CAPÍTULO 17

I

El primer avión de las Naciones Unidas, con un centenar de cascos azules, había aterrizado a primera hora de la mañana en el aeropuerto de Gibraltar. Maeso, presidente del Gobierno todavía en funciones, seguía por televisión el reportaje de la CNN, con una mezcla de perplejidad y satisfacción. Los tanques de la República comenzaban su repliegue a la Línea de la Concepción, aceptando el acuerdo de paz propuesto por el secretario general de la ONU, y el Reino Unido asumía como mal menor la pérdida de su colonia, arrancada a España durante la guerra de Sucesión en el siglo XVIII, aunque conservaría sus bases chipriotas con la ayuda de Estados Unidos, que ya había desembarcado en la isla y aplacaba los focos de resistencia de la EOKA, que luchaba contra la presencia colonial anglosajona.

Perplejidad, sí, pero también satisfacción, porque la firma de Duarte del plan de paz suponía reconocer que la invasión del peñón había sido una huida hacia delante, y no había servido de nada. Un análisis de los intereses en conflicto denotaba la mano negra de Washington, que por fin se resarcía de la pérdida de sus bases de Rota y Morón, convirtiendo Gibraltar en una futura base estratégica de la OTAN. Del anuncio de Duarte de convocar un referéndum para salir de la Alianza ya nadie quería acordarse. El presidente de la República había descendido de su reino de las ideas para afrontar la realidad.

Hacía una semana que los buques de guerra de Rusia y Estados Unidos se habían retirado del Estrecho. El tráfico marítimo se había normalizado y las bolsas volvían a recobrarse de la situación de pánico vivida durante el bloqueo. Pero había más noticias reconfortantes.

Cuello había huido de España, para evitar responder a las acusaciones de la fiscalía anticorrupción, que le vinculaba a la mafia rusa. Un reportaje explosivo aparecido en la prensa había acabado con el poco crédito que aún conservaba el ministro de Comunicación, y había vencido al núcleo de diputados socialistas que respaldaban sin fisuras a Duarte.

Con un candidato a presidente del Gobierno en busca y captura, la moción de investidura se había suspendido. El presidente de la República conocía sus horas más bajas; aunque no había perdido la guerra de Gibraltar, tampoco podía decirse que la había ganado, lo cual sería difícil de digerir para el Ejército.

Maeso no podía menos que alegrarse. Ya había mantenido reuniones de trabajo con Sajardo y dirigentes socialistas descontentos con el autoritarismo de Zarzuela, para forzar un congreso extraordinario que abriese las ventanas y dejase entrar aire fresco a la casa común de la izquierda.

Imaginaba que Duarte le plantearía cara y defendería su gestión hasta el final, pero se equivocaba. El jefe del Estado acababa de entrar al recinto de la Moncloa y solicitaba cita para verle, como un ciudadano más.

Aquello rompió los esquemas que Maeso se había forjado sobre él. Se suponía que eran los demás lo que acudían a la Zarzuela a cumplimentarle, no al contrario.

Estuvo tentado de hacerle esperar en la antesala como castigo a su soberbia, pero su curiosidad pudo más que el deseo de humillarle, así que, aunque no salió a recibirle a la escalinata, le hizo pasar al despacho de inmediato.

—Gracias por recibirme, Julián —comenzó Duarte, en un tono entre apagado y culpable—. Pensé que, después de lo que ha pasado, no querrías hablar conmigo.

—Sigues siendo el jefe del Estado. No puedo negarme a recibirte.

—He venido a decirte adiós.

Maeso fue pillado con la guardia baja, y tardó unos segundos en reaccionar:

—No te entiendo.

—Dejo la Zarzuela. Me voy. Las Cortes tendrán que elegir a un nuevo presidente de la República.

—Me sorprende que digas eso.

—Sí —Duarte hizo una mueca—. Yo también me sorprendo al escucharme.

—¿Por qué renuncias?

—Me he dado cuenta de que no soy parte de la solución, sino del problema. Sé que es una frase tópica, pero no se me ocurre otra mejor para describir la situación.

—Y lo de Gibraltar no ha tenido nada que ver.

—Guárdate tus ironías, Julián. Claro que ha tenido que ver. He hecho el ridículo. Esta guerra era una locura, no supe darme cuenta y nombrar a Cuello como tu sucesor fue otra majadería. Soy responsable de ambas decisiones y tengo que asumir las consecuencias. Comunicaré hoy mismo a la ejecutiva del partido mi decisión irrevocable. Pero antes quería que lo supieras.

—Yo también he dimitido —Maeso se encogió de hombros.

—Dejo en tus manos la recomposición del partido, y del Gobierno de España. Sé que lo harás bien, porque sigo confiando en ti, y lamento profundamente que te fueses por mi culpa. Debería haberme ido yo, no tú.

—¿Qué te hace pensar que tengo interés en volver a la política?

—Conozco tus reuniones con dirigentes del sector crítico del partido. Sé que planeabais votar en contra de Cuello, y después de lo que ha aparecido en la prensa, reconozco que teníais razón. Si hubieses tirado definitivamente la toalla, te habrías cruzado de brazos. Pero te preocupaba lo que Cuello podría hacer si llegaba a la Moncloa, y has luchado por impedirlo. Te felicito. Por eso quiero que seas tú quien pilote la renovación de los cuadros del partido.

—¿Aceptarías que volviese Sajardo?

—Si el partido quiere…

—¿Y un gobierno de coalición con Unidad Nacional?

—Saldaña no es mal tipo; empezó a caerme bien cuando supe que él también había caído en una trampa. Pero tuvo agallas; no cedió al chantaje y eso dice mucho de él.

—Su confesión pública de homosexual le perjudicará para afianzarse como líder de la derecha.

—No me importa con quién se acueste Saldaña, mientras sea honrado. Y por lo que sé de él, lo es. No tuvo tratos subterráneos con los golpistas, depuró a buena parte de la cúpula de Unidad Nacional y no se ha dejado manipular por los enemigos de la República.

—¿Qué hay de tu proyecto para sacar a España de la OTAN?

—Los ciudadanos no pueden votar libremente en estos momentos. Sería inútil convocar un referéndum. Además, no es una decisión que me toque tomar a mí. Ya te he dicho que me voy. Quiero que aproveches esta oportunidad para crecer y reparar las fisuras que abrí durante mi mandato.

—Yo tampoco tenía planeado seguir, Luis. En serio.

—Pues tendrás que quedarte. Sin ti, el ala dura del partido podría volver y no queremos que suceda eso. Ya he mirado lo suficiente al fondo del pozo para saber lo que nos aguarda abajo.

—Recuerda que he dimitido y no puedo seguir en el cargo, aunque quisiera; no sería legal.

—Como presidente del Gobierno, supongo que no, pero descuida, no te librarás de tus responsabilidades tan fácilmente. Hoy mismo reuniré a la ejecutiva y te propondré como candidato a jefe del Estado.

II

Mauro contempló a través de la ventanilla cómo el avión despegaba de la pista de Barajas y levantaba el vuelo rumbo a Sudamérica. Después de organizar la salida del país de Cuello, le tocaba a él. España ya no era un sitio seguro y Resnizky había puesto precio a su cabeza, al descubrir su traición. La policía también le buscaba, aunque por motivos diferentes. Para evitar ser detenido, había buscado refugio en la embajada de los Estados Unidos, que le proporcionó un pasaporte diplomático y billete en vuelo consular con destino a Bogotá, sin pasar por la aduana.

A diferencia de Cuello, él no se marchaba de vacaciones a disfrutar de su dinero. Incluso en el exilio, tendría que seguir trabajando para Bowen, quien ya le había asignado una nueva misión en el marco de la operación Cortafuegos, desplegada en el cono sur para combatir el avance de regímenes neocomunistas.

No era el cometido que a él le habría gustado, pero su carrera en los servicios de inteligencia españoles era historia. A partir de aquel día debería iniciar una nueva vida, lejos de su país, al que siempre había intentado servir. Había contribuido a evitar que España fuese derrotada en Gibraltar; la República rompería su aislamiento internacional y con el tiempo, las cosas volverían a ser como antes de la guerra. Además, había evitado que un ladrón fuese nombrado presidente del Gobierno, salvando la vida a Celia y Javier, aunque ninguno de los dos le agradecería lo que había hecho por ellos.

Debería estar satisfecho con su trabajo. Pero no lo estaba.

Normalmente no tenía ningún escrúpulo moral al actuar; se limitaba a cumplir órdenes porque era su obligación; sin embargo, al verse forzado a huir de su tierra, experimentaba un profundo asco por dentro. No estaba arrepentido, pero se sentía sucio, y esa sensación no desaparecería por mucho que se pusiese bajo la ducha y se frotase con jabón.

Sabía que sus jefes en el CNI no entenderían lo que había hecho, incluso cuando la República saliese directamente beneficiada de sus acciones. Les había engañado a todos, había abusado de su confianza y se había vendido al mejor postor. No le pesaba haber engañado a Resnizky, porque era un reptil que no conocía la compasión, pero con sus colegas de inteligencia era distinto. Mauro sería recordado como un Judas que se entregó a los americanos, y nadie reconocería jamás que había arriesgado su vida por el futuro de una República española libre y en paz.

También le pesaba no haber ajustado cuentas con Carmona. Tenía pensado arrancarle las orejas y obligarle a que se las comiera, pero Bowen se opuso a adoptar represalias contra el ex militar, u otros dirigentes del GARRE. A pesar de lo que le había prometido a Celia, ella tampoco obtendría su venganza por la muerte de sus padres.

Con el tiempo, ella aprendería que el rencor solo le conduciría a acumular odio y a que más inocentes perdieran la vida. Pero él no estaría a su lado para ver aquella transformación. Y ahora que definitivamente la perdía, la empezaba a echar de menos. Tuvo su vida en sus manos, pudo haberla matado como deseaba Resnizky, ignorando el mensaje de Bowen, pero le perdonó la vida.

Y se alegraba mucho. Celia había arriesgado su vida en la búsqueda de la verdad. Al igual que él, deseaba lo mejor para su país, y estaba dispuesta a sacrificarse para conseguirlo. Se había ganado su admiración, y el derecho a continuar al lado de Javier. Tal vez él la haría feliz, tal vez no, pero ambos compartían un vínculo que daba significado a su trabajo. Querían lo mejor para España y habían apostado sus vidas en el empeño; al margen del dinero, a despecho de las amenazas. Desafiando el miedo.

Eran la clase de personas que la República necesitaba para reponerse de sus heridas y seguir adelante.

III

Javier abrió los ojos.

No reconocía aquella habitación. Lo único que recordaba, antes de perder el conocimiento, era una mascarilla de oxígeno cubriéndole la boca, y la sirena de una ambulancia. Después, todo se tornó oscuro.

A su izquierda, una pantalla monitorizaba sus constantes vitales, emitiendo un débil ronroneo. Ya no llevaba mascarilla, pero un tubo de plástico surgía de sus fosas nasales. Alguien, junto a su cama, se levantó al notar que se había despertado. Le costó un poco enfocar la visión y discernir su rostro.

—Te prometí que estaría aquí cuando te despertases.

Celia le besó en la frente. Javier buscó su mano y se la aferró, temiendo que fuese una ilusión de su cerebro. Era su ancla que le sujetaba a la realidad y no quería quedar otra vez a la deriva.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó él.

—Dos semanas. Sufriste un shock séptico. Los balazos te causaron una infección que se extendió por tu organismo.

Javier examinó sus brazos y se palpó las piernas. Suspiró con alivio tras comprobar que conservaba la sensibilidad en ambas extremidades.

—Los médicos temían que tus riñones hubiesen dejado de funcionar, pero se recobraron. Has vencido a la muerte, Javier. La has mirado a la cara y has regresado para contarlo.

—Dos semanas —gimió él.

—Bueno, en realidad han sido casi tres. Han venido muchas personas a verte, entre ellas el presidente de la República.

—¿Duarte?

—Maeso, el nuevo jefe del Estado. Las Cortes acaban de elegirlo. Vino a agradecernos nuestro trabajo de investigación. El reportaje precipitó el fin de la guerra y obligó a Cuello a huir de España, aunque no nos ha dado ninguna medalla por ello —sonrió—. Pero ninguno de los dos la necesitamos. Nos basta con saber que nuestro trabajo ha servido para que las cosas cambien a mejor.

—¿Qué ha pasado con Duarte?

—Renunció al cargo, tras sacar los tanques de Gibraltar.

—Vaya —Javier trató de hacer memoria; su cerebro aún navegaba en la niebla—. ¿Eso significa que nuestro ejército ya no controla el peñón?

—Permanecerá allí durante un período transitorio. La ONU ha enviado tropas de paz, con el permiso de la República. Las Naciones Unidas han decidido que el Reino Unido ha perdido sus derechos sobre la Roca. Los bancos de Gibraltar que sobrevivieron a los bombardeos han sido intervenidos y algunos de sus directivos están procesados por blanqueo de capitales. La incautación de fondos procedentes del crimen organizado se empleará para indemnizar a los civiles y reconstruir los daños de los bombardeos, tanto en el peñón como en ciudades españolas. No se sabe aún qué pasará en el futuro, pero parece que Gibraltar quedará bajo jurisdicción de la OTAN para garantizar el tráfico marítimo en el Estrecho.

Javier empezaba a comprender por qué Duarte se había ido.

—Eso no suena nada bien.

—Hay varios puntos oscuros en todo esto, Javier. Mauro nos salvó la vida; igual nos quiso hacer un favor, o puede que siguiese instrucciones.

—¿De quién?

—No lo sé, y como ha huido, puede que nunca lo averigüemos, pero no se llevó consigo la información que nos robó. La dejó deliberadamente para que la policía la encontrase.

—Lo importante es que estamos aquí, Celia. No le demos más vueltas. Quizá sea la única acción buena que haya hecho ese monstruo en su vida.

—Supongo que tienes razón.

—Incluso la gente como él acaba haciendo lo correcto de vez en cuando. Lástima que no lo haga más a menudo.

—He abandonado las brigadas de resistencia antifascista.

—No te estaba aludiendo indirectamente.

—Lo sé. Pero durante el tiempo que has estado en coma, he recapacitado sobre todo. Sé que lo que le hice a Martín fue un crimen, y tendré que vivir con ello el resto de mi vida. No deseo volver a pasar por eso, no quiero contribuir a causar más dolor. Si Mauro nos ha dado otra oportunidad y hemos vuelto a nacer, aprovechémosla. No quiero que mi nueva vida sea como la anterior. Desde que murieron mis padres, me he obsesionado por cazar al responsable de la masacre de Almansa. Y no he conseguido nada, salvo sentirme peor.

—Lo sé —dijo Javier—. Carmona y Brizuela siguen paseándose por allí, puede que nunca los atrapemos, pero no podemos dejar que sean el motor de nuestras vidas. He imaginado muchas veces qué haría realmente, si tuviera en mi poder a Brizuela, y no creo que tuviese valor para matarlo. Si poseyese esa sangre fría, me había transformado en un asesino; así que me alegro mucho de tu decisión de dejar las brigadas.

Javier no deseaba que Celia tuviese que decidir nunca más sobre quién vivía y quién merecía morir. La venganza nunca superaría a la verdad como arma para que la justicia prevaleciera.

Y lo demostrarían día a día como mejor sabían hacer.