I
La guerra entre atenienses y peloponenses comenzó por los medios y ocasiones arriba dichos, y asimismo entre los aliados y confederados de ambas partes, la cual continuó después de comenzada, sin que pudiesen contratar los unos ni los otros sino mediante farautes y salvo conducto. Escribiremos, pues, de ella, y contaremos por orden lo que pasó así en el verano como en el invierno. Empezó quince años después de los tratados de paz que habían hecho por treinta años, cuando tomaron a Eubea, que fue a los cuarenta y ocho años del sacerdocio de Crisis en la ciudad de Argos, siendo éforo en Esparta Enesio, y Presidente y Gobernador en Atenas Pitidoro, seis meses después de la batalla que se dio en Potidea, al principio de la primavera.[40] Y en este tiempo algunos tebanos, que serían en número de trescientos, llevando por sus capitanes dos caballeros beotarcas de los más principales, llamados el uno Pitangelo, hijo de Filidas, y el otro, Diemporo, hijo de Onetóridas, entraron por sorpresa una noche al primer sueño en la ciudad de Platea, situada en tierra de Beocia, y a la sazón confederada con los atenienses. Pudieron hacerlo por tratos e inteligencias con algunos de la ciudad que les abrieron las puertas, que fueron Nauclides y su compañeros, los cuales querían entregarla a los tebanos, esperando por esta vía destruir la influencia de algunos ciudadanos que eran enemigos suyos, y también por su provecho particular. Para los tratos sirvió de mediador Eurímaco hijo de Leontiadas, que era el hombre más principal y más rico de Tebas.
Los tebanos, conociendo que en todo caso la guerra se había de hacer contra los atenienses, quisieron antes que se declarase tomar aquella ciudad, que siempre había sido su enemiga; y por este medio entraron en ella fácilmente sin ser sentidos de persona alguna, porque no había guardia y llegaron hasta la plaza; no pareciéndoles entonces poner por obra lo que habían otorgado a los ciudadanos que les facilitaron la entrada, que era ir a destruir las casas de sus enemigos particulares, antes hicieron pregonar que todos aquellos que quisiesen ser aliados de los beocios y vivir según sus leyes, acudieran allí y trajesen sus armas, esperando que por esta vía atraerían a los ciudadanos a su voluntad. Cuando los de Platea sintieron que los tebanos estaban dentro de su ciudad, temiendo que fuesen más los que habían entrado (porque no los podían ver por ser de noche), aceptaron su petición, fueron a ver y hablar con ellos, y viendo que no querían hacer novedad alguna, se sosegaron. Después, andando en los tratos, conocieron que eran muy pocos, y determinaron acometerlos porque los platenses se apartaban de mala gana de la alianza con los atenienses. Para no ser vistos si se juntaban por las calles, horadaron sus casas por dentro y pasaron de unas a otras; así en poco rato se hallaron todos juntos en un lugar, pusieron muchas carretas atravesadas en las calles que les sirviesen de trincheras e hicieron otros reparos que les parecieron convenientes y necesarios en aquel momento. Juntos todos, y casi una hora antes del día, salieron de su estancia y vinieron a dar sobre los tebanos, que aún estaban en el mercado esperando. Salieron de noche temiéndose que si los acometían de día se defenderían mejor y con más osadía que no de noche estando en tierra extraña y no teniendo noticia del lugar, según que por experiencia se mostró. Porque viéndose los tebanos engañados y que cargaban sobre ellos, tentaron dos o tres veces salir por alguna calle, más de todas partes fueron lanzados. Entonces, con el gran ruido que había, así de aquellos que les perseguían como de las mujeres y niños, y otros que les tiraban piedras y lodo desde las ventanas, y también con la lluvia que estaba cayendo, quedaron tan atónitos que se dieron a huir por las calles como podían, sin saber dónde iban a parar, así por la mala noche como por no conocer la ciudad; no pudiendo salvarse por ser tan perseguidos y también porque uno de los ciudadanos acudió prontamente a la puerta por donde habían entrado, la única que estaba abierta, y la cerró con una gran tranca en lugar de cerrojo, de manera que los tebanos no pudieron salir por allí. Algunos de ellos subieron sobre las murallas y se arrojaron por ellas pensando salvarse, de los cuales murió el mayor número. Otros llegaron a una puerta que no tenía guardas, y con una hoz que les dio una mujer quebraron la cerradura y se salieron, aunque éstos fueron muy pocos, porque los vieron en seguida. Los que andaban por las calles, como los que quebrantaron la cerradura, fueron a parar a un edificio grande que estaba junto a los muros, cuya puerta hallaron por acaso abierta, y pensando que fuese alguna de las puertas de la villa y que se podrían salvar, entraron por ella. Entonces, viendo los ciudadanos que todos estaban encerrados, discutieron si les pondrían fuego para quemarlos a todos juntos, o si los matarían de otra manera. Mas al fin aquellos y todos los otros que andaban por la villa se rindieron con sus armas a merced de los de la ciudad.
Entretanto que esto pasaba en la ciudad de Platea, los otros tebanos que habían de seguir de noche con toda la gente a los que primero habían entrado para ayudarles si fuese menester, tuvieron nuevas en el camino de que los suyos habían sido desbaratados y perseguidos apresuráronse lo más que pudieron acudir en su socorro, mas no pudieron llegar a tiempo, porque de Tebas a Platea hay noventa estadios, y la lluvia grande que había caído aquella noche les detuvo; además el río Asopo, que habían de atravesar, a causa de la mucha agua que había caído, estaba malo de pasar a vado. De modo que cuando pasaron a la otra parte y fueron avisados de que los suyos, que entraron primero en la ciudad, habían sido todos muertos o presos, celebraron consejo entre sí para acordar si prenderían a todos los de Platea que estaban fuera de la ciudad, que serían muchos, y asimismo gran número de bestias, ganado y bienes muebles, a causa de que aún no estaba declarada la guerra, para con esta presa rescatar los prisioneros de los suyos que quedaron vivos dentro de la ciudad. Estando en esta consulta, los platenses, sospechando lo que tramaban, les enviaron un faraute para demostrarles que habían hecho lo que debían al querer tomarles por sorpresa su ciudad durante la paz, y para declararles que si hacían daño a los ciudadanos que estaban en el campo, matarían todos los prisioneros tebanos que tenían; pero que si se iban fuera de sus tierras sin injuriarles, se los entregarían vivos; jurándolo así, según afirman los tebanos, aunque los de Platea dicen que no les prometieron darles inmediatamente sus prisioneros, sino después de hecho el convenio, y esto sin juramento. De cualquier manera que sea, los tebanos partieron para su ciudad sin hacer daño en tierra de los platenses; y los platenses, después de traer a la ciudad todo lo que tenían en los campos, mandaron matar los prisioneros, que serían cerca de ciento ochenta, entre los cuales estaba Eurímaco, que había convenido la traición. Así hecho, enviaron su mensajero a Atenas y entregaron los muertos a los tebanos, según su promesa, abasteciendo su ciudad de todas las cosas necesarias.
Cuando los atenienses supieron lo que había pasado en Platea, mandaron prender a todos los beocios que se hallasen en tierra de Atenas y enviaron su mensajero a Platea para que no hiciesen mal a ninguno a los tebanos que tenían en prisión hasta que ellos determinasen en consejo lo que debiera hacerse, pues no sabían que los hubiesen muerto, porque el primer mensajero que vino a Atenas partió de Platea cuando los tebanos entraron, y el segundo después que fueron vencidos y presos. Enviaron los atenienses su faraute o trompeta, y cuando llegó halló que todos los prisioneros habían sido muertos. Los atenienses enviaron un ejército a Platea con provisión de trigo para abastecer la ciudad; juntamente con esto dejaron buena guarnición de gente de guerra, y sacaron de la ciudad las mujeres y los niños, y los otros que no eran para tomar las armas.
II
Hechas estas cosas en Platea, y viendo los atenienses claramente las treguas rotas, se aprestaron a la guerra, y lo mismo hicieron los lacedemonios y sus aliados y confederados. Ambas partes enviaron sus embajadores al rey de Media y a los otros bárbaros de quien esperaban ayuda, y procuraban traer a su bando las ciudades de fuera de su señorío. Los lacedemonios encargaron a las ciudades de Italia y Sicilia, que seguían su partido, que hiciesen navíos de guerra, cada cual cuantos pudiese, además de los que tenían aparejados, de suerte que llegasen al número de quinientos, y también que les proveyesen de dinero no cuidando de hacer otros aprestos; que no recibiesen en sus puertos más de una nave de Atenas cada vez, hasta tanto que estuvieran dispuestas todas las cosas necesarias para la guerra.
Los atenienses por su parte, primeramente apercibieron a las ciudades sus confederadas y enviaron sus embajadores a las otras cercanas al Peloponeso, como son Corcira, Cefalonia, Acarnania y Zacinto, porque entendían que si estas ciudades se aliaban con ellos, más seguramente podrían hacer guerra por mar en torno del Peloponeso.
Ninguna de ambas partes fijaba sus pensamientos en cosas pequeñas, ni emprendían la guerra de otra suerte sino como convenía a su autoridad y reputación; y como al principio todos se disponen con ardor a la guerra, muchos jóvenes, así de Atenas como del Peloponeso, de buena gana se alistaban porque no la habían experimentado. Además todas las otras ciudades de Grecia se animaban viendo que las principales se inclinaban a ella.
Había muchos pronósticos, y relataban los oráculos respuestas de los dioses de muchas maneras, así en las ciudades que emprendían la guerra, como en las otras. Y aconteció que en Delos tembló el templo de Apolo, lo cual nunca fue visto ni oído desde que los griegos se acuerdan. Y por las señales que veían juzgaban todo lo venidero y lo inquirían con toda diligencia. La mayor parte se aficionaban antes a los lacedemonios que a los atenienses, porque decían y publicaban que querían dar a Grecia la libertad. De aquí que todos, así en común como en particular, de palabra y de obra, se disponían a ayudarles con tanta afición, que cada cual pensaba que si él no se hallaba presente, la cosa se impediría por su falta. Muchos estaban indignados contra los atenienses: unos porque les quitaban el mando, y otros porque temían caer en su dominio. Así, pues, de corazón y de obra se preparaban de ambas partes. Las ciudades que cada cual tenía por amigas y confederadas para la guerra eran éstas: de parte de los lacedemonios, todos los peloponenses que habitan dentro del estrecho de mar que llaman Istmo, excepto los argivos y los aqueos, que eran tan amigos de los unos como de los otros; y de los aqueos no hubo al principio sino los pelinos que fuesen del partido de los lacedemonios, aunque a la postre lo fueron todos. Fuera del Peloponeso eran de su bando los megarenses, los focenses, los locrenses, los beocios, los ambraciotas, los leucadios, los anactorios. De éstos, los corintios, los megarenses, los siciones, los pelinos, los elienses, los leucadios y los ambraciotas proveyeron de navíos; los beocios, los focenses y los locrenses de gente de a caballo, y las otras ciudades de infantería.
De parte de los atenienses estaban los de Quío, los de Lesbos, los de Platea y los mesenios, que habitan en Naupacto, y muchos de los acarnanios; los corcirenses, los zacintos y los otros que son sus tributarios, entre los cuales eran los cares, que habitan la costa de la mar, y los dorios que están junto a ellos. La tierra de Jonia, los de Helesponto y muchos lugares de Tracia, y todas las islas que están fuera del Peloponeso y de Creta hacia levante, que se llaman Cícladas, excepto Melo y Tera. De éstos, todos los de Quío, Lesbos y Corcira proveyeron de navíos, y los otros todos de gente de a pie. Tal fue el apresto y ayuda de los aliados y confederados de las dos partes.
Volviendo a la historia, los lacedemonios cuando supieron lo que había acaecido en Platea, enviaron un mensaje a sus aliados y confederados para que tuviesen a punto su gente; y prepararon todas las cosas necesarias para salir al campo un día señalado, y entrar por tierra de Atenas. Hecho así, las fuerzas de todas las ciudades se hallaron a un mismo tiempo en el estrecho del Peloponeso, llamado Istmo, y poco después arribaron los otros. Cuando todo el ejército estuvo reunido, Arquidamo, rey de los lacedemonios, que era caudillo de toda la hueste, mandó llamar a los capitanes de las ciudades, y principalmente a los más señalados, y les dijo estas razones:
III
«Varones peloponenses y vosotros, nuestros compañeros aliados y confederados, bien sabéis que nuestros mayores y antepasados hicieron muchas guerras así en tierra del Peloponeso como fuera de ella. Y aquellos de nosotros que somos más ancianos tenemos alguna experiencia de guerra, empero nunca jamás tuvimos tan gran aparato de ella ni salimos con tan gran poder como al presente, que vamos contra una ciudad muy poderosa y donde hay muchos y muy buenos guerreros. Por tanto es justo que no nos mostremos inferiores a nuestros mayores, ni demos vergüenza a la gloria y honra ganada por ellos y por nosotros adquirida, porque a toda la Grecia conmueve esta guerra, y está muy atenta a la mira, esperando y deseando el buen suceso de nuestra parte, por el gran odio que tiene a los atenienses.
»Mas no porque nos parezca que somos muchos en número, y que vamos contra nuestros enemigos con gran osadía, debemos pensar que no osarán salir a pelear contra nosotros, y por esta causa no nos debemos descuidar en ir bien apercibidos; antes conviene que cada cual de nosotros, así el capitán de la ciudad, como el soldado, se recele siempre de caer en algún peligro por su culpa; pues los casos de la guerra son inciertos, de las cosas pequeñas se llega a las más grandes, y hartos vienen a las manos por una pequeña causa por ira. Muchas veces los que son en menor número, porque se recatan de los que son más, los vencen, si aquéllos, por tener en poco a su contrario, van mal apercibidos. Por lo cual, conviene siempre que entrados en tierra de los enemigos, tengamos ánimo y corazón de pelear osadamente, y que venidos al hecho nos apercibamos con recelo y cautela. Haciéndose esto, seremos más animosos para acometer a los enemigos, y más seguros para pelear resistiendo. Debemos pensar que no vamos contra una ciudad flaca y desapercibida incapaz de defenderse, sino contra la ciudad de Atenas, muy provista de todas las cosas necesarias, y creer que son tales que saldrán a pelear contra nosotros; si no fuere ahora, a lo menos cuando nos vieren en su tierra talándola y destruyéndola, porque todos aquellos que ven al ojo y de repente algún mal no acostumbrado, se mueven a ira y saña, y generalmente los menos razonables salen con ira y furor a la obra, lo cual es verosímil hagan los atenienses más que todas las otras naciones, porque se tienen por mejores y más dignos de mandar y dominar a los otros, y de destruir la tierra de sus vecinos antes que ver destruida la suya.
»Vamos, pues, contra una ciudad tan poderosa, a buscar honra y gloria para nosotros y para nuestros antepasados, y para alcanzar ambas cosas seguid a vuestro caudillo, procurando ante todo ir en buen orden y guarda de vuestras personas y hacer pronto lo que os mandaren, porque no hay cosa más hermosa de ver ni más segura, que siendo muchos en una hueste, todos a una vayan dispuestos en buen orden».
Cuando Arquidamo terminó su arenga y despidió a los oyentes, envió ante todas cosas a Melesipo el espartano, hijo de Diacrito, a Atenas, por ver si los atenienses se humillarían más, viéndolos ya puestos en camino. Pero éstos no quisieron admitir a Melesipo en su Senado, ni menos en su ciudad; y le despidieron sin darle audiencia, porque en esto venció el parecer de Pericles, de no admitir faraute ni embajador de los lacedemonios, después que hubiesen tomado las armas contra ellos. Mandaron, pues a Melesipo que saliese de sus términos dentro de un día, y dijese a los que le enviaron que en adelante no les enviasen embajada sin salir primero de los términos de Atenas y volver a sus tierras. Diéronle guías para que no le sucediera ningún percance. Al llegar a los términos de su tierra, cuando querían despedirle los guías, les dijo éstas palabras: «Este día de hoy será principio de grandes males para los griegos».
Llegó Melesipo al campamento de los lacedemonios, y Arquidamo supo por él que los atenienses no habían perdido nada de su altivez; levantó su real, y entró con su hueste en tierras de los enemigos; y por otra parte, los beocios se metieron en tierra de Platea, talándola y robándola con la parte del ejército que no había dado a los del Peloponeso. Y esto lo hicieron antes que los otros peloponenses se juntasen en el estrecho y cuando estaban en camino antes de entrar por tierra de Atenas.
IV
Pericles, hijo de Jantipo, el primero de los diez capitanes de los atenienses, al saber la entrada de los enemigos en tierra de Atenas, sospechando que Arquidamo, porque había sido su huésped en Atenas, vedase a los suyos tocar a las posesiones que tenía fuera de la ciudad, en prueba de cortesía o por agradarle, o de propósito por mandado de los lacedemonios para hacerle sospechoso entre los atenienses, como antes lo había querido hacer, pidiendo que le echasen de la ciudad por estar contaminado de sacrilegio, según arriba contamos, se adelantó y, en pública Asamblea, habló a los atenienses, diciéndoles que no por haber sido Arquidamo su huésped y vivir en su casa, le había de ocurrir a la ciudad mal ninguno, y que si los enemigos quemasen y destruyesen las casas y posesiones de los otros ciudadanos y quisiesen, por ventura, reservar las suyas, las daba y hacía donación de ellas desde entonces a la ciudad, para que no sospecharan de él. Y amonestóles, cual lo había hecho al principio, para que se prepararan a la guerra, trayendo a la ciudad todos los bienes que tenían en el campo, y que no saliesen a pelear, sino que entrasen en la ciudad, la guardasen y defendiesen sus navíos y municiones de mar de que estaban bien abastecidos, que tuviesen bajo su mano y en amistad y obediencia a sus aliados y confederados, diciendo que sus fuerzas todas estaban en éstos por el dinero que adquirían de la renta que les daban, pues principalmente, en caso de guerra, la victoria se alcanza por buen consejo y por la copia del dinero, mandándoles que tuvieran gran confianza en la renta de los tributos de los súbditos y aliados y confederados, que montaba a seiscientos talentos, sin las otras rentas, que tenían en común, y asimismo confiasen en el dinero guardado en su fortaleza, que pasaba de seis mil talentos; pues aunque había reunido nueve mil setecientos, lo que faltaba se había gastado en los reparos de los propileos de la ciudadela, y en la guerra de Potidea. Contaban, además, con gran cuantía de oro y plata sin acuñar, constituida por ofrendas públicas y privadas, los vasos sagrados y otros ornamentos de los templos, utilizados en las procesiones y juegos, despojos que habían ganado a los medos, y otras cosas semejantes que valdrían poco menos de quinientos talentos, y sin contar el mucho dinero que tenían los templos, del cual se podrían servir y aprovechar en caso necesario. Y cuando todo faltase, podían tomar el oro de la estatua de la diosa Ártemis, que se calculaba en cuatrocientos talentos de oro fino y macizo, que les sería lícito tomar para el bien y pro de la República, devolviéndolo íntegramente después de la guerra. Así les aconsejaba que confiasen en su dinero.
En cuanto a la gente de guerra, les mostró que tenían quince mil combatientes armados, sin aquellos que estaban en guarnición en las plazas y fortalezas, que serían más de diez y seis mil; pues tantos eran los que estaban guardándolas desde el principio, entre viejos, mozos y advenedizos, todos con sus armas. Y tenían la muralla llamada Falero, que se extendía desde la ciudad hasta la mar, de treinta y cinco estadios[41] de largo, y el muro que rodeaba la ciudad, de cuarenta y tres en torno, porque la muralla que estaba entre el muro Falero y el que llamaban gran muro, que asimismo se extendía hasta la mar, y era de cuarenta estadios de largo, no tenía guardas, a causa de que los otros dos muros exteriores estaban bien guardados. Por último, se guardaba la fortaleza del puerto llamado Pireo, la cual, con la otra fortaleza vecina llamada Muniquia, tenía sesenta estadios de circuito y en su mitad había guarnición.
Además, contaban mil doscientos hombres de armas y seiscientos ballesteros a caballo. Tal era el aparato de guerra de los atenienses, sin faltar nada, cuando los peloponenses entraron en su tierra.
Otras muchas razones les dijo Pericles como acostumbraba, para mostrarles que llevarían la mejor parte en aquella guerra, las cuales, oídas por los atenienses, fácilmente les persuadieron, metiendo en la ciudad todos los bienes que tenían en el campo. Después enviaron por mar sus mujeres, sus hijos, sus muebles y alhajas, hasta la madera de los edificios que habían derribado en los campos, y sus bestias de carga a Eubea y otras islas cercanas. Esta emigración les fue ciertamente muy pesada y trabajosa, porque de mucho tiempo tenían por costumbre vivir en los campos la mayor parte de ellos, donde tenían sus casas y sus labranzas. Y desde el tiempo de Cécrope y de los otros primeros reyes hasta Teseo, la tierra de Ática fue muy poblada de villas y lugares, y cada lugar tenía su justicia y jurisdicción que llaman Pritaneo, porque viviendo en sosiego y sin guerra no fuera menester la ida del rey para consultar sus negocios, aunque algunos de ellos tuvieron guerra entre sí, como los eleusios después que Eumolpo se juntó con Erecteo. Pero desde que Teseo empezó a reinar, que fue hombre poderoso, sabio y bien entendido, además de reducir a policía y buenas costumbres muchas otras cosas en la tierra, quitó todos aquellos consejos y justicias y obligó a los habitantes a vivir en la ciudad bajo un senado y una jurisdicción y a que labrasen sus tierras como antes, y eligiesen domicilio y tuviesen sus casas y morada ordinaria en aquella ciudad, la cual en su tiempo llegó a ser grande y poderosa por sucesión de los descendientes. En memoria de tan gran bien, en semejante día al en que fue hecha aquella unión de la ciudad, celebraban hasta hoy los atenienses una fiesta solemne todos los años en honra de la diosa Atenea. Antes de Teseo, no era la ciudad más grande que la actual Acrópolis y la parte que está al mediodía, según aparece por los templos de los dioses, que están dentro de la Acrópolis, y los otros que están fuera, hacia el mediodía, el de Zeus Olímpico, el de Apolo, el de la diosa Deméter y el de Baco, en el cual celebraban todos los años las fiestas Bacanales el día diez del mes de Antesterión,[42] como las celebran hoy los jonios, descendientes de los atenienses; otros muchos templos antiguos que hay en el mismo lugar y la fuente que después que los tiranos la reedificaron llámanla de los nueve caños, y antes se llamaba Caliroe, de la cual se servían, porque estaba cercana al lugar para muchas cosas, como ahora también se sirven para los sacrificios, y especialmente para los casamientos. La Acrópolis, que está en lo más alto de la ciudad, llaman hoy día los atenienses Ciudadela, en memoria de la antigua.
Volviendo, pues, a la historia, los atenienses que antiguamente tenían sus moradas en los campos, aunque después se metieron en la ciudad y fueron reducidos a policía, por la costumbre que antes tenían de estar en el campo, vivían en él casi todos ellos con su casa y familia, así los viejos ciudadanos como los nuevos, hasta esta guerra de los lacedemonios, por ello les contrariaba mucho recogerse a la ciudad, y especialmente porque después de la guerra con los medos habían llevado a ellos sus haciendas y alhajas. También les pesaba dejar sus templos y sus dioses particulares que tenían en los lugares y aldeas del campo y su manera antigua de vivir, de suerte que a cada cual le parecía que se expatriaba al dejar su campo y aldea. Al entrar en la ciudad muy pocos tenían casas, unos se alojaban con sus parientes y amigos, la mayor parte en lugar no poblado de la ciudad y dentro de todos los templos (excepto aquellos que estaban en lo alto, en el Eleusinión, y otros más cerrados y guardados). Algunos hubo que se aposentaron en el templo nombrado Pelásgico,[43] que estaba por debajo de la ciudad vieja aunque no les era lícito habitar allí, según les amonestaba un verso del Oráculo de Apolo, que decía así:
El Pelásgico templo tan precioso,
vacío está bien y ocioso.
Aunque a mi parecer el Oráculo dijo lo contrario de lo que se entendía, porque las calamidades y desventuras no sobrevinieron a la ciudad porque el templo fuera profanado al habitarlo las gentes, según quisieron dar a entender, sino que antes al contrario por la guerra vino la necesidad de vivir en él. El Oráculo de Apolo, previendo la guerra que debía ocurrir, dijo que cuando se habitara no sería por su bien. También muchos hicieron sus habitaciones dentro del cerco de los muros, y en conclusión cada cual se alojaba como podía, porque la ciudad no se lo estorbaba, viendo tan gran multitud de gentes venir de los campos, aunque después fueron repartidos a lo largo de los muros y en una gran parte de Pireo.
Cuando los hombres y sus bienes fueron recogidos dentro de la ciudad, todos pusieron atención en proveer las cosas necesarias para la guerra, en procurar la ayuda y socorro de las ciudades confederadas, y en aparejar cien navíos de guerra para enviarlos contra el Peloponeso.
V
Entrado el ejército de los peloponenses en tierra de Atenas, asentó su real primeramente delante de la ciudad de Enoe, que estaba situada entre los términos de Atenas y Eubea. Y porque la ciudad era tan fuerte que los atenienses la tenían por muralla y amparo de la tierra en tiempo de guerra, determinaron tomarla por asalto. Para combatirla prepararon sus máquinas y pertrechos; mas porque en estos aprestos gastaban mucho tiempo en balde, concibieron sospecha contra Arquidamo su caudillo de que fuese favorable a los atenienses, porque ya antes les había parecido flojo y negligente en juntar los amigos y confederados, animándoles muy fríamente para la guerra; y una vez junto el ejército, se había tardado mucho en el estrecho del Peloponeso antes que partiesen, y después de partir también había sido negligente. Mas sobre todo, le culpaban de haber tenido mucho tiempo el cerco de la ciudad de Enoe, pareciéndoles que si usara de diligencia hubieran entrado con más presteza en tierra de Atenas, robando y talando todos los bienes y haberes que los atenienses tenían en los campos antes que los recogiesen en la ciudad. Esta sospecha concibió el ejército de Arquidamo estando en el cerco de Enoe; aunque él, según dicen, le detenía y alargaba esperando que los atenienses, antes que les comenzasen a talar la tierra, se humillarían, por no verla destruir a su presencia. Viendo los peloponenses que a pesar de todos sus esfuerzos, no podían tomar a Enoe, y también que los atenienses no les habían enviado ningún faraute ni trompeta durante el sitio, levantaron el cerco y partieron de allí, ochenta días después que ocurrió el hecho de los tebanos en Platea, y entraron por tierra en Atenas cuando ya los trigos estaban en sazón de segarse,[44] llevando por su capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de Esparta, destruyeron y talaron toda la tierra, comenzando por la parte de Eleusis y de los campos de Tría e hicieron volver las espaldas a la gente de a caballo de los atenienses, que habían salido contra ellos en un lugar que se llamaba Ritia.[45] Después pasaron adelante dejando a mano derecha el monte de Egaleón al través de la región llamada Cecropia y vinieron hasta Acarnas, que es la ciudad más grande que hay en toda la región de Ática. Junto a ella establecieron su campamento y allí estuvieron mucho tiempo, talando y robando la tierra.
Dicen que Arquidamo se detuvo alrededor de la villa con todo su ejército dispuesto de batalla, sin querer descender a lo llano en el campo, esperando que los atenienses, porque tenían gran número de mancebos en la flor de su mocedad codiciosos de la guerra, que nunca habían visto, saldrían contra ellos, y no sufrirían ver así destruir y robar su tierra. Y cuando vio que no habían salido estando sus enemigos en Eleusis y después en Tría, quiso tentar si osarían ir para hacerles levantar el cerco puesto a Acarnas, considerando, además, que este lugar era muy favorable para acampar. También le parecía que los de la ciudad, que serían la tercera parte atenienses, porque había dentro tres mil hombres de guerra, no sufrirían destruir su tierra; que todos los de Atenas y de Acarnas saldrían a darles la batalla; y que si no osaban salir, podrían en adelante con menos temor quemar y talar toda la tierra de los atenienses y llegar hasta los muros de la ciudad; porque cuando los acarnienses viesen toda su tierra destruida y sus haciendas perdidas, no se determinarían tan ligeramente a ponerse en peligro por guardar las tierras y las haciendas de otros, con lo cual habría división y discordia entre ellos y serían de diversos pareceres.
Esta era la opinión de Arquidamo cuando estaban sobre Acarnas. Los atenienses, mientras sus enemigos estuviesen alrededor de Eleusis y en tierra de Tría, creyeron que no pasarían adelante porque se acordarían de que, catorce años antes de aquella guerra, Plistoanacte, hijo de Pausanias y rey de los lacedemonios, habiendo entrado en tierra de Ática con el ejército de los peloponenses, cuando llegó hasta Eleusis y Tría, volvióse sin pasar delante; por lo cual fue desterrado de Esparta, donde sospecharon que había tomado dinero por volverse.
Mas cuando supieron que el ejército de los enemigos estaba sobre Acarnas, distante sesenta estadios de Atenas, y que ante sus ojos talaban y destruían sus tierras, lo cual nunca había visto hombre de la ciudad mozo ni viejo (excepto en la guerra de los medos), parecióles cosa intolerable y dura de sufrir, y determinaron, sobre todo los jóvenes, no sufrirlo más, saliendo contra sus enemigos.
Reunidos todos los del pueblo, tuvieron gran altercado porque unos querían salir y otros no lo permitían. Los adivinos y agoreros, a quienes todos se atenían, interpretaban de diverso modo, y según la voluntad de cada uno, las señales de los oráculos. Por otra parte los acarnienses, viendo que les destruían la tierra, daban prisa a los atenienses a que saliesen, y les parecía que así debían hacerlo, siquiera por socorrer a los atenienses que había dentro de la ciudad. De manera que Atenas estaba muy revuelta y en grandes disensiones. Se ensañaban contra Pericles y le injuriaban porque no quería sacarlos al campo siendo su capitán, diciendo que él era causa de todo el mal, sin acordarse del consejo que les había dado y de lo que les había amonestado antes de la guerra.
Entonces Pericles, viéndolos atónitos por los males de su tierra, y que no tenían buen acuerdo en querer salir contra toda razón, no quiso reunirles ni pronunciar discurso, según tenía por costumbre, temiendo que determinasen obrar algo, antes por ira que por juicio y razón, sino que ordenó la manera de guardar la ciudad y tenerla tranquila lo mejor posible. Empero, mandó salir al campo alguna gente de a caballo para impedir que los que venían del ejército enemigo a recorrer las tierras cercanas a la ciudad no las pudiesen robar ni hacer daño. Hubo algunas escaramuzas en el lugar que llaman Frigia, entre atenienses y tesalios, contra los beocios, en las cuales los atenienses y los tesalios no llevaban lo peor, hasta tanto que la gente de a pie de los beocios acudió a socorrer a su caballería, porque entonces los atenienses volvieron las espaldas y fueron muertos muchos de ellos y de los tesalios; y en el mismo día llevaron sus cuerpos a la ciudad sin pedirlos a los enemigos, como era costumbre. Al día siguiente los peloponenses levantaron trofeo en este mismo lugar en señal de victoria. Esta ayuda que los tesalios prestaron a los atenienses fue por la confederación y alianza antigua que tenían con ellos; por eso entonces les habían enviado aquel socorro de gente de a caballo de Larisa, de Farsalia, de Pirasia, de Girtonia y de Ferea. Por capitanes de los de Larisa, venían Polimedes y Aristono. De Farsalia, Menón, y otros de cada cual de aquellas ciudades.
Cuando los peloponenses vieron que los atenienses no salían a batallar contra ellos, alzaron el cerco de Acarnas y fueron a talar y robar otros lugares que estaban entre Parnés y el monte de Brileso.
VI
Mientras los peloponenses andaban robando y destruyendo la tierra de Ática, los atenienses hicieron salir de su puerto las cien naves que tenían armadas, en las cuales había mil hombres de pelea y cuatrocientos flecheros, que tenían por sus capitanes a Cárcino, hijo de Jenotimo, a Proteas, hijo de Epicles, y a Sócrates, hijo de Antígenes, para recorrer la costa del Peloponeso, hacia donde dirigieron el rumbo.
Volviendo los peloponenses, estuvieron en tierra de Ática mientras les duraron los víveres, y cuando comenzaron a faltarles las provisiones, dirigiéndose por tierra de Beocia sin hacer mal ni daño. Mas cuando pasaron por la región de Oropo, que estaban sujetos a los atenienses, les tomaron una parte de tierra llamada Graica. Hecho esto regresaron a sus casas al Peloponeso, y se alojaron repartidos cada cual en sus ciudades.
Cuando los peloponenses partieron, los atenienses ordenaron su gente de guarda, así por mar como por tierra, para todo el tiempo que durase la guerra, y por decreto público mandaron guardar aparte mil talentos de los que estaban en la fortaleza, que no se tocase a ellos, y que de lo restante tomasen todo lo que fuera menester para la guerra, prohibiendo con pena de la vida tomar nada de aquellos mil talentos, sino en caso de mucha necesidad para resistir a los enemigos, si acometían a la ciudad por mar. Con aquel dinero hicieron cien galeras muy grandes y muy hermosas, y cada año ponían en ellas sus capitanes y patrones, mandando que no se sirviesen de ninguna de ellas sino en el mismo peligro, cuando fuese menester tocar al dinero guardado.
Los atenienses que iban en las cien naves contra el Peloponeso se juntaron con otras cincuenta que los corcirenses les habían enviado de socorro. Y todos juntos, navegando por la costa del Peloponeso, entre otros muchos daños que causaron, fue uno saltar en tierra y sitiar la ciudad de Metona, que está en Lacedemonia, y a la sazón encontrábase mal reparada de muros y desprovista de gente. Estaba por acaso, en aquella parte, el espartano Brasidas, hijo de Telide, con alguna gente de guerra; y al saber la llegada de los enemigos, acudió con cien hombres armados que tenía, solamente a socorrer la ciudad, atravesando el campamento enemigo, que estaba esparcido, y rodeando el muro con tanto ánimo y osadía que con pérdida de muy pocos de los suyos, muertos de pasada, entró en la ciudad y la salvó. Por esta osadía le elogiaron los espartanos sobre todos aquellos que se hallaron en aquella guerra. Partieron de allí los atenienses navegando mar adelante, y descendieron en tierra de Élide, en los alrededores de Fía. Allí se detuvieron dos días robando la tierra, y desbarataron doscientos soldados escogidos del valle de Élide, y algunos otros hombres de guerra que habían acudido de los lugares cercanos a socorrer la villa de Fía. Tras de esto, se les levantó un viento muy grande en la mar y una gran tempestad, a causa de la cual los navíos no pudieron quedar allí por ser playas sin puerto, y una parte de ellos, pasando por el cabo de Ictis, arribaron al puerto de Fía, donde los mesenios y los otros que no se habían podido embarcar al salir de Fía, llegaron por tierra, y habiendo tomado la villa por fuerza, como supiesen que venía contra ellos mucha gente de guerra de los de Élide, dejaron la villa, embarcáronse con los otros, y todos fueron navegando por aquella costa.
En este mismo tiempo, los atenienses enviaron otras treinta naves para ir contra los de Lócride y para guardar la isla de Eubea, dieron el mando de ellas a Cleopompo, hijo de Clinias, el cual, saltando en tierra, destruyó muchos lugares de aquella costa, conquistó la villa de Tronia, tomando rehenes, y venció en batalla junto a Alope a algunos locros que habían acudido para arrojarle de ella.
También por entonces los atenienses echaron fuera todos los moradores de Egina con sus mujeres e hijos, culpándoles de haber sido causa de aquella guerra, y porque les pareció que sería mejor y más seguro poblar aquella ciudad con su gente, que con la que era aficionada a los peloponenses, lo cual hicieron poco después. Mas los peloponenses, por odio a los atenienses y porque los de Egina les habían hecho muchos servicios, así cuando el terremoto que hubo en su tierra, como en la guerra que tuvieron contra los ilotas o esclavos, diéronles la villa de Turea para su habitación con todo el término de ella hasta la mar para que labrasen. Allí viven algunos de los eginetas, los demás se repartieron por toda la Grecia.
En este mismo verano, al primer día del mes a la renovación de la luna,[46] en cuyo tiempo (según se cree) solamente puede ocurrir eclipse, se oscureció el sol cerca de la mitad, de manera que se vieron muchas estrellas en el cielo y al poco rato volvió a su claridad. Y también en este verano los atenienses nombraron proxeno y se reconciliaron con el abderita Ninfodoro, que antes había sido su enemigo, porque éste podía mucho con Sitalces, hijo de Teres, rey de Tracia, que había tomado a su hermana por mujer, con esperanza de que por medio de Sitalces traerían a su partido a Teres. Este Teres fue el primero que acrecentó el reino de los odrisios, que gobernaba, y lo hizo el mayor de toda la Tracia, permitiendo a los naturales vivir después en libertad. Dicho Teres, no es el que tuvo por mujer a Progne, hija de Pandión, rey de Atenas, pues reinaron en diversas partes de Tracia. El que se casó con Progne tuvo la parte de Daulia, que al presente llaman tierra de Fócide, que entonces habitaban los tracios, en cuyo tiempo Progne y Filomela su hermana hicieron aquella maldad de Itis, por lo cual muchos poetas, haciendo mención de Filomela, la llaman el ave de Daulia, y es verosímil que Pandión, rey de Atenas, hizo aquella alianza con Teres que regía la tierra de Daulia por el deudo, y porque estaba más cercano a Atenas para caso de ayuda y socorro, antes que con el otro Teres que reinaba en tierra de los odrisios, mucho más lejana.
Teres, de que al presente hablamos, hombre de poca estima y autoridad, adquirió el reino de los odrisios, y dejóle a Sitalces, su hijo, con el cual los atenienses hicieron alianza, así por tener los lugares que les favorecían con su amistad en Tracia, como también por ganar a Perdicas, rey de Macedonia. Vino Ninfodoro a Atenas con poder bastante de Sitalces para concluir y confirmar la liga y alianza, y por esto dieron al hijo de Sitalces, llamado Sadónico, derecho de ciudadano de Atenas. Prometió conseguir que Sitalces dejase la guerra que hacía en Tracia para poder mejor enviar socorro a los atenienses de gente de a caballo y de infantería, armados a la ligera. También hizo conciertos entre los atenienses y Perdicas, persuadiendo a éstos para que devolvieran a aquél la ciudad de Termes. Por virtud de este convenio, Perdicas se unió a los atenienses, y con Formión comenzó la guerra contra los de Cálcide. Así ganaron los atenienses la amistad de Sitalces, rey de Tracia, y de Perdicas, rey de Macedonia.
En este tiempo, la gente de guerra de los atenienses que había ido en la primera armada de las cien naves, tomó la ciudad de Solión, que era del señorío de los corintios, y después de robarla y saquearla, la dieron con toda su tierra para morar y cultivar a los de Falero, que son acarnanios. Tras ésta, tomaron la ciudad de Astaco, con la cual se confederaron e hicieron alianza lanzando de ella a Evarco, que la tenía ocupada por tiranía. Hecho esto, dirigieron el rumbo a la isla de Cefalonia, que está situada junto a la tierra de Acarnania y de Léucade, donde hay cuatro ciudades, Pala, Cranio, Samo y Pronne, y sin ninguna resistencia ganaron toda la isla. Poco después, al fin del verano, partieron para volver a Atenas. Mas al llegar a Egina, supieron que Pericles había salido de Atenas con gran ejército, y estaba en tierra de Mégara. Tomaron su derrota para ir derechos hacia aquella parte, y allí saltaron en tierra y se juntaron con los otros, formando uno de los mayores ejércitos de atenienses que hasta entonces se habían visto, porque también la ciudad estaba a la sazón floreciente y no había padecido ningún mal ni calamidad.
Eran diez mil hombres de guerra sólo de los atenienses, sin contar tres mil que estaban en Potidea, y sin los moradores de los campos que se habían retirado a la ciudad, y que salieron con ellos, los cuales serían hasta tres mil, muy bien armados. Además, había gran número de otros hombres de guerra armados a la ligera. Todos ellos, después de arrasar la mayor parte de la tierra de Mégara, volvieron a Atenas.
Todos los años fueron los atenienses a recorrer la tierra de Mégara, a veces con gente de a caballo, y otras con gente de a pie, hasta que tomaron la ciudad de Nisea. Mas, en el primer año de que ahora hablamos, fortificaron de murallas la ciudad de Atalanta, y al llegar al fin del verano, la destruyeron y dejaron desolada, porque estaba cercana a los locrenses y a los opuncios, para que los corcirenses no pudieran guarecerse, y desde allí hacer correrías por tierra de Eubea. Todo esto aconteció aquel mismo verano, después que los peloponenses partieron de Ática.
Al principio del invierno, el tirano Evarco, queriendo volver a la ciudad de Astaco, pidió a los corintios que le diesen cincuenta navíos, y mil quinientos hombres de guerra; con los cuales y con otros que él llevaría, pensaba recobrar la ciudad perdida. Los corintios accedieron a su demanda, y nombraron por capitanes de la armada a Eufamidas, hijo de Aristónimo, Timógeno, hijo de Timócrates, y a Eumaco, hijo de Crisis, quienes, al llegar por mar a la ciudad de Astaco, restablecieron en el mando a Evarco, y emprendieron en aquella misma jornada la empresa de ganar algunas villas de Acarnania que estaba en la costa. Mas como viesen que no podían lograr su propósito se volvieron, y pasando por la isla de Cefalonia, saltaron en tierra junto a la ciudad de Cranio, pensando tomarla por tratos. Los de la villa, fingiendo que querían tratar con ellos, los acometieron cuando estaban desapercibidos, mataron muchos, y los otros tuvieron que reembarcarse y volver a su tierra.
En este mismo invierno, los atenienses, siguiendo la costumbre antigua, hicieron exequias públicas en honra de los que habían muerto en la guerra. Las cuales se realizaron de esta manera. Tres días antes habían hecho un gran cadalso sobre el cual ponían los huesos de los que habían muerto en aquella guerra, y sus padres, parientes y amigos podían poner encima lo que quisiesen. Cada tribu tenía una grande arca de ciprés, dentro de la cual metían los huesos de aquellos que habían muerto, y aquella arca la llevaban sobre una carreta. Tras estas arcas llevaban en otra carreta un gran lecho vacío que representaba aquellos que habían sido muertos, cuyos cuerpos no pudieron ser hallados. Estas carretas iban acompañadas de gente de toda clase, así ciudadanos como forasteros, cuantos querían ir hasta el sepulcro, donde estaban las mujeres, parientes y deudos de los muertos, haciendo grandes demostraciones de dolor y sentimiento. Ponían después todas las arcas en un monumento público, hecho para este efecto, que estaba en el barrio principal de la ciudad, y en el cual era costumbre sepultar todos aquellos que muriesen en las guerras, excepto los que murieron en la batalla de Maratón, a los cuales, en memoria de su valentía y esfuerzo singular, mandaron hacer un sepulcro particular en el mismo sitio. Cuando habían sepultado los cuerpos, era costumbre que alguna persona notable y principal de la ciudad, sabio y prudente, preeminente en honra y dignidad, delante de todo el pueblo hiciese una oración en loor de los muertos, y hecho esto, cada cual volvía a su casa. De esta manera sepultaban los atenienses a los que morían en sus guerras.
Aquella vez, para referir las alabanzas de los primeros que fueron muertos en la guerra, fue elegido Pericles, hijo de Jantipo; el cual, terminadas las solemnidades hechas en el sepulcro, subió sobre una cátedra, de donde todo el pueblo le pudiese ver y oír, y pronunció este discurso:
VII
«Muchos de aquellos que antes de ahora han hecho oraciones en este mismo lugar y asiento, alabaron en gran manera esta costumbre antigua de elogiar delante del pueblo a aquellos que murieron en la guerra, mas a mi parecer, las solemnes exequias que públicamente hacemos hoy, son la mejor alabanza de aquellos, que por sus hechos las han merecido. Y también me parece que no se debe dejar al albedrío de un hombre solo que pondere las virtudes y loores de tantos buenos guerreros, ni menos dar crédito a lo que dijere, sea o no buen orador, porque es muy difícil moderarse en los elogios, hablando de cosas de que apenas se puede tener firme y entera opinión de la verdad. Porque si el que oye tiene buen conocimiento del hecho y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre cree que se dice menos en su alabanza de lo que deberían y él querría que dijesen; y por el contrario, el que no tiene noticia de ello, le parece, por envidia, que todo lo que se dice de otro es superior a lo que alcanzan sus fuerzas y poder. Entiende cada oyente que no deben elogiar a otro por haber hecho más que él mismo hiciera, estimándose por igual, y si lo hacen tiene envidia y no cree nada. Empero, porque de mucho tiempo acá, está admitida y aprobada esta costumbre, y se debe así hacer, me conviene, por obedecer a las leyes, ajustar cuanto pueda mis razones a la voluntad y parecer de cada uno de vosotros, comenzando por elogiar a nuestros mayores y antepasados. Porque es justo y conveniente dar honra a la memoria de aquellos que primeramente habitaron esta región y sucesivamente de mano en mano por su virtud y esfuerzo nos la dejaron y entregaron libre hasta el día de hoy. Y si aquellos antepasados son dignos de loa, mucho más lo serán nuestros padres que vinieron después de ellos; porque además de lo que sus ancianos les dejaron, por su trabajo adquirieron y aumentaron el mando y señorío que nosotros al presente tenemos. Y aún también, después de aquéllos, nosotros los que al presente vivimos y somos de madura edad, le hemos ensanchado y aumentado, y provisto y abastecido nuestra ciudad de todas las cosas necesarias, así para la paz como para la guerra. Nada diré de las proezas y valentías que nosotros y nuestros antepasados hicimos, defendiéndonos así contra los bárbaros como contra los griegos que nos provocaron guerra, por las cuales adquirimos todas nuestras tierras y señorío, porque no quiero ser prolijo en cosas que todos vosotros sabéis; pero después de explicar con qué prudencia, industria, artes y modos nuestro Imperio y señorío fue establecido y aumentado, vendré a las alabanzas de aquellos de quien aquí debemos hablar. Porque me parece que no es fuera de propósito al presente traer a la memoria estas cosas, y que será provechoso oírlas, a todos aquellos que aquí están, ora sean naturales, ora forasteros; pues tenemos una república que no sigue las leyes de las otras ciudades vecinas y comarcanas, sino que da leyes y ejemplo a los otros, y nuestro gobierno se llama Democracia, porque la administración de la república no pertenece ni está en pocos sino en muchos. Por lo cual cada uno de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún conocimiento de virtud, tan obligado está a procurar el bien y honra de la ciudad como los otros, y no será nombrado para ningún cargo ni honrado, ni acatado por su linaje o solar, sino tan sólo por su virtud y bondad. Que por pobre o de bajo suelo que sea, con tal que pueda hacer bien y provecho a la república, no será excluido de los cargos y dignidades públicas.
»Nosotros, pues, en lo que toca a nuestra república gobernamos libremente; y asimismo en los tratos y negocios que tenemos diariamente con nuestros vecinos y comarcanos, sin causarnos ira o saña que alguno se alegre de la fuerza o demasía que nos haya hecho, pues cuando ellos se gozan y alegran nosotros guardamos una severidad honesta y disimulamos nuestro pesar y tristeza. Comunicamos sin pesadumbre unos a otros nuestros bienes particulares, y en lo que toca a la república y al bien común no infringimos cosa alguna, no tanto por temor al juez, cuanto por obedecer las leyes, sobre todo las hechas en favor de los que son injuriados, y aunque no lo sean, causan afrenta al que las infringe. Para mitigar los trabajos tenemos muchos recreos, los juegos y contiendas públicas, que llaman sacras, los sacrificios y aniversarios que se hacen con aparatos honestos y placenteros, para que con el deleite se quite o disminuya el pesar y tristeza de las gentes. Por la grandeza y nobleza de nuestra ciudad, traen a ella de todas las otras tierras y regiones, mercaderías y cosas de todas clases; de manera que no nos servimos y aprovechamos menos de los bienes que nacen en otras tierras, que de los que nacen en la nuestra.
»En los ejercicios de guerra somos muy diferentes de nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciudad sea común a todas las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a persona natural o extranjera ver ni aprender lo que bien les pareciere, no escondiendo nuestras cosas aunque pueda aprovechar a los enemigos verlas y aprenderlas; pues confiamos tanto en los aparatos de guerra y en los ardides y cautelas, cuanto en nuestros ánimos y esfuerzo, los cuales podemos siempre mostrar muy conformes a la obra. Y aunque otros muchos en su mocedad se ejercitan para cobrar fuerzas, hasta que llegan a ser hombres, no por eso somos menos osados o determinados que ellos para afrontar los peligros, cuando la necesidad lo exige. De esto es buena prueba que los lacedemonios jamás se atrevieron a entrar en nuestra tierra en son de guerra sin venir acompañados de todos sus aliados y confederados; mientras nosotros, sin ayuda ajena, hemos entrado en la tierra de nuestros vecinos y comarcanos, y muchas veces sin gran dificultad hemos vencido a aquéllos que se defendían peleando muy bien en sus casas. Ninguno de nuestros enemigos ha osado acometernos cuando todos estábamos juntos, así por nuestra experiencia y ejercicio en las cosas de mar, como por la mucha gente de guerra que tenemos en diversas partes. Si acaso nuestros enemigos vencen alguna vez una compañía de las nuestras, se alaban de habernos vencido a todos, y si por el contrario, los vence alguna gente de los nuestros, dicen que fueron acometidos por todo el ejército.
»Y en efecto, más queremos el reposo y sosiego cuando no somos obligados por necesidad que los trabajos continuos, y deseamos ejercitarnos antes en buenas costumbres y loable policía, que vivir siempre con el temor de las leyes; de manera que no nos exponemos a peligro pudiendo vivir quietos y seguros, prefiriendo el vigor y fuerza de las leyes al esfuerzo y ardor de ánimo. Ni nos preocupan las miserias y trabajos antes que vengan. Cuando llegan, las sufrimos con tan buen ánimo y corazón, como los que siempre están acostumbrados a ellas.
»Por estas cosas y otras muchas, podemos tener en grande estima y admiración esta nuestra ciudad, donde viviendo en medio de la riqueza y suntuosidad, usamos de templanza y hacemos una vida morigerada y filosófica, es a saber, que sufrimos y toleramos la pobreza sin mostrarnos tristes ni abatidos, y usamos de las riquezas más para las necesidades y oportunidades que se pueden ofrecer que para la pompa, ostentación y vanagloria. Ninguno tiene vergüenza de confesar su pobreza, pero tiénela muy grande de evitarla con malas obras. Todos cuidan de igual modo de las cosas de la república que tocan al bien común, como de las suyas propias; y ocupados en sus negocios particulares, procuran estar enterados de los del común. Sólo nosotros juzgamos al que no se cuida de la república, no solamente por ciudadano ocioso y negligente, sino también por hombre inútil y sin provecho. Cuando imaginamos algo bueno, tenemos por cierto que consultarlo y razonar sobre ello no impide realizarlo bien, sino que conviene discutir cómo se debe hacer la obra antes de ponerla en ejecución. Por esto, en las cosas que emprendemos usamos juntamente de la osadía y de la razón, más que ningún otro pueblo, pues los otros algunas veces, por ignorantes, son más osados que la razón requiere, y otras, por quererse fundar mucho en razones, son tardíos en la ejecución.
»Serán tenidos por magnánimos todos los que comprendan pronto las cosas que pueden acarrear tristeza o alegría, y juzgándolas atinadamente no rehuyan los peligros cuando les ocurran.
»En las obras de virtud somos muy diferentes de los otros, porque procuramos ganar amigos haciéndoles beneficios y buenas obras antes que recibiéndolas de ellos; pues, el que hace bien a otro, está en mejor condición que el que lo recibe para conservar su amistad y benevolencia, mientras el favorecido sabe muy bien que con hacer otro tanto paga lo que debe. También nosotros solos usamos de magnificencia y liberalidad con nuestros amigos, con razón y discreción, es decir, por aprovechar sus servicios y no por vana ostentación y vanagloria de cobrar fama de liberales.
»En suma, nuestra ciudad es totalmente una escuela de doctrina, una regla para toda la Grecia, y un cuerpo bastante y suficiente para administrar y dirigir bien a muchas gentes en cualquier género de cosas. Que todo esto se demuestra por la verdad de las obras antes que con atildadas frases, bien se ve y conoce por la grandeza de esta ciudad; que por tales medios la hemos puesto y establecido en el estado que ahora veis; teniendo ella sola más fama en el mundo que todas las demás juntas. Sólo ella no da motivo de queja a los enemigos aunque reciba de ellos daño; ni permite que se quejen los súbditos como si no fuese merecedora de mandarlos. Y no se diga que nuestro poder no se conoce por señales e indicios, porque hay tantos, que los que ahora viven y los que vendrán después, nos tendrán en grande admiración.
»No necesitamos al poeta Homero ni a otro alguno, para encarecer nuestros hechos con elogios poéticos, pues la verdad pura de las cosas disipa la duda y falsa opinión, y sabido es que, por nuestro esfuerzo y osadía, hemos hecho que toda la mar se pueda navegar y recorrer toda la tierra, dejando en todas partes memoria de los bienes o de los males que hicimos.
»Por tal ciudad, los difuntos cuyas exequias hoy celebramos han muerto peleando esforzadamente, que les parecía dura cosa verse privados de ella, y por eso mismo debemos trabajar los que quedamos vivos. Esta ha sido la causa porque he sido algo prolijo al hablar de esta ciudad, para mostraros que no peleamos por cosa igual con los otros, sino por cosa tan grande que ninguna le es semejante, y también porque los loores de aquéllos de quienes hablamos, fuesen más claros y manifiestos. La grandeza de nuestra ciudad se debe a la virtud y esfuerzos de los que por ella han muerto, y en pocos pueblos de Grecia hay justo motivo de igual vanagloria. A mi parecer, el primero y principal juez de la virtud del hombre es la vida buena y virtuosa, y el postrero que la confirma es la muerte honrosa, como ha sido la de éstos. Justo es que aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república, se muestren animosos en los hechos de guerra para su defensa; porque haciendo esto, merezcan el bien de la república en común que no merecieron antes en particular por estar ocupados cada cual en sus negocios propios; recompensen esta falta con aquel servicio, y lo malo con lo bueno. Así lo hicieron éstos, de los cuales ninguno se mostró cobarde por gozar de sus riquezas, queriendo más el bien de su patria que el gozo de poseerlas; ni menos dejaron de exponerse a todo riesgo por su pobreza, esperando venir a ser ricos, antes quisieron más el castigo y venganza de sus enemigos que su propia salud; y escogiendo este peligro por muy bueno, han muerto con esperanza de alcanzar la gloria y honra que nunca vieron, juzgando por lo que habían visto en otros, que debían aventurar sus vidas y que valía más la muerte honrosa que la vida deshonrada. Por evitar la infamia lo padecieron, y en breve espacio de tiempo quisieron antes con honra atreverse a la fortuna que dejarse dominar por el miedo y temor. Haciendo esto, se mostraron para su paria cual les convenía que fuesen. Los que quedan vivos deben estimar la vida, pero no por eso ser menos animosos contra sus enemigos, considerando que la utilidad y provecho no consiste sólo en lo que os he dicho, sino también, como lo saben muchos de vosotros y podrán decirlo, en rechazar y expulsar a los enemigos. Cuanto más grande os pareciere vuestra patria, más debéis pensar en que hubo hombres magnánimos y osados que, conociendo y entendiendo lo bueno y teniendo vergüenza de lo malo, por su esfuerzo y virtud la ganaron y adquirieron. Y cuantas veces las cosas no sucedían según deseaban, no por eso quisieron defraudar la ciudad de su virtud, antes le ofrecieron el mejor premio y tributo que podían pagar, cual fue sus cuerpos en común, y cobraron en particular por ellos gloria y honra eterna, que siempre será nueva y muy honrosa esta sepultura, no tan sólo para sus cuerpos, sino también para ser en ella celebrada y ensalzada su virtud y que siempre se pueda hablar de sus hechos o imitarlos.
»Toda la tierra es sepultura de los hombres famosos y señalados, cuya memoria no solamente se conserva por los epitafios y letreros de sus sepulcros, sino por la fama que sale y se divulga en gentes y naciones extrañas que consideran y revuelven en su entendimiento, mucho más la grandeza y magnanimidad de su corazón, que el caso y fortuna que les deparó su suerte. Estos varones os ponemos delante de los ojos, dignos ciertamente de ser imitados por vosotros, para que conociendo que la libertad es felicidad y la felicidad libertad, no rehuyáis los trabajos y peligros de la guerra; y para que no penséis que los ruines y cobardes que no tienen esperanza de bien ninguno, son más cuerdos en guardar su vida que aquellos que por ser de mejor condición la aventuran y ponen a todo riesgo. Porque a un hombre sabio y prudente más le pesa y más vergüenza tiene de la cobardía que de la muerte, la cual no siente por su proeza y valentía y por la esperanza de la gloria y honra pública.
»Por tanto, los que aquí estáis presentes, padres de estos difuntos, consolaos de su muerte y no llorarla, porque sabiendo las desventuras y peligros a que están sujetos los niños mientras se crían, tendréis por bien afortunados aquellos que alcanzaron muerte honrosa como ahora éstos, y vuestro lloro y lágrimas por dichosas. Sé muy bien cuán difícil es persuadiros de que no sintáis tristeza y pesar todas las veces que os acordéis de ellos, viendo en prosperidad a aquellos con quienes algunas veces os habréis alegrado en semejante caso, y cuando penséis que fueron privados no sólo de la esperanza de bienes futuros sino también de los que gozaron largo tiempo. Empero, conviene sufrirlo pacientemente y consolaros con la esperanza de engendrar otros hijos, los que estáis en edad para ello, porque a muchos los hijos que tengan en adelante les harán olvidar el duelo por los que ahora han muerto y servirán a la república de dos maneras: una no dejándola desconsolada, y la otra inspirándole seguridad, pues los que ponen sus hijos a peligros por el bien de la república, como lo han hecho los que perdieron los suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen.
»Aquellos de vosotros que pasáis de edad para engendrar hijos, tendréis de ventaja a los otros que habéis vivido la mayor parte de la vida en prosperidad y que lo restante de ella, que no puede ser mucho, lo pasaréis con más alivio acordándoos de la gloria y honra que estos alcanzaron, pues sólo la codicia de la honra nunca envejece y algunos dicen que no hay cosa que tanto deseen los hombres en su vejez como ser honrados.
»Y vosotros, los hijos y hermanos de estos muertos, pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo, porque no hay hombre que no alabe de palabra la virtud y esfuerzo de los que murieron, de suerte que vosotros los que quedáis, por grande que sea vuestro valor, os tendrán cuando más por iguales a ellos y casi siempre os juzgarán inferiores, porque entre los vivos hay siempre envidia, pero todos elogian la virtud y el esfuerzo del que muere. También me conviene hacer mención de la virtud de las mujeres que al presente quedan viudas, y concluiré en este caso con una breve amonestación, y es que debéis tener por gran gloria no ser más flacas, ni para menos de lo que requiere vuestro natural y condición mujeril, pues no es pequeña vuestra honra delante de los hombres, cuando nada tienen que vituperar en vosotras.
»He relatado en esta oración, que me fue mandada decir, según ley y costumbre, todo lo que me pareció ser útil y provechoso; y lo que corresponde a éstos que aquí yacen, más honrados por sus obras que por mis palabras, cuyos hijos si son menores, criará la ciudad hasta que lleguen a la juventud. La patria concede coronas para los muertos y para todos los que sirvieren bien a la república como galardón de sus trabajos, porque doquier que hay premios grandes para la virtud y esfuerzo, allí se hallan los hombres buenos y esforzados. Ahora, pues, que todos habéis llorado como convenía a vuestros parientes, hijos y deudos, volved a vuestras casas.»
De esta manera fueron celebradas las honras y exequias de los muertos aquel invierno, que fue al fin del primer año de la guerra.
VIII
Al comienzo del verano siguiente[47] los peloponenses y sus aliados entraron otra vez en territorio del Ática por dos partes como hicieron antes, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios; y habiendo establecido su campo, robaban y talaban la tierra. Pocos días después sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero sufrieron la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. Comenzó esta epidemia (según dicen) primero en tierras de Etiopía, que están en lo alto de Egipto; y después descendió a Egipto y a Libia; se extendió largamente por las tierras y señoríos del rey de Persia; y de allí entró en la ciudad de Atenas y comenzó en Pireo, por lo cual los de Pireo sospecharon al principio que los peloponenses habían emponzoñado sus pozos, porque entonces no tenían fuentes. Poco después invadió la ciudad alta y de allí se esparció por todas partes; muriendo muchos más.
Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina y el que no sabe nada de ella declare si es posible entender de dónde vino este mal y qué causa puede haber bastante para hacer de pronto tan gran mudanza. Por mi parte diré cómo vino, de modo que cualquiera que leyere lo que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado y no pretenda ignorancia. Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo fui atacado de este mal y vi los que lo tenían. Aquel año fue libre y exento de todos los otros males y enfermedades, y si algunos eran atacados de otra enfermedad, pronto se convertía en ésta. Los que estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la lengua y la garganta sanguinolentas y el aliento hediondo y difícil de salir, produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía y descendiendo el mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo; y cuando la materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera, que los médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano, produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos y a otros les duraba más. Al tacto, la piel no estaba muy caliente ni tampoco lívida, sino rojiza, llena de pústulas pequeñas; por dentro sentían tan gran calor, que no podían sufrir un lienzo encima de la cama, estando desnudos y descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera que muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechaba beber mucho como poco. Sin reposo en sus miembros, no podían dormir, y aunque el mal se agravase no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la dolencia, más que se puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las entrañas a los siete días y otros dentro de los nueve conservaban alguna fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre, causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación.
Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza y después discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se mostraba, en los que curaban, en las partes extremas del cuerpo, porque descendía hasta las partes vergonzosas y a los pies y las manos. Algunos los perdían; otros perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria de todas las cosas y no conocían a sus deudos ni a sí mismos. En conclusión, este mal afectaba a todas las partes del cuerpo; era más grande de lo que decirse puede y más doloroso de lo que las fuerzas humanas podían sufrir. Que esta epidemia fuese más extraña que todas las acostumbradas, lo acredita que las aves y las fieras que suelen comer carne humana, no tocaban a los muertos, aunque quedaban infinidad sin sepultura; y si algunas los tocaban, morían. Pero más se conocía lo grande de la infección en que no aparecían aves, ni sobre los cuerpos muertos, ni en otros lugares donde habían estado, ni aun los perros que acostumbraban a andar entre los hombres más que otros animales; de lo cual se puede bien conjeturar la fuerza de este mal.
Dejando aparte otras muchas miserias de esta epidemia, que ocurrieron a particulares, a unos más ásperamente que a otros, este mal comprendía en sí todos los otros y no se sufría más que él; de suerte, que cuanto se hacía para curar las enfermedades, aprovechaba para aumentarlo y así unos morían por no ser bien curados y otros por serlo demasiado; no hallándose medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno, hacía daño a otro. Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión, ni buen régimen para eximirse del mal.
Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa, que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos y muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos morían también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan grande, viendo los muchos que morían y los lloraban y compadecían. Mas sobre todo, los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás por haberla experimentado en sí mismos; aunque estaban fuera de peligro, porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos mismos, por la alegría de haber curado, presumían escapar después de todas las otras enfermedades que les viniesen.
Además de la epidemia, apremiaba a los ciudadanos la molestia y pesadumbre por la gran cantidad y diversidad de bienes muebles y efectos que habían metido en la ciudad los que se acogieron a ella, porque habiendo falta de moradas y siendo las casas estrechas y ocupadas por aquellos bienes y alhajas, no tenían donde revolverse, mayormente en tiempo de calor como lo era. Por eso muchos morían en las cuevas echados, y donde podían, sin respeto alguno, y algunas veces los unos sobre los otros yacían en calles y plazas, revolcados y medio muertos, y en torno de las fuentes, por el deseo que tenían del agua. Los templos donde muchos habían puesto sus estancias y albergues estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era tanta que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad, sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias, viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunos, viendo preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente o deudo, y le ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.
Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes hacían en secreto, por vicio y deleite. Pues habiendo entonces tan grande y súbita mudanza de fortuna, que los que morían de repente eran bienaventurados en comparación de aquellos que duraban largo tiempo en la enfermedad, los pobres que heredaban los bienes de los ricos, no pensaban sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites, pareciéndoles que no podían hacer cosa mejor no teniendo esperanza de gozarlos mucho tiempo, antes temiendo perderlos enseguida y con ellos, la vida. Y no había ninguno que por respeto a la virtud, aunque la conociese y entendiese, quisiera emprender cosa buena, que exigiera cuidado o trabajo, no teniendo esperanza de vivir tanto que la pudiese ver acabada, antes todo aquello que por entonces hallaban alegre y placentero a apetito humano lo tenían y reputaban por honesto y provechoso, sin algún temor de los dioses o de las leyes, pues les parecía que era igual hacer mal o bien, atendiendo a que morían los buenos como los malos, y no esperaban vivir tanto tiempo que pudiese venir sobre ellos castigo de sus malos hechos por mano de justicia, antes esperaban el castigo mayor por la sentencia de los dioses, que ya estaba dada, de morir de aquella pestilencia. Y pues la cosa pasaba así, parecíales mejor emplear el poco tiempo que habían de vivir en pasatiempos, placeres y vicios. En esta calamidad y miseria estaban los atenienses dentro de la ciudad, y fuera de ella los enemigos lo metían todo a fuego y a sangre. Traían a la memoria muchos antiguos pronósticos y respuestas de los oráculos de los dioses que apropiaban al caso presente, y entre otros un verso que los ancianos decían haber oído cantar y que había sido pronunciado en respuesta del Oráculo de los dioses, que decía:
Vendrá la guerra Doria
creed lo que decimos
y con ella vendrá limos.
Sobre lo cual disputaban antes de ocurrir la epidemia, porque unos decían que por la palabra limos se había de entender el hambre, y otros aseguraban que quería significar la epidemia; hasta que llegó ésta y todos le aplicaron el dicho del Oráculo. Y a mi ver, si ocurriese aún alguna otra guerra en tierra de Doria, acompañada de hambre, también lo aplicarían a ella. Recordaban igualmente la respuesta que había dado el Oráculo de Apolo a la demanda de los lacedemonios tocante a esta misma guerra, porque habiéndole preguntado quién alcanzaría la victoria, respondió que los que guerreasen con todas sus fuerzas y poder, y que él les ayudaría.[48] Esta respuesta fue también objeto de juicios contradictorios, porque la epidemia comenzó cuando los peloponenses entraron aquel año en tierra de los atenienses, y no hizo daño en el Peloponeso, a lo menos de cosa que de contar sea, reinando principalmente en Atenas, de donde se esparció a otras villas y lugares, según estaban más o menos poblados.
En lo tocante a la guerra, los peloponenses, después de quemar y talar las tierras llanas, fueron a la región llamada Paralia, que quiere decir marítima, y la talaron hasta el monte Laurión, donde están las minas de plata de los atenienses. Primeramente arrasaron la comarca que está hacia el Peloponeso, y después la de la parte de Eubea y Andros; mas no por esto Pericles, capitán de los atenienses, dejaba de perseverar en la opinión que había tenido el año anterior de que no saliesen contra los enemigos. Después que entraron en tierra de Atenas, hizo aparejar cien barcos para ir a talar la tierra de los peloponenses. En ellos metió cuatro mil hombres de a pie, y en otros navíos hechos para llevar caballos hizo embarcar trescientos hombres de armas con sus caballos. Estas naves se construyeron en Atenas con madera de las viejas naves, y en su compañía fueron los de Quío y los de Lesbos con otros cincuenta navíos de guerra. Así partió Pericles del puerto de Atenas con esta armada, cuando los peloponenses estaban en la tierra marítima de Atenas, llegando primeramente a tierra de Epidauro, que está en el Peloponeso, la cual robaron y talaron, y pusieron cerco a la ciudad con esperanza de tomarla; mas viendo que perdían el tiempo en balde, partieron de allí y fueron a las regiones de Trecén, de Alide y de Hermione, en las cuales hicieron lo mismo que en tierra de Epidauro. Todos estos lugares están en el Peloponeso, a la orilla del mar. Partidos de allí fueron a la comarca de Prasias, que es la región marítima en Lacedemonia, y la robaron y talaron, tomando la ciudad por fuerza. Hecho esto volvieron a tierra de Atenas, de donde los peloponenses había ya salido por miedo a la epidemia, que continuaba en la ciudad y fuera de ella. Al saber los peloponenses por los prisioneros la infección y peligro de aquella pestilencia, y viendo sepultar los muertos, partieron aceleradamente de la tierra después de haber estado cuarenta días en ella, durante cuyo tiempo la robaron y arrasaron.
En este mismo verano, Agnón, hijo de Nicias, y Cleopompo, hijo de Clinias, que eran compañeros de Pericles en el mando de la armada, partieron por mar con el mismo ejército que Pericles había llevado y traído para ir contra los de Calcídica, que moran en Tracia, y hallando en el camino la ciudad de Potidea, que aún estaba cercada por los suyos, hicieron llegar a la muralla sus aparatos y la combatieron con todas sus fuerzas para tomarla. Mas todo aquel nuevo socorro y el otro ejército que estaba antes sobre ella no pudieron hacer nada, a causa de la epidemia que se propagó entre ellos, traída por los que vinieron con Agnón. Sabiendo éste que Formión, que estaba sobre Calcídica con mil seiscientos hombres, había partido de allí, dejó a los que sitiaban a Potidea y tornó a Atenas, habiendo perdido mil y cuarenta hombres de a pie de los cuatro mil que embarcó en Atenas, todos muertos por la epidemia.
En este verano los peloponenses vinieron otra vez al Ática y acabaron de destruir lo que habían dejado la primera, por lo cual los atenienses, viéndose así apremiados, de fuera por guerras y dentro con epidemia, comenzaron a cambiar de opinión y a maldecir a Pericles, diciendo que él había sido autor de aquella guerra y que era causa de todos sus males, inclinándose a pedir la paz a los lacedemonios. Mas después de muchas embajadas enviadas de una y otra parte no pudieron tomar ninguna resolución, por lo cual, no sabiendo qué hacer en este caso, volvían a culpar a Pericles, quien, viendo que estaban atónitos y con gran pesar de la mala andanza de sus cosas, y que habían hecho cuanto él les aconsejó desde el principio, siendo todavía caudillo y capitán general de la armada, les mandó reunir y les amonestó y exhortó a que tuviesen buena esperanza, y procurando convertir su ira en mansedumbre y su miedo en confianza, hablóles de esta manera:
IX
«La ira que contra mí tenéis, varones atenienses, no ha nacido de otra cosa sino de lo que yo había pensado. Y porque entiendo bien las causas de donde procede, he querido juntaros para traeros a la memoria estas causas; y también para quejarme de vosotros, que estáis airados contra mí sin razón, y ver si desmayáis y perdéis el ánimo en las adversidades. En cuanto a lo que al bien público toca, pienso que es mucho mejor para los ciudadanos que toda la República esté en buen estado, que no que a cada cual en particular le vaya bien y que toda la ciudad se pierda. Porque si la patria es destruida, el que tiene bienes en particular también queda destruido con ella como los otros. Por el contrario, si a alguno le va mal privadamente, se salva cuando la patria en común está próspera y bien afortunada. Por tanto, si la República puede sufrir y tolerar las adversidades propias de los particulares, y cada cual en particular no es bastante para sufrir las de la República, más razón es que por todos juntos sea ayudada que desamparada por falta de ánimo y poco sufrimiento de las adversidades particulares, como hacéis vosotros ahora, culpándome porque os di consejo para emprender esta guerra, y a vosotros porque le tomasteis.
»Y os ensañáis con un hombre como yo, que a mi parecer ninguno le lleva ventaja, así en conocer y entender lo que cumple al bien de la República como en ponerlo por obra, ni en tener más amor a la patria, ni que menos se deje vencer por dinero, que todas estas cosas se requieren en un buen ciudadano. Porque el que conoce la cosa y no la pone por obra, es como si no la entendiese. Cuando hiciese lo uno y lo otro, si no fuera aficionado a la República, ni dirá ni hablará cosa que aproveche en común. Cuando tuviese también lo tercero y se deja vencer por dinero, todo lo venderá por esto. Por lo cual, si conocéis que todo esto cabe en mí más que en ninguno de los otros, y si en mí os confiasteis para emprender esta guerra, no cabe duda de que me culpáis sin razón.
»Porque así como es locura desear la guerra antes que la paz, cuando se vive en prosperidad, así cuando precisa a obedecer a sus convecinos y comarcanos y cumplir sus mandatos, o exponerse a todo peligro por la victoria y libertad, los que en tal caso rehuyen el trabajo y riesgo, son más dignos de culpa.
»En lo que a mí toca, soy del mismo parecer que era antes, y no lo quiero mudar. Y aunque vosotros andéis dudando y vacilando al presente, cierto es que al comienzo fuisteis de mi opinión, sino que después que os llegaron los males os arrepentisteis; y midiendo y acompasando mi opinión, según vuestra flaqueza, la juzgáis mala, porque cada cual ha sentido ahora los males y daños de la guerra, sin conocer el provecho que seguirá de ella. Por lo cual estáis tan mudados en cosa de poca importancia, que ya os falta el corazón y no tenéis esfuerzos para lo que habíais determinado antes sufrir. Así suele comúnmente acontecer, porque las cosas que vienen de súbito y no pensadas quebrantan los corazones, como ha ocurrido en nuestras adversidades, mayormente en la de la pasada epidemia. Empero, teniendo tan grande y tan noble ciudad como tenemos, y siendo criados y enseñados en tan buenas doctrinas y costumbres, no nos debe faltar el ánimo por adversidades que nos sucedan y grandes que sean, ni perder punto de nuestra autoridad y reputación.
»Que así como los hombres aborrecen y odian a quien por ambición procura adquirir la honra y gloria que no le pertenece, así también vituperan y culpan al que por falta de ánimo pierde la gloria y honra que tenía. Por tanto, varones atenienses, olvidando los dolores y pasiones particulares, debemos amparar y defender la libertad común.
»Muchas veces, antes de ahora, os he declarado que yerran los que temen que esta guerra será larga y peligrosa, y que al fin habremos lo peor. Empero, quiero al presente manifestaros una cosa que me parece no habéis jamás pensado, aunque la tenéis, que es tocante a la grandeza de vuestro imperio y señorío, de que no he querido hablar en mis anteriores razonamientos, ni tampoco hablara al presente (porque me parecía en cierto modo jactancia y vanagloria) si no os viera atónitos y turbados sin motivo; y es que, a vuestro parecer, el imperio y señorío que tenéis no se extiende más que sobre vuestros aliados y confederados; yo os certifico que de dos partes, la tierra y el mar, de que los hombres se sirven, vosotros sois señores de la una, que es lo que ahora tenéis y poseéis; y si más quisiereis, lo tendríais a vuestra voluntad. Porque no hay en el día de hoy rey ni nación alguna en la tierra que os pueda quitar ni estorbar la navegación, por cualquiera parte que quisiereis navegar, teniendo la armada que tenéis; y asimismo, entendiendo que vuestro poder no se muestra en casas ni en tierras, de que vosotros hacéis gran caso, por haberlas perdido, como si fuese cosa de gran importancia.
»No es justo que os pese en tanto grado que se pierdan, antes las debéis estimar como si fuese un pequeño jardín o unas lindezas, en comparación del gran poder que tenéis, de que yo hablo al presente, reflexionando que, mientras conservemos la libertad, fácilmente podéis recobrar todo esto. Si por desdicha caemos en la servidumbre de otras gentes, perderemos todo lo que teníamos, y nos mostraremos ser para menos que nuestros padres y abuelos, los cuales no lo heredaron de sus antepasados, sino que por sus trabajos lo ganaron, y conservaron, y después nos lo dejaron. Y mayor vergüenza es dejarnos quitar por fuerza lo que tenemos, que no alcanzar lo que codiciamos. Por tanto, nos conviene ir contra nuestros enemigos, no solamente con buena esperanza y confianza, sino también con certidumbre y firmeza, menospreciándolos y teniéndoles en poco. La confianza, que viene las más veces de una prosperidad no pensada, antes que por prudencia, puede tenerla un hombre cobarde y necio, mas la que procede de consejo y razón para abrigar esperanza de vencer a los enemigos, como vosotros la abrigáis ahora, no solamente da ánimo para poder hacer esto, pero también para tenerlos en poco.
»Y aunque la fortuna y el poder fuesen iguales, la diligencia e industria que proceden de un corazón magnánimo, hacen al hombre más seguro en su confianza y osadía; porque no se funda tanto en la esperanza, cuyos términos son dudosos, cuanto en el consejo y prudencia por las cosas que ve de presente. Así que, conviene a todos de común acuerdo mirar por vuestra honra, dignidad y seguridad de vuestro estado y señorío, que siempre os fue agradable, sin rehusar los trabajos, si no queréis también rehusar la honra, y pensar que no es sólo la contienda sobre perder la libertad común, sino sobre perder todo vuestro estado y señorío, además el peligro que crece por las ofensas y enemistades que habéis cobrado por conservarle. Por lo cual, aquellos que por temor del peligro presente, so color de virtud y bondad, procuran el reposo y la paz, sin mezclarse en los negocios de la República, se engañan en gran manera; que no está en nuestra mano el despedirnos de ellos, porque ya hemos usado de nuestro imperio y señorío en forma y manera de tiranía, la cual, así como es cosa violenta e injuriosa tomarla al principio, así también al fin es peligroso dejarla. Los hombres que por temor de la guerra persuaden a los otros que no la sigan, destruyen a la ciudad y a sí mismos, y dan la libertad a los que sujetaban antes. El reposo y sosiego no pueden ser seguros, sino encaminados por el trabajo; ni conviene el ocio a una ciudad libre como la nuestra, sino para las que quieren vivir en servidumbre.
»Por tanto, varones atenienses, no debéis dejaros engañar de tales ciudadanos ni menos tener saña contra mí, que con vuestro acuerdo y consentimiento emprendí la guerra; ni porque los enemigos os hayan hecho el mal que estaba claro os habían de hacer, si no los queríais obedecer. Y si sobrevino la epidemia, que era la cosa menos esperada, a causa de la cual he sido odiado por la mayoría de vosotros, sin razón ciertamente me queréis mal, pues cuantas veces os acaeciese una prosperidad inesperada no me la atribuiríais ni me daríais gracias por ella.
»Por necesidad debemos sufrir lo que sucede por voluntad divina, y lo que procede de los enemigos, con buen ánimo y esfuerzo. Esta es la costumbre antigua de nuestra ciudad, y así lo hicieron siempre nuestros antepasados; hacedlo también vosotros, conociendo que el mayor nombre y fama que tiene esta ciudad entre todas es por no desmayar ni desfallecer en las adversidades; antes sufrir los trabajos y pérdidas de muchos buenos hombres en la guerra. Así ha querido y conservado hasta el día de hoy este gran poder, que si ahora se pierde o disminuye, como naturalmente sucede a todas las cosas, se perderá también la memoria para siempre entre los venideros, no solamente de Atenas, sino también del imperio de los griegos.
»Nosotros, entre todos los griegos, somos los que tenemos el mayor señorío y hemos sostenido más guerras intestinas y extranjeras, y habitamos la más rica y más poblada ciudad de toda Grecia. Bien sé que los temerosos y de poco ánimo, menospreciarán y vituperarán mis razones; mas los buenos y virtuosos las tendrán por verdaderas. Los que carecen de mérito me tendrán odio y envidia, lo cual no es cosa nueva, porque comúnmente acontece a todos los que son reputados por dignos de presidir y mandar a los otros el ser envidiados. Pero el que sufre tal envidia y malquerencia en las cosas grandes y de importancia, puede dar mejor consejo, pues, menospreciando el odio, adquiere honra y reputación en el tiempo de presente y gloria perpetua para el venidero.
»Teniendo estas dos cosas delante de los ojos, la honra presente y la gloria venidera, debéislas tomar y abrazar alegremente, y no cuidaros de enviar más farautes ni mensaje a vuestros enemigos los lacedemonios, ni perder el ánimo por los males y trabajos ahora, porque aquellos que menos se turban y afrontan con más ánimo las adversidades y las resisten, son tenidos por mejores pública y privadamente».
X
Con estas y otras semejantes razones, Pericles procuraba amansar la ira de los atenienses y hacerles olvidar los males que habían sufrido. Todos de común acuerdo le obedecieron de tal manera, que en adelante no enviaron más mensajes a los lacedemonios, disponiéndose y animándose para la guerra, aunque en particular sentían gran dolor por los males pasados; los pobres porque veían aminorarse con la guerra su poca hacienda, y los ricos porque habían perdido las posesiones y heredades que tenían en el campo; y como continuaba la lucha, no en todos se disipó la ira que tenían contra Pericles, deseando algunos que le condenasen a una gran multa. Pero como el vulgo es mudable, le eligieron de nuevo su capitán, y le dieron absoluto poder y autoridad para todo, que si particularmente le odiaban a causa del dolor que cada cual sentía por los daños recibidos, en las cosas que tocaban al bien de la República conocían que tenían necesidad de él, y que era el hombre más competente que podían encontrar.
Y a la verdad, mientras tuvo el gobierno durante la paz, administró la República con moderación, la defendió con toda seguridad y la aumentó en gran manera. Después, cuando vino la guerra, conoció y entendió muy bien las fuerzas y poder de la ciudad, como se ve por lo dicho. Mas después de su muerte, que fue a los dos años y medio de comenzada la guerra, conocióse mucho mejor su saber y prudencia, porque siempre les dijo que alcanzarían la victoria en aquella lucha si se guardaban de pelear con los enemigos en tierra, empleando todo su poder por mar, sin procurar adquirir nuevo señorío, ni poner la ciudad a peligro, todo lo cual hicieron al contrario después de su muerte. En cuanto a las otras cosas no tocantes a la guerra, los que tenían el gobierno obraban cada cual según su ambición con gran perjuicio de la República y de ellos mismos, porque sus empresas eran tales que cuando salían bien, redundaban en honra y provecho de los particulares antes que del común; y si salían mal, el daño y pérdida eran para la República.
Fue causa de este desorden que, mientras Pericles tuvo el poder junto con el saber y prudencia, no se dejaba corromper por dinero, regía al pueblo libremente, mostrándose con él tan amigo y compañero, como caudillo y gobernador. Además, no había adquirido la autoridad por medios ilícitos, ni decía cosa alguna por complacer a otro, sino que, guardando su autoridad y gravedad, cuando alguno proponía cosa inútil y fuera de razón, lo contradecía libremente, aunque por ello supiese que había de caer en la indignación del pueblo, y todas cuantas veces entendía que ellos se atrevían a hacer alguna cosa fuera de tiempo y sazón, por locura y temeridad, antes que por razón, los detenía y refrenaba con su autoridad y gravedad en el hablar. Al mismo tiempo, cuando los veía medrosos sin causa los animaba. De esta manera, al parecer el gobierno de la ciudad era en nombre del pueblo; mas en el hecho todo el mando y autoridad estaba en él.
Después de muerto ocurrió que los que le sucedieron, por ser iguales en autoridad, cada cual codiciaba el mando sobre los otros, y para hacer esto procuraban complacer y agradar al pueblo con deleites, aflojando en los negocios, de donde se siguieron grandes errores como suele acontecer en una ciudad populosa que tiene mando y señorío; y entre otros muchos el mayor de todos fue que hicieron una navegación a Sicilia, en la cual mostraron su poca prudencia, no sólo en cuanto tocaba a aquellos contra quien iban para comenzar la guerra, que no debieran emprender, sino también en cuanto a los mismos que los enviaban, no proveyéndoles de las cosas necesarias a causa de las diferencias y cuestiones que sobrevinieron en la ciudad sobre el mando y gobierno de la República, acusándose los principales entre sí. De esto provino deshacerse aquella armada de Sicilia y perderse después gran parte de las naves con todas sus jarcias y aparejos. A pesar de las cuestiones en la ciudad y de tomar a los sicilianos por enemigos, además de lo otros; a pesar de que la mayor parte de sus aliados y confederados los habían dejado, y, finalmente, de que Ciro, hijo del rey de Persia, se había aliado y confederado con los peloponenses, ayudándoles con dinero para construir naves, todavía resistieron tres años y nunca pudieron ser vencidos, ni cayeron hasta tanto que después de quebrantados con sus diferencias y discordias civiles, desfallecieron. De donde parece claramente que cuando Pericles les faltó, aún les quedaban tantas fuerzas y poder que con su guía y prudencia, si él viviera, pudieran vencer a los lacedemonios en aquella guerra.
XI
Volviendo a la historia de la guerra, en este mismo verano,[49] los lacedemonios y sus aliados alistaron una armada de cien barcos; enviáronla a la isla de Zacinto, que está frente a Élide cuyos moradores son aqueos, aunque seguían el partido de los atenienses. Iban en esta armada mil hombres, y por capitán Zenemón. Saltando en tierra robaron y arrasaron muchos lugares, y trabajaron por ganar la ciudad; mas viendo que no la podían tomar, volvieron a sus casas. En el mismo verano, el corintio Aristeo y el argivo Polide, en su nombre particular, y Aneristo, y Nicolao, y Pratodemo y Timágoras, como embajadores de los lacedemonios, fueron a Asia para inducir al rey Artajerjes a que estuviese de su parte en aquella guerra, y les prestase dinero para la armada. Primero vieron en Tracia a Sitalces, hijo de Teres, para persuadirle de que dejase la amistad de los atenienses y tomase la suya, y trajese consigo gente de a pie y de a caballo, para hacer levantar el cerco que los atenienses tenían sobre la ciudad de Potidea.
Cuando estos embajadores entraron en el reino de Sitalces, para pasar la mar del Helesponto, pensando hallar allí a Farnaces hijo de Farnabazo, que los había de llevar ante el Rey, se hallaron con Sitalces, Learco, hijo de Calímaco y Ameniades, hijo de Filemón, embajadores de los atenienses; los cuales persuadieron a Sadoco, hijo de Sitalces, que había sido hecho ciudadano de Atenas, para que prendiese a los embajadores de los lacedemonios y se los remitiesen, porque sin duda venían a tratar con el Rey cosas en daño de la ciudad de Atenas. Persuadido Sadoco, envió los suyos tras los embajadores de los lacedemonios, a los cuales hallaron a la orilla del mar, donde se querían embarcar, para pasar el Helesponto, y los prendieron y llevaron a Sadoco, el cual los entregó a los embajadores de los atenienses, y ellos los recibieron y llevaron consigo a Atenas.
Poco tiempo después los atenienses, temiéndose que Aristeo, uno de ellos que había sido causa y autor de todo lo hecho en Potidea y en Tracia, les causara algún mal, además de los pasados, si se escapaba de allí, le mandaron matar y a los otros embajadores lacedemonios sin ser oídos en justicia, y después lanzaron sus cuerpos desde lo alto de los muros a los fosos, porque les pareció que por esta vía con buena y justa causa vengaban a sus conciudadanos y aliados mercaderes, que los lacedemonios habían cogido en la mar, y después los habían muerto y lanzado a los fosos.
Desde el principio de esta guerra los lacedemonios tenían por enemigos a todos aquellos que cogían en el mar, que siguiesen el partido de los atenienses (salvo a aquellos que no siguiesen ninguno de los dos bandos), y los mandaban matar, sin perdonar a ninguno.
Casi al fin de aquel verano los ambraciotas, con un buen ejército de bárbaros, salieron contra los argivos que habitan la región de Anfiloquia, y contra toda su tierra, por cuestión que habían tenido nuevamente con ellos; la causa fue esta: Anfíloco, hijo de Anfiarao, que era natural de la ciudad de Argos en Grecia a la vuelta de la guerra de Troya, no queriendo ir de nuevo a su tierra por enojos y diferencias que había tenido,[50] dirigiéndose al golfo de Ambracia, que está en la región de Piro, fundó una ciudad que llamó Argos, en memoria de aquélla de donde él era natural, y le puso por sobrenombre Anfiloquia, la cual fue muy populosa entre todas las otras ciudades de tierra de Ambracia. En el transcurso del tiempo, teniendo muchas diferencias con sus vecinos, viéronse forzados a recoger a los ambraciotas, sus vecinos, en su ciudad. Estos primeramente les trajeron la lengua griega, de manera que todos hablaban griego, aunque antes eran bárbaros como son todos los otros de tierra de Anfiloquia, excepto los moradores de la misma ciudad. Después, andando el tiempo, los ambraciotas echaron a los argivos de la ciudad y la poseyeron ellos solos. Estos argivos que así fueron lanzados se acogieron a los acarnanios entregándose a ellos, y todos juntos vinieron a demandar ayuda a los atenienses para que pudiesen recobrar su ciudad.
Los atenienses les enviaron treinta naves de socorro, y por capitán de ellas a Formión, el cual tomó la ciudad por fuerza, la robó y saqueó y después la dejó a los acarnanios y a los anfiloquios juntamente; con este motivo comenzó entonces la alianza y la confederación entre los atenienses y los acarnanios y la enemistad entre los ambraciotas y los anfiloquios de Argos, porque los anfiloquios en esta empresa retuvieron muchos prisioneros de los ambraciotas, quienes al tiempo de esta guerra juntaron un gran ejército, así de los suyos como de los caones, y de otros bárbaros sus vecinos; vinieron derechos hacia Argos y robaron y destruyeron toda la tierra, mas no pudieron tomar la ciudad, volviendo de allí a sus casas. Todo esto pasó en aquel verano.
Al principio del invierno,[51] los atenienses enviaron veinte naves al Peloponeso nombrando capitán de la armada a Formión, quien, partiendo del puerto de Naupacto, impidió que nave alguna pasase, ni entrase, ni saliese de Corinto ni de Crisa. También enviaron otras seis naves con Melesandro a Caria y Licia, para traer el dinero que del tributo cobrasen, y para guardar las naves mercantes de los atenienses que iban desde Fasélide de Fenicia, y desde la tierra firme, a fin de que no fuesen robadas de los corsarios del Peloponeso. Melesandro saltó en tierra y fue vencido y muerto, perdiendo la mayor parte de los suyos.
En este mismo invierno, los potideatas, viendo que no podían guardar más su ciudad ni defenderla de los atenienses, que hacía largo tiempo la tenían cercada, por la falta de víveres y la necesidad en que les ponía el hambre, la cual era tan extrema, que, entre otras cosas intolerables que les ocurrieron fue comerse unos a otros, viendo que por ninguna guerra que hiciesen otros a los atenienses levantarían el cerco, pusiéronse al habla con los caudillos de éstos, que eran Jenofonte, hijo de Eurípides, Meliodoro, hijo de Aristóclides, y Fanómaco, hijo de Calímaco, y se entregaron con estas condiciones: que los de la ciudad y los hombres de pelea extranjeros que estaban dentro saliesen con una sola vestidura y las mujeres con dos, y sacasen también consigo cierta cuantía de dinero para el camino. Estas condiciones las aceptaron los capitanes viendo la necesidad en que estaba su ejército por razón del invierno y la gran suma que costaba aquel cerco que montaba más de dos mil talentos. Los potideatas salieron de su ciudad y partieron a tierra de Calcidea cada cual como mejor pudo.
Esto disgustó a los atenienses, y se indignaron contra sus capitanes, diciendo que pudieran muy bien haber tomado la ciudad, si hubieran querido. Pero al fin enviaron allí ciudadanos para poblarla.
Todas estas cosas se realizaron en aquel invierno, que fue el fin del segundo año de la guerra que escribió Tucídides.
XII
En el verano siguiente, los peloponenses y sus aliados y compañeros de guerra, no quisieron volver a tierra de Atenas, y fueron derechos a la ciudad de Platea, llevando por capitán a Arquidamo, hijo de Zeuxidamo, rey de Lacedemonia. Habiendo ya asentado su real delante de la ciudad, estando para querer entrar y destruir la tierra, los ciudadanos de Platea les enviaron sus embajadores, que les hablaron de esta manera:
«Rey Arquidamo, y vosotros lacedemonios, obráis sin razón y sin justicia, y contra vuestra honra y dignidad, y la de vuestros padres y antepasados al venir como enemigos a nuestra tierra y poner cerco a nuestra ciudad, porque el lacedemonio Pausanias, hijo de Cleómbroto, que libertó la Grecia del señorío de los medos, con los griegos que se expusieron al peligro de la batalla en nuestra tierra, habiendo hecho sus sacrificios en medio de nuestra plaza a Zeus libertador, en presencia de todos los del ejército, devolvió a los de Platea su ciudad y su tierra, para que viviesen en libertad, según sus leyes, y quiso que ninguno les hiciese guerra ni injuria, por codicia de dominarlos, y conjuró a todos los confederados y aliados, que entonces allí se hallaron, a que los defendiesen con todo su poder contra todos y cualesquiera hombres que quisiesen hacerles algún daño. Este fue el pago y galardón que vuestros padres nos dieron por la virtud y esfuerzo que mostramos en aquel peligro. Mas vosotros hacéis lo contrario, viniendo aquí con los tebanos, nuestros enemigos capitales, para sujetarnos y ponernos en servidumbre. Llamamos, pues, por testigos a los dioses que entonces intervinieron en aquellos juramentos, y a los nuestros de vuestra patria, contra vosotros, si nos hacéis algún mal en nuestra tierra, y si viniendo contra vuestros juramentos, no nos dejareis vivir en libertad y conforme a nuestras leyes, según lo ordenó Pausanias».
Con esto acabaron su razonamiento, al cual Arquidamo respondió de esta manera:
«Muy bien habláis, varones platenses, si los hechos conforman con las palabras; pues así como Pausanias os otorgó entonces que vivieseis en libertad, y según vuestras leyes, así también debéis vosotros por vuestra parte, con todo vuestro poder, ayudar a guardar y conservar en la misma libertad a los griegos que se hallaron presentes al acto del juramento, de que vosotros ahora habláis, y fueron partícipes del peligro y trabajos de la guerra también como vosotros, los cuales han sido sujetados y puestos en servidumbre por los atenienses, por cuya causa se reúne todo este ejército que veis y hace esta guerra. Y tanto más guardaréis vuestros juramentos, cuanto más y mejor ayudéis a devolverles la libertad. Si no lo queréis hacer, a lo menos vivid como hasta aquí, labrando vuestra tierra en paz, sin parcialidad por unos ni por otros, sino recibiendo a ambas partes por amigos. Y en cuanto a la guerra, no ayudéis más a los unos que a los otros».
Oída esta respuesta, los embajadores de Platea, volvieron a su ciudad y relataron al pueblo lo que había pasado con Arquidamo. El pueblo les mandó que fueran de nuevo a Arquidamo y le dijesen era imposible para ellos hacer lo que mandaban, sin consentimiento de los atenienses, porque tenían sus hijos y sus mujeres en Atenas, y además recelaban poner la ciudad en gran peligro, porque después de salir de allí los de Arquidamo, los atenienses, mal contentos de lo hecho, vendrían sobre ellos. Y también los tebanos, que no estaban obligados por juramento, so color de que la ciudad debía recibir a unos y a otros, procurarían volver a conquistarlos. A esto les respondió Arquidamo, con mucha osadía, de esta manera:
«Entregad la ciudad y también vuestras casas a nosotros los lacedemonios. Y asimismo mostradnos vuestros términos y dadnos por cuenta los árboles y todo aquello que se puede contar, y partid para donde quisiereis, con vuestras mujeres e hijos, durante la guerra. Cuando volváis, os devolveremos lo que así hayamos recibido, y entretanto lo tendremos en depósito, labraremos vuestras tierras, y de los frutos os daremos todo lo necesario para vuestra subsistencia».
Con esta demanda regresaron los embajadores a la ciudad, y lo consultaron con el pueblo, el cual respondió, resolviendo, que aceptarían la petición si los atenienses les autorizaban, para lo cual querían consultarles. Entretanto pidieron treguas para que no hiciesen mal ni daño alguno en la ciudad, ni en su tierra, lo cual les fue otorgado. Mas cuando los embajadores de los de Platea llegaron a Atenas y consultaron con los atenienses, volvieron a los suyos con este razonamiento:
«Los atenienses os dicen, varones de Platea, que desde el tiempo en que hicieron alianza y confederación con vosotros, nunca permitieron que se os hiciese injuria por ninguna persona, ni menos lo permitirán ahora, preparados para ayudaros con todo su poder y fuerzas. Por tanto, os requieren y amonestan, que acordándoos del juramento que hicieron vuestros padres y antepasados, no queráis innovar cosa en contrario, de la paz y confederación que hay de por medio».
Oído este mensaje de los embajadores, los de Platea determinaron no apartarse de los atenienses, sino resistir a los enemigos, aunque los viesen quemar y destruir sus tierras, y sufrir y tolerar todos los males y daños que les pudiesen hacer. No quisieron dejar salir a ninguno con mensaje a los lacedemonios, sino que desde los muros les respondieron que era imposible hacer lo que les mandaban. Sabida esta respuesta, el rey Arquidamo se acercó a la muralla e hizo contra ellos esta protesta a los dioses y héroes abogados de aquella ciudad:
«Vosotros, dioses y héroes abogados de esta ciudad y tierra de Platea, sabed y sed testigos de cómo éstos de Platea son los primeros que han quebrantado el juramento y comenzado las injurias, y que por su culpa, y no nuestra, venimos como enemigos a su tierra, en la cual nuestros antepasados, por los votos y sacrificios que en ella os hicieron, alcanzaron la victoria contra los medos, mediante vuestro favor y ayuda, y que en lo de hoy más hiciéremos contra ellos, no lo hacemos sin justicia, pues ni por ruegos ni amonestaciones que les hemos hecho, pudimos convencerles. Por tanto permitid que aquellos que primeramente han hecho la injuria, paguen primero la pena, y los que quieren castigarles con razón puedan hacerlo».
Cuando acabó su oración mandó a los suyos que comenzasen la guerra. Primeramente hizo cercar la ciudad con un baluarte hecho de tierra, y de los árboles que cortaron en derredor, para que ninguno pudiese entrar ni salir. Después comenzaron a hacer un bastión o baluarte, esperando poderle acabar en poco tiempo, según la mucha gente que trabajaba en la obra, y que con esto podrían tomar la ciudad. La forma del bastión era ésta. Primeramente, con las ramas de los árboles que cortaron en el monte Citerón, hicieron unos zarzos en forma de cestones y estacadas, y poníanlos a una parte y a otra del bastión, sujetándolos con unos maderos para que no pudiese salirse la tierra que echaban dentro. Después lanzaban piedras, leña y tierra, y todos los otros materiales que podían aprovechar para llenarlo. Así continuaron la obra setenta días, no dejando el trabajo de noche ni de día, porque cuando unos se iban a comer o dormir, venían otros a trabajar. Y para que se acabase más pronto la obra y fuese mejor, tenían a cargo de ella a los lacedemonios, que mandaban a los soldados, y a los otros diputados de las ciudades.
Cuando los de la ciudad vieron que aquel bastión subía tan alto, comenzaron por dentro de la muralla a hacer otro muro fuerte de piedras y cantos que tomaban de las casas más cercanas, que para este efecto derribaban, y para sostenerle entremetían madera y leños, y por fuera le cubrían de cueros para que no fuesen heridos de los enemigos mientras lo labraban, y para que si lanzaban fuego, no pudiese prender en la madera. De modo que así, de una parte como de la otra, subía en alto el edificio.
También, los de la ciudad, para estorbar la obra de los sitiadores, usaron de esta invención. Rompieron la muralla frontera al bastión de los enemigos, donde éstos habían fabricado otro reparo de madera y tierra que venía a juntarse con la muralla, para llegar cubiertos hasta el pie de ella, después que su bastión fuese acabado, y por aquel orado que abrieron, sacaban por debajo la tierra que los otros echaban dentro. Mas cuando los lacedemonios comprendieron la estratagema, hicieron cestones, metiendo dentro cieno y tierra, y pusiéronlos en lugar de la tierra que habían sacado, de manera que ya en adelante no podían sacar la tierra tan fácilmente como antes.
Tampoco se descuidaron los platenses en hacer su deber por otra vía, pues practicaron grandes minas por dentro de la muralla, que salían a dar debajo del bastión de los enemigos, y por estas mismas les sacaban la tierra del bastión, sin cesar este trabajo. Esto lo hicieron muchos días, antes que fuesen sentidos de los enemigos, los cuales se espantaban de ver que su bastión no subía más con la gran cantidad de tierra que echaban dentro por encima, y que se sumía y hundía hacia el medio. Todavía los ciudadanos, considerando que si la cosa iba a la larga no podrían sacar tanta tierra del bastión por las minas cuanta lanzarían dentro los enemigos, por ser muchos más en número, y por la actividad con que trabajaban en esto, inventaron otro remedio para defenderse, que fue éste: Frente a su muralla, donde los enemigos habían hecho el reparo para entrar, hicieron otro muro por dentro, en forma de media luna a los lados, de tal manera, que las dos puntas de él se juntasen con la muralla, enfrente a las dos puntas del bastión de los enemigos, y veníanse extendiendo con este muro hacia más dentro de la ciudad, para que si los enemigos tomaban aquella parte del primer muro, hallasen otro, contra el cual les fuese necesario hacer nuevo bastión, que les sería doblado trabajo y estarían en mayor peligro, hallándose encerrados.
Por la otra parte, los peloponenses dispusieron dos aparatos[52] encima de su bastión, con los cuales tiraban a dos lugares: con el uno batían el muro que hacían los de la ciudad por dentro, de suerte que lo deshicieron en gran parte, lo cual asustó mucho a los ciudadanos, y el otro batía la cerca principal. Contra estas máquinas los ciudadanos usaron de dos remedios: el uno fue hacer grandes lazos de cuerdas, con que rebatían el golpe: el otro disponer grandes vigas de madera,[53] las cuales colgaban por los cabos con cadenas de hierro, que asían a las vigas pendientes de lo alto de la muralla, al través. Y cuando veían venir el golpe de la máquina aflojaban los cabos de las cadenas a que estaban asidas, y súbitamente las vigas venían a caer a la punta del aparato que batía, y recibían el golpe.
Como los peloponenses viesen que por estos medios, y haciendo cuanto sabían, no podían batir la muralla, que aun batiendo la una quedaba el otro muro de dentro por combatir, y que con gran trabajo podrían tomar la ciudad por esta brecha, determinaron cercarla toda. Pero antes de hacer esto intentaron quemarla, lo cual les parecía cosa fácil si favoreciese el viento, por cuanto la ciudad era muy pequeña, imaginando todas las vías por donde la pudiesen ganar sin grandes gastos y sin tener largo tiempo el cerco. Llenaron de ramaje y de haces de leña el foso que estaba entre su bastión y la muralla, y en breve espacio de tiempo, por la multitud de hombres que se ocupaban en ello, la extendieron y alargaron lo más adelante que pudieron hacia la ciudad, y por lo alto pegaron fuego, lanzando dentro pez y azufre, con lo que de inmediato se levantó tan gran llama cuan nunca se vio encendida por mano de hombre, pues algunas veces el fuego se prende por sí mismo en los montes, por el gran combate de los árboles, arrastrados por la fuerza del viento, de donde también sale mucha llama. Este fuego, tan grande y tan intenso, por poco quema toda la ciudad y a todos los moradores, pues sólo quedó una pequeña parte de ella donde no entrase. Y si el viento acudiera, como pensaban, no se escaparan los de dentro. Mas sucedió muy de otra manera, porque cayó copiosa lluvia con grandes truenos que, según dicen, lo apagó de pronto. Viendo los peloponenses que tampoco en esto acertaba su intención, determinaron dejar una parte de su ejército en el cerco, y que los demás partiesen. La cercaron, pues, por todos lados con un muro, y por acabar más pronto la obra, la repartieron por cuadrillas, dando a cada cual de las ciudades su cuadrilla, y haciendo fosos a lo largo de la muralla así por dentro como por fuera. De la tierra que sacaron hicieron ladrillos.
Acabada la obra dejaron una parte de su gente, en número bastante para guardar la mitad de aquella muralla, y de la otra mitad encargaron la guarda a los beocios. Todos los demás partieron para sus ciudades, en la época en que se muestra la estrella llamada Arturo.[54]
Volvamos a los de Platea que, como arriba contamos, habían enviado fuera de su ciudad las mujeres, los viejos, los niños y todos aquellos que no eran de provecho para la guerra, de manera que sólo quedaron dentro cuatrocientos ochenta hombres de pelea atenienses, diez mujeres que les cocían pan, no más de ningún estado ni condición, los cuales determinaron defender la ciudad.
XIII
En este mismo verano, al principio del cerco de Platea, los atenienses enviaron a Jenofonte, hijo de Eurípides, y a otros dos capitanes, con dos mil hombres de a pie, ciudadanos, y doscientos de a caballo, extranjeros, al tiempo de la siega, para hacer la guerra a los calcidenses y a los beocios, que estaban en la región de Tracia; los cuales, al llegar delante de la ciudad de Espartola, en la región de Beocia, talaron y destruyeron todos los trigos; además tenían inteligencias con algunos de la ciudad que les parecía querían rebelarse para meter a los atenienses dentro de ella. Mas los otros, que no participaban de los tratos, hicieron venir de la ciudad de Olinto una banda de gente de a caballo que, al llegar a Espartola juntamente con los de la ciudad, salieron a pelear contra los atenienses, y en esta batalla la infantería de los calcideos, que estaba muy bien armada, y algunos otros extranjeros que habían acudido en socorro de la ciudad, fueron hasta las puertas. Mas la gente de a caballo de Olinto, y los de a pie que vinieron armados a la ligera, con otros pocos que traían paveses, que eran de la región llamada Crusia, detuvieron la caballería de los atenienses. Cuando se iban retirando de una parte y de otra de la pelea, sobrevinieron de refresco algunas compañías de infantería bien armadas, que los olintios enviaban en socorro de los de la ciudad, quienes al verlas venir cobraron ánimo; sobre todo los de a pie, que venían armados a la ligera, y los calcidenses de a caballo. Con aquel socorro de los olintios, salieron contra los atenienses y los rechazaron y forzaron a que se retirasen hasta las dos compañías que habían dejado en guarda del bagaje y municiones; y aunque los atenienses se defendían valientemente, y todas las veces que revolvían sobre los enemigos los lanzaban de sí, todavía cuando se retiraban hacia su real, los contrarios de a pie los perseguían, tirándoles de lejos, y los de a caballo de cerca, a golpe de mano, de tal manera, que al fin les hicieron volver las espaldas y huir.
En esta huida y persecución hubo muchos muertos de los atenienses; además de los que murieron en la pelea, entre todos cuatrocientos treinta, y con ellos los tres capitanes.
Al día siguiente, los atenienses, después de obtener sus muertos de los de la ciudad para darles sepultura, se volvieron con lo restante de su ejército a Atenas.
De esta batalla, los calcideos y beocios, después de sepultar a los que murieron de su parte, levantaron trofeo en señal de victoria delante de la ciudad.
En el mismo verano,[55] poco tiempo después de esta batalla, los ambraciotas y los caones, deseando sujetar a todos los de tierra de Acarnania y apartarlos de la devoción y alianza de los atenienses, ofrecieron a los lacedemonios que si les daban algunas naves, las que fácilmente podrían sacar de las ciudades confederadas, ellos podrían seguramente con mil hombres de pelea de los suyos, sujetar toda la tierra de Acarnania, por causa de que los unos no podían socorrer a lo otros; y esto hecho, sin gran dificultad ganarían la isla de Zacinto y la de Cefalonia, y aun tenían esperanza de tomar a Naupacto. De hacer esto, los atenienses no podrían adelante navegar, ni recorrer la mar en torno del Peloponeso como acostumbraban.
Los lacedemonios les otorgaron su demanda, y de inmediato enviaron a Zenemón, que a la sazón era su general de las fuerzas de mar, con las pocas naves que tenían y la gente de a pie, y escribieron a las ciudades sus confederadas que enviasen con toda diligencia sus barcos de guerra a Léucade.
Había, entre los otros pueblos confederados, los de la ciudad de Corinto, que eran muy aficionados a los ambraciotas por ser de su población, y por tanto se apresuraron a armar sus naves y enviarlas. Lo mismo hicieron los siciones, y sus vecinos y comarcanos, aunque los anactorios, y los ambraciotas, y los leucadios fueron más pronto al puerto de Léucade que los otros.
Zenemón y los mil combatientes que llevaba consigo fueron con tanta presteza, que pasaron por delante de Naupacto, sin que Formión, capitán de los atenienses, que tenía allí veinte naves para guardar el paso y la tierra los descubriese. Saltaron, pues, a tierra junto a Corinto, y estando allí, pocos días después llegó el socorro de los ambraciotas, leucadios y anactorienses. Además de éstos, que todos eran griegos, vino una buena banda de bárbaros, que serían hasta mil caones, nación no sujeta a rey, sino que vive mandada por ciertos cónsules y gobernadores, que eligen cada año de linaje y sangre real; por sus capitanes venían Fotio y Nicanor, y también con éstos los tesprotios, que también viven sin rey; y los molosos y atintanes, cuyo capitán era Sabilinto, a la sazón tutor de Taripe, rey de los molosos, menor de edad. Y asimismo vino Oredo, rey de los paroveos, que conducía con la gente de su compañía mil orestanos, súbditos del rey Antíoco, llegados allí con su licencia y consentimiento. También Perdicas, rey de Macedonia, les envió, ocultándolo a los atenienses, mil macedonios, los cuales no pudieron arribar cuando los otros.
Con este ejército partió Zenemón de Corinto por tierra, sin querer esperar a los que iban por mar, y pasando por tierra de Argos destruyó la villa de Limnea, que no estaba fortificada. De allí fue derechamente hacia la ciudad de Estrato, que es la mayor de toda la región de Acarnania, con esperanza de que, si la tomaba, podría después tomar todas las otras sin riesgo.
Cuando los acarnanios supieron que venía tan gran ejército contra ellos por tierra y que les esperaba gran armada de los enemigos, no curaron de enviar socorro unos a otros, sino que cada cual se preparaba para defender su ciudad y su tierra y todos juntamente enviaron a decir a Formión que fuese a socorrerles. Mas él les respondió que no le era lícito desamparar el puerto de Naupacto, sabiendo que la armada de los enemigos había de partir pronto de Corinto.
Los peloponenses, repartido su ejército en tres escuadrones, vinieron por tierra derechos a la ciudad de Estrato con intención de entrar por fuerza, si los de adentro no querían entregarla. De estos tres escuadrones, los caones y los otros bárbaros venían en medio; a la derecha estaban los leucadios, los anactorienses y los otros de su compañía, y a la izquierda los de Zenemón con los peloponenses y los ambraciotas. Marcharon estos escuadrones por diversos caminos, tan distantes unos de otros, que algunas veces no se veían. Los griegos venían en batalla guardando su formación y con orden de escoger cuando estuviesen delante de la ciudad, algún lugar a propósito para plantar su campo. Mas los caones, confiándose en su esfuerzo, pues eran reputados por los más valientes de todos los bárbaros, no quisieron asentar su real en la parte de tierra firme, tomando por afrenta buscar gran seguridad, y pensaron con la ayuda de los otros bárbaros que venían en su escuadrón, espantar a los de la ciudad de rebato y tomarla de este modo, de suerte que antes que los otros llegasen alcanzarían la honra de aquella empresa. Para ello se adelantaron lo más que pudieron, de manera que estaban a vista de la ciudad bastante tiempo antes que los otros. Como los de la ciudad de Estrato conociesen esto, acordaron que si podían deshacer y desbaratar este escuadrón de los caones, los otros se recelarían y temerían llegar, y pusieron gente apostada fuera de la ciudad hacia aquella parte. Cuando los caonios estuvieron entre la ciudad y las celadas, salieron por dos partes contra ellos con tanto denuedo, que los desbarataron y pusieron en huída y mataron muchos. Los otros bárbaros que venían en pos de ellos, al verlos huir, hicieron los mismo, y así todos a rienda suelta huyeron antes de que los griegos los viesen y cuando aún no pensaban en combatir, sino en tomar lugar para asentar su campo. Al verles huir, recogiéronlos en su escuadrón, se cerraron todos juntos en un tropel y estuvieron allí quedos aquel día, esperando a los de la ciudad por si salían contra ellos; pero no quisieron salir a causa de que los otros acarnanios no les habían enviado ningún socorro. Solamente les tiraban con hondas, porque todos los de Acarnania son mejores tiradores de honda que las otras naciones. Además, no estando bien armados, no les pareció buen consejo acometer al enemigo.
Viéndo Zenemón que no salían, llegada la noche se retiró con gran presteza hasta la ribera de Anapo que está apartada de la ciudad ochenta estadios, y al día siguiente, habiendo obtenido sus muertos de los de Estrato, se retiró con su ejército a tierra de los eniadas, que le acogieron de buena gana por la amistad que tenían con los peloponenses. De allí partieron todos para llegar a sus casas, sin esperar el socorro que les había de llegar.
Los ciudadanos de Estrato levantaron trofeo en señal de la victoria que alcanzaron contra los bárbaros.
XIV
La armada que los corintios y sus confederados habían de enviar desde el golfo de Crisa en socorro de Zenemón contra los de Acarnania, si acaso quisiesen venir a socorrer a los de Estrato, no llegó a tiempo, sino que se vio obligada, cuando se libraba la batalla de Estrato, a combatir por mar contra los veinte navíos que tenía Formión en guarda de Naupacto, el cual los estaba espiando para acometerlos en alta mar cuando salieran del golfo. Los corintios, que no estaban preparados para pelear en el mar, sino que solamente llevaban encargo de transportar la gente de guerra a Acarnania, nada sospechaban, pensando que Formión, que tenía sólo veinte naves, no osaría acometer las suyas, que eran cuarenta y siete. Pero al pasar navegando a lo largo de la costa de Epiro para llegar a Acarnania, que está enfrente, vieron salir a los atenienses de Cálcide y del río Éveno, y que iban derechamente contra ellos, pues no impidió descubrirles la noche, y por este medio los corintios fueron forzados a pelear en medio del estrecho. Llevaban por capitanes aquellos que cada ciudad había señalado y de los corintios eran caudillos Macaón, Isócrates y Agatárquidas.
Los peloponenses pusieron todas sus naves en cerco cerrado, las proas fuera y las popas hacia dentro, tomando el mayor espacio que pudieron en la mar, para estorbar la salida a los enemigos. Y dentro del cerco pusieron los más pequeños barcos y cinco de las más ligera juntas, para hacerlas salir de pronto contra las de los enemigos en momento oportuno. Los atenienses pusieron todas sus naves en hilera, iban cercando las de los enemigos, que querían acometer, y pasando adelante de las que habían cercado, hacían estrechar sus naves, siempre en menos espacio y retirarse siempre cerradas en orden, porque Formión había mandado a los suyos que no comenzasen la batalla hasta que él hiciese la señal. Hacía esto, por saber bien que los peloponenses no podrían guardar el mismo orden en el mar con sus naves que en batalla campal y también porque comprendía que las naves se encontrarían a veces y se estorbarían unas a otras, sobre todo cuando el viento se levantase de tierra, que comúnmente comienza al alba, viento que estaba esperando. Entretanto, hacía señal de querer trabar pelea con ellos, teniendo por cierto que cuando se levantase el viento no podrían estar un momento firmes y quedas las naves contrarias y que entonces las podría acometer más fácilmente, a causa de que sus barcos eran más ligeros, y así sucedió.
Cuando empezó el viento, las naves que estaban en cerco y las otras más ligeras que estaban dentro, comenzaron a encontrarse unas con otras y sucesivamente siguió el desorden de todas, de manera que la gente que estaba dentro tenía harto que hacer en empujar con remos unas naves para que no chocasen con las otras donde ellos venían, con tantas voces y clamores de unos y otros, deshonrándose y diciéndose denuestos, que ni podían oír ni entender lo que les mandaban los capitanes y los que lo entendían no podían guiar sus barcos donde querían, por el aprieto en que estaban por el gran oleaje y también porque no eran diestros en cosas de mar.
Entonces Formión, viendo el desorden de los contrarios, hizo señal a los suyos para la batalla, los cuales, acometiendo a los enemigos, estuvieron primeramente con una de las naves capitanas, echándola a fondo, y todas las otras que venían en su auxilio las destrozaron y desbarataron tan animosamente, que no les dieron lugar para volver a juntarse ni cobrar ánimo; antes todas se pusieron en huida hacia Patras y Dima, que están en la región de Acaya; y los atenienses las perseguían, dándoles caza. Así tomaron doce de ellas y mataron mucha de su gente.
Pasado esto volvieron a Milicrión, donde levantaron trofeo en señal de victoria y consagraron una nave a Posidón, dios del mar. Desde allí se dirigieron a Naupacto.
Los peloponenses, con los barcos que habían escapado desde Patras y Dima, volvieron a Cileno, donde los eleos tienen sus atarazanas. Allí también llegó Zenemón, que iba de Léucade, después de la batalla de Estrato y juntamente las otras naves que se habían de juntar con ellos. Estando allí llegaron Timócrates, Brasidas y Licofrón, que los lacedemonios habían enviado en ayuda de Zenemón, al cual mandaron que siguiese el consejo de éstos en cosas de mar y que preparase otra batalla naval, a fin de que los enemigos, con menos barcos, no quedasen dueños de la mar; pues les parecía que la batalla se perdió por falta de su gente, por muchas razones, y la principal por ser la primera vez que habían combatido en el mar, no pudiendo tener la destreza que los atenienses, que estaban acostumbrados y que la victoria no se logró porque los atenienses tuviesen más barcos y mejor dispuestos, sino por ignorancia y flojedad de los suyos. A causa de esto, enviaron los tres capitanes arriba nombrados, con ira y desdén, para dar a entender a Zenemón sus faltas y las de los suyos.
Al llegar estos tres capitanes donde estaba Zenemón, pidieron cierto número de barcos a las otras ciudades e hicieron reparar los que allí había, lo mejor que les pareció. Por otra parte, Formión envió mensajeros a los de Atenas para hacerles saber la victoria que había alcanzado y también para noticiarles los aprestos de guerra que hacían de nuevo los enemigos, pidiendo que le enviasen brevemente socorro de más gente y más barcos, lo cual hicieron los atenienses, enviándole veinte naves, con buen número de soldados y orden con el capitán de ellas de que de inmediato se dirigiese con toda la armada a Creta. Mandaron esto porque un ciudadano de Creta, llamado Nicias de Gortina, que era amigo, les había aconsejado enviasen allí su armada, prometiéndoles hacer que ganasen la ciudad de Cidonia, que era del bando de los contrarios, por medio de los polinitas comarcanos de los cidonios.
Formión, cumpliendo el mandato de los atenienses, fue derechamente a Creta y de allí a Cidonia. Con la ayuda de los polinitas, robó y destruyó toda la tierra de los cidonios, y porque los vientos contrarios no le dejaban navegar, vióse forzado a esperar allí mucho tiempo.
Entretanto los peloponenses, que estaban en Cilena, habiendo dispuesto las cosas necesarias en contra de sus enemigos, se dirigieron a Panormo, situada en el cabo de Acaya, donde estaba el ejército de tierra que habían ya enviado para socorrer y ayudar la armada.
Formión, con las veinte naves que tenía el día de la batalla, fue derecho al cabo de Milicrión y tomó puerto allí cerca, porque éste lugar era del bando de los atenienses y frente a él, de la parte del Peloponeso, había otro cabo que distaba siete estadios a la boca del golfo de Crisa, que pertenecía a los peloponenses.
Estos fueron a tomar puerto a otro cabo de Acaya, que no estaba lejos de la ciudad de Panormo, donde tenían su ejército de tierra y setenta y nueve barcos. Las dos armadas estaban a la vista y permanecieron seis o siete días, ensayándose y aparejándose para la batalla, pues los peloponenses, por el temor que tenían, acordáronse de la anterior jornada que perdieron, no osaban salir del estrecho a alta mar y los atenienses no querían entrar a pelear en el estrecho, sabiendo que no les era ventajoso.
Estando en esto Zenemón y Brasidas y los otros capitanes de los peloponenses, viendo a los suyos aún medrosos por la pérdida pasada, mandáronlos juntar, y para animarles, les hicieron este razonamiento:
XV
«Si algunos de vosotros, varones lacedemonios, temen la batalla que esperamos, por razón de la pasada que perdimos, no tiene justa causa de temor, porque nuestros aprestos de guerra no eran entonces tal cual convenía, no pensando combatir por mar, ni nuestra navegación era sino para pelear con nuestro ejército en tierra, de donde nos sucedieron los inconvenientes que visteis, que no fueron pequeños por mala fortuna y puede ser que por ignorancia, pues era la primera vez que combatíais en el mar. Por tanto, sabiendo que no por nuestra culpa, ni por el esfuerzo de los enemigos, fuimos vencidos, antes hay muchas razones en contrario, no es justo que desmayemos, ni perdamos el esfuerzo, sino que debemos considerar que aunque muchas veces los buenos, por caso de fortuna, no acierten, no por eso pierden el esfuerzo de corazón y virtud de ánimo que siempre tienen, la cual no piensan haber perdido por la falta de habilidad pasada, ni por eso desmayan ni aflojan sus fuerzas. Y en lo que a vosotros toca, ciertamente, si no tenéis tanto saber y conocimiento de las cosas de mar como los enemigos, tenéis más osadía y valor.
»En cuanto al arte y saber de éstos (que teméis), si vienen acompañados del esfuerzo y osadía, tendrán memoria para realizar en los peligros lo que aprendieron por arte y ejercicio; mas si este esfuerzo les falta, poco les aprovecharán el saber o la destreza. Porque el temor daña y quita la memoria, y el arte, sin esfuerzo de corazón, no es de provecho en los peligros. Si vosotros no tenéis tanta experiencia en las cosas del mar como los enemigos, tanto más esfuerzo y osadía mostraréis. Y para ahuyentar el temor, porque fuisteis vencidos una vez, poned delante de vuestros ojos que no estabais entonces apercibidos ni aparejados para combatir. Considerad, además, que tenéis muchas más naves que vuestros enemigos y que vosotros combatís a la vista de vuestro ejército, que está aquí en tierra para daros ayuda, siendo razonable que los que son más en número y viven más apercibidos, deben llevar lo mejor en la batalla. Así, pues, no vemos motivo para abrigar temor, antes, las faltas pasadas nos han de hacer, por la experiencia, más instruidos.
»Cobrad, pues, ánimo, así los capitanes como la gente de guerra y marineros, y cada uno haga su deber, sin desamparar el lugar donde está puesto en ordenanza, porque nosotros, que somos vuestros caudillos y capitanes, no os daremos menor ventaja y oportunidad para combatir ahora, que aquellos que os guiaron en la primera jornada, ni menos os daremos ocasión ni ejemplo para que seáis flojos o cobardes; y si alguno se mostrare tal, será castigado según su merecido. A los que, por el contrario, probaron ser buenos y esforzados, se les premiará su virtud y esfuerzo.»
Con estas y otras razones semejantes, los peloponenses animaron a los suyos.
Por otra parte, Formión, viendo su gente amedrentada por el gran número de barcos de los enemigos, les hizo asimismo juntar y les animó, porque siempre les había asegurado que no podría venir tan gran armada contra ellos, que no fuesen bastantes para resistirla y ellos mismos, por ser atenienses, tenían presunción de que no darían ventaja a ninguna armada de los peloponenses por grande que fuese. Mas como entonces los viese atemorizados, queriéndoles animar, les hizo este razonamiento.
XVI
«Viéndoos tan amedrentados, varones atenienses, por la multitud de los enemigos he mandado aquí juntaros, pues me parece cosa indigna mostrar temor donde no hay de qué temer, que si han reunido aquí esta multitud de barcos que veis, muchos más en número que los nuestros, es por el miedo que nos tienen acordándose de la victoria que hace poco les ganamos y conociendo que tantos por tantos, no se deben comparar a nosotros.
»Vienen confiados en una sola cosa, como si en ésta conviniese poner toda su esperanza; es, a saber, en la gente de a pie que tienen, con la cual muchas veces han conseguido la victoria en tierra, pensando que será lo mismo por mar, en lo cual se engañan; porque si en la manera de guerrear en tierra ellos tienen algún arte, nosotros la tenemos mucho mayor en pelear por mar. En tener buen corazón ninguna ventaja nos llevan, que tan iguales somos los unos como los otros; pero en ser más experimentados los unos en la mar y los otros en la tierra, nos debe hacer más animosos y osados aquello en que tenemos mayor esperanza.
»De otra parte, los lacedemonios, que son caudillos de sus aliados y confederados, por ganar honra para sí, los fuerzan contra su voluntad a ponerse en peligro; de otra suerte no querrían la batalla en el mar, en que ya una vez fueron vencidos. Por tanto, en manera alguna debéis temer la osadía de los que tenéis amedrentados, así por haberlos una vez vencido, como porque han concebido tal opinión de nosotros, que, resistiéndolos, haremos alguna cosa digna de memoria.
»Aquellos que son más en número vienen a la batalla confiados en sus fuerzas, no en su saber y consejo. Los que son muchos menos y no acuden forzados a pelear poniendo toda su seguridad en su seso y prudencia, van osadamente al encuentro. Y bien considerado, con razón nuestros enemigos nos temen mucho más por esto que por el aparato de guerra que traemos, pues vemos a menudo los más poderosos ser vencidos por los menos, a veces por ignorancia y otras por falta de corazón. Ninguna de ambas cosas se hallará en nosotros.
»Nunca os aconsejaré que peleemos con ellos en el estrecho, porque sé de cierto que no es ninguna ventaja para los que tienen pequeñas y ligeras naves, gobernadas por buenos patrones y marineros como nosotros, acometer en lugar estrecho a los que son más en número de barcos, aunque sean gobernados por patrones nuevos y no experimentados. En manera alguna se debe ir a buscar en semejante caso al enemigo, sino cuando está a vista de lejos y se ve la ventaja. En aprieto y en lugar estrecho no es fácil retirarse en el momento de peligro ni revolver los barcos, que es toda la obra y arte de las naves ligeras y de buenos marineros; antes es forzoso combatir como si estuviesen en tierra firme entre gente de infantería, y en tal caso, los que poseen más naves tienen más ventaja. En esto dejadme el encargo, que yo haré cuanto pueda.
»Lo que a vosotros toca es que cada cual, dentro de su barco, guarde la ordenanza y sea muy obediente para hacer pronto lo que le fuere mandado, porque las más veces la ocasión de la victoria consiste en la presteza y diligencia en acometer cuando es tiempo. En lo demás procurad ir en buen orden y con silencio a la batalla, que estas dos cosas se requieren en cualquier guerra y mayormente en la de mar. Id, pues, animosamente contra estos vuestros enemigos y procurad guardar la honra y gloria que hasta aquí habéis ganado, pensando que en este trance peleamos por cosa tan importante como es saber si quitaréis a los peloponenses, vuestros contrarios, la esperanza de poder navegar en adelante, o si infundiréis a vuestros atenienses mayor miedo de surcar la mar.
»Finalmente, quiero traeros a la memoria que habéis vencido a muchos de ellos en batalla, y que los que una vez son vencidos, no pueden tener habilidad ni constancia en peligros semejantes.»
Así habló Formión a los suyos.
XVII
Como los peloponenses conocieron que los atenienses no querían entrar en el estrecho, para atraerlos dentro, a pesar suyo, al despuntar el alba pusieron sus naves a la vela, todas en orden de batalla de cuatro en cuatro, de manera que las tres postreras seguían en pos de la primera y comenzaron a navegar dentro del estrecho hacia su tierra. A la punta derecha iban veinte naves de las más ligeras, que navegaban delante en el mismo orden que estaban dentro del puerto, a fin de que si Formión, pensando que quisieran ir a Naupacto, tiraba hacia aquella parte para socorrer dicha villa, quedase encerrado entre aquellas veinte naves y las otras que iban a lo largo de la mar a la mano izquierda, según aconteció. Viendo Formión que iban hacia la villa y sabiendo que estaba desprovista de guarnición, tuvo que embarcar de pronto su gente y remar a lo largo de la tierra, confiando en la infantería de los mesenios, que estaba a punto para socorrerlos en tierra. Mas cuando los peloponenses vieron navegar una a una sus naves junto a la costa, y que ya estaban dentro del estrecho, que era lo que deseaban, revolvieron todos a una contra ellas, y haciendo señal para la batalla, las acometieron con cuanta diligencia pudieron, pensando encerrarlas y tomarlas todas. Pero las once naves de los atenienses que iban delante, huyeron de la punta de los peloponenses y escaparon metiéndose en alta mar. Las otras, que pensaron salvarse hacia tierra, las tomaron y destrozaron los peloponenses y los que no pudieron nadar hasta tierra fueron muertos o presos. Después juntaron las naves vacías que habían tomado con las suyas, porque tan solamente cogieron una con toda la gente que en ella iba. A algunos de los otros barcos los libraron los mesenios que había en tierra, los cuales entraron en la mar y peleando a las manos con los que las querían sacar, se las quitaron. De esta manera los peloponenses lograron la victoria y cogieron y destrozaron las naves de los atenienses. Las veinte naves ligeras de los peloponenses, que habían puesto en orden a la punta derecha, dieron caza a las once de los atenienses, que se habían escapado y metido en alta mar, las cuales se les fueron, excepto una. Cuando llegaron al puerto de Naupacto, junto al templo de Apolo, volvieron las proas a los enemigos, aparejándose para defenderse si se atrevían a acometerlos. Los peloponenses seguían en pos de ellas cantando peanes y cantares de victoria como vencedores, y entre otros barcos iba uno de Léucade muy delante de los demás, dando caza a una de las naves de los atenienses, que se había quedado atrás. Por fortuna, cerca del puerto de Naupacto estaba una carraca anclada, a la cual se acogió la nave de Atenas que huía por salvarse. Y como la nave de Léucade, con la fuerza del viento a vela tendida, iba contra la de Atenas persiguiéndola, chocó entre las dos y fue lanzada a fondo. Este caso impensado amedrentó a los peloponenses porque no estaban muy preparados para batallar, sino que iban seguros como los que, habida la victoria, van persiguiendo, detuviéronse un rato y dejaron de remar, esperando a los que venían atrás por miedo de que si se acercaban más, salieran los atenienses contra ellos con ventaja y navegando a la vela fueron a dar en unos bancos por no conocer el paraje. Viendo esto los atenienses, cobraron más corazón y animándose unos a otros dieron sobre ellos. Los peloponenses, viendo su yerro y conociendo su desorden, esperaron un poco y después volvieron las proas y huyeron hacia la estancia de Panormo, de donde habían salido.
Los atenienses, siguiéndolos en altamar, tomaron seis naves de las más cercanas y recobraron las suyas vacías y destrozadas, las cuales amarraron en tierra, mataron y prendieron parte de enemigos, entre ellos Timócrates, que estaba dentro de la nave de Léucade, que fue echada a fondo y que viendo no había medio de salvarse, se mató y vino a salir en el puerto de Naupacto.
Los atenienses, al volver a su estancia, levantaron trofeo en señal de victoria, recogieron los despojos de los navíos, recobraron los cuerpos de sus muertos y dieron los suyos a los peloponenses por tratos; los cuales, por su parte, en el cabo de Acaya levantaron otro trofeo, sosteniendo que habían ganado la victoria a causa de las naves de los enemigos que habían destrozado y perseguido junto a tierra y de la que habían tomado, la cual consagraron junto a su trofeo.
Hecho esto, temiendo que sobreviniese a los enemigos algún nuevo socorro, de noche se pusieron a la vela yéndose todos al golfo de Crisa y Corinto, excepto los leucadios.
Pocos días después arribaron al puerto de Naupacto veinte naves que los atenienses enviaban desde Creta a Formión en socorro, la cuales debieran llegar antes de la batalla.
XVIII
Antes que la armada de los peloponenses partiese de Corinto y del golfo de Crisa, Zenemón y Brasidas y los otros caudillos, por consejo de los megarenses, a comienzo del invierno, intentaron tomar el puerto de Atenas llamado Pireo, el cual no estaba cerrado ni guardado, porque los atenienses, por ser más poderosos por mar que las otras naciones, no temían que hubiera quien se atreviese a entrar en su puerto. Fueron de parecer que cada marinero, con su remo y atadura y una piel de las que ponen debajo cuando reman, fuese a pie por tierra desde Corinto hasta la mar que está frente a Atenas, y desde allí fueran todos en compañía a Mégara, lo más pronto posible, y del lugar de Nisea, donde está el atarazanal de los megarenses, sacasen cuarenta barcos, dirigiéndose con ellos apresuradamente hacia el puerto de Pireo, donde no había naves de guardia ni vigilancia, a causa de que los atenienses nunca sospechaban este mal, porque jamás había acaecido que nave alguna de enemigos aportase allí en descubierto, ni por asechanzas que no se advirtiesen.
Con este consejo, los peloponenses se pusieron en camino, y llegados que fueron de noche a Nisea, se embarcaron en las naves que allí hallaron e hicieron vela navegando hacia Pireo sin temor de cosa alguna aunque tuvieron el viento algo contrario, según dicen. En el cabo de Salamina, hacia Mégara, había un fuerte que guardaban algunos soldados atenienses, y por bajo, en la mar, dos o tres galeras, que estaban allí para estorbar que pudiese entrar ni salir nada de la villa de Mégara. Este fuerte lo combatieron los peloponenses y tomaron las galeras que hallaron vacías, llevándolas consigo. Asimismo, algunos de ellos entraron en la villa de Salamina antes que fuesen sentidos y la robaron y saquearon. Pero entretanto, los que estaban dentro del fuerte y se defendían, encendieron fuego para hacer señal a los de Atenas de la venida de los enemigos,[56] lo cual asustó más a los atenienses que cualquier otro suceso en aquella guerra, porque los que estaban en Atenas pensaban que ya habían tomado el Pireo, y los del Pireo creían que, tomada Salamina, no restaba sino que los enemigos viniesen a conquistar también a ellos, como, a la verdad, pudieron hacer sin peligro, si no hubieran tardado y el viento no se los estorbara.
Los atenienses, queriendo socorrer a los suyos de Salamina, salieron de mañana todos de Atenas, sacaron las naves que había en Pireo, embarcáronse muy apresurados y con gran bullicio y fueron hacia Salamina con la mayor diligencia que pudieron, dejando algunos hombres de a pie en Pireo para su guarda. Cuando los peloponenses advirtieron su venida, adelantáronse a meter los despojos y los prisioneros de Salamina dentro de sus naves, y hecho esto, con las tres galeras que habían tomado en el puerto del castillo de Budoron, volvieron a Nisea por no estar muy seguros de sus naves, que a causa de haberlas tenido mucho tiempo en seco en las atarazanas, les parecía que no estaban buenas para sufrir la mar. Llegados que fueron a Nisea, desembarcaron y se fueron por tierra a Mégara y de allí a Corinto.
Los atenienses, cuando llegaron vieron que los enemigos habían partido, se volvieron a Atenas y en adelante fortalecieron más su puerto de Pireo, así de muros como de guardas.
XIX
Al comienzo del invierno de este año el odrisio Sitalces, hijo de Teres, rey de Tracia, emprendió guerra contra Perdicas, hijo de Alejandro, rey de Macedonia, y contra los calcideos que habitan en Tracia, con motivo de dos promesas que Perdicas le había hecho y no le había cumplido. La una era en provecho de Sitalces y la otra a favor de los atenienses, pues estando Perdicas en gran necesidad, porque de una parte Filipo, su hermano, le quería echar del reino, con la ayuda del mismo Sitalces, y de la otra los atenienses deseaban moverle guerra, prometió a aquél grandes cosas, si hacía los conciertos entre él y los atenienses y no daba ayuda ninguna a Filipo contra él. Además, cuando hizo los contratos con los atenienses, les había prometido Sitalces que Perdicas haría guerra a los calcideos, lo cual había aprobado y ratificado pero no cumplido. Por las dos causas, Sitalces emprendió esta guerra y llevó consigo a Amintas, hijo de Filipo, para darle el reino que su padre pretendía y también llevó los embajadores de los atenienses, de los cuales era el principal Hagnón, que fueron enviados para este efecto, porque también ellos habían otorgado a Sitalces enviarle ejército por tierra y armada para ir contra los calcideos.
Para esta empresa, Sitalces unió a los odrisios, todos los tracios sus vasallos que habitan entre el monte Hemo y el monte Ródope por parte de tierra y el Ponto Euxino y el Helesponto por la mar. Y asimismo los getas y las otras naciones que habitan más allá del monte Hemo y aquende del río Istro, hacia el Ponto Euxino, que confinan con los escitas y viven con ellos, por lo que la mayor parte son flecheros de a caballo, que llamamos hipotoxotas. Además juntó los que habitan las montañas de Tracia, tribus que viven en libertad, que traen sus cimitarras como espadas ceñidas y se llaman díes. Juntamente con éstos, muchos de los moradores de Ródope, que les siguieron algunos de ellos por sueldo y otros por su voluntad, con curiosidad de saber las cosas de la guerra. También mandó venir en su ayuda a los agrios y leeos y los peonios, que viven al final de su señorío hasta los agrianes y el río Estrimón, que desciende del monte Escombro por la región de los leeos y de los agrianes, río que parte los términos de su reino y de allí llamó algunas otras ciudades libres que habitan junto al monte Escombro de la parte del Septentrión al Occidente hasta el río Oscio, que sale del mismo monte, donde nacen los ríos Nesto y Hebro, monte estéril y no labrado e inhabitable, bien cerca del monte Ródope.
Para mejor determinar la grandeza del reino de los odrisios, es de saber que se extendía desde la ciudad de Abdera, que está situada junto al Ponto Euxino, hasta el río Istro. Y en aquella costa, la parte de la mar más estrecha la cruzan en cuatro días y cuatro noches en un navío que tenga viento de popa. Por tierra tardará un hombre bien diligente once días en pasar de una parte a otra por lo más estrecho de ella, que es desde los abderios hasta el río Istro. Esto es lo ancho de aquel reino por la parte del mar. Mas por la de tierra firme, de los lugares mediterráneos, el más largo trecho es desde Bizancio hasta la tierra de los leeos, encima del monte Estrimón, que un hombre ligero, según he dicho, podrá andar en trece días.
La renta que daba aquel reino en tiempo de Seutes, hijo de Sitalces, que sucedió en el reino a su padre y le aumentó en gran manera, valía, así de los bárbaros como de los griegos, cerca de cuatrocientos talentos de plata cada año, sin contar los presentes y dones que le daban, que ascendían a poco menos, y sin las otras cosas, como son sedas y paños y otros muebles que daban los moradores griegos y bárbaros de renta cada año, no solamente a él, sino también a los príncipes y grandes y señores del reino. Porque entre los odrisios y en todo lo restante de la tierra de Tracia se vive muy de otra suerte que en el reino de Persia, pues los señores están más acostumbrados a tomar que a dar, y es mayor vergüenza a aquel a quien piden alguna cosa no darla, y despedir al que la pide, que no al que la demanda ser despedido y no alcanzar lo que pide. Los príncipes y señores tenían la costumbre, con demasiado mando y poder, de no dejar tratar ni negociar a aquel que no les daba dádivas y presentes y por estos medios vino aquel reino a ser el más rico de toda Europa, desde el golfo del mar Jonio hasta el Ponto Euxino; aunque en número de gente y buenos guerreros era mucho menos que el reino de los escitas, a los cuales, con ellos juntos y de un acuerdo, ni los tracios de que hablamos, ni otra cualquiera nación sola de las de Europa o Asia podría resistir ni igualarse en el buen consejo y policía de la vida, que tienen muy de otra suerte que las demás naciones.
Sitalces, siendo rey y señor de tan grande y poderoso reino, como hemos dicho, después que reunió todas sus huestes y preparó las cosas necesarias para la guerra, tomó el camino derecho a Macedonia, primeramente por sus tierras y después por el monte Cercina, que es desierto e inhabitable y parte la tierra de los sintos y la de los peonios, siguiendo por la misma vía que había ido otra vez cuando hizo guerra a los peonios, cortando los árboles al atravesar el monte y dejando a la mano derecha a los peonios y a la siniestra los sintos y los medos. Cuando pasó aquel monte llegó a Dobero, que es de los peonios, sin que su ejército disminuyese nada (aunque muchos de ellos cayeron enfermos de epidemia), porque muchos tracios seguían su campo sin sueldo y sin ser llamados, con esperanza de robar. De manera que había en el ejército, según afirman, pocos menos de ciento y cincuenta mil hombres de guerra, la tercera parte de los cuales era gente de a caballo, y de éstos, la mayor parte y los mejores eran odrisios, y los otros getas. De los de a pie, los más belicosos eran los montañeses, los que traen espadas, que son una de las naciones del monte Ródope y viven en libertad. El número de todos los otros que seguían el campo era tan grande, que ponía espanto verlos. Al llegar a Dobero, descansaron allí algunos días, haciendo provisión de las cosas necesarias para entrar en tierra de Macedonia, que está en la bajada de aquel monte, la cual obedecía a Perdicas por señor. No todos los macedonios estaban bajo su obediencia; los lincestes y los elimiotas, que también son macedonios, aunque tuviesen amistad y alianza con Perdicas y le reconociesen en alguna manera, tenían sus reyes particulares, porque Alejandro, padre de Perdicas y sus progenitores, llamados Temenos, eran naturales de la ciudad de Argos, de donde fueron a tierra de Macedonia, y al principio tomaron aquella parte de tierra, que al presente llaman Macedonia la marítima, por la fuerza de las armas, y echaron de la región llamada Pieria a los pierios, los cuales vinieron después a habitar allende del monte Estrimón, a la bajada del monte Pangeo, la ciudad de Fagres y algunos otros lugares; de aquí que ahora la región que está a la bajada del monte Pangeo, en dirección al mar, se llama Pieria.
También echaron de tierra de Beocia a los botieos, que ahora habitan en los confines de Cálcide, y tomaron una parte de tierra de los peanios, junto al río Axio, que está desde las montañas hasta Pele y hasta la mar. Desde aquel río se apoderaron de la región de Migdonia hasta el monte Estrimón, de donde lanzaron a los edones, y de la tierra de Eordia echaron a los eordos, de los cuales mataron muchos y los otros se retiraron hacia la ciudad de Fisca, donde habitan al presente. Asimismo lanzaron a los almopes de Almopia. Además sujetaron otros pueblos de Macedonia, que al presente obedecen a Perdicas y son los de Antemunte, de Grestonia, de Bisaltia y otras muchas tierras, que todas se llaman Macedonia y obedecían a Perdicas, hijo de Alejandro, cuando Sitalces fue a hacer la guerra de que hablamos.
Al saber los macedonios la causa de su venida y conociendo que no eran poderosos para resistirle, se retiraron con sus bienes y haciendas a las villas y plazas fuertes, de las cuales había muy pocas, porque las que vemos ahora fueron fortificadas por mandato de Arquelao, hijo de Perdicas, que reinó después de él, y que también hizo componer los caminos y abasteció el reino de caballos, de armas y de todos los otros utensilios de guerra, más que lo habían hecho los ocho reyes que reinaron antes que él.
Al partir el ejército de los tracios de Dobero entró en las tierras que habían sido de Filipo, hermano de Perdicas, y tomó por fuerza la ciudad de Idómene y las villas de Gortina, de Atalanta y algunos otros lugares por tratos, por la amistad que él tenía con Amintas, hijo de Filipo, que iba con él.
Desde allí fue a la ciudad de Europo y la cercó, pensando tomarla, mas no pudo. De aquí se fue atravesando las tierras de Macedonia que están a la mano derecha de Pela y de Cirro, mas no se atrevió a entrar en Botia ni en Pieria, sino que recorrió y robó las tierras de Grestonia, de Migdonia y de Antemunte.
Los macedonios, viendo que no tenían infantería bastante para afrontar a los tracios, reunieron gran número de gente de a caballo, de sus vecinos, que habitaban las montañas, y aunque eran muchos menos que los enemigos, los acometieron con tan gran ímpetu, que éstos no osaron esperar, porque los macedonios eran buenos guerreros y venían muy bien armados. Mas al verse cercados por tanta multitud, aunque se defendieron valientemente por algún tiempo, al fin conocieron que no podrían resistir a la larga contra tantos enemigos y acordaron retirarse. En este encuentro, Sitalces llegó al habla con Perdicas y le dijo las causas porque le hacía la guerra
Pasado esto y viendo Sitalces que los atenienses no le socorrían con su armada, como le habían prometido, enviándole tan sólo sus embajadores con algunos presentes (creyendo que él no podría con aquella empresa), dirigió parte de su ejército a Beocia, y parte a Cálcide, cuyos habitantes, al saber la llegada de sus enemigos, se retiraron a las villas y lugares fuertes y dejaron talar y robar la tierra.
Estando Sitalces en estas partes, los tesalios que habitan al Mediodía y los magnesios y los otros griegos que están bajo el imperio de los tracios, juntándose con los termópilos y temiéndose que Sitalces fuera contra ellos, se pusieron todos en armas. Lo mismo hicieron los que habitan en los campos llanos, pasado el monte Estrimón, a la parte de Mediodía, y los paneos, los odomantes, los droos y derseos, pueblos todos que viven en libertad.
Por otra parte, corría el rumor entre los griegos enemigos de los atenienses, que Sitalces, por la alianza y confederación que tenía con éstos, so color de la guerra de Macedonia había juntado aquellas huestes para venir contra ellos en favor de los atenienses.
Viendo, pues, Sitalces que no podía llevar a efecto lo que había emprendido, que no hacía más que talar la tierra sin ganarla, y que los víveres le faltaban y se acercaba el invierno, por consejo de Seutes, hijo de Esparadoco, su primo, y el principal caudillo de su ejército, determinó volver lo más pronto que pudiese.
Perdicas había ganado secretamente la voluntad de Seutes, prometiéndole su hermana en casamiento y gran suma de dinero. Por tanto, Sitalces, después de estar treinta días en tierra de los enemigos, y de ellos ocho en la de Cálcide, volvió a su reino con su ejército. Poco después, en cumplimiento de sus promesas, dio a Estratonice, su hermana, por mujer de Seutes.
Este fin tuvo aquella empresa de Sitalces.
XX
Los atenienses que estaban en Naupacto aquel invierno,[57] después que la armada de los peloponenses fue deshecha, mandados por Formión, navegaron hacia el puerto de Astaco y llegados allí, saltaron a tierra trescientos soldados de los suyos con otros tantos mesenios, con los cuales entraron en Acarnania, tomaron las villas de Estrato y de Corontas, y otros muchos lugares y echaron de ellos a los moradores que les parecieron afectos a los peloponenses. Y después que pusieron dentro de Corontas a Cinete, hijo de Teólite, para que tuviese la guarda de la villa, volvieron a embarcarse sin atreverse a pasar adelante contra los eniades, aunque éstos solos entre todos los acarnanios habían sido siempre enemigos de los atenienses, por no continuar la guerra en tiempo de invierno; pues el río Aqueloo, que desciende del monte Pindo y pasa por tierra de los dólopes, por la de los anfiloquios, por los campos de Acarnania, por medio de la ciudad de Estrato y después entra por tierras de los eniades para arrojarse en la mar, se represa junto a la ciudad de los eniades y de tal manera empantana la tierra con sus crecidas, que no se puede andar por ella para hacer la guerra en tiempo de invierno. También frente a los eniades hay algunas de las islas Equinadas, que no difieren nada en las crecidas del río Aqueloo, porque cuando va caudaloso el río que pasa por ellas (por las crecidas de los arroyos que descienden de las montañas) se juntan con la tierra firme, y tienen creído los habitantes que con el tiempo se han de juntar todas y convertirse en tierra firme, porque llueve muy a menudo, crece el río considerablemente y con las avenidas arrastra mucha arena y piedras.
Estas islas están muy juntas, de manera que casi forman una a causa del cieno que trae el río, no de continuo, que la fuerza del agua lo desharía, sino unas veces en una parte y otras en otra, de suerte que no pueden salir bien desde ellas al mar y además son muy pequeñas y desiertas.
Dicen que cuando Alcmeón, hijo de Anfiarao, mató a su madre, atormentado por continuas visiones y espantos, vióse obligado a recorrer el mundo sin parar, y el Oráculo de Apolo le aconsejó que fuese a habitar estas tierras, pues le dio por respuesta que no estaría libre de aquellas visiones hasta que hallase para su morada una tierra que no fuese vista del sol, ni hubiese sido tierra antes de la muerte de su madre, porque toda otra cualquiera le estaba prohibida por la maldad que cometió. Dudoso e incierto Alcmeón de dónde podría hallar esta tierra, recordó la crecida del río Aqueloo después de la muerte de su madre, adquirió tierra bastante para su morada, de la producida por las avenidas y reinó en aquellas partes, donde al presente son las eniades. Del nombre de su hijo, que se llamaba Acarnán, llamó toda aquella tierra Acarnania. Esto es lo que sabemos de Alcmeón.
Volviendo, pues, a la historia; Formión, con los atenienses que había traído de tierra de Acarnania a Naupacto y al empezar la primavera fue por mar a Atenas, llevando consigo los prisioneros que había tomado en aquella guerra, que todos eran libres y fueron rescatados. También se llevaron las naves cogidas a los enemigos.
Y así pasó aquel invierno, que fue el tercer año de la guerra que escribió Tucídides.