CAPÍTULO 14

I

La RAF volvía a aprovechar la oscuridad para atacar objetivos españoles. Duarte, después de tres noches sin dormir, se tragó varias pastillas de estimulantes con un trago de café, y contempló con ojos vidriosos la información que se desplegaba en la pantalla de su ordenador. La base naval y los astilleros de El Ferrol recibían el ataque de misiles crucero, lanzados por submarinos y aviones ingleses. Las baterías antiaéreas derribaron a un caza enemigo, pero la mayoría de los misiles lograron burlar sin problemas las medidas de defensa. La ría estaba en llamas y la gente huía despavorida de sus casas, colapsando las carreteras de salida de la población. El aeródromo militar de Santiago y el escuadrón de vigilancia aérea de A Coruña también habían sido castigados, aunque todos los aparatos se encontraban en el aire en esos momentos.

Tres misiles y algunas bombas habían caído dentro del casco urbano de El Ferrol, destruyendo una manzana de viviendas y un centro comercial. El número de bajas civiles ascendía ya a más de cien, e iba en aumento. Tras aquella incursión, los aviones ingleses habían dado media vuelta y regresado a las islas británicas, sin necesidad de hacer escalas ni repostar. El objetivo de aquella táctica era claro: los buques de la Royal Navy eran vulnerables en el océano a un ataque y los ingleses querían allanarles el paso antes de que los portaviones de la Corona salieran a alta mar.

En medio de aquel infierno, la oficina del almirante Vasiliev le enviaba una queja sobre la conducta del general Souto, por su actitud desconsiderada y poco acorde con las normas castrenses. Duarte estaba demasiado cansado para llamar a Souto y oír su versión de los hechos, y no respondió a la nota. Rusia trataba de ayudarles, pero lo hacía sin consultar, de un modo inapropiado y chulesco.

Reprimió un bostezo y se sirvió un segundo café. Tenía que hacer algo y recuperar la iniciativa en aquel conflicto, aunque no disponía de efectivos suficientes para devolverles el golpe y bombardear el sur de las islas británicas. Necesitaba a todos sus submarinos y a la flota en el Atlántico para atacar a la Royal Navy, pero estaba harto de esos aviones que atacaban de noche y después salían huyendo.

Tecleó en el ordenador el número del cuartel general. Después de todo, sí iba a hablar con Souto aquella noche.

—¿Ya te ha llamado Vasiliev para quejarse de mí? —preguntó el general.

—El motivo de mi llamada es otro.

—Tuvimos unas palabras acerca del bloqueo en el estrecho.

—Hablaremos de eso otro día. El ataque al Ferrol es intolerable. Tenemos que contraatacar.

—Estamos valorando todas las opciones.

—Quiero el Airbus en el aire. Vamos a tirarles a esos cabrones todo lo que tengamos.

—No me parece una medida prudente, presidente. Las armas de pulso tienen doble filo.

—Lo sé, me lo has repetido varias veces. Pero no tenemos otra alternativa. Los ingleses están llevando esta guerra demasiado lejos. Pediré a los rusos un Tupolev de refuerzo con tecnología de haz de pulso. Y ordena a nuestros comandos en el Reino Unido que tiene vía libre para actuar.

Souto iba a reiterar sus objeciones, pero se detuvo. Ante todo, era un militar disciplinado y acataría las instrucciones de Duarte, en su calidad de jefe supremo del Ejército.

—Así se hará —respondió el general.

—Me gusta tan poco como a ti esta decisión, pero no permitiré que nos sigan comiendo terreno. Hasta ahora se han dedicado a machacarnos con bombas y huir. Responderemos de forma proporcional, procurando que no haya víctimas.

—¿Me hablas de una guerra civilizada? —Souto alzó una ceja.

—Sé que eso no existe. La guerra es el fracaso de la razón, pero la retórica no gana batallas, y necesitamos una victoria ya.

—¿Alguna orden más?

Duarte no pasó por alto el tono seco de Souto, quien esperaba un apoyo explícito ante las intromisiones de Vasiliev y no lo había obtenido.

—Eres leal y te aprecio como militar y como amigo. Si no me hubieses rescatado en helicóptero de los tanques de Montoro, España estaría ahora bajo una dictadura militar.

Souto guardó silencio.

—¿Qué te pasa ahora? ¿Es ese imbécil de Vasiliev? Mira lo que hago con su escrito —Duarte lo rompió delante de la pantalla del ordenador en cuatro trozos.

—Cumpliré las órdenes —respondió el militar—. Tendrás la victoria que deseas.

—Gracias. Sé que puedo confiar en ti.

Cortó la comunicación. Alguien llamaba a su despacho y se volvió con la esperanza de que fuese Laura.

Se trataba de uno de sus secretarios del palacio, con un parte que reflejaba una nueva cifra de bajas.

Duarte había captado en los silencios de Souto el reproche de un general que ya no se sentía a gusto sirviendo a sus órdenes, pero que seguiría en su puesto hasta el final porque era su obligación como militar y su país le necesitaba.

No consolidaría la reconquista de Gibraltar sin pagar un coste altísimo en vidas humanas. Duarte estaba acabado y lo sabía. Laura tenía razón: huía hacia delante, porque consideraba que no tenía nada que perder, y si salía mal, se inmolaría a lo bonzo, sin pararse a pensar que las llamas alcanzarían a medio país. Pilar le había dejado y Maeso había dimitido. Los críticos del partido ganaban fuerza y amenazaban con romper la disciplina interna en la votación de investidura de Cuello. Aquella guerra era su última oportunidad de recuperar el prestigio perdido y ganar oxígeno. Pero lo estaba haciendo a costa de otras vidas. Sus ideas contra el colonialismo y el imperialismo eran justas y evidentes; sin embargo, su aplicación práctica acarreaba al país más perjuicios que ventajas.

La cuestión era que no podía parar la guerra, sin enfrentarse a una rebelión que rematase el trabajo de Montoro. No podía fallar a los militares ni al pueblo español en aquellos momentos. Él los había conducido a la guerra y él tendría que sacarlos de ella del modo más conveniente a los intereses de España.

Ya había perdido las Chafarinas, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera. No es que fuesen posesiones que tuviesen demasiada importancia; la mayoría de la gente ni siquiera sabía que existían, hasta que la crisis del islote Perejil las hizo populares. La cesión de estas posesiones a cambio de paz enviaba un mensaje peligroso a Marruecos. Las gestiones de Maeso habían evitado una guerra abierta con el país vecino, pero en el futuro, los gobernantes de Rabat podrían mostrarse menos razonables, y tal vez no se contentasen con obtener la soberanía compartida de Ceuta y Melilla, garantizada por el acuerdo de Tánger.

Para complicar aún más la situación, el bloqueo ruso en el estrecho había empujado a los Estados Unidos a mostrar los dientes, y Duarte sabía por experiencia propia de qué eran capaces si se les provocaba. Se había dejado embaucar en aquel juego, prestando oídos a los cantos de sirena del Kremlin, otorgando al consorcio ruso contratos de obras públicas por valor de miles de millones de euros a cambio de apoyo financiero y militar. Y total, para qué.

Desconocía quién ganaría aquella guerra, pero sabía perfectamente quiénes la perderían.

Los ciudadanos.

II

Celia entró a su piso, con tres bolsas del supermercado, en su mayoría comida para calentar en microondas. Depositó la compra en la mesa de la cocina y se preparó una taza de café y un sándwich, que se llevó a su estudio.

Había invitado a Javier a comer juntos, aunque no sabía si acudiría a la cita. Tras la visita a la cárcel del pueblo y recapacitar en frío acerca de la muerte de Martín, a Javier le embargaban las dudas, y pensaba ingenuamente que si dejaba de verla durante una temporada, disminuiría su culpa. Pero no era un crío, sabía muy bien dónde se metía cuando Celia le ofreció que colaborasen. Desde el principio, Javier fue consciente de que aquella colaboración iría más allá del terreno profesional. No podía lavarse las manos y pretender que aquello no había ocurrido, no era así como funcionaban las cosas. Quizá habían cometido un error con Martín —suponiendo que la inspectora Esparcia no trabajase para Cuello—, pero con los datos disponibles, el comité de las brigadas había adoptado la única decisión posible.

Javier pretendía expiar sus remordimientos, entregando todos los documentos de la investigación a Esparcia. Celia deseaba que no se equivocase y que la inspectora le hubiese contado la verdad. Realmente, si fuese colaboradora del ministro de Comunicación, ya estarían muertos.

Y si decía la verdad, Martín había muerto injustamente. Y ella era la responsable.

—Hola, cariño.

Celia se estremeció. Reconocía aquella voz que tenía a su espalda.

Intentó calmarse. Si no perdía los nervios, quizá tuviese una posibilidad de salir viva de allí.

—Hola, Mauro —dijo ella, girando su sillón para encararse a él—. ¿Cómo has entrado a mi casa? No recuerdo haberte dejado una llave.

—Soy un experto abriendo puertas, físicas o lógicas —miró a la pantalla del ordenador de Celia.

Ella entendió con aquel gesto a qué había venido, y buscó una vía de huida. Mauro se hallaba a tres metros de ella, poseía una mayor fortaleza física, pero si lo distraía unos segundos, podría alcanzar la salida de la cocina.

—Te llamé varias veces al móvil —dijo Celia—. Me tenías preocupada. ¿Qué te ha pasado?

—Estuve ocupado. Tu apreciado general Carmona se empeño en hablar conmigo —Mauro se desabotonó la camisa, para mostrarle las heridas causadas por el ex militar al arrancarle los pezones con unas tenazas.

—¿Dónde está ahora? ¿En Madrid? —ella avanzó un par de pasos hacia la puerta, pero él le bloqueó el paso, situándose delante.

—Te advertí que no volvieses al piso franco.

—No sé de qué me hablas.

—Te puede la curiosidad. Ese fue el motivo que nos llevó a conocernos en Internet. Tu mente funciona como la mía.

—Yo no soy como tú.

Él hizo una mueca:

—Supongo que necesitas creer eso. Pero yo sé quién eres, Celia. No superaste lo que les pasó a tus padres. Tu odio te ha transformado, o quizá ha aflorado la personalidad que ocultabas bajo tu apariencia de mosquita muerta.

Celia se había escondido disimuladamente el cuchillo que había usado para partir el sándwich.

—No sé a qué viene esta demostración de cinismo —respondió ella, acercándose lentamente a él.

—Dices buscar la verdad en tu trabajo, pero vives en una mentira. Y en el fondo, te gusta. Vivir al margen de la ley te hace sentir poderosa, te…

Celia le lanzó con todas sus fuerzas una patada a sus testículos, pero Mauro paró el golpe con extrema facilidad y la tiró al suelo. La mujer cayó de bruces y él inmovilizó sus extremidades y la durmió inyectándole un anestésico que llevaba preparado. Luego registró sus ropas y se incautó de su móvil, el ordenador de sobremesa, el portátil y media docena de discos duros y memorias USB que Celia guardaba por los cajones.

Sebas, su ayudante, salió del ascensor, vestido con un mono de transportista. Había traído una voluminosa caja para bajar el cuerpo de Celia a la furgoneta estacionada en la calle sin levantar sospechas. Tras introducir a Celia en la caja, Mauro cerró la tapa herméticamente con cinta. La mujer se estremeció levemente en el interior, pero enseguida se quedó quieta.

—¿Le hago unos agujeros, para que respire? —preguntó Sebas.

Mauro sacudió la cabeza:

—Aguantará hasta que lleguemos a Guadalajara. Después, ya veremos.

III

Javier Valero recogió los últimos documentos que guardaba en la redacción del periódico y bajó a la calle. Había quedado con la inspectora Esparcia dentro de veinte minutos, para hacerle entrega de sus investigaciones sobre Cuello y la operación Aníbal. Fue difícil convencer a Celia, que seguía recelando de las intenciones de la policía; pero después de lo que su amiga hizo a Martín, se había quedado moralmente sin argumentos.

A la salida del portal, su teléfono móvil emitió un pitido. Se trataba de un SMS de Celia, en el que le pedía reunirse urgentemente a cuatro manzanas de allí.

Su amiga le había instalado un programa en su móvil para verificar la identidad del remitente de un mensaje. Lo activó y comprobó que efectivamente procedía de ella.

Aquella llamada tenía prioridad sobre la cita con Esparcia. Llamó a la inspectora y aplazó su encuentro para dentro de una hora. Esparcia no aceptó de buen grado que la postergase de nuevo, e insistió en que le enviaría a un par de agentes para protegerle, pero él rechazó la ayuda. Celia se pondría nerviosa si veía policías por los alrededores.

El punto de cita era un pequeño parque, bastante tranquilo a aquella hora de la mañana. Compró un periódico mientras esperaba a su amiga. La noticia del bombardeo inglés sobre El Ferrol ocupaba la portada de toda la prensa, y tanto la radio como la televisión llevaban emitiendo boletines desde la madrugada. El número de muertos ascendía a más de seiscientos, si se sumaban las bajas de otras poblaciones atacadas, como A Coruña y Santiago. Aquella carnicería había levantado la indignación general y reclamaba una respuesta contundente.

Ignorando las protestas españolas y de la comunidad internacional, el Reino Unido se preparaba para la siguiente fase de la ofensiva. En unas horas, sus portaviones, acompañados de una flota de destructores, fragatas y submarinos, partirían rumbo al sur, transportando a unos treinta mil marinos y soldados de infantería, la mayor fuerza de desembarco que Londres enviaba al extranjero desde la segunda guerra mundial. Una vez que fuese reconquistado Gibraltar, parte de los efectivos se dirigirían a Chipre para reforzar la presencia británica en la isla. Comandos de la reconstituida EOKA, organización nacional de lucha chipriota, estaban desencadenado una ola de atentados contra las bases británicas de Akrotiri y Dhekelia, y amenazaban con ataques en el Reino Unido si los ingleses no retiraban sus fuerzas de la isla.

Otros países se mantenían a la expectativa para reivindicar territorios ocupados por los británicos. Catorce posesiones esparcidas por cinco continentes constituían los rescoldos de un imperio que se resistía a aceptar la realidad: su existencia era un anacronismo indecente que una sociedad avanzada como la británica debería haber repudiado hace tiempo.

Una furgoneta de reparto se detuvo en la acera, junto a él. Un hombre de mediana edad saltó del asiento del ocupante y le saludó:

—¿Javier? Perdona que me presente así. Soy un amigo de Celia. Te enviamos un SMS hace un rato. Tienes que acompañarme, ha ocurrido algo grave.

—¿Qué le ha pasado? ¿Dónde está?

—Encontramos su teléfono tirado en su casa. Gracias a eso hemos podido avisarte. Creemos que la han secuestrado. Sube, no hay tiempo que perder.

Javier iba a entrar a la furgoneta, pero en el compartimiento de carga vio una voluminosa caja que le hizo sospechar.

—¿Qué es eso? —inquirió.

—Es parte del equipo. Te lo explicaré luego.

—¿De qué me estás hablando? —Javier vio cómo aquella caja se movía ligeramente mientras hablaban.

Mauro sacó una pistola y le golpeó con la culata, arrojándole al interior del vehículo. Cerró tras de sí la puerta y le indicó al conductor que arrancase.

—Se va a asfixiar —decía Sebas, al volante—. Hazle esos putos agujeros a la caja, joder.

—Los agujeros te los haré yo en tu cabeza, como no te calles —Mauro inyectó anestésico a Javier y lo inmovilizó con cuerdas.

Camino a Guadalajara, cambió de opinión y con un cuchillo hizo varios cortes en la superficie de cartón. La muerte por asfixia era terrible y Celia no la merecía, aunque solo fuera por los buenos momentos que habían compartido.

A diferencia de Carmona, él no disfrutaba infligiendo dolor.

IV

El capitán Piñero dispuso a sus hombres alrededor del acceso principal de la central transformadora de Portsmouth. La Luna llena brillaba en el firmamento, una ayuda adicional para completar la misión y sacar a sus hombres de allí. El camión que transportaba el emisor de pulso magnético aguardaba pacíficamente en la acera, esperando la orden para entrar en acción.

Tres comandos de los Grupos de Operaciones Especiales del Ejército español se encontraban desde hacía un mes en territorio británico, por si sus servicios eran requeridos. El mensaje cifrado del mando de los GOES en España había llegado hace media hora. Las instrucciones de su comando eran tomar la central eléctrica y conectar el tráiler del camión a la red de energía de la ciudad. Las armas de pulso necesitaban una fuente muy potente para funcionar, difícil de introducir en las islas británicas sin levantar la atención de las autoridades. Se había optado por la solución más práctica: usar una fuente local para alimentar el artefacto.

La elección de Portsmouth, en la costa sur inglesa, no era casual. Aunque el tamaño de la ciudad era mediano, albergaba una base estratégica de la Royal Navy, que empleaba a unas diecisiete mil personas y se extendía a lo largo de más de cuatro kilómetros de costa, dando cobijo a los dos mayores portaviones de la flota. Las bases de Devonport y Clyde serían igualmente atacadas por los GOES en una acción sincronizada, que tomaría por sorpresa al enemigo. Si los generadores de pulso funcionaban, afectarían al equipamiento eléctrico de los buques fondeados en el puerto, de modo que se quedarían varados hasta su reparación, que podría dilatarse meses, dados los numerosos dispositivos electrónicos que llevaban a bordo.

Pero esto era solo teoría; aquel tipo de armas no habían sido utilizadas aún contra una ciudad, y se desconocía su radio de alcance real, en qué medida los edificios afectarían a la propagación del pulso y si se traspasaría el blindaje militar que protegía los equipos de los buques contra interferencias electromagnéticas. En el peor de los casos el pulso afectaría a las infraestructuras civiles y provocaría un colapso en varios kilómetros a la redonda del punto de emisión. El suministro eléctrico cesaría, teléfonos y ordenadores dejarían de funcionar y los motores de los coches se detendrían de repente. Portsmouth, Devonport y Clyde volverían a alumbrarse con lámparas de gas, como en el siglo XIX.

Se conocían desde hace tiempo los efectos de un arma nuclear detonada en la atmósfera. El pulso generado podía sumir a todo un país en la oscuridad. Los efectos devastadores de las bombas atómicas las convertían en ineficaces en una guerra moderna. Sólo servían como arma intimidatoria y desde 1945, nadie se había atrevido a usarlas en una guerra.

La tecnología de pulso se había depurado mucho desde entonces. Los ingenieros rusos, en colaboración con los españoles, habían reemplazado la fuente de energía para que no interviniesen elementos radiactivos, pero los efectos del pulso serían similares y no conocían un límite superior. A mayor potencia, mayor radio de acción.

El Alto Mando no quería causar más daños que los imprescindibles; la población civil no era el objetivo de los GOES, sino las bases de la Royal Navy. Se había ajustado el efecto de la propagación para que las bases militares quedasen afectadas, pero desgraciadamente, no impediría que cientos de miles de personas fuesen perjudicadas. El pulso no las dañaría físicamente, salvo que llevasen marcapasos o implantes eléctricos dentro de su cuerpo, pero sus vidas cambiarían radicalmente a partir de aquella noche.

Piñero tenía el control del interruptor. Cuando lo presionase, la ciudad se apagaría. Mientras daba instrucciones a sus hombres para que entrasen en la central, pensó en los hospitales a oscuras, en la gente que se quedaría atrapada en los ascensores, en los accidentes de tráfico que sumirían Portsmouth en el caos. No le agradaba ser él quien apretase el botón, pero si la operación tenía éxito, salvaría muchas más vidas de las que se perderían, y en cualquier caso, sus habitantes podrían ser evacuados a otras poblaciones.

Los británicos habían tenido menos miramientos con los civiles de El Ferrol, Santiago, A Coruña o Morón. Atacaban de noche y se retiraban rápido; sus submarinos y aviones vomitaban docenas de misiles que aterrorizaban a la población y mataban a miles de personas. A Londres le importaba más conservar el control de un peñasco donde se refugiaba el dinero negro que la vida de la gente. Piñero lo sentía mucho por los ingleses que se verían atrapados en aquel conflicto, pero su deber era cumplir las órdenes de sus superiores. La guerra no era una cuestión de moral, sino de supervivencia.

Le hicieron una seña desde la puerta del edificio. Piñero indicó al cabo que tenía a su espalda que le cubriese, y corrió hacia la entrada. Cuatro soldados de los GOES se habían hecho con el control de la estación transformadora y mantenían encañonados a dos vigilantes de seguridad y a un ingeniero. Piñero avisó por radio a los soldados que se hallaban en el camión que desenrollasen la bobina de cable, para unir el generador a un transformador de corriente de la central. Desarmaron a los vigilantes y los encerraron en los aseos, mientras sus hombres recorrían las instalaciones para buscar a otros operarios que se hubiesen ocultado.

A punta de pistola, obligó al ingeniero que le llevase a la sala de control, ubicada al final de un corto pasillo, cerca de la entrada. Desde allí se monitorizaba el flujo de energía eléctrica a la ciudad, pero no tuvo tiempo de estudiar los diagramas de distribución. Un aviso por megáfono les conminaba a salir de allí con las manos en alto.

Se asomó con cuidado a la ventana. Habían acudido dos coches patrulla. Si demoraban la operación, vendrían más refuerzos y frustrarían la operación.

No era así como Piñero deseaba que fuese, pero tenía que actuar rápido. Tomó su transmisor de radio y ordenó abrir fuego contra los agentes.

Los policías quedaron atrapados en un fuego cruzado, que provenía tanto de la central como del camión, en el que se escondían tres soldados que se habían quedado en retaguardia. Los infortunados policías fueron incapaces de repeler con sus pistolas la intensa réplica de las ametralladoras. Uno de los agentes resultó abatido en el momento que se disponía a pedir ayuda a través de la radio. Los demás no tardaron mucho en acabar en el asfalto rodeados de un charco de sangre.

Sus soldados acabaron de desplegar el cable eléctrico y lo enchufaron a una toma de corriente. El generador ubicado dentro del tráiler comenzó a cargar sus acumuladores.

Un helicóptero militar se acercaba a la zona. Desde el cielo, un potente foco iluminaba los alrededores de la central transformadora, al tiempo que dos cañones les apuntaban, preparados para hacerles trizas.

Piñero sacó un lanzagranadas de su mochila y disparó contra el helicóptero, sin éxito. Corrió de regreso al interior del recinto, mientras el granizo que escupían los cañones se cobraba la vida de dos de sus soldados.

En el interior del tráiler, se realizaban los últimos ajustes en el acumulador. El helicóptero ya se había fijado en ellos.

Piñero ordenó por radio que activasen el generador.

La central quedó sumida en la oscuridad. Las farolas de la calle se habían apagado de repente.

El motor del helicóptero se detuvo. Las aspas del aparato giraban sin control, por el impulso de la inercia, mientras se precipitaba al suelo. La onda expansiva de la explosión reventó los cristales de la central y le dejó medio sordo, pero seguía vivo. El generador de pulso había funcionado.

Abandonó su refugio y se aproximó a los restos en llamas del helicóptero. Ninguno de sus tripulantes había sobrevivido a la caída. Reunió al resto de su comando y sacaron del interior del tráiler unas bicicletas. Los coches, afectados por el pulso, no funcionaban en la ciudad, así que ese era el único modo de huir y alcanzar el punto de encuentro, cinco kilómetros al norte, donde les recogería una avioneta.

La luz de la Luna les fue muy útil para esquivar los obstáculos que encontraban, como un camión de la basura atravesado en la calle, que había chocado con un turismo. El conductor del camión les hizo señas para que parasen; estaba herido y necesitaba ayuda, pero Piñero no podía parar. La base naval ya debía estar en alerta, y las primeras patrullas estarían saliendo de sus cuarteles para peinar la ciudad. Pero, a menos que tuviesen bicicletas para todos o fuesen a lomos de caballos, les llevaría un rato recorrer las calles. Y cuando encontraran el generador de pulso escondido en el tráiler, ellos ya estarían lejos de allí.

Salieron de la ciudad por el arcén de una autovía, encontrando nuevos ejemplos del infierno que reinaba en la ciudad. Un camión de mercancías se había estrellado contra el pilar de un puente y había volcado la carga en la carretera. Más allá del arcén resplandecía una lengua de fuego. Atenuados por la distancia escuchaban los gritos de desesperación de la gente. Algo había caído del cielo y se había estrellado contra un edificio.

Piñero y sus hombres siguieron pedaleando, evitando mirar atrás.

V

Bowen había sido convocado de urgencia en la Casa Blanca para recibir instrucciones del presidente Nolan. En circunstancias normales se habría sentido halagado, por el reconocimiento implícito por parte del hombre más poderoso de la Tierra. Pero no eran circunstancias normales, y sabía que Nolan raramente llamaba a alguien a la Casa Blanca para felicitarle en privado. No era su estilo perder el tiempo en lisonjas si no había una cámara delante que registrase su sonrisa. El despacho oval era su santuario, allí se sentía seguro, podría decir lo que le viniese en gana sin presencia de testigos ni micrófonos.

El presidente estaba desayunando café y donut en su escritorio. No dejó de hacerlo cuando la puerta se abrió y Bowen entró en el despacho. Un trozo de donut cayó en la taza y le salpicó ligeramente la camisa. No era un buen comienzo, presagió Bowen. Leía en la expresión del presidente que estaba de un humor pésimo.

—¿Qué cojones está pasando en España? —ladró Nolan, sin saludarlo siquiera—. Había que patear el culo de Duarte. ¿Qué es lo que no entendiste, joder?

—Señor presidente, las cosas están yendo conforme a lo previsto, aunque no lo parezca.

—¿Conforme a lo previsto? Me cago en la puta, los rusos mantienen un bloqueo naval sobre el estrecho de Gibraltar y tú me vienes con esa mierda. Eres un inútil.

Bowen se preguntó cómo alguien con tan mala lengua podía haber llegado a presidente, cuando su puesto debería estar en el mercado, vendiendo algún tipo de pescado putrefacto.

—Es un farol —dijo, sin dejarse intimidar—. Los rusos nos muestran los dientes, pero no irán más allá.

—¿En serio? ¿Qué sabrás tú de eso?

—Conozco lo suficiente sobre la política del Kremlin.

—Estamos al borde de una guerra con Rusia, y todo por tu culpa. Además —Nolan buscó entre los papeles de su escritorio— me acaba de llegar un informe sobre un ataque con armas de pulso electromagnético en el Reino Unido. Las bases de la Royal Navy en Devonport y Portsmouth han quedado afectadas.

—Sin duda, eso es malo para Londres, pero no para nosotros.

Nolan contuvo otro exabrupto que pugnaba por brotar de la boca:

—Explícate.

—Los ingleses creían que podían ganar esta guerra sin nuestra ayuda, confiando en la superioridad de la Royal Navy. Subestimaron al enemigo y ahora van a pagarlo.

El presidente escuchaba atentamente. Le gustaba cómo sonaban aquellas palabras.

—El actual primer ministro británico es reticente a colaborar con nosotros —continuó Bowen—. Rechaza apoyarnos en la campaña Paz permanente de Oriente Medio. Supongo que piensa que ya no nos debe nada. Pronto se dará cuenta de lo equivocado que está.

—Joder, ¿y lo de Chipre? La isla se ha convertido en un polvorín. La EOKA ha resurgido con el apoyo de Grecia, y los turcos se están poniendo nerviosos.

—Tenemos en la zona al portaviones George Bush —apuntó Bowen—. Los ingleses no podrán contener por sí solos las revueltas en la isla y se verán forzados a pedirnos ayuda. Nuestros soldados entrarán en Chipre bajo el paraguas de la OTAN, como fuerza de interposición, y salvaremos una vez más el trasero de esos hijos de la Gran Bretaña —Bowen se avergonzó de sí mismo: cinco minutos en el despacho oval y ya empezaba a hablar como Nolan.

La mirada hostil del presidente empezó a transformarse en un gesto menos afilado.

—¿Seguro que la situación en Chipre está bajo control?

—Por supuesto. Turquía y Grecia no van a enzarzarse en otra guerra, y el Reino Unido necesita un pretexto para que sus bases continúen en la isla. Nosotros seremos el árbitro que pondrá orden en Chipre y acabará con el terrorismo. A partir de ahí, Londres bailará al son de nuestra música. La isla es vital para el despliegue de la operación Paz permanente, diseñada para Oriente Medio. Si no ponemos un pie en Chipre, el despliegue de nuestras tropas en la zona sería más complejo y costoso.

—¿Has implicado a los comandos de la red Gladio?

—Así quedó establecido en la última reunión celebrada en Gibraltar, días antes de la invasión española. Quizá figure en algún memorando.

—No figura, porque no se deja constancia escrita de la agenda de trabajo de una red que oficialmente ya no existe —Nolan le dio otro bocado a su donut, esta vez con cuidado, para no mancharse. Que hubiera recobrado el apetito y dividiese su atención entre el desayuno y él era buena señal—. Aunque Chipre esté controlada, sigue quedando el problema de Estrecho. Quiero que los rusos lo despejen cuanto antes.

—Nuestro país mantendrá el control sobre ese paso marítimo, señor presidente. Se lo garantizo.

—No me basta con tu palabra. El hijoputa de Duarte nos echó de Rota y tu misión era recuperar nuestras bases en España. No me parece que hayas hecho progresos.

—Marruecos necesita nuestro apoyo para consolidar su dominio sobre Chafarinas, el peñón de Vélez de la Gomera y Alhucemas. Teme que cuando esta guerra acabe, España le obligue a abandonarlas. Rabat nos necesita, y esa protección se concretará en forma de base de uso compartido, en un lugar cercano a las islas conquistadas por Marruecos.

—Insuficiente. Necesitamos un punto de control en la costa de Andalucía, y no permitiré que los rusos se hagan fuertes en Gibraltar.

—No hay tropas rusas en Gibraltar, señor.

—De momento. No me fío de la gente que hay en el Kremlin. Recuerdan a Stalin como a un héroe. Esos imbéciles no han aprendido nada de la Historia.

—Propaganda para ganar votos. Las grandes empresas son ahora las que dictan las reglas en Rusia; más o menos como aquí, solo que el poder está más concentrado.

—Estoy al tanto de las actividades del consorcio ruso de energía.

—Atenderán a razones si les ofrecemos un trato. Sé cómo llegar a ellos. Su hombre fuerte en España es Resnizky, un multimillonario que ha hecho fortuna gracias a sus amigos del Kremlin y el crimen organizado. Él fue quien organizó en la sombra la operación Aníbal, para reconquistar Gibraltar.

—Una operación que debiste abortar.

—Duarte se ha fabricado la soga para ahorcarse —con alguna ayuda anónima, pensó Bowen ácidamente—. Intenté filtrar los preparativos de invasión a la prensa, para desestabilizar a su Gobierno, pero nos beneficiaba más dejarle que se metiese él solo en la boca del lobo.

A Nolan le divirtió aquella expresión: Lobo era el apodo que Bowen utilizaba para comunicarse con sus agentes en España. A la vista de su siniestra hoja de servicios, había escogido el nombre que mejor le definía.

—Háblame de ese capullo de Resnizky. ¿Se le puede comprar?

—Yo diría que se puede razonar con él. No es un radical y aceptará un acuerdo, porque sabe lo que su país se juega. Tengo alguien cerca de él; lo reclutamos al descubrir que trabajaba para Resnizky. Sus informes nos han sido muy útiles.

—Algo me han dicho —Nolan hizo memoria—. ¿Cómo se llama?

—Mauro, pero quizá lo recuerde por su nombre en clave: Lacertus.

—Sí, he leído ese nombre en los informes que recibo de Langley.

—Gracias a ese agente doble, he podido anticiparme a las acciones de Resnizky antes incluso de que la guerra estallase; y diseñé el plan con tiempo suficiente para que todas las piezas encajasen.

—¿Y dónde encaja el bloqueo ruso en tu maldito plan? No me digas que también lo previste, porque no me creo una mierda.

—Confieso que ha sido un golpe de audacia inesperado. En mi descargo, diré que a las autoridades de la República también les pilló por sorpresa.

—Un fallo que está a punto de llevarnos a una guerra con Rusia. No me importa que todas las piezas de tu puzle encajen menos una. Esa es tan importante que lo echará todo por tierra, si no lo solucionamos.

—Todas las piezas encajarán después de mi intervención, señor. Tengo a Resnizky… —buscó una expresión del gusto del presidente— cogido de las pelotas. Solo que él todavía no lo sabe.

—Si te lo cargas, no podrás negociar con él.

—Seguirá libre, porque necesito un interlocutor para negociar. Pero le haré entender que puedo acabar con su tinglado financiero en cualquier momento.

—¿Y cómo te propones conseguirlo? —Nolan había acabado su donut y el café; la glucosa en sangre y las palabras de Bowen habían tenido un efecto balsámico en él.

—Déjelo de mi cuenta. Sé cómo manejar a los tipos como él.