El devenir de la guerra seguía una dinámica que Julián Maeso ya había anticipado en su imaginación. Aprovechándose de una laguna legal en los acuerdos de Tánger, Marruecos había invadido las posesiones españolas en el norte de África: Chafarinas, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera. Irónicamente, el islote Perejil no había sido ocupado, dando por sentado que ya les pertenecía.
Maeso había analizado palabra por palabra el documento de Tánger, firmado al acabar la guerra civil. Rabat se comprometía a no realizar reivindicaciones sobre Ceuta y Melilla en un plazo de cinco años, pero no se mencionaba en el texto las islas y peñones de España en zona marroquí. Técnicamente, Marruecos no había adquirido ningún compromiso de paz con estos territorios, y por tanto, no había violado el acuerdo.
El CNI seguía desde hacía semanas los movimientos de asesores militares estadounidenses en el país magrebí. El número de agentes de la CIA se había multiplicado, prueba de que preparaban una respuesta a la operación Aníbal.
Duarte sujetaba las riendas del Ejército, e incluso le había llamado para felicitarle, tras el encuentro con la comisaria Malraux. Al presidente de la República le había complacido mucho que no aprovechara la visita de Malraux para despellejarle, y resistiese la presión de la emisaria europea, colocando los intereses de la nación por encima de sus diferencias personales.
Necesitaba una elevada dosis de cinismo para creer que con una palmadita en la espalda, estaba todo solucionado. Zarzuela había dado luz verde a aquella guerra, puenteando a Moncloa, pero Maeso aún tenía mucho que decir. Conocía personalmente a Khatibi y sabía que aún se podía hablar con él. A pesar de sus declaraciones emitidas para la galería, no era un fanático integrista que desease la guerra. Alguien le había empujado a dar aquel paso, y a Maeso solo le venía a la cabeza un nombre.
Bowen.
Aquel oscuro personaje había sido cesado como embajador de los Estados Unidos en España, tras el fin de la guerra civil, y la Casa Blanca se había desvinculado oficialmente de sus enredos; sin embargo, Bowen fue nombrado poco después coordinador de la CIA para el Mediterráneo occidental, un cargo que Maeso ni siquiera sabía que existiese. Para los Estados Unidos, la guerra no había terminado. Las amenazas de Bowen fueron claras: su país no se quedaría al margen del acuerdo entre los rebeldes y la República. Había invertido mucho dinero apoyando a Montoro, para irse con las manos vacías. Nadie iba ya a devolverle los préstamos concedidos a los generales golpistas y tampoco había conseguido recuperar sus bases en Morón y Rota. Tal vez Bowen no hubiese creado directamente la crisis con el Reino Unido, pero se estaba aprovechando de ella. Y en aquel movimiento estratégico de fuerzas, a los ingleses les habían adjudicado el papel de convidados de piedra.
Era bien conocido el discurso crítico del primer ministro británico respecto a los preparativos bélicos en Oriente Medio. El Reino Unido suponía que la deuda contraída en las Malvinas con Washington ya estaba pagada, y no quería ser arrastrado a nuevos conflictos. Tenía que resultar muy duro que un imperio que había dominado medio mundo recibiese órdenes de una de sus antiguas colonias. Los ingleses no querían repetir la experiencia de Irak, desempolvando el fantasma del ataque preventivo a los Estados musulmanes que amenazaban a Occidente. El petróleo se acababa, pero matar gente no solucionaría el problema.
Entre aquel cúmulo de dificultades, Maeso recibió una buena noticia. Europa cerraba su espacio aéreo tanto al Reino Unido como a España para vuelos militares. El viejo continente se mantendría neutral en la guerra y ofrecía su mediación para reconducir el conflicto a cauces civilizados. Sonrió con cierta amargura. Cuando se trataba de lavarse las manos, los europeos lo hacían con rapidez. Ojalá hubiesen adoptado la misma celeridad el día que la República pidió ayuda para acabar con Montoro.
Aquella mañana recibió una visita inesperada. No se trataba de Malraux, ni de ningún embajador. Pilar, la esposa de Duarte, quería verle.
—Sé que este no parece el mejor momento para venir —dijo ella, sentándose en el sofá del despacho—. Debes de estar ocupadísimo con todo lo que está pasando. Pero lo es, créeme. No te distraería de tus obligaciones si no lo fuese.
—No tienes que disculparte —dijo el presidente del Gobierno—. Siempre tengo tiempo para hablar con una buena amiga. Además, Duarte no me necesita en esta guerra. Él la inició, y él la dirige.
—Por eso he venido. Lo que ha hecho Marruecos puede conducirnos al desastre, Julián. Pensaba aplazar esta visita para más adelante, porque no quería darte la impresión de que quiero hacer daño a Luis, pero creo que si espero más tiempo, será tarde.
—Me han dicho que mandaste un camión de mudanzas a la Zarzuela para retirar tus cosas.
—Las noticias vuelan —asintió ella—. Luis ya no es el mismo. La rebelión de Montoro le ha cambiado. Ya no confía en nadie, ni siquiera en mí. Salvo en su amiga Laura. Ella… —se detuvo—. Perdona, no debería hablarte de eso ahora. El problema no es su jefa de prensa, es él. Cada día con Luis en la Zarzuela supone un peligro para todos.
—Lo sé, Pilar. Tu marido ha aprovechado mi dimisión para dar un golpe de mano y hacerse con el poder. Nunca pensé que sería capaz de hacer algo así.
—¿Un golpe de mano?
—Tiene un informe jurídico de la abogacía del Estado que respalda sus decisiones sobre Gibraltar, pero él sabe que su actuación es inconstitucional. Aunque yo he dimitido, soy el presidente del Gobierno hasta que las Cortes elijan a mi sustituto; él carece de atribuciones para suplantarme.
—¿Qué vas a hacer para impedirlo?
Maeso guardó silencio.
—¿No puedes hablar aquí?
—Oh, sí que puedo —sonrió él—. Cada mañana, mi gente tiene que limpiarlo todo de escuchas, pero me he acostumbrado. En la última guerra era Ledesma quien sembraba el palacio de micros; ahora es tu marido.
—Luis ya no es mi marido.
—Verás, Pilar, estoy haciendo algo para tratar de arreglar el embrollo, pero es un asunto delicado y si se descubre antes de tiempo podría fracasar.
—Quiero ayudar.
—¿Cómo?
Pilar abrió su bolso y le entregó un fajo de folios. Maeso se puso sus gafas de lectura y examinó los papeles con creciente interés.
—¿De dónde has sacado esto?
—Imagínatelo.
—Corporación Orel-Napadenie —leyó Maeso—. Participada mayoritariamente por el consorcio ruso de energía. Su negocio es el ramo de Defensa.
—Y tiene un único cliente: el Kremlin.
—Esto es muy difícil de creer. Conozco a Duarte. Su anticolonialismo es sincero y sólido hasta la tozudez.
—Como ya te he dicho, ha cambiado.
—Sí, eso ya lo sé, pero… —Maeso seguía leyendo—. Aquí dice que se han recalificado terrenos para construir un complejo aeronaval de uso privado, en la isla de Menorca.
—Orel-Napadenie es una pantalla, tras la que se esconde el gobierno ruso. Ha disfrazado la operación como una cesión de terrenos para uso privado. En Menorca, muchas urbanizaciones se han quedado desiertas o a medio construir a causa de la crisis, y la guerra ha espantado al turismo. Las autoridades locales aceptaron de buen grado una inyección de capital extranjero, para revitalizar la economía.
—Una base militar en Menorca. Echamos a los ingleses de Gibraltar y dejamos que los rusos monten una colonia en las Baleares.
—En la página ocho dice que se trata de una concesión administrativa por cincuenta años. Con todas las críticas que Luis lanzó a los americanos, y permite el asentamiento en secreto de una base rusa en España.
—Este sería el precio a pagar por el apoyo del Kremlin a la reconquista de Gibraltar. O parte de él.
—Así es, Julián. Luis y Cuello discutieron mucho sobre este punto; Rusia pedía también una base en Andalucía, pero Luis se negó y se aparcó el tema, aunque eso no significa que los rusos renuncien a ello.
—No me extrañaría que Cuello hubiese hecho planes contando con quitarse a Luis de encima.
—Sí, yo también pensé lo mismo.
—Has estado espiándolo.
—Una se entera de cosas sin pretenderlo, y lo que no voy a hacer es taparme los oídos.
—Cuello nunca me gustó. La verdad, esta jugada no me sorprende.
—¿Crees que la información puede serte útil?
—Mucho. Mostrará a los ciudadanos el verdadero rostro de su jefe del Estado. Valiente hipócrita.
—Bien —ella se cruzó de brazos, esperando.
—¿Qué?
—Quiero saber qué tramas. Quid pro quo.
—No creo que te interese que te incluyamos en nuestros planes. Te perjudicaría. Duarte te destruiría con su artillería pesada.
—No te pido que me incluyas en tu equipo, ni aspiro a ningún cargo público; lo único que deseo es ayudar a mi país. Y el mejor servicio que puedo prestarle en este momento es contribuir a que Luis deje la política. El poder le ha envenenado, ha alejado de su lado a todos los que le importaban. Él temía que tú lo traicionases, por eso te hizo la vida imposible; su carrera política declinaba; en cambio, tú te sacudías el polvo del camino y seguías adelante.
—Está bien —Maeso se encogió de hombros, resignado—. Recabo apoyos dentro y fuera del partido para tumbar a Cuello en la votación de investidura. Si la operación prospera, nuestro siguiente paso será la moción de censura de Duarte y elegir a un nuevo presidente de la República. El material que me has dado ayudará a convencer a los indecisos. Por cierto, Sajardo forma parte del plan.
—No me importa. Fue inteligente y abandonó el partido cuando Luis comenzó a hacerse insoportable.
—Bueno, yo no tengo intención de abandonar el partido socialista.
—Seguro que la idea te ha rondado por la cabeza.
—Tal vez, hasta que me di cuenta de que los partidos están por encima de sus líderes. Ellos no son nuestros jefes, sino los ciudadanos. Duarte ha olvidado que nuestro poder es vicario y que no tenemos derecho a jugar con el pueblo, el único titular de la soberanía.
—Gracias por recibirme —ella se levantó—. Tengo que irme; ya te he entretenido demasiado por hoy.
—Vuelve cuando quieras, Pilar; esta es tu casa. Por lo menos, hasta la votación de investidura —hizo una mueca.
El secretario de Maeso aguardaba al otro lado de la puerta, para notificarle que había llegado a Moncloa el representante del Frente Polisario, tal como acordaron.
Maeso acompañó a Pilar hasta la salida del palacio, y llamó al servicio de seguridad, para que le proporcionasen escolta permanente. Sabía que Duarte tenía ojos dentro del complejo, y que aquella visita podría tener consecuencias para ella. Pero mientras él siguiese como presidente del Gobierno, Duarte no la tocaría.
Lo que sucediese después no podía saberlo.
Manuel Sajardo llegó al pabellón donde estaba enterrada su esposa Raquel, en el cementerio de la Almudena. Aquel día se cumplían siete meses desde su asesinato y había ido a limpiar la lápida y cambiarle las flores. Cada mañana, al despertarse, buscaba en la cama el cuerpo de su esposa y no lo encontraba. La imagen de su cabeza reventada de un balazo cobarde poblaba sus pesadillas desde entonces. Raquel lo había sido todo en su vida; ella le pidió que abandonasen Madrid y su amigo Maeso le advirtió de que corría un serio peligro, pero él no escuchó a nadie. Había perdido lo que más le importaba en su vida y jamás se recobraría por completo. Podía haberla acompañado a Huelva, para estar con la familia, como era su deseo, pero no, él tuvo que mostrar su tozudez, despreciar todas las advertencias de peligro. Y como resultado, Raquel estaba pudriéndose en su ataúd, archivada en un cajón de aquel gigantesco almacén de cadáveres, que algún día también le archivaría a él.
No sabía por qué continuaba en la política. Quizá no quería dar a sus enemigos la satisfacción de ver cómo se derrumbaba. Le habían quitado lo que más quería, pero no podrían arrebatarle sus ideas, los valores por lo que había luchado. Resistiría, no tenía otra opción. Tal vez ese fuera el sentido de la vida, sobreponerse a las adversidades y aprender algo durante el proceso. Aprendió con dolor que nada hay más importante que tus seres queridos, y que por encima del egoísmo, están aquellos que te importan. Pero esa lección llegaba tarde, no le devolvería la vida a Raquel y solo le hacía sentirse más culpable.
Sin embargo, había muchas más personas en el mundo que necesitaban su ayuda. Él había entrado en la política por eso, porque creía que las cosas podían cambiarse, para combatir las injusticias y conseguir una sociedad donde los ricos no impusiesen sus reglas, amparados en las empresas, los separatismos o las oligarquías. Si la sociedad no podía proteger a los débiles, entonces la política no servía para nada. Duarte nunca entendió eso; vivía obsesionado con mantenerse en el poder, a costa de olvidar sus ideales, aquéllos por lo que entró en el partido socialista y que hubieran dado sentido a su trabajo. El referente de sus actos ya no era el pueblo, sino él mismo. Cuando un dirigente se olvida de los ciudadanos, se convierte en un problema para la sociedad.
El dolor no se diluye causando más dolor, una guerra no se olvida con otra guerra. La gente tenía derecho a seguir con sus vidas en paz. Qué importaban ya los norteamericanos, sus malditas bases militares o la OTAN; no habían sido un país soberano y nunca lo serían; vivían en una economía global, otros tomaban decisiones a miles de kilómetros de distancia que les afectaban directamente, y no era un problema exclusivo de España. No se puede circular por la autopista sin pagar un peaje, pero Duarte no lo entendió, se negó a pagarlo sin pensar en las consecuencias. Era un estúpido.
Cogió una escalera y subió hacia la tercera fila de nichos. Con un paño mojado limpió el polvo de la lápida y reemplazó las flores naturales por otras sintéticas. Apenas se notaba la diferencia.
Sonrió con pesar. Era contradictorio no ser creyente y seguir atrapado en aquel ritual funerario, heredado de su educación católica. Aquel nicho ya no contenía a su mujer, sino a una cosa, un montón de huesos y carne en descomposición. Sin embargo, ella seguía viva de algún modo, recreada virtualmente en sus sueños. Lamentablemente, la mayor parte de esas imágenes eran terribles, evocaban el instante trágico de su muerte, y tendría que pasar mucho tiempo hasta que las pesadillas remitiesen.
—Perdón, ¿he llegado antes de la hora?
Al pie de la escalera se encontraba Pedro Saldaña, el líder de Unidad Nacional.
—Disculpa, me he entretenido un poco —Sajardo recogió el ramo mustio y bajó de la escalera.
—Tómate el tiempo que necesites. Volveré dentro de media hora; yo también tengo parientes aquí, a los que llevo tiempo sin visitar.
—Ya he terminado.
—Entonces, paseemos un poco.
Caminaron durante unos minutos, hablando de asuntos banales para romper el hielo. Saldaña parecía honesto en sus esfuerzos por renovar la derecha desde dentro, liberándola de elementos involucionistas; aunque sus últimas declaraciones públicas discrepaban de sus actos.
—Hubiera preferido hablar directamente con Maeso —reconoció Saldaña—, pero después de lo que le hice, no me tomaría en serio.
—Explícate.
—Acepté entrar en un gobierno de coalición; habíamos cerrado el pacto, pero me obligaron a echar marcha atrás.
—¿Quién? ¿Tu partido?
Saldaña negó con la cabeza.
—¿Quién? —repitió Sajardo.
—Eso ya no tiene importancia.
—Tendrás que poner tus cartas boca arriba si quieres que de esta conversación salga algo en claro.
—Yo no tuve nada que ver con lo que sucedió durante la guerra.
—No te estoy recriminando nada.
—Está bien —suspiró Saldaña—. Bowen me hizo una visita. Me instó a que no llegase a ningún trato con el gobierno socialista, entre otras peticiones. Me negué, pero encontró el modo de chantajearme. Tuve que dar marcha atrás.
—Sin embargo, estás aquí.
—Ocurrió algo que me hizo replantearme todo. Mira, esto es muy embarazoso para mí… bueno, de todas formas, voy a hacer una declaración pública, así que te lo contaré: tengo un amante.
—¿Qué importancia tiene eso, Pedro?
—No me has escuchado bien. Un amante. Un hombre.
—Estamos en el siglo XXI. Sigo sin ver dónde está el problema.
—Me grabaron con cámara oculta en una habitación del hotel, con mi amigo. Me amenazaron con difundir las imágenes si no colaboraba.
—Entiendo.
—Cedí a las amenazas, y comuniqué a Maeso mi rechazo a un gobierno de coalición, a menos que aceptase una serie de exigencias que sabía que no admitiría. Soy un cobarde, Manolo.
—Y supongo que estás aquí porque has recapacitado.
—Mi amigo intentó suicidarse. No soportaba mirarse al espejo después de haberme traicionado.
—¿Él fue quien llevó la cámara a la habitación del hotel?
—Sí. He estado a punto de perderle. No debería haber ocultado mi relación con él, empecé a mentir y al final, las mentiras acabaron mordiéndome el culo. No puedo seguir fingiendo; ya se lo he contado a mi mujer y lo he hablado con el comité nacional del partido. Mis compañeros se lo han tomado bastante bien; algunos de ellos ni siquiera demostraron sorpresa. Creo que ya lo sospechaban.
—¿Y tu esposa? ¿Cómo se lo ha tomado?
—Bastante mal. Me he trasladado a vivir a un apartamento que tengo en el paseo del Prado, hasta que la cosa se enfríe. No sé si acabará perdonándome algún día. Para una mujer, descubrir que su marido le es infiel con otro hombre multiplica el engaño por dos.
—Me alegra que estés siendo sincero —dijo Sajardo—. Los dirigentes que te precedieron no lo fueron. Jugaron muy sucio conmigo durante la guerra.
—Sí, estoy enterado de lo que te hizo el general Carmona.
—Con la colaboración de los dos ministros de Unidad Nacional en el Gobierno de Sevilla.
—La guerra sacó lo peor de nosotros a flote. Aparté a esas dos personas de sus cargos en el partido, tras ser elegido; ahora son meros militantes de base.
—Un gesto que te agradezco.
—Tenemos que recomponer los puentes en bien de España, Manolo. El camino es difícil, pero no hay alternativa.
—Hay que echar a Duarte de la Zarzuela —dijo Sajardo.
—Cuenta conmigo.
—La operación no puede prosperar en el Congreso sin una mayoría holgada. Necesitaremos el apoyo de diputados socialistas y de la oposición. El primer paso para destituirlo será evitar que Cuello, su candidato a la Moncloa, supere la votación de investidura.
—El problema no está en echar a Duarte, sino en elegir a un sucesor. Será complicado ponernos de acuerdo en eso.
—La situación del país es crítica y más peligrosa que la vivida durante la guerra civil. Se han abierto dos graves focos de tensión con el Reino Unido y con Marruecos, y empeorarán a cada día que pase. Si no nos mantenemos unidos, España podría ser invadida por el sur.
—Tienes muy poca confianza en nuestras fuerzas armadas.
—El Reino Unido planea un contraataque aéreo masivo. Tengo contactos en el Ejército, y sé que todas nuestras bases están en alerta. Los aviones de la RAF pueden llegar en cualquier momento, y nuestra aviación está en inferioridad numérica. Además, todavía no sabemos qué papel juegan los Estados Unidos en todo esto; pero si Bowen sigue en España, conspirando entre bastidores, podemos imaginar lo peor.
—¿Por ejemplo?
—Que seamos derrotados y troceen España en varias repúblicas. Ya aplicaron algo así con Serbia y Kosovo. Los separatistas están callados porque tienen miedo, pero cuando las Cortes se renueven y los nacionalistas sean relegados al Senado, las espadas volverán a alzarse.
—Tú y yo no podemos detener el ataque de la RAF.
—Podemos evitar lo que vendrá después. Estoy muy preocupado con todo esto, Pedro. No sé cómo Duarte se ha atrevido a entrar en Gibraltar a las bravas.
—Hemos pasado una guerra, y los sucesos traumáticos pueden transformar a las personas. En ocasiones, esos cambios son positivos.
—No es el caso de Duarte.
—Lo sé; no lo estaba justificando, solo explicándote lo que le ha sucedido. Reuniré a la ejecutiva de Unidad Nacional hoy mismo. Será fácil convencerles para que voten en contra de Duarte y su candidato. Ponernos de acuerdo en lo demás será más complicado.
—Podemos recuperar la idea de un gobierno de concentración, Pedro. La propuesta de Maeso me sigue pareciendo la mejor opción para superar esta crisis.
—Bowen sacará a la luz esas grabaciones y será mi final. No quiero hacer daño a mi partido.
—Entonces, busca alguien a quien Bowen no pueda tocar, y que pueda ser aceptado por los socialistas. Alguien no implicado en la última guerra.
Lo primero que hizo Javier Valero al llegar a la redacción fue asomarse por el despacho de Martín, por si se había reintegrado a su puesto. Su jefe llegaba siempre media hora antes que el resto del personal y se iba el último. No estaba. Nadie sabía de su paradero desde hacía varios días, y la dirección del periódico ya buscaba un sustituto para el cargo.
Javier entró a su propio despacho y encendió el ordenador. Repasó las noticias de los principales periódicos y consultó su correo electrónico, apartando a Martín de su mente.
Rememoró la última noche de sexo que había pasado con Celia. Le daban cierto temor las actividades en que estaba implicada, su afición por escudriñar a los demás a través de la red, o sus amistades con grupos revolucionarios de izquierda, pero a la vez le atraía ese tipo de mujeres. Joana también había vivido en la cuerda floja, adentrándose en territorios peligrosos, aunque lamentablemente había pagado su audacia con creces. Ambas habían puesto en riesgo su vida porque creían en ideales superiores a ellas, tenían una valentía rayana en la temeridad que él envidiaba; eran la clase de personas que a él le habría gustado ser. No les importaba lo que pudiera sucederles porque no se tomaban en serio la muerte.
Celia, además, era más joven que Joana. Su cuerpo poseía más energía y la pasada noche le había dejado extenuado en la cama, haciéndole sentirse un carcamal. Pero un carcamal feliz por estar a su lado. Ella imprimía un tono vital a sus actos y no albergaba dudas acerca de las consecuencias. No temía al futuro, no pensaba que en él viviría el resto de su vida, porque no sabía cuánto duraría, ni si la disfrutaría como ella deseaba. Amaba el presente, paladeando el día a día de la manera que había elegido. Javier deseaba contagiarse de esa fuerza que la hacía funcionar, de su ingenua visión de un mundo que podía cambiarse. Estar a su lado le rejuvenecía.
Una mujer llamaba a su puerta, y no era Celia.
—Disculpe, ¿Javier Valero?
—¿Quién quiere saberlo?
—Julia Esparcia —la visitante le exhibió la placa y su carné profesional de inspectora jefe de la policía nacional—. Estoy adscrita a presidencia del Gobierno, en labores de información.
Javier se preguntó a qué vendría aquella aclaración no solicitada, pero no auguraba nada bueno. Presentía que el ministro Cuello había descubierto que Celia y él preparaban un reportaje sobre sus negocios con la mafia rusa, y había enviado a la inspectora para que se encargara de él. Tras haber untado a Martín, la policía volvía para no dejar cabos sueltos.
La mujer no debía percibir que estaba nervioso; puede que no tuviera información suficiente para llevárselo detenido, pero si se mostraba dubitativo, estaría a su merced.
—Investigamos al ministro de Comunicación por su implicación en una trama de comisiones ilegales —dijo la inspectora—. A través de Martín, supimos que dos periodistas de este diario preparaban un reportaje sobre los negocios de Cuello.
—Suponiendo que eso sea cierto, el secreto profesional me impide revelarle cualquier detalle.
—No tiene usted nada que temer, Javier. ¿Puedo llamarle así?
—Como quiera.
—Trabajo a las órdenes directas del presidente del Gobierno.
—Que ha dimitido.
—Sigue en funciones hasta que las Cortes elijan a su sucesor. Lo que quizá no sepa es que uno de los motivos de su dimisión fue la negativa de Duarte a refrendar el cese del ministro Cuello.
—Los motivos personales de Maeso no me incumben, inspectora.
—Yo diría que sí, dado que el centro de su investigación es Cuello.
—No voy a negar ni afirmar eso.
—Relájese, Javier, no tenemos nada contra usted. Estoy aquí porque necesitamos su colaboración para impedir que Cuello sea investido presidente del Gobierno. No podemos permitir que un delincuente llegue a la Moncloa, pero entienda que no tenemos mucho tiempo. La información que ha recopilado nos será de gran utilidad para evitar su investidura.
—Usted podría ser una agente encubierta de Cuello, que ha venido aquí a tirarme de la lengua.
—Podría, sí. Pero si lo fuera, no necesitaría darle ninguna explicación. La ley de defensa de la República nos da poderes para detenerle de inmediato y registrar la redacción, y también su casa y la de su compañera Celia, si se me antoja.
Un sudor frío recorrió la espina dorsal del periodista.
—Martín iba a facilitarme la documentación del caso, pero no acudió a la cita, y tampoco responde a mis llamadas. He preguntado a sus compañeros y nadie sabe dónde está. Su desaparición es muy sospechosa.
Javier abrió una carpeta encriptada de su ordenador, e imprimió el extracto bancario de la cuenta de Martín, que Celia le había dado.
—Ahí tiene la causa de su desaparición —Javier señaló la impresora, sin levantarse de su asiento.
La inspectora examinó el papel y luego le dirigió una mirada de duda:
—¿Sugiere que Martín fue sobornado para que mantuviese la boca cerrada?
—Yo no sugiero nada. Hay una relación evidente entre el ingreso de cien mil euros en su cuenta y su desaparición.
—¿Cómo ha conseguido este extracto?
—Secreto profesional.
—Me lo quedaré, si no le importa.
—Claro. He sacado la copia para usted.
—Aunque esto explicase la ausencia de Martín, lo que investigaré, no altera el propósito de mi visita. Necesito que confíe en nosotros y me entregue toda la documentación de su reportaje.
—Tendría que consultarlo con mi compañera. Ella es coautora al cincuenta por ciento, y sin su autorización no puedo darle nada.
—No se deje influenciar, Javier. Su historial profesional es intachable; usted es un periodista comprometido con la búsqueda de la verdad, siempre lo ha sido y seguro que lo seguirá siendo, pero su actual colaboradora no le conviene.
—Celia tiene su propio método, que no voy a cuestionar, pero es una periodista honesta.
—Conocemos las simpatías de su compañera con células de extrema izquierda que operan en Madrid.
—¿Qué?
—No finja sorpresa. Desde que terminó la guerra civil, Madrid se ha convertido en la ciudad más insegura de Europa. Es raro el día que no encontramos cadáveres en las cunetas, o desaparece gente. Vivimos en un Estado de Derecho y no podemos consentir que los radicales actúen impunemente en nuestro país.
—Lo del Estado de Derecho es muy opinable, inspectora. La ley de amnistía ha garantizado la impunidad de los asesinos que masacraron a civiles durante la guerra.
—Sí. Sabemos que Celia perdió a sus padres durante el asedio de Almansa, y ese sería un motivo para que sintiese simpatía por esos grupos que pretenden tomarse la justicia por su mano.
—No voy a dejarla al margen —zanjó Javier—. Confío plenamente en ella y decidiremos juntos.
—Está bien —la inspectora le dejó su tarjeta—. Llámeme en cuanto haya consultado con ella.
—Lo haré.
—¿Puede darme su número de móvil? Necesitaré estar en contacto con usted.
Javier se lo entregó, de mala gana. Tendría que comprar otro nuevo; si Julia no era quien decía ser, podría saber en qué lugar se hallaba en cada momento a través de la red de satélites.
Pero como ella había dicho, podría haberle incautado el ordenador y registrado su piso, invocando la legislación de excepción aprobada al acabar la guerra civil. Si fuese una agente de Cuello, no le daría tiempo a ocultar pruebas.
Celia no apareció por la redacción hasta media mañana. Había tenido que realizar una entrevista para la sección de Cultura, en sustitución de un compañero que seguía de permiso. Javier la hizo pasar al despacho, informándole de la visita de la inspectora.
Su amiga parecía esperar la presencia de la policía en el periódico y no mostró excesiva sorpresa, pero en cuanto él le comentó que había facilitado una copia del extracto bancario de Martín, comenzó a mostrar su agitación.
—¿Por qué lo has hecho?
—Bueno, pensé que…
—Tú mismo le dijiste que no le darías nada hasta haberlo consultado conmigo.
—No creo que sea una agente de Cuello.
—Eso no lo sabes.
—Si lo fuera, ahora mismo los dos estaríamos en un calabozo.
—Quiere que nos traguemos su historia para que les demos voluntariamente todos los datos. Si nos obliga a la fuerza, siempre podríamos ocultar algo.
—Dice que trabaja a las órdenes directas del presidente del Gobierno. Si es verdad y no colaboramos, Cuello será el próximo inquilino de la Moncloa. ¿Es eso lo que quieres?
—Se puede obtener mucho más de una persona a través del engaño que con la fuerza bruta —insistía tercamente ella.
—No desconfíes por sistema de la gente, Celia.
—Tal como están las cosas en España, eso es lo que nos mantiene vivos —ella se cruzó de brazos—. Bien, ¿qué vas a hacer?
—Tú eres mi colaboradora en la investigación. No voy a dejar tu opinión al margen.
—Gracias —Celia le besó—. Has hecho lo correcto.
Él no estaba tan seguro, y esperaba de corazón que su amiga no se equivocase. Porque en caso contrario, ambos iban a lamentarlo muy pronto.
Los sistemas de alerta temprana gallegos captaron la aproximación de formaciones de aviones militares procedentes del Reino Unido. El general Souto, que comandaba las fuerzas del ejército español, había trasladado su cuartel general a Madrid, donde se hallaba reunido con el Estado Mayor del Aire, para enfrentar la respuesta inglesa a la ocupación de Gibraltar.
La Unión Europea había cerrado su espacio aéreo a cualquier vuelo militar de los países beligerantes. También se había prohibido a la OTAN el uso de sus bases en suelo europeo para operaciones relacionadas con el conflicto, una decisión que había levantado fuerte controversia en el seno de la Alianza, ya que Estados Unidos y el Reino Unido sostenían que la OTAN no precisaba autorización de la Unión para usar las fuerzas estacionadas en dichas bases, en el caso de que la paz y estabilidad occidental estuviesen amenazadas.
La inacción de los europeos durante la última guerra española se había convertido en hoja de doble filo. Europa no quería verse implicada en guerras y se desentendía del conflicto, alegando que la OTAN era una organización militar que preservaba la seguridad de occidente frente a agresiones externas, pero no para apoyar a un Estado miembro frente a otro. Esa posición pasiva favorecía a España, aunque también la perjudicaba, pues para hacer frente a los aviones de la RAF, los escuadrones de la República no podrían cruzar el cielo de Portugal. Previsoramente, Souto había desplazado gran parte de la fuerza aérea a las bases de Galicia y Cantabria, dejando la retaguardia en Madrid y colocando el resto en el sur, para proteger Gibraltar, así como Ceuta y Melilla.
La República no había decidido aún una respuesta a la invasión marroquí de las islas Chafarinas, Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera; eran posesiones de escaso interés estratégico para España, aunque eso no equivalía a admitir que renunciase a ellas. Por mucho menos, España estuvo a punto de entrar en guerra con Marruecos en 2002, durante la crisis de Perejil. La situación actual, sin embargo, era más complicada. Antes de la rebelión militar, Duarte concedió a Marruecos la soberanía compartida de Ceuta y Melilla. Tras la ocupación de estas plazas por Montoro, la República tuvo que dar marcha atrás, pero Marruecos seguía reivindicando aquel acuerdo y ahora aprovechaba la recuperación española de Gibraltar para insistir en sus reclamaciones.
En mitad de aquel peligroso escenario, Souto tenía que hacer frente a los escuadrones británicos, dispuestos a asestar un primer golpe mientras la Royal Navy se concentraba en los puertos del sur de Inglaterra, pertrechándose antes de zarpar.
El tráfico aéreo civil había sido suspendido en buena parte de España, principalmente en Galicia, la cornisa cantábrica y Andalucía. Muchos vuelos de Madrid habían sido desviados a Valencia y Barcelona, para no entorpecer el flujo de aviones militares que cruzarían el espacio aéreo español durante la batalla. El Ejército, con la aprobación de Zarzuela, había organizado un dispositivo de emergencia en los hospitales para atender a los heridos que causasen los bombardeos ingleses; los hospitales habían dado de alta a todos los pacientes cuya situación no fuese crítica, y en los quirófanos solo se atendían operaciones urgentes de extrema gravedad.
Souto se concentró en una pantalla mural que recogía imágenes de la avanzadilla española, en rumbo de intercepción hacia los cazas de la RAF, que se desviaban hacia el oeste para evitar cruzar la península. El líder español del escuadrón les advirtió por radio de que la aproximación se consideraba un acto de guerra, y que diesen media vuelta o abrirían fuego.
La advertencia tuvo que ser repetida más de cuatro veces, hasta que un comandante de la RAF contestó que sobrevolaban aguas internacionales y que España no tenía jurisdicción allí.
El líder del escuadrón español solicitó instrucciones para proceder.
Souto transmitió las órdenes oportunas a la cadena de mando, para que la operación defensiva diese inicio. Una formación de submarinos españoles, que navegaba en aguas del Atlántico, cerca de las costas de Pontevedra, recibió luz verde para el lanzamiento de misiles crucero. Resultaba extremadamente complicado acertar a un blanco en vuelo, con una trayectoria que el piloto podía modificar fácilmente. Solo una sofisticada tecnología de posicionamiento por satélite podía identificar cada blanco, fijarlo en la memoria del misil y seguir sus movimientos hasta que el combustible se agotase o el piloto cayese agotado.
Las guerras modernas no se ganaban por una mera cuestión numérica, sino en las mesa de diseño. Una división entera podía ser destruida con unas pocas bombas termobáricas disparadas desde mil kilómetros de distancia. La RAF estaba sobredimensionada, arrastraba la inercia de la última gran guerra europea, donde tuvo que multiplicar sus efectivos para dominar en el aire a la aviación nazi. Sin embargo, dispositivos de pulso electromagnético empleados contra una formación podrían incapacitar sus circuitos electrónicos y hacer caer los aviones al mar, antes de que lanzasen un solo tiro. Era una posibilidad aterradora, porque si Rusia les había cedido esa tecnología, los ingleses también debían disponer de ella gracias a Washington; y si se empleaba de forma intensiva, Souto se quedaría sin aviación durante las primeras fases del conflicto.
Se trataba de un arma de último recurso, que tenía en su arsenal. Se había armado a aviones de gran tamaño con generadores de pulso magnético, capaces de traspasar el blindaje con el que el Ejército protegía a sus equipos electrónicos. También se habían adiestrado a varios comandos en guerrilla urbana, para colocar emisores de pulso dentro de varias ciudades inglesas. Debido a la enorme energía que consumían, se precisaba la conexión a la red eléctrica de una población para emitir el pulso incapacitante. Si, en lugar de la superficie, se utilizaban en la atmósfera sobre zonas pobladas, podían sumir en la oscuridad a regiones enteras. Souto los llamaba escuadrones del día del juicio. Sabía que Israel mantenía aviones en vuelo constante, con armas de destrucción masiva que lanzaría contra el enemigo si su país era destruido por un ataque sorpresa de sus enemigos árabes. Los escuadrones del día del juicio mantenían una amenaza constante en el cielo, advertían a sus enemigos de la presencia de una espada de Damocles que no dejaría impune la llegada del Apocalipsis.
No entraba en los planes de Souto utilizar armas nucleares, pero sabía que los generadores de pulso magnético tenían un efecto equivalente sobre las infraestructuras, aunque no producían radiactividad ni provocaban un hongo de polvo y fuego. No habría cráteres ni víctimas civiles, al menos inmediatas, pero su potencial destructivo podía hacer retroceder a un país a la edad de piedra.
Rezó para que, pasase lo que pasase, sus escuadrones del día del juicio jamás tuvieran que abandonar la pista de despegue.
Existía además una artimaña para combatir a la RAF sin tener que usar ese tipo de armas; los estadounidenses la habían empleado durante la guerra civil contra el ejército catalán y Souto pretendía devolver el golpe con creces.
Los dispositivos desplegados por Rusia en el Atlántico incluían buques y aviones de interferencia electrónica, que podían anular el control de un caza e incapacitarlo para el vuelo. Entre estos sistemas se encontraban virus informáticos, ataques para saturar las líneas de comunicación del piloto y sobrecargas en la aviónica del aparato. Gracias a los servicios de inteligencia del SVR en el Reino Unido, y a la ayuda interesada de un coronel inglés que les había vendido información, se conocían al detalle los equipos que usaban los cazas británicos, incluidas las claves de comunicación con el alto mando. Informáticos rusos y españoles habían trabajado intensivamente en los últimos meses, para delinear una táctica ofensiva que compensase la inferioridad numérica de la aviación española, y demostrase a Londres que su época colonial en Occidente había llegado a su fin.
Los cazas de vanguardia de la RAF abrieron fuego contra la avanzadilla española. Un Eurofighter de la República fue alcanzado por un proyectil enemigo y estalló en llamas. La batalla empezaba mal. El líder del escuadrón dispuso un despliegue en abanico, para atacar a los ingleses desde los flancos, pero antes de que pudieran responder a la agresión, un segundo Eurofighter fue alcanzado. Mientras surgía un denso penacho de humo de la cola, el piloto conservó el control del aparato lo suficiente para situar el caza en rumbo de colisión contra la formación inglesa. El aparato hizo explosión, llevándose por delante a un caza enemigo y dañando seriamente a otro, cuyo piloto se vio forzado a eyectarse de la cabina.
Las medidas de guerra electrónica no surtían el efecto deseado. Los escuadrones ingleses seguían avanzando por el Atlántico, bordeando la costa portuguesa, con ocasionales bajas causadas por la defensa española, pero los aviones no quedaban fuera de control dando vueltas en el aire, como Souto esperaba. Algo se les había escapado, la información obtenida por el SVR no había sido lo bastante buena para obtener resultado tangibles.
Afortunadamente, los misiles crucero resultaron ser más efectivos, y comenzaron a cobrarse piezas conforme la RAF rodeaba el cabo de San Vicente y entraba en el golfo de Cádiz. Allí, la Armada y la aviación española habían concentrado una segunda línea de defensa, para mermar a la aviación extranjera antes de que llegase a Gibraltar.
El enemigo dividió sus fuerzas en tres formaciones; una de ellas se desvió hacia Rota y comenzó a descargar una lluvia de misiles de precisión sobre las instalaciones de la base aeronaval. Dos bombarderos británicos, escoltados por una escuadrilla de cazas, siguieron rumbo a Sevilla para atacar la estratégica base de Morón. El resto de la fuerza ofensiva siguió hasta Gibraltar y atacó intensivamente las instalaciones portuarias y el aeropuerto. La República había sacado todos sus buques de la Roca, para evitar que los ingleses los hundieran, y confiaba en los submarinos y la artillería antiaérea para repeler a la RAF.
Tras destruir los muelles y la torre de control, los ingleses se dedicaron a bombardeos de precisión sobre las instalaciones militares que suponían había ocupado la República. Con las tropas de tierra y los blindados a buen recaudo, lo único que la RAF consiguió fue dañar edificios civiles e infraestructuras básicas para sus propios habitantes. No era una táctica muy inteligente. Sin infantería, el Reino Unido sabía que no podría recuperar el control del peñón, y cuanto más tardase en enviarla, más elevadas serían las pérdidas.
Souto examinó el campo de batalla y calculó el tiempo que el enemigo podría seguir bombardeando antes de quedarse sin combustible. Dos aviones cisterna de repostaje en vuelo habían sido destruidos por la República, y el resto estaban siendo sometidos a acoso intensivo, para evitar que se acercasen al Estrecho. A menos que Estados Unidos interviniese en el último momento en ayuda de su aliado, el Reino Unido iba a verse en serios aprietos para sacar sus aviones de allí de vuelta a casa.
El satélite mostraba el regreso de los bombarderos de la RAF que habían castigado Morón. Souto contempló con sorpresa que no se dirigían a Gibraltar.
Se replegaban a Marruecos.