Libro tercero

I

Al principio del estío,[58] cuando las mieses ya granadas están en sazón de ser segadas, los peloponenses entraron de nuevo en tierra de Ática llevando por su capitán a Arquidamo, rey de los lacedemonios, talándola y arrasándola. Había algunas escaramuzas, según costumbre, entre la caballería ateniense y los soldados de a pie de los enemigos, armados a la ligera, que recorrían la comarca, porque los de a caballo salían contra ellos para defender los lugares cercanos a la ciudad. Estuvieron los peloponenses en Ática mientras les duraron los víveres, y después volvieron a su ciudad.

Al invadir los peloponenses el Ática, los moradores de la isla de Lesbos, excepto los de Metimna, se rebelaron contra los atenienses, uniéndose a aquellos, cosa que habían querido hacer antes que la guerra empezara, pero los lacedemonios no aceptaron entonces su alianza. Esta vez se declararon más pronto de lo que tenían determinado, porque cuando lo hicieron estaban muy ocupados en fortificar los puertos y rehacer sus muros, y en hacer barcos. También esperaban ballesteros, vituallas y otras provisiones por las que habían enviado al Ponto.

Los tenedios, que eran enemigos de los metimnenses, y algunos particulares de la ciudad de Mitilene, que por las parcialidades que había en la ciudad se habían hecho ciudadanos de Atenas, avisaron a los atenienses que los vecinos de Mitilene obligaban a todos los moradores de la isla de Lesbos a reunirse dentro de la ciudad con intento de rebelarse contra los atenienses, y que hacían todos los aprestos de guerra necesarios para este efecto, persuadidos por los lacedemonios y por los beocios sus progenitores; de suerte, que si los atenienses no acudían pronto al remedio, perderían toda la isla de Lesbos.

Considerando los de Atenas que les sería muy difícil, después de tan gran epidemia como habían tenido, y estando los enemigos en su tierra, aparejar nueva armada y emprender otra guerra contra los de Lesbos, que tenían sus fuerzas intactas y gran número de naves, no quisieron al principio creer lo que decían, porque no deseaban que fuera verdad, y reprendían a los que comunicaban estas nuevas diciendo que no era nada y que hacían mal en culpar a los mitilenos. Mas después que los mensajeros que enviaron para saber la verdad les dijeron que los de Mitilene, a pesar de su exigencia, no habían querido hacer volver a los moradores de la isla que obligaron a ir a la ciudad ni suspender los aprestos de guerra, temiendo que se rebelasen de veras, quisieron prevenirlos enviando hacia aquella parte cuarenta naves que tenían dispuestas para marchar al Peloponeso, mandadas por Cleipidés, hijo de Dinias, y otros dos capitanes, porque les advirtieron que muy pronto sería la fiesta de Apolo, que se celebraba en Maloes, fuera de la ciudad, a la cual todos los ciudadanos, o la mayor parte, venían todos los años, y que si se daban prisa a ir sobre ellos, podrían coger a todos de repente, y si no se conseguía, yendo sobre ellos con armada, les podrían mandar que diesen todas las naves que tenían y derribasen sus murallas, y si lo rehusasen, con razón les declararían la guerra antes que se pudiesen fortificar ni proveer de las cosas necesarias para su defensa.

Por esta causa enviaron los atenienses aquellas cuarenta naves, retuvieron las diez galeras que los mitilenos les habían enviado en socorro por razón de la alianza que había entre ellos, y metieron en prisión a todos los hombres que venían en ellas. Había en Atenas un varón natural de Mitilene que, al saber este hecho, partió apresuradamente por mar, arribó en Eubea, y de allí fue por tierra hasta Geresto, donde halló un barco de mercaderes que iba a hacerse a la vela para ir a Mitilene. Embarcóse en él, y con el viento que tuvo llegó en tres días al puerto de Mitilene, y en seguida avisó a los mitilenos de que iba contra ellos la armada de los atenienses.

Los mitilenos, al saberlo, no salieron el día de la fiesta al templo de Apolo Maloes, sino que a toda prisa repararon los muros de la ciudad y fortificaron su puerto lo mejor que pudieron.

Pocos días después llegó la armada de los atenienses, los cuales, viendo los aprestos de guerra que hacían los ciudadanos, les declararon el encargo que traían de mandarles que diesen sus naves y derribasen sus muros. Al ver que rehusaban cumplirlo, se prepararon a acometerlos. Mas como los de la ciudad se vieren en aprietos, aunque al comienzo salieron un poco delante al puerto haciendo muestra de querer pelear, cuando vieron la armada de los atenienses derechamente contra ellos, se retiraron y determinaron parlamentar con los capitanes atenienses, diciéndoles que se avenían a entregarles todas sus naves con tal de que hiciesen con ellos algún buen concierto para en adelante. De buen grado lo otorgaron los atenienses, temiendo no contar con bastante armada para conquistar toda la isla de Lesbos; y con esto hicieron tregua por algunos días, enviando su embajada a los atenienses con algunos de sus ciudadanos, entre los cuales fue el que había descubierto a los atenienses que los mitilenos se les querían rebelar (aunque ya éste había mudado de parecer), por ver si podían excusar aquel hecho y quitarles la mala sospecha que habían concebido los atenienses, para que mandasen volver la armada que tenían sobre Mitilene sin hacer daño. Por otra parte, los mismos mitilenos enviaron otros mensajeros en un galeón a los lacedemonios, ocultándolo a los atenienses, que tenían sitiado el puerto con su armada, que estaba a la parte septentrional, hacia Malea. Hicieron esto los mitilenos porque no tenían esperanza de que los que enviaron a Atenas pudiesen conseguir su demanda de los atenienses. Los mensajeros enviados a lacedemonia trabajaron tanto con los lacedemonios, que consiguieron enviasen socorro a los mitilenos. Entretanto, llegaron los que habían enviado a Atenas, y al decir a los suyos que no pudieron alcanzar nada de los atenienses, toda la ciudad de Mitilene y todos los de la isla se pusieron en armas y se aprestaron para la guerra, excepto los de Metimna, que seguían el partido de los atenienses, y los imbrios y lemnios, y algunos otros de las islas cercanas, sus aliados y confederados.

Aunque los de la ciudad hicieron una entrada en el real de los atenienses, y llevaron lo mejor en la pelea, no osaron esperar en el campo ni salir más adelante, sino que continuaron encerrados en la ciudad, esperando algún socorro de los lacedemonios o de otra parte.

Poco tiempo después arribaron allí el lacedemonio Meleas y el tebano Hermeondas, los cuales no traían socorro, porque fueron enviados a los mitilenos antes que se rebelasen; no llegando antes que la armada de los atenienses, se metieron en un bergantín, después de la pelea que arriba contamos, arribaron a la ciudad, y les aconsejaron que enviasen sus embajadores con ellos, en otra galera, a los lacedemonios, lo cual hicieron.

Pasado esto, como los atenienses vieron que los mitilenos no osaban salir, cobraron ánimo y llamaron a sus aliados y confederados para que les ayudasen, los cuales acudieron de buena gana, por la idea de que sin mucho trabajo podrían conquistar a los lesbios, que tenían pocas fuerzas. Cercaron a la ciudad por dos partes, fortificaron su campo con baluartes y pusieron sus guardas de naves a la entrada de los dos puertos, de manera que los de la ciudad no se podían salir por mar; pero por la parte de tierra lo mandaban todo, porque los atenienses no ocupaban sino muy poco trecho en torno de su campo, a causa de que en Malea hacían su mercado y tenían la estancia de su navíos.

En tal estado estaban las cosas de los mitilenos.

En este mismo verano, los atenienses enviaron treinta naves para guerrear alrededor del Peloponeso, mandadas por Asopio, hijo de Formión, a petición de los acarnanios, que demandaron para aquella empresa a alguno de los hijos o parientes de Formión. Al llegar Asopio con su armada al Peloponeso, robó y taló muchos lugares de la costa de Lacedemonia, y después se retiró a Naupacto con doce de sus naves, enviando las otras a su tierra. Hizo enseguida armarse a todos los acarnanios; con ellos fue a hacer la guerra a los eniades, remontando con sus barcos el río Aqueloo, mientras los acarnanios, por tierra, robaban y destruían todos los lugares. Mas viendo que no podía acabarse su empresa por tierra, despidió el ejército de infantería, y él por mar, con sus doce naves, tomó derrota hacia Léucade, saltando a tierra en el puerto de Norica, en donde al querer volver a sus barcos, fue muerto él y una parte de los suyos por los del pueblo de Norica con la ayuda de algunos soldados extranjeros que tenían, aunque pocos. Los que quedaron vivos de los atenienses, cuando rescataron sus muertos de los noricos para darles sepultura, volvieron a su tierra.

Entretanto, a los embajadores que los mitilenos enviaron en la galera a los lacedemonios, ordenaron éstos que acudieran a la junta de todos los griegos que pronto se verificaría en Olimpia, para que siendo allí oídos en presencia de todos los confederados y aliados, se determinase por común parecer lo que debía de hacerse en tal caso. Halláronse, pues, en las fiestas de Olimpia cuando Dorieo el rodio ganó el premio y la honra de ellas, y acabadas las fiestas y los juegos, estando reunidos todos los aliados y confederados para consultar sobre los negocios en común, fueron llamados los embajadores de los mitilenos que, entrando en el Senado, pronunciaron este discurso.

II

«Varones lacedemonios, y vosotros, aliados y confederados: Bien sabemos que es costumbre admitida entre los griegos, como justa y legítima, que los que en tiempo de guerra se rebelan contra los aliados y se pasan a los contrarios, los que los reciben les tratan bien tanto tiempo cuanto piensan que los rebelados les pueden ser útiles y provechosos; pero considerando después la traición que han hecho a sus primeros amigos, los tienen por ruines, y creen que serán peores en adelante. Sería esto razonable si las cosas fuesen iguales de parte de los que se rebelan como de aquellos de quien se apartan. Porque si son iguales en las fuerzas y aprestos de guerra, como lo son en consejo y amistad, no hay ocasión ninguna justa en que se deban rebelar y apartar unos de otros. Pero esto no sucede entre nosotros y los atenienses, según os mostraremos para no pareceros malos si nos apartamos en tiempo de guerra de aquellos que nos honraron en el de paz.

»Pues venimos a pedir vuestra amistad, bien será, ante todas cosas, justificar nuestra causa y hablar de la justicia y de la virtud, porque ni puede haber amistad firme entre los particulares, ni unión perdurable entre las ciudades si no hay un crédito verdadero de virtud y bondad de una parte a la otra, y una comunicación y conformidad de voluntades y costumbres; que si son discordes las voluntades y pareceres, también serán diferentes las obras.

»Sabed, pues, que nuestra amistad y alianza con los atenienses data desde que vosotros os apartasteis de la guerra contra los medos y ellos prosiguieron la empresa. Entonces nos confederamos con ellos no para poner a los griegos bajo la sujeción de los atenienses, sino para librarles de la servidumbre de los medos. Mientras nos tuvieron por iguales, siempre los seguimos con entera voluntad; pero al ver que terminada la guerra contra los medos procuraban someter a sus amigos y confederados a servidumbre, no pudimos dejar de recelarnos. Y porque no era posible a los otros aliados y confederados unirse para defenderse de los atenienses, por la diversidad de votos y pareceres que suele haber entre muchos, todos quedaron sujetos a servidumbre, excepto nosotros y los de Quío.

»Usando siempre de nuestro derecho y libertad, les ayudamos en la guerra como amigos y confederados, empero, nunca tuvimos a los atenienses por verdaderos caudillos y capitanes, tomando ejemplo de lo pasado; pues no era verosímil que habiendo sujetado a los otros, que también eran sus amigos y confederados, dejaran de hacer lo mismo con nosotros cuando viesen oportunidad para ello; que si todos disfrutáramos de nuestra libertad, como antes, podríamos tener confianza en que no querían innovar cosa alguna; pero habiendo ya sujetado a todos los demás, de creer es que sufrirán de mala gana que queramos tratarles de igual a igual, y que obedeciéndoles todos los demás, nosotros solos nos queramos igualar a ellos, mayormente ahora que cuanto más poderosos llegan a ser, venimos nosotros a ser menos fuertes por estar solos y desamparados.

»No hay cosa que tanto haga fiel y firme la amistad y confederación como el temor que tiene uno de los aliados al otro si hace cosa que no debe, porque el que quiere traspasar los términos de la amistad y alianza se refrena y abstiene cuando ve que sus fuerzas solas no son bastantes, y si considera que el otro es tan poderoso como él, teme acometer el primero. Si ellos nos han dejado hasta aquí gozar de nuestra libertad, ha sido porque pensaban tener más firme y estable su señorío, so color de que usaban más de razón y de buen consejo que de fuerza y violencia manifiesta, y a fin de que si hiciesen la guerra contra algunos, justificarla diciendo que, de no ser justa, ni nosotros ni los otros, que aún disfrutaban de su libertad, les ayudaríamos.

»De esta suerte han aumentado su poder muchas veces en perjuicio de los débiles, sujetando poco a poco a muchos, unos en pos de otros, para que los que quedasen no tuvieran medios de defensa; que de empezar contra nosotros teniendo los otros sus fuerzas enteras, no lo pudieran hacer tan sin peligro, y también porque temían nuestra armada y sospechaban que, si las juntábamos y nos uníamos a vosotros o con otros, les podríamos hacer daño.

»Así nos hemos librado de ellos hasta ahora, procurando siempre ganar la gracia del pueblo de Atenas y de los que le gobernaban, con halagos y cumplimientos y por buenos medios. Esto no pudiera durar mucho si no se hubiera comenzado esta guerra, según se advierte por el ejemplo de los otros, pues ¿qué amistad puede haber, o qué confianza verdadera, donde los unos tienen por sospechosos a los otros y procuran agradarse contra su parecer: es decir, que ellos nos agradan en tiempo de guerra por temor a ofendernos, y nosotros hacemos lo mismo con ellos en tiempo de paz por igual razón, y lo que hace firme y estable la amistad entre otros, que es el amor, lo hacen el temor entre nosotros? De manera que si hemos perseverado en la confederación y amistad de los atenienses, ha sido antes por temor que por amor, y sería nuestro primer aliado quien antes nos facilitara medios de romperla sin peligro. Por tanto, si a alguno le parece que hemos hecho mal al prevenir sus actos rebelándonos contra ellos, y que debiéramos esperar a que declararan primero la mala voluntad que pensábamos nos tenían, atento que no la habían aún mostrado, este tal no acierta, porque esto no sucediera si nosotros fuéramos tan poderosos para tramarles asechanzas, y esperar la nuestra, como ellos lo son, y en tal caso no habría peligro, siendo iguales. Mas viendo que ellos tienen poder y medios de emprender lo que desean y acometernos cuando quisieren, justo es que nos anticipemos a rebelarnos al ver oportunidad de defendernos.

»Ya sabéis, varones lacedemonios, y vosotros los confederados, las causas porque nos hemos apartado de los atenienses, las cuales parecerán claras y razonables a todos los que las quieran entender, y muy bastantes para justificar nuestra intención y demanda, porque con razón les tememos y con razón venimos a pediros socorro, como teníamos determinado hacerlo antes que se comenzase la guerra, y para ello entonces os enviamos nuestros embajadores a pedir vuestra amistad y alianza y tratar de rebelarnos y apartanos de los atenienses. Entonces impedisteis vosotros que lo lleváramos a efecto.

»Ahora que somos llamados por los beocios a ello, acudimos sin dilación, pensando que nos hemos rebelado por dos razones bastantes: la primera, porque siguiendo el partido de los atenienses, y perseverando en ello, no parezca que damos favor y ayuda para oprimir y maltratar la Grecia, sino que, con vosotros, la ayudamos a defenderse; y la otra, por conservar nuestra libertad, para no perderla en adelante como los otros.

»Declarada nuestra intención es necesario que con la mayor diligencia nos socorráis, mostrando por obra en este punto que queréis defender y amparar a los que estáis obligados, y por consiguiente, dañar a vuestros enemigos por todas las maneras posibles; pues al presente tenéis mayor y mejor oportunidad que nunca, porque los atenienses están desprovistos de gente por la epidemia, faltos de dinero por la guerra, y sus naves esparcidas, unas en vuestra costa del Peloponeso, y otras en la nuestra para hacernos la guerra, de suerte que no es verosímil puedan tener abundancia de barcos si vosotros en este verano los acometéis por mar y tierra; antes es de creer, o que seréis más poderosos que ellos por mar, o a lo menos que ellos no serán bastantes para poder resistir a vuestras fuerzas juntas con las nuestras.

»Y si alguno piensa que no debéis poner en peligro vuestra propia tierra para defender la nuestra, que es ajena y está lejos de la vuestra, yo os digo de verdad que el que juzga la isla de Lesbos lejos y apartada, conocerá por los efectos que el provecho que puede recibir de ella está muy cercano; que la guerra no se ha de hacer en tierra de Atenas, como piensan, sino en aquellos lugares de donde los atenienses sacan su dinero, y llevan sus provechos; pues sus rentas las tienen de los aliados y confederados, las cuales podrían ser mayores si nos hubiesen sujetado también a su dominio; que en tal caso, ninguno de los otros aliados osaría rebelarse, y nosotros también seríamos suyos, y tan mal tratados como lo son los otros que ya tienen sujetos. Si vosotros nos dais ayuda, pronto tomaréis en vuestra compañía una ciudad como la nuestra que tiene abundancia de barcos, de que vosotros estáis muy necesitados, y podréis destruir a los atenienses, quitándoles sus aliados, para que siguiéndonos e imitando nuestro ejemplo, se atrevan a rebelarse. Por esta vía disiparéis la mala opinión que las gentes han concebido de vosotros de no querer recibir en amistad ni ayudar a aquellos que se os ofrecen por aliados y compañeros de guerra, y si os mostráis favorables a ayudarles y librarles, tendréis más firmes vuestras fuerzas para la guerra.

»Tened, pues, vergüenza de faltar a lo que los griegos esperan de vosotros, y de no reverenciar al dios Apolo, en cuyo templo, al presente, estamos suplicando y pidiéndolo por merced. Amparad y defended a los mitilenos, tomándolos por amigos y compañeros, y no nos dejéis en manos de los atenienses, nuestros enemigos, con gran daño y peligro de nuestras personas, pues de nuestra buena suerte depende el provecho común de toda Grecia, y de nuestros males el daño evidente de todos. Mostraos al presente tales como los griegos os estiman, según nuestra necesidad al presente lo requiere y demanda».

Cuando los mitilenos acabaron su razonamiento, los lacedemonios y los otros aliados y confederados celebraron consejo sobre ello, y determinaron recibirlos por amigos y compañeros, y asimismo entrar de nuevo aquel año en tierra de Atenas. Para ello mandaron a todos los otros aliados que se apercibiesen y estuvieran a punto lo más pronto que pudiesen, y proveyesen dos partes de la armada.

III

Conforme a la resolución tomada en la junta de Olimpia, los lacedemonios mandaron preparar su gente de guerra junto al Estrecho del Peloponeso, para embarcarla, reunirla en Corinto, enviarla a la costa del mar de Atenas y acometer a los atenienses por mar y por tierra. En estos preparativos emplearon gran diligencia, pero sus compañeros y aliados fueron muy negligentes, así por estar ocupados en coger sus frutos, como porque ya les cansaba la guerra.

Cuando los atenienses supieron los aprestos de los peloponenses y que, por las muestras, parecía que tenían en poco el poder de Atenas, armaron cien naves, para dar a entender que podían más de lo que los enemigos pensaban, y que, sin mandar venir la otra armada que tenían en Lesbos, contaban con barcos y poder bastante para resistir a los del Peloponeso si los acometían. En las cien naves metieron todos los moradores de la ciudad, naturales y extranjeros, excepto los caballeros y personas principales que tenían cargos,[59] y alzaron velas, navegando hacia la costa del Peloponeso pasando por el Estrecho, a fin de que los enemigos los viesen, y saltando a tierra donde querían.

Cuando lo lacedemonios que estaban en el Estrecho vieron el número de barcos de los atenienses mucho mayor de lo que ellos pensaban, sospecharon mal de los mitilenos, creyendo que les habían mentido en lo que les dijeron, y parecióles que acometían una empresa muy ardua y difícil, con mayor motivo viendo que los aliados no venían; y sabiendo, además que la armada de los atenienses que andaban por la costa del Peloponeso robaba las tierras y lugares marítimos, volvieron a sus casas.

Poco tiempo después prepararon barcos para enviarlos a Lesbos, ordenaron a los confederados que preparasen hasta el número de cuarenta naves para este viaje, nombrando por capitán a Alcidas. De otra parte, las cien naves de lo atenienses, cuando entendieron que los lacedemonios se habían retirado, también regresaron. Fue esta armada de los atenienses la mejor y más hermosa que habían tenido aunque al comienzo de la guerra poseían otras tantas naves, y aún más porque tenían ciento para guarda de la mar de Ática y de Eubea y Salamina, y otras tantas que corrían la costa del Peloponeso, sin las que estaban en Potidea y en otras partes, que serían todas hasta doscientas cincuenta, las cuales tuvieron en el mar un verano, gastando gran cantidad en el costo de aquella armada; y de la que hicieron en Potidea, pues los que sitiaban esta ciudad desde el principio de la guerra, que serían unos tres mil, otros tres mil que los auxiliaban y los seiscientos soldados que fueron bajo el mando de Formión, tenían dos dracmas de sueldo cada día, una para su mantenimiento y otra para el de su mozo, y otras tantas tenían todos los que iban embarcados. A tanta costa tuvieron tan grande armada.

En este mismo tiempo, cuando los lacedemonios estaban en el Estrecho, los mitilenos, con algunos soldados de sus aliados, hicieron guerra a los de la ciudad de Metimna, pensando tomarla por traición, por los tratos que tenían con algunos de la ciudad; pero después de hacer cuanto podían, viéndose engañados y que la cosa no sucedía como pensaban, volvieron a Antisa, a Pirra y a Ereso, cuyas ciudades fortalecieron lo mejor que pudieron, reparando los muros y haciendo otras obras. Y con esto regresaron a Mitilene.

Después de su partida, los de Metimna fueron con todo su poder contra la ciudad de Antisa, procurando tomarla por fuerza; mas fueron rechazados por los de la ciudad y por algunos soldados extranjeros que tenían en ella, con gran pérdida de los suyos, retiráronse con mucha vergüenza.

Sabido esto por los atenienses, y que los mitilenos tenían la isla de Lesbos a su voluntad, sin que aquellos que estaban sobre el cerco se los pudiesen estorbar, enviaron al principio del otoño[60] a Paques, hijo de Epicuro, con mil hombres de su pueblo, los cuales, después de embarcados, sirvieron de marineros y remadores hasta que saltaron en tierra en Mitilene. Al arribar cercaron la ciudad con un muro sencillo y en muchas partes hicieron torres y bastiones, de manera que estuviese sitiada por mar y tierra y puesta en mucho aprieto.

Acercábase el invierno, y porque el gasto era muy grande y les faltaba dinero para sostener el cerco, impusieron un nuevo tributo, hasta la suma de doscientos talentos, y enviaron por comisarios de los confederados y aliados para cobrarlo, a Lisicles con otros cuatro compañeros y con doce navíos; el cual Lisicles, habiendo cobrado de algunas ciudades marítimas gran suma, cuando atravesaba la tierra de Caria por los campos de Meandro a la salida de Miunte, cerca ya del monte de Sandio, fue acometido por los de Caria y por los aneitos, y muerto con muchos de los suyos.

IV

En este mismo invierno, los de Platea continuaban cercados y puestos en mucho aprieto por los peloponenses y por los beocios, y no tenían esperanza de ser socorridos por los atenienses, ni salvarse por otra vía; al faltarles los víveres, acordaron con los atenienses que estaban de guarnición en la ciudad, salvarse todos juntos, y asaltar los muros que habían hecho los enemigos si lo podían hacer por fuerza. De este consejo fueron autores los atenienses, y principalmente Teéneto, hijo de Tólmides, que se preciaba de adivino, y Eupólpides, hijo de Daimaco. Mas porque la empresa les parecía muy difícil y de gran peligro, se apartaron del propósito más de la mitad, quedando sólo unos doscientos veinte, que la pusieron por obra de esta manera.

Hicieron dos escalas de la altura del muro, midiéndola por la juntura de los ladrillos de que estaba hecho, lo cual pudieron hacer muy bien, contando muchas veces las hiladas por la parte del muro que estaba descubierta hacia ellos, y porque un hombre solo pudiera errar en esta cuenta, fueron muchos en hacerlo diversas veces. Era el muro doble, uno por la parte de la ciudad para impedir la salida, y otro por la del campo para que no entrase el socorro de los atenienses, apartados uno del otro por un espacio de diez y seis pies; y en este espacio estaban las estancias y alojamientos de los que los guardaban, separadas unas de otras, aunque tan espesas y cercanas, que los dos muros parecían ser uno solo, y ambos tenían sus almenas. De diez en diez almenas había una gran torre, que llegaba de un muro al otro, de suerte que no podían atravesar el muro sino por medio de las torres, y dentro de éstas se recogían los guardas que velaban de noche cuando llovía o hacía mal tiempo, porque estaban cubiertas y no lejos de las almenas.

Sabiendo los de la ciudad la manera de guardarlas, espiáronlos una noche que llovía y hacía gran viento y no había luna, y llevando por caudillos a los mismos que fueron inventores de este hecho, pasaron primeramente el foso, que estaba de su parte, y llegaron al pie del muro sin ser sentidos por los enemigos porque la oscuridad de la noche los guardaba de ser vistos, y el ruido del viento y de la lluvia de ser oídos; de esta manera iban marchando adelante, apartados uno de otro para que las armas no sonasen al chocar, y todos armados a la ligera y calzado sólo el pie izquierdo para no resbalar en el barro. Arrimadas las escalas a las almenas, entre las torres, por la parte donde advirtieron que no había nadie, los que llevaban las escalas subieron los primeros, y después otros doce armados solamente de corazas y una daga en la mano. De los cuales doce, el primero y principal fue Ammeas, hijo de Corebo. Seis de los doce que iban tras él subieron hasta encima de las dos torres, entre las cuales estaban las almenas, frente adonde tenían puestas las escalas. Tras estos doce subieron otros armados como los de arriba, y además de estas armas, llevaban sus dardos y azagayas atados a las espaldas para que no les estorbasen al subir. Algunos otros llevaban los escudos para darlos a sus compañeros cuando viniesen a las manos con los enemigos. Cuando habían subido ya muchos, los centinelas que velaban dentro de las torres los sintieron, porque uno de los platenses a la subida derribó una teja de la almena, y por el golpe que dio, los guardas despertaron y dieron voces, y los del campo se alborotaron, de manera que todos acudieron al muro sin saber lo que ocurría por causa de la noche y del mal tiempo.

Por otra parte, los que habían quedado en Platea salieron y acometieron a los enemigos que guardaban el muro, por un camino desviado de aquel por donde habían salido los primeros, a fin de engañarles; de suerte que todos los peloponenses, turbados, no sabiendo lo que podía ser, no se movían, y los que guardaban las torres no osaban salir, dudosos de lo que harían. Los trescientos que tenían a su cargo socorrer las guardias encendieron hogueras hacia la parte de Tebas para anunciar la llegada de los enemigos, pero al verlo los platenses que habían quedado dentro, encendieron también muchas hogueras que tenían dispuestas encima de los muros, para que los enemigos no pudiesen entender por qué se hacían aquellos fuegos, y también para que por esta vía sus compañeros se pudiesen salvar antes que llegase socorro a las guardias. Entretanto, los primeros que subieron a los muros ganaron las dos torres y mataron a todos los que hallaron dentro y las guardaban, a fin de que ningún enemigo pudiese llegar allí. Después hicieron subir a los otros, y con venablos y piedras lanzaron del muro por abajo y por arriba a los que iban a socorrer las guardias. Con esto, los que no habían aún subido tuvieron espacio para poner más escalas, y los que habían ganado las torres derrocaron las almenas por dentro, para que sus compañeros pudiesen mejor subir. Cuando todos estuvieron sobre el muro, tiraban piedras y otros tiros a los enemigos que acudían a socorrer a los suyos. Todos los que habían de pelear pudieron subir, aunque los postreros con más trabajo. Después descendieron por una de las torres y llegaron al foso de fuera, donde hallaron enfrente a los trescientos hombres de los contrarios, que tenían encargo de socorrer las guardias, y que eran los que habían hecho las hogueras, los cuales podían ser bien vistos, aunque ellos no veían a los contrarios que se acercaban. Por esta causa, los que estaban dentro los rechazaron, hirieron a muchos de ellos y pasaron adelante todo el foso, aunque con dificultad grande, porque el agua estaba medio helada; de manera que había grandes pedazos de hielo, y no los podía el agua sostener a causa del viento solano de Mediodía que la había deshelado y también porque llovía, y con la lluvia había crecido el agua tanto que les llegaba a la cintura. Pasado el foso se cerraron todos, y juntos siguieron por el camino que va hacia Tebas, dejando a mano derecha el templo de Hera que hizo Androcrates. Escogieron esta vía por creer que los peloponenses no pensarían que habían tomado el camino que iba hacia sus enemigos, también porque veían que los peloponenses habían encendido grandes fuegos en el camino que iba para Atenas. Pero después que caminaron seis o siete estadios hacia Tebas, dejaron aquel camino y tomaron el que va a la montaña y a Eritrea y a Isias, y por esta montaña fueron hasta Atenas, contándose entre todos doscientos doce, porque los otros, viendo la dificultad de la hazaña que emprendían, se habían retirado dentro de la ciudad de Platea; excepto uno que fue muerto dentro del foso. Los peloponenses, pasado este ruido, se retiraron a sus alojamientos en el campo; y los de la ciudad no sabían si sus compañeros se habían salvado o no, porque los que se volvieron habían dicho que todos eran muertos. Al ser de día enviaron sus farautes a los enemigos para que les diesen los cuerpos, mas al saber que se habían salvado, quedaron tranquilos. De esta manera, parte de los que estaban cercados en Platea pasaron todos los fuertes y defensas de los enemigos, y se salvaron.

V

Al fin de aquel invierno,[61] los lacedemonios enviaron a Saleto en una nave a Mitilene. Saltó en tierra en el puerto de Pirra, fue a pie hasta cerca del campo, entró secretamente en la ciudad de noche, por un arroyo que pasaba a través del fuerte de los enemigos, del cual iba avisado, y dijo a los gobernadores y a las personas más principales que iba para noticiarles que los lacedemonios y sus confederados habían determinado entrar en breve en tierra de Atenas, y enviarles cuarenta barcos de socorro, y para proveer entretanto, juntamente con ellos, lo que fuese necesario en la ciudad. Oído por los mitilenos este mensaje, desistieron de hacer ningunos conciertos con los atenienses, y en esto se pasó el cuarto año de esta guerra.

Al principio del verano siguiente,[62] los peloponenses, después de enviar a Alcidas, su general de la mar, con cuarenta barcos a socorrer a los mitilenos, ellos y sus confederados entraron de nuevo en tierra de Ática, a fin de que los atenienses, viendo sus acometidas y que los apretaban por dos partes, tuviesen menos medios de enviar ayuda por mar al cerco de Mitilene.

De aquel ejército era caudillo Cleómenes, en nombre y como tutor de Pausanias, hijo de Plistoanacte, su hermano menor de edad, el que a la sazón era rey de los lacedemonios. Y en esta entrada gastaron y destruyeron los frutos que habían crecido en las tierras que talaron los años anteriores. Además asolaron todos los lugares donde nunca habían tocado. Fue aquella entrada más dañosa a los atenienses que ninguna otra de las pasadas, excepto la segunda, porque los enemigos, esperando cada día nueva de que su armada hubiese hecho gran daño en la isla de Lesbos, donde suponían habría llegado, talaban y robaban todo cuanto veían delante. Mas cuando entendieron que su empresa de Lesbos no tuvo el resultado que esperaban, careciendo también de víveres, volvió cada cual a su tierra.

En este tiempo los mitilenos, viendo que el socorro de los peloponenses no llegaba y que les faltaban las provisiones, tuvieron que hacer conciertos con los atenienses. Motivados principalmente por el mismo Saleto, que, no esperando ya socorro de los suyos, mandó tomar las armas a los de la ciudad, que hasta entonces no las habían tomado, con intención de hacerles salir contra los atenienses, y cuando las tomaron no quisieron obedecer a los gobernadores ni a las justicias antes hacían juntas y corrillos a menudo, y acudían a los gobernadores y hombres ricos de la ciudad, diciendo que querían que todo el trigo y los víveres fuesen comunes y se repartiesen por cabezas y, si no hacían esto, entregarían la ciudad a los atenienses. Viendo así las cosas los gobernadores y principales de la ciudad, y temiéndose que el pueblo hiciese tratos con los atenienses sin contar con ellos, como podía muy bien suceder, porque eran los más y los más fuertes, hicieron todos juntamente sus conciertos con los atenienses y con Paques, su caudillo, en esta forma: Que recibirían el ejército de los atenienses dentro de su ciudad y enviarían sus embajadores a Atenas a pedir merced, entregándose a su discreción para que tomasen la satisfacción y enmienda de aquello en que los mitilenos les hubiesen ofendido, y que entretanto, hasta que llegara la respuesta de Atenas, no fuese lícito a Paques matar ni encarcelar, ni tener prisionero a ningún ciudadano.

No obstante estos conciertos, aquéllos que habían sido autores de la rebelión, cuando vieron que el ejército estaba dentro de las puertas de la ciudad, se acogieron a los templos para salvarse. Pero Paques consiguió sacarles de allí, y los envió a la isla de Ténedo hasta recibir la respuesta de Atenas. Después envió cierto número de barcos contra la ciudad de Antisa, que se rindió, y además ordenó todas las otras cosas que le parecieron ser necesarias para el bien de su ejército.

Las cuarenta naves de los peloponenses que iban en socorro de los mitilenos no anduvieron muy de prisa en torno del Peloponeso, aunque al cabo arribaron a la isla de Delos antes de que los atenienses lo supiesen, y de allí fueron a Claros y a Micón, donde supieron que la ciudad de Mitilene se había rendido a los atenienses. No obstante esto, para informarse mejor de la verdad, llegaron hasta el puerto de Embato, que está en tierra de Eritrea, donde supieron que hacía siete días que se había entregado la ciudad. Celebraron allí consejo para determinar lo que había de hacer, en el cual Teutíaplo, barón eliense, habló de esta manera:

«Alcidas, y los otros capitanes mi compañeros que estáis aquí presentes, caudillos de esta armada por los peloponenses, mi parecer sería que fuésemos derechamente a Mitilene, antes que los atenienses supieran nuestra venida. Porque probablemente hallaremos muchas cosas de los contrarios mal guardadas y a mal recaudo, según suele suceder en ciudad recién tomada, mayormente si vamos por parte de mar, por donde ellos menos sospechan que han de ir los enemigo a acometerles. Nosotros somos más poderosos, y es verosímil que sus soldados estén diseminados en los alojamientos, según acostumbran cuando han alcanzado la victoria. Paréceme, pues, que si vamos de noche y los acometemos desapercibidos, con ayuda de los de la ciudad, si hay algunos afectos a nuestro partido sin duda acabaremos nuestro hecho con honra. Y no debemos rehusar el peligro, pues tenemos por cierto y averiguado, que en la guerra no hay sino semejantes novedades, y si el capitán sabe guardarse y espiar, y acometer a los enemigos sobre seguro, muchas veces sale con su empresa».

De esta manera habló Teutíaplo, mas no pudo persuadir a Alcidas. Algunos de los desterrados de Jonia, y otros de Lesbos que había en aquella armada, significaron a Alcidas que si temía ir a Mitilene, debía conquistar algunas de las ciudades de Jonia, o la ciudad de Cumas en Eolia, donde podrían rebelar a los jonios contra los atenienses; porque, a su parecer, no irían a ningún punto donde no fuesen bien recibidos. Y que por esta vía quitarían a los atenienses mucha de la renta que cobraban en aquellas tierras y la pagarían a ellos, teniendo con esto bastante para entretener y pagar el sueldo de toda su armada, si se detenían allí algún tiempo. También le decían que esperaban que la ciudad de Pisutnes se pondría de su parte. Alcidas no aprobó este parecer tampoco, y de esa opinión fueron la mayor parte de aquellos que se hallaron en consejo, creyendo que, pues habían faltado de la empresa de Mitilene, sin esperar más debían volver al Peloponeso, y así lo hicieron.

Partiendo del puerto de Embatón, arribaron a la isla de Mioneso, que pertenece a los teos, donde Alcidas mandó matar muchos prisioneros de los que cogió en aquella navegación, por cuya causa, cuando llegó a Éfeso, acudieron a él los embajadores de los samios de Aneas, y le dijeron que no era conservar la libertad de Grecia, como él decía, matar a los que ni eran enemigos ni habían tomado las armas contra ellos, sino aliados de los atenienses por necesidad, y que si perseveraba en hacer esto, muy pocos de los confederados de los atenienses pasarían al bando de los peloponenses; antes por el contrario, muchos de aquellos que les eran amigos se convertirían en enemigos. Convencido Alcidas por estas razones, soltó a muchos de los prisioneros que tenían aún en su poder, naturales de Quío y de otros lugares, los cuales había cogido sin ninguna dificultad ni resistencia porque, al ver sus naves no huían, antes se paraban delante creyendo fuesen atenienses y no pensando que, dueños éstos del mar, los barcos de los peloponenses se atreverían a ir a Jonia.

Hecho esto, Alcidas partió apresuradamente y casi huyendo de Éfeso, porque le avisaron que estando ancladas sus naves en el puerto de Claros, había sido visto y descubierto por dos que venían de Atenas la Salaminia y la Páralos,[63] y sospechando les siguieran los atenienses se internaron en alta mar con propósito de no acercarse a tierra hasta arribar al Peloponeso.

De esto avisaron a Paques y a los atenienses por muchos conductos, y en especial por un espía que enviaron los de Eritrea, porque no estando las ciudades de Jonia cercadas de muros, tenían gran temor que los peloponenses, pasando lo largo por la costa, aun sin propósito de detenerse, saltaran a tierra por robar los lugares que hallasen en el camino, y también porque la Salaminia y la Páralos afirmaban que habían visto la armada de los enemigos en la isla de Claros. Paques hizo vela para seguir a Alcidas, y le siguió con la mayor diligencia que pudo hasta la isla de Patmos, mas viendo que no podía alcanzarle se volvió, juzgando ventajoso, de no encontrarle en alta mar, no hallarle en otro punto, para no verse forzado a cercarle su campo, hacer su guardia y acometer. A la vuelta pasó por la ciudad de Notión, que es de los colofonios, porque itamanes y otros bárbaros, aprovechando las contiendas entre los ciudadanos, habían ocupado la fortaleza de la ciudad, que era a manera de un burgo o ciudadela apartada de los muros, y después, a la sazón que los peloponenses entraron la postrera vez en Ática, se movió gran discordia entre los nuevos moradores y los antiguos. Los que habitaban la ciudad se habían fortificado en los muros entre ésta y el burgo, y teniendo consigo algunos soldados bárbaros que la ciudad de Pisutnes y los arcadios les habían enviado, convinieron con los que estaban en el burgo o ciudadela, que eran del partido de los medos, en ejercer todos el mando y gobierno de la ciudad, y los que no quisieron ser de su bando, salieron huyendo y pidieron a Paques socorro.

Al llegar éste mandó llamar a Hipias, que era capitán de los del castillo. Acudió este bajo promesa de que si no querían hacer lo que Paques les mandase, le enviarían sano y salvo hasta dentro de la ciudad; pero al llegar fue detenido y mandó Paques marchar su gente hacia el fuerte donde estaban los arcadios y los bárbaros, que no sospechaban mal ninguno, tomándolo por asalto y matando a todos. En seguida hizo llevar a Hipias hasta la ciudad, sin hacerle mal ninguno, según se lo había prometido, mas cuando estuvo dentro, ordenó matarle a flechazos, y entregó la ciudad a los colofonios, lanzando fuera a los que habían seguido el partido de los medos. Hecho esto, los atenienses que habían sido fundadores de aquella ciudad reunieron a los colofonios que pudieron hallar de los de su bando, y los enviaron a habitar en ella, conforme sus leyes y estatutos.

Partido Paques de Notión volvió a Mitilene, sometió a la obediencia de los atenienses las ciudades de Pirra y de Ereso, y halló a Saleto, capitán lacedemonio, que se había escondido en Mitilene, enviándole preso a Atenas, juntamente con los mitilenos que el mismo Paques enviara a Ténedos, y todos los que pudo entender que habían sido autores de esta rebelión. Tras esto envió la mayor parte de la armada, y con lo restante de ella quedó allí para proveer las cosas necesarias tocante a la ciudad de Mitilene y a toda la isla de Lesbos. Llegados los prisioneros que Paques envió a Atenas, los atenienses mandaron matar a Saleto, que les había prometido hacer muchas cosas en su servicio, y entre otras, que los peloponenses levantasen el cerco de Platea. Respecto de los demás prisioneros, decretaron con ira matar, no solamente a ellos, sino también a todos los mitilenos excepto las mujeres y los muchachos de catorce años abajo, que debían quedar esclavos. Este decreto fue acordado así por juzgar el crimen de los mitilenos muy atroz y sin remisión, a causa de que se habían rebelado sin maltratarles ni como súbditos ni como vasallos. Y el mayor despecho que tenían los atenienses era ver que las naves de los peloponenses se atrevieran a ir en socorro de los mitilenos y cruzar la mar de Jonia con gran peligro suyo, lo cual era señal de que la rebelión de los mitilenos era forjada y fabricada por mano de aquéllos.

Enviaron un barco para notificar a Paques este decreto del Senado de Atenas, y mandarle que lo ejecutase; pero al día siguiente, pensando más sobre ello, casi se arrepintieron de lo que habían acordado, considerando cruel el decreto y pareciéndoles cosa enorme y fea mandar matar a todos los de un pueblo, sin diferenciar de los otros los que habían sido autores y causa del mal. Sabido esto por los embajadores de los mitilenos y por los atenienses que los favorecían, gobernadores y senadores y personas principales de la ciudad, y con grandes lloros lograron que volvieran a poner la cosa en consulta, atendiendo a que la mayor parte del pueblo de Atenas lo deseaba. Mandóse reunir el Consejo y Senado, donde hubo diferentes pareceres, entre los cuales fue uno el de Cleonte, hijo de Cleéneto, que había sido de opinión el día de antes que debían matar a todos los mitilenos, hombre severo y áspero, y que tenía gran autoridad entre el pueblo, el cual pronunció el siguiente discurso:

VI

«Muchas veces he conocido que el régimen popular y gobierno del pueblo no es bastante para saber regir y mandar a otros; y ahora lo conozco más que nunca, parando mientes en este vuestro arrepentimiento y mudanza de parecer en lo que toca al hecho de los mitilenos. Que porque vosotros tratáis de buena fe unos con otros, pensáis que los compañeros y aliados tienen esta misma condición, y no sentís que los errores que hacéis, o persuadidos por sus razones o por sobrada misericordia y compasión, os traen peligro manifiesto, y que con toda vuestra blandura no alcanzáis de ellos más agradecimiento. No consideráis que el imperio que ahora tenéis es verdadera tiranía, y que aquellos que os obedecen lo hacen mal de su grado, pensando en cómo os tramarán asechanzas y harán daño. No serán más obedientes porque les perdonéis las culpas, errores y delitos que han cometido contra vosotros, que vuestras fuerzas y el temor que os tienen los hacen sumisos, no la misericordia que usáis con ellos.

»Y lo peor de todo que veo en estos negocios, es que no hay constancia ni firmeza alguna en las cosas ya una vez acordadas y determinadas, sin fijaros en que hay mejor gobierno en aquella ciudad que usa de sus leyes constantes y no revocables, aunque sean malas, que no en aquellas que, teniéndolas buenas, firmes y establecidas, no las guarda inviolablemente, y en que vale más ignorancia con gravedad y serenidad, que no ciencia con temeridad e inconstancia. Por ello, los hombres algo rudos y tardíos de ingenio y de entendimiento, en su mayoría gobiernan mejor la república para el bien y provecho común de todos, que aquéllos que se juzgan por más hábiles y agudos, pues éstos tales, vivos y despiertos, siempre quieren parecer más sabios que las mismas leyes, y mostrar con bellas razones que saben más que los otros, conociendo que en algunas otras cosas podrán ostentar tanto la excelencia de su ingenio, como en aquellas que son de mucha importancia, de donde muchas veces suceden muy grandes males e inconvenientes a las ciudades. Por el contrario, aquellos que no confían tanto en su saber, ni quieren ser más sabios que la ley, conociéndose que no son muy pulidos en sus razones para responder ni rebatir los argumentos de los elocuentes que hablan por arte de retórica, estudian más la materia para juzgar por razón y equidad y venir al punto de la cosa, que no para contener y disputar con argumentos y discursos. De donde vemos que a menudo les suceden mejor sus cosas.

»Así nos conviene ahora obrar, varones atenienses, y no, confiados en nuestra elocuencia y agudeza, persuadir al pueblo de lo que entendemos ser contrario a la verdad y a la razón. Mi parecer en este caso es el mismo de ayer, y me maravillo mucho de aquellos que han querido volver a poner este negocio de los mitilenos en consulta, y por este medio dejar perder y pasar el tiempo en provecho de los que os han ofendido, porque, dilatando el castigo el que ha recibido la ofensa, afloja su ira y no se halla tan áspero para la venganza, mas cuando se ejecuta la pena pronto y la injuria es reciente, toma mucho mejor el castigo. También me maravillo de que haya hombre de contraria opinión de lo que está acordado, y quiera mostrar con razones que las injurias y ofensas de los mitilenos no sean útiles y provechosas, y que esto que es bien de nuestra parte, redunde en mal y daño de los aliados. Porque ciertamente, quien quiera que sea el que esto defienda, evidentemente da a entender, o que por gran confianza en su ingenio y elocuencia hará creer a los otros que no entienden las cosas claras por sí mismas, o que, corrompido por dádivas y dinero, procura engañarnos con elocuentes razones.

»Con estas contiendas y dilaciones, la ciudad obra en provecho de los otros y en daño y peligro de sí misma, de lo cual vosotros tenéis la culpa por haber malamente introducido estas disputas y alteraciones, acostumbrándoos a ser miradores de las palabras y oidores de las obras, creyendo que las cosas han de ocurrir según os persuade el que sabe mejor hablar, y teniendo por más cierto lo que oís decir que lo que veis por obra, pues os dejáis vencer por palabras artificiosas. Sois, pues, muy fáciles para dejaros engañar por nuevas razones, y muy difíciles para ejecutar lo que una vez ha sido aprobado y determinado. Sujetos a vanidades tomáis hastío de vuestras costumbres antiguas y loables, y por este medio cada cual procura y trabaja solamente por ser elocuente y saber hablar bien. Los que no alcanzan esta elocuencia quieren seguir a los que la tienen para mostrar que no entienden las cosas menos que ellos. Además, si hay quien diga alguna razón sutil y aguda, os apresuráis a elogiarle y decir que ya la habíais pensado antes que él la dijese, siendo en lo demás tardíos y perezosos para proveer en las cosas venideras de que os hablan. Buscáis cosas muy ajenas de aquellas con que podéis vivir y pasar la vida, y no entendéis las que traéis entre manos, dejándoos engañar por el deleite de lo que oís, como los que quieren más estar sentados viendo a sofistas y parleros, que oír a los que consultan las cosas concernientes al bien y provecho de la República.

»Yo procuraré apartaros de este error mostrándoos claramente, que sólo la ciudad de Mitilene ha sido la que os ha hecho singular ofensa, porque si alguna, por no poder soportar vuestro mando, o por fuerza de los enemigos, se rebela, soy de parecer que sea perdonada; pero si los que tienen una isla y una ciudad muy fuerte, sin temor a nada, como no sea por mar, y que se puede defender bien, poseyendo buen número de barcos, isla y ciudad que no tratamos como a nuestros súbditos, sino que las dejamos vivir con arreglo a sus leyes; cuyos habitantes son honrados por nosotros más que todos los otros confederados, han hecho lo que hicieron, bien se puede juzgar que nos han querido tramar asechanzas y traición, y decir de ellos que nos han movido guerra, no que se han rebelado contra nosotros; pues se dice que se rebelan los forzados por alguna violencia.

»Lo más abominable de todo es que no les bastaba hacernos la guerra con sus propias fuerzas, sino que han procurado destruirnos por medio de nuestros mortales enemigos, sin temor a las calamidades que sufrieron sus vecinos por rebelarse contra nosotros cuando los sometimos otra vez a la obediencia. Su osadía al emprender esta guerra declara que han tenido más esperanza que fuerzas, queriendo anteponer la fuerza a la justicia y a la razón. Sin injuria nuestra han querido tomar las armas contra nosotros, no por otra causa, sino por la esperanza de vencernos, lo cual sucede muchas veces en las ciudades que en breve tiempo alcanzan prosperidad y riqueza, las que convierten en soberbia y orgullo. Porque la felicidad y prosperidad que adquieren los hombres mediante razón y discreción, y según el curso de las cosas, es más firme y estable que la que proviene de fortuna y sin pensarla ni esperarla, y aun estoy por decir que es más difícil a los hombres saberse guardar y conservar en la prosperidad, que defenderse y ampararse en las adversidades.

»Fuera, por tanto, cosa conveniente a los mitilenos que no les honrásemos al principio más que a los otros aliados y confederados, porque no hubieran llegado a tanta soberbia y desvergüenza; pues los hombres suelen menospreciar a aquellos a quien son obligados, y tener en más admiración a los que no lo son. Deben ser, por tanto, castigados todos según lo merece su delito, y no absolvamos a todo el pueblo echando la culpa a pocos de ellos, pues todos, de común acuerdo, tomaron las armas contra nosotros, que si tan sólo algunos les quisieran obligar a hacerlo, pudieran excusarse y huir acogiéndose a nosotros; y si así lo hubieran hecho, pudieran ahora con justa causa volver a su ciudad; mas si por consejo de pocos tuvieron por mejor exponerse a peligro y probar fortuna, todos deben considerarse rebelados.

»Debéis considerar por lo que toca a los otros aliados, que si no castigamos con mayor pena a los que voluntariamente se rebelan que a los que lo hacen forzados por los enemigos, no habrá ciudad, ni villa en adelante que por la menor ocasión del mundo no se atreva a hacer lo mismo, sabiendo de cierto que si les sucede bien la cosa cobrarán libertad, y si mal, quedarán libres a poca costa, sin padecer cosa intolerable, exponiéndonos así a perder las haciendas y las personas en todas las ciudades que poseemos. Porque aunque recobremos la ciudad que se nos hubiese rebelado, perdemos la renta de ella por largo tiempo, mediante lo cual se entretiene nuestras fuerza y se mantiene nuestro poder, y si no la podemos recobrar, sus moradores aumentarán el número de nuestros enemigos; de modo que el tiempo que habíamos de gastar en hacer guerra a los peloponenses, será menester emplearlo en reducir a obediencia a nuestros súbditos y aliados.

»No conviene en manera alguna darles esperanza de que podrán alcanzar perdón de nosotros por buenas razones, ni menos por dinero, so color de decir que erraron por flaqueza humana, pues nos han injuriado a sabiendas y no forzados, y el error es digno de perdón y misericordia cuando no se hace con voluntad determinada.

»Por estas razones al principio me opuse al perdón, y ahora también lo contradigo, diciendo que no revoquéis lo que ya tenéis determinado, ni queráis errar en tres cosas que todas ellas son muy perjudiciales para la república, es a saber: la misericordia, dulzura de palabras y facilidad. La misericordia debemos usarla con los que la hacen, no con los que no la tienen y de propia voluntad se prestaron a ser vuestros perpetuos enemigos; los retóricos, que presumen deleitar y persuadir con dulces palabras, tendrán ocasión de mostrar y ostentar su elocuencia en otras materias de menos importancia, y no en aquéllas en que la ciudad, por un pequeño deleite en razonar con elocuencia, recibe gran daño; y la facilidad debemos tenerla con los que esperamos sean buenos y obedientes en adelante, y no con los que después de perdonados quedarán no menos enemigos nuestros que antes lo eran.

»Por abreviar razones digo, que si me queréis creer, obraréis con los mitilenos según justicia y vuestro provecho; y si no lo hacéis, gratificáis a ellos y condenáis a vosotros. Porque si han tenido justa causa de rebelarse, conviene confesar que los señoreamos injustamente; y aun cuando fuese así, sería también conveniente que los castigásemos contra justicia y razón por nuestro provecho, si queréis ser sus señores, y si no, abandonad el mando que tenéis sobre ellos.

»Pues habéis escapado del peligro, haced como los hombres prudentes y discretos: si queréis perseverar en vuestro señorío, debéis darles la paga según su merecido, y hacerles entender que no tenéis el corazón menos lastimado por vengaros de ellos que antes. Ahora que habéis escapado del peligro en que os pusieron con sus tramas y asechanzas, considerad lo que hubiesen hecho con vosotros si fueran vencedores; que los que sin causa ni razón injurian a los otros, meten la mano hasta el codo y procuran destruirlos por completo, sospechando del peligro en que después se verán si caen en manos de sus enemigos. Cualquier hombre que se ve injuriado y ultrajado por otro sin razón, si escapa de las manos de su contrario, toma de él más cruel venganza que tomaría de un mortal enemigo.

»No queráis, pues, ser traidores a vosotros mismos, antes considerando los inconvenientes que pocos días ha os ocurrieron por causa de éstos, y teniéndolos en vuestras manos como deseabais primero, pagadles en la misma moneda. No os mostréis tan blandos y mansos por el estado y seguridad en que están las cosas al presente, que os olvidéis totalmente de las injurias y ultrajes que éstos os han hecho; castigadles según su merecido para dar singular ejemplo a los otros aliados, y para que si alguno se rebelare de aquí en adelante, sepa que le ha de costar la vida. Porque si tienen entendido esto de veras, desecharéis el cuidado de pensar en combatir con vuestros amigos y aliados, en lugar de pelear con vuestros enemigos».

Con esto acabó Cleonte su razonamiento, y tras él se levantó Diodoto, hijo de Éucrates, el que en la consulta del día anterior contradijo a los que opinaban que todos los mitilenos debían ser muertos, y habló de la manera siguiente:

VII

«Ni repruebo el parecer de los que quisieron poner otra vez en consulta este hecho de los mitilenos, ni apruebo el de los que vedan consultar muchas veces las cosas de gran importancia, antes me parece que hay dos cosas muy contrarias a la bondad en la consulta y acuerdo, la presteza y la ira, porque la una hace que las cosas se hagan sin prudencia, y la otra necia y locamente. Quien repugna que las cosas se enseñen por medio de palabras y razones para informarse mejor de la verdad, no tiene saber ni seso, o le va en ello algún interés particular. Porque si piensa que las cosas venideras, que no pueden verse, se enseñan de otra manera que por palabras y razones, no tiene juicio ni entendimiento, y si quiere persuadir de alguna cosa torpe y mala, y porque le parece que no la podrá hacer buena por razones, quiere espantar y asombrar a los que contradicen y a los jueces que lo oyen, gran señal es de que le va interés en ello.

»Pero más son de vituperar aquellos que achacan a los de contrario parecer estar corrompidos por dádivas y dinero; porque si culpan de poco saber al que no pudo persuadir lo que quería en el Senado, sería tenido por ignorante, no por malo ni injusto; pero si le culpan o achacan que fue sobornado, aunque persuada al Senado y sigan su parecer, no por eso dejará de ser sospechoso, y si no persuade lo que quiere está tenido no sólo por ignorante, sino también por malo e injusto. Esto ocasiona daño a la república, porque los hombres no se atreven, por miedo, a aconsejar libremente lo que sienten, contra los que opinan que sería mejor para el bien de la ciudad que no hubiese hombres en ella con entendimiento para saber hablar y razonar, como si por esto los hombres estuviesen menos expuestos a errar, siendo al contrario, porque el buen ciudadano que dice su parecer en público ayuntamiento, no ha de estorbar ni espantar a los otros para que no le puedan contradecir, sino con toda equidad y modestia mostrar por buenas razones que su opinión y parecer es el mejor. Y así, gobernada la ciudad por justicia y por razón, ya que no haga más honra a aquel que dio el mejor consejo, no por eso le ha de quitar ni disminuir la que antes tenía ni, por consiguiente, debe menospreciar al que no alcanzó a dar bueno consejo y mucho menos castigarle. De no hacerlo así, aquel cuyo parecer fuere aprobado no procurará decir ni razonar otra cosa sino lo que pensare que le podrá aprovechar para ganar la gracia y favor del pueblo, aunque no lo entienda así; y aquel cuya opinión no fuere aprobada, por la misma razón trabajará por agradar y complacer al pueblo.

»Nosotros hacemos todo lo contrario, porque si hay alguno de quien se sospeche que fue sobornado con dádivas o promesas, aunque dé muy buen consejo para el bien de la república, todavía por envidia y sospecha de aquella opinión de corruptela, aunque no sea cierta, no le queremos admitir, y todo lo que dice bueno o malo es tenido por sospechoso. De aquí la necesidad de que el que quiere persuadir al vulgo de alguna cosa buena o mala, use de cautelas y mentiras; el que hablare más a su favor, tendrá más crédito aunque mienta, y el que quiera hacer bien a la ciudad con su consejo, cae en sospecha de que procura por vías ocultas su provecho y ganancia.

»Conviene, pues, a los que estamos en este lugar entre tantas sospechas, y hablamos y consultamos de cosas tan grandes y de tanta importancia, que las veamos y proveamos de más lejos que vosotros, que tan solamente las veis y contempláis de cerca, atento que debemos dar razón bastante de lo que nos parece, y vosotros no de lo que oís; que si el que se deja persuadir por otro fuese castigado como el que le habla y persuade, vosotros juzgaríais más cuerdamente, pero si no lográis lo que os proponéis, condenáis el parecer de uno solo que os lo aconsejó, y no el de todos vosotros que lo seguisteis siendo tan delincuentes en esto todos como aquel solo que lo dio y lo dijo.

»No deseo hablar en favor de los mitilenos para contradecir ni acusar a nadie. Si somos cuerdos, no tendremos contienda sobre su crimen, sino solamente sobre aconsejar y consultar en nuestro bien y en nuestro provecho. Porque aunque evidentemente nos conste que ellos han cometido crimen, no por esto aconsejaría que los mandasen matar si no resulta provecho de ello a nuestra ciudad; ni, si merecen perdón, sería de parecer que se les diese, si también de esto no se nos sigue utilidad y provecho.

»Mas porque nuestra consulta se refiere al tiempo venidero, no a lo pasado, y porque Cleonte ha dicho que se requiere, para estorbar las rebeliones en adelante, castigar a los mitilenos con pena de muerte, yo opino todo lo contrario, y digo que será mejor para nosotros hacerlo de otra manera.

»Os ruego que por las razones y atildadas frases que éste ha usado en su razonamiento para induciros a que sigáis su parecer, no queráis rehusar ni desechar las mías, útiles y provechosas. Bien entiendo, que yendo todos sus argumentos enderezados al rigor de la justicia, podrán mover más vuestros corazones, llenos ahora de ira y de enojo, que los míos; mas conviene considerar que no estamos aquí reunidos para contender en juicio lo que requiere la razón y la justicia, sino para tomar consejo y consultar entre nosotros lo que nos será más provechoso.

»En muchas ciudades, como sabéis, hay pena de muerte no solamente para semejantes delitos, pero aun para otros mucho menores, y a pesar de ello siempre hay hombres que se exponen a peligro de esta pena con esperanza de escapar de ella. Ninguno emprendió rebeliones que no pensase salir con ello, ni hubo ciudad que no le pareciese tener mayores fuerzas propias o de sus amigos que otra. Mas al fin es cosa natural a los hombres pecar, así en general como en particular; y no ha habido ley tan rigurosa que lo pudiese vedar ni estorbar por más que se hayan inventado nuevos tormentos y castigos para los delitos, por si el temor podría apartarles de hacer mal.

»No sin causa, al principio para grandes delitos había pequeños castigos, mucho más leves que ahora, los cuales, por la continua transgresión de los hombres, andando el tiempo se han reducido a pena de muerte; y aun con todo esto, no nos apartamos de errar. Es, pues, necesario, o inventar otra pena más dura que la muerte, o pensar que ésta no impedirá pecar a los hombres, porque a unos la pobreza les obliga a que se atrevan, y a otros las riquezas les alientan a ser soberbios y codiciosos de más haberes, mientras otros tienen otras pasiones y ocasiones que los atraen e inducen a pecar. Cada cual es atraído por su inclinación y apetito desordenado, tan poderoso, que apenas lo puede refrenar ni moderar por miedo de daño ni peligro que le amenace.

»Hay, además, otras dos cosas que en gran manera impulsan a los hombres: la esperanza y el amor; el uno les guía, y la otra les acompaña. El amor procura los medios para ejecutar sus pensamientos, y la esperanza les pone delante la prosperidad de la fortuna. Aunque estas dos cosas no se ven de presente, son más poderosas a moverlos que los peligros manifiestos. También hay otra tercera, que sirve y aprovecha en gran manera para mover los afectos y voluntades, es a saber, la fortuna, la cual, luego que nos representa y pone delante alguna ocasión, aunque no sea bastante para movernos, muchas veces atrae a los hombres a grandes peligros, y muchas más a las ciudades, por tratarse en ellas de más grandes cosas y de más importancia, como el conservar su libertad o aumentar su señorío; porque cada cual, unido a los otros ciudadanos, concibe mayor esperanza de sí mismo. En conclusión, es imposible y fuera de razón creer que cuando el hombre está estimulado por una impetuosa inclinación a hacer una cosa, se le pueda apartar de ello por la fuerza de las leyes ni por otra dificultad.

»No conviene, pues, condenar a pena de muerte a los delincuentes en la confianza de que nos causará seguridad para lo venidero, ni por este medio quitar a los que en adelante se rebelaren, la esperanza de la misericordia y la facultad de arrepentirse y purgar su pecado. Para convenceros de esta verdad, suponed que hubiese ahora otra ciudad rebelada contra vosotros y que conociese que no podría resistirnos, aunque teniendo bienes para pagarnos los gastos de recobrarla, y en adelante el tributo que le impusiéremos, si la tomamos por capitulación: pues si sabe que no tiene esperanza de alcanzar misericordia de vosotros, os resistirá con todas sus fuerzas, y determinará sufrir el cerco hasta el fin, antes que entregarse. Pensad ahora si es lo mismo que una ciudad se entregue en seguida de haberse rebelado, o largo tiempo después de rebelada, y qué gastos y daños sufriremos cuando rehusaren ser reducidos a nuestra obediencia, en todo el tiempo que les sitiemos. Tomada y asolada la ciudad rebelde, perderíamos sus tributos, mediante los cuales tenemos fuerzas contra nuestros enemigos.

»Por tanto, no conviene en este caso proceder a la pena y castigo de los delitos como jueces con todo rigor, para que resulte en nuestro daño, sino pensar cómo podremos sacar en lo venidero nuestras rentas y tributos de nuestras ciudades, castigándolas moderadamente y guardándolas y conservándolas con dulzura y buen trato, antes que por el rigor de las leyes. Ahora queremos hacer lo contrario, pues si sojuzgamos algún pueblo que antes fuese libre, y éste, por recobrar su libertad, se rebela contra nosotros, como lo podría hacer con razón, si después le reducimos a nuestra obediencia, juzgareis que conviene castigarle con todo rigor y severidad, yo soy de opinión contraria, es decir, que no debemos castigar duramente las ciudades libres cuando se han rebelado, sino cuidar muy bien de que no se rebelen, tratarlas de suerte que no tengan ocasión de ocurrirles tal pensamiento, y al recobrarlas, imputarles por liviana su culpa.

»Considerad el yerro que cometéis si quisiereis seguir la opinión de Cleonte; porque ahora todos los moradores de vuestras ciudades confederadas están en vuestra amistad, os tienen afición y no se rebelan juntamente con los otros parciales más poderosos; y si alguna se rebela, obligada por fuerza, los otros aborrecen y quieren mal a los que fueron autores y causa de ello; de suerte que vosotros, con la confianza que tenéis en el amor y afición que os tienen los pueblos, vais a la guerra; pero si mandáis matar todos los moradores de Mitilene, que no fueron partícipes de la rebelión, antes cuando pudieron tomar las armas os entregaron la ciudad, seréis tenidos por injustos y malos para con aquellos que han merecido mucho bien de vosotros, y daréis gran placer a los más poderosos, pues no desean otra cosa. Porque si hacen rebelar una ciudad de vuestras confederadas, tendrán todos los del pueblo en su favor, sabiendo de cierto que si caen en vuestras manos, la misma pena sufrirán los delincuentes que los que no lo fueron. Más valdría disimular su yerro, para que sólo ellos de los confederados y aliados que tenemos por amigos y compañeros aparezcan enemigos; y pienso que será más útil y provechoso para conservar nuestro imperio y señorío que suframos esta injuria de grado y a sabiendas, que mandar matar a los que en ninguna manera nos conviene que mueran, aunque lo podamos hacer con justicia.

»No es verdad lo que dice Cleonte, de que el castigo puede ser provechoso. Y pues sabéis que esto es lo mejor, no os fijéis en la misericordia ni en la clemencia, de las cuales tampoco quiero que os dejéis convencer, sino que, por lo que os he aconsejado, me deis crédito. Sólo por el bien de la ciudad guardad estos prisioneros mitilenos que os envió Paques como culpados, y despacio y a vuestro placer juzgad y sentenciad su causa, y a los otros que allí quedan dejadlos morar pacíficamente en su pueblo, que es lo que os será útil y provechoso para lo venidero, infundiendo temor a vuestros enemigos.

»Pensad que cualquier hombre que da buen consejo vale y puede más contra los enemigos que el que por locura e ignorancia hace cosa soberbias y crueles».

Con esto acabó Diodoto su razonamiento.

VIII

Oídos estos dos contrarios pareceres, hubo muchas disputas entre los atenienses, de manera que cuando vinieron a dar sus votos, se hallaron tantos de una parte como de otra; mas al fin venció el parecer de Diodoto, al cual todos siguieron. Inmediatamente enviaron otra galera ligera a Mitilene, sospechando que si no iba con premura para adelantar a la que había partido la noche antes, hallaría la ciudad destruida. Con este miedo, los embajadores mitilenos despacharon la última galera y la fletaron y abastecieron de las provisiones necesarias, prometiendo grandes dones a los marineros si llegaban antes que la primera. Por tal promesa hicieron extrema diligencia, no cesando de remar de día ni de noche, comiendo su pan mojado en vino y aceite, y durmiendo por tanda, los unos cuando remaban los otros, de manera que la galera nunca dejaba de caminar, teniendo la buena fortuna de que ningún viento les fue contrario, de manera que arribaron al puerto casi a la par con la primera galera que llevaba la mala nueva, y que había caminado sin apresuramiento.

Llegó, pues, esta galera poco después que la otra. Paques estaba leyendo el primer mandamiento de los atenienses, y se disponía a ejecutarlo, cuando le entregaron el segundo que impedía la ejecución. Así se libró la ciudad de Mitilene del peligro en que estaba.

Respecto a los demás que Paques había enviado, como muy culpados en aquella rebelión, que serían más de mil, todos fueron condenados a muerte, siguiendo el parecer de Cleonte. Derrocaron los muros de Mitilene y quitáronles todos los navíos que tenían. No impusieron después tributo a los de la isla de Lesbos, sino que repartieron toda la tierra (excepto la ciudad de Metimna) en tres mil suertes, de las cuales dedicaron y ofrecieron trescientas a los templos de los dioses por su décima, y para las restantes enviaron conciudadanos suyos que las poblasen. A los de Lesbos ordenaron que les diesen de tributo por un año dos minas de plata por cada suerte y que labrasen la tierra. También quitaron los atenienses a los mitilenos todas las villas y lugares que tenían en tierra firme, haciéndolas depender de Atenas.

Este fin tuvieron las cosas de la isla de Lesbos.

En el mismo verano,[64] después de recobrada la isla de Lesbos, Nicias, hijo de Nicérato, partió por mar con ejército a la isla de Minoa, que está junto a Mégara, donde había un castillo que los megarenses guardaban para su defensa. Nicias intentó tomarlo para tener allí un punto fuerte que estuviese más cerca que los que tenían en Búdoron y Salamina, y para que cuando los peloponenses saliesen al mar, no se pudieran esconder allí sus galeras, como habían hecho muchas veces los corsarios, ni pasar cosa alguna por mar a los megarenses. Salió Nicias de Nisea y atacó el castillo, batiendo dos torreones que daban al mar; tomados éstos, dejó libre la entrada a las naves para que pudiesen pasar sin peligro entre la isla y la villa de Nisea. También hizo un muro a través del estrecho de tierra firme que venía a dar a la isla por donde podían enviar socorro al castillo. Hechos estos fuertes y reparos en breve tiempo, dejó en aquellos guarnición y volvió con el resto de su ejército.

En este mismo verano, los de Platea, por falta de víveres, no pudieron defenderse más del cerco de los peloponenses y capitularon de esta suerte.

El general de los peloponenses, acercándose a los muros de la ciudad y conociendo que estaban tan escasos de fuerzas que no se podían defender, no los quiso combatir ni tomarlos, porque los lacedemonios le ordenaron que tomara la ciudad por tratos antes que por asalto, si pudiera, a fin de que si se ajustaba algún concierto entre peloponenses y atenienses, y acordaban que las ciudades y villas tomadas por guerra de ambas partes se devolviesen, pudieran excusar la devolución de Platea, so color que no había sido tomada por combate, sino que se había rendido por propia voluntad.

Así, pues, envió un parlamentario a los de Platea para decirles si querían rendirse a merced de los lacedemonios y dejar a su discreción el castigo de los que habían sido culpados, con la condición de que ninguno fuese castigado sin ser primero oído en juicio y sentenciada su causa. Consintieron los de Platea viéndose en tan extrema necesidad que no podían defenderse más, y por este medio los peloponenses se apoderaron de la ciudad y proveyeron a los moradores de víveres para algunos días hasta que llegaron cinco jueces, enviados para determinar el hecho, los cuales, sin formar proceso particular, reunieron a los que estaban dentro de la ciudad y preguntáronles solamente si, después de la guerra comenzada, habían hecho algún beneficio a los lacedemonios y a sus aliados. A esta demanda los de Platea pidieron que les dejasen responder más largo por común acuerdo de todos, lo que otorgaron los jueces. Entonces eligieron a Astímaco, hijo de Asopolao, y a Lacon hijo de Eimcesto, que eran huéspedes y conocidos de los lacedemonios, y saliendo delante, pronunciaron este discurso:

IX

«La gran confianza que teníamos en vosotros, varones lacedemonios, nos hizo entregar nuestra ciudad y nuestras personas en vuestro poder, no esperando el juicio criminal que vemos, sino otro más civil y humano, y que nos someterían a otros jueces, no a vosotros. También esperábamos que nos fuera lícito contender en derecho sobre nuestra causa, pero sospechamos haber sido engañados en ambas esperanzas, porque creemos que este juicio es sobre nuestras vidas y que no venís a juzgarnos con justicia, siendo evidente señal de ello que no precede ninguna acusación a que debamos responder, sino solamente nos demandan que hablemos.

»La pregunta es muy breve, a la cual, si queremos responder con verdad, nuestra respuesta será contraria y perjudicial a nuestra causa; y si respondemos mintiendo, podrán convencernos de falsedad. Viéndonos perplejos, forzoso es que hablemos, aunque nos parece más seguro incurrir en peligro hablando que callando; porque si los que están puestos en tales extremos no dicen aquello que pudieran decir, siempre les queda tristeza en el corazón y les parece que si lo hubieran dicho pudiera ser causa de su salvación.

»Entre todas las dificultades que se nos ofrecen, la más difícil es persuadiros de lo que digamos, porque si no fuésemos conocidos unos de otros, podríamos alegar testimonios de cosas que no supieseis; pero sabéis la verdad de todo, y por esto no tememos que nos acuséis de ser en virtud y bondad inferiores a los otros amigos y confederados vuestros, que hasta en esto bien nos conocemos, sino que sospechamos que por agradar y complacer a otros estamos sentenciados antes del juicio. No obstante, procuraremos mostraros nuestro derecho en las diferencias que tenemos con los tebanos y con vosotros y los otros griegos, trayéndoos a la memoria nuestros beneficios, e intentando, si podemos, persuadiros de la razón.

»Para responder a la pregunta breve que nos hicisteis, de si durante esta guerra hemos hecho algún bien a los lacedemonios o a sus confederados, os respondemos que si nos preguntáis como enemigos, no os hemos ofendido, ya que no os hayamos hecho bien alguno; y si nos preguntáis como amigos, nos parece que habéis errado contra nosotros más que nosotros contra vosotros, pues comenzasteis la guerra sin que quebrantásemos la paz, y cuando la de los medos, nosotros solos de todos los beocios fuimos a acometerles con ayuda de los otros griegos, por defender la libertad de Grecia. Aunque éramos gentes criadas en tierra firme, batallamos por mar junto a Artemisio; y después, cuando pelearon con ellos en nuestra tierra, nos hallamos siempre allí en socorro vuestro y de Pausanias, participando más de lo que permitían nuestras fuerzas en todas las empresas hechas por los griegos en aquellos tiempos, y particularmente en las vuestras, lacedemonios, estando toda vuestra tierra de Esparta en gran aprieto después del terremoto, cuando vuestros ilotas huyeron a Itoma, pues os enviamos la tercera parte de nuestro pueblo en vuestro socorro.

»Razón será, por tanto, que os acordéis de las muchas y buenas obras que os hicimos en tiempos pasados; que si después fuimos vuestros enemigos, culpa vuestra es, pues siendo acometidos por los tebanos pedimos y rogamos vuestra ayuda y socorro y nos la negasteis, diciendo que acudiéramos a los atenienses nuestros vecinos, porque vosotros estabais muy lejos. De manera que por guerra, ni habéis recibido de nosotros injuria alguna, ni la esperáis recibir en adelante. Y si no nos quisimos rebelar ni apartar de los atenienses por vuestro mandato, no por esto os ofendimos, porque habiéndonos ellos ayudado contra los tebanos, nuestros enemigos, en lo cual vosotros os mostrasteis tardíos y perezosos, no fuera razón desampararlos, mayormente visto que a grandes ruegos nuestros nos tomaron por compañeros y aliados, recibimos mucho bien de ellos y nos recogieron por sus ciudadanos, por lo que era justo hacer pronto todo lo que nos mandasen. Si vosotros y ellos, siendo caudillos de los vuestros, hicisteis alguna cosa mala en compañía de vuestros aliados y confederados, no se debe imputar a los que os siguieron, sino a los caudillos y capitanes que los guiaron y llevaron a hacerlo.

»Los tebanos, además de muchas injurias anteriores, nos hicieron esta postrera, que, como sabéis, ha sido causa de todos nuestros males, pues que en tiempo de paz y en un día de fiesta solemne, entraron y tomaron nuestra ciudad, y si por esto fueron castigados, tuvieron el pago merecido; que es lícito y permitido por ley común y general, guardada y observada entre todas gentes, matar al que acomete a otro como enemigo. Si por esto nos quisiereis ahora hacer daño, sería contra toda razón y justicia, y mostraríais ser malos jueces si, por agradar a los que son vuestros aliados en esta guerra, juzgaseis a su voluntad, atendiendo a vuestro interés y no a la justicia y a la razón.

»Aunque sólo atendáis a vuestro provecho, pensad que si éstos os son útiles ahora, nosotros lo hemos sido mucho más en lo pasado y no solamente a vosotros, sino también a todos los griegos, estando en mayores peligros; porque al presente tenéis fuerzas y poder para acometer a los otros, pero entonces, cuando el rey bárbaro quería imponer el yugo de servidumbre a toda la Grecia, los tebanos nuestros contrarios fueron con él, siendo, pues, justo contrapesar este nuestro yerro de ahora (si yerro se puede llamar) con el servicio que entonces os hicimos, mayor y de más peso que el yerro cometido.

»Recordad que en aquel tiempo había muy pocos griegos que osasen aventurar sus fuerzas contra el poder del rey Jerjes, y que fueron más alabados los que, acometidos y cercados, no se cuidaron de salvar sus vidas y haciendas, sino que antes quisieron, con grande peligro de sus personas, emprender cosas dignas de memoria, entre los cuales fuimos nosotros los principalmente honrados. Sospechamos al presente morir por hacer lo mismo queriendo seguir a los atenienses con justicia y razón, mejor que a vosotros con cautela y astucia. Conviene formar siempre el mismo juicio de una misma cosa y no poner todo vuestro bien y provecho sino en la fe y lealtad de los amigos y confederados, porque reconociendo siempre la virtud que han mostrado en las cosas pasadas, podréis fiar de ellos en las presentes. Considerad que ahora la mayor parte de la Grecia os tiene y estima por dechado y ejemplo de la bondad, y si dais contra nosotros sentencia inicua (que al fin ha de saberse), en gran manera seréis culpados por habernos juzgado y sentenciado siendo buenos, contra lo que la razón y el derecho requiere, poniendo en vuestros templos los despojos de los que tanto bien han merecido de toda Grecia y os echarán en rostro que por satisfacer el deseo de los tebanos queráis destruir la ciudad de Platea, cuyo nombre, por honra y memoria de la virtud y esfuerzo de sus ciudadanos, vuestros antepasados esculpieron en el trípode y altar del dios Apolo en Delfos.

»Hemos llegado a tanta desventura, que si los medos hubieran vencido fuéramos destruidos, y alcanzando nosotros la victoria contra ellos, los tebanos nuestros grandes enemigos nos vencen por medio de vosotros y nos ponen en dos grandísimos peligros, uno el de morir de hambre si no queríamos entregar la ciudad y otro el de defender ahora nuestras causas en juicio criminal de muerte.

»Nosotros, que fuimos los que más aventajaron la honra de los griegos con todas nuestras fuerzas (y aun más que estas podían soportar), somos ahora desamparados de todos y no hay un solo griego de cuantos allí se hallaron presentes, amigos y aliados nuestros, que nos socorra y ayude en esta desdicha. Y aun vosotros, lacedemonios, que sois nuestra única esperanza, tememos que seáis poco firmes y constantes en este caso.

»Os rogamos, pues, que por honra y reverencia de los dioses que entonces fueron nuestros favorecedores y por memoria de nuestros merecimientos y servicios hechos a todos los griegos, queráis ablandar vuestros corazones, y si por persuasión de los tebanos habéis determinado algo contra nosotros lo revoquéis, no matando por agradarles a quien no debéis matar. Haciendo esto ganaréis crédito y no caeréis en vergüenza ni deshonra por agradar a otro, porque fácil cosa será mandarnos matar, pero muy difícil después borrar la vergüenza e infamia en que incurriréis dando muerte a los que no somos vuestros enemigos, sino amigos que, forzados por pura necesidad, aceptamos la guerra; y en efecto, si libráis nuestras personas del peligro de muerte en que estamos, juzgaréis recta y santamente.

»Considerad que voluntariamente nos rendimos, que venimos humildes con las manos tendidas y que las leyes de Grecia prohíben matar a los que así se presentan; que en todos tiempos os fuimos bienhechores y procuramos merecer todo bien de vosotros, lo cual podéis comprobar por los sepulcros que hay en nuestra tierra de vuestros ciudadanos muertos por los medos, a los que hacemos honras cada año públicamente, no así como quiera, sino con pompa y aparato solemne de vestiduras, ofreciéndoles en sacrificio primicias de todas las cosas mejores que da la tierra, como a hombres que somos de una misma patria, amigos y confederados y algunas veces compañeros de guerra, no portándoos vosotros como tales, sino juzgando rectamente, por mal consejo, nos mandáis matar.

»Recordad también que Pausanias ordenó enterrarlos en esta nuestra tierra como en tierra de amigos y aliados y si nos mandáis matar y dais nuestra tierra a los tebanos, no haréis otra cosa sino privar a vuestros mayores y progenitores de la honra que tienen, dejándolos en tierra de enemigos que los mataron. Además, pondréis en servidumbre la tierra donde los griegos conquistaron su libertad, dejaréis yermos los templos de dioses donde vuestros mayores hicieron sus votos y plegarias, mediante los cuales vencieron a los medos, y quitaréis las primeras aras y altares de los que los fundaron.

»Será ciertamente, varones lacedemonios, cosa indigna de vuestra honra y menos aún conveniente a las leyes y buenas costumbres de Grecia, a la memoria de vuestros progenitores y a nuestros servicios y merecimientos mandarnos matar sin haberos ofendido sólo por el odio que otros nos tienen, siendo por el contrario más digno y conveniente perdonarnos, quebrantar vuestra saña y dejaros vencer de la clemencia y misericordia, poniendo delante de vuestros ojos, no solamente los grandes males que nos haréis, sino también quiénes son aquellos a quienes los hacéis, y que muchas veces tales males ocurren a los que menos los han merecido.

»Os suplicamos, pues, y pedimos por merced, según la necesidad presente lo requiere y para ello invocamos el favor y ayuda de los dioses a quienes sacrificamos en unos mismos altares y a los de toda Grecia, accedáis a nuestros ruegos, no olvidándoos de los juramentos de vuestros padres, por honra de cuyos huesos y sepulcros os rogamos, llamándolos en nuestra ayuda, muertos como están, para que no nos pongáis bajo la sujeción de los tebanos, ni queráis entregar vuestros grandes amigos en manos de aquellos que son crueles enemigos, recordándoos que este día en que nos vemos en extremo peligro, es aquel mismo en que hicimos tantas y tan buenas hazañas con vuestros antepasados.

»Mas porque a los hombres que se ven puestos en el extremo en que al presente nosotros estamos, les parece cosa muy dura dar fin a sus palabras, aunque por necesidad lo han de hacer, porque saben que, acabando de hablar, se les acerca más el peligro de su vida, dando fin a nuestras razones, os decimos solamente que no entregamos nuestra ciudad a los tebanos, pues esto no lo hiciéramos aunque supiéramos morir de hambre o de otra peor muerte, sino a vosotros, varones lacedemonios, confiando en vuestra fe. Por esto es justo que, si no logramos nuestra petición, nos restituyáis al estado que teníamos antes, con peligro de todo lo que nos pudiere ocurrir, y de nuevo os amonestamos no permitáis que los de Platea, que siempre fueron muy aficionados a los griegos, y que confiaron en vuestra fe, pasen de vuestra mano a la de los tebanos, sus capitales enemigos, sino que antes seáis autores de nuestra vida y salud, y pues a todos los otros griegos habéis libertado, no queráis destruir y matar sólo a nosotros».

Con esto acabaron los platenses su razonamiento; pero los tebanos, temiendo que los lacedemonios, por su discurso, fuesen movidos a otorgarles algo de su demanda, salieron en medio pidiendo ser ellos también oídos, porque a su parecer habían dado muy larga audiencia a los platenses para responder a la pregunta, y teniendo licencia también ellos para hablar, hicieron el razonamiento siguiente:

X

«No os pidiéramos audiencia para hablar, varones lacedemonios, si éstos hubieran respondido buenamente a la pregunta que les fue hecha y no dirigieran su discurso contra nosotros, acusándonos sin culpa, excusándose fuera de propósito de lo que ninguno los acusaba; y elogiándose con demasía cuando nadie los vituperaba. Nos conviene contradecirles en parte lo que han dicho, y en parte redargüirles de falso, a fin de que no les aproveche su malicia ni nos dañe nuestra paciencia y sufrimiento; y después de oídas ambas partes juzgaréis los hechos como bien os pareciere.

»Bueno es primero que sepáis la causa de nuestras enemistades, que consiste en que habiendo nosotros fundado la ciudad de Platea, la postrera de todas las de Beocia con algunas otras villas que ganamos fuera de nuestra tierra, lanzando de ellas los que antes las tenían, estos solos, desde el principio se desdeñaron de vivir bajo nuestro mando, no queriendo guardar nuestras leyes y ordenanzas, que todos los otros beocios tenían y guardaban; y viéndose obligados a ello se pasaron a los atenienses, con cuya ayuda nos han hecho muchos males, de que a la verdad ellos han recibido su pago y pena por igual.

»A lo que dicen que cuando los medos entraron en Grecia, ellos solos, entre todos los beocios, no quisieron seguir su partido, alabándose por ello en gran manera y denostándonos, confesamos ser verdad que no fueron de parte de los medos, porque tampoco los atenienses fueron de su bando. Mas también decimos, por la misma razón, que cuando los atenienses vinieron contra los griegos, estos solos entre todos los griegos fueron de su parcialidad; y por esto debéis considerar lo que nosotros hicimos entonces y lo que éstos han hecho ahora. Nuestra ciudad en aquel tiempo no era regida por oligarquía, que es gobierno de pocos, ni tampoco por democracia que es el mando de los del pueblo, sino por otra forma de gobierno que es muy odiosa a todas las ciudades y muy cercana a la tiranía; es a saber, por poder absoluto de algunos grandes y particulares, los cuales, esperando enriquecerse si los medos hubieran alcanzado la victoria, obligaron por fuerza a los del pueblo a seguir su partido y metieron a los bárbaros. Aunque a la verdad esto no lo hicieron todos los de la ciudad, por lo que no deben ser vituperados, pues, como decimos, no estaban en libertad.

»Recobrada después y empezando a vivir conforme a nuestras leyes y costumbres antiguas, cuando salieron los medos y entraron los atenienses con armas en Grecia, queriendo someter a su señorío nuestra tierra y ocupando de hecho una parte de ella, a causa de nuestras sediciones y discordias civiles, nosotros, después de la victoria que les ganamos junto a Queronea, libertamos a toda Beocia y ahora estamos resueltos, juntamente con vosotros, a libertar lo restante de Grecia de la servidumbre, contribuyendo para ello con tanto número de gente de a pie y de a caballo y aparatos de guerra cuanto otra ninguna ciudad de los amigos y confederados, y esto baste para purgar el crimen que nos suponen de haber seguido el partido de los medos.

»Demostraremos ahora que vosotros, los platenses, sois los que habéis ofendido e injuriado a los griegos más que todos los otros y, dignos por ello de toda pena. Decís que por vengaros de nosotros os hicisteis aliados de los atenienses; pues deberíais ayudar a los atenienses solos, contra nosotros solos y no contra los otros griegos, que si los atenienses os quisieran obligar a esto, teníais a los lacedemonios que os hubieran defendido y amparado por virtud de la misma alianza que con ellos hicisteis contra los medos, en la cual fundáis toda vuestra argumentación; cuya alianza también fuera bastante para defenderos de nosotros si os quisiéramos ofender y aun para daros toda seguridad.

»Resulta, pues, claro, que voluntariamente y no forzados tomasteis el partido de los atenienses. Y en cuanto a lo que decís, que fuera gran vergüenza desamparar y abandonar a los que os habían hecho bien, mayor vergüenza y afrenta es desamparar a todos los griegos, con quien os habéis juramentado y confederado, que no a los atenienses sólo y a los que libertaban la Grecia, que no a los que la ponían en servidumbre; a los cuales tampoco hicisteis igual servicio, sin afrenta y deshonra vuestra, porque los atenienses, llamados, vinieron en vuestra ayuda para defenderos de ser ofendidos, según decís, mas vosotros fuisteis a ayudarles para ofender a otros y ciertamente es menor vergüenza no dar las gracias ni hacer servicios iguales en caso semejante, que donde se debe por razón y justicia, quererlo pagar con injusticia y maldad; pues haciendo vosotros lo contrario, está claro y manifiesto que lo que solos entre todos los beocios hicisteis de no querer seguir el partido de los medos, no fue por amor a los griegos, sino porque los atenienses no los seguían, queriendo siempre vosotros hacer lo que éstos hacían, muy contrario a lo que todos los otros griegos querían.

»Ahora venís sin aprensión alguna a pedir que os hagan bien aquellos contra quien fuisteis con todas vuestras fuerzas y poder por agradar a otros; lo cual ni es justo ni razonable; sino que, pues escogisteis antes a los atenienses que a otros, sean ellos ahora los que os ayuden, si pueden. Ni tampoco os conviene aquí alegar la conjuración y confederación que se hizo de todos los griegos en tiempo de los medos para ayudaros y aprovecharla en vuestro favor, pues vosotros los primeros la rompisteis dando ayuda y socorro a los eginetas y a otros de los que no entraron en esta liga. Y esto no lo hicisteis apremiados a ello, como nosotros para seguir el partido de los medos, sino de vuestro grado, sin que nadie os forzase estando en vuestra libertad y viviendo según vuestras leyes, como habéis vivido hasta hoy.

»Ni tampoco hicisteis caso de la última amonestación antes que os pusiesen cerco, para que fueseis neutrales y vivieseis en paz y sosiego.

»Decidnos, pues, quiénes hay de todos los griegos que con más razón deban ser aborrecidos y odiados que vosotros, que quisisteis mostrar vuestro esfuerzo empleándolo en su daño y mengua. Si en algún tiempo fuisteis buenos, como decís, no era por natural inclinación, porque la verdadera de los hombres se conoce en que es constante, como ha sido la vuestra, en tomar este camino inicuo y malo, siguiendo a los atenienses en una querella tan injusta, y esto baste para mostrar que nosotros seguimos el partido de los medos contra nuestra voluntad y que vosotros seguisteis el de los atenienses de buen grado.

»Respecto a lo que decís que os ofendimos invadiendo vuestra ciudad en día de fiesta, contra razón y justicia durante la paz y alianza entre ambas partes, pensamos que vosotros habéis errado y delinquido mucho más que nosotros, porque si al venir a vuestra ciudad la hubiéramos asaltado o destruido las posesiones que tenéis en los campos, pudiera decirse con razón que os habíamos ofendido; pero si algunos de vuestros conciudadanos, de los más ricos y poderosos de la ciudad, deseando apartaros de la alianza y amistad de los extraños y uniros a las leyes y costumbres comunes de los otros beocios, nos vinieron a llamar de su grado, ¿qué injuria os hicimos en ir? Si hay algún delito en esto, antes debe ser imputado a los que guían, que a los guiados. A nuestro parecer, no hay yerro de una parte ni de otra, pues aquéllos que también eran ciudadanos como vosotros y tenían más que perder que vosotros, nos abrieron las puertas y metieron en la ciudad, no como enemigos, sino como amigos, para imponer orden y que los malos no se hiciesen peores, y los buenos fuesen premiados según merecían. Así que más venimos para corregir vuestras costumbres que para destruir vuestras personas, reanudando la primera y pasada amistad y parentesco que teníamos y procurando que no tuvieseis enemistad alguna, y vivieseis en paz y amor con todos los confederados. Bien lo demostramos con los hechos, pues entrados en vuestra ciudad no hicimos acto alguno de enemigos, ni injuriamos a nadie, antes mandamos pregonar públicamente que todos los que quisiesen vivir en libertad, según las leyes y costumbres de Beocia, viniesen hacia nosotros; vinisteis de buena voluntad y hechos los convenios quedasteis en paz y sosiego; mas después que visteis que éramos pocos no nos tratasteis de igual modo, pues aun suponiendo que os ofendimos entrando en vuestra ciudad sin consentimiento de todos los del pueblo, ni nos amonestasteis primero con buenas palabras que saliésemos de ella sin ejecutar novedad alguna, como habíamos hecho primero nosotros, sino que contra el tenor de los conciertos que acabábamos de ajustar, vinisteis con toda furia a dar sobre nosotros. Y no sentimos tanto a los que murieron en el combate a vuestras manos, porque se podría decir que en cierto modo fueron muertos por derecho de guerra, como a los que humildes, con las manos tendidas se os rindieron, los cogisteis vivos prometiéndoles salvar sus vidas, y después los mandasteis matar, cometiendo en breve espacio de tiempo tres grandes injusticias: una, faltar a los convenios hechos; otra, matar a aquellos con quienes los habíais hecho, y la tercera, prometernos falsamente que no los mataríais si no hacíamos daño en vuestras tierras; y con todo esto tenéis atrevimiento de decir que os ofendimos sin razón, y que no merecéis ningún castigo.

»Ciertamente seréis declarados inocentes y absueltos de la pena, si estos jueces quieren juzgar sin justicia; pero si son buenos y rectos, debéis ser bien castigados por causa de todos estos delitos.

»Os recordamos estas cosas, varones lacedemonios, así por vuestro interés como por el nuestro, para que, por lo que toca a vosotros, sepáis que habréis hecho justicia condenando a estos de Platea, y por lo que a nosotros atañe, se conozca que al pedir el castigo de éstos lo demandamos santa y justamente. Ni tampoco os deben mover a compasión las virtudes y glorias que les oís contar de sus antepasados, si algunas hay, pues éstas deberían favorecer a los que son ofendidos; pero a los que hacen alguna mala acción, antes les deben doblar la pena, porque fueron delincuentes sin causa para ello. Ni menos les deben aprovechar sus llantos y lamentaciones miserables para que les tengan compasión, por más que imploren nuestros parientes ya difuntos y giman su soledad y desconsuelo, pues acordaos de nuestros compañeros muertos por ellos cruelmente, cuyos padres, o de muchos de ellos, murieron en la batalla de Queronea cuando os llevaban el socorro de Beocia, y los otros quedan ya viejos y desconsolados en sus casas, demandando la venganza con más justa razón que éstos os piden el perdón, pues son dignos de misericordia los que contra justicia y razón sufren injurias, mal o daño; pero los que por su culpa los padecen, merecedores son de que los otros se alegren de su mal cuando los vean en miserias y desventuras, como ahora están estos platenses, solos y desamparados por su culpa, pues por su voluntad desecharon sus amigos y aliados, los mejores que tenían, y se apartaron de ellos, ofendiéndoles antes por el odio y malquerencia que por razón, sin que les injuriásemos en cosa alguna, de modo que el mayor castigo será inferior al que merecen.

»Y tampoco dicen verdad al suponer que se rindieron voluntariamente, viniendo con las manos alzadas en la batalla, sino que por pacto expreso se sometieron a vuestro juicio. Por tanto, siendo esto así, rogamos y requerimos a vosotros, varones lacedemonios, que cumpláis las leyes de Grecia que éstos malamente han quebrantado, dando a nosotros, sin razón ofendidos, la justa paga y galardón merecido a los servicios que hemos hecho, sin que por las razones de éstos nos sea denegado. Y dad también ejemplo a todos los griegos, de que no paráis mientes tanto en las palabras como en los hechos, porque cuando las obras son buenas no requieren muchas palabras para alabarlas; mas para paliar y dorar un mal hecho, son menester discursos artificiosos.

»Si los que tienen la autoridad de juzgar y sentenciar, como vosotros la tenéis al presente, después de recopiladas todas las dudas, conociesen sumariamente y de plano de la causa, sin más largas y dilaciones, ninguno procuraría forjar lindas frases para excusar los hechos torpes y feos».

De esta manera hablaron los tebanos. Cuando los jueces lacedemonios hubieron oído ambas partes, determinaron perseverar en la pregunta que habían hecho al principio a los de Platea, es a saber: si durante la guerra prestaron algún beneficio a los lacedemonios, porque les parecía que todo el tiempo anterior no se habían movido a hacer mal ninguno, según las leyes y convenciones que Pausanias hiciera con ellos después de la guerra de los medos, hasta tanto que recusaron las condiciones para ser neutrales antes que se les pusiese el cerco, y porque después que los de Platea rechazaron aquellas condiciones, los lacedemonios no quedaban ya obligados por el convenio de Pausanias. Por esta razón los de Platea merecían todo el mal que les viniese de su parte. Les llamaron ante sí, uno en pos de otro, y les preguntaron si habían hecho algún beneficio a los lacedemonios o a sus aliados en aquella guerra, y viendo que no respondían nada a esta pregunta, les mandaron salir del Senado y llevarles a otro lugar, donde todos fueron muertos, siendo de los de Platea más de doscientos, y de los atenienses, que habían venido en su ayuda, más de veinticinco; sus mujeres las llevaron cautivas. La ciudad la entregaron a los megarenses, que habían sido lanzados de ella por las discordias y parcialidades que tenían, y a los otros platenses que habían estado de parte de los lacedemonios, para que la habitasen todos juntos. Mas pasado el año la destruyeron y asolaron hasta los cimientos, y la reedificaron junto al templo de Hera, donde hicieron un palacio de doscientos pies de largo por todas partes, a manera de claustro, con todos sus aposentos arriba y abajo, y le adornaron con la clavazón, vigas, puertas y maderas de las casas que habían derribado, construyeron lechos que consagraron a Hera, a la que elevaron, además, un templo nuevo de piedra labrada, que tenía cien pies de largo. Todas las tierras del término de la ciudad de Platea las arrendaron por diez años para que las labrasen y cultivasen, parte de ellas a los tebanos, y la mayor parte a los lacedemonios, los cuales las tomaron por agradar a los tebanos, pues, a causa de ellos, habían sido contrarios de los platenses, y también porque pensaban que los mismos tebanos les podían aprovechar mucho en la guerra contra los atenienses.

Este fin tuvo la empresa y cerco de Platea, noventa y tres años después que los platenses hicieron confederación y alianza con los atenienses.

XI

Entretanto, las cuarenta naves que los peloponenses habían enviado en socorro a los de la isla de Lesbos, al saber que la armada de los atenienses venía contra ellos, quisieron retirarse a toda prisa, y los vientos les llevaron a la isla de Creta. No pudiendo seguir su rumbo, fueron a dar a la costa del Peloponeso, donde se encontraron con tres barcos de los leucadios y de los ambraciotas junto al puerto de Cilene, de los que era capitán Brasidas, hijo de Telide, y por consejo tenía a Alcidas, el cual a la sazón llegó allí porque los lacedemonios, viendo que habían errado el tiro en la empresa de Lesbos, determinaron reparar y rehacer su armada y enviarla a Corcira.

Sabiendo que había divisiones en la ciudad y que los atenienses sólo tenían doce naves en aquella parte surtas en el puerto de Naupacto, mandaron a Brasidas y Alcidas que se apoderasen de Corcira antes que pudiese ser socorrida por los atenienses, y esperaban buen éxito por la discordia que había entre los corcirenses.

Causa de estas disensiones fue que los corcirenses, cogidos por los corintios en la batalla naval que se dio junto a Epidamno, fueron puestos en libertad y enviados a sus casas so color de ir a traer su rescate, por el cual habían respondido sus amigos en Corintio, y que montaban a más de ochenta talentos. Mas a la verdad, era para que influyeran con los otros corcirenses, atrayéndolos a la obediencia de los corintios y apartándolos de la alianza con los atenienses. Sucedió que en este mismo tiempo aportaron dos navíos a Corcira, uno de los corintios y otro de los atenienses, y ambos conducían embajadores para tratar con los corcirenses, los cuales dieron audiencia a unos y otros, y al fin respondieron que querían quedar por amigos y confederados de los atenienses, según los pactos y convenios que tenían con ellos, y que también deseaban ser amigos de los lacedemonios, como lo habían sido antes. Esta respuesta fue acordada por consejo de Pitias, varón de grande autoridad y mando en la ciudad, y que pocos días antes se había hecho ciudadano de Atenas. Los ciudadanos que procuraban lo contrario, le llevaron a juicio acusándole de que quería poner la ciudad en dependencia de los atenienses, pero al fin fue absuelto de esta demanda, y después él acusó a cinco de sus adversarios, los más ricos de todos, de que habían cortado y arrancado los maderos del cerco de los templos de Zeus y de Alcinoo, por lo que incurrían en pena de una fiatera[65] por cada palo, que era una multa considerable. Siendo condenados, se acogieron a sagrado hasta que les fuese perdonada o rebajada la pena, aunque Pitias se oponía con todas sus fuerzas y aconsejaba a los ciudadanos la aplicasen con todo rigor. Viéndose tan perseguidos por quien tenía tan gran poder y autoridad en el Senado, y sabiendo que, mientras viviese, todos seguirían el partido de los atenienses, se juntaron con otros muchos y entraron en el Senado con sus dagas debajo de las ropas, y allí mataron a Pitias y a otros senadores y particulares, hasta sesenta, salvándose los demás partidarios de Pitias, que fueron muy pocos, en el barco de los atenienses que aún estaba en el puerto. Después de hacer los conjurados esta mala hazaña, reunieron al pueblo y le dijeron que lo hecho había sido por el bien de la ciudad para que no cayese en servidumbre de los atenienses, y que en lo demás les parecía que debían ser neutrales y responder a ambas partes que no entrasen en su puerto sino en son de paz y como amigos, y sólo con un navío, pues los que entraran con más número, serían reputados por enemigos. Leído y publicado este decreto, el pueblo lo aprobó y confirmó, y enviaron sus mensajeros a los atenienses para darles a entender que les había sido necesario obrar así. También lo hicieron para amonestar a los corcirenses que se habían acogido a ellos, que no procurasen nuevas tramas en daño de la ciudad. Pero al llegar a Atenas estos mensajeros, fueron presos como hombres sediciosos que procuraban novedades, y juntamente con ellos los otros que habían persuadido y sobornado para que fuesen de su bando, y a todos los llevaron a Egina y metieron en prisión.

Entretanto, los grandes y los principales de Corcira, que seguían el partido de los corintios, al llegar el barco de éstos y en él sus embajadores, juntamente con ellos acometieron a sus conciudadanos, y aunque estos se defendieron durante algunas horas, al fin fueron vencidos y obligados a retirarse durante la noche a la fortaleza y más altos y fuertes lugares de la ciudad donde se parapetaron, y después se apoderaron del puerto de Hilaico. Los victoriosos ganaron la plaza del mercado de la ciudad, en torno de la cual los más de ellos tenían sus casas, y también tomaron el puerto que cae a la parte de tierra, a la bajada del mercado. Al día siguiente tuvieron una escaramuza a tiros de dardos y pedradas. Ambas partes enviaron a buscar en los campos a los siervos y esclavos para que viniesen a socorrerles, prometiéndoles la libertad, y ellos escogieron ayudar al pueblo contra los grandes; pero en favor de éstos llegaron ochocientos infantes por la parte de tierra firme, y con ellos volvieron a la batalla por tercera vez, en la cual los de la comunidad vencieron a los grandes por estar en lugar más ventajoso, porque eran muchos más en número y porque las mujeres, que estaban de su parte, les dieron grande ayuda, sosteniendo el furor e ímpetu de los contrarios con mayor esfuerzo y osadía que requería su condición natural, y tirándoles tejas y piedras desde las casas.

Al acercarse la noche, los grandes, que iban de vencida, temiendo que el pueblo, con ímpetu y grita, fuese a ganar el puerto y las naves que tenían en él, y tras esto los matasen a todos, pusieron fuego a las casas que estaban en el mercado y alrededor de él, así a las que eran suyas como de los otros, para estorbar que pudiesen pasar de allí, ocasionando que se quemasen muchos bienes y mercaderías muy ricas y de gran precio. De venir el viento de parte de la ciudad se hubiese quemado toda. Con este fuego cesó el combate aquella noche y estuvieron todos en armas cada cual en guarda de su estancia. Mas la nave de los corintios, sabiendo que el pueblo había alcanzado la victoria, desplegó velas y se fue secretamente, y lo mismo hicieron muchos de los que habían acudido de tierra firme en favor de los grandes, volviéndose a sus casas.

Al día siguiente, Nicóstrato Diítrefes, capitán de los atenienses, arribó al puerto de Corcira con doce barcos y quinientos hombres mesenios que venían de Naupacto en socorro de los del pueblo; y para restablecer la paz y concordia les indujo a que fuesen amigos, y que tan sólo castigaran a diez de los que habían sido la causa de la sedición y alborto, aunque éstos no esperaron la ejecución del juicio, sino que huyeron y se escaparon. En lo demás procuró que todos quedasen en la ciudad como antes, y que de común acuerdo aprobasen la alianza que tenían con los atenienses, es decir, que fuesen amigos de sus amigos, y enemigos de sus enemigos.

Ajustado este convenio, los gobernadores de la ciudad trataron con Nicóstrato que les dejase allí cinco de sus barcos de guerra para impedir que los del bando contrario se rebelasen, y que en las otras naves embarcase todos los que ellos le señalasen de los contrarios y los llevase consigo a fin de que no pudiesen organizar algún motín. Accedió Nicóstrato; mas al hacer la lista de los que habían de ser embarcados, temiendo éstos ser llevados presos a Atenas, se acogieron al templo de Cástor y Polideuces; y por más que Nicóstrato les amonestaba que viniesen con él sin miedo, no les pudo persuadir. Los del pueblo fueron a sus casas y les tomaron las armas que tenían, y aun hubieran muerto algunos de ellos que encontraron en las calles, si Nicóstrato no se lo impidiera. Viendo esto los otros del mismo bando se retiraron al templo de Hera, y serían hasta cuatrocientos, por lo que los del pueblo, sospechando que hiciesen alguna novedad, los aplacaron consiguiendo contentarlos con ir desterrados a una pequeña isla que estaba frente al templo, donde les proveían de víveres y demás cosas necesarias para vivir.

Cuatro o cinco días después que aquellos ciudadanos fueron llevados a la citada isla, los navíos de los peloponenses, que se habían quedado en Cilena, a la vuelta de Jonia, cuyo capitán era Alcidas, y Brasidas su compañero, que serían en número de cincuenta y tres, arribaron al puerto de Sibota, ciudad en la tierra firme, y al amanecer dirigieron el rumbo hacia Corcira. Sabido esto por los de Corcira se alarmaron, así por causa de sus discordias civiles como por la venida de los enemigos a tal tiempo. Por tanto, armaron setenta barcos, y unos tras otros los enviaron al encuentro cargados como estaban con su gente de guerra, aunque los atenienses les rogaron que los dejasen ir delante y que tras ellos viniesen todos juntos. Navegando los corcirenses sin orden ni concierto alguno, cuando comenzaron a acercarse a los peloponenses, dos de sus barcos se vinieron a ellos, y los que estaban en los otros combatían entre sí muy desordenados. Viendo esto los peloponenses, enviaron de pronto veinte barcos contra ellos, y todos los otros fueron a embestir contra los doce de los atenienses, entre los cuales estaban los llamados Páralos y Salaminia. Las naves corcirenses, por el mal orden en que iban, tropezaban unas contra otras, repartidas en muchas bandas, de manera que ellas mismas se dispersaron. Pero los atenienses, temiendo ser cercados por la multitud de barcos de los enemigos, no quisieron atacar el mayor escuadrón de los contrarios, sino que embistieron contra algunas naves y echaron una a fondo. Después se pusieron en caracol, cercando a los enemigos y procurando desconcertarlos y hacerles perder el orden. Viendo esto lo veinte navíos de los peloponenses que habían salido contra los corcirenses, y temiendo que les ocurriese lo que les había sucedido en la pasada batalla de Naupacto, acudieron en socorro de sus compañeros, y todos juntos fueron a dar contra los atenienses, que se retiraron poco a poco. Los corcirenses, por su parte, viendo que los peloponenses apretaban tanto a sus compañeros, no osaron esperar y se pusieron en huida. Después del combate quedaron allí hasta la noche los peloponenses victoriosos. Entonces los corcirenses, temiendo que los enemigos, siendo vencedores, les acometiesen en la ciudad o que se pasasen a ellos los ciudadanos que habían desterrado en la isleta, o hiciesen alguna otra hazaña en perjuicio suyo, embarcaron aquellos ciudadanos llevándolos de nuevo a Corcira, y los metieron dentro del templo de Hera, poniendo en seguida guardas en la ciudad. Pero los peloponenses, aunque vencedores, no osaron ir contra la ciudad, y con trescientos prisioneros que cogieron a los corcirenses se retiraron al puerto de donde habían partido. Tampoco al día siguiente se atrevieron a moverse, aunque la ciudad estaba muy temerosa y perturbada; y Brasidas, su capitán, era de opinión que fuesen a acometerla, empero, Alcidas que tenía el mando, fue de contrario parecer, y por ello desembarcaron en el cabo de Leucimna, desde donde hicieron mucho daño en los términos de Corcira. Por entonces los corcirenses, sospechando la llegada de los enemigos, parlamentaron con los que se habían retirado a los templos y con los otros ciudadanos para convenir la manera de guardar la ciudad y a algunos les persuadieron para que entrasen en las naves, que tenían en número de treinta, las mejores que pudieron reunir para resistir a los enemigos si llegaban.

Los peloponenses, después de robar y arrasar la tierra hasta la hora de mediodía, se reembarcaron y fueron a Leucimna. A la noche siguiente les fue hecha señal con luces de que habían partido sesenta navíos de los atenienses del puerto de Léucade en busca de ellos,[66] como era verdad, porque al saber los atenienses las revueltas que había en Corcira y la llegada de la escuadra de Alcidas, enviaron a Eurimedonte, hijo de Tucles, con sesenta navíos hacia aquellas partes.

Alcidas y los peloponenses se fueron costeando a su tierra con la mayor diligencia que podían, y para no ser sentidos si se engolfaban en alta mar, atravesaron por el Estrecho de Léucade derechamente hacia la otra costa.

Los corcirenses, al saber de cierto la partida de los peloponenses y la llegada de los atenienses, volvieron a meter en su ciudad a los que habían lanzado fuera, y mandaron partir las naves donde habían embarcado su gente de guerra hacia el puerto de Hilaico; y navegando a lo largo de la costa, todos cuantos enemigos encontraron en su viaje los mataron. Después hicieron salir de los barcos a los ciudadanos que habían persuadido para que se embarcasen, y de allí se fueron al templo de Hera, persuadiendo a los que se habían acogido a él, que serían hasta cincuenta, a que vinieran a defender su causa ante la justicia; hiciéronlo así, y todos fueron condenados a muerte. Sabido esto por los que no pudieron ser persuadidos de acudir al juicio y se habían quedado en el templo, se suicidaron, unos ahorcándose de los árboles, otros se mataron entre sí, y otros por modos extraños de darse muerte; de manera que no escapó uno solo.

Además, por espacio de siete días, que Eurimedonte estuvo allí con sus sesenta barcos, los corcirenses mandaron matar a todos los de la ciudad que tenían por enemigos, so color de que habían querido destruir el pueblo. Algunos fueron muertos por causa de enemistades particulares; y otros, por el dinero que les debían, fueron muertos a manos de sus mismos deudores, realizándose en aquella ciudad todas las crueldades e inhumanidades que se acostumbran en semejantes casos, y mucho peores, como matar el padre al hijo, sacar los hombres de los templos para matarlos, y aun asesinarlos dentro de los mismos templos. Algunos murieron tapiados en el templo de Dióniso. Tan cruel fue aquella sedición.

XII

Esta sedición y guerra civil pasó adelante como arriba hemos contado. Y por haber sido la primera de aquellas partes, parecía mayor y más cruel, aunque después reinó casi en todas las ciudades de Grecia, porque la mayor parte de los del pueblo eran del partido de los atenienses, y los grandes y principales seguían el de los lacedemonios. Tales parcialidades y sediciones no las hubo antes de la guerra; mas después de comenzada, no cesaban de llamar en su ayuda los contendientes a los de su bando para hacer mal a los otros, porque los que buscaban novedades tomaban de ello pretexto y ocasión para hacerlo. Esto produjo muy grandes males en las ciudades, y ocurrirán siempre mientras hubiere hombres inclinados a ello, mayores, menores, de varia manera, según que fuesen los casos y mudanzas de las cosas; lo cual no sucede en tiempo de paz, porque entonces los hombres atienden más al bien de la república que al suyo particular, y nadie les obliga a estas enemistades. Mas la guerra, porque acarrea consigo la falta y necesidad de las provisiones y vituallas, y quita la abundancia de todas las cosas necesarias para la vida y mantenimiento cuotidiano, haciéndose señora de todo por fuerza, fácilmente atrae la mala voluntad de muchos, a que sigan el estado y condición del tiempo de presente.

Por estas causas fueron en aquel tiempo turbados los estados y gobiernos de las ciudades de Grecia con sediciones y discordias civiles, pues sabido que en un lugar se había hecho alguna demasía o insolencia por unos, otros se disponían a otra mucho peor, o por hacer alguna cosa de nuevo, o por mostrarse más diligentes e ingeniosos que los primeros, o más osados y atrevidos para vengarse, y todos estos males se excusaban nombrándolos con nuevos e impropios nombres, porque a la temeridad y osadía llamaban magnanimidad y esfuerzo, de manera que los temerarios y atrevidos eran tenidos por amigos y por defensores de los amigos; a la tardanza y madurez llamaban temor honesto, y a la templanza, modestia, cobardía y pusilanimidad encubierta; la ira e indignación arrebatada, nombrábanla osadía varonil; la consulta, prudencia y consejo, pereza y flojedad. El que se mostraba más furioso y arrebatado para emprender la cosa, era tenido por más fiel amigo, y el que la contradecía por sospechoso. El que llevaba a ejecución sus tramas y asechanzas, era reputado por sabio y astuto, y mucho más aquel que prevenía las de su amigo, o conseguía que ninguno se apartase de su bando ni tuviese temor a los contrarios. Finalmente, el más dispuesto para hacer daño a otro era muy elogiado, y mucho más el que para hacerlo inducía a otro que no pensaba en tal cosa.

Esta formación de bandos era mayor entre extraños que entre parientes y deudos, porque aquéllos estaban más dispuestos a cualquier empresa sin excusa alguna, y porque estas juntas y concejos no se hacían por la autoridad de las leyes ni por el bien de la república, sino por codicia y contra todo derecho y razón. La fe y lealtad que se guardaba entre ellos no era por ley divina y religión que tuviesen, sino por mantener este crimen en la república y tener compañeros de su delitos. Si alguno de bando contrario decía una razón buena, no la querían aceptar como tal, ni como de ánimo noble y generoso, si no les parecía que redundaba en su provecho. Más querían vengarse que dejar de ser ultrajados. Si hacían algún concierto con juramento solemne, duraba hasta tanto que una de las partes fuese más poderosa que la otra; pero la primera ocasión la aprovechaba por ser la más segura y porque le parecía gran prudencia vencer al otro por astucia y malicia, y también porque es cosa cierta que antes los malos (cuyo número es infinito) son llamados industriosos que los inocentes y sencillos buenos, y comúnmente los hombres se afrentan de ser tenidos por simples e inocentes, y se glorifican de que les llamen malos y atrevidos.

Todo esto nace de la codicia de honras, que enciende el fuego de las parcialidades, porque los que eran cabeza de bandos en las ciudades daban color honesto a su partido; los que favorecían al común, que llaman democracia, defendían que todos fuesen iguales en la república, y los del partido de los grandes, que llaman aristocracia, decían que era justo que los más buenos y principales rigiesen y fuesen preferidos a los menores. Cada cual, pues, contendía por favorecer a la república de palabra, mas en la obra todo el fin de su debate y contienda era inventar unos males contra otros, por fuerza o por manera de venganza y castigo, no mirando al bien común ni a la justicia, sino al deleite y placer de ver los unos el mal de los otros, ora fuesen injustamente condenados, ora violentamente oprimidos.

Siempre estaban dispuestos a ejecutar en el acto su mala voluntad sin respeto a la religión y acatamiento a los dioses en cosa que hiciesen o contratasen, el que con palabras dulces y fraudulentas podía engañar a otro, era más temido y estimado. Si alguno había que quería ser neutral lo mataban, o porque no querían ser de su bando, o por envidia de verle en reposo y exento de los males que los otros tenían. De manera que por estas sediciones y bandos toda la Grecia sufrió males innumerables, y los buenos y virtuosos, que por la mayor parte suelen ser generosos de ánimo, eran perseguidos, burlados y escarnecidos.

Tenían por cosa excelente prevenir los consejos y empresas de otros con traición y perfidia, y si alguna vez se reconciliaban, ni había seguridad en palabra que daban, ni temor al juramento que hacían, antes por la desconfianza que tenían unos de otros, más miraban por sí para no sufrir mal, que daban fe a las palabras de su contrario. El consejo de los ruines valía más que el de los buenos y cuerdos, por ser más temerario e insensato y decidía para acometer cualquier empresa. Los prudentes y discretos, por la poca cuenta que hacían de los otros, confiando en que por su ingenio y destreza mejor proveerían las cosas de lejos que aquéllos, queriéndolas ejecutar antes por consejo y arte que por fuerza, muchas veces sufrían atropello de los más bajos y viles.

Ejemplos tales de osadía y temeridad se vieron en Corcira, porque los vencedores ejecutaban las cosas más por fuerza e ingenio que por derecho y razón, tomando venganza de los castigos injustos que habían impuesto los grandes a ellos y a sus amigos. Eso mismo hacían los pobres que querían enriquecerse y los que codiciaban los bienes ajenos, pensando alcanzarlos por vías ilícitas, una de las principales causas de estos males. Los que no se movían por avaricia sino por ignorancia, mostraban más ira, pensando que les era lícito todo lo que hacían furiosos y sin freno, porque esta manera de vivir turbulenta y desordenada vencía todas las leyes y fueros, y la naturaleza del hombre, que antes estaba acostumbrada a obedecerlas, daba a entender que las quería violar voluntariamente, pues mostrándose más débil que la ira del vulgo y más poderosa que las leyes, era enemiga de los que tenían bienes y hacienda, prefiriendo la venganza a la justicia, y el robo a la inocencia; y por envidia a los poderosos y deseo de venganza violaba las leyes, en las cuales todos deben esperar su salvación, sin reservarse otro medio para ayudarse en los peligros.

Todos estos males ocurrieron en Corcira antes que en las otras ciudades de Grecia, cuando Eurimedonte estaba allí con su armada. Al ausentarse ésta, los que habían huido de la ciudad, que serían unos quinientos, tomaron los fuertes que estaban en tierra firme, recobraron todas sus tierras e hicieron muchas entradas en la isla, robando y talando la tierra y causando muchos daños, por los que la ciudad sufrió gran falta de víveres. Después enviaron sus embajadores a los lacedemonios y a los corintios, pidiéndoles ayuda para tomar la ciudad, mas viendo que no se las daban, reunieron algunos barcos y soldados extranjeros, hasta seiscientos, con los cuales pasaron a la isla. Al saltar en tierra quemaron todos sus navíos para no tener esperanza de volver, y ocuparon la montaña de Istona, donde se hicieron fuertes dominando en la tierra y haciendo mucho daño a los que estaban en la ciudad.

XIII

Al fin de aquel verano[67] los atenienses enviaron veinte barcos a Sicilia, al mando de Laques, hijo de Melanopo, y de Caréadas, hijo de Eufileto, porque los siracusanos tenían guerra contra los leontinos y estaban confederados en Grecia con todas las ciudades de la tierra de Doria, excepto con los de Caramina, y los dorios tenían alianza con los lacedemonios antes que comenzasen la guerra, aunque no fueron en su compañía. También los locros tenían amistad en Italia, y los leontinos por amigos a los calcidenses y camarinos.

En Italia, los de Reggio, que eran de su nación y deudos, como aliados de los leontinos, pidieron a los atenienses, así por la antigua amistad, como porque eran jonios de nación, que les enviasen de socorro algunas naves para su defensa contra los siracusanos, sus comarcanos, que les querían impedir el comercio por mar y tierra. Los atenienses otorgaron su demanda y enviaron sus barcos so color de la amistad que tenían con ellos, aunque a la verdad, más era para estorbar que viniesen víveres de Sicilia al Peloponeso, y por si podían conquistar Sicilia.

Al llegar la armada de los atenienses a Reggio comenzó la guerra contra los sicilianos en compañía de los de Reggio, pero sobrevino el invierno que la interrumpió.

Al principio del invierno se recrudeció en Atenas la peste, que nunca había cesado del todo sino por intervalos de tiempo; esta vez duró un año, y antes había durado dos sin interrupción; que fue la cosa que más debilitó y quebrantó las fuerzas y poder de los atenienses. En esta postrer epidemia murieron más de cuatro mil y trescientos hombres de armas, y trescientos de a caballo, sin lo restante del pueblo, que fue gente innumerable.

También hubo grandes y repetidos terremotos, así en Atenas como en Eubea y en toda Beocia, pero mucho más en Orcómeno.

En este mismo invierno, los atenienses quedaron en Sicilia con los de Reggio con treinta barcos, atacaron las islas de Eolo, en Sicilia, haciéndolo en invierno porque en verano no hay agua fresca en ellas.

Estas islas las habitan los liparenses, que traen su origen de Cnido, y principalmente moran en una de ellas, llamada Lipara, que no es muy grande, y desde la cual pasan a las otras, que son Didima, Stróngila y Hiera, para cultivarlas. En Hiera creen los moradores que el dios Hefesto tiene sus fraguas, porque de noche ven salir gran fuego y de día gran humo. Todas estas tierras están situadas en la parte de Sicilia y tierra de Mesena y entonces seguían el partido de los siracusanos, por lo que los atenienses y los de Reggio, de consuno, les atacaron; y viendo que no se rendían arrasaron las tierras y se volvieron a Reggio. Este fin tuvo el quinto año de la guerra, que escribió Tucídides.

Al principio del verano[68] siguiente, los peloponenses y sus aliados se reunieron otra vez para entrar en Ática, y llegaron hasta el Estrecho del Peloponeso, al mando de Agies, hijo de Arquidamo, rey de los lacedemonios. Mas al sentir los terremotos diarios se retiraron sin entrar en la tierra. Estos terremotos fueron tan grandes, que en Eubea el mar creció hasta anegar la mayor parte de la ciudad de Orobias, y aunque bajaron las aguas, siempre quedó sumergida parte de ella, ahogándose o peligrando los habitantes que no tuvieron tiempo para subir a lo más alto. Igual inundación hubo en la isla de Atalanta, junto a la tierra de los locros, en la cual se anegó y cayó una parte del castillo que los atenienses tenían, y de dos barcos que había en el puerto, uno dio en tierra de manera que fue destrozado. También la hubo en la ciudad de Pepareto, pero no se anegó nada, sino que el terremoto derrocó una parte de la muralla con el palacio y otras muchas casas.

Las causas de estas inundaciones fueron a mi parecer los temblores de tierra, porque de la parte que tembló más reciamente sacudió y lanzó la mar, la cual, a su retorno, con gran fuerza e ímpetu causaba tales avenidas.

En este mismo verano[69] ocurrieron algunos hechos de guerra en Sicilia, así por parte de los extraños como por los mismos de la tierra, y principalmente por los atenienses y sus aliados. Los más memorables de que tengo noticia fueron éstos: Siendo Cariades, capitán de los atenienses, muerto en batalla por los siracusanos, Laques, que quedaba por capitán de la armada, fue con su gente de guerra derechamente contra la ciudad de Milas en tierra de Mesena, donde había dos capitanías de los mesenios. Estos hicieron una emboscada y salieron contra los atenienses y sus aliados quienes los dispersaron, pusieron en huida y mataron muchos. De este hecho quedaron tan amedrentados los de la ciudad, que viendo venir a los atenienses y sus aliados hacia ella, se rindieron con ciertas condiciones y les dieron rehenes y toda clase de seguridades.

También este verano los atenienses enviaron treinta barcos a la costa del Peloponeso a las órdenes de Demóstenes, hijo de Alcístenes, y de Procles, hijo de Teodoro y otras sesenta contra la isla de Melos, con dos mil combatientes, mandadas por Nicias, hijo de Nicérato, porque los melios negaban obediencia a los atenienses, y no querían contribuir para las guerras. Mas después que les talaron las tierras, los hicieron venir por la fuerza a partido, y desde allí pasaron a Oropo, que está frente a esta isla en tierra firme. Llegados a este puerto, casi de noche, salieron todos armados de sus naves y fueron directamente a la ciudad de Tanagra, que está en Beocia. Por tierra llegó también gran hueste de los atenienses al mando de Hipónico, hijo de Calias, y de Eurimedonte, hijo de Tucles, los cuales, al juntarse con sus compañeros de mar, plantaron su campo delante de la ciudad, donde estuvieron todo aquel día haciendo muchos males en la tierra. Al día siguiente salieron contra ellos los de la ciudad con algún socorro que les había llegado de Tebas, mas los atenienses les hicieron retroceder mal de su grado, mataron muchos y los vencieron, y de las armas y despojos que les tomaron levantaron trofeo en señal de la victoria delante de la ciudad. Después volvieron al punto de salida, los unos a las naves y los otros a la ciudad, y los que iban con Nicias, después de robar la tierra, se embarcaron regresando a sus tierras.

En este mismo tiempo, los lacedemonios fundaron la ciudad de Heraclea, en tierra de Traquinia, y la poblaron con gente de su nación, por lo cual los milieos están divididos en tres pueblos: los paralios, los irieos y los traquinios. Estos traquinios, molestados con guerras por sus vecinos los de Eta, fueron de parecer al principio de llamar a los atenienses en su ayuda; pero no fiándose de ellos completamente, enviaron también a Tisámeno como embajador a los lacedemonios, que igualmente fue en representación de los habitantes de la Dóride, ciudad metropolitana de aquéllos, y acometida por los mismos de los de Eta. Los lacedemonios, oída su embajada, determinaron enviar gente de su nación a que poblasen una ciudad, así para defensa de los traquinos y dorios, como porque les pareció que les vendría muy a propósito para la guerra con los atenienses, a causa de que desde la ciudad de Heraclea hasta Eubea había poco trecho de mar de pasar, y por tanto, podrían sin peligro organizar allí su armada contra los de Eubea, teniendo además muy buena guarida para cuando quisiesen ir a Tracia. Por estas razones procuraron fundar allí aquella ciudad, y primeramente lo consultaron con el Oráculo de Apolo, cuyo templo está en Delfos, el cual les otorgó su demanda. Enviaron sus pobladores, así de sus tierras como de las de sus vecinos y comarcanos, mandando pregonar públicamente que darían licencia a todos los que quisiesen ir a morar en ella, excepto a los jonios y a los aqueos.

Para fundar y poblar esta ciudad dieron el encargo a tres de sus ciudadanos, Leonte, Alcidas y Dagamón, quienes, hecho el repartimiento de la tierra entre los que fueron a poblar, cercaron la ciudad de muralla y ahora se llama Heraclea, que dista de los montes de Termópilas cuarenta estadios, y de la mar medio estadio. Allí comenzaron a construir atarazanas para tener sus naves junto a Termópilas y su estrecho y estar más seguros.

Fundada esta ciudad, los atenienses al principio tuvieron algún temor, viendo que estaba cerca la isla de Eubea, y que desde allí había muy poco mar que atravesar hasta la ciudad de Ceneón, situada en Eubea; pero ningún daño les sobrevino, a causa de que los tesalios, que dominaban la tierra en cuyos términos se había fundado la ciudad, sospechando ser vecinos que podían llegar a ser más poderosos que ellos, comenzaron a molestar a los nuevos pobladores con guerras, obligando al mayor número a abandonar la ciudad que al principio había sido muy poblada por multitud de gentes de todas partes, esperando que sería lugar seguro y firme por fundarlo los lacedemonios y al poco tiempo quedó con escasos moradores. Culpa de esto tuvieron también los caudillos que los lacedemonios enviaron con los nuevos pobladores, por tratarles mal y desalentarlos en lugar de animarlos contra sus enemigos quienes, con esto, les vencieron más pronto y fácilmente.

XIV

En este mismo verano, al tiempo que los atenienses estaban en Melos, treinta de sus naves que recorrían la costa del Peloponeso arribaron junto a Elómeno, en la región de Léucade y allí en una emboscada mataron y prendieron algunos de los hombres de guerra que estaban de guarnición. Después, con toda la armada fueron sobre Léucade, llevando en su compañía a todos los acarnanios, excepto los eniades y zacintos y cefalonios. Con su armada iban también quince naves de los corcirenses, y con tan gran poder robaban y talaban todas las tierras de Léucade, así las que están dentro del estrecho como fuera y hasta el templo de Apolo, que estaba junto a la ciudad. Mas los ciudadanos de Léucade, a pesar de los daños que sufría su tierra, no osaron salir fuera de su ciudad. Viendo esto, los acarnanios pidieron con grande instancia a Demóstenes, capitán de los atenienses, que los sitiara esperando ganar la ciudad fácilmente y verse así libres y seguros en adelante de estos leucadios, que eran sus antiguos amigos. Mas Demóstenes, que a la sazón daba más crédito a los mesenios, fue persuadido por éstos de que dejase la empresa de Léucade y la emprendiera contra los etolios, teniendo para ello tan buena armada y tan gran poder, así porque estos etolios eran enemigos capitales de los de Naupacto, como porque decían que, siendo vencidos, fácilmente someterían después todo lo restante de Epiro al señorío y obediencia de los atenienses. Y aunque los etolios fuesen muchos y buenos guerreros, parecía a los mesenios que podrían ser vencidos y conquistados pronto porque sus ciudades y villas, no cercadas de murallas, estaban muy distantes entre sí, no pudiendo socorrerse fácilmente y porque los moradores se encontraban mal armados y a la ligera.

Eran de parecer que primeramente fuesen atacados los apodotos y tras ellos los ofioneos y los euritanes, que son la mayor parte de los etolios y eran campesinos, salvajes, fieros y bárbaros en sus costumbres y lenguaje, llamándoseles homófagos, que quiere decir comedores de carne cruda de las víctimas ofrecidas en sacrificio. Vencidos éstos, creían que fácilmente sujetarían a todos los demás. Este consejo pareció muy bien a Demóstenes, así por el crédito que daba a los mesenios, como porque creía que, teniendo consigo los epirotas y los etolios, podía muy bien, sin otra armada de los atenienses, ir por tierra a hacer la guerra a los beocios, tomando el camino de los locros-ozolos hasta Citinión, y por la parte de Dóride, que está a la mano siniestra del monte Parnaso, descendiendo de allí a la tierra de los tocenses que confinan con Beocia. Esperaba inducir a estos tocenses a que les diesen paso por su tierra y ayuda, por la antigua amistad que tenían con los atenienses y si no obligarles a hacerlo por fuerza.

Decidido a ejecutar esta empresa, mandó retirar toda su armada que estaba sobre Léucade y se fue por mar hasta Solión contra la voluntad de los acarnanios, a quienes había comunicado su designio, y viendo que no lo aprobaban; antes les pesaba y se enojaban con él porque no había perseverado en el cerco de Léucade, partió sin ellos con lo restante de la armada, donde iban solamente los cefalonios y los mesenios y con trescientos marinos atenienses que tenía en sus naves, pues los quince navíos de los corcirenses se habían apartado ya de la armada. Partió del puerto de Eneón en la Lócride. Estos locros estaban confederados con los ozolos y obligados, por tanto, a servir y ayudar a los atenienses con todas sus fuerzas cuando hiciesen la guerra a las tierras mediterráneas. El socorro les venía muy a propósito para dicha empresa, porque los ozolos eran vecinos de los etolios, se armaban como ellos y sabían la tierra y la forma que tenían de pelear.

Partido Demóstenes con su armada, arribó al puerto y templo de Zeus en Nemea, donde se dice que fue muerto el poeta Hesíodo por lo naturales, de quienes nada temía porque le profetizó el Oráculo que moriría en Nemea, y él entendió la ciudad de Nemea, siendo aquel lugar el templo de Zeus que tenía por sobrenombre Nemea. Demóstenes partió de este lugar al alba con toda su armada para entrar en Etolia, y el primer día tomó la ciudad de Potidania por fuerza; el segundo la de Crosileón, y el tercero la de Tiquión, donde descansó algunos días y de allí envió los efectos que había tomado a la ciudad de Eupalión en Lócride. Proponíase, después de sojuzgar todo lo restante de esta provincia a su vuelta de Naupacto, ir a conquistar los ofioneos si no se entregaban. Mas los etolios, avisados de su venida, determinaron salir al encuentro y al entrar por sus tierras se reunieron los vecinos y comarcanos, y principalmente los ofioneos que habitan al cabo junto al golfo llamado Meliaco, y los bomieos y los colieos.

Mientras estos pueblos se juntaban, los mesenios, perseverando en el parecer que habían dado a Demóstenes de que los etolios serían fácilmente vencidos, le aconsejaron que partiese de allí lo más pronto posible y podría ganar las ciudades y villas de toda aquella tierra antes que los enemigos acabaran de reunirse. Demóstenes siguió este consejo confiado en su buena fortuna, porque hasta entonces ninguna cosa le había salido mal. Sin esperar el socorro de los locros, que le era bien necesario por ser ballesteros experimentados en tirar, y, armados a la ligera, fue sobre Egitión y la tomó sin resistencia porque los habitantes la abandonaron, retirándose a los montes alrededor de la ciudad, situada en un cerro a ochenta estadios distante del mar. Ya todos los etolios habían llegado, alojándose en diversos lugares de las montañas, y todos a una vinieron a dar sobre los atenienses y sus aliados por todas partes con muchos tiros de dardo y de piedra. Cuando éstos revolvían sobre ellos se guarecían en las breñas, y cuando se retiraban los seguían. Duró gran rato esta escaramuza, en la cual los atenienses llevaban la peor parte, así cuando acometían a los contrarios como cuando se defendían de ellos, aunque mientras los suyos tuvieron abundancia de dardos se defendieron muy bien. Los etolios, armados a la ligera, cuando veían ir hacia ellos los flecheros contrarios, se retiraban; pero muerto el capitán de los flecheros, los que quedaban, muy cansados y apremiados por los enemigos, volvieron las espaldas y se pusieron en huída y lo mismo hicieron los atenienses que allí quedaban con sus aliados y compañeros. Huyendo todos sin orden, metíanse entre las peñas, rocas y sitios sin salida, no teniendo quien los guiase, porque el mesenio Cromón, que era su caudillo y guía, había muerto en la batalla. Por esta causa hubo muchos muertos en la retirada, pues los etolios, todos armados a la ligera, los seguían al alcance y los herían y mataban sin peligro, teniéndolos atajados y tomados los pasos, de modo que no sabían por donde huir. Algunos que se habían guarecido en las selvas y bosques, sin caminos y senderos, pensaron salvarse, mas los etolios incendiaron los bosques y fueron todos quemados. No había especie de muerte y de huida que no se viese entonces en el ejército de los atenienses, y con gran dificultad escaparon muy pocos vivos de la batalla, salvándose en Eneón, que está en Lócride, de donde habían partido. Murieron de los aliados gran número y de los atenienses ciento veinte hombres de los mejores guerreros de todo el ejército, entre ellos Procles, uno de los capitanes.

Pasada esta derrota, los atenienses vencidos reconocieron la victoria a los contrarios y recibieron sus muertos para darles sepultura, volviendo a Naupacto y desde allí a Atenas. Demóstenes, su caudillo y capitán, se quedó en los lugares cercanos a Naupacto por temor a los atenienses a causa de esta derrota.

En este mismo tiempo, los atenienses que andaban por la costa de Sicilia navegando, aportaron a Locros, saltaron a tierra y tuvieron un encuentro con los locros, siendo éstos vencidos en un paso que guardaban, tomándoles la villa de Peripoleon, situada junto al río Alece.

XV

Aquel mismo verano, los etolios, cuando supieron la empresa de los atenienses contra ellos, enviaron como embajadores a los lacedemonios y a los corintios a Tólofo, a Boriades y a Tisandro, para pedirles auxilio contra la armada de los atenienses que había llegado a Naupacto. Los lacedemonios les enviaron tres mil hombres de sus aliados, todos muy bien armados, entre los cuales había quinientos soldados de la ciudad de Heraclea, fundada y poblada por ellos. De este ejército fue capitán Euríloco y le dieron por compañeros a Macario y a Menedatio, todos tres espartanos.

Reunida su hueste junto a Delfos, Euríloco envió un heraldo a los locros y a los ozolos pidiéndoles que le enviasen su gente de socorro, porque querían ir desde allí a Naupacto, y también lo hacía por atraer a su devoción a estos locros y ozolos y apartarlos de la amistad con los atenienses como ya había apartado a los de Anfisa, que por odio y temor a los tocenses se habían rendido los primeros y les habían dado rehenes. Esto indujo a todos los otros a rebelarse contra los atenienses, porque estaban muy amedrentados de ver el gran ejército de los lacedemonios. Los primeros fueron sus vecinos de Mionia y comarcanos de los locros por donde su tierra no es accesible, y tras ellos los ipneos, los mesapios, los triteos, los caleos, los tolofonios, los hesios, los eanteos, todos los cuales fueron a esta guerra con los peloponenses.

Algunos no quisieron ir, como los de Olpe y dieron rehenes. Otros no quisieron hacer lo uno ni lo otro, como los hieos, hasta que una villa suya nombrada Polis, fue tomada por fuerza.

Habiendo Euríloco ordenado todas las cosas necesarias para la guerra y enviados los rehenes que tenía de todos a la villa de Citinión en Dóride, dirigióse con su ejército por tierra de los locros para ir a la ciudad de Naupacto y en el camino ganó por fuerza la villa de Eneón, que era de los locros, y la de Eupolión, que no se quiso rendir de grado. Ya que estaba bien adentro en territorio de Naupacto, llegó el socorro de los etolios y todos juntos comenzaron a robar y talar la tierra y las villas y lugares que no estaban cercados. Después fueron contra la ciudad de Molicrión, pueblo de los corintios, aunque seguía el partido de los atenienses, y la tomaron.

Estaba a la sazón en aquella parte de Naupacto Demóstenes, capitán de los atenienses, que, como arriba contamos, se había quedado allí después de la derrota en Etolia por temor a los atenienses. Cuando supo la venida de los enemigos fue derecho a los acarnanios, e hizo tanto con ellos que les persuadió le diesen mil hombres de guerra de ayuda, los cuales metió por mar dentro de la ciudad de Naupacto, no sabiendo cómo podría defenderla por ser muy grande en circuito y tener poca gente de guarnición. Este socorro le dieron los acarnanios de mala gana a causa del enojo que tenían, porque no había querido ir sobre Léucade, como le rogaron antes.

Cuando Euríloco supo que el socorro de los atenienses estaba dentro de la ciudad y que no la podría tomar, partió con su ejército y sin volver al Peloponeso fue derechamente a Eólide, que ahora llamamos Calidón, y a Pleurón y a otros lugares cercanos de la Etolia. Estando allí vinieron a él los mensajeros de los ambraciotas y le avisaron que si quería tomar su consejo podría muy bien con su ayuda ganar la ciudad de Argos y todo lo restante de la tierra de Anfiloquia, y tras esto la región de Acarnania; y que hecho esto, podría fácilmente atraer a la alianza de los lacedemonios toda la tierra de Epiro. Con este motivo y con la esperanza de esta empresa, Euríloco no pasó más adelante en Etolia esperando el socorro de los ambraciotas, y entretanto pasó aquel verano.

A la entrada del invierno los atenienses, que estaban en Sicilia con sus aliados y los que eran de su partido contra los siracusanos, sitiaron a Inesa, en cuyo castillo los siracusanos tenían guarnición, mas viendo que no la podían tomar partieron de allí, y al retirarse salieron los que estaban en el castillo y atacaron la retaguardia de los atenienses desbaratándola y matando a muchos.

Pasado esto, Laques y los otros que estaban en las naves, saltaron a tierra en Lócride, junto al río de Caicino, donde se encontraron con los locros que venían en compañía de Proxeno, hijo de Capatón, y los derrotaron, prendiendo trescientos que despojaron y después soltaron.

En este mismo invierno los atenienses, por mandato del Oráculo, purificaron la isla de Delos, que mucho tiempo antes Pisístrato el tirano había purificado, aunque no toda, sino solamente la parte que se ve del templo; fue toda purificada de esta manera. Primeramente mandaron quitar todos los sepulcros de los que sepultaron en Delos y pregonaron que en adelante ninguno pudiese morir ni nacer en toda la isla y los que estuviesen cercanos a la muerte fuesen llevados a la de Renea. Esta isla de Renea está tan cerca de la de Delos, que Polícrates, el tirano de Samos en aquel tiempo, dominó muchas islas de aquella mar, por ser muy poderoso por mar, y habiendo tomado la de Renea hizo una cadena que atraviesa desde ella hasta la de Delos, consagrando toda la isla al dios Apolo. Después de esta última purificación los atenienses establecieron y dedicaron una fiesta solemne, de cinco en cinco años, en honra del dios Apolo, por ser antigua costumbre celebrar allí grandes fiestas, a las cuales iban los jonios y los moradores de las otras islas cercanas con sus mujeres e hijos (como hacen al presente en Éfeso) y en ellas a contiendas, luchas y otros ejercicios y toda clase de juegos, danzas y músicas, como se ve en los siguientes versos de Homero:

Entonces tú, Apolo, en Delos

te estás a placer y holgando

cuando los jonios saltando

con sus mujeres e hijuelos

vienen en danzas cantando.

Que había certamen de música, yendo a contender los músicos, lo significa cuando alabando el coro y danzas de las mujeres de Delos expresa sus loores en estos versos, donde también hace mención de sí, diciendo que era ciego y que moraba en Quío:

Salvo seáis y con vida

tú, Apolo, y tú, Ártemis,

y a todos en mi partida

saludo de buena gana.

Y mirad, os ruego yo,

si acaso os piden razón

de aquel iucundo varón

que por aquí conversó

y con música alegró

a todos el corazón.

Responded luego a la hora,

porque no caigáis en falta:

Fue un varón ciego que mora

en Quío la áspera y alta.

En estos versos Homero significa que antiguamente había en Delos numerosas reuniones de gentes y que se celebraban allí grandes fiestas, aunque después andando el tiempo los insulares y los atenienses dejaron los coros, danzas y bailes, los sacrificios y las contiendas y juegos y todo cesó por las adversidades y miserias, hasta que los atenienses restablecieron entonces los juegos e instituyeron las carreras de caballos, que no se conocían antes en Delos.

XVI

En este invierno los ambraciotas, con su ejército, salieron al campo, según prometieron a Euríloco, y entrando en los términos de Argos en Anfiloquia con tres mil hombres bien armados, tomaron la villa de Olpas que está situada en un collado y tenía un muro muy fuerte por la parte de mar, en la cual los acarnanios, sus primeros fundadores, tenían su tribunal para los pleitos y causas comunes de la provincia, porque no distaba de la ciudad marítima de Argos más de veinticinco estadios. Sabido esto por los acarnanios, enviaron alguna de su gente para socorrer a Argos y por otra parte se fueron a alojar en un lugar llamado Las Fuentes, en Anfiloquia, para impedir que los peloponenses que venían con Euríloco pudiesen pasar a Ambracia y juntarse con los ambraciotas sin que ellos lo supiesen. También enviaron mensajeros a llamar a Demóstenes, capitán de los atenienses que estaba en Etolia, para ser su caudillo, y a Aristocles, hijo de Timócrates, y a Hierofón, hijo de Atimnesto, que mandaban veinte barcos de los atenienses y navegaban por la costa del Peloponeso, para que viniesen a socorrerlos.

Por su parte, los ambraciotas que estaban en Olpas ordenaron que todos los de su ciudad fueran en su ayuda, porque sospechaban que Euríloco no pudiese pasar con su ejército por Acarnania para unirse a ellos, siéndoles forzoso pelear solos con los enemigos, o retirarse con gran pérdida y daño suyo.

Al saber Euríloco y los peloponenses que con él estaban esta empresa de los ambraciotas, partieron del lugar de Proquión, donde tenía asentado su campo, para juntarse con ellos y dejando el camino de Argos, pasaron por el río Aqueloo, caminando por tierras de Acarnania que nadie defendía, y dejando a mano derecha la ciudad de Estrato, donde había buena guarnición y a la siniestra toda la tierra de Acarnania. Cuando pasaron por Fitia y por los confines de Medeón y después por Limnea, lugares todos de Acarnania, entraron en tierra de Argos, que ya no era amiga de los ambraciotas, y atravesando por el monte Tíamo, que es estéril y yermo, llegaron de noche a la ciudad de Argos. Desde allí pasaron entre la ciudad y la tierra de Acarnania rápidamente sin ser sentidos y al amanecer se unieron a los ambraciotas, fijando todos juntos su campo delante de la ciudad llamada Metrópolis.

Pocos días después, las veinte naves de los atenienses que venían en socorro de los argivos, arribaron al golfo de Ambracia, e inmediatamente Demóstenes, con doscientos mesenios muy bien armados y sesenta arqueros atenienses y con los soldados que venían para guarda de las naves, salieron a campaña hacia Olpas. Por su parte, los acarnanios y algunos de los anfiloquios, porque los demás estaban ocupados contra los ambraciotas, al llegar a Argos se aprestaron para ir contra sus enemigos, pero al saber la llegada de Demóstenes en su ayuda, se unieron con él y le hicieron su caudillo con los otros capitanes de su tierra, sentando el campo junto la villa de Olpas y cerca de los enemigos, de los que sólo les separaba una peña grande y así estuvieron cinco días unos y otros sin hacerse mal ninguno. Al quinto día se aprestaron a la batalla, pero por ser los peloponenses mucho más en número, Demóstenes, temiendo le cercaran, organizó una emboscada en un valle hondo, cubierto de espesuras, de cuatrocientos hombres armados de armas gruesas y a la ligera y mandóles que cuando viesen trabada la batalla saliesen de la celada y viniesen a dar con gran ímpetu sobre los enemigos por la espalda. Los demás los repartió en seis escuadrones en orden para pelear como mejor le pareció, quedando él en el ala derecha con los mesenios y los pocos soldados atenienses que tenía, y a la siniestra puso a los acarnanios según venían armados y con ellos los anfiloquios, todos tiradores y ballesteros.

De la parte contraria, los peloponenses y los ambraciotas estaban mezclados, excepto los mantineos, que venían todos en el ala izquierda y a vanguardia de ella, porque en la extrema izquierda se había puesto Euríloco con los suyos, por tener de frente a Demóstenes. Comenzada la batalla en este orden y cuando todos vinieron a las manos, viendo los cuatrocientos que estaban en emboscada que los peloponenses de la izquierda cercaban y trabajaban por encerrar a los atenienses, dieron sobre ellos por la espalda de tal manera que sus enemigos no pudieron sostener el ímpetu de los contrarios, siendo desbaratados. Al ponerse en huída mostraron el camino a la mayor parte de sus compañeros del ala derecha para que huyesen también, pues al ver aquéllos al escuadrón que guiaba Euríloco, que era el más fuerte, desbaratado, perdieron ánimo para defenderse y los mesenios que iban con Demóstenes procuraron fatigar a sus enemigos. No por esto los ambraciotas, que estaban a la derecha de los peloponenses, se mostraron menos animosos, sino que vencieron a los contrarios, los hicieron huir y fueron a su alcance hasta Argos. Estos ambraciotas son en verdad muy valientes y más belicosos que todos sus vecinos. Al volver a la persecución, viendo a casi todos sus compañeros desbaratados y vencidos y que los enemigos iban contra ellos, se retiraron con gran pérdida y no sin trabajo se salvaron dentro de Olpas. Muchos fueron muertos al retirarse por ir dispersos, excepto los mantineos, que lo hicieron en orden. Duró la batalla hasta la noche, que separó a los contendientes.

Al día siguiente Menedeo, que había sido la noche antes elegido caudillo en lugar de Euríloco y Macario, que murieron en la batalla, se halló muy perplejo, no sabiendo qué hacer, pues por haber sido muy grande la pérdida por su parte, no había manera de poder defender la villa, que estaba cercada por mar y por tierra, ni de retirarse sin gran daño. Acordó, por tanto, parlamentar con Demóstenes y los capitanes de los acarnanios; pedirles sus muertos para sepultarlos y licencia para que la gente de guerra que estaba dentro de la villa pudiese salir y marcharse con su bagaje. Los capitanes atenienses le otorgaron los muertos, hicieron enterrar también los que habían muerto de su parte, que serían hasta trescientos, y levantaron trofeo en señal de victoria; pero la licencia para salir de la villa no se la quisieron otorgar abiertamente, antes lo rehusaron en público a todos, aunque en secreto la dieron a los mantineos, a Menedeo, a todos los capitanes peloponenses y a otros hombres de su nación, procurando por este medio privar a lo ambraciotas de todos los soldados extranjeros que les ayudaban e infamar a los lacedemonios y peloponenses entre todos los griegos como traidores, que hacían conciertos aparte sin comprender en ellos a sus aliados.

Habiendo los de la villa sepultado sus muertos lo mejor que pudieron en aquel apuro, los que tenían licencia para salir trataron secretamente la manera de irse. Entretanto avisaron a Demóstenes y a los acarnanios, que los ambraciotas que habían partido de su ciudad para socorrer a los suyos que estaban en Olpas, según se les mandó, estaban en camino por tierra de Anfiloquia, sin saber la derrota de los suyos, y envió parte de su ejército para que les atajase el paso y ocupase los lugares más fuertes, y las demás fuerzas que quedaron las repartió y puso en orden para socorrer a los primeros y dar de pasada sobre los ambraciotas.

Entretanto, los mantineos y los que habían hecho tratos para marcharse, se salían de la villa pocos a pocos fingiendo que iban a coger hortaliza y leña al campo, y cuando estaban algún tanto alejados daban a correr hacia el campo de los enemigos. Viendo esto los ambraciotas, que asimismo habían salido a coger hierbas y leña, los seguían, también corriendo por alcanzar a sus compañeros. Entonces los soldados acarnanios, que no sabían nada de los conciertos secretos que Demóstenes y sus capitanes habían hecho con los peloponenses, creyendo que todos los que salían de la villa se iban sin licencia empezaron a perseguirlos, y porque ciertos capitanes que allí se hallaban les querían estorbar que los siguiesen, diciendo que aquéllos tenían licencia y salvoconducto para irse, se atrevieron algunos soldados a herirlos, pensando que les mentían y que había traición; pero al fin, sabiendo que los peloponenses tan sólo tenían salvoconducto, los dejaban ir y mataban a los ambraciotas, aunque había grandes cuestiones para diferenciar quién era ambraciota y quién peloponense. En esta revuelta hubo más de doscientos muertos, los otros todos se salvaron con gran dificultad en la cercana villa de los agraos, donde fueron recogidos por Salintio, rey de aquella tierra, que era su amigo.

Los ambraciotas que venían de su ciudad en socorro de éstos llegaron a un lugar llamado Idómena, en el cual había dos collados; tomaron de noche el mayor los que Demóstenes enviara delante sin que los ambraciotas lo supiesen, pues habían ocupado ya el menor, donde se alojaron y estuvieron todo aquel día y la noche siguiente sin sospechar mal alguno. Avisado Demóstenes de su venida, partió del campamento al anochecer con su ejército, llevando la mitad consigo y la otra mitad mandó que marchase por los montes de Anfiloquia, e hizo tal y tan buena diligencia, que al rayar el alba vino a dar sobre los enemigos, que halló dormidos y muy seguros, como hombres que no sabían nada de la pasada derrota. Cuando los ambraciotas sintieron a la gente de Demóstenes, pensaron que eran de los suyos, porque Demóstenes, con astucia para poderlos mejor engañar, había hecho marchar los primeros a los soldados mesenios mandándoles que hablasen en dialecto dorio con los centinelas que hallasen, y así lo hicieron, de modo que los enemigos fuesen de los suyos por la lengua y porque no los podían ver bien, por no ser aún muy de día, hasta tanto que todo el ejército de Demóstenes se reunió y entonces todos a una atacaron a los ambraciotas con tanto ímpetu, que mataron muchos y los demás huyeron, aunque de éstos el mayor número fueron muertos, porque se encontraban con los anfiloquios que tenían tomados los pasos, sabían muy bien la tierra e iban armados a la ligera, de modo que alcanzaban pronto a los ambraciotas, armados con armas pesadas. Los que querían huir por otros caminos y senderos, iban a dar en rocas y peñas altas, donde los enemigos tenían puestas su celadas y allí los cogían y mataban. Algunos de ellos, buscando por donde escapar, llegaron a la orilla del mar que estaba cerca, y perseguidos por sus contrarios, al ver los barcos de los atenienses que iban costeando, se lanzaban al agua y a nado iban hacia ellos; porque, sabiendo que eran de sus contrarios, preferían caer en sus manos y no en poder de los bárbaros o de los anfiloquios, que eran sus enemigos mortales. De esta manera fueron vencidos y desbaratados los ambraciotas y casi todos muertos, excepto algunos pocos que se salvaron dentro de Olpas.

Después de esta derrota, los acarnanios despojaron los muertos, levantaron trofeo en señal de victoria y volvieron a la ciudad de Argos, donde al día siguiente llegó un heraldo de parte de los ambraciotas que se habían refugiado en el territorio de los agraos. Llevaba el encargo de pedirles los cuerpos de los suyos que habían sido muertos en el primer encuentro cuando salieron de Olpas con los peloponenses sin licencia. Viendo este heraldo el campo lleno de muertos, se maravilló de dónde podía ser tanta mortandad, no sabiendo nada del postrer encuentro y creyendo fuesen los cuerpos de otros aliados, hasta que uno de los enemigos, suponiendo que el heraldo iba de parte de los que habían sido derrotados en Idómena, le preguntó por qué se maravillaba y cuántos pensaban que hubiesen muerto de los suyos, el heraldo respondió que cerca de doscientos, a lo que replicó el otro: «¿No ves que en este trofeo hay armas y pertrechos, no solamente de doscientos, sino de más de mil que han sido muertos?» Entonces dijo el heraldo: «¿No son de los que venían en nuestro escuadrón?» Respondió el otro: «Sí, son ciertamente los mismos que ayer fueron vencidos en Idómena.» «¿Cómo puede ser eso?», preguntó el heraldo, «nosotros no peleamos ayer, sino que anteayer fueron muertos éstos a la salida de Olpas, porque iban sin salvoconducto.» «Ciertamente», respondió el otro, «nosotros peleamos aquí ayer contra los que habían salido de la ciudad de Ambracia para socorrer a los que estaban en Olpas.» Oído esto por el heraldo y viendo la gran mortandad de los que habían venido de Ambracia en su ayuda, quedó más espantado y llorando muy atónito por tantos males como les ocurrían, se volvió sin hacer nada ni acordarse de pedir los muertos. Porque a la verdad esta fue una de las mayores pérdidas de gente que hubo en tan pocos días en toda aquella guerra, y no he querido escribir aquí el número de los muertos porque parecerá increíble y más grande que conviene a la importancia de aquella ciudad. Una cosa sabré decir de cierto, que si los acarnanios y anfiloquios hubieran querido creer a Demóstenes y a los atenienses, tomaran entonces la ciudad de Ambracia por fuerza, pero temieron que si los atenienses la poseían por suya serían peores vecinos que los otros.

Después de la victoria repartieron entre sí los despojos, de los cuales los atenienses llevaron la tercera parte y las otras dos las dividieron entre las ciudades confederadas. Los atenienses no gozaron de ellos mucho tiempo, porque a su vuelta por mar se los quitaron en el camino. Los trescientos arneses enteros que se ven colgados en los templos de Ática fueron los que cupieron a Demóstenes por su parte sola, que ofreció después de su entrada, la cual pudo hacer más seguramente y con más honra por causa de esta victoria que no antes por las pérdidas que sufrió en Etolia, según arriba contamos.

Cuando las veinte naves de los atenienses volvieron al puerto de Naupacto y Demóstenes con su ejército vino a Atenas, los acarnanios y los anfiloquios pactaron treguas con los ambraciotas por medio de Salintio, rey de Agreda, para que durasen cien años, y dieron seguridad a los peloponenses que se habían acogido a Agreda mezclados con los ambraciotas, para que volviesen a su tierra. La forma y conciertos de las treguas fueron éstos: que los ambraciotas no fuesen obligados a hacer la guerra contra los peloponenses por los acarnanios, ni los acarnanios por los ambraciotas contra los atenienses, quedando sólo obligados a ayudarse mutuamente para la defensa de su tierra. Que los ambraciotas restituyesen a los anfiloquios las villas y lugares que tenían de ellos y que en adelante no diesen ayuda ni favor alguno a los de Anactarión, que eran enemigos de los acarnanios. Con este convenio dejaron las armas y se apartaron de la guerra.

A los pocos días llegó Jenoclidas, hijo de Euticles, con trescientos hombres que los corintios enviaban en socorro de los ambraciotas, el cual, con gran dificultad, había podido pasar por tierra de Epiro.

Así sucedieron las cosas en Ambracia. En este invierno los atenienses, que andaban por la costa de Sicilia, saltaron en tierra y entraron en los confines de Himera, por la parte de mar, con los sicilianos que venían por los montes, y habiendo hecho allí algunos daños pasaron por las islas de Eolo y volvieron Reggio, donde hallaron a Pitódoro, a quien los atenienses habían enviado para caudillo de aquella armada en lugar de Laques, porque los tripulantes y los sicilianos que estaban con ellos pidieron a los atenienses mayor socorro, a causa de que siendo los siracusanos más poderosos por tierra, les era necesario ser tan fuertes por mar, que pudieran contrarrestar a sus enemigos. Por esto los atenienses determinaron aparejar cuarenta naves para enviar socorro a sus compañeros, pensando que así la guerra acabaría allí más pronto. De esta armada enviaron primero unas pocas naves con Pitódoro para que supiese el estado de las cosas, y después debían enviar a Sófocles, hijo de Sostrátides, con las demás. Llegó Pitódoro, tomó el cargo de Laques y fue por mar al fin del invierno a socorrer a los que estaban en el cerco de Locros, que Laques había tomado antes, mas siendo allí vencido en batalla por los locros, regresó.

En la primavera siguiente salió fuego del monte Etna, que es el mayor de toda Sicilia, según otras muchas veces había salido antes, y quemó alguna parte de la tierra de los catanios, que está situada al pie de este monte. Decían los moradores de la tierra, que en cincuenta años no había salido en tanta abundancia, y que ésta era la tercera vez que aquello sucedía en Sicilia, después que los griegos fueron a habitarla.

Tales cosas ocurrieron en aquel invierno, fin del sexto año de la guerra que escribió Tucídides.