—«… Como jefe del Estado, no puedo quedar impasible ante la agresión del Reino Unido, que bloqueó la ayuda europea para combatir al ejército rebelde en Andalucía y ahora permite que el peñón sea utilizado por grupos terroristas para desestabilizar nuestra democracia. Hemos sido pacientes, pero no toleraremos más provocaciones. El asesinato de dos guardias civiles por parte de la Royal Navy ha sido la última afrenta que soportaremos. Haremos respetar nuestra dignidad del único modo que los colonialistas entienden.
»Éste es un momento histórico que requerirá sacrificios. Soy consciente de que hemos vivido tiempos difíciles; pero un país que no es dueño de su tierra no es un país libre. Si dejamos que otros nos dicten las reglas, seremos sus rehenes para siempre.
»En mi calidad de comandante de las fuerzas armadas, he ordenado al Estado Mayor la recuperación de Gibraltar, un enclave anacrónico sostenido gracias al dinero negro. El peñón nos fue arrebatado en el curso de una terrible guerra civil; entonces, como ahora, potencias hostiles conspiraron contra nosotros para dividirnos y sacar ventaja. Les demostraremos que somos dueños de nuestro destino, y como pueblo libre, no aceptaremos más colonias en nuestro territorio.
»Ciudadanos, Gibraltar vuelve a ser español».
El cámara dejó de grabar. Los focos montados en la sala de prensa de la Zarzuela se apagaron, y Laura se acercó para darle a Duarte un afectuoso beso. El presidente de la República le correspondió con una sonrisa forzada; la mayor parte del texto lo había escrito ella, imitando con fidelidad el estilo empleado por él en alocuciones anteriores. Se podría decir que esas palabras eran suyas, aunque apenas hubiese añadido un par.
Pero esta vez, Duarte no estaba convencido de lo que decía. Además, Pilar no se hallaba a su lado.
Deseaba poder compartir aquellos instantes con la mujer que lo había significado todo para él. En el momento del triunfo, quería sentirse arropado por su presencia y escuchar sus palabras de aliento. Duarte, como cualquier ser humano, necesitaba sentirse querido por quienes le rodeaban.
Tenía a Laura con él, era más joven y guapa, pero carecía de la inteligencia de Pilar. Laura era ambiciosa y buscaba el camino del éxito. Le recordaba poderosamente a él, con veinte años menos. Se preguntó si estaba a su lado porque lo quería, o para medrar en política. Sabía que era nefasto rodearse de una corte de aduladores, porque le impedían tomar consciencia de los errores. Para Laura, él era un genio, y ojalá fuera verdad. Pero no.
Veía muchos puntos oscuros en la operación de Gibraltar. Un agente del CNI había sacado información de la Roca que incriminaba a los ingleses, poco antes de que dos guardias civiles fueran ametrallados frente a las aguas del puerto. ¿Coincidencia? Duarte había pedido entrevistarse personalmente con ese agente, para conocer de primera mano lo sucedido, pero el superior de aquél alegó que se encontraba en una misión de alto riesgo y no podían comprometer su identidad.
Se suponía que el agente viajó a Gibraltar para colaborar con los guardias en una investigación sobre el GARRE, pero Duarte llevaba el tiempo suficiente en política para notar que aquello parecía un escenario prefabricado, y que le habían ofrecido exactamente lo que él quería para rematar su política descolonizadora, iniciada sobre las bases militares americanas en España, continuada después sobre Ceuta y Melilla —aunque el levantamiento de Montoro le forzó a apartar ese tema para más adelante— y culminada ahora en Gibraltar. La presencia anglosajona en aguas del estrecho había tocado a su fin; eso favorecía a Duarte, pero también a Rusia, principal aliado de la República. No había que ser un genio para darse cuenta, desgraciadamente.
Desvió la mirada hacia el ventanal. Un camión de mudanzas acababa de cruzar la verja de acceso. El día anterior había llamado a Pilar para pedirle perdón y prometerle que si regresaba, despediría a Laura. La respuesta de su esposa estaba allí fuera. Qué irónico, acababa de leer un discurso que haría historia y su mente estaba centrada en tres tipos de mono azul que acarreaban la mesa de escritorio de Pilar por la escalinata del palacio.
—He recibido el informe que encargaste al servicio jurídico —dijo Laura—. La abogacía del Estado avala la constitucionalidad de las decisiones que has tomado.
—Lo sé —dijo Duarte—. Nadie va a ponerse del lado de Maeso, ahora que ha dimitido.
—¿Entonces, por qué pones esa cara? Deberías estar contento —Laura siguió el curso de la mirada de Duarte, perdida en los jardines del palacio—. Les diré a los de la mudanza que vengan otro día. En estos momentos, no puedes permitirte distracciones.
—Déjalo. Que Pilar se lleve lo que quiera.
—¿Y tiene que ser precisamente hoy?
—Es un día como cualquier otro.
—No lo es. Y tu esposa quiere amargártelo.
—Ella no sabía que…
—¿Estás seguro?
—Claro.
—Has confiado demasiado en ella.
—Es mi esposa, maldita sea.
—Ya no. Podría hacerte mucho daño si se lo propusiera.
—Laura, deja de considerarla una amenaza. Se ha ido, y no creo que vuelva.
—No es una amenaza para mí, pero sí para ti, y eso me preocupa. Tus enemigos utilizarán cualquier cosa para atacarte. No podemos permitirlo.
Duarte se levantó y corrió la cortina, para no tener que seguir viendo a los empleados de la mudanza.
—Esta mañana llegó otro informe —continuó Laura—. Del ministerio de Comunicación. No quise comentártelo porque necesitabas estar concentrado en el discurso.
—¿Qué ha ocurrido?
—Cuello vigila al presidente del Gobierno. Sospecha que trama algo contra ti —Laura sacó una carpeta de su maletín y se la entregó a Duarte. Contenía varias fotografías de Maeso.
—¿Qué es esto?
—Fueron tomadas a la entrada del parador nacional de Toledo. Este de la izquierda es Sajardo.
—Lo sé —gruñó él; recordaba su rostro perfectamente—. Ya sabía que Sajardo y él volvían a hablarse.
—Mira las fotos que hay después: Jesús Moraleda, presidente de Aragón, e Inés Vinuesa, de Extremadura, llegando juntos al parador. La reunión tuvo lugar hace dos días, justo después de que Maeso anunciara su dimisión.
—¿De qué se habló en esa comida?
—Cuello no lo sabe. Su gente no tuvo tiempo para instalar micros en el comedor y la zona estaba vigilada por los guardaespaldas de Maeso. Estas fotos las consiguieron con teleobjetivo.
—Una comida en Toledo no demuestra nada.
—Explícame la presencia de Sajardo en la reunión.
Duarte reflexionó sobre la idea. Le molestaba que Laura llevase la iniciativa en la discusión; le hacía parecer estúpido.
—Fue como un hermano para ti, tu mano derecha —le recordó ella—. Hasta que te la mordió y fundó su propio partido. Eso debilitó a los socialistas y favoreció a Unidad Nacional. Fue la primera piedra en el camino que llevó a Montoro a sublevarse, un camino que Sajardo aceptó transitar, como presidente del gobierno rebelde en Sevilla.
—¿Qué opciones tenemos?
—La ley de defensa de la República nos da amplios poderes para proteger al pueblo de conspiradores y golpistas. Sugiero que los utilicemos. Cuello ya ha pinchado sus comunicaciones, pero no será suficiente.
Duarte entornó los ojos:
—¿Quieres que los detengamos?
Laura evitó contestar.
—¿Participa algún militar en estos encuentros? —insistió él.
—No, que sepamos.
—Resulta aventurado llamarles golpistas, sin más base que estas fotografías. Además, dudo mucho que el Ejército tenga intención de sublevarle de nuevo. La reconquista de Gibraltar ha unido más que nunca a las fuerzas armadas en un objetivo común. Ningún militar podrá llamarme traidor después de esto.
—Está bien —Laura se encogió de hombros y sacó su móvil.
—Les he dejado sin argumentos que puedan utilizar contra mí, y… ¿Qué estás haciendo?
—Llamar a Cuello, para que anule los pinchazos de los sospechosos.
Duarte la detuvo:
—Mantened una discreta vigilancia, pero no cometáis errores; no quiero que puedan utilizar este asunto contra nosotros más adelante.
—Todo será legal, Luis. Y si surgen complicaciones, ya hemos hablado con un fiscal del Tribunal Supremo, que avalará las escuchas. Pero mejor no preguntes más. Eres el presidente de la República y te reclaman asuntos más importantes.
El palacio de la Moncloa vivía una frenética actividad que no se recordaba desde el final de la última guerra. A las cinco de la madrugada, Maeso fue levantado para informarle que el Ejército había entrado en Gibraltar.
Tras escuchar más tarde el discurso de Duarte en televisión, lo entendió todo. Maeso era un presidente dimitido y ya no contaban con él. Pero cometían un error muy grave. Hasta que las Cortes eligiesen a su sucesor, él seguía siendo el presidente del Gobierno. Duarte se había excedido en sus competencias constitucionales, y tendría que afrontar una moción de reprobación que pusiese fin a su mandato.
Las llamadas telefónicas colapsaban la centralita, y más de quinientos correos electrónicos se agolpaban en el buzón de su ordenador. El presidente de Argentina fue uno de los primeros mandatarios que le felicitó por aquella valiente decisión, que serviría de inspiración al mundo entero. Yendo más allá del apoyo moral, le ofreció provisiones y material de primera necesidad para la población civil.
Hubo más llamadas de solidaridad; la más cercana, la de la presidenta de Chipre, que también padecía en su suelo a los ingleses, cuya retirada de la isla databa de 1960, aunque dejaron detrás las bases militares de Akrotiri y Dhekelia. Chipre era un país soberano integrado en la Unión Europea, pero soportaba la presencia de soldados de otro país europeo, un lastre vergonzoso heredado de un siglo XX que obsequió a la humanidad con dos guerras mundiales, y que seguía proyectando su perniciosa sombra gracias a la indiferencia de las instituciones internacionales, a las que les importaba un bledo los derechos de los chipriotas, cuya isla casi nadie sería capaz de localizar en un mapa.
Maeso no sabía qué contestar; él no había autorizado aquella operación, pero el resto del mundo no lo sabía, y si trascendía esa división, el Reino Unido sacaría ventaja. Duarte había enviado temerariamente al combate al Ejército, colocando miles de vidas en juego. Ante esa situación de hechos consumados, Maeso no podía desautorizar públicamente la invasión de Gibraltar. La comunidad internacional no lo entendería, y su propio pueblo tampoco.
A media mañana se reunió con sus asesores, para tratar de parar la guerra desde Moncloa. Salió a relucir un sorprendente dictamen de la abogacía del Estado, que daba cobertura legal a las decisiones tomadas unilateralmente desde Zarzuela. En ese informe, y para cubrirse frente a futuros movimientos, se argumentaba que un presidente dimitido no podía cesar ni nombrar nuevos ministros, y que habría que esperar a que el Congreso eligiese a su sustituto, por lo que no podría apartar del cargo al ministro de Defensa. El dictamen, de un centenar de folios, evidentemente estaba preparado antes de la toma de Gibraltar.
Seguían llegando más llamadas, pero esta vez menos amables. El embajador del Reino Unido había sido llamado a consultas y Londres suspendía relaciones con España. El embajador de los Estados Unidos, un diplomático de carrera de talante muy distinto a Bowen, solicitaba una reunión con él, condenaba la acción militar de España y le advertía de fuertes sanciones internacionales si no daba marcha atrás. El consejo de seguridad de la ONU había sido convocado a petición de Washington, aunque el veto de Rusia convertiría en inútil cualquier sanción que pudiese proponerse. La comisaria Pauline Malraux, en representación de la Unión Europea, había volado a Madrid y solicitaba una entrevista aquella misma mañana. Se había dado mucha prisa, pensó agriamente Maeso. Ojalá se hubieran tomado tanto interés cuando Duarte le pidió ayuda para detener a Montoro.
Delegó en el ministro de Asuntos Exteriores la recepción al embajador de los Estados Unidos, pero atendió a Malraux personalmente. Europa podía hacerles mucho daño si se lo proponía, y Maeso no quería agravar la situación.
—Gracias por atenderme tan pronto —dijo Malraux, entrando a su despacho—. Soy consciente de lo ocupado que está en estos momentos.
—Cierto, y por eso no quiero que nos andemos con rodeos.
—Conforme —asintió la mujer—. Hablaré claro. ¿Cómo se les ocurre algo así? Acaban de salir de una guerra civil. ¿Es que no han tenido suficiente?
—No creí que les importasen nuestros problemas. Cuando Duarte les pidió ayuda, contestaron que la rebelión de Montoro era un asunto interno. ¿Así ayudan a una democracia amiga en peligro?
—Entiendo su malestar. Le aseguro que hice lo que pude para que el Consejo Europeo les enviase apoyo militar.
—Advertí a Duarte que perdía el tiempo pidiéndoles ayuda, pero no me hizo caso. Bien, yo no voy a pedirle nada en esta crisis. O mejor sí —la miró fijamente—. Quiero que Europa haga exactamente lo mismo que hace seis meses; es decir, nada.
—Lamentablemente, la situación no es la misma, señor presidente. El Reino Unido también forma parte de la Unión Europea. Ya no se trata de un asunto interno de su República.
—Tiene razón en una cosa, comisaria: la situación no es la misma, porque esta vez España no está sola. Espero que entienda lo que quiero decir.
—Perfectamente —la boca de la mujer se contrajo en una expresión dura—. Sabíamos que han forjado una alianza económica con Rusia, aunque no esperábamos que fuese más allá.
—No tendríamos necesidad de buscar nuevos aliados si Europa nos hubiese ayudado cuando lo necesitábamos. Además, al finalizar la guerra no nos concedieron un solo euro para recuperarnos. Hemos tenido que salir del bache por nuestros propios medios y el apoyo de Rusia.
—Presidente, usted sabe que la ayuda de Moscú es interesada.
—Si no quieren que este conflicto rebase nuestras fronteras, le pido que ningún país europeo colabore con el Reino Unido. Por supuesto, sé que a nosotros no van a apoyarnos, pero espero que a ellos tampoco. Sean coherentes con su política de neutralidad y cierren el espacio aéreo a cualquier avión militar inglés o estadounidense que pretenda volar hacia la península ibérica. La OTAN deberá asimismo mantenerse al margen.
—Duarte ha manifestado su deseo de convocar un referéndum para sacar a España de la Alianza.
—No adelante acontecimientos, comisaria.
—Me sorprende su actitud beligerante. A menos que haya dimitido precisamente por esto.
—Los motivos de mi dimisión son personales.
—¿Hasta qué punto controla usted la crisis?
Maeso se preguntó si Malraux había pasado por la Zarzuela antes de ir a Moncloa. Conociendo a Duarte, probablemente ni siquiera la recibiría. Él tampoco había olvidado la indolencia de Europa durante el pasado conflicto.
No iba a darle a la comisaria el placer de mostrarle la grieta que se había abierto entre él y Duarte. Con una guerra en marcha, no podía dejar de apoyar al Ejército. Las fuerzas armadas no debían percibir una división en la cúpula del poder civil; eso sería nefasto para el país.
—Sigo siendo el presidente del Gobierno en funciones, comisaria. No hay ningún vacío de poder, si es lo que la preocupa.
—Lo que me preocupa es la falta de sensatez de su gobierno.
—Si nos hubieran escuchado durante la última guerra, en lugar de dejarse presionar por Londres y Washington, no estaríamos ahora manteniendo esta conversación.
—Eso ya lo ha dicho antes.
—Pues parece que no me ha oído.
—¿Va a retirar sus tropas de Gibraltar o no?
Maeso presintió que tras aquella pregunta, seguiría una amenaza.
—De momento, no.
—Le advierto que su país se enfrenta a fuertes sanciones por esta violación del derecho internacional.
—El embajador americano también me lo ha dicho.
—Estoy hablando de una posible expulsión de España de la Unión Europea.
—¿Ha venido a Madrid para esto?
—No, presidente, estoy aquí para buscar una solución pacífica, pero no me deja muchas opciones.
—Si lo desea, le entregaré un memorando de nuestros servicios de inteligencia, que prueban la conexión de las autoridades de la Roca con grupos terroristas que intentan desestabilizar la República. La red Gladio se encuentra implicada en dichas actividades.
—Esa red dejó de estar operativa hace muchos años, presidente —sonrió Malraux—. Tras el final de la guerra fría.
—No desapareció, solo volvió a la fase durmiente. Después de que mi Gobierno firmase la paz con Montoro, Gladio volvió a mostrar actividad en España, y utiliza Gibraltar como retaguardia.
—Me llevaré ese memorando y le prometo que una comisión independiente investigará el asunto hasta sus últimas consecuencias. Pero sus tanques tendrán que abandonar el peñón.
—Gibraltar forma parte de nuestro territorio. Ni vamos a renunciar a su soberanía, ni permitiremos que nuestros enemigos lo utilicen para atacarnos. Tenemos el legítimo derecho a defendernos, y como recordará, fueron los británicos quienes asesinaron recientemente a dos guardias civiles. Todavía no he escuchado ninguna condena de Europa hacia esa agresión. ¿No fue el ametrallamiento una violación de las normas internacionales? ¿Por qué no les amenazan también a ellos con la expulsión?
—Presidente, cálmese.
—Solo le pido que dejen de usar dos varas de medir y apliquen al Reino Unido el mismo rigor que nos exigen a nosotros.
—Está bien —Malraux se levantó y le estrechó fríamente la mano—. Como le he dicho, estudiaré su memorando. Gracias por su tiempo.
Maeso la acompañó a la puerta. Su ritmo cardíaco se había disparado, y el aumento de la tensión le provocó dolor de cabeza. Cerró por dentro la puerta de su despacho y se sentó en el sofá para tranquilizarse. La reunión no podía haber ido peor, y todo gracias a Duarte. Iniciar una guerra era muy fácil, estaba al alcance de cualquier estúpido, pero pararla era como detener un tren sin frenos. Aquel conflicto encerraba peligros que aún no se habían manifestado, y cuando lo hicieran, incrementarían considerablemente la velocidad de la locomotora.
Duarte se creía elegido por la Historia para salvar a España de sus enemigos, abriendo a sangre y fuego un capítulo que hiciese olvidar la amarga guerra civil en la que se vio implicado.
El problema ahora era encontrar alguien que salvase al país de sus salvadores.
Celia seguía avanzando en el análisis de la información encriptada, que halló en el apartamento de Mauro. Y cada nuevo dato que lograba descifrar la asustaba más. Oficialmente, Mauro había sido destinado como agente encubierto del CNI, para introducirse en el GARRE e informar a sus superiores de las actividades de la organización. Pero se tomaba su trabajo tan en serio que los asesinos de la banda le habían aceptado como uno de los suyos. Mauro había matado a sangre fría a cuatro personas, y colaborado en secuestrar a otras. Había asumido su identidad falsa demasiado bien. Empezaba a sospechar que Mauro no era quien decía ser, y que quizá fuese un activista del GARRE desde el principio, un topo cuya misión era desinformar al CNI con datos falsos, con una identidad secreta doble.
Celia temía que Mauro hubiese instalado microcámaras en su apartamento, que grabasen el hurto del pendrive oculto en un plafón. Era muy obsesivo con la seguridad. Si seguía vivo y en libertad, volvería a recuperar lo que era suyo. Con lo que Celia sabía de él, Mauro no se arriesgaría a dejarla con vida.
El timbre de la puerta sonó dos veces.
Tragó saliva. No esperaba a nadie a esas horas. Había llamado a la redacción a primera hora de la mañana para avisar que no iría a trabajar a causa de una gastroenteritis, para dedicar más tiempo a sus investigaciones.
La llamada se repitió. Celia sintió la tentación de asomarse por la mirilla, pero si se levantaba y caminaba hacia la puerta, el que aguardaba al otro lado de la puerta la oiría.
Inoportunamente, su teléfono móvil comenzó a sonar. Celia lo apagó rápidamente, confiando que su visitante no lo hubiese oído.
—Sé que estás en casa. Te he llamado yo.
Era la voz de Javier. Celia respiró con alivio y le abrió la puerta.
—¿Qué te ocurre? —inquirió su compañero—. ¿Por qué no querías abrir?
—Estaba en el aseo. La cena no me sentó bien. ¿Qué tal te ha ido el día en el periódico?
—Ajetreado. La ocupación de Gibraltar nos ha cargado de trabajo. Mi reportaje se ha ido a la basura, ya no vale nada. Y Martín no aparece.
—¿Él tampoco ha ido a trabajar?
—Ni ha asomado por la redacción ni contesta a las llamadas. Intenté localizarle para pedirle explicaciones, pero se lo ha tragado la Tierra —Javier examinó inquisitivamente la mesa de trabajo de su amiga—. Supongo que no sabrás dónde está, ¿verdad?
—Pues no.
—¿Estás segura? Haz memoria.
—Acabo de decírtelo.
—Ya. Y tampoco has hablado con tus amigos de Martín.
—No sé a qué te refieres.
—Celia, he tenido muchos problemas con mi jefe, pero eso no significa que quiera causarle algún mal.
—¿Ya has olvidado lo que le hizo a Joana?
—Claro que no. ¿Has olvidado tú la conversación que tuvimos en la plaza de Callao?
—Le he investigado —la mesa de Celia estaba muy desordenada, y su dueña se puso a buscar algo enterrado entre listados de ordenador y pilas de anotaciones—. He accedido al movimiento de sus cuentas bancarias. Hace un par de días recibió una transferencia de cien mil euros, de un misterioso benefactor. Por si no lo sabías, Martín le debe dinero a todo el mundo. Está separado de su mujer y le adeuda cinco meses de la pensión —Celia extrajo de un fajo de papeles un extracto bancario—. No suele tener en su cuenta más que lo imprescindible para ir tirando, así que este ingreso resulta sumamente sospechoso.
—¿Has rastreado al ordenante de la transferencia? —él examinó el papel que Celia le tendía.
—Me llevará tiempo. Nuestro periódico atraviesa una situación económica delicada, y los jefes planean un ajuste de plantilla. Este dinero le ha venido muy bien a Martín para quitarse de en medio antes de que lo despidan también a él.
—Sigo pensando que es muy sospechoso que Martín desaparezca precisamente ahora, después de que tú sugirieses que había que mandarlo a la cárcel de las brigadas.
—No crees en mi palabra.
—Yo… —Javier examinó de nuevo el extracto bancario que Celia había obtenido—. La verdad, ya no sé qué pensar.
—¿Qué es lo que temes de mí?
—Nada. ¿Por qué?
Ella se puso en pie y se acercó a él:
—Ya no confías en mí.
—Claro que sí —dijo él sin mucha decisión.
—¿En serio? —ella arqueó una ceja—. ¿Me sigues considerando amiga tuya?
—Por supuesto, Celia.
—¿Hasta qué punto llega esa amistad? ¿Arriesgarías la vida por mí, si estuviese en peligro?
—Desde luego —dijo él, sin vacilar.
—Pues yo tengo mis dudas.
—No quería implicarme emocionalmente contigo. Me aterraba que acabases como Joana, y eso no podría soportarlo. Yo te metí en esta investigación y me siento responsable de lo que te suceda.
—Soy una persona adulta —sonrió ella, colocando sus manos sobre los hombros de Javier.
—Martín desapareció, y ese amigo tuyo que ni siquiera sé cómo se llama…
—Mauro.
—Él también desapareció. ¿Quién será el siguiente? Quiero escapar de este infierno, o nos tragará a los dos.
Ella le besó. Sorprendido, se quedó sin saber cómo reaccionar.
—Yo también quiero escapar. Estoy sola, he perdido a todos los que significaban algo para mí. Excepto tú. Eres lo único que me queda.
Javier se aproximó a ella. Notaba la respiración alterada de Celia, su nerviosismo ante un nuevo rechazo por parte suya. Él correspondió besándola.
—No deseo tu compasión —dijo Celia—. Si realmente no me quieres, deja de fingir.
—No habría venido a tu casa si no me importases —él acarició su cabello y la besó suavemente en el cuello.
—No tengas miedo de amarme —susurró ella—. No tengas miedo de mí.
—Solo tengo miedo de perderte.
Bajo la coraza de una persona desencantada por la guerra que le arrancó a sus padres y ensombreció su corazón, latía una mujer que necesitaba todo el afecto que él pudiera darle para seguir adelante. Javier le quitó la blusa, descubrió sus senos y durante unos instantes recordó la belleza de Joana; sus duros pezones, su vientre delgado, firme, su culo redondeado y suave; no había vuelto a hacer el amor con ninguna mujer desde su muerte, y al sentir el calor de la piel de Celia contra su cuerpo fue como si Joana se hubiese reencarnado en ella. Conforme se desnudaban, volvió a tomar conciencia de su amiga y se sintió culpable por desviar su atención al recuerdo de Joana. Celia era adorable y hermosa, merecía ser amada por cualidades propias, sin tomar como referencia a otra mujer. Tendría que aprender a superar la pérdida de Joana, a dejar de evocar los momentos de placer que compartieron.
Sobrevivirían si se apoyaban mutuamente, si aprendían a confiar el uno en el otro. Ambos se necesitaban; los dos habían perdido a seres queridos.
Al menos, ese dolor compartido había servido para unirles.
A cincuenta kilómetros al este de Melilla, el Sol derramaba su luz crepuscular sobre la isla Isabel II, la única habitada de las tres que formaban el archipiélago de las Chafarinas. Un pequeño contingente militar del ejército español se mantenía en el lugar, sobrellevando las interminables horas de aburrimiento jugando a las cartas o al futbolín. La isla contó con un par de biólogos hasta épocas recientes, pero los recortes presupuestarios y la guerra obligaron a las autoridades a rescindirles el contrato.
En el pasado, las Chafarinas se usaron como lugar de destierro o prisión, pero actualmente no cumplían ninguna misión para el Gobierno, salvo la de vigilancia de las aguas, por su cercanía con la ciudad autónoma de Melilla.
Cinco helicópteros aparecieron en el horizonte, avanzando desde la costa de Marruecos. Hacía más de una semana que la isla había recibido su último abastecimiento y no vendría otro helicóptero hasta dentro de veinte días. El comandante de la base, un joven teniente de la Compañía de Mar, dio la voz de alerta. Trató de llamar por radio a Melilla, pero un ruido de estática crepitó en los altavoces. Llamó por teléfono a sus superiores, pero una repentina falta de cobertura se lo impidió.
Salió al puerto y escudriñó el horizonte con unos prismáticos, divisando la silueta de cuatro buques armados que se acercaban desde la costa. Los artilleros de su destacamento se colocaron en sus puestos y esperaron instrucciones. La isla disponía de misiles de lanzamiento portátil y un cañón ametralladora. Nunca había sido necesario probarlos en las Chafarinas, porque las relaciones con los marroquíes habían sido hasta ahora buenas.
Un helicóptero se adelantó de la formación, sobrevoló la isla a baja altura y por megafonía les advirtió que estaban siendo rodeados por tropas marroquíes, y que si no oponían resistencia, se les respetaría la vida y regresarían con sus familias.
De uno de los buques partieron varias lanchas de abordaje, que se dirigían a gran velocidad hacia el pequeño puerto de la isla. Si hubiera podido contactar con sus mandos de la Compañía, el teniente habría obtenido instrucciones de cómo actuar en aquella situación. El contingente español en la isla era de treinta personas, insuficiente para hacer frente sin refuerzos a una invasión del ejército magrebí. Podía organizar una defensa numantina, ametrallando las lanchas que se acercasen y disparando contra los helicópteros, pero sabía que a continuación, la isla sería bombardeada por el enemigo y todos sus hombres morirían.
Ordenó al cabo artillero que realizara disparos de advertencia contra las lanchas, mientras respondía, también por megafonía, que no se acercasen más. Las lanchas se dispersaron al tiempo que los helicópteros realizaban nuevos vuelos de hostigamiento. Uno de ellos aterrizó en la isla del Congreso, al oeste, y el otro en la del rey, al este. Como le habían advertido, le estaban rodeando.
No disponía de mucho tiempo. Si iba a adoptar alguna medida de defensa, debía actuar ya.
Dos lanchas de abordaje entraban al puerto, coincidiendo con el aterrizaje en la isla de dos helicópteros de transporte de tropas. Sus soldados seguían aguardando la orden de disparar, pero él sabía que aquella batalla estaba perdida, y que si los marroquíes quisieran matarlos, ya lo habrían hecho.
Si abría fuego, estaba muerto; si no lo hacía, le esperaba la cárcel en Marruecos o un consejo de guerra en Madrid. Al menos, en estos dos últimos casos, sus soldados vivirían para contarlo.
Un capitán de las tropas magrebíes saltó del helicóptero, escoltado por una veintena de hombres. Los soldados españoles se mantenían a la expectativa, apuntándoles con sus rifles. El teniente hizo con la mano un gesto de calma, y avanzó hacia el marroquí.
—Ha hecho lo correcto —le dijo el oficial, en perfecto español—. Y cumpliremos nuestra palabra. Sus soldados no sufrirán ningún daño, y serán repatriados a España a primeras horas de la mañana. Pero antes entregarán las armas.
Nuevas lanchas seguían arribando a la isla. El número de marroquíes doblaba ya al de españoles, y seguían llegando más.
—Bien, ¿qué elige? ¿Morir con gloria o regresar a España vivo?
El teniente ordenó a sus hombres que bajasen las armas.
—Deberíamos haber recuperado las Chafarinas hace mucho —le dijo el capitán.
—¿Qué está pasando en Melilla? —preguntó el teniente.
—Nada. Nuestro Ejército ha tomado Alhucemas y el peñón de Vélez de la Gomera, pero no ha atacado Ceuta ni Melilla.
—¿Por qué?
—Hay en vigor un acuerdo de paz, firmado en Tánger hace unos meses.
—No he oído hablar de él.
—Yo tampoco, hasta hoy. El acuerdo protege a Ceuta y Melilla, pero no menciona a los peñones e islas que España mantiene en territorio marroquí. Puesto que su país ha ocupado Gibraltar, se ha quedado sin argumentos para negarnos lo que es nuestro.
Los soldados marroquíes desarmaron a los militares españoles, mientras un cámara de televisión grababa aquellas humillantes imágenes para ofrecérselas al mundo más adelante. Tras peinar la isla y asegurarse de que las fuerzas de defensa no dejaban atrás ninguna sorpresa, el capitán decidió que la situación estaba asegurada y avisó a su ministro de Defensa, que aguardaba en una de las fragatas marroquíes.
El transporte del ministro se posó sobre el helipuerto media hora después. El cámara seguía con su trabajo propagandístico, grabando meticulosamente cómo los españoles pasaban un reconocimiento médico, para mostrar que tras su rendición, no habían sido maltratados.
El ministro Khatibi venía asistido de un par de operadores de cámara y dos periodistas, pertenecientes a Al Yazira y a una cadena pública marroquí. Aunque Khatibi fue reacio hasta el último momento a aceptar periodistas que no fueran de absoluta confianza del Gobierno, el canal árabe de noticias ofreció un fuerte desembolso para adquirir en exclusiva los derechos internacionales de retransmisión.
—En el día de hoy se abre una nueva era para el pueblo marroquí —decía Khatibi ante las cámaras—. La hipocresía de las potencias coloniales de occidente ha quedado en evidencia. Marruecos reivindica lo que es suyo, y desde el día de hoy, estas islas, así como Al-Husayma y el peñón de Vélez de la Gomera, son parte de nuestra soberanía. Un país que no es dueño de su tierra no es un país libre —dijo, repitiendo irónicamente las palabras de Duarte, retransmitidas tras la reconquista del peñón de Gibraltar—. Insto a la República española a que abandone Ceuta y Melilla y deje de insultar a nuestro pueblo. La liberación de las islas se ha conseguido sin que haya que lamentar una sola víctima. No queremos una confrontación armada con nuestros vecinos, pero nuestra paciencia tiene un límite. Márchense de nuestra patria y déjennos construir un futuro de paz, libertad y justicia.
—Ministro —le preguntó el reportero marroquí—, ¿cómo cree que reaccionará la comunidad internacional?
—La liga árabe apoya a mi Gobierno. Los Estados Unidos nos han felicitado por este paso; confían que España sea consecuente con sus propios actos, y no tome represalias por este gesto de reivindicación histórica de nuestra soberanía.
—Señor ministro —intervino el reportero de Al Yazira—. ¿Esta nueva etapa de justicia histórica se extenderá a otros territorios del estado marroquí?
—Sé que al final, los españoles harán lo correcto y abandonarán Ceuta y Melilla.
—Me refería al Sahara. Tras la salida española en 1975, Marruecos ocupó toda la franja occidental. Desde entonces, el pueblo saharaui está dividido por un largo muro…
Khatibi hizo una seña a uno de sus soldados, que retiró la cámara al equipo de Al Yazira.
—¿Quién demonios es usted? ¿Un agente del Polisario?
—Ministro, solo hago mi trabajo.
—El Sahara es parte indisoluble de nuestra patria. Cualquier marroquí sabe eso.
—Yo no soy marroquí.
—Pero es musulmán. ¿De qué lado está? ¿De sus hermanos o de los occidentales?
—Los saharauis también son nuestros hermanos.
—Llévenselo.
—Al Yazira tiene un acuerdo con usted que…
Los soldados empujaron al reportero y a su cámara, obligándoles a embarcar en una lancha. Aquello había empezado muy mal. Si esa sabandija volvía sin el reportaje, sus jefes le pedirían explicaciones y se descubriría el motivo; sin embargo, tirarlo por la borda en alta mar conduciría a un escándalo mayor. Alguien iba a pagarlo caro por dejar que aquel insurgente hubiese llegado hasta allí. El Polisario se la había jugado bien.
Khatibi se volvió hacia el equipo de la televisión marroquí:
—¿Ha grabado esto?
—No, señor ministro. Podrá examinar la memoria de la cámara para que dé su visto bueno antes de editar el material.
A Khatibi se le habían quitado las ganas de seguir con el reportaje.
—Creo que ya tenemos suficiente.
—Sí, señor. Por supuesto.
—Ruede unos planos del izado de nuestra bandera y podremos irnos.
Un oficial de comunicaciones corría desde el puerto hacia ellos.
—Excelencia, hemos recibido una llamada urgente.
—¿Del Estado Mayor?
—Del ministro de Defensa del Reino Unido. Desea hablar con usted ahora.