CAPÍTULO 16

I

Pilar contuvo una exclamación de sorpresa al abrir la puerta de su domicilio. Su ex marido esperaba en el portal, y venía solo.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la mujer—. No puedes entrar a este piso sin autorización del juez.

Duarte sacudió la cabeza:

—No he venido a llevarme nada del piso. Sólo quería hablar contigo, pero no tienes obligación de escucharme si no quieres.

—Dame una razón por la que tenga que dejarte entrar.

—Pilar, te quiero. Has sido y sigues siendo la persona más importante de mi vida. Me gustaría poder borrar estos últimos meses y comenzar de nuevo, pero es imposible. Por eso estoy aquí.

En el rostro de su ex esposo, Pilar leyó abatimiento y tristeza. Luis tenía que estar muy mal para haberse dignado a salir de Zarzuela para visitarla.

La mujer se apartó a un lado, permitiéndole el paso.

El presidente de la República entró al salón y se dejó caer en un sillón, echando un vistazo distraído a la habitación.

—Echo de menos esta casa —murmuró—. Nuestra vida era más fácil cuando vivíamos aquí.

—Déjate de rodeos —Pilar se sentó frente a él.

—He despedido a Laura. Fue un error incluirla en mi equipo, y si hubiese sabido que ella iba a separarnos, no la habría contratado.

—Ella no nos separó, fuiste tú. No intentes exculparte.

—Me he dado cuenta de que el poder no me sirve de nada si no puedo conservar a mi lado a la gente que me importa.

—¿Cómo puedes presentarte aquí a decirme eso, después de haber enviado a tus matones para que registrasen este piso?

—No fui yo. Laura lo hizo sin consultarme, y cuando me avisó, era tarde para impedírselo.

—No te creo.

—Aquí guardo cosas personales; he asumido un gran riesgo despidiendo a Laura; puede utilizar cierta información contra mí, pero no me importa. Suponía un riesgo mayor tenerla en Zarzuela, asumiendo competencias que no tenía.

—¿Acostarse contigo entraba dentro de esas funciones?

—No, pero se las tomó de todos modos.

—Si pretendes hacerte el gracioso, no tengo humor ni tiempo para escuchar tus ocurrencias.

—No pretendía hacer un chiste. Hice mal, Pilar, y lo siento. Siento todo lo que te he hecho pasar, siento haber empezado una nueva guerra, siento no haberme ido de Zarzuela antes que refrendar la ley que amnistió a los golpistas. Lamentó todo eso y muchas cosas más.

Pilar observó en silencio a Duarte. No era propio de su ex marido hablar así; él no era de los que cedían ante la presión, pero viéndole allí sentado, a punto de derrumbarse, sintió lástima de él.

Su esposa desconocía el motivo de su estado de ánimo. Duarte acababa de reunirse con el almirante Vasiliev, que comandaba la flota rusa en el estrecho de Gibraltar. Aquél había recibido nuevas órdenes de Moscú, e iba a levantar el bloqueo naval, para evitar una escalada de tensión con los Estados Unidos. Vasiliev le había dado a entender que, aunque las inversiones rusas en España continuarían, el apoyo militar a la campaña de Gibraltar cesaría para evitar una confrontación directa con los americanos. El secretario general de la ONU se había ofrecido como mediador, con un plan de paz que sacaría a los británicos del peñón, a cambio de que los cascos azules entrasen en la Roca para garantizar la seguridad de los gibraltareños. Las autoridades españolas mantendrían su jurisdicción durante un período transitorio, hasta la solución definitiva del litigio por las instituciones europeas, en el marco de un sistema de seguridad común.

Si apartaba a un lado el lenguaje espeso de los diplomáticos, salía a relucir que los rusos habían llegado a un trato con los Estados Unidos, y que el futuro de Gibraltar ya estaba sentenciado. La República podía arriesgarse a continuar la guerra en solitario, pero una vez que los buques de la Royal Navy fuesen reparados, el conflicto resurgiría dentro de unos meses. El plan de la ONU suponía un mal menor, y se podría explicar a la opinión pública que se había conseguido el principal objetivo de la guerra: acabar con el colonialismo británico en España e impedir que Gibraltar se utilizase por el enemigo para atacar a la República.

Aunque se veía forzado a aceptar aquella salida, no podía ser consecuente con sus ideas y mantenerse como presidente de la República mucho más tiempo.

Por eso había ido a ver a su mujer. Pilar y él lo habían compartido todo durante estos años, los más felices de su vida, salvo el último. Tenía derecho a ser la primera en saberlo, y luego, ella adoptaría la decisión mejor para sus intereses. No podía censurarla. Se había portado mal con ella y estaba allí para pedir perdón.

Le explicó la reunión con el almirante, y sus sospechas de que la República había quedado nuevamente aislada. Ya no tenía fuerzas para seguir. Aquello era demasiado, incluso para un superviviente de la política, como él, que había superado todos los intentos para descabezarle, urdidos desde dentro y fuera de su partido.

Pilar sabía que si Duarte renunciaba a la política, perdería el motivo que le movía a levantarse por las mañanas. Él no sabía hacer otra cosa. Desde que acabó la carrera de Derecho, apenas pasó una breve temporada en un bufete de abogados y después se zambulló de lleno en la política.

—¿Has meditado bien lo que vas a hacer? —preguntó ella.

—Mi prioridad es acabar con la guerra. Después me iré. Quería que fueses la primera en saberlo, porque has estado a mi lado desde el principio; hemos pasado muy buenos momentos juntos, y a pesar de que estos últimos meses han sido terribles, el balance final es positivo. Al menos para mí.

—¿A qué te vas a dedicar?

—Eso no es importante.

—Dejaste de ejercer de abogado poco después de acabar la carrera. ¿Vas a volver a un bufete?

Duarte sonrió con amargura:

—Me alegra que al menos te preocupes por lo que va a ser de mí. Eso significa que aún te importo. Aunque sea un poco.

—Luis, yo… no esperaba oírte hablar así.

—Supongo que al final he aceptado lo que todos me pedían a gritos, pero estaba tan sordo que no quería oír —Duarte añadió, con la voz quebrada—: Estoy aquí porque necesito tu perdón para cerrar esta etapa de mi vida, y poder continuar.

—Está demasiado reciente lo que me has hecho, y…

—De acuerdo —él se levantó—. Gracias por recibirme, Pilar. Hablaré con mi abogado para que arregle los papeles de la separación. No voy a oponerme a tus demandas.

—Espera, no quiero que te vayas así. Quédate a comer.

—Me gustaría, pero dentro de una hora tengo una reunión, y después debo ir al Cuartel General. Souto todavía no sabe lo que Vasiliev me ha contado. El almirante y él no se llevan bien, y me gustaría entrevistarme personalmente con los jefes del Estado Mayor.

—¿Y Maeso? ¿No vas a hablar con él?

—Más adelante. A él también le debo una disculpa. Bueno, más de una.

—Luis, sé que a pesar de las críticas que has recibido, todas tus actuaciones estaban inspiradas en el bien de España. Si hubieras entrado en la política para enriquecerte, yo no estaría ahora viviendo en este piso. Eres honrado, pero lamentablemente, eso no basta.

—Lo sé. Además de honrado, debería haberte sido leal, y centrarme en solucionar los problemas de la gente, en lugar de crearlos.

—Si has venido aquí en busca de consejo, te lo daré: que no te pese aceptar la paz. Gibraltar no merece la vida de una sola persona más. Los británicos ya han recibido su castigo y lo sucedido en España servirá de ejemplo a otros países.

—¿Volverás conmigo?

—No —se acercó a su marido y le besó—. Pero te perdono, porque aún te quiero. Yo tampoco he olvidado los buenos momentos que hemos pasado juntos, y también han sido los mejores de mi vida. Borrar esos recuerdos sería negarme a mí misma.

—Gracias. Me alegra mucho oírlo.

—Hablaré con mi abogado. Solucionaremos la separación de común acuerdo. No quiero que te distraiga de tus obligaciones.

Duarte asintió brevemente y abandonó el piso. Sus disculpas habían sido aceptadas, pero se marchaba sin su esposa. A pesar de que su actitud se había suavizado mucho, la demanda de separación seguía adelante.

La comprensión de su mujer había evitado que los trapos sucios de su matrimonio acabasen en la prensa, pero los caminos de ambos discurrirían separados.

Quizá para siempre.

II

Mauro apagó la pantalla de su ordenador portátil. Acababa de recibir instrucciones del Lobo, que entraban en conflicto con su misión. En el mensaje codificado se le ordenaba que no ejecutase a Javier y Celia. Es más, le avisaba de que la policía estaba en camino, y que no tardaría en llegar a su escondite de Guadalajara. Tenía que salir de allí cuanto antes, y dejar a los periodistas en sus celdas.

Sebas, su ayudante, desconocía aquellas instrucciones, y por la propia seguridad de Mauro, seguiría ignorante de ellas.

—Tenemos que irnos —dijo a Sebas—. He recibido un chivatazo de la policía. La inspectora Esparcia y su gente llegarán aquí antes de veinte minutos.

Sebas se dirigió al habitáculo de Celia:

—Antes tenemos que acabar el trabajo.

—No hay tiempo. Vete al coche y espérame con el motor en marcha.

—Eh, ¿qué coño te pasa? —Sebas abrió la puerta de la habitación y sacó su pistola—. ¿No tienes huevos porque estabas liado con ella?

—Baja el arma. Han surgido problemas con la caja de seguridad donde Celia guarda la documentación.

—Eso es mentira. Solucioné el asunto con una llamada al director del banco.

—No lo entiendes. Ella conserva una copia digitalizada en alguna cuenta de Internet —dirigió una mirada a Celia—. ¿No es así?

Ella asintió nerviosamente, asustada. Sebas observó a la mujer y a su compañero, y resolvió que ambos mentían.

—Discútelo con el jefe; yo tengo órdenes que cumplir.

—Estate quieto.

Sebas le ignoró y quitó el seguro de su pistola, apuntando a la cabeza de la mujer:

—Sal de aquí —aconsejó a Mauro—. No tienes estómago para esto.

El disparo restalló como un martillazo y el pecho de Celia quedó salpicado de sangre. La mujer gritó, aterrada, hasta que se dio cuenta de que la sangre no era suya.

El cuerpo de Sebas cayó al suelo. Mauro se guardó su arma.

—Me has salvado la vida —dijo Celia, incrédula—. ¿Por qué?

—No soy el monstruo que tú piensas.

—¿Qué vas a hacer con Javier?

—Sus heridas de bala tienen mala pinta. Sebas las cauterizó, para evitar que se desangrase, pero no sé si tu amigo sobrevivirá. En cualquier caso, ya no es asunto mío.

—Espera, no nos puedes dejar aquí encerrados.

—La policía está en camino. No estarás encerrada mucho tiempo.

—¿Quién la ha llamado? ¿Tú? Esto es muy extraño.

Mauro sonrió:

—Considera que hoy has vuelto a nacer, cariño. No lo olvides, por si volvemos a vernos, aunque lo dudo.

—No podrás volver a trabajar en el CNI. Perderás tu empleo y acabarás en la cárcel.

—¿De verdad declararías en mi contra? Acabo de salvarte la vida.

—Aunque te prometiese que no lo haría, no ibas a creerme. Lo lógico en este caso sería que me matases; tú no dejas cabos sueltos. Sin embargo, has matado a tu compañero en lugar de a mí. ¿Por qué?

—A lo mejor sigo enamorado de ti.

—Tú no sabes lo que es el amor.

—Eres una desagradecida. Pero no tengo tiempo para charlar contigo.

—¿Quién te ha ordenado que nos sueltes? ¿Para quién trabajas?

—No esperes que te ayude a completar tu reportaje, después de haber traicionado nuestra amistad. Disfruta de tu suerte y no hagas más preguntas.

Celia se quedó mirando la puerta que Mauro había vuelto a cerrar con llave. Él no era de los que mostraban arrepentimiento por sus acciones. Algo le había obligado a cambiar sus planes, y debería ser condenadamente importante como para haber sacrificado a su compañero. Pero, a menos que la policía llegase a tiempo y lo detuviese, ella se quedaría sin saberlo.

Como no disponía de reloj, no supo el tiempo que transcurrió hasta que los agentes llegaron para liberarla, aunque podría haber pasado algo más de una hora, más que suficiente para que Mauro hubiese regresado a Madrid y borrado pruebas comprometedoras.

Sin embargo, el ordenador personal de Celia se encontraba en el salón, junto con sus discos duros portátiles y una caja con documentos. Comprendió que Mauro había dejado aquella información adrede, y apostaría a que los discos duros se encontraban intactos, sin formatear.

El rostro de la inspectora Esparcia fue el primero que vio al salir de su cautiverio. Al encontrarse el cadáver de Sebas en el suelo, le preguntó si estaba herida. Ella negó con la cabeza y pidió que llamasen a un médico para que se ocupase de Javier.

El aspecto de su amigo era pésimo. Llevaba las ropas manchadas de sangre y su piel presentaba un color azulado. Al intentar salir por su propio pie, se mareó y tuvo que reclinarse en un sofá. Celia lo cogió de la mano, que ardía a causa de la fiebre. Tal como había anticipado Mauro, su estado de salud era grave.

—¿Qué ha pasado? —preguntaba Javier, confuso—. Escuché un disparo. ¿Estás bien? ¿Y Mauro?

—Mató a Sebas —le explicó Celia—. Nos salvó la vida.

—No lo entiendo.

La ambulancia había llegado. Dos camilleros entraron en la casa y ayudaron a tenderse al periodista.

—Yo tampoco —reconoció Celia—. Tengo la desagradable sensación de que alguien ha estado jugando con nosotros.

III

Encorvado en su despacho del ministerio de Comunicación, Cuello escuchaba con ceño fruncido el informe de Laura, recientemente cesada como jefa de prensa de Zarzuela. El errático comportamiento de Duarte no beneficiaba al ministro en su carrera hacia la Moncloa, y el fin del bloqueo ruso en el estrecho colocaba a España en una posición vulnerable. Cuello presentía que el fin de la guerra de Gibraltar se acercaba, y que Duarte estaba a punto de realizar una declaración pública que todos lamentarían.

Agradeció a Laura que hubiese venido a informarle y repasó su agenda. Un personaje misterioso quería verle. Se había identificado como agente del Centro Nacional de Inteligencia y respondía al nombre en clave de Lacertus.

Se trataba de un hombre de confianza de Resnizky, al que el ruso encomendaba los trabajos más delicados. Lacertus había sido clave para el inicio de la operación Aníbal, y había intervenido en la eliminación de Tejada, el secretario general del partido comunista, que intentó divulgar los chanchullos del ministro con los rusos. Cuello nunca había hablado directamente con él, y su aparición en el ministerio aquella mañana le puso muy nervioso.

Lacertus había pasado los controles de seguridad e iba desarmado, pero temía quedarse a solas con él.

Durante unos minutos dudó qué hacer. Atendió varias llamadas, consultó un par de expedientes y se tomó un vaso de whisky para calmarse. Su secretaria le comunicó que Lacertus seguía esperando, y que insistía en la urgencia de la entrevista. Cuello trató de adivinar el motivo de su visita y su imaginación se pobló de escenarios horribles.

Luego pensó que si pretendiera matarle, no vendría a su despacho a hacerlo. Allí no tenía garantizada la huida, y esos sicarios no tenían madera de mártires.

Debajo de su escritorio tenía un botón de emergencia, con el que podría avisar a seguridad si Mauro hacía cualquier movimiento sospechoso. Telefoneó al jefe de retén del ministerio, para que apostase tres agentes armados en la antesala, preparados para entrar al menor ruido de alarma. Después, se sirvió un segundo whisky. No había desayunado aquella mañana, salvo un café, y el alcohol inundó rápidamente su torrente sanguíneo, rebajando su pánico a un límite aceptable.

Acarició el revólver que guardaba en un cajón. La última vez que había disparado fue hace dos años, tras obtener la licencia de armas. No le gustaba llevarlo consigo, por temor a que el gatillo se moviese accidentalmente y le volase una pierna. Para pistoleros, ya tenía a sus guardaespaldas.

Dejó el cajón abierto, con la culata sobresaliendo. En caso de peligro, solo tendría que mover ligeramente su mano derecha y coger el arma, fuera de la línea de visión de su visitante.

Avisó por la línea interior a su secretaria para que Lacertus pasase.

—Lamento interrumpirle, señor ministro —dijo Mauro, estrechándole la mano—. Soy consciente de que nuestros protocolos no aconsejan que me presente aquí, pero era el método más seguro para avisarle.

—Tengo la mañana muy ocupada. Dispone de dos minutos.

—La policía acaba de liberar a dos periodistas que investigaban su implicación en el cobro de comisiones por adjudicación de contratas, en los que está implicado un consorcio controlado por la mafia rusa. Maeso aún ejerce como presidente del Gobierno en funciones y va a ordenar al fiscal anticorrupción que lo arresten, señor ministro.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Trabajo en el CNI y todo lo concerniente a usted afecta a la seguridad del Estado. Su detención podría tener lugar en cuestión de unas horas. Es importante que comprenda eso.

—No pueden tocarme. Si yo caigo, no seré el único.

—Lo sabemos. Y Resnizky también. No llegará vivo a la cárcel.

Los dedos de Cuello acariciaron la culata del revólver.

—No he venido a matarle, ministro. Estoy aquí para sacarle del país y salvarle la vida.

—Pero usted trabaja para ese cabrón.

—Eso le he hecho creer a Resnizky hasta hoy.

—¿En serio? ¿Y para quién coño trabaja?

—Para la República. Ya le he dicho que usted se ha convertido en un problema de seguridad nacional. Mañana se publicará en la prensa el reportaje completo de los periodistas; Maeso le dará toda la publicidad que pueda, y el partido socialista tendrá que elegir a un nuevo candidato a presidente del Gobierno. Usted dejará de ser útil para Resnizky, y antes de que se vaya de la lengua, le matará. Pero no tiene por qué creerme. Puede quedarse aquí y fingir que esta conversación no ha tenido lugar. Aunque si desea seguir vivo, le aconsejo que se vaya hoy mismo de España. Muerto no podrá disfrutar del dinero que sacó de su banco de Gibraltar.

—Tiene razón. No tengo por qué creerle.

—Recuerde cómo acabó Ledesma, el anterior secretario general del partido socialista. ¿Quiere seguir su mismo camino? Esta vez no habrá ley de amnistía que le libre de la cárcel.

Cuello recordaba perfectamente cómo Ledesma había sido detenido en mitad de una rueda de prensa, víctima de una trampa urdida por Duarte. Hasta ese momento, el poder en la familia socialista se hallaba repartido en una estructura bicéfala, pero a partir de aquella rueda de prensa, todo cambió. Ledesma salió esposado, se convirtió en un cadáver político y fue engullido por el agujero negro del olvido. Nadie hablaba de él, nadie había sido amigo suyo; si pudiese ser eliminado de la historia, sería borrado digitalmente de todas las fotografías donde aparecía, para que nadie soportase el oprobio de haber sido retratado junto a él. Pero eso ya no se hacía, al menos de una forma tan burda. En consecuencia, el personaje caído en desgracia era condenado al ostracismo. Públicamente, se disolvía en la nada, lo que a efectos prácticos tenía efectos equivalentes.

No quería acabar así. Duarte había sido su valedor a la presidencia del Gobierno, pero Laura le había advertido que ya no era de fiar. Si el jefe del Estado había traicionado a Ledesma, también podría apuñalarle a él, que tenía mucho menos poder que el que ostentó el secretario general.

Y en cuanto a Resnizky, sabía lo suficiente de sus negocios como para que peligrase su vida. Los tratos con el ruso se sustentaban en una relación puramente mercantil; si Cuello se convertía en un estorbo, seguiría el destino de Kozlov. Resnizky no había subido tan alto sin dejar un reguero de víctimas por el camino. Si amenazaba con tirar de la manta, no duraría un día vivo.

—¿Cómo sé que no viene de parte de Resnizky? —inquirió—. Se supone que usted es su brazo derecho.

—Si él me hubiera encargado eliminarle, no vendría aquí a avisarle. De hecho, ya estaría muerto. Al darle la mano, podría haber introducido en su organismo un veneno epidérmico que le habría matado en media hora, tiempo suficiente para que yo saliese sin problemas del ministerio.

Cuello recordaba cómo murió Kozlov. Los rusos eran muy aficionados al veneno para eliminar a sus enemigos.

Concluyó que Lacertus decía la verdad.

—¿Puedo despedirme de mi esposa antes de subir al avión?

—Nosotros nos ocuparemos de ella, descuide —le tranquilizó Mauro—. Usted tuvo la inteligencia de no poner propiedades a nombre de familiares, así que en principio no habrá cargos contra ellos.