CAPÍTULO 15

I

Maeso salió relativamente animado de la reunión con el general Souto, que le puso al corriente de la marcha de la guerra. Los ataques a las bases británicas de Devonport y Portsmouth habían sido un éxito, y la mayoría de los buques que se hallaban en puerto habían quedado afectados, aunque la base de Clyde se había librado por un fallo técnico en el generador de pulso.

Gran parte de la flota de la Royal Navy había quedado amarrada, a la espera de reparaciones, y no podría zarpar hasta dentro de varios meses, echando por tierra los planes de una recuperación rápida del peñón de Gibraltar.

El ataque había dado ánimos a la insurgencia en Chipre, que hostigaba a las tropas británicas acantonadas en Akrotiri y Dhekelia. La situación en el Mediterráneo se complicaba a cada día que pasaba, y el bloqueo ruso en el estrecho no tenía trazas de remitir. Souto había aprovechado la visita a la Moncloa para transmitirle sus quejas sobre el almirante Vasiliev, que seguía ignorando las instrucciones del Estado Mayor español, bajo la mirada indolente de Duarte.

Maeso tomó nota de las quejas, pero instó a Souto a seguir cumpliendo las órdenes emanadas de Zarzuela. No quería que Souto siguiese los pasos de Montoro y actuase por libre; aunque, si Duarte seguía como presidente de la República mucho más tiempo, la situación podría degenerar en un escenario como ese.

Souto siempre había mostrado su lealtad hacia la República, pero Montoro también había sido fiel, situándose como el militar con más posibilidades para suceder a Souto al frente del Estado Mayor.

Su apoyo a la rebelión, por supuesto, lo cambió todo. Eligió su particular modo de servir a España y la empujó a una guerra fraticida.

Souto no había seguido sus pasos, pero tal vez algún día no aguantase la presión. El propio Maeso no la había aguantado; por eso dimitió. No podía exigir a Souto que siguiese hasta el final de un camino que acababa en precipicio.

En la antesala aguardaba Esparcia. Aunque el día había amanecido despejado, empezaba a nublarse. Tras despedirse del general, pidió a la inspectora jefe que pasase al despacho.

—No traigo buenas noticias, presidente.

—¿Siguen sin localizar a Javier Valero?

—Estamos siguiendo el rastro de la furgoneta que utilizaron sus secuestradores. Hemos obtenido una orden de registro de su domicilio y del de su compañera Celia. Sus captores se llevaron una gran cantidad de información, pero no hemos encontrado ninguna pista que nos conduzcan a ellos.

—¿Han buscado ya en las oficinas del periódico?

—No he hallado nada que nos sea útil.

—¿Qué se sabe de su jefe?

—Martín sigue sin aparecer. El extracto bancario que me entregó Javier era falso; le presioné para que me revelase quién se lo había dado, pero se negó, arguyendo que no podía revelar sus fuentes.

—Está protegiendo a alguien.

—Que le ha engañado.

—Debe de ser una persona muy importante para él, o te habría dicho ya su nombre.

—Es posible, pero mientras no localicemos a Javier, todo son especulaciones.

Maeso asintió. Aquélla era su mejor baza para convencer a los escépticos de su partido, para que votasen en contra de la investidura de Cuello, pero sin las pruebas que lo implicaban en una trama de corrupción, y la campaña de Gibraltar aún abierta, votar contra el candidato de Duarte era un voto de censura contra el jefe de las fuerzas armadas, precisamente en el momento en que el signo de la guerra había cambiado a favor de España.

Intentaba convencer a los más recalcitrantes, revelándoles el plan ruso de levantar una base militar en Menorca, bajo la tapadera de un complejo aeronaval privado. Algunos miembros del Govern balear y del Consell insular conocían la operación y estaban de acuerdo; las inversiones rusas crearían miles de puestos de trabajo e inyectarían un dinero muy necesario a la maltrecha economía de las islas, cuyo sector turístico se había hundido a consecuencia de la crisis económica y la reciente guerra civil.

Si presionaba al gobierno autónomo, lo enrocaría en sus posiciones, y podría servir de acicate para que alguien hiciese una oferta similar a las islas Canarias, aunque solo fuera para espolear al movimiento independentista. Marruecos era una amenaza a la seguridad de los canarios, quienes sabían que si la República se retiraba algún día del archipiélago, el país vecino ocuparía su lugar y saldrían perdiendo. Pero la situación cambiaría si una superpotencia, a golpe de talonario, les daba protección y dinero para que fuesen autosostenibles. Impedir a los rusos que llevasen a la práctica sus planes sobre Menorca podría, a la larga, salir tan caro como la expulsión de los americanos.

Los imperios nunca soltaban del todo a sus presas, y casi siempre se las arreglaban para encontrar el camino de vuelta. Es lo que había ocurrido con Chipre: el Reino Unido le concedió la independencia en 1960, pero dejó detrás dos bases militares, para demostrar que no se había ido y que, si se terciaba, volvería.

Pero Maeso no quería distraerse con aquellos problemas; era Duarte quien dirigía la guerra, no él. Lo que más le importaba a Maeso era averiguar quiénes habían secuestrado a Javier y Celia, y si aún seguían con vida. Recordaba que Joana, la anterior compañera de Javier, fue secuestrada y asesinada por un grupo ultraderechista. ¿Estaría aquel mismo grupo detrás de la desaparición de los periodistas?

Si así era, tendrían el mismo final, a menos que Esparcia los encontrase a tiempo. Sin embargo, era mucho más probable que fuese la gente de Cuello quien estuviese detrás del secuestro. ¿Retiraría Duarte a su candidato si le presentase a la cara las pruebas? Quería creer que sí; durante la guerra civil, cuando Ledesma conspiraba para expulsar a Maeso de la Moncloa, Duarte acudió en su defensa y encarceló a aquél. Si la justicia significaba aún algo para el presidente de la República, no dejaría al frente del Gobierno a un criminal. No se habían librado de Ledesma para permitir que el poder cayese en manos de un sinvergüenza como Cuello.

Pero habían pasado ya siete meses desde aquellos hechos, y Duarte ya no era el mismo que se enfrentó a los golpistas y encerró a su secretario general. No lo era, porque nadie en sus cabales habría iniciado una guerra después de acabar otra.

II

Mauro entró al habitáculo donde había recluido a Celia, en el sótano de la casa que Resnizky le había facilitado a las afueras de Guadalajara. Javier Valero se encontraba en otra celda similar; ambas estaban insonorizadas y, por mucho que chillasen, no podrían comunicarse entre sí ni con el exterior.

Mantenía la habitación a oscuras para aumentar la desorientación y angustia de sus prisioneros. Tampoco les había dado alimentos desde su captura, salvo media botella de agua.

Celia se sentó encima del colchón de espuma que había en el suelo e hizo pantalla con la mano, al encender su secuestrador la luz.

—¿Qué pasa? ¿Te faltan cojones para matarme?

Mauro le lanzó un bocadillo.

—Come.

Ella miró el pan con desconfianza:

—Quieres envenenarme.

—Has estado sedada durante horas. Podría haberte matado ya.

La mujer mordió el bocadillo.

—¿Qué le habéis hecho a Javier?

—Nada.

—He escuchado sus gritos.

—La habitación está insonorizada.

—Pues los he oído, imbécil.

—Sigue vivo, de momento.

—¿Por qué nos has secuestrado?

—Por Cuello.

—Si te doy la información que tenemos de él, ¿nos soltarás?

—Ya la tenemos. Registramos tu piso y el de Javier.

—Entonces, deja que nos vayamos.

—La información está encriptada y no dispongo de tiempo para romper los códigos.

—Dime qué ficheros son y te daré la clave.

—Sé cómo funciona tu cabeza: has guardado copias en varios lugares. Vas a decirme dónde están esos escondites, o mataré a Javier.

—No sé de qué me hablas.

—Mira, no soy un sádico —le mostró las cicatrices de su pecho, causadas por Carmona—. No quisiera verme obligado a hacerte esto a ti, de modo que habla, o mataré a Javier.

—Vete a la mierda. Toda la información la guardaba en casa; aunque tenía parte en la oficina, para adelantar trabajo.

Mauro hizo una seña a Sebas, su ayudante, quien sacó de la celda a Javier y lo trajo a empujones a la de la mujer.

—Aquí lo tienes —Mauro sacó su pistola—. Vamos a comprobar hasta qué punto te importa la vida de tu amigo.

—¡No le digas nada! —gritó Javier—. ¡Nos matará de todos modos!

Mauro disparó a la pierna izquierda del periodista.

—Sabias palabras. ¿Algún consejo más?

Javier se retorcía de dolor. La pernera de su pantalón se teñía de rojo.

—Tengo curiosidad —dijo Mauro—. ¿Por qué te liaste con ella? ¿Te ponen las asesinas?

Javier apretó los dientes y guardó silencio.

—Lo tomaré como un sí.

—Las brigadas te encontrarán —le advirtió Celia—. Ya les he hablado de ti, por si intentabas algo. Te aseguro que son muy eficientes.

—Tenemos amigos comunes —sonrió Mauro—. Sé lo que le hiciste a Martín. Eres como yo, Celia, reconócelo. Aún podemos seguir colaborando; posees una gran habilidad consiguiendo información, y no tienes escrúpulos a la hora de actuar. En el fondo, este gilipollas te importa un cuerno —para probarlo, dirigió un segundo disparo, esta vez al antebrazo derecho de Javier—. ¿Lo ves?

—¡Déjalo en paz, por favor!

Mauro hizo una seña y Sebas se llevó al periodista de regreso a su cubículo.

—Le coseremos las heridas sin anestesia y se las volveremos a abrir todo el tiempo que tú quieras —dijo él—, hasta que se gangrenen y haya que amputar.

—Guardo una copia en una caja de caudales de mi banco. Para entrar hay que superar un escáner de retina. Pedí expresamente esa medida de seguridad, por si intentaban algo contra mí.

—Embustera. No te creo.

—Compruébalo —Celia se encogió de hombros—. La única manera de acceder a la caja de seguridad es que te acompañe, o que vaya mi abogado en mi lugar, cuando se entere de mi desaparición. Él tiene instrucciones precisas sobre lo que debe hacer.

—También podría arrancarte un ojo y hacerme pasar por ti.

—Los vasos sanguíneos de la retina se colapsan al faltarles riego. El escáner rechazaría la identificación.

—Eres tan desconfiada que no darías tus secretos a un abogado, y mucho menos a un banco.

—¿Qué le hiciste a Tejada?

Mauro no esperaba aquella pregunta.

—Y eso qué importa.

—Aún así, dímelo.

—¿Por qué?

—Tenías en tu poder información sobre él.

—¿De verdad quieres saberlo? —Mauro carraspeó—. Lo mandé al mismo sitio que tú enviaste a Martín.

—No tenías ningún motivo para hacerle eso.

—Tocó las narices a demasiada gente.

—Lo mataste por el mismo motivo que vas a matarme a mí.

—Si colaboras, seguirás viva.

—Javier tiene razón. Nos matarás de todos modos.

—Me eres más útil viva que muerta. No puedo decir que te ame, porque nunca he querido a nadie en mi vida. No es culpa mía, nací así, pero reconozco que tienes talento, y la ayuda me vendría bien.

—Si accedo a colaborar contigo, ¿qué le pasará a Javier?

—Lo dejaré libre, si tanto te preocupa, pero tú no le necesitas. En cambio, yo puedo entregarte al asesino de tus padres —volvió a desabotonarse la camisa—. Sé dónde se encuentra el animal que me hizo esto. ¿Quieres que pague por sus crímenes? Yo te llevaré a él.

—Desde que te conozco, no has parado de repetirme que el odio no iba a devolverme a mis padres.

—Perder mis pezones a manos de esa bestia me ha hecho cambiar de opinión. Quiero verlo muerto, como tú.

—Creí que trabajabas para el CNI, que te habías infiltrado en el GARRE para perseguir a los enemigos de la República. Pero solo eres un traidor, un patético colaborador de los fascistas.

—Te equivocas. Gracias a mí, la República posee información estratégica sobre el GARRE y la red Gladio en España, que salvará muchas vidas. Entrar en ese mundo ha sido muy difícil, he tenido que hacer cosas abominables para que me aceptasen como uno de ellos, pero he llegado mucho más lejos que cualquier otro agente. Eso es lo que debes mirar, y no el camino que he recorrido.

—Desgraciadamente, ese camino te ha transformado en un asesino.

—En la situación que atraviesa España, la ley ya no es una herramienta válida para castigar a los criminales; el Estado necesita usar otras vías para protegerse, o volveremos a la guerra.

—No hemos salido de ella, Mauro, por si no te has percatado; y tú contribuiste a provocar el conflicto de Gibraltar. ¿Dónde encaja eso en tu sentido del cumplimiento del deber?

—Gibraltar se había convertido en una base que el enemigo usaba para atacarnos. No podíamos permitirlo. Hicimos lo que ellos habrían hecho en nuestro lugar: lanzar un ataque preventivo. Sabíamos que las relaciones entre el ejecutivo británico y la Casa Blanca atravesaban un mal momento; Rusia aprovechó la coyuntura para ayudarnos a reconquistar el peñón.

—A cambio de qué.

El semblante de Mauro se transformó en un rictus burlón:

—Sabes sumar dos y dos, Celia. Supongo que no es necesario que te lo explique.

III

La última incursión de la RAF en territorio español tuvo efectos devastadores. Tras reunirse con el Estado Mayor por videoconferencia, Duarte se quedó en silencio en su despacho de la Zarzuela, analizando el resultado de la batalla librada en el cielo.

El Airbus del ejército español dotado de haz de pulso electromagnético había despegado a primeras horas de la tarde, escoltado por una escuadrilla de Eurofighters, para interceptar a una formación británica que se aproximaba al golfo de Cádiz. El Airbus tuvo tiempo de realizar cinco disparos y derribar a otros tantos cazas británicos, pero sorpresivamente, fue atacado por un aparato que volaba a gran altitud. La comunicación con el piloto se cortó de repente, y el Airbus desapareció con su escuadrilla en aguas del Atlántico.

Se había solicitado al mando ruso un Tupolev de refuerzo con haz de pulso, pero Moscú se había echado atrás al enterarse de lo sucedido. Se sospechaba que los británicos habían sido ayudados a la desesperada por los estadounidenses, quienes así respondían al bloqueo naval del estrecho, al tiempo que equilibraban la balanza frente a los buques de la Royal Navy varados en Portsmouth y Devonport.

Duarte recibía presiones constantes de los organismos internacionales para que pusiera fin a la guerra. Bruselas amenazaba a España con expulsarla de la Unión Europea, y el secretario general de la ONU le advertía de un posible embargo internacional si no cambiaba de actitud. Su propio Estado Mayor no parecía muy contento con la marcha de la guerra, y el general Souto presagiaba que si el conflicto se prolongaba demasiado, sería catastrófico para la economía española, aún no recobrada del último conflicto bélico. Incluso la fiscalía del Tribunal Penal Internacional aprovechaba para cursar citaciones contra cargos de la República, por aplicar una ley de amnistía contraria al derecho internacional, que garantizaba la impunidad de los responsables de la última guerra civil.

Quizá tuviesen razón, pensó, y debía admitir que se había equivocado, o todos acabarían en el fondo del mar, como su carísimo e inútil Airbus. Souto ya le advirtió que aquella tecnología era un arma de doble filo; el enemigo también disponía de ella y había empezado a usarla.

Se imaginó una última noche perfecta, la península ibérica sin nubes, vista desde el espacio, hasta que las luces de la cornisa cantábrica comenzaban a apagarse, la oscuridad avanzaba hacia la meseta, se extendía por Aragón, Cataluña, Valencia, Extremadura, y desembocaba en Andalucía, sumiendo a España en las tinieblas. Él había iniciado aquella guerra, pero otros podrían terminarla por él, de un modo muy perjudicial a los intereses de su país.

Todo político tiene que saber cuándo le ha llegado el momento de retirarse. Él se había dedicado a echar a los disidentes haciéndoles la vida imposible; se había quedado aislado, y esa soledad se hacía más angustiosa con cada parte de guerra, con aquel incesante goteo de víctimas. Había sustituido a personas competentes como Maeso, por aduladores como Cuello o Laura, quienes no deseaban o no se atrevían a mostrarle los fallos de su gestión, temiendo que ellos también cayesen en desgracia.

Entre los papeles que atestaban su escritorio encontró la citación que le había llegado aquella mañana, de un tribunal civil de Madrid: la confirmación oficial de que la guerra privada con su ex mujer había comenzado. Pilar había pedido medidas provisionales de separación, reclamándole una elevadísima cantidad de dinero; pero eso no era lo más importante para él. En la demanda le acusaba de maltrato psicológico y coacciones, de ordenar el asalto a su piso de la calle Fuencarral para sustraerle información que pudiese comprometer al jefe del Estado.

El gabinete jurídico había estudiado el caso y le aconsejaba que llegase a un acuerdo con Pilar, para que el asunto no llegase a la prensa. EL abogado de su ex mujer tenían información de uno de los agentes que había participado en el robo, al que la unidad de asuntos internos de la policía investigaba desde hacía tiempo. Tras descubrir su talón de Aquiles, el abogado le ofreció un trato si se avenía a colaborar.

El nombre de Laura, por fortuna, no aparecía en las diligencias, pero sí el de un alto cargo del ministerio de Comunicación. Era cuestión de tiempo que llegasen a Cuello.

—Deja de darle vueltas a eso. Yo me ocuparé de tu mujer.

Laura había entrado a su despacho, y con su habitual sigilo, se había situado a su espalda sin que él lo advirtiese. Duarte giró su sillón y negó con la cabeza.

—No quiero que te ocupes de Pilar, ni que des un solo paso más sin que yo lo autorice. ¿Me has entendido?

—La declaración del policía está viciada de origen; es la doctrina del árbol podrido, Luis: fue obtenida bajo chantaje. Nada de lo que haya declarado ante la policía tiene validez si…

La irritación de Duarte fue en aumento:

—¿No me has oído? Ya tengo bastantes problemas para que tú los multipliques con tus trampas de picapleitos.

—Yo… creí que necesitabas ayuda.

—Este es un asunto personal entre mi mujer y yo. No quiero que intervengas.

—Lamento disentir, Luis. Ya hemos mantenido esta conversación antes. Pilar está utilizando contra ti información que afecta a la seguridad nacional.

—Ordenaste el asalto a nuestro piso de Fuencarral sin mi autorización. No intentes escudarte en razones de Estado para ocultar tu culpa.

—Tu ex no debería tener mejor trato que un golpista. Conspira para derribarte, robando secretos oficiales. La separación es solo el primer paso para conseguir tu aniquilación política, precisamente en el momento que la República necesita que todos se unan como una piña con su presidente.

—Yo también he oído tu discurso otras veces, y no quiero que me lo repitas.

—Crees que para mí esto es algo personal, que quiero anular a Pilar para que no regrese contigo —Laura lo miró fijamente—. Aún no entiendes que hago todo esto para protegerte, porque amo a mi país y haré lo que sea necesario para defenderlo de sus enemigos.

—En democracia no caben atajos. Ledesma era muy aficionado a ellos y acabó en la cárcel.

—Pero no estuvo en ella mucho tiempo —ironizó Laura—. Tú lo sacaste, al refrendar con tu firma la ley de amnistía.

—Su carrera acabó cuando la policía lo detuvo en mitad de una rueda de prensa, y ninguna ley de amnistía borrará eso. Además, con el tiempo, Ledesma volverá a prisión si España es condenada por el Tribunal de la Haya y el futuro gobierno decide cooperar.

—¿Desde cuándo te asustan las consecuencias, Luis? ¿Un presidente temeroso habría recuperado Gibraltar? Tú has tenido agallas para hacer lo que ningún otro se había atrevido. Expulsaste a los americanos de España, venciste a Montoro y acabaste con el tinglado de dinero negro de los gibraltareños. Has hecho por España mucho más que cualquier otro presidente, desde Suárez. Él devolvió la democracia a los españoles, pero tú nos devolviste la dignidad.

—La dignidad no se disfruta desde la tumba. Demasiadas personas están muriendo por mi culpa, y no sé cómo parar esta guerra. Yo no entré en política para esto. Lo hice para ayudar a la gente a resolver sus problemas, no para crearlos.

—La vida no es solo pan y circo. Es vivir sin miedo, es tomar las decisiones por ti mismo, es impedir que otros dicten las reglas. Es ser el dueño de tu destino, y tú nos has enseñado esos valores.

Laura estaba mostrando toda la persuasión de que era capaz. Su instinto de supervivencia había lanzado una señal de pánico. Con aquel caudal de halagos, trataba de garantizar su continuidad como asesora del presidente y aplacar la ira de su jefe.

Por desgracia para Laura, Duarte estaba harto de aduladores.

—Lárgate —dijo él.

El semblante de la mujer se contrajo:

—¿Qué?

—Vete.

—Volveré cuando estés más calmado.

—Recoge tus cosas y márchate. Estás despedida.

—No… no puedes hacerme esto, Luis. Me necesitas más de lo que…

—¡Fuera!

Laura abandonó el despacho, sin dar el esperado portazo. De hecho, dejó la puerta abierta de par en par, aunque acabó cerrándose por sí sola, salvo una estrecha ranura por la que se filtraba la luz del pasillo.

Duarte se quedó mirando aquella rendija. Experimentaba una extraña mezcla de emociones en su interior.

Se sentía liberado por haberse quitado un lastre de encima. Pero también era consciente de que había roto uno de los pocos paraguas que le quedaban para protegerse de la tormenta.

IV

Bowen sugirió a Resnizky un encuentro en territorio neutral, fuera de España, pero el empresario ruso alegó que a causa de sus múltiples responsabilidades, no podía alejarse mucho de Madrid en aquellos momentos. Tras proponer lugares alternativos, acordaron reunirse en Cuenca, ciudad cercana a la capital, que el americano todavía no había tenido oportunidad de visitar.

Las hoces del río Júcar le impresionaron, y se interesó por entrar a las casas colgadas, para tener una buena vista del paisaje. El ruso no puso objeciones. Las casas estaban ocupadas por un museo de arte abstracto y el flujo de visitantes era escaso, ideal para recorrerlo tranquilamente mientras charlaban.

Después de subir unas cuantas escaleras, Bowen empezó a arrepentirse de su elección. Las obras expuestas le parecieron horribles, una prueba más de la decadente cultura española; y los empinados peldaños estaban moliendo sus rodillas. Se detuvo frente a una ventana a recuperar el aliento.

—Tenía un gran interés en conocerte —dijo el ruso—. Aunque políticamente no puedo aprobar tus resultados, hiciste un trabajo meritorio en la pasada guerra civil. Lástima que tus jefes no te lo reconocieran como es debido.

—Es un honor que me digas eso —sonrió Bowen. Le gustaba que el ruso rompiese el hielo halagando sus oídos, pero bajo aquel manto de amabilidad se escondían las intenciones de aquel tipo, y no podía bajar la guardia.

—Sé reconocer el talento cuando lo encuentro. Merecías un puesto mejor que volver a la CIA. Es un retroceso en tu carrera, que lamento profundamente. Te has ganado algo mejor.

—Siempre estoy a disposición de lo que dispongan mis jefes. Si la CIA es el destino en el que mejor puedo servir a mi país, lo acepto con orgullo.

—Me dijeron que deseabas presentarte a Gobernador de Florida.

—Después de lo que pasó en España, habría dejado en mal lugar a los republicanos. Oficialmente fui cesado por extralimitarme en mis funciones. Mi carrera política acabó en ese instante.

—Te sacrificaste para proteger a los que están arriba.

—Es lo que se espera de los fontaneros —Bowen le dirigió una mirada cómplice.

—Me gustaría contar contigo, si algún día te pasas al sector privado. Serías un valioso activo para mi firma.

—Gracias, pero las relaciones entre el consorcio ruso de energía y el Kremlin son tan estrechas que no podría aceptar tu oferta sin traicionar a mi gobierno.

—Rusia y América no son enemigos. El comunismo desapareció en mi país y las empresas son ahora las que dictan las reglas; somos vuestros discípulos aventajados.

—Si nuestros países ya no son enemigos, deberíais poner fin al bloqueo del estrecho de inmediato.

Dos jóvenes habían entrado en la sala y miraban desde un ángulo una escultura de formas retorcidas, quizá la imagen especular de los otros dos visitantes que tenían detrás. Resnizky hizo una seña y subieron a la siguiente planta.

—La guerra de Chechenia supuso un punto de equilibrio en nuestras relaciones —recordó el americano—. Ya no nos inmiscuimos en vuestros asuntos ni vosotros en los nuestros.

—A tu país y al mío nos une un objetivo común: acabar con el terrorismo. Hicimos en Chechenia lo que debía hacerse para combatir al separatismo musulmán, y vosotros hicisteis en Irak lo que considerasteis oportuno para proteger vuestros intereses de unas inexistentes armas de destrucción masiva. Pero Gibraltar es distinto: después de la rebelión de Montoro, la República tiene motivos para detestar a los Estados Unidos y a sus aliados británicos. Es lógico que quiera recuperar el peñón.

—Yo no veo esa lógica por ninguna parte, y los Estados Unidos no tolerarán que el paso al Mediterráneo quede en manos de una República hostil. Necesitamos garantizar el libre tránsito de mercancías, y a Rusia le interesa una solución a esta guerra por el bien de su economía.

—Pero no una solución a cualquier precio. Hemos invertido valiosos recursos en ayudar a la República. No vamos a quitar nuestro barcos solo porque sí.

—¿Solo porque sí? Esta mañana, una de nuestras fragatas ha estado a punto de abrir fuego contra un buque ruso. Gibraltar no merece un conflicto entre nuestros países.

Resnizky lo sondeó con la mirada, y al parecer, le divirtió lo que encontró:

—Estás aquí porque la Casa Blanca te ha enviado, no por iniciativa propia.

—Sí —admitió Bowen, en un arranque de sinceridad. No tenía motivos para ocultarlo—. Y qué.

—Eres especialista en tensar la cuerda hasta el extremo. Te gusta exasperar al adversario, comprobar sus límites, y aprovechar esa tensión en tu beneficio. Pero esta vez te han impedido salirte con la tuya.

—¿Y qué habría supuesto salirme con la mía?

—Aniquilar a la República y acabar con Duarte y su camarilla. Intentaste que se destruyesen solos hace siete meses, pero algo fue mal. Ahora has repetido tu intento con un método oblicuo, en principio menos arriesgado.

La pareja de jóvenes había subido al siguiente piso, y Bowen contempló con aprensión el tramo de escalones que le esperaban.

—¿Hay algo allí arriba que merezca la pena ver? —preguntó.

—No.

—Entonces, bajemos.

Descendieron las escaleras y salieron a la calle. La alternativa era seguir hasta el centro, donde había más bullicio, o caminar cuesta arriba. Resnizky apuntó que no muy lejos de allí le habían hablado de un restaurante de comida manchega, donde podían reponer fuerzas.

Caminaron cuesta arriba. Bowen gruñó para sus adentros. En aquella ciudad solo había pendientes empinadas, y ya se estaba hartando de ellas.

—No pretendo que os retiréis del Estrecho a cambio de nada —dijo el americano—. Conocemos vuestro proyecto de construcción de una base en Menorca. Estamos dispuestos a que sigáis adelante, si dejáis de interferir.

—Me ofreces algo que ya tenemos.

—Aún no lo tienes, y puedo complicaros mucho la vida si quiero. Tus negocios en España penden de un hilo; te has hecho socio de Cuello, un ladrón que tiene sus días contados. Duarte lo eligió como candidato a presidente del Gobierno, una prueba más de que es un majadero.

Resnizky presentía que Bowen no estaba faroleando.

—¿Qué has oído de Cuello?

Bowen comenzó a reír:

—Llevó siguiendo sus andanzas desde que empezó a meter mano en las finanzas de los socialistas. Le pasé información sobre sus chanchullos a distintas personas, para que la divulgasen; por desgracia, todo el que ha conocido esa información ha acabado desapareciendo. Pero tú no sabes de qué te estoy hablando, ¿verdad?

Resnizky mostró una posición más receptiva:

—Estamos aquí por dinero —admitió—. Necesitamos rentabilizar la inversión que hemos hecho.

—Y conservaréis vuestras inversiones, pero España es y seguirá siendo un aliado de la Alianza Atlántica.

—Explícate.

—Hemos hecho comprender a Gran Bretaña que no puede conservar dos colonias en el Mediterráneo. O pierde Chipre, o Gibraltar. Por razones estratégicas, a la Casa Blanca le interesa mantener el control de Akrotiri y Dhekelia a través de los ingleses, de cara a una futura intervención en Oriente Medio. Les hemos prometido pacificar la isla y han aceptado. Los británicos están muy nerviosos con la marcha de la guerra; no quieren que se repita lo sucedido en Portsmouth y Devonport. Sus habitantes han regresado a la época preindustrial, sin electricidad ni agua corriente. El Ejército ha tenido que intervenir para repartir alimentos y evitar el pillaje. Los ingleses van a gastarse en ayuda humanitaria más de la mitad del dinero presupuestado para recuperar Gibraltar. En realidad, acordaron hace tiempo con España un régimen de soberanía compartida del peñón, que las autoridades gibraltareñas rechazaron.

—¿Me estás diciendo que Gibraltar pasará a soberanía española? —inquirió Resnizky, incrédulo.

—Claro que no, sería respaldar lo que ha hecho Duarte; pero ofreceremos a la República un trato que le permita salvar la cara. Gibraltar quedará provisionalmente bajo administración conjunta de España y fuerzas de paz de la ONU, que trasvasarán más adelante su jurisdicción a la OTAN, dado que es un conflicto europeo y en ese marco debe resolverse. El peñón se convertirá con el tiempo en base de la Alianza y dejará de ser un refugio para el dinero negro. Como gesto de buena voluntad, colaboraremos periódicamente en maniobras conjuntas con las tropas rusas de Menorca, para diseñar una estrategia de defensa común frente a la amenaza islamista. La seguridad en el Mediterráneo es un problema que nos concierne a ambos, y deseamos que os impliquéis en un programa a largo plazo de defensa mutua para combatir al integrismo musulmán.

—Lo que pretendes es volver a la situación anterior a la expulsión de vuestras tropas de Rota, solo que trasladando vuestros efectivos un centenar de kilómetros al sudeste.

—Gracias por subrayar lo evidente —ironizó Bowen—. Imagina que el estrecho del Bósforo pasase a manos enemigas, y vuestra flota se quedase aprisionada dentro del mar Negro. ¿Lo permitiríais?

—La cuestión no es si Rusia lo permitiría, sino si España aceptará ese trato. Duarte ha prometido un referéndum para sacar a España de la OTAN.

Habían llegado a la terraza del restaurante indicado por el ruso. Bowen tomó asiento y jugueteó con las aceitunas que había en un plato, mientras se bebía la cerveza que le trajo el camarero. Estaba sediento y aquella maldita cuesta le había abierto el apetito:

—Dudo que ese referéndum se convoque, pero en el improbable caso de que así fuese, una buena campaña mediática le daría la vuelta a los pronósticos.

—¿Cómo estás tan seguro?

—Porque ya se ha hecho antes. Es sencillo: solo tienes que apelar al miedo de la gente para conseguir que vote como es debido. Miedo a otra guerra, a quedar aislados, a que no puedan exportar sus naranjas a Europa… Y hablando de miedo, el GARRE dispone en España de media docena de comandos, dispuestos a emplear generadores de pulso en grandes ciudades.

—¿El GARRE? Creí que estabas siendo sincero, Bowen. Llámalo Gladio, más bien. El GARRE solo es una de vuestras franquicias. Estoy informado de vuestros movimientos.

Sí que lo estás, pensó Bowen, y precisamente a través de uno de mis agentes. Pero no quería humillar a Resnizky, haciéndole sentirse un estúpido. Ya descubriría a su debido tiempo para quién trabajaba Lacertus.

—Llámalo como te dé le gana —dijo el americano—, pero piensa lo que podría ocurrir en Madrid si se activa un artefacto como los que los españoles emplearon en el sur de Inglaterra.

—Eso es terrorismo de Estado.

—Claro, y lo de Chechenia no, y tampoco lo es cómo despacháis en Rusia a los periodistas molestos. Mira, las armas de pulso las inventamos nosotros; sabemos cómo usarlas, y si no lo hemos hecho antes, es porque no somos tan malos como suponéis. Sabemos que muchos inocentes en España están sufriendo por culpa de la ineptitud de su gobierno. No deseamos aumentar su dolor innecesariamente.

Resnizky entornó los ojos. Incluso cuando Bowen hablaba en serio, sus palabras desprendían un tufo cínico.

—Me alegra que te preocupe el bienestar de los españoles —respondió el ruso sin pestañear—. Bien, tus condiciones me parecen aceptables, y nosotros tampoco queremos un enfrentamiento directo con los Estados Unidos, principalmente porque no sería bueno para el negocio. Hablaré con el Kremlin.

—Es condición indispensable para que mi oferta se mantenga, que el bloqueo naval cese de inmediato.

—¿Me garantizas que no habrá más buques con armas que intenten cruzar el estrecho?

—Por supuesto.

—Nos reservamos el derecho a inspeccionar aquellos buques que nos infundan sospechas.

—Previo aviso a nuestra flota. No quiero que nadie resulte herido.

—¿Qué pasa si la Casa Blanca, o el Kremlin, no aceptan lo que hemos decidido?

Bowen exhibió una torva sonrisa:

—Comenzaría la madre de todas las batallas. Y esta vez sería verdad.