Tucídides.
1. ¿Era o no inevitable la guerra entre lacedemonios y atenienses? ¿No acaso había la posibilidad de que reinaran en hermandad y armonía las dos ciudades preeminentes?
2. Pero si por algún motivo eso no era posible, ¿en cuál de las dos ciudades estaba el inmenso privilegio de llegar a erigirse en la ciudad universal? ¿O era, por ventura, indiferente, para el caso, el triunfo de cualquiera de ellas?
3. Pero si sólo en una estaba la posibilidad real de aquel glorioso destino, ¿era o no fatalmente necesaria su victoria?
D. La guerra, la reina de todo
Desde el momento en que, en el texto de Tucídides, aparecen Esparta y Atenas como los focos de poder que han atraído en tomo suyo el resto de las ciudades griegas,[97] el autor muestra especial empeño en hacerle ver al lector que el conflicto era inevitable, circunstancia que le presta al relato esa especial tensión que tanto lo emparenta con la tragedia. La imposibilidad de evitar la guerra se nota particularmente cuando la asamblea espartana se decide, por fin, a la guerra, después de escuchar los razonamientos de la delegación de Corinto y los de la embajada ateniense que se hallaba de paso en Esparta. El conflicto, en efecto, se presenta como inevitable a los lacedemonios por el temor que les inspiraba el crecimiento del poder ateniense,[98] es decir, porque Atenas se hallaba comprometida en una carrera que la impulsaba sin remedio a proseguir la expansión de su imperio hasta subyugar la totalidad de la Hélade. Los espartanos y sus aliados se esforzaron, ante esa amenaza, por mostrar que Atenas era la agresora y la culpable de la guerra que se avecinaba, acusándola de haber violado la tregua de los treinta años;[99] pero para Tucídides —ya lo sabemos— eso de echar la culpa e invocar tratados era mero pretexto que ocultaba el temor ante el incesante aumento del poderío ateniense. La cuestión de la inevitabilidad de la guerra se reduce, pues, a saber por qué Atenas no podía frenar su ambición de predominio absoluto y se conformaba con el ya considerable de que disfrutaba. Esta cuestión involucra, obviamente, la idea que se formó Tucídides acerca de la naturaleza del poder político, idea que expuso, entre otros lugares, en el discurso que pronunció Alcibíades ante los atenienses para persuadirlos a emprender la expedición de Sicilia.
Alcibíades se opone al pacifismo aconsejado por Nicias: no es posible, dice, limitarle a Atenas el territorio sobre el cual ejercerá su imperio; en la situación en que se halla, es forzoso que hostilice a unas ciudades y no deje libres a otras, porque, aclara, «si no fuéramos señores de otros, correríamos el peligro de ser sus vasallos, y no debemos proponemos una política pacifista igual que los demás, a no ser que cambiéis vuestra manera de ser haciéndonos como ellos». A la ciudad, dice más adelante, hay que acrecentarla, prosiguiendo el ejemplo de nuestros padres que elevaron nuestro poderío hasta el punto en que se halla, porque, explica, «si permanece inactiva, se agotará por sí misma como todas las cosas».[100]
El texto que acabamos de citar es digno de reparo por más de un motivo y por lo pronto, por la tesis que contiene acerca de la índole insaciable del poder, ya que, si se le pone límite, se aniquila a sí mismo puesto que abdica, de ese modo, al predominio absoluto que es su razón de ser. Y es importante advertir que, a ese respecto, no cabe distinguir quién sea su poseedor, porque resulta indiferente, en principio, si se trata de Esparta o de Atenas o de cualquiera otra ciudad. Quien goce de poder, en el grado que sea, lo experimenta como lo que es, insaciable en su codicia de mando, e intentará acrecentarlo en la medida en que lo permitan las circunstancias y por los medios de que vaya disponiendo, cualesquiera que sean. La inevitabilidad de la guerra entre Esparta y Atenas se confunde con la inevitabilidad de la historia misma, y todo intento de impedir a aquélla no sólo resulta vano,[101] sino que va contra la índole del discurrir humano, o si se prefiere, contra el movimiento de la vida racional en persecución de su finalidad suprema. La guerra se revela así en toda la majestad de su terrible legalidad, como el fenómeno histórico más expresivo e inmediato de aquel impulso que sacó al hombre del caos original. «Todos hemos de saber», ya había sentenciado Heráclito, «que la guerra es común a todos, y que la lucha es justicia, y que todo nace y muere por obra de la lucha». La guerra, añade, es «la madre de todo, la reina de todo».[102]
E. La escuela de la Hélade
Pero si, por lo que toca a la índole insaciable del poder, es indiferente quién y en qué grado lo posee, no es lo mismo por lo que toca al destino histórico. Habrá advertido el lector que en los fragmentos del discurso de Alcibíades que citamos en el apartado precedente, el orador destaca el destino imperial de Atenas como algo único y privativo a esa ciudad, y condena la política pacifista por ajena a la «manera de ser» del ateniense, distinta de la de los otros. Para la finalidad de la marcha histórica no es, pues, lo mismo que sea Esparta o Atenas quien alcance la victoria y con ella, la suma del poder, o dicho de un modo que ya nos es plenamente inteligible, sólo una de esas dos ciudades encierra la posibilidad de llenar los requisitos de la polis omnipotente, la meta de la historia y condición para realizar el cosmos humano.[103] En las palabras que Tucídides atribuye a Alcibíades es obvia la insinuación a favor de Atenas como candidato auténtico de aquel glorioso destino; pero ¿es esa, realmente, la opinión del autor? En todo caso, lo que importa para completar la exposición de su pensamiento es averiguar en qué cifra esa preferencia, si es que la tuvo.[104]
Son numerosos los pasajes en los que Tucídides describe y caracteriza a Esparta y a Atenas y las compara, ya en cuanto ciudades, ya por las costumbres y manera de ser de sus ciudadanos, ya por la índole de sus gobiernos, ya por sus trayectorias históricas, ya, en fin, por el tipo de poder que cada una representa.[105] Esos diversos aspectos se suponen y complementan mutuamente y con frecuencia aparecen mezclados. Para nuestros fines bastará presentar un cuadro de rasgos generales para apoyo de la conclusión que apetecemos.
En su oportunidad vimos que Tucídides distingue cuidadosamente entre el tipo de poder de los lacedemonios y el de los atenienses y advertimos en aquella ocasión que esa discrepancia se traducía en el enfrentamiento de dos conceptos distintos acerca del dominio político,[106] y ahora nos compete explicarlos. Fuerte en tierra, por su ejército, apoyada en su arcaica e inconmovible constitución estatal, la austera Esparta pudo intervenir en otras ciudades para imponerles regímenes favorables a ella y surgió, así, como el estado más poderoso a tiempo de la agresión asiática. Atenas, por su parte, se distingue por el poderío naval que, con el comercio, le trajo el lujo y la acumulación de riqueza, y le permitió fundar un dilatado imperio al convertir en tributarias las ciudades que fue sojuzgando. Surgió, pues, como rival de Esparta pero sólo a partir del rechazo de los persas, y gracias a una tenaz política oportunista de grandes riesgos y de golpes osados.[107] Es así que frente a la actitud confiada y negligente de los lacedemonios que permitieron a ciencia y paciencia la aparición y crecimiento de un peligroso competidor, la actividad ateniense se revela como un inusitado comportamiento político, libre de los impedimentos tradicionales. En el asombroso crecimiento del poderío ateniense no hay, por consiguiente, ningún misterio, ni mucho menos la intervención favorable de alguna deidad o agencia meta-histórica; hubo, eso sí, imaginación, osadía, originalidad, inventiva y sobre todo la aguda perspicacia, primero, de discernir y después, de comprender, que la promesa de la historia estaba en el dominio del mar y que la posesión de capital era la forma más sutil e irresistible del poder.[108] Y no es mera coincidencia, antes altamente significativo, que Esparta advino al poder antes de la guerra con los persas y Atenas, después de concluido ese conflicto, porque es entonces, se recordará, cuando maduró el sentimiento de comunidad de los griegos y se hizo visible en el concepto de la Hélade.[109] Atenas es, pues, a partir de ese momento, «La ciudad de la Hélade» y no una ciudad más entre otras; es, según la calificaban sus enemigos, la «ciudad tirana»,[110] una ciudad de índole nueva en cuanto portadora del mensaje histórico; y el ateniense, el nuevo griego, es el encargado de realizar ese mensaje. Esparta, por lo contrario, representa, no la maldad, porque la historia no es un cuento de malos y buenos; pero sí encama el viejo orden, y su misión suprema estriba en la oposición; en desempeñar el papel del polo opuesto, porque nada se genera, nada alcanza en plenitud y realización sin la lucha de contrarios.[111]
No hay duda de que, en el pensamiento de Tucídides, Atenas se perfila como la ciudad que encierra la posibilidad de llegar a ser aquella polis omnipotente que se ecuaciona con el cosmos histórico ya actualizado.[112] Pero bien vista, esta primera determinación es insuficiente, porque hace falta puntualizar en qué es distinta Atenas de las demás ciudades por otros motivos que no sean nada más los de su novedosa acción política que, en definitiva, podría ser, ya que no la de Esparta, la de alguna otra ciudad menos afortunada que Atenas. En una palabra, ¿cuáles las excelencias privativas, cuál la índole que la justifique como La ciudad de la Hélade?
No escasean los textos para contestar tan importante pregunta. Desde el principio de su reconstrucción de la historia antigua de Grecia, Tucídides empieza a destacar rasgos diferenciales de Atenas: en la remota época en que describe el torbellino de tribus errantes que hemos identificado como el caos original de la historia,[113] el Ática se distingue por ausencia de discordia y por la estabilidad de sus primitivos habitantes, circunstancias que la convirtieron en asilo de hombres poderosos expulsados de otras regiones y que «haciéndose ciudadanos, ya desde antiguo hicieron aumentar la población de la ciudad, hasta el punto de que los atenienses enviaron más tarde colonias a Jonia, pensando que el Ática no era suficiente para ellos».[114] También fue singular cómo se formó la ciudad: desde antiguo, dice Tucídides, fue una característica de los atenienses vivir en el campo, más que de cualesquiera otros; las comunas rurales tenían edificios de gobierno y magistrados, pero cuando Teseo subió al trono, abolió esos gobiernos particulares, hizo de Atenas la capital y la entregó a sus sucesores «convertida en una gran ciudad».[115]
Esos dos textos son dignos de reparo: el primero presenta a Atenas como asilo de extranjeros a quienes se les concede la ciudadanía, y desde temprana hora aparece como potencia colonizadora; el segundo, como imbuida de un sentimiento unificador, características que indican que en el ser de Atenas germinaba, por decirlo así, la semilla del universalismo, el resorte secreto e íntimo de su posterior política imperial y el requisito que la hacía idónea para aspirar con justificación a la omnipotencia. En comparación a esa que podemos calificar de apertura del ser ateniense, Esparta ofrece el cuadro opuesto: la rigidez conservadora de su constitución política, obtenida desde antiguo y respetada con veneración durante siglos[116] la hizo poderosa, pero en una Grecia aún arcaica, y pese a la influencia que ejercía nunca pasó de ser una aldea como fueron las ciudades primitivas.[117] Es también elocuente su negligencia ante el crecimiento del poder de Atenas, porque pone de relieve el íntimo deseo de los lacedemonios de permanecer encerrados en sí mismos: sus aliados consideraban a Esparta campeón de la libertad de Grecia, pero le censuraban que nada hiciera para justificar tan glorioso honor,[118] y si, por fin, se decidió a la guerra, no fue por conquistar la omnipotencia, sino meramente por temor de que Atenas la obtuviera. También es de notar que el argumento esgrimido por los aliados de Esparta para animarla a destruir a aquella ciudad consistía en que de ese modo se podría vivir «sin peligro en adelante»,[119] es decir, se mantendría para siempre el mismo estado de cosas.
Frente a una Atenas comprometida a la unificación, bajo su mando, de la Hélade, Esparta no tiene más programa que el de impedir el logro de esa meta suprema, de velar porque nada cambie en el futuro. Es, pues, el conflicto entre la prosecución de la marcha histórica y su detención; el de la vida empeñada en realizarse y el anquilosamiento de la muerte. Pero ¿cuál, entonces y concretamente, la promesa contenida en él programa hegemónico de Atenas que justifique su aspiración universalista? Dicho de otra manera ¿cómo eran las instituciones y el modo de vida que pretendía extender a toda la Hélade? Estas preguntas son, precisamente, las que se formula y contesta Pericles en la hermosa oración fúnebre que, según Tucídides, pronunció en honor de los caídos durante el primer año de guerra con los peloponenses.[120]
Lleno de fe y entusiasmo e inspirado en un profundo amor por su ciudad, Pericles elogia la forma de gobierno que rige en Atenas. No rivaliza con las instituciones de otras ciudades; pero ni las envidia ni las copia, antes es ejemplo para ellas.[121] El nombre del régimen es democracia, porque no depende de pocos, sino de un número mayor; todos gozan de igualdad de derechos, pero la ciudad no es ciega al mérito, y honra con oficios públicos a quien se distingue para poseerlos; ni la pobreza ni la falta de nombre son obstáculo para ello; existe una amplia tolerancia, tanto en los negocios públicos, como en la vida privada; cada quien puede obrar a su gusto, sin que incurra en reproches, pero se observa un respeto hacia los magistrados y las leyes, sobretodo las legisladas en beneficio de los que padecen injusticia y las no escritas, sancionadas por la vergüenza de quienes las infringen. Atenas, por otra parte, es una ciudad grata por los muchos recreos que proporciona al espíritu; por la hermosura de sus casas, y por estar abastecida de los productos de toda la tierra.[122]
A diferencia de nuestros enemigos, prosigue Pericles, Atenas está abierta a todos, y no expulsa al extranjero, porque confía más en el vigor de espíritu, en la acción de los ciudadanos que en la estratagema o en los preparativos secretos. Al ateniense no se le somete a fatigoso entrenamiento militar, y aun cuando vive con placidez, sabe enfrentarse tranquilamente a los peligros por costumbre de valentía, sin que sea inferior en audacia a los que viven continuamente con dureza, y «por esos motivos y otros más aún nuestra ciudad es digna de admiración».[123]
El ateniense ama la belleza, sin ostentación dispendiosa, y cultiva la mente, sin afeminamiento; la riqueza la emplea para la acción; ser rico no es, para él, motivo de jactancia, de manera que no hay vergüenza en confesar la pobreza y sólo la hay en la pereza. Todos los ciudadanos se interesan en los asuntos públicos y no se tiene por pacífico, sino por inútil a quien no participa en ellos. Tiene el ateniense la particularidad única de reflexionar antes de obrar, pero sin menoscabo de audacia y de presteza, y en conducta tiene la nobleza de la generosidad, porque, aclara el orador, «somos los únicos que hacemos beneficios, no tanto por cálculo de la conveniencia, como por la confianza que da la libertad».[124]
Respecto a la vocación imperial de Atenas, Pericles encomia al ateniense como el hombre que puede adaptarse a todas las circunstancias y que está dotado de encanto personal.[125] Muestra de ello, dice, es que Atenas es la «única de las ciudades de hoy que va a la prueba con un poderío superior a la fama que tiene, y la única que ni despierta en el enemigo que la ataca una indignación producida por la manera de ser de la ciudad que le causa daños, ni provoca en los súbditos el reproche de que no son gobernados por hombres dignos de ello».[126] Los atenienses serán, añade Pericles, admirados por los hombres de hoy y del tiempo venidero sin necesitar de un panegirista que, como Homero, dé placer con mentirosas epopeyas, sino por haber obligado a todos los mares y a todas las tierras a abrirle un camino a su audacia, y por haber dejado en todas partes testimonios inmortales de su amistad y de su enemistad.[127]
He aquí esbozado el carácter de Atenas y del modo de vida, liberal y civilizado, de sus ciudadanos. El contraste con las otras ciudades, pero particularmente con Esparta no puede ser más agudo. Como una torre luminosa entre el caserío de una aldea, Atenas se yergue como una ciudad diferente y única por su apertura hacia el mundo, por la libertad de sus instituciones y costumbres, y por las virtudes, gustos, carácter y temperamento que singularizan al ateniense. En el estandarte de Atenas está, pues, inscrito un programa ecuménico, y en suma, es Atenas, según orgullosamente lo proclama Pericles, la escuela de la Hélade,[128] es decir, la maestra universal, la única idónea y digna de convertirse en la polis omnipotente y actualizar, de ese modo, el cosmos del vivir humano en la realidad concreta de lo histórico.
F. El héroe
No se habrá podido menos de advertir que el problema toral de la concepción tucidiana de la historia, es decir, de la concepción más auténtica que se formó el mundo antiguo acerca del devenir histórico, estriba en la reducción de una inicial pluralidad de ciudades —surgidas mecánicamente del fondo de un caos original— a una final unidad encarnada en una ciudad única, omnipotente y ecuménica.[129] Pero ese desarrollo —cuyo fenómeno esencial es la guerra— sólo enuncia el deber ser y no necesariamente el ser. En otras palabras, si es cierto que el proceso del acaecer histórico es fatal en su movimiento o marcha, como resulta obvio del hecho de la inevitabilidad de la guerra entre Esparta y Atenas, todavía cabe preguntar si es igualmente fatal el triunfo de la tendencia unificadora y ecuménica o en el caso concreto, la victoria de Atenas. En suma, ¿está o no está predeterminado el proceso histórico?[130] Sabemos que Atenas sucumbió y ya lo sabía Tucídides cuando redactó la parte que podríamos llamar doctrinal de su obra, el libro I; pero la pregunta no por eso resulta ociosa; por lo contrario, su respuesta es esencial al sistema en cuanto involucra nada menos que la cuestión fundamental de la libertad del hombre dentro de la fatalidad natural del desarrollo histórico.
Y en efecto, en el pensamiento de Tucídides la guerra, como ya vimos,[131] no podía suspenderse por la naturaleza misma del poder, pero su desenlace no era predecible, porque no dependía de la excelencia de Atenas como la ciudad vocada a realizar el cosmos histórico, sino de las decisiones y acciones de los hombres en cuyas manos estaba conducir a la ciudad hacia ese destino y además, dependía también de lo contingente o si se prefiere, de la fortuna.
En múltiples ocasiones se habla, en los discursos que pronuncian diversos personajes de la fortuna, buena o mala, que interviene y determina los acontecimientos, pero nunca aparece mitificada como la manifestación de una voluntad situada más allá de la historia. No se trata, pues, ni de una agencia trascendente ni de la diosa que los griegos llamaron Τύχη y los romanos, Fortuna. Es, simplemente, la contingencia que puede ser favorable o desfavorable a las pretensiones, esperanzas o deseos de los hombres; escapa a todo intento de sujeción o relación, y es arbitraria, puesto que igualmente abate al inocente que al culpable.[132] La buena fortuna es, por otra parte y paradójicamente, peligrosa, porque envanece a quien la experimenta y le hace concebir esperanzas y deseos que lo incitan a ejecutar acciones temerarias, confiando en que no lo abandonará.[133] El logro de la meta del discurso histórico está, por lo visto, sujeto de alguna manera y en algún grado al capricho, y el problema es, entonces, examinar cuál es el alcance de la acción del hombre en determinar y orientar la marcha de la historia hacia su finalidad suprema. En suma, para que Atenas logre la omnipotencia, que es su destino, los atenienses no sólo deberán vencer a fuerza de armas la oposición antihistórica, llamémosla así, del poderío lacedemonio, sino que tendrán que sortear los peligros y contrariedades que les tenga reservado un hado más o menos caprichoso. Y aquí es donde se configura el hombre de excepción, el caudillo que orienta el proceso histórico hacia la plenitud de su floración, el héroe tucididiano.
Que nuestro autor concedió al hombre excepcional un papel absolutamente decisivo por encima de la masa, aun de la formada por ciudadanos libres con voz y voto en las asambleas, es asunto del que no cabe dudar. Es esa una verdad que se documenta a lo largo de toda la obra, pero de modo particularmente claro en aquel pasaje del elogio a Pericles, ya muerto, donde se dice «que gobernaba a la multitud en mayor medida que era gobernado por ella» y que, «gracias a su sentido del honor, llegaba a oponérsele». Atenas, explica Tucídides, era entonces una democracia oficialmente, pero en realidad era «un gobierno del primer ciudadano». Y como si esto no fuera bastante para poner de relieve la indispensabilidad de un hombre superior en la marcha de los negocios públicos y en el destino de la ciudad, aclara Tucídides que, desaparecido el gran estadista, los políticos que lo sucedieron acabaron por «entregar el gobierno al pueblo, siguiendo sus caprichos», con lo que se incurrió en todos los errores caucionados por Pericles y que, a la larga, acarrearon el desastre de la derrota.[134]
Varios personajes del libro muestran, en diverso grado, los rasgos típicos del hombre preeminente, según lo concibió Tucídides, sin excluir a espartanos y a otros no-atenienses,[135] porque será bueno comprender desde ahora que nos vamos refiriendo al que podemos calificar de «héroe histórico» que no debe confundirse con el héroe nacional, el ciudadano que, por ejemplo, da su vida en la defensa de su patria. Y es así, entonces, que quien llegue, incluso, hasta la traición no dejará de entrar en aquella categoría si reúne las peculiares cualidades definitorias y específicas del hombre excepcional.[136] En principio, pues, las virtudes morales como la buena fe, la veneración a los dioses y el respeto a la palabra empeñada, no son elementos confígurativos del héroe tucididiano, aunque algunos de esos rasgos pueden concurrir en él.[137] Se trata, en suma —y no podía ser de otro modo dentro de la visión histórica de Tucídides— del estadista, de cuyas decisiones y actos depende el destino de la ciudad; del político, pues, pero en el sentido más alto y noble de la palabra, o quizá más claramente dicho, se trata, por lo pronto, del hombre que está en el gran juego de la lucha por el poder en busca de la omnipotencia, pero al servicio de los intereses, digamos, de la historia y no del engrandecimiento personal.[138]
Pero ¿cuáles, entonces, las cualidades específicas del héroe? Más arriba, al hablar de la fortuna, indicamos que las dos grandes tareas históricas de una ciudad —concretamente nos referimos a Atenas— eran vencer al enemigo, que siempre lo hay, pues la historia es oposición de contrarios, y conjurar en lo posible la adversa fortuna. He aquí indicadas, por lo tanto, las cualidades que requiere reunir en sí el hombre preeminente: el cálculo y la previsión. Considerémoslas por su orden.
En los pasajes que dedica Tucídides a pintar el carácter de Temístocles y de Pericles, los dos hombres que, sin duda, le merecieron el mejor aprecio como estadistas, la capacidad de ponderar el pro y el contra de una situación dada, es decir, de calcular las posibilidades reales de triunfo, tanto por el poder de que se disponía, como por el tipo de acción que era preciso ejecutar y por otras circunstancias ocupa prominentemente su atención. En Temístocles alaba su superioridad «para juzgar las situaciones que se presentaban, con la menor deliberación»,[139] y todo el discurso de Pericles, pronunciado en víspera del rompimiento de las hostilidades con los lacedemonios, es un modelo de cálculo desapasionado acerca de las probabilidades favorables a Atenas y acerca de la estrategia que debería seguirse en el conflicto, en vista de la fuerza, índole temperamental, hábitos y antecedentes del enemigo y de las ventajas que se podían sacar de la situación geográfica en que estaban colocados ambos contendientes.[140] Pero, bien vista, esa capacidad de ponderación y cálculo se reduce —y así lo hace Tucídides— a la posesión de un entendimiento excepcional y sagaz o si se quiere, al goce de una inteligencia superior, de una viva imaginación y de un carácter decidido. En Temístocles lo que más admira el autor es la «fuerza de su entendimiento natural» más poderoso y «excepcional que el de cualquier otro», y a Pericles lo hace decir de sí mismo que «no es inferior a nadie en conocer lo que es necesario», y que si esa cualidad le fue reconocida en grado de excelencia cuando se emprendió la guerra, no era razonable que se le acusara después de mal proceder.[141] El héroe tucidiano es, pues, en primer lugar, el estadista calculador e inteligente que se contrapone al político demagógico y apasionado; pero además de ser el hombre de la razón, debe tener la facultad de poder explicar con claridad lo que su inteligencia le ha revelado, porque a la acción política, a diferencia de la especulación contemplativa, le es constitutiva saber comunicar lo pensado, ya que quien no expone claramente lo que es necesario en una situación dada, «es como si no le hubiere venido al pensamiento»,[142] y aquí aparece el motivo de la suprema importancia que tiene la oratoria para la eficacia de la acción del héroe tucididiano, el hombre del logos en los dos sentidos del término: la razón y la palabra.
Es de suyo obvio que el cálculo, facultad príncipe del estadista, incluye al futuro o, por mejor decirlo, el cálculo es, en grado de excelencia, previsión, puesto que en ello está su principal utilidad. Una vez más hemos de invocar la ejemplaridad de Temístocles, «el más acertado en conjeturar respecto a las situaciones futuras, en todo lo posible, lo que iba a suceder» y el que «preveía muy bien las cosas más o menos ventajosas que todavía estaban en lo incierto».[143] «La inteligencia, pues, no es impotente respecto a lo por venir, con tal de que», advierte Pericles, «no confíe en la esperanza, cuya verdad es indemostrable y se atenga al razonamiento, que es la base de una previsión segura».[144]
Basten esas indicaciones para tener una idea del hombre postulado por Tucídides como el único capaz de soportar la carga de la cosa pública y de conducir el proceso histórico a su meta. El estadista ejemplar era, en medida considerable, un estratega militar y en nada estaba reñido con él, antes era casi obligado, el mando efectivo y directo del ejército o de la armada; pero a pesar de este rasgo común con el héroe guerrero de las tradiciones épicas, la diferencia entre ambos es colosal, porque si a éste no dejó de atribuírsele sagacidad y previsión, su dependencia de los poderes infinitos siempre fue decisiva e impensable su abolición. Lo peculiar, lo novedoso, lo audaz en el héroe tucididiano es su autonomía, fundada en la fe en la potencia racional y ejercida —y disfrutada— con la misma soberbia de los filósofos herederos del cientificismo de la escuela jonia, y de los cuales Tucídides mismo y su héroe son próximos parientes. El «yo» y la visión personal se imponen e imperan sobre el mítico «ellos» de las epopeyas y se ponen por encima de la venerada autoridad de sus relatos. Pero ¿acaso hay en ello sorpresa? Es indudable que quien haya seguido con un mínimo de atención el pensamiento de Tucídides no podía esperar otra cosa.
La contingencia
En atención a cuanto acabamos de explicar se advertirá sin dificultad que el verdadero, el temible enemigo de Atenas —o de cualquier ciudad vocada a actualizar el cosmos histórico— no eran las huestes lacedemonias, ni siquiera las calamidades inevitables —nótese que no digo imprevisibles— como la peste que asoló a Atenas, y que deben sufrirse con resignación.[145] El verdadero, el temible enemigo es el error en el cálculo y en la previsión. Eso es lo que tuerce y desvía el proceso histórico de su meta; eso es lo que defrauda las más bellas y plausibles posibilidades; eso, lo que le impide a una ciudad cumplir con su claro y obvio destino. No casualmente, ni por adorno, Pericles insiste en esa idea cuando anima a los atenienses a decidirse por la guerra y los prepara para enfrentarse a tan formidable aventura. Después de un cuidadoso balance de las fuerzas que entrarán en conflicto, y sin invocar la protección de los dioses ni nada que tienda a despertar esperanzas falsas, Pericles les dice a los ciudadanos reunidos en asamblea que «temo más a nuestros errores que a la estrategia del enemigo» y a ese propósito indica los dos errores en que se verán tentados a incurrir.[146] Pero ese tipo de errores, peligrosos como son, pueden evitarse y ser previstos y no están, por lo tanto, más allá de la voluntad. En ese sentido su amenaza es relativa y no ocurrirán mientras el gobierno de la ciudad se halle en manos capaces. Otra cosa acontece respecto a los sucesos imprevisibles que, de haberse podido conjeturar, serian evitables. Por sagaz y luminosa que se suponga la inteligencia de un estadista, su previsión tiene un límite. Lo «repentino, lo inesperado y que sucede sin posibilidad de cálculo, esclaviza el entendimiento»,[147] y es entonces cuando «se culpa a la fortuna»,[148] la cual, sin embargo, no es propiamente culpable, porque no se trata de nada mágico ni de una voluntad caprichosa, se trata, pura y simplemente, de toda esa zona del acontecer que elude la previsión; de todo lo posible, pero imprevisible.
He aquí, pues, el elemento de contingencia que, por los límites mismos de la razón, condiciona la acción más ejemplar del estadista[149] y amenaza con el desastre sus decisiones más sabias y prudentes. La marcha de la historia es, quizá racional, pero como la suma de sus posibilidades en el futuro son incalculables, siempre existe un margen de error irreductible, y la gran licitación para optar a la omnipotencia, meollo del proceso que conduce del caos al cosmos humano, queda entregado a la contingencia. Por más que el hombre, a través del héroe, ponga su confianza y finque sus esperanzas en el poder luminoso de la razón no logra aniquilar ese residuo de tinieblas que comúnmente se llama la fortuna. La inteligencia humana no es divina y tiene que humillarse ante la providencia caprichosa. La historia resulta, siempre sí, ser la tragedia de un héroe que en vano lucha contra un hado inexorable, y no ya el desarrollo de un programa racional que va cumpliendo sus etapas bajo la previsora mano de un príncipe de la inteligencia política.
V
Epílogo
(La salvación)
Para Tucídides, testigo ocular de la caída de Atenas, aquella conclusión debió serle repugnante en lo más entrañable de su ser y de su soberbia filosófica. Sabemos que la parte doctrinal —considerémosla así— de su obra, el libro I, lo escribió después de aquel desastre, y no parece improbable que la secreta finalidad del resto de la Historia —el relato pormenorizado de la guerra— se le hubiere revelado en un momento dado como demostración irrefutable de que la derrota ateniense se debió, no a un decreto de la «fortuna», sino a errores que Pericles o cualquiera de su talla habrían evitado. Y hasta puede conjeturarse que, una vez relatada la expedición siciliana —el gran error contra el cual había caucionado Pericles—[150] ya no había aliciente para proseguir la obra, explicación, quizá, de haber quedado trunca. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que hay base para mostrar que Tucídides no se resignó a aceptar la impotencia de la razón frente a la incertidumbre de un futuro amenazante. Se trata, pues, de explicitar una última y la más decisiva articulación de su sistema; la que revela el sentido más profundo de su obra, puesto que, como veremos, pretende ofrecer la solución histórica del hombre, de otro modo, juguete del destino.
La gran cuestión —la puntualizamos en el apartado anterior— es que el intento de aniquilar la fortuna por medio de la previsión racional, la suprema virtud de la inteligencia penetradora de lo incógnito, se ve frustrada por las propias limitaciones, al parecer infranqueables, de esa virtud. Pero todo el secreto consiste en saber si en realidad se trata de falta de potencia en la razón o bien, quizá, de falta de una base segura de la previsión. ¿No será, en efecto, que el mal no radica en un supuesto alcance limitado de la inteligencia, sino en el método de su ejercicio? Si se considera la manera que un gran estadista trata de prever el futuro, se advierte que, en última instancia, se atiene a su sagacidad, como lo hacía Temístocles. Pero resulta entonces, que una actividad tan absolutamente decisiva es, ella misma, más o menos contingente, más o menos milagrosa, aparte de que la presencia o ausencia de un hombre capaz en las coyunturas en que más falta hace —pensemos en el trágico hueco que dejó la muerte de Pericles— es también algo mágico. La contingencia imprevisible parece, pues, rodear a la historia por todas partes y penetrar hasta el motor mismo de sus procesos, y el advenimiento del cosmos histórico con el triunfo de una ciudad ecuménica —el apocalipsis del mundo antiguo— siempre irá al garete de la incertidumbre. No era de esperar que Tucídides, el San Juan de aquella revelación, faltara a su promesa.
Si el movedizo curso del tiempo ocultara un inconmovible asidero a la razón desde donde, como un faro firmemente anclado, pudiera iluminar el océano del futuro, la previsión ya no requeriría el oportuno surgimiento —siempre dudoso— de un hombre excepcionalmente dotado ni, de haberlo, la intuición feliz necesaria al acierto. En el descubrimiento de semejante panacea estaría, pues, la salvación del hombre, quien, así armado, superaría los antiguos y supersticiosos temores que le inspiraba la pleonexia, aquella supuesta norma de una justicia que expone a los mortales al enojo y envidia de los dioses, y podría impunemente olvidar aquel mandato consagrado en la doctrina de la sofrosine que aconsejaba el rechazo de las aspiraciones más audaces de una ambición ilimitada. El célebre y celebrado γυώδι σεαυτόυ, el «conócete a ti mismo» inscrito en el templo del oráculo de Apolo en Delfos había sido mal interpretado en el sentido admonitorio de una prudente autolimitación; su secreto era otro y es el que revelará Tucídides como clave suprema para que una generación venidera sepa conducir la nave de la historia a su glorioso y natural destino.
Todo en el vivir humano es inestabilidad; todo cambia, todo se corrompe y sin embargo, si el hombre real y verdaderamente «se conociera a sí mismo», conocería el más íntimo secreto de su ser, el arcano que sólo sabe descubrir la visión teorética, la verdad subyacente a las mentirosas apariencias, a saber: que aquello que hace que el hombre sea hombre y no otra cosa, su fisis, su naturaleza, es una esencia, algo, pues, siempre y para siempre idéntico a sí mismo, aquí y en cualquier lugar;[151] algo, por consiguiente, invariable en las arenas movedizas del devenir humano. Pero si eso es así, la gran cuestión de la historia está resuelta, porque ese elemento invariable es el asidero requerido por la razón para predecir con regularidad las acciones humanas. Y en efecto, examinando la conducta del hombre en el pasado y desentrañando los resortes internos [152] que la motivaron, se sabrá cómo se conducirá en el futuro, puesto que, provenientes de su naturaleza, esos resortes y motivaciones son siempre los mismos. Y se descubrirá, además —y esto es el meollo mismo del pensamiento de Tucídides— que de todos ellos, el resorte supremo y determinante es el anhelo de dominio, la codicia del poder. De súbito la historia se vuelve transparente: toda la marcha de su discurso, desde aquel remoto remolino que agitó el caos original, hasta las más refinadas astucias de la política, ostenta las huellas de la aspiración al dominio universal. Pero debemos cuidamos de no ver en ello desordenada codicia, ni censurable ambición, ni nada que atropelle la justicia o vulnere el sentimiento ético, como tampoco respecto a los medios que se utilicen, porque aquella común aspiración no es sino síntoma de la esencia del hombre que lo impulsa hacia su realización plenaria. La naturaleza humana hace que la historia sea como ha sido; en ella, pues, radica la razón de su ser, su motor y su necesidad. Con esta visión esencialista del devenir histórico —a la que tenía que llegar el pensamiento griego— se archivan como mitos inoperantes los viejos conceptos de agravio y culpa a los que todavía recurrió Herodoto,[153] y si, a través del genio de Tucídides, la historia se desacraliza y pierde su antiguo nimbo de misterio, la ciencia historiográfica, en cambio, reclama para sí el saber político supremo que conducirá al hombre a la ciudadanía universal y a la beatitud de una vida regida por el orden, la justicia, la libertad y la belleza de que tan preñada estaba Atenas y que no pudo actualizar por desconocimiento de aquel saber.
Se comprenderá ahora el hondo sentido de aquella frase clave y un tanto oracular en la Historia de Tucídides, donde, con la elegancia de un gran señor que lo ha perdido todo menos el estilo de su clase, se declara satisfecho si su obra será acogida por quienes deseen prever cómo serán los acontecimientos futuros, por lo humano que hay en ellos, es decir, porque inevitablemente obedecerán a los requerimientos de la naturaleza del hombre. Mi obra, dice Tucídides, no es una composición destinada a un ocasional certamen cuya finalidad sea halagar los oídos; mi obra, añade, orgulloso, es una adquisición para siempre.[154]
Temixco, verano de 1974.
EDMUNDO O’GORMAN.