CAPÍTULO 12

I

Luis Duarte analizaba con preocupación creciente los partes del Estado Mayor. El general Souto había llamado de madrugada a Zarzuela para informarle de la última incursión de la RAF en territorio español, así que el presidente de la República había decidido levantarse y ponerse trabajar, ya que no iba a recuperar el sueño.

El contraataque británico había sido más duro de lo esperado. Los daños en infraestructuras gibraltareñas fueron cuantiosos, pero se trataba en buena parte de inmuebles civiles, así que al final los ingleses salían perdiendo. El bombardeo había provocando un apagón en la Roca y el corte de agua corriente, que sufriría la población que, ignorando los consejos de las autoridades, aún no se hubiese marchado. La infantería española y los blindados apenas habían resultado afectados, ya que tuvieron tiempo de replegarse a lugares seguros.

Sin embargo, el número de bajas en La Línea de la Concepción, Morón y Rota ascendía a más de quinientas, la mayoría civiles. Y eso no era lo peor. Tras el bombardeo, los aviones de la RAF se habían refugiado en Marruecos, donde habían repostado combustible. Algunos cazas habían vuelto al Reino Unido para reaprovisionarse de misiles, y otros esperaban en el país vecino la previsible llegada de la Royal Navy en los próximos días, para continuar el asedio.

Eso complicaba el éxito de las operaciones sobre Gibraltar. El acuerdo de Tánger, firmado con Marruecos para desactivar futuras tensiones con la República, no estaba siendo respetado.

Duarte llamó a Moncloa. Odiaba hacerlo, pero necesitaba a Maeso en aquellos momentos para que se encargase del asunto. El dimitido presidente del Gobierno mantenía buenas relaciones con el ejecutivo de Rabat y conocía bien al ministro de Defensa Khatibi. De hecho, el éxito del acuerdo de Tánger había sido mérito de ambos, así que Maeso tendría que arreglar lo que había empezado.

Su interlocutor apareció en la pantalla del ordenador, pulcramente vestido con traje y corbata, a pesar de que eran las cinco de la mañana. Al verlo, Luis recordó que no se había afeitado y que debería haberse puesto algo decente.

—Has madrugado —dijo fríamente Maeso.

—Supongo que ninguno de los dos hemos dormido esta noche —respondió Duarte en tono conciliador.

—¿Qué quieres? Estoy bastante ocupado.

—Tengo que pedirte un favor.

Maeso dibujó una sonrisa torcida:

—¿Un favor, a mí? ¿Desde cuándo cuentas conmigo?

—Escucha, no es un favor personal, sino un servicio que te pido en bien de la República.

—Tú has iniciado esta guerra y a ti te corresponde terminarla.

—Necesito que hables con Khatibi. Tienes que convencerle para que deje de ayudar a los ingleses.

—Manda al ministro de asuntos exteriores. Ahora tú llevas las riendas. A mí qué me cuentas.

—Khatibi confía en ti. Vuestra relación personal siempre ha sido magnífica. Me gustaría que te entrevistases con él y le ofrecieses un arreglo.

—¿Servirá mi palabra de algo si luego a ti se te ocurre desautorizarme?

—Tienes plenos poderes para cerrar un acuerdo. Lo que convengas con él será respetado.

—¿Sea lo que sea?

Duarte apretó los dientes:

—Sí, joder.

—Estoy grabando esta conversación.

—Vale —Duarte contuvo un bostezo.

—Ya pensaba hablar con Khatibi por mi cuenta. Sigo siendo el presidente del Gobierno en funciones, por mucho que te moleste.

—Me alegra que tengas iniciativa.

—No necesito tu aprobación ni palmaditas en la espalda, Luis. Te has saltado la Constitución a la torera. Algún día responderás por eso.

—La Historia la escriben los vencedores, Julián. Ganaremos esta guerra, porque la razón nos asiste, y entonces el pueblo entenderá que los esfuerzos que le pedimos estaban justificados.

—Ahórrate tu discurso, no tengo interés en oírlo.

—¿Cuándo será el encuentro? Si quieres decírmelo, claro.

Maeso vaciló unos instantes:

—Hoy mismo, en Portugal. Estoy esperando que me llame para acordar los detalles.

—¿Puedo enviar a alguien de mi equipo, para que te asista en la negociación?

—No.

—Solo será como asesor…

—Tengo mis propios asesores.

—Como quieras. Gracias por atender mi llamada. Confío que me mantengas informado del resultado de las conversaciones.

Maeso se limitó a realizar un breve asentimiento de cabeza y cortó la comunicación.

Duarte suspiró. Ojalá pudiera dar marcha al reloj y evitar aquella locura. Debería haber abandonado la Zarzuela cuando firmó la paz con Montoro; habría evitado el conflicto de Gibraltar y salvado su matrimonio. Echaba mucho de menos a Pilar; era consciente de que se había portado mal con ella y que su esposa había actuado correctamente al marcharse. Pilar había sido la persona más importante de su vida, su mejor consejera y amiga. Y él la había empujado a irse.

Sus ojos regresaron a los partes militares, esparcidos por su escritorio: quinientas personas habían perdido la vida por su culpa, pero ahora no podía retroceder o aquellas muertes habrían sido en vano. Si permitía que el Reino Unido humillase a la República al primer golpe, España perdería toda su credibilidad y sería destrozada por sus enemigos. Lamentablemente, ya no podía detener la guerra. Tenía que continuar, porque los ciudadanos no entenderían una retirada en aquellos momentos. La reconquista de Gibraltar uniría a los españoles como pueblo, ayudaría a cicatrizar las heridas de la guerra civil y a que la República fuese respetada internacionalmente, en un momento en que las fuentes de financiación externas estaban cerradas, a excepción de Rusia. Y su apoyo no era precisamente altruista.

—Hola —dijo Laura, entrando a su despacho—. ¿Interrumpo algo?

—No tenías por qué haberte levantado. Va a ser un día duro y necesito que tengas los ojos bien abiertos por mí.

—Soy tu consejera. No puedo cumplir mi papel si me quedo en la cama mientras tú trabajas. Mi puesto está a tu lado, no importa qué hora sea.

—Como quieras —él la besó, y pulsó el botón del intercomunicador, para avisar a cocina. Encargó una cafetera para los dos y tostadas.

—¿Con quién hablabas? Me pareció escuchar la voz de Maeso.

—Tienes un oído excelente, Laura.

—Es un sentido que se degrada con la edad. Los jóvenes captan frecuencias que los adultos ya no pueden oír.

—Sutil forma de llamarme viejo. Sospecho que hasta puedes oír a través de las paredes, si la conversación merece la pena.

—Es un talento necesario para mi trabajo —sonrió ella, acariciándole la nuca—. ¿Qué quería Maeso?

—Lo llamé para pedirle un favor.

—¿Aún confías en él, después de lo que te ha hecho?

—Julián tiene visión de Estado. Ambos sabemos que la República está por encima de nuestras diferencias personales.

—Has olvidado muy pronto sus intrigas toledanas, con el traidor de Sajardo y los presidentes de Aragón y Extremadura.

—No lo he olvidado. Soy el secretario general de los socialistas, y sé que un sector de mi partido quiere que deje la política. El contacto de Julián con ese grupo después de dimitir era previsible, pero la situación está controlada. No tienen respaldo suficiente en el Congreso para tumbar la investidura de Cuello.

—Eso no lo sabes, Luis. Si bajas la guardia, ganarán.

—No he llegado hasta aquí si no supiera cómo funcionan los engranajes del partido. Pero agradezco que te preocupes por mí.

—Al hacerlo, también me preocupo por mí. Si tú caes, yo también.

—Alabo tu sinceridad, cielo.

—He descubierto que alguien más se empeña en quitarte la tierra bajo los pies.

—Esperaremos al café para discutirlo. Prefiero no afrontar las malas noticias con el estómago vacío.

—Se trata de tu ex mujer.

Duarte sintió cómo algo en su interior se removía, y no eran sus tripas.

—Tengo calor —dijo, acercándose a la ventana—. ¿Cuánto falta para que amanezca?

—¿No quieres oírlo?

Una brisa fresca azotó el rostro del presidente de la República, al entornar la ventana. Los papeles que cubrían su escritorio aletearon y algunos cayeron al suelo. Sin apartar su vista de los jardines del palacio, Duarte recordó el camión de la mudanza que Pilar había enviado para recoger sus cosas. Ese camión se había llevado de allí algo más que muebles: le había arrebatado la parte más valiosa de su vida.

Leyendo los pensamientos que atormentaban a su amante, Laura añadió:

—Tu ex no se limitó a sacar sus muebles y su colección de modelitos. También se llevó algo más del palacio.

—¿Por qué no llega ese café? —Duarte intentó alcanzar el teléfono, pero Laura lo detuvo.

—Tendrás que escuchar esto, Luis. Afronta la realidad; una tostada y un café no van a cambiarla.

—No quiero oírlo —murmuró él, dejándose caer en el sofá.

Un camarero llamó a la puerta. Laura aceptó la bandeja y la depositó en la mesa del tresillo. Sirvió dos tazas.

—Esperaré a que desayunes —ella se sentó a su lado.

Él untó una tostada con mantequilla, pero al darle un bocado, descubrió que no podía hacerlo bajar por la garganta. Tomó un sorbo de café y apartó la bandeja:

—Empieza. Se me ha quitado el apetito.

—Pilar fue a ver a Maeso a la Moncloa, el lunes. Desde entonces, lleva escolta proporcionada por presidencia del Gobierno.

—Ella y Julián mantienen una buena amistad —Duarte buscaba desesperadamente un asidero donde agarrarse.

—Intervine los teléfonos de tu ex. Una inspectora de policía, que trabaja para Maeso, la llamó para citarla a fin de que ampliara datos relativos a su visita. Pilar estuvo a punto de hablar lo que no debía, pero la inspectora la cortó de inmediato, y quedaron en encontrarse otro día. Hemos seguido a las dos, aunque nos fue imposible obtener grabaciones de lo que la inspectora quería de ella. Sin embargo, tenemos indicios de que tu esposa ha cometido un delito de sustracción de documentos y otro de revelación de secretos oficiales. En tiempo de guerra, esas conductas se castigan con quince años de prisión, suponiendo que no constituyan traición.

—Laura, ¿por qué siempre piensas mal de la gente?

—Me sorprende que seas tan ingenuo. ¿Recuerdas el día en que llamaste a Montoro a la Zarzuela? Le preguntaste si sabía algo de una conspiración para derribar a la República. Él juró por su honor que no, y tú le creíste. Poco después, Montoro se sublevó en Andalucía.

—Admito que fui un estúpido, pero no compares a Pilar con Montoro. Es ofensivo que pienses eso de ella.

—Pilar es una mujer despechada, está celosa porque yo le he arrebatado a su marido y quiere hacerte daño.

—No puedo aceptarlo.

—Tu problema, Luis, reside en que te niegas a aceptar la realidad. Ya deberías estar escarmentado.

—Yo podría pensar de ti que te estás asegurando de que Pilar no regrese aquí, para ocupar su lugar.

—Bienvenido a mi mundo —comentó irónicamente Laura—. ¿Sabes? La paranoia es un instinto natural que nos dio la evolución. La desconfianza ayudaba al cazador a sobrevivir en un mundo lleno de peligros. Si te crecen ojos en el cogote, tus posibilidades de salir airoso de una emboscada se doblan. Yo soy esos ojos, Luis. Puedo ver los peligros que tus sentidos rechazan ver.

—Está bien. ¿Qué tienes en mente?

—Detener a Pilar para interrogarla. Ya hemos registrado discretamente vuestro piso de la calle Fuencarral, en el que se aloja, pero no hemos hallado nada. Es muy lista.

—¿Has entrado en ese piso sin decirme nada? Maldita sea, también es mío. Guardo documentos personales en él.

—Si tenías información confidencial y no la trajiste a la Zarzuela al ser elegido presidente, mereces que alguien te los quite. El piso de Fuencarral no es seguro para esconder nada. Abrimos tu puerta blindada en un minuto, sin forzarla. Ni siquiera cuenta con videovigilancia.

—Laura, si por ti fuera, ya estarían entre rejas Maeso, Pilar, Sajardo, Vinuesa y Moraleda. Soy el presidente de la República, no un carcelero. Que otros no piensen como yo no los convierte en criminales. Tengo que respetar la ley.

—Sin embargo, nadie respeta a la República. Tu vinculación emocional con esos traidores te impide tomar las decisiones adecuadas para defender al país, y a ti mismo. A veces… —Laura se calló.

—¿Qué ibas a decir?

—Nada, olvídalo.

—No te hagas de rogar, suéltalo.

—A veces me pregunto si te da todo igual. Si sigues siendo el que eras antes de la rebelión de Montoro, o ahora te dedicas a contar los días que te quedan para dejar el cargo.

—¿Crees que estoy provocando mi suicidio político?

—Te sientes responsable de lo que pasó, y ésta es tu manera de inmolarte a lo bonzo.

—Muy bien. Pues si me inmolo, no rociaré a mis amigos con gasolina. Me quemaré yo solo.

Laura tomó un sorbo de café y asintió con una media sonrisa.

—Haz lo que quieras —dijo—, pero desengáñate de una vez: ellos ya no son tus amigos.

II

Javier Valero entró en una cafetería a seis manzanas del trabajo y pidió café solo. Había recibido una llamada de la inspectora Esparcia, citándole allí con apenas veinte minutos de antelación.

Aquello no presagiaba nada bueno, aunque si hacía memoria, en los últimos meses había tenido pocas noticias buenas. Era una cafetería muy pequeña y no había nadie a aquella hora. Poco después de sentarse en la barra, observó que el camarero se dirigía a la puerta y colocaba el cartel de cerrado.

—¿Qué sucede? —inquirió, nervioso.

—Nada —dijo el camarero—. Tómese su café tranquilo.

—¿Cómo que nada? Acaba de cerrar el local conmigo dentro.

—La inspectora es pariente mía. Me pidió como favor personal que le despejase el local durante una hora. Debe de estar al caer.

—¿Qué pasa si tengo que irme ahora mismo? —las advertencias de Celia aún resonaban en su cabeza.

El camarero se encogió de hombros.

—Por mí puede irse cuando quiera. Solo tiene que correr el pestillo interior y marcharse.

Javier se acercó a la entrada y desplazó el cerrojo, para comprobar que no estaba bloqueado. Abrió la puerta, pero en ese momento, un cliente trató de acceder al local.

—Cerrado por inventario —dijo el camarero—. Vuelva dentro de una hora.

El cliente se marchó y Javier regresó a la barra. Instantes después, la inspectora llamaba al cristal de la puerta con los nudillos.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Javier, molesto.

—Llevan siguiéndome desde hace un par de días —dijo Esparcia, señalándole una de las mesas de fondo.

—Se supone que las labores de seguimiento son asunto de la policía.

—No son policías. He reconocido a uno, y trabaja para el ministerio de Comunicación. La gente de Cuello nos pisa los talones.

—¿Para eso me ha hecho venir a toda prisa?

Tomaron asiento alrededor de la mesa. La mujer depositó encima el papel que contenía el extracto bancario de Martín.

—Es falso —anunció—. He hablado con el director de la sucursal y no existe ningún ingreso de cien mil euros. La cuenta de su jefe tiene un saldo de doscientos quince euros y no refleja movimiento desde hace un mes. Ahora, cuénteme cómo llegó a su poder este extracto.

Javier no podía decírselo. Si la inspectora se enteraba de que Celia se lo había entregado, la detendría de inmediato. No quería que siguiese la suerte de Joana. Otra vez no.

—Una fuente anónima me lo dio —dijo—. Hasta ahora, toda la información que me había pasado era buena.

—¿Cómo se llama?

—Teresa. No sé su apellido. La última vez que la vi fue en el parque del Retiro, junto al palacio de cristal.

—No le creo, Javier. Está encubriendo a alguien.

—Aunque supiese quién es, no se lo diría. Tengo que mantener el secreto profesional.

—Han secuestrado a su jefe, y la persona que falsificó este extracto sabe dónde está. Su celo como periodista entorpece una investigación criminal. Si no encontramos pronto a Martín…

—Solucionaré esto. Se lo prometo.

—¿Cómo?

—Es cosa mía.

—Ya no. Tiene que darme de inmediato los datos sobre la investigación de Cuello. Y decirme quién le entregó este papel.

—Mañana me pondré en contacto con usted.

—Creo que no se da cuenta del peligro que corre.

—Lo sé perfectamente, inspectora. El riesgo forma parte de mi profesión.

—¿Forma parte de su profesión encubrir a un delincuente?

—A veces es necesario tratar con ellos para conseguir información. Ustedes lo hacen a diario: acuden a soplones, les pagan con droga o dejan en libertad a criminales de poca monta para llegar a los cabecillas.

—Javier, si no tuviese órdenes expresas de Moncloa, tendría que llevármelo esposado.

—Vaya. ¿Y en qué consisten esas órdenes?

—Su colaboración debe ser voluntaria.

—Me alegra que sea disciplinada. Eso la honra.

—Lamento no poder decir lo mismo de usted. Su equivocado sentido de la integridad profesional le ha conducido a un terreno pantanoso. Dudo que sea capaz de salir si rechaza mi ayuda.

—Voy a colaborar, ya le he dicho que lo haré, pero necesito más tiempo.

—¿Cuánto?

—Un día, dos a lo sumo.

—Postergar un problema no lo resuelve; posiblemente lo agravará.

—Guárdese sus frases lapidarias. Le doy mi palabra de que lo haré.

—¿Ha hablado ya con Celia?

—Sí. Es reacia a colaborar, pero su negativa no es definitiva. La convenceré para que cambie de opinión.

—El presidente Maeso confía en usted —la inspectora se levantó—. No le defraude.

—No lo haré.

—Si le falla, el país quedará en manos de un ladrón. Piénselo antes de dar el siguiente paso.

Esparcia se marchó. Javier estaba confuso; su sentido del deber le empujaba a darle a la inspectora lo que quería, pero eso condenaría a Celia, y ya tenía suficiente cargo de conciencia con lo que le sucedió a Joana.

Reflexionó sobre los motivos que habían conducido a su amiga a engañarle. Ella había fabricado aquel extracto bancario para convencerle de que Martín había huido, tras ser sobornado para que no publicase el reportaje sobre Cuello. ¿Por qué lo había hecho?

Para justificarse. Él se había negado a tomar medidas drásticas contra Martín. Y Celia había decidido actuar por su cuenta.

III

El avión del presidente del Gobierno llegó a Lisboa con media hora de retraso. Maeso viajaba sin asesores, con la única presencia de sus guardaespaldas. La capital lusa había sido elegida como territorio neutral para la reunión secreta que celebraría con Khatibi, el ministro marroquí de Defensa. Duarte había presionado hasta el último minuto para que Maeso accediese a incluir alguien de Zarzuela en su equipo, pero sus intentos fueron inútiles. Aquella sería una reunión entre dos personas, nada más, y no necesitaban apuntadores ni abogados. Por otra parte, el acuerdo de Tánger, que rubricaron para zanjar futuras disputas territoriales entre ambos países, no había servido de nada, a pesar de ser suscrito con la asistencia de expertos juristas de ambos países. Maeso acudía a la cita con un maletín vacío; todo lo que necesitaba se hallaba dentro de su cabeza. Khatibi no se dejaba impresionar por la jerga jurídica, pero era una persona razonable. Maeso no se habría tomado la molestia de ir a Lisboa si no lo creyese.

El vehículo blindado proporcionado por la embajada española le llevó al punto de encuentro, en una villa residencial de las afueras. La comitiva de Khatibi ya había llegado y se encontraba en el interior del inmueble. Policías portugueses de paisano controlaban los accesos y recogieron las armas de los escoltas, antes de franquearles la entrada.

Tras los saludos protocolarios, Maeso pidió a Khatibi que su reunión transcurriese sin testigos. El marroquí había traído a media docena de asistentes y se mostró contrariado por aquella petición, pero acabó aceptando.

Entraron a una espaciosa biblioteca. Les dejaron una bandeja con bebidas y cerraron la puerta. Maeso tomó un largo trago de agua, mientras Khatibi se servía una infusión.

El español, poco amigo de rodeos, fue directo:

—Esto no puede seguir así. Vuestra ayuda a los ingleses tiene que cesar de inmediato.

—¿Por qué? —Khatibi sopló sobre su taza—. Mantenemos buenas relaciones con el Reino Unido. Nos pidieron un favor, y como Estado amigo se lo concedimos.

—España y Marruecos han sido amigos durante mucho tiempo. No nos conviene que eso cambie. Somos vecinos y en bien de la paz estamos condenados a entendernos.

—Me gustaría, pero no sé si esa es vuestra intención. Expulsasteis a la policía marroquí de Ceuta y Melilla, vulnerando los acuerdos firmados.

—Fue Montoro quien lo hizo.

—Pero al acabar la guerra, nuestros policías no volvieron.

—Firmamos el acuerdo de Tánger para zanjar esa disputa de una vez.

—No se zanjó, solo se aplazó durante cinco años. Pero ahora vosotros recuperáis Gibraltar, agitando el estandarte del anticolonialismo. Me parece bien, pero os habéis quedado sin excusas para negarnos lo que es nuestro —Khatibi volvió a soplar en su taza, antes de probar la infusión—. De todas formas, el acuerdo de Tánger solo abarcaba Ceuta y Melilla. No mencionaba el resto de territorios ocupados por España en Marruecos. Técnicamente no lo hemos violado.

—El espíritu de Tánger era sentar las bases para la paz; pero con la invasión de las Chafarinas, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera, nos empujáis a un conflicto que no deseamos.

—No renunciaremos a esos territorios. El premier británico me ha garantizado el apoyo de su Ejército, si intentáis arrebatárnoslos.

—A cambio de usar Marruecos como base para reconquistar Gibraltar.

—¿Y qué querías que hiciera? La oposición islamista en el Parlamento de mi país se habría fortalecido si me hubiese cruzado de brazos. Las elecciones en Marruecos son el año que viene; una derrota electoral de mi partido les llevaría al gobierno, y eso sería catastrófico para Marruecos y España.

—¿Quién más te ha presionado?

—No te entiendo.

—Tú y yo sabemos lo que significa el Estrecho para las superpotencias. Está en juego el control de una de las vías marítimas más importantes del planeta.

—La decisión de recuperar esos territorios fue un acto de reafirmación de nuestra soberanía.

—Te lo preguntaré de otro modo: ¿sabía Londres lo que ibais a hacer?

—No.

—Luego el trato a que llegaste con el Reino Unido fue posterior a la toma de las Chafarinas.

—En realidad, fue mi colega británico quien me llamó para proponérmelo.

—No me creo que Marruecos se atreva a una operación de ese calibre, sin saber de antemano que alguien le cubrirá las espaldas. Y me parece que ya sé qué país está detrás de todo esto.

—Está bien —bufó Khatibi—. Las cartas sobre la mesa: Bowen me presionó para que entrásemos en Ceuta y Melilla.

—Después de lo que pasó, y la Casa Blanca sigue confiando en él. Su cese como embajador fue una comedia. Bowen tenía instrucciones muy concretas de lo que debía hacer, y las ejecutó sin contemplaciones.

—Siento por Bowen tanta simpatía como tú, pero no me dejó otra opción.

—Sí la tenías. Podías haberme llamado, podíamos haber hablado y arreglado esto. Ahora, la solución será mucho más difícil.

—Mi ejército no se replegará. Agradéceme que no hiciese caso a todo lo que Bowen quería.

—¿Crees que enviará a un solo soldado a Marruecos para defenderos? A lo sumo, os venderá armas para que las uséis contra nosotros. Ellos no se exponen directamente, si pueden evitarlo.

—Supongo que no habrás venido aquí para cruzarnos reproches. ¿Tienes alguna propuesta que hacer?

—Consentiremos que os quedéis con las Chafarinas, Alhucemas y Vélez de la Gomera, a cambio de que os declaréis neutrales en la guerra, como han hecho todos los países europeos.

—Me propones darme algo que ya tengo —rió Khatibi—. ¿Qué clase de trato es ese?

Maeso entrelazó las manos sobre su regazo, paciente:

—¿Quieres ver quién tiene la bandera anticolonialista más grande? ¿De verdad quieres jugar a eso?

—Esto no es ningún juego —gruñó Khatibi.

—Dejémonos de hipocresías: Marruecos y Mauritania invadieron el Sahara en 1975. Los mauritanos se retiraron más tarde, agotados por los ataques del Polisario; en cambio, vosotros levantasteis un muro para proteger la zona rica del país, con torres de vigilancia y ametralladoras. Nos echáis en cara Ceuta y Melilla, pero mantenéis un ejército de ocupación en una tierra que ya tenía dueño antes de vuestra llegada. Devolvedla a los saharauis y dejad de comportaros como una potencia colonial.

—El Sahara forma parte de nuestra patria; no vamos a renunciar a él. Y ese muro lo levantamos para protegernos de los ataques a nuestra población. Los españoles conocéis bien lo que significa el azote del terrorismo. Deberíais ser más comprensivos con nuestra situación.

—La República Árabe Saharaui Democrática observa con interés la evolución de esta crisis.

—¿Estás negociando con los terroristas del Frente Polisario?

—He hablado con los representantes legítimos de su Gobierno. El Sahara está dividido en dos desde que España se retiró. Marruecos se quedó con la parte rica y dejó a los saharauis la arena del desierto, pero la situación podría cambiar en breve si no llegamos a un acuerdo.

—Ahora lo entiendo. Has venido a Lisboa para amenazarme con una guerra.

—Los saharauis piensan que están ante una oportunidad histórica para recuperar lo que es suyo; más o menos, lo mismo que pensáis vosotros con los territorios que España conserva en Marruecos. Si queremos hacer justicia con los pueblos, una justicia afianzada en la paz y no en mentiras, tendréis que conceder la libertad al Sahara.

—El Sahara pertenece a Marruecos.

—Khatibi, mira objetivamente los hechos: de ser un pueblo oprimido por España y Francia, os habéis transformado en un Estado que oprime a un pueblo hermano. Esta situación no puede prolongarse; habéis dado largas desde hace décadas al referéndum de autodeterminación del Sahara, escudados en los Estados Unidos.

—No voy a tolerar que llames estado opresor a mi país.

—Entonces expondré los hechos sin retórica: o aceptas mi propuesta, os declaráis neutrales y los ingleses se marchan de Marruecos, o el Polisario lanzará una ofensiva sin precedentes en el Sahara ocupado. Ya hemos enviado asesores militares a la zona y estamos dispuestos a apoyarles.

—Esa propuesta es un ultraje.

—Deja los puñetazos sobre la mesa para el público; tú y yo no necesitamos hacer teatro. Te ofrezco una salida digna: salvas la cara, te quedas con los territorios que nos has arrebatado, y al tiempo tu país hace gala de talante diplomático, distanciándose de la guerra.

—Suponiendo que mi Gobierno aceptase, ¿qué garantías hay de que respetaréis el pacto?

Maeso suspiró con cierto alivio. Khatibi empezaba a mostrarse razonable.

—Tengo plenos poderes para vincular a la República en un acuerdo de paz con Marruecos.

—Pero dimitiste hace poco.

—Sigo siendo el presidente del Gobierno de España. Lo que yo acuerde contigo será respetado por mi sucesor y por Duarte. El derecho internacional establece que un tratado no se invalida aunque después cambien los dirigentes de las partes signatarias.

—Si detectamos la aproximación de una sola lancha patrulla a las islas que hemos liberado…

—No deseamos la guerra con Marruecos. Si quisiésemos recuperarlas, no me molestaría en venir aquí a advertirte.

—Hablaré con mi Gobierno, aunque no te prometo nada.

—Tendrá que ser hoy mismo. No permitiré que los ingleses se cobren más víctimas civiles, mientras tú y yo tomamos el té. El Reino Unido debe sacar sus aviones de Marruecos inmediatamente.

IV

La jornada para Resnizky no había empezado bien. Zarzuela le pedía explicaciones por el escaso resultado de las contramedidas de guerra electrónica, utilizadas contra la aviación inglesa. Los servicios de inteligencia habían confiado excesivamente en la palabra de un coronel de la RAF, que les había pasado información a cambio de dinero. Los agentes rusos estaban investigando si les había engañado o los ingleses habían descubierto la infiltración. En cualquier caso, aquel coronel seguiría el mismo destino que Kozlov y todos los sinvergüenzas que alguna vez habían tenido la osadía de desafiarle.

Los ejecutivos del consorcio ruso de energía aceptaron los hechos consumados sin mucho revuelo. No se había producido ninguna batalla por la sucesión y el lugar de Kozlov lo ocupó alguien más inteligente, lo cual tampoco era difícil. Las luchas intestinas por el poder no eran buenas para el negocio y Resnizky les hacía ganar mucho dinero. Aunque arriesgó su puesto al tomar la decisión de eliminarlo, había salido reforzado. Su control sobre las inversiones del consorcio en España ya era total y no tendría que aguantar interferencias de patéticos gánsteres.

Su jugada, además, le había granjeado la amistad deudora de Cuello, futuro presidente del Gobierno de España. Su hija pequeña, amenazada por Kozlov, ya podía volver tranquila a la escuela, sin temor a ser secuestrada. Cuello era definitivamente suyo y podría hacer con él lo que quisiera. Le debía la vida de su hija, y Resnizky tenía la intención de que jamás olvidase aquel favor.

Sin embargo, se rumoreaba por Madrid que su elección no era segura. Cuello carecía del carisma de Maeso y era manipulable. Si Resnizky fuese español, no le gustaría ser gobernado por un presidente así. Más que un político con personalidad, Cuello era un juguete en sus manos; y aunque la sensación resultaba muy gratificante, las personas que llevaban una etiqueta en la frente no eran de fiar. Si él lo había comprado, alguien en el futuro podría hacer lo mismo. Cuello no entendía de lealtades, su catecismo era el dinero y algún día podría estar tentado de cambiar de bando.

Los americanos apostaban fuerte y el dinero no representaba un problema para ellos. Resnizky seguía con interés y fascinación los movimientos de Bowen en el sur de España; como la proverbial ave Fénix, había resurgido de sus cenizas para retomar el trabajo donde lo dejó tras abandonar la embajada. Resnizky veía en Bowen a un igual, pero eso lo convertía en un adversario difícil de engañar. Bowen había jugado con maestría durante la pasada guerra civil con ambos bandos, había sumido a la República en el caos, justo lo que deseaba desde el principio; se aprovechó de las ambiciones de los nacionalistas catalanes y vascos, y de los nacionalistas de Montoro, para manejarlos a su antojo. Era un titiritero brillante, y no le extrañaba que sus jefes siguiesen contando con él, a pesar de que públicamente hubiesen marcado distancias. Si Bowen tuviese un precio, le encantaría comprarlo.

Era cuestión de tiempo que el americano pusiese sus ojos en Cuello, y entonces los negocios de Resnizky en España tendrían serias dificultades. Haber salvado a la hija del ministro sería suficiente para tenerlo sujeto una temporada, pero aquel ambicioso nunca tendría bastante, y en el futuro se convertiría en un problema. Era inevitable que acabase haciendo compañía a Kozlov.

La segunda mala noticia del día fue la visita a su despacho del propio Cuello.

—Buenos días, presidente —Resnizky le estrechó afectuosamente la mano, recibiéndole con una sonrisa almidonada.

—Todavía no lo soy —gruñó el ministro, tomando asiento.

—Detalles burocráticos. Muy pronto estarás jurando tu cargo en la Zarzuela, ante Duarte. España tendrá por fin el presidente que merece.

Cuello ladeó la cabeza, suspicaz, con el movimiento compulsivo de un pájaro. Tras unos instantes de duda, interpretó que era un comentario adulador y su cabeza regresó a la posición original.

—El tipo que amenazó a tu hija ya no volverá a causarte problemas —le recordó Resnizky, por si Cuello lo había olvidado.

—Ya. ¿Y si mandan a otro?

—No lo harán. Está todo arreglado. La compañía ha respaldado mi gestión; Kozlov pertenecía a la vieja guardia, un dinosaurio que no supo adaptarse a los cambios.

—No quiero saber cómo lo hiciste. Cuanto menos sepa de ese asunto, mejor.

—Viniste aquí en busca de resultados, y te di lo que deseabas. El resto es trabajo de fontanería —Resnizky añadió con un rictus cómplice—: Los dos sabemos qué significa eso.

—Mi pasado como tesorero del partido quedó atrás. Mis objetivos actuales son muy distintos.

—Descuida, no te mancharás las manos. Tu reputación quedará intacta. Para eso están los soldados; las balas nunca deben alcanzar al general.

Aquel halago envuelto en una fina película de cinismo no agradó a Cuello, quien tampoco estaba de buen humor. Se levantó del sillón e inspeccionó las bebidas que Resnizky tenía sobre una mesa auxiliar, cerca del ventanal.

El ministro se sirvió medio vaso de whisky sin hielo, y se acercó a la cristalera para observar el tráfico del paseo de la Castellana.

—Tengo problemas —dijo.

—Me estoy encargando del asunto. El coronel de la RAF que nos engañó puede darse por muerto; nadie me estafa y vive para contarlo.

—No se trata de eso —Cuello apuró su whisky; iba a servirse otro, pero tenía una rueda de prensa dentro de una hora y no quería hablar con voz pastosa—. Una inspectora de policía está haciendo preguntas sobre mí. Se llama Esparcia, y trabaja para Moncloa.

—¿Qué clase de preguntas?

—Al parecer, unos periodistas poseen información sobre mis negocios con el consorcio ruso. Si saliese a la luz antes de la votación de investidura, sería terrible.

—No hay otro candidato. Maeso ha dimitido y alguien tendrá que ocupar su puesto.

—Pero ese alguien no tengo que ser necesariamente yo. Si los indecisos de mi partido votan en contra, perderé.

—¿Quieres que les convenza para que mantengan su apoyo?

Cuello sonrió y lo miró a los ojos. Resnizky hablaba en serio.

—Prefiero una actuación discreta.

—Deseas que me encargue de los periodistas.

El ministro respondió con un elocuente silencio.

—Sus nombres —reclamó Resnizky.

—Todavía no los hemos identificado. Y se nos acaba el tiempo.

—No importa —el empresario anotó el nombre de la inspectora—. Los encontraré.

—Necesito resultados pronto.

—¿Te he fallado alguna vez? Vamos, quítate esa cara agria y relájate. Todo está controlado. Serás el próximo presidente del Gobierno, te lo garantizo.

—La situación se nos va de las manos; primero, Marruecos invade nuestras islas en el norte de África, y ahora estos putos periodistas metiendo las narices.

—Maeso ya se está ocupando del asunto, por lo que me han dicho.

—Sí, menuda faena. No entiendo cómo Duarte aún confía en él.

—Tal vez se sienta culpable, después de todo.

—Demasiado tarde. La guerra ya no puede pararse. Los ingleses serán derrotados y Gibraltar volverá definitivamente a soberanía española —Cuello rellenó su vaso con agua—. ¿Te has enterado de lo que habló Maeso en Lisboa?

—No, pero sé de buena fuente que el gobierno de Marruecos se reunió de urgencia hace una hora. Mis agentes en Rabat me informarán de cualquier novedad.

—Si Marruecos no retira su apoyo a los ingleses, la guerra se extenderá. No formaba parte del plan, joder. ¿Cómo no se nos ocurrió que podrían hacer algo así? Esperábamos que intentarían algo en Ceuta y Melilla, pero esto…

—Supongo que es su forma de desquitarse por la humillación del islote Perejil. Reconócelo, fuisteis el hazmerreír de Europa. Qué patético espectáculo.

—Mi partido no gobernaba entonces. No tuvimos ninguna responsabilidad en eso.

—Deberíais haber estado prevenidos.

—¿Y para qué sirve tu maldito SVR? ¿No tenéis los rusos uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo? Estoy seguro de que los americanos sí conocían los planes de Rabat.

—En eso te doy la razón, porque fueron los instigadores. Para ellos, la guerra no se terminó con la capitulación de Montoro. Estos últimos meses han sido un paréntesis, que han aprovechado para reorganizarse y preparar su siguiente movimiento.

—¿Y cuál será?

Resnizky se armó de paciencia. A veces, Cuello parecía idiota.

—Rusia no permitirá que os pisoteen. La época colonial de los anglosajones en Occidente toca a su fin, y si Washington no se ha percatado todavía, te aseguro que pronto se enterará.