Marruecos había aceptado la oferta de Maeso. Tras varias horas de deliberación, el ejecutivo de Rabat declaró su neutralidad en el conflicto entre España y el Reino Unido, instando a los aviones de la Royal Air Force a abandonar el país inmediatamente.
El temor a una extensión de la guerra en el sur de Marruecos había sido decisivo para este cambio de actitud, aunque ni Khatibi ni ningún cargo de la República hicieron comentarios a los periodistas acerca del Sahara.
Maeso habría deseado no tener que llegar a las amenazas. No era su estilo. Quizá a Duarte le diesen resultado, pero él detestaba la violencia, ya fuese física o verbal. Desgraciadamente, no había tenido otra opción. Se lo había jugado todo a una carta, y afortunadamente, Khatibi no había aguantado el envite. En caso contrario, la República habría tenido que combatir en dos frentes.
Tan pronto Duarte supo la noticia, le telefoneó para felicitarle. El trato ofrecido a Khatibi le parecía justo; las Chafarinas, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera tenían poco valor estratégico para España y podían cederlos a Marruecos sin merma de la capacidad defensiva del Ejército, aunque Duarte tendría que convencer a los militares de que aquella cesión era lo mejor para los intereses de España, con el fin de evitar malestares que degenerasen en algo peor. Duarte tenía muy presente que Montoro utilizó Ceuta y Melilla como argumentos para su rebelión, y no quería dar excusas al estamento castrense; pero tampoco podía desautorizar a su presidente del Gobierno, después de haberle prometido que respaldaría cualquier acuerdo a que llegase con Khatibi.
Maeso sintió una perversa satisfacción al pensar en los aprietos en que se vería Duarte para convencer a la cúpula militar. Se había arrogado el bastón de mando y el espadón, y ahora le correspondía dar explicaciones. Que le aprovechase.
La ruptura de la frágil alianza de Londres con Marruecos empujaría a los ingleses a buscar refuerzos. La marina de los Estados Unidos se había mantenido hasta ahora al margen del conflicto. Londres era reticente a apoyar a Nolan, el presidente de los Estados Unidos, en su proyectada campaña en Oriente Medio para liberar definitivamente al mundo de la amenaza del terrorismo islámico. El primer ministro británico no quería ser arrastrado de nuevo a un polvorín con la opinión pública en contra, así que confiaba recuperar Gibraltar sin ayuda. Nolan, que había alcanzado el despacho oval gracias a los ultraconservadores, se mantenía paciente; sabía que Londres acabaría cediendo, y que la ayuda americana sería pagada más adelante por los ingleses, en la forma más conveniente para los Estados Unidos.
La situación en el estrecho se iba a complicar mucho en los próximos días, o quizá en las próximas horas. Maeso se sentía afortunado de haber dimitido y no tener que cargar con el peso de aquella guerra absurda, fruto de las obsesiones de Duarte por llevar su anticolonialismo hasta sus últimas consecuencias, sin recapacitar en las vidas humanas que se perderían.
La responsabilidad de Maeso no era la guerra, pero tenía otra no menos importante: impedir la llegada de Cuello a la Moncloa. Y para ello tenía que convencer a docenas de indecisos de su partido que se resistían a votar en contra de la investidura, en mitad de un conflicto bélico. Duarte había jugado astutamente: muchos diputados temían que si se oponían a la elección de Cuello, fuesen acusados de desleales. Para vencer aquella resistencia, Maeso tendría que poner sobre la mesa pruebas contundentes que mostrasen a Cuello tal y como era.
No estaba resultando fácil. La inspectora Esparcia apenas había hecho avances en aquel asunto y a Maeso se le acababa el tiempo. Si Cuello alcanzaba el poder, su tenebroso ministerio de Comunicación aplastaría sin piedad a cualquier voz crítica y acabaría con la libertad de prensa en la República. El país se asomaba a una nueva edad oscura donde la represión dinamitaría el Estado de Derecho, y no tenía claro que estuviese en su mano evitar ese destino; sabía que Cuello le seguía la pista y observaba atentamente sus movimientos. Era cuestión de tiempo que lanzase contra él una táctica parecida a la que utilizó Ledesma durante la guerra civil. Si aún no lo había hecho, era porque no tenía el poder suficiente para meterlo entre rejas. Pero en cuanto superase la investidura, nadie se lo impediría.
Había muchas más personas en situación de peligro. Pilar, la ex de Duarte, le había notificado un robo sufrido en su domicilio. Los ladrones ni siquiera habían forzado la puerta blindada de entrada, y se habían movido dentro de la casa con tanto sigilo que su propietaria no notó nada raro hasta días más tarde, en que echó en falta unos documentos.
Los periodistas seguían negándose a entregar a Esparcia la información en bruto de su investigación. La propia inspectora había empezado a ser sometida a seguimiento por los hombres de Cuello, y para salir a la calle necesitaba una pareja de escoltas. Policías escoltando a otros policías. Ya nadie podía sentirse seguro en aquel Madrid desquiciado.
La capital de España se había convertido en un lugar sórdido, donde los zarcillos del odio acechaban en las esquinas. Esa no era la República que Duarte había querido. A pesar de sus errores, el proceso de reformas emprendido desde Zarzuela se basaba en unas ideas de equidad y progreso que, sobre el papel, parecían buenas. Pero la ejecución de esas ideas había sido desastrosa. Alguien dijo que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones, y era verdad. Habían acometido un montón de proyectos a toda prisa, que acabaron estrellándose contra el muro de la realidad, y sus fragmentos se habían convertido en los adoquines de ese camino al caos, que ahora transitaban.
Se preguntó si estaba haciendo todo lo posible por evitar ese caos. No se sentía bien intrigando a espaldas de Duarte para torpedear a su candidato, pero si se cruzaba de brazos, el país entero pagaría las consecuencias. De hecho, ya las estaba pagando. Debería haberse mantenido firme en su puesto, no dejarse avasallar por Duarte e impedir el inicio de la operación Aníbal. Tendría que haber relevado a la cúpula militar en cuanto descubrió que le habían ocultado los preparativos de batalla; debería haber cesado al ministro de Defensa y remodelado su gabinete; y si Duarte se negaba a refrendar los decretos, habría promovido su destitución al Parlamento por extralimitarse en sus funciones constitucionales. Duarte habría dado un paso atrás, en cuanto hubiese visto que iba en serio. Pero Maeso no hizo nada de eso, porque no pensaba que su compañero de partido iría tan lejos. Un presidente en funciones poco podía hacer, salvo esperar la llegada del relevo, y eso Duarte lo sabía. Había aprovechado aquel vacío de poder para quemar su último cartucho y emprender una huida hacia delante que, en el fondo, sabía que era un suicidio. Si se perdía la guerra, si el Reino Unido recuperaba Gibraltar con la ayuda de los Estados Unidos, como sucedió con las islas Malvinas en 1982, sería el final de Duarte.
El desgaste sufrido durante la guerra civil le había conducido a un atolladero; no tenía nada que perder, y si la operación salía bien, abriría un nuevo capítulo en la historia de España. Se convertiría en un héroe, el Ejército le aplaudiría y los ciudadanos volverían a confiar en él.
Cuando un político antepone sus intereses personales al bien del pueblo, pierde el sentido de la decencia y se convierte en un problema. Duarte había cruzado aquella raya, y Maeso no había hecho lo suficiente para impedirlo. La guerra de Gibraltar no era exclusiva culpa del presidente de la República. Ahora lo entendía.
También era responsabilidad suya, por haber tirado la toalla.
Celia conducía su turismo por las desiertas calles del polígono industrial, uno de tantos núcleos fabriles del sur de Madrid abandonados por la crisis económica. Javier le acompañaba en aquel viaje. Su amigo seguía siendo un ingenuo que creía que todo podía solucionarse respetando las normas. No era consciente del mundo en que vivía, y Celia no entendía qué más tendría que pasar para que abriese los ojos a la realidad.
Javier había descubierto que el extracto bancario de la cuenta de Martín era falso. Se presentó en casa de Celia para pedir explicaciones, diciendo que ya no podía entretener por más tiempo a la policía; si no colaboraba con la inspectora Esparcia, los detendrían a los dos. Estaba muy asustado, y Celia dedujo que lo que más le preocupaba no era lo que le sucediese a él, sino lo que le ocurriría a ella.
No lo entendía; después de lo mal que Javier había hablado de Martín y de lo que le hizo a Joana, seguía importándole lo que le había pasado a aquella sabandija.
Le prometió que hablaría con sus compañeros de las brigadas de resistencia, pero Javier se negó a que le diese largas. Quería volver a la cárcel del pueblo y ver a Martín con sus propios ojos. Ella le explicó que no estaba en sus manos liberarlo. Martín sería sometido a un tribunal popular, que investigaría los cargos. A partir de ahí, cualquier cosa podría suceder.
Él no se dio por vencido y pidió testificar a su favor en el juicio. Fue tanta su insistencia que Celia claudicó para evitar otra discusión.
Javier no había pronunciado una sola palabra desde que subió al coche. Su silencio expresaba la profunda decepción que sentía, comprendió ella. Él había perdido a un ser querido en la guerra, víctima de la barbarie; ella, a sus padres. Ambos compartían el dolor, querían un país mejor y el fin de la impunidad de los culpables. Aunque su amigo pensaba como ella, no era consecuente consigo mismo. Arriesgaba su vida para que los ciudadanos conociesen la verdad, pero protegía las vidas de aquellos que, como Martín, servían al engaño. ¿Por qué? Celia no lo entendía.
Joana había muerto para salvar la vida de un ultraderechista dominado por el odio, capaz de asesinar a todo aquel que no pensase como él. Javier admiraba a su amiga fallecida, su amor a la vida, su sentido de la compasión. Pero su sacrificio había sido en vano.
Celia no repetiría su error, no dejaría que Martín les vendiese a los fascistas que se paseaban tranquilamente por las calles mientras sus padres se pudrían en sus tumbas. Sin justicia no germinaría el perdón. Sin reparación no habría olvido.
Los humanos necesitamos creer que el mundo está regido por unas reglas donde el bien impera sobre el mal, donde las buenas obras, al final, obtienen su recompensa, pensó. Sus padres fueron devotos feligreses que asistieron cada semana a misa y cumplieron escrupulosamente con los preceptos del catolicismo. Hasta el fin de sus días se comportaron de un modo decente. Pero Dios no había intervenido para salvarles. Seguramente estaba ocupado en otros asuntos en alguna galaxia remota, mientras los tanques del general Carmona arrasaban Almansa hasta sus cimientos. Sus padres habían sido asesinados sin razón, y con ellos, docenas de niños y de ancianos cuyo único pecado fue no haber huido a tiempo. Su respeto a las normas no les había salvado, sus rezos para que el Creador intercediese y les librase de aquel infierno fueron inútiles.
Ella no esperaba la intervención de un ser sobrenatural que reparase el daño, porque no creía en dioses indolentes que se dedicaban a la vida contemplativa, permitiendo que el mal acuchillase a los inocentes. Esa no era su idea de la realidad. Ésta se vivía en las trincheras, y al mal no se le combatía con oraciones, sino con fuego. Durante aquel estado de excepción que padecía la República, la mejor contestación a la violencia era la acción del pueblo. Por eso había entrado en las brigadas de resistencia. No tenía sentido plantearse otro escenario. Políticos y militares se habían enzarzado en una guerra civil, y al acabarla, apenas les bastaron seis meses para provocar otro conflicto.
Mientras tanto, los inocentes seguían muriendo.
Celia aparcó el vehículo frente al edificio semirruinoso que albergaba la cárcel del pueblo. Dos vigilantes surgieron del portal para inspeccionarles. A ella la reconocieron, pero no a su acompañante, al que registraron concienzudamente.
Entraron al edificio y subieron a la primera planta, destinada a celdas. Todo estaba tal y como Javier lo recordaba de su última visita; las galerías a medio acabar, los sacos de cemento desperdigados entre montones de ladrillos, los andamios vacíos, sin nadie que trabajase en la obra. En algún momento del proceso de rehabilitación del inmueble, se habían quedado sin dinero o habían cambiado de opinión. Tal vez los nuevos administradores consideraban que mantener las celdas en un estado cochambroso era una medida de castigo adicional para los presos, cuya estancia en el recinto, de todos modos, sería breve. Celia habló con uno de los carceleros, quien, tras repasar sus listas y realizar una llamada por una línea interna, negó con la cabeza.
—No ha habido suerte —dijo Celia.
—¿Qué quieres decir? —inquirió Javier—. ¿Se lo han llevado a otro lugar?
Celia consultó con su carcelero, que hizo una llamada interna para recabar información. Ella asintió a sus explicaciones con gesto serio y se volvió a su amigo:
—El tribunal lo juzgó ayer. Fue declarado culpable y condenado a muerte. La ejecución fue inmediata.
Javier ya presentía que eso fuese a ocurrir:
—Quiero ver el cuerpo.
—¿Para qué?
—No me fío de tus amigos. Podría ser un truco; necesito verlo.
—Aquí no hay depósito de cadáveres.
—¿Cómo os deshacéis de los cuerpos?
—Se los llevan en una furgoneta y los entierran en el campo. ¿Quieres que vayamos a la fosa y lo desenterremos?
Él dudó unos segundos:
—No.
—Entonces, vámonos.
—Te has arrogado el poder de decidir quién vive y quién muere, Celia. No eres distinta de los militares que se sublevaron y mataron a tus padres. Para ellos, el fin también justificaba los medios.
—Lánzame a la cara todos los reproches que quieras, pero Martín está muerto y nada va a cambiar eso.
—¿Sabes qué es lo que me da más escalofríos? La sangre fría con la que hablas. Martín era tu compañero y tú lo has enviado a la muerte.
Celia recibió una llamada en su móvil. Era uno de los amigos a los que pidió ayuda para descifrar la información del pendrive de Mauro. Había conseguido romper la última clave criptográfica.
—Tenemos que irnos —dijo.
—¿Quién era?
—Eso no importa.
—¿Un encargo para otro secuestro?
—Javier, no tienes derecho a hablarme así.
—No eres la más indicada para decirme a qué tengo derecho. Ni tú, ni ninguno de tus camaradas. Hacéis simulacros de juicios porque no tenéis el valor de matar a la gente sin más; así justificáis vuestras conciencias para poder seguir adelante.
—Me voy —Celia se dirigió a las escaleras, acelerando el paso, pero Javier no se resignó a que lo ignorase y corrió tras ella.
—Iré contigo. Tengo interés en averiguar qué era esa llamada.
—No es un asunto que te importe.
—Desde ahora, todo lo que hagas me importa, te guste o no. Y voy a darle a la inspectora Esparcia los datos de nuestra investigación sobre Cuello y la operación Aníbal.
—Vas a entregarme —ella empezó a bajar los peldaños, sin volverse.
—No.
—Esparcia relacionará la desaparición de Martín conmigo.
—No hay en el dosier ningún dato que te vincule con su muerte.
—Sí lo hay. El extracto bancario falso que te di.
—Le dejé claro a Esparcia que no revelaría mis fuentes.
—Te acusará de encubrimiento. Te amenazará con la cárcel, y entonces hablarás.
Javier la detuvo en mitad de la escalera:
—Jamás permitiré que te hagan daño. Estamos juntos en esto, Celia.
—¿Ya no crees que soy un monstruo?
—Nunca he dicho que lo fueras.
—Lo has dado a entender.
—Tú no eras así antes de la guerra.
—Eso no lo sabes.
—No necesito saberlo. Me basta con mirarte a los ojos.
—Cometí un error acercándome a ti. Lo siento, Javier. Este no es tu mundo.
—Tampoco el tuyo. Buscabas vengar a tus padres y yo quiero a Brizuela muerto. Sé por lo que has pasado y te entiendo, aunque no comparto lo que le has hecho a Martín.
—¿Después de lo que has visto hoy, quieres seguir a mi lado?
—Te sacaré de este mundo, Celia; no dejaré que te consuma.
—¿Y si estar cerca del fuego te consume a ti?
—Me da igual. No voy a perderte. Aunque Esparcia me mande a la cárcel, jamás te delataré. Te quiero.
Celia sonrió y lo besó, fundiéndose con él en un cálido abrazo.
Abandonaron el edificio y regresaron al coche. Ella accedió a explicarle el motivo de la llamada y cómo había llegado a su poder un pendrive con información relativa a las misiones de Mauro como infiltrado en el GARRE.
Ya en el piso de ella, abrieron la última carpeta de los archivos de Mauro, introduciendo Celia la clave recibida en el móvil.
El título del directorio principal era «Lacertus», y contenía una colección de fotografías y planos, organizadas en dos subcarpetas.
La primera colección de imágenes correspondía a Tejada, el secretario general del partido comunista, cuya desaparición seguía sin esclarecerse. Mauro tenía información detallada acerca de itinerarios, lugares que frecuentaba y amistades. Javier comprobó la fecha en que estaban tomadas las fotos. Algunas databan de dos días antes de que Tejada desapareciese.
—Te aconsejo que en lo sucesivo, te mantengas lejos de tu ex novio —dijo él—. Me temo que ya no trabaja para el Centro Nacional de Inteligencia.
—No tenía intención de volver a verle.
—¿Le has contado algo sobre nuestra investigación?
—Él y yo hablábamos poco. Nuestros encuentros se reducían al sexo.
Celia abrió la segunda carpeta: fotografías del puerto de Gibraltar, la panorámica de uno de los hoteles de la Roca, tomas sacadas con teleobjetivo de personas entrando al edificio, un listado de contactos militares de la Royal Navy, y dos fotos con los nombres de Juanjo y Ricardo.
—Me suenan estos hombres —Javier hizo memoria—. Los he visto hace poco, en la televisión.
—Yo también —confirmó Celia—. Son los guardias civiles que los ingleses ametrallaron a la salida del puerto de Gibraltar.
—¿Por qué tenía Mauro sus fotos?
Celia abrió un archivo de texto y comenzó a leer:
—Maldita sea —dijo—. Ese cabrón los metió en una encerrona. Los envió deliberadamente a la muerte.
La pantalla del ordenador de Mauro se iluminó con un aviso de alerta. Alguien acababa de acceder a uno de sus archivos protegidos, burlando su robusto sistema de encriptación.
Rastreó la IP que identificaba al equipo desde el que se había realizado el acceso, pero, como imaginaba, había pasado por una docena de nodos esparcidos por todo el globo para dificultar el rastro.
Un reto interesante, que pondría a prueba sus capacidades informáticas, algo enmohecidas por culpa de sus últimas misiones. El GARRE, por fortuna, ya le había dejado en paz. La torpeza de Carmona le había ganado al ex general una amonestación de instancias superiores. La identidad de Mauro permanecía a salvo, pero eso no quería decir que estuviese ocioso mucho tiempo.
Resnizky había contactado con él para encomendarle otro trabajo. Unos periodistas amenazaban con publicar un reportaje comprometedor para el futuro presidente del Gobierno, y era prioritario para la seguridad del Estado que esa información no trascendiera. Tenía que encontrar a los periodistas antes de la votación de investidura. Como el tiempo apremiaba, le habían asignado un ayudante y disponía de una casa a las afuera de Guadalajara, como base de operaciones. A Mauro le gustaba trabajar solo, pero aquel trabajo se preveía complicado y necesitaría alguien que le echase una mano.
Sin embargo, antes descubriría quién había accedido a sus archivos. Aunque tenía el presentimiento de que estaba conectado con su nueva misión de algún modo.
Desde que los matones de Carmona se lo llevaron a punta de pistola, no había vuelto al piso franco que el GARRE le asignó en las cercanías del Consejo de Estado. Tenía que comprobar si la copia de seguridad de sus archivos, almacenados en un pendrive escondido dentro de un plafón del techo, seguía allí.
La puerta de entrada al domicilio había sido reparada, pero descubrió que su llave entraba en la cerradura sin problemas. Seguramente el GARRE planeaba usar la vivienda más adelante. Por si acaso, desenfundó la pistola en previsión de problemas.
No los halló. Definitivamente, Carmona había aprendido la lección y no se entrometería en sus asuntos. Mauro se subió a una silla y, con una pequeña brocha, espolvoreó sobre la superficie del plafón una capa de carbonato de plomo, que le revelaría las huellas dactilares de la persona que lo había manipulado. Fotografió las impresiones desde distintos ángulos, transfirió las huellas a un adhesivo para más seguridad y, finalmente, retiró los tornillos del plafón. Como sospechaba, se habían llevado el pendrive.
Regresó a Guadalajara y se conectó, con su clave de agente del CNI, al servidor de la policía científica.
El cotejo electrónico de huellas dactilares identificó a su presa en unos instantes. Debía haberlo imaginado. Aquella forma de borrar su pista en la red le era familiar, pero había confiado que no se tratase de ella. Por desgracia, no hubo suerte.
Joder, entre los cientos de periodistas que había en Madrid, y tenía que ser Celia. Ella y su amigo Javier, con el que estaba tan unida. Se lo advirtió, le dijo que aquel tipo no le convenía; se habría ahorrado muchos problemas si le hubiese hecho caso.
Ahora, ella lo sabía todo de Mauro y había averiguado quién era realmente. Sabía que intentó atentar contra Felipe VI y que tendió una emboscada a dos guardias civiles en Gibraltar, para iniciar la operación Aníbal. Celia conocía detalles de sus misiones que llevarían a la cárcel a Mauro si salían a la luz. Y tenía intención de divulgarlos. No importaría nada que se hubiesen acostado. Ella buscaba de esa relación lo mismo que él: sexo. Y quizá algo más. Puede que se hubiese acercado a él en busca de carnaza para sus reportajes. Era su trabajo, y él le había dejado entrar en su cama con la candidez de un colegial.
Reconocía su mérito, haciéndole quedar como un aficionado. Si Resnizky descubría que Celia le había robado el pendrive, pensaría que Lacertus era un cabo suelto que había que atar antes que la policía lo hiciese por él. Sabía por experiencia que al ruso no le temblaba el pulso para deshacerse de sus colaboradores, si le convenía.
Revisó la lista de llamadas que Celia le hizo a su móvil. Se interrumpían bruscamente el día en que fue capturado por Carmona. La periodista se había presentado en el piso franco, a pesar de sus advertencias, para buscar en los rincones que los matones del GARRE habían pasado por alto.
Las ganas de Celia por volver a verlo se evaporaron repentinamente al encontrar el pendrive; por eso no tenía más llamadas suyas después de aquel día. Ella conocía quién era, y por eso buscaba mantenerse alejada de él.
Lamentablemente para Celia, ese alejamiento no iba a durar mucho.
La jornada en el Estado Mayor del Ejército transcurría de forma muy tranquila. No se habían producido nuevas incursiones de la aviación inglesa, y los últimos cazas de la RAF que quedaban en suelo marroquí habían emprendido el regreso a las islas británicas, bordeando la costa portuguesa. El general Souto, jefe del ejército republicano, confiaba disfrutar de unas horas de descanso para recuperarse de la agitación sufrida en los últimos días.
Pero su alegría duró poco. Cuando se iba a la cama, recibió una llamada de máxima prioridad del cuartel general de la Armada. En el mar de Alborán, a unas treinta millas de la costa, dos fragatas de la marina rusa habían salido al paso de un carguero que navegaba bajo bandera panameña, rumbo a Gibraltar. Los rusos sospechaban que transportaba armas y explosivos, y le habían conminado a detenerse para un abordaje de inspección.
El carguero había pedido refuerzos.
Tres destructores de la marina estadounidense se dirigían a la zona, procedentes de bases de la OTAN enclavadas en Italia, al tiempo que dos submarinos nucleares americanos abandonaban sus posiciones de vigilancia en el Atlántico para acercarse a la zona de conflicto. Como respuesta, la marina rusa estaba destacando buques y submarinos a ambos lados del estrecho, para, según palabras del almirante Vasiliev, que dirigía la operación, garantizar el libre tráfico de mercancías y evitar la extensión de las hostilidades a terceros países.
Aquella advertencia era un calco deliberado de las palabras con las que Bowen justificó la presencia de buques estadounidenses en las costas andaluzas, durante la rebelión de Montoro. Sin embargo, el bloqueo podía impulsar a los americanos a abandonar su pose de espectadores, adoptando un papel más activo.
No se vivía una situación de tensión semejante desde la crisis de los misiles de Cuba. Las dos superpotencias habían evitado históricamente enfrentarse directamente en un conflicto, y utilizaban a terceros como peones para limar sus diferencias. Así había ocurrido desde el final de la guerra mundial hasta la llegada de Gorbachov al poder. Había llovido mucho desde entonces y aunque se habían dado momentos de tensión, no habían traspasado la retórica diplomática o ido más allá de los habituales ajustes de cuentas entre agencias de inteligencia rivales.
El conflicto de Gibraltar daba un vuelco a aquella relación de entendimiento, extendiendo una oscura sombra sobre el paso al Mediterráneo. El tráfico marítimo había quedado interrumpido y se advertía a los capitanes de los buques que se desviasen al puerto más próximo y amarrasen a la espera de autorización para cruzar. Gibraltar era un paso estratégico que concentraba gran parte del flujo de mercantes de Occidente y las repercusiones para la economía mundial serían muy graves. Si se prolongaba el bloqueo, los buques que quisieran entrar al Mediterráneo tendrían que bordear África, rodeando el cabo de Buena Esperanza y cruzar el canal de Suez, realizando el trayecto inverso para salir; un gasto en combustible y tiempo que dispararía los precios.
En los mercados asiáticos, los efectos del bloqueo ya habían producido el encarecimiento del crudo y materias primas a niveles desorbitados. La situación de pánico se propagaría como una ola por las bolsas europeas en cuanto abriesen por la mañana. No hacía falta que los buques rusos disparasen un solo tiro para que la presencia de sus buques se sintiesen por todo el globo.
Souto estaba indignado. Había llamado al almirante Vasiliev para pedirle explicaciones, pero aún no tenía respuesta. Los rusos habían puenteado al Estado Mayor de la República y actuaban por libre. Souto contactó con Zarzuela y verificó que Duarte tampoco había sido avisado del bloqueo.
Apenas se había disipado la tensión con Marruecos y aquella nueva crisis introducía una fuente de peligro mayor. Mientras tanto, una avanzadilla de buques de la Royal Navy había zarpado de diferentes puertos de Inglaterra y navegaba rumbo suroeste, para abrir paso al grueso de la flota, que les seguiría en unas horas. Londres asumía que los bombardeos eran insuficientes para tomar el peñón, y que no conseguirían doblegar la resistencia de las tropas españolas. Cuanto más se prolongasen, las infraestructuras gibraltareñas sufrirían más daños, y sería más costoso reconstruirlas. Necesitaban la infantería si querían recuperar el control, y una invasión masiva con paracaidistas quedaba, en principio, descartada o aplazada, al haber retirado Marruecos su apoyo a los ingleses.
El número de bajas se preveía elevado. Los ingleses se habían dedicado hasta ese momento a no correr excesivos riesgos, con pérdidas de pilotos que se estimaban en una decena, a la que había que sumar un puñado de tripulantes de un bombardero y de un avión cisterna derribados por la República. Cifras nada comparables a las que los británicos sufrirían si sus soldados pisaban las playas de Gibraltar. Pagarían con creces hasta el último civil que había muerto en territorio español, víctima de sus bombas, y eso lo sabían. Por eso, sus fuerzas de desembarco tendrían que ser mucho más numerosas que las empleadas para la conquista de las Malvinas, donde Argentina luchó sola mientras los británicos recibían la ayuda de los Estados Unidos, que más adelante se resarciría con creces en las dos guerras de Irak.
Londres todavía no había llamado a las puertas de la Casa Blanca para pedir ayuda, tal vez por prepotencia, al considerar que su fuerza aeronaval era notoriamente superior a la española, o por temor al peaje a pagar. El presidente Nolan, un republicano del ala dura, vivía obsesionado por la inestabilidad en Oriente Medio y el terrorismo islamista, que sus predecesores fueron incapaces de atajar. El mundo civilizado no podía permitir que la industria occidental quedase en manos de criminales con turbante, que dedicaban los ingresos del petróleo a ejecutar atentados, en lugar de invertirlo en bien del pueblo. Desde Downing Street se contemplaba con inquietud el discurso beligerante de Nolan, recordando cómo acabó Tony Blair por dejarse arrastrar a una guerra preventiva contra Irak.
La intervención sorpresiva de los americanos en el conflicto sugería que Nolan no quería quedar al margen. Lo más probable sería que rusos y americanos no hiciesen más movimientos que pudiesen provocar un enfrentamiento armado entre ambos países, pero el peligro de que el capitán de algún buque se pusiese nervioso e hiciese un movimiento inesperado, estaba sobre la mesa.
Una chispa podía incendiar un monte, y el mar podía arder si se daban las condiciones adecuadas. Ambas superpotencias tenían las armas necesarias para conseguirlo. Souto recordó el Airbus modificado que esperaba en un hangar secreto de Sevilla, dotado de la tecnología de pulso ideada por los rusos, que podía traspasar blindaje militar e incapacitar los circuitos de un avión, o de un barco. Si los ingleses no se avenían a sentarse a negociar sobre la descolonización de Gibraltar, el momento de usar aquel avión se acercaba. De hecho, varios comandos de los GOES de la República se encontraban en las islas británicas preparando generadores que, una vez conectados a una fuente de energía de gran potencia, incapacitarían cualquier aparato eléctrico que se encontrase a varios kilómetros a la redonda. No causarían víctimas, pero mostrarían a los ingleses que no podían atacar impunemente a civiles indefensos sin sufrir las consecuencias.
Souto no aprobaba ese arma. Había desaconsejado a Duarte su uso, porque podría conducir a una escalada bélica de consecuencias devastadoras. El presidente de la República no había adoptado una decisión definitiva sobre su empleo.
Souto se encontraba reunido con la junta de jefes del Estado Mayor cuando le avisaron que el almirante Vasiliev deseaba hablar con él. Se levantó de la mesa y entró en una sala contigua, dotada de videoconferencia. El ruso se excusó por no haberle devuelto antes la llamada. Había estado reunido telefónicamente con los mandos de la Armada, así como con el presidente ruso y su primer ministro. Souto no se dio por satisfecho con aquellas excusas y así lo expresó a su colega:
—En nombre de mi país le transmito nuestro profundo malestar por el bloqueo. No deberían haber adoptado ninguna medida de ese calibre sin nuestro consentimiento.
—Lo sé, general. Concurrían razones de urgencia y asumo la responsabilidad de ordenar el registro del carguero panameño. Pero mis sospechas eran ciertas: navegaba bajo bandera de conveniencia y al darle el alto, aparecieron helicópteros y buques de los Estados Unidos. Intentaban pasar por el estrecho un cargamento de armas que los ingleses recogerían en el Atlántico. La Royal Navy ha empezado a moverse, y no podíamos permitir…
—Esa no es la cuestión, almirante. España es un país soberano y usted me ha puenteado.
—Los Estados Unidos están moviendo la sexta flota, a pesar de que los ingleses aún no les han pedido ayuda —Vasiliev suponía que si seguía hablando, le haría perder el hilo a su interlocutor—. Recuerde lo que sucedió en la guerra con Montoro. Los americanos descargaban armas en Rota con total descaro, mientras proclamaban a la prensa que eran neutrales. No permitiremos que la situación se repita. Si hoy no adoptamos una posición de fuerza, mañana será tarde.
—Almirante, quizá no me he expresado con claridad. La relación de España con Rusia es de alianza entre iguales, no de subordinación.
La República no había expulsado a los americanos de suelo español para soportar a otra superpotencia que la tratase como a un país de segunda, pensó Souto. Los americanos no liberaron a los españoles de Franco: pactaron con él; y tampoco ayudaron lo más mínimo durante el golpe de Tejero: era un asunto interno de los españoles, como dijo su secretario de Estado, Alexander Haig. España no debía nada al supuesto adalid de la democracia en el mundo, pero aún así, aquél siguió comportándose con la misma prepotencia que con el resto de países europeos, como si aún tuviese alguna deuda que cobrarse. Y no era cierto. Los norteamericanos seguían sin entenderlo, pensando que podían pastorear en Europa como habían hecho en Latinoamérica. Desmontaron sus bases de mala gana y se marcharon con la idea de volver. La recuperación de las bases era lo de menos. El imperio más poderoso de la Tierra había sido humillado y eso no podía tolerarlo.
Rusia, una superpotencia con pretensiones de recuperar el tiempo perdido, había acudido en ayuda de la República para tomar posiciones en un país de altísimo valor geoestratégico. La arrogancia de Vasiliev le delataba. En el fondo y en las formas, era igual a los americanos.
—Ya le he pedido disculpas, general —Vasiliev empezaba a perder la paciencia—. No olvide que ustedes acudieron a nosotros en busca de ayuda, después de llamar a muchas puertas.
—En interés de las relaciones de amistad entre nuestros pueblos, espero que no vuelvan a tomar ninguna medida en el conflicto de Gibraltar, sin que España lo autorice.
—¿Me está pidiendo que levante el bloqueo? ¿Quiere que deje que el carguero siga su curso y entregue las armas a los ingleses?
Un teniente había entrado al cuarto. No se atrevía a interrumpir la conversación, pero Souto sabía que se trataba de un asunto de extrema gravedad. Se despidió de Vasiliev y se giró hacia el oficial.
—¿Qué ocurre?
—Mi general, El Ferrol está siendo bombardeado por el enemigo.