CAPÍTULO 9

I

Sentados en torno a una mesa, en un reservado del parador Conde de Orgaz, con vistas al meandro del Tajo y a la ciudad de Toledo, Maeso y Sajardo paladeaban un vino mientras esperaban la llegada de los otros dos comensales: Jesús Moraleda, presidente de la comunidad aragonesa, e Inés Vinuesa, de la extremeña. La dimisión de Maeso y el anuncio del nombre del futuro inquilino de la Moncloa habían precipitado la reunión. Sajardo llevaba desde antes de la guerra preparando un encuentro con antiguos camaradas del partido socialista, que no aceptaban el modo de hacer política de Duarte, pero que mantenían silencio para no dañar al partido.

La dimisión del presidente del Gobierno había catalizado los ánimos para actuar.

Maeso ya no sentía ninguna lealtad hacia Duarte; había seguido en su puesto hasta ahora por el bien del país, y porque no le parecía adecuado marcharse recién terminada una guerra civil. La situación se había estabilizado un poco, pero Duarte volvía a tensar la cuerda, y, como gesto de desprecio hacia el dimisionario, quería que las Cortes eligiesen al político más inadecuado para el cargo. Cuello carecía de aptitudes para ser presidente del Gobierno, pero era un estómago agradecido y Duarte pretendía manejarlo como un pelele, sin dejarle capacidad de decisión. Maeso no podía consentirlo. No después de lo que sabía sobre las actividades de Cuello.

El camarero les sugirió algunos entrantes. Maeso, que había desayunado ligero aquel día, pidió un surtido de ibéricos. Los invitados llevaban veinte minutos de retraso y él se ponía de muy mal humor con el estómago vacío.

—Has perdido peso. Aunque viéndote comer, nadie lo diría —Sajardo observaba divertido cómo Maeso atacaba el jamón.

—Solo un par de kilos. El médico me ha puesto a régimen, dice que tengo el colesterol alto y la obesidad es un riesgo para mi salud.

—Es más peligroso trabajar junto a Duarte que toda la grasa que te puedas inyectar en vena en un año.

—Sí —Maeso masticó una rebanada de pan tostado—. Aunque echaré de menos al cocinero de Moncloa. Ariztegui trabajaba antes en Zarzuela, y Luis me cedió su contrato para congraciarse conmigo.

—Me han dicho que Pilar piensa dejarle. No parece que con ella desee congraciarse.

—¿Cómo te has enterado?

Sajardo sonrió:

—Todo lo relacionado con Duarte me interesa.

—Parecían la pareja perfecta, pero ya ves; hasta los matrimonios más estables pueden naufragar.

—Con su jefa de prensa —murmuró Sajardo, tomando una brillante loncha de jamón, antes de que Maeso dejase el plato limpio—. Pegándosela a su mujer en su propia casa. Hay que ser un perfecto cabrón para hacer algo así. Un cabrón y un degenerado.

—No me gusta que hables así de él.

Sajardo estuvo a punto de atragantarse con una veta de tocino.

—¿Qué?

—Luis no es un degenerado. Si no hubiese actuado el día del golpe, ahora Montoro sería el jefe del Estado.

—Sufres el síndrome de Estocolmo —ironizó Sajardo—. Has tenido tu voluntad secuestrada durante demasiado tiempo.

—Hace seis meses, tú y yo nos reunimos en una cafetería para hablar de la situación del país. ¿Lo recuerdas?

Sajardo guardó silencio. Claro que lo recordaba, y no quería hablar de ello.

—Aquel día —continuó Maeso—, te pregunté si sabías algo de una conspiración que se planeaba contra la República, y me contestaste que no.

—Julián, no es momento para recriminaciones.

—Poco después estalló la guerra y Montoro te nombró presidente del Gobierno rebelde en Sevilla. Se me ocurren muchos adjetivos para calificar tu actitud, pero no los voy a emplear, porque justo antes de que te pusieses a las órdenes de ese golpista, tu esposa fue asesinada. Ledesma quería que perdieses los estribos y te pasases al otro bando. Y lo consiguió.

—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?

—No lo sé, y espero no pasar jamás por un trago tan amargo. Todos cometemos errores, y Luis también. Por eso ha llegado el momento de que se haga a un lado.

—A pesar de todo lo que ha pasado, sigues justificando lo que ha hecho.

—No. Solo he dicho que no le llames degenerado.

—Si ese es tu deseo… —Sajardo se encogió de hombros—. Pero no olvides que él es el origen de todo.

—En parte. Pero tampoco voy a justificar a Montoro. Los problemas no se solucionan a tiro limpio, sino con diálogo. Los errores de Duarte no son patente de corso para ningún salvapatrias.

—Estoy dispuesto a sacrificar mi partido en aras de la reconciliación socialista —ofreció Sajardo—. Este es el motivo de la reunión. Lo pasado, pasado está; ahora toca arrimar el hombro por el bien del país.

—Te escucho.

—Renovación Socialista fue creada porque Duarte y Ledesma habían convertido el partido en un cuartel. En el fondo, no son diferentes a Montoro en la forma despótica de ejercer el poder. Ledesma, felizmente, ya no es un problema, pero Duarte sigue aferrado a la poltrona, concentrando los cargos de secretario general de los socialistas y presidente de la República. Si sale de escena, Renovación Socialista ofrece su disolución por el bien común, una vez que elijamos a un candidato que reemplace a Duarte.

Jesús Moraleda e Inés Vinuesa llegaron en ese momento. Saludaron efusivamente a Maeso e intercambiaron un breve apretón de manos, cordial pero menos cálido, con Sajardo. Aunque acudían como portavoces de los descontentos dentro de la familia socialista, no olvidaban el papel de Sajardo durante la guerra y, a pesar de sus ofertas de diálogo, desconfiaban de él.

La presencia de Maeso ayudó a relajar los ánimos. La mayoría del partido estaba con el presidente del Gobierno y la noticia de su dimisión había causado una gran conmoción en la izquierda.

Maeso les expuso sin tapujos los motivos de su dimisión. Duarte le había desautorizado al negarse a firmar el cese de Cuello, al que había propuesto como su sucesor en la Moncloa. Zarzuela ya había convocado a consultas a los líderes de los grupos parlamentarios, como exigía la Constitución, aunque estaba decidido quién sería el candidato.

—Cuello se ha hecho rico con las comisiones de contratos públicos —dijo Maeso—. Creo que Duarte lo sabía y lo dejó hacer. Si los socialistas permitimos que Cuello asuma la presidencia del Gobierno, seremos cómplices por apoyar a un delincuente para que rija los destinos de este país. No sé qué es peor, tener a Cuello de presidente o a Montoro. Al menos ni él ni sus familiares robaron a nadie.

Sajardo sonrió con satisfacción, ante el tono agresivo que adquirían las palabras de su amigo, pero tanto Inés como Jesús contemplaban con inquietud cómo las venas de la frente de Maeso se hinchaban y adquirían un tono morado.

—¿Por qué admitiste a Cuello como ministro, si tan malo era? —dijo Jesús.

—Entonces no tenía datos suficientes sobre él, y Duarte me presionó hasta lo indecible para que crease la cartera de Comunicación. El caso está a punto de salir a la luz pública. El redactor jefe de un diario de Madrid llamó a la Moncloa para avanzarme que dos de sus periodistas preparan un reportaje que se centrará en Cuello. Han descubierto que tenía una cuenta en Gibraltar, en la que ingresaba el producto de sus negocios. La canceló hace un mes.

La mención de Gibraltar captó de inmediato el interés de los reunidos.

—¿Qué está pasando en la Roca? —inquirió Jesús—. ¿Nos lo quieres decir?

—El asesinato de nuestros guardias civiles por la Royal Navy solo es el principio.

—¿Qué quieres decir?

—Que antes de que ocurriera había un plan trazado por el Estado Mayor para recuperar el peñón. Su nombre en clave es operación Aníbal. Ni Duarte ni el ministro de Defensa me informaron de su existencia. Comenzó a diseñarse poco después de que se firmara la paz con Montoro.

—¿Por eso sacó Cuello su dinero de Gibraltar?

—Es probable.

—Ahora que has dimitido, el camino para la guerra se despeja —apuntó Sajardo.

—Duarte me recalcó que es el jefe de las fuerzas armadas. La Carta Magna le confiere competencias para declarar la guerra y firmar la paz.

—Os lo dije —Sajardo se volvió hacia sus antiguos camaradas, que escuchaban con estupor—. Os advertí que Duarte era un peligro para España y no me hicisteis caso. Bien, aquí lo tenéis. Va a llevar su anticolonialismo furibundo hasta el final. Primero desmontó las bases americanas, después ofreció la cosoberanía de Ceuta y Melilla a Marruecos, y ahora quiere recuperar Gibraltar por las bravas. Su comportamiento demente sigue una pauta. Cuando acaba un conflicto, abre otro para seguir monopolizando la atención y encubrir los problemas del país.

—España acaba de salir de una guerra —dijo Inés—. Duarte no puede cometer una insensatez como esa.

—Tiene a los rusos de su parte —dijo Maeso—. Ya no está solo.

—Bueno, eso podría cambiarlo todo —murmuró Jesús.

—¿Qué? —Sajardo alzó una ceja.

—Los ingleses nos arrebataron Gibraltar en el siglo XVIII tras una guerra civil, la de sucesión. Después de lo que ha llovido, está claro que no tienen intención de devolvernos el peñón. Si realmente queremos recuperarlo, este es el mejor momento. Londres bloqueó en la Unión Europea la ayuda militar que necesitábamos para vencer a Montoro. Si esa ayuda hubiese llegado, no habríamos tenido que firmar una paz vergonzante ni aprobar la ley de amnistía. Gran parte de la culpa de los problemas que tenemos es de los británicos.

—Y de los Estados Unidos —le recordó Maeso—. No olvides lo que nos hizo Bowen.

—Cuando la cosa se enfríe, ya no podremos hacer nada. Hay que aprovechar la ocasión.

—Eh, un momento, ¿adónde quieres llegar? —exclamó Sajardo—. ¿Estás justificando a Duarte?

—Solo digo que si nos oponemos a la guerra, muchos ciudadanos no entenderán nuestra postura y nos colgarán el sambenito de traidores.

—Os estáis desviando de la cuestión principal —intervino Maeso—. No podemos permitir que Cuello sea investido en las Cortes con votos socialistas. Si para ello hay que forzar la dimisión de Duarte, habrá que hacerlo. Seguiré siendo presidente en funciones mientras las Cortes no elijan a mi sucesor. Duarte no se atreverá a lanzar al Ejército contra Gibraltar hasta que Cuello supere la votación de investidura.

—En ese caso, hay que actuar rápido —dijo Sajardo.

—Convencer a los diputados socialistas llevará tiempo —alegó Irene—. Y discreción. Duarte mantiene la secretaría general; no será fácil organizar una moción para reprobarlo sin que se entere.

—Empezaremos con los indecisos —Sajardo sacó una lista, que colocó sobre la mesa—. Duarte ha hecho muchos enemigos durante este tiempo. La salida de Julián del Gobierno nos dará pie a catalizar ese descontento.

—Sin pruebas sobre la mesa contra Cuello, será dificilísimo —insistió Irene.

—Y yo lo de Gibraltar no lo citaría para convencer a los indecisos —apuntó Jesús—. No sea que acaben apoyando a Duarte sin fisuras.

—Tendréis esas pruebas —prometió Maeso—. Hablaré con Martín, el redactor jefe, para que me facilite la información de que dispone.

—¿Crees que lo hará así, por las buenas?

—Ya colaboró durante la guerra con la República. Uno de los periodistas que investigan el caso destapó el escándalo sobre la compra de armas de la Generalitat. Su nombre es… —consultó su agenda— Javier Valero.

II

Ajeno a los comentarios sobre su persona desde las altas instancias del poder, Javier jugaba una partida de ajedrez en su ordenador de la redacción, tratando de vencer a la máquina. No sabía por qué seguía jugando contra un programa; solo había ganado tres partidas en un año.

Al menos, servía para entrenar a sus neuronas con patrones lógicos, que le ayudaban a concentrarse en la resolución de problemas. Lógica e inteligencia solían ser inseparables, pero no equivalentes, y aquel chisme que tenía frente a él era la prueba. Su capacidad de proceso para analizar todas los movimientos posibles y deducir la mejor jugada era superior a la de un cerebro orgánico, y sin embargo no era más que un cacharro que interpretaba una lista de instrucciones escritas por un humano. Su enorme potencia de proceso no le conducía a la inteligencia.

Javier creía que la lógica no predisponía a la compasión, sino más bien, a la carencia de afecto. Un análisis frío, racional, sin tener en cuenta otros factores, podía tener consecuencias desastrosas. Él había examinado las costumbres de Celia, su comportamiento exaltado y sus discursos mentales que conducían a la venganza.

Por un lado era muy distinta a Joana, pero por otro, Celia poseía la misma pasión por sus ideales, aún a riesgo de perder la vida. Se preguntó si la afición de Celia a los ordenadores, al mundo de las máquinas, le influía para moldear su carácter. Ella había mencionado a un misterioso amigo que compartía sus aficiones. Celia lo había conocido a través de Internet, en un foro de hackers, y los pocos comentarios que realizaba sobre su persona eran inquietantes. Si seguía acostándose con un tipo tan raro, ella no podía ser muy diferente. Su frialdad de carácter dificultaba su capacidad para sentir compasión ante el sufrimiento ajeno. Javier recordó al terrorista del GARRE que ella le llevó a ver, y se le quedó grabado el gesto de su amiga al retorcerle la nariz para obligarle a hablar. ¿Podía sentir empatía hacia otro ser humano, o acaso estaba más próxima a la racionalidad fría de un programa de ajedrez?

Se sintió culpable de aquellos pensamientos. Estaba juzgando a Celia de un modo durísimo; ella no lo merecía. Había perdido a sus padres en una guerra y eso le cambiaba el carácter a cualquiera. Si alguien tenía la culpa de su rencor, eran Montoro, Carmona y sus secuaces. Celia había tenido un comportamiento normal hasta que la guerra se desató. Había sido una víctima más; parte de su humanidad fue devorada por un pozo negro, pero seguía siendo una buena persona que luchaba por lo que creía justo. Ella quería un país mejor, donde los ciudadanos pudiesen vivir sin miedo. Era una luchadora nata, y él envidiaba su valentía, aunque le molestaba ir a remolque de ella. Pero sin su ayuda, le habría sido muy difícil progresar en la investigación.

Había quedado con ella hace media hora para bajar a desayunar, pero Celia no aparecía, aunque solía ser muy puntual en sus citas. Distraídamente, movió un caballo a un lugar equivocado y el ordenador, implacable, dio inmediata cuenta de su error, dándole jaque. Estudió las posibilidades de huida de su rey. Podía realizar un ataque desesperado, a costa de sacrificar su reina. Cubrió al rey y el tablero le hizo recordar la operación Aníbal que la República planeaba contra Gibraltar; un movimiento desesperado, una huida hacia adelante para escapar de la crisis y desviar la atención de otros problemas. Y Martín seguía sin dar vía libre al reportaje. ¿A qué esperaba? Los datos que poseía sobre la operación indicaban que podía desencadenarse en cualquier momento. Si Martín escondía el dosier en un cajón, Javier perdería la oportunidad de parar la guerra. No podía esperar más. Buscaría otro diario, y si su jefe lo despedía, se iría definitivamente de la redacción.

Su teléfono móvil emitió el tono de entrada de un SMS. Celia le citaba para dentro de veinte minutos en la plaza del Callao.

Comprobó el remitente: era su amiga, pero Javier carecía de los conocimientos de informática precisos para detectar si estaba falsificado. Por el rabillo del ojo, vio cómo el ordenador le lanzaba otro jaque, cercenando su precipitado contraataque. Estaba perdido, su rey estaba cercado y al siguiente movimiento, la máquina lo mataría.

Apagó el ordenador y salió a la calle. Seguía dándole vueltas al SMS. ¿Estaba volviéndose paranoico? No había nada extraño en que Celia le enviase un mensaje de texto, o que acudiese con media hora de retraso. El miedo había hecho presa en su vida y temía que las personas que le importaban estuviesen en peligro. Él la había metido en aquella investigación, y se sentía responsable de lo que pudiera sucederle. Si Celia volvía a correr la suerte de Joana, él jamás se lo perdonaría. Tenía que evitar que llegasen al punto de no retorno.

A menos que ya lo hubiesen cruzado. Tal vez por eso había recibido el SMS. Si Celia no acudía a la redacción, quizá fuese porque lo que intentaba decirle era demasiado grave para que alguien lo oyese.

Ya en la calle, marcó su número de móvil, pero daba tono de ocupado. Eso aún le puso más nervioso, aunque sabía que Callao era una plaza concurrida y nadie intentaría algo contra él a la vista de tanto público. Salvo que fuese un cebo para que se confiase.

Sacudió la cabeza. No podía seguir así más tiempo. Trató de poner la mente en blanco y concentrarse en los rostros anónimos que se cruzaban a su paso. Tomó el Metro y bajó en la estación de Sol, desde la que fue a pie atravesando la calle Preciados. El bullicio era mayor del habitual: una ambulancia y un coche de policía estaban aparcados frente a las puertas de unos grandes almacenes. Inevitablemente, recordó el cuerpo sin vida de Joana, y con el corazón encogido se acercó a curiosear. Vio a una anciana en el suelo que se había roto la cadera, víctima de un tirón de bolso. Pasó de largo y continuó caminando hasta llegar a la plaza.

Celia no estaba.

Repitió la llamada a su móvil. Seguía comunicando. Comenzó a mirar con desconfianza a un vehículo aparcado frente a él. Había dos personas en su interior, y una de ellas parecía mirar mucho el retrovisor. Seguramente le observaban. Tenía que salir de allí.

—¡Espera, Javier!

Celia venía desde la Gran Vía, a paso acelerado, agitando el brazo. Javier se sintió estúpido y observó más de cerca a la pareja del vehículo. Una mujer utilizaba el espejo del retrovisor para limpiarse una mancha en la mejilla.

—¿Por qué te ibas? —dijo su amiga—. Aún faltaba un minuto.

—Yo… te he estado llamando, y daba ocupado. ¿Por qué me has enviado un SMS?

—Atendía una llamada, por eso comunicaba. Tengo que entrevistar esta tarde al autor de un libro de viajes. ¿No es trabajo de la sección de Cultura?

—El encargado se fue esta mañana de permiso. Te habrías enterado si hubieses acudido por la redacción.

—No he estado de brazos cruzados —dijo ella—. Vamos a dar un paseo.

—¿Por qué no podemos hablar en las oficinas?

—Porque he averiguado algo sobre nuestro jefe, que no te va a gustar.

—Así que Martín vuelve a las andadas.

—Cuando me explicaste lo mal que os trató a ti y a Joana, me puse a investigarle. Le envié un virus camuflado en un e-mail basura. Martín lo abrió y pulsó en un enlace trampa. Desde entonces, tengo acceso a su buzón de correo. Por si se me escapaba algo, le instalé por bluetooth un virus en su móvil. El idiota no tiene instalado antivirus ni cortafuegos.

—Ahórrate los detalles técnicos, Celia. ¿Qué has averiguado?

—Le va a pasar datos al Gobierno sobre nuestra investigación.

—¿Estás segura?

—Tengo los números de las llamadas realizadas y recibidas por Martín en los últimos días. Me ha llevado trabajo identificar a sus titulares, pero sé que alguien del palacio de la Moncloa le ha llamado varias veces, y Martín le ha enviado información por correo electrónico acerca de la investigación sobre el ministro Cuello. No mucha, es cierto; quizá les está tanteando para venderles nuestro reportaje a cambio de una buena tajada.

—Debí haberlo imaginado. Por eso me está dando largas con la operación Aníbal.

—Nos ha traicionado, Javier. Y nos ha puesto en peligro.

—Ya estábamos en peligro antes.

—Ahora tenemos la certeza. Hay que hacer algo.

—¿Qué propones?

—Lo sabes perfectamente.

Javier se detuvo:

—No, no lo sé.

—Nos vendrá bien como seguro de vida. Es él o nosotros.

—¿Insinúas que habría que llevarlo a la cárcel que tenéis al sur de Madrid?

—Si no actuamos rápido, estamos perdidos.

—Celia, ¿crees que secuestrar a Martín solucionará algo? Si la gente de Cuello viene a por nosotros, la ausencia de nuestro jefe no supondrá ninguna diferencia.

—Me importa un cuerno. Nos ha traicionado y tendrá que pagarlo. No hemos puesto nuestra vida en juego para que ese cabrón nos entregue a los sicarios de la República. Si le dejamos suelto, venderá nuestra investigación al Gobierno. Se hará rico y a nosotros nos matarán. Es así de simple.

—Estás exagerando. Lo que me propones es un delito, y…

—No me hagas reír. Recuerda que te obligó a que le informases de las actividades de Joana, y como agradecimiento, no te ayudó a buscarla cuando Brizuela la secuestró. ¿Qué lealtad le debes?

—No tenemos la seguridad de que pretenda vender el dosier. Tal vez ha contactado con Moncloa para que puedan dar su punto de vista antes de publicar el reportaje. Es habitual en la prensa.

—Martín se ha puesto al servicio de los que amnistiaron al asesino de Joana. ¿No te basta con eso?

—Imagina que estás equivocada, y que no quiere traicionarnos.

—Pensé que estabas conmigo.

—Y lo estoy, Celia, pero no en el modo en que quieres llevarlo.

—Ahora no puedes echarte atrás. Estamos luchando por el restablecimiento de las libertades en España, y eso conlleva riesgos. De nada valdrá nuestro trabajo si Cuello nos tapa la boca. Martín no tenía ningún derecho a contactar con el Gobierno sin avisarnos.

—Haremos una cosa: sacaremos toda la información sensible de la redacción, y la conservaremos en un lugar seguro.

—Ya he borrado la que había en los ordenadores del periódico relacionada con el caso; pero tendrás que entrar a su despacho y sacar los papeles que conserve.

—De acuerdo, lo haré. E iré buscando otro periódico donde trabajar.

—¿Y qué hay de Martín?

—Si nada le dejamos, nada podrá vender.

—Joana sacrificó su vida para defender la libertad, salvó a quienes no lo merecían, y tú buscas excusas para no actuar.

—¡Deja en paz a Joana de una vez!

Celia lo evaluó con la mirada:

—¿Te molesta que te la recuerde? ¿O acaso piensas que no estoy a su altura?

—Eh, no saques las cosas de quicio.

—Claro, no soy como a ti te gustaría.

—Eres una buena compañera y amiga; pero lo mío con Joana era diferente.

—Lo sé.

—Además, tú tienes una relación sentimental con otro hombre; ese amigo misterioso del que apenas hablas.

—Lo único que comparto con él es sexo. Él no me quiere y yo no le quiero; los dos lo sabemos y lo triste de todo es que no nos importa.

—Eres muy libre de hacer con tu vida lo que te parezca, Celia.

—No lo entiendes. ¿Por qué piensas que te estoy ayudando? ¿Por qué me molesto en seguirle la pista al asesino de Joana? Yo ni siquiera la conocía. Es por ti, Javier. Hago todo esto por ti. Has pasado por una situación muy parecida a la que yo sufrí cuando perdí a mis padres, y… y… Joder, ¿por qué me cuesta tanto decirte que te quiero?

Javier no contestó. Aquella revelación lo había desarmado, y le hizo olvidar, aunque solo parcialmente, lo que Celia mencionó sobre Martín. Por primera vez, su amiga le confesaba lo que sentía por él y le abría su corazón, arriesgándose a ser rechazada.

—Supongo que me cuesta tanto porque en realidad, todavía no he aprendido a amar a los hombres —continuó ella.

—Entiende que me resulta embarazoso iniciar una relación contigo, sabiendo que te acuestas con otro.

—Eso ha dejado de ser un problema —dijo ella, sombría.

—¿Por qué? ¿Has roto con él? ¿Te ha dejado?

—Asaltaron su apartamento y no contesta a mis llamadas. Me temo que no volveré a verlo con vida.

III

Encerrado en un habitáculo que apenas le permitía permanecer erguido y caminar un par de pasos, Mauro había perdido la noción del tiempo que llevaba allí. Todo lo que tenía era un cubo con sus excrementos —que sus captores no habían retirado—, una palangana con agua, una manta y un colchón de espuma que cedía al peso de su cuerpo, logrando que su columna vertebral hiciese contacto con el suelo. Desde que ingresó en el GARRE como agente encubierto del Centro Nacional de Inteligencia, había enviado a zulos como aquél a un par de personas, que luego habían sido ejecutadas. Y ahora estaba dentro de uno de ellos.

Apenas habían hablado con él, y eso le desorientaba. ¿Conocían su identidad real? En tal caso, ¿por qué no le habían despachado con un tiro en la nuca? Allí dentro, tenía tiempo de sobra para realizarse estas y muchas preguntas más. No le habían matado aún porque disfrutaban torturándole; pensaban que mantendría viva la esperanza de salir con vida y así podrían jugar con él.

Otra persona en su lugar se habría derrumbado, habría llorado, estaría desesperada y angustiada, temiendo que el fin se acercaba. Él no. La angustia era un estado mental que le perjudicaba. El pánico podía ser útil en libertad, para escapar de un peligro; movilizaba las reservas energéticas del cuerpo y concentraba al cerebro en la búsqueda de una vía de escape. Pero en aquel encierro, el pánico no le servía de nada; solo había una salida del zulo, una trampilla en el techo, desde la que le arrojaban la comida y el agua. Había estudiado fríamente sus posibilidades de escape, concluyendo que eran prácticamente nulas.

Pensó en la vida que había llevado hasta ahora, y qué sentido tenía lo que había hecho. Si ahora moría, si le dejaban ahogarse en sus excrementos, ¿habrían servido de algo sus esfuerzos? Resultaba frustrante haber llegado tan lejos y no conseguir nada. Pero la vida es una sucesión de acontecimientos que carece de sentido. Cada persona trata de buscárselo para hacer más llevadera su existencia, pero la realidad es que al universo le importa un comino que vivas o mueras. El hombre no fue creado a imagen y semejanza de Dios; Dios era un espejo idealizado del ser humano, ofrecía seguridad y protección, era la figura paternal a la que acudimos en los momento difíciles. Sin un poder sobrenatural que nos garantice un más allá después de la muerte, la vida no tiene sentido.

Al menos, así funcionaba con la mayoría de la gente. Él no necesitaba creer en un ser omnisciente que todo lo veía, un puntilloso notario que apuntaba cada acto, cada decisión, cada insulto y afrenta, para ajustarle cuentas en el tribunal de las almas. Mauro vivía mejor sin él y raras veces se sentía culpable. Incluso cuando condujo a aquellos dos guardias civiles a la muerte, en Gibraltar, lo hizo consciente de que cumplía con su deber. La guerra pronto comenzaría y el peñón sería recuperado para España. Eso era lo único que importaba. Cuando todo hubiera pasado, nadie recordaría la muerte de aquellos guardias, pero la gesta del peñón se inscribiría en los libros de Historia y perduraría para siempre. Y él habría contribuido con su esfuerzo a hacerla posible. La Historia habría cambiado gracias a él. Solo por eso merecería la pena haber vivido.

Quizá, después de todo, su vida sí tenía sentido.

La trampilla del techo se abrió. Mauro hizo pantalla con la mano, deslumbrado por la luz que penetraba en aquel maloliente féretro de cemento. Esperó a que alguien asomase con una bandeja de comida, pero en su lugar, le arrojaron una pequeña escala de madera y cuerda.

Quizá su vida había llegado a su fin, pero no iba a derrumbarse ahora ni a implorar de rodillas una misericordia inútil, así que subió tranquilamente por la escala, dispuesto a enfrentarse a sus captores y a llevarse a alguno por delante si tenía ocasión.

Dos hombres le ataron las manos a la espalda y le obligaron a sentarse. Se situaron detrás de él mientras un tercer individuo entraba en la sala. Mauro reconoció su rostro por haberlo visto en la televisión varias veces.

Era el general Carmona, responsable de la matanza de Almansa, que se cobró miles de víctimas civiles, incluidos los padres de Celia. Carmona había tratado de matar a Montoro para evitar que firmase la paz con la República. No lo consiguió y, tras el fin de la guerra, tuvo que huir de España para que sus antiguos compañeros de armas no se vengasen de él.

Pero había vuelto. Carmona seguía en España y era uno de los dirigentes en la sombra del GARRE. Mauro había prometido a Celia que intentaría capturarlo, aunque era la primera vez que se veían cara a cara. Carmona no gustaba de mostrarse en público y se protegía detrás de segundones. En cierto modo, Mauro se sintió honrado de merecer el interés de aquel canalla.

Sin mediar palabra, Carmona le lanzó un brutal puñetazo sobre la mandíbula, que le rompió una muela. Mauro escupió sangre y su visión se enturbió, pero logró recuperarse. Carmona hizo una seña a los hombres, que le levantaron de las axilas. El militar le golpeó el vientre y después le lanzó una patada en los testículos.

—Nos engañaste bien —dijo—. Te cargaste a cuatro tíos sin pestañear, cuando se te ordenó. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Qué clase de policía haría algo así?

—No soy un policía.

—Sabemos que eres espía.

—Mentira.

Carmona intentó lanzarle otra patada, pero Mauro, con un movimiento de tijera de sus piernas, interceptó su pie en el aire y el militar perdió el equilibrio. Más que el dolor al caer al suelo, lo que le fastidió fue ser humillado por un tipo a quien tenía inmovilizado y a su merced. Rápidamente, uno de los esbirros del general sacó cuerda y amarró los tobillos a Mauro.

El general sacó unas tenazas y le descubrió la camisa. Aferró el pezón izquierdo y, tras retorcerlo para regodearse con su dolor, se lo arrancó de cuajo.

—Tienes huevos, lo reconozco —murmuró el militar—. Al menos, de momento. Ya veremos cuando acabe contigo lo que queda de tu chulería.

—No fue culpa mía que el explosivo no estallase —dijo Mauro—. Hice lo que pude con el material que me disteis.

La hemorragia del pecho izquierdo no cesaba. Carmona hizo una seña a sus ayudantes, quienes le cauterizaron salvajemente la herida, primero con un cigarrillo, y al ver que no era suficiente, con un mechero. Mauro lagrimeaba de dolor y la boca le ardía, inundada por la sangre que manaba de la muela rota, pero no le dio el placer a aquel sádico de oírle gritar.

—Dime cuántos más hay infiltrados en el GARRE. Dímelo, o lo próximo que te arrancaré será la polla.

—No sé de qué me hablas.

—Quiero el nombre de tu jefe y vuestros protocolos de comunicación. Empieza a hablar, cabrón, o perderé la paciencia.

—Te equivocas de hombre.

El general cabeceó afirmativamente y sonrió. Se marchó a una habitación contigua y volvió con una cuchara.

—Vamos a comprobar hasta qué punto aprecias tu sentido del deber —dijo, acercándole el cubierto a uno de los ojos.

Mauro deseaba no tener que recurrir a aquello, pero no tenía otra escapatoria:

—Marqués de la Ensenada.

El avance de la cuchara se detuvo a escasos centímetros de su córnea. Carmona había reconocido la contraseña.

—¿Trabajas para el Lobo? —exclamó, incrédulo—. No puede ser.

—Ya sabes el procedimiento. Y ahora, dile a tus matones que me suelten.

Carmona abandonó de nuevo la estancia e hizo una llamada. Cuando regresó, ya no llevaba la cuchara.

—Desatadle. No entiendo cómo no se me informó de esto.

—No eres tan importante para conocer la situación de todas las piezas —dijo Mauro, jurándose que haría pagar a Carmona por lo que le había hecho. A él y a los padres de Celia—. Yo tampoco podía revelar la contraseña a menos que corriese peligro inminente de muerte.

—Me han dicho que te deje marchar y que eres de fiar. No estoy seguro de que esto último sea verdad.

—Tus opiniones me importan una mierda. Lárgate.

Carmona se acercó a él, amenazante, echándole su aliento a tabacazo agrio:

—Te has librado por poco, pero voy a vigilarte de cerca, así que ten cuidado. Comete otro error y te juro que lo lamentarás.

IV

La última reunión de trabajo había finalizado y Saldaña aprovechó para servirse medio vaso de whisky y arrellanarse en el sofá de su despacho. La fotografía de Alejandro Zamora, asesinado hace seis meses por un comando terrorista vasco, le lanzó una mirada sesgada desde la pared, como si le censurase por no estar a su altura. Zamora se había convertido en un mártir para Unidad Nacional, pero Saldaña conocía la verdad que se escondía detrás de aquella foto, y los turbios tratos a que había llegado con los golpistas. Desde que fue elegido presidente de Unidad Nacional, marcó distancias con su predecesor para rehabilitar la imagen del partido y convertirlo en una alternativa de gobierno. Hasta ese momento, Saldaña creía tener el control de Unidad Nacional y estaba convencido de que sus compañeros lo eligieron por sus méritos y su capacidad de recomponer puentes; en definitiva, porque era un político eficiente y honesto.

Qué equivocado estaba. Su sucesión había sido dirigida por fuerzas externas, las mismas que habían manejado a Zamora y ahora lo manejaban a él. Tomó otro sorbo de whisky y suspiró. Maeso, el presidente del gobierno socialista, había dimitido. Como líder de la oposición, Saldaña debería alegrarse de la inestabilidad política que dividía a los socialistas, pero se sentía culpable de que Maeso hubiera tirado la toalla. Él le prometió entrar en un gobierno de concentración para superar la crisis, y poco después había faltado a su palabra. Por supuesto, Maeso no sabía la causa de aquel cambio de actitud, y Saldaña no podía confesarlo porque sentía una profunda vergüenza de sí mismo.

Había cedido al chantaje de Brizuela, para proteger su reputación; vivía una mentira en la que el Saldaña ideal, el personaje público que salía en televisión, defendía unos valores basados en la tradición y la familia cristiana que no respetaba en la práctica. Mentía a su esposa, a la sociedad y a sí mismo, porque no soportaría el rechazo colectivo si trascendía que se acostaba con un joven que podría ser su hijo.

Lo que más le entristecía era que Joaquín le hubiese traicionado. El vídeo que Brizuela le mostró había sido tomado en la habitación del hotel donde se citó con su amigo. Este había escondido una cámara en una bolsa de mano, que dejó sobre la mesa de la televisión, enfocada a la cama. Tenía hasta ese momento a Joaquín por una persona honesta, pero los hechos lo desmentían. Aunque tampoco podía culparle por haber cedido a la presión. Saldaña también lo había hecho. Si fuese valiente, ya le habría contado a su esposa que tenía una relación con otro hombre, y realizaría una declaración pública ante la prensa, poniéndose a disposición del comité nacional del partido. Eso habría desarmado a Brizuela, pero no se sentía preparado para ese paso. Seguramente sus compañeros y la sociedad lo entenderían; algún primer ministro europeo era homosexual y no pasaba nada.

Se preguntó por qué era tan hipócrita y se empeñaba en aparentar ante los demás lo que no era.

Acabó su whisky y volvió a llenar el vaso a la mitad. Los aliados de Unidad Nacional le habían señalado claramente el camino del que no podía apartarse. ¿Merecía la pena seguir obedeciendo? ¿Cuál sería la siguiente exigencia de Brizuela? Ya le había advertido que algún día le pediría algo más, y que más le valdría que colaborase. Saldaña se había informado del historial de aquel tipo y sabía que formaba parte del GARRE, un grupo terrorista generador de continuos problemas a la República desde que se firmó la paz con Montoro.

Alejandro Zamora había conspirado con golpistas, y él cedía a las amenazas de un terrorista. ¿Había ganado algo Unidad Nacional con el cambio de líder? En cierto modo, estaban peor que antes.

Su secretario entró al despacho. Saldaña hizo ademán de esconder la botella de whisky, pero pensó que ya daba lo mismo.

—Ha ocurrido algo. Puedo venir en otro momento, si estás ocupado.

—¿Es grave?

—Me temo que sí. Se trata de tu amigo Joaquín.

El corazón de Saldaña comenzó a latir furiosamente. Como Brizuela le hubiese hecho algo…

—Fue ingresado esta mañana en un hospital.

—¿Qué le ha pasado? —Saldaña se puso en pie—. ¿En qué hospital se encuentra?

—Te daré los detalles, pero no es conveniente que vayas. Mandaremos a alguien para que recabe información discretamente.

Saldaña rehusó. Su secretario accedió a darle la dirección del hospital, y dado que el aliento de su jefe olía ligeramente a alcohol, lo llevó en coche al centro.

Encontraron a la familia en la sala de espera de Urgencias. Fue inútil intentar pasar desapercibido; el padre de Joaquín le identificó de inmediato y quiso saber de qué conocía a su hijo. El whisky estuvo a punto de jugarle una mala pasada, pero su secretario contestó por él, diciendo que Joaquín era un colaborador del partido.

—Mi hijo ha intentado suicidarse con barbitúricos —dijo el padre.

—¿Ha hablado usted con él? —preguntó Saldaña—. ¿Sabe por qué lo ha hecho?

—No. Lo encontraron inconsciente y la ambulancia lo trasladó aquí —el padre no paraba de mirarle—. ¿Desde cuándo conoce usted a mi hijo?

Su secretario le dijo algo al oído y se alejó a la zona de boxes, para recabar información de los médicos.

—Desde hace unos meses —dijo Saldaña.

—Es extraño que no me dijese que trabajaba en Unidad Nacional.

—¿Por qué?

—A mi hijo nunca le ha interesado la política.

—Mire, si le incomoda mi presencia, dígamelo y me iré. No tengo intención de molestarle.

Desde la entrada de boxes, su secretario le hizo una seña para que se acercase. Saldaña respiró con alivio y se libró de aquella inquisitiva mirada.

—¿Qué más has averiguado?

—Le han hecho un lavado de estómago y está fuera de peligro. Se encuentra en la sala de despertar, consciente. Puedes hablar con él unos minutos.

—Bien. ¿Podremos luego irnos por otra puerta? No quiero cruzarme con el padre a la salida.

—Al fondo a la izquierda hay un pasillo que comunica con el resto del hospital.

Saldaña entró a la sala donde se hallaba Joaquín, postrado en una camilla. No había nadie más en esos momentos y su secretario les dejó solos.

—¿Quién te ha hecho esto? —el político le besó afectuosamente en la mejilla—. ¿Te obligaron a ingerir pastillas?

Joaquín comenzó a llorar.

—Tranquilo, tranquilo. Voy a cuidar de ti, no tienes nada que temer.

—Nadie me… obligó —murmuró el joven entre balbuceos.

—¿Por qué lo has hecho?

—Me enganché a la coca hace un año. Para seguir consumiendo empecé a vender; una cosa llevó a la otra, y… Me amenazaron con enviarme a la cárcel si no colaboraba.

—¿Les debías dinero?

El joven asintió.

—Y ahora tu deuda está saldada.

—Yo… no quería ir a la cárcel. No quería que mi padre se enterase. Tú no lo conoces.

—Ahora sí. Me lo encontré en la entrada.

—Entonces ya te habrás dado cuenta que detesta a Unidad Nacional.

—Se mostró sorprendido cuando le dijimos que tú colaborabas con el partido.

—Soy un miserable, Pedro, estoy acabado. No puedo mirarte a la cara sin sentir vergüenza.

—Yo también la siento cada vez que me veo en el espejo.

—No te entiendo.

—Me amenazaron con divulgar el vídeo que grabaste.

—Te reembolsaré el dinero que les hayas pagado. Hasta el último céntimo.

—No es dinero lo que quieren.

—¿Entonces?

—Mejor que no lo sepas.

Un celador entró en la sala con la camilla de un paciente recién operado, y le invitó a salir de allí. Saldaña se despidió de Joaquín y abandonó el hospital evitando la salida de urgencias.

Joaquín y él eran rehenes de sus propios errores; ambos habían cedido al chantaje y ahora sufrían las consecuencias. Un sufrimiento que, en el caso de su amigo, se había transformado en desesperación. Si no se hubiesen conocido, su intento de suicidio no habría tenido lugar. Saldaña comprendió que, en los momentos que atravesaba el país, ser líder de la oposición colocaba a sus seres queridos en peligro.

No sabía durante cuánto tiempo podría soportarlo.

V

La bahía de Algeciras había registrado una discreta actividad durante la madrugada. Buzos de la Armada española habían penetrado subrepticiamente en el puerto de Gibraltar, colocando explosivos bajo la línea de flotación de los buques de la Royal Navy que se encontraban fondeados. Aviones espía rusos controlaban el espacio aéreo del estrecho, realizando labores de interferencia y guerra electrónica, para inutilizar los sistemas de alarma británicos.

A las cuatro de la madrugada, el general Souto, jefe del Estado Mayor de la República, dio la orden de ataque desde su puesto de mando, enclavado en un cerro de la serranía de Ronda.

En el momento que las cargas hacían explosión y las dársenas se llenaban de fuego, docenas de misiles crucero lanzados desde aviones de las bases de Morón y Rota, atacaron las instalaciones militares de la armada británica. Aprovechando el caos, un regimiento de carros de combate destacado en La Línea de la Concepción cruzó la verja y tomó el aeropuerto de la Roca, mientras la infantería avanzaba por la avenida Winston Churchill y ocupaba las instalaciones civiles cercanas. En tanto la batalla por el control del puerto se desataba, en la costa este, helicópteros de transporte de tropas tomaban posesión para la República de la bahía catalana, conocida así por el desembarco en 1704 de un batallón de soldados catalanes, que ayudó a la flota angloholandesa a invadir el peñón. Cercando el peñón por este y oeste, se impedía el movimiento o la huida de tropas británicas, que quedarían encerradas en una bolsa, en el interior de la pequeña península.

Tres fragatas de la Armada española, procedentes de Ceuta, apoyadas por submarinos, acosaban desde el sur a los buques británicos que intentaban a la desesperada repeler el ataque. Mientras el infierno se desataba en el mar, la población civil salía de sus casas, presa del pánico. Las instrucciones de los soldados eran que todo el que lo deseara abandonase la Roca, para causar el menor número de bajas en los bombardeos. A través de megafonía se instaba a la población civil a que evacuase la ciudad antes del amanecer. A partir de ese momento, quien continuase en la ciudad sería bajo su propio riesgo.

Una vez cruzada la verja, nadie podría volver a entrar. Los civiles eran concentrados en La Línea de la Concepción para su posterior deportación al Reino Unido, salvo militares y dirigentes de la Roca, que pasaban a ser prisioneros de guerra.

Desde el cuartel general de campaña, Souto contemplaba con preocupación el desarrollo de la batalla. En una tienda Imperio se habían instalado tres pantallas panorámicas, que recibían en tiempo real las imágenes del teatro de operaciones, retransmitidas por satélites y antenas del ejército ruso. En las actuales circunstancias, el ejército español no podía confiar en el GPS ni en otros sistemas de guiado que tuviesen relación con los Estados Unidos o la OTAN.

Fuera de la tienda era noche cerrada. El cielo estaba despejado y la pacífica visión de las estrellas no reflejaba lo que sucedía a ochenta kilómetros al sur de su posición. Dos compañías de transmisiones mantenían enlace entre la Armada, el estado mayor del Aire y el Ejército de Tierra, protegidas por baterías antiaéreas. Si se detectaba la aproximación de un misil enemigo, tendrían unos minutos para desmontar y escapar. Todos los vehículos habían repostado y los conductores se mantenían en sus puestos, aunque disponían de tres helicópteros para evacuar al Estado Mayor.

Souto podría haber elegido quedarse en Madrid, o en Sevilla, pero no le gustaba dar la imagen de que los jefes seguían los acontecimientos desde un sillón, como si contemplasen un partido de fútbol, mientras los soldados se jugaban la vida en el campo de batalla. Sabía que ese era el estilo de los generales estadounidenses, que desde el Pentágono dirigían guerras que se libraban al otro extremo del planeta, como en un videojuego. Si tanto confiaban en su tecnología, no entendía el afán de poner distancia del lugar donde caían las bombas, como si los generales no se considerasen soldados, sino estrategas de salón que no se manchaban el uniforme de polvo.

Los ingleses, aliados naturales de los Estados Unidos, habían desempeñado un papel funesto en la reciente guerra civil. Duarte reclamó a Europa ayuda militar para hacer frente a las tropas sublevadas en Andalucía, sin ningún resultado. Si el cuerpo de ejército europeo hubiese desembarcado en el sur, Montoro habría sido vencido rápidamente, y la rebelión en Valencia habría quedado aislada, al carecer de suficientes apoyos. El Consejo Europeo se reunió de urgencia sin la asistencia de España, por ser parte implicada. Asistió como asesor el general Shaw, comandante supremo de la OTAN. Tanto la Alianza Atlántica como el Reino Unido se opusieron firmemente a cualquier tipo de ayuda militar, bajo el pretexto de que el golpe de Montoro era un asunto interno de los españoles, y que una intervención europea sentaría un precedente de cara a futuros conflictos y pondría en peligro la paz en la región. Tras dos horas de debate, la única decisión que tomó el Consejo fue la de fijar fecha para otra reunión, en la que se evaluaría el desarrollo de los acontecimientos.

Duarte no había olvidado aquello. Ningún demócrata español que conociese un poco de historia contemporánea tampoco había olvidado las palabras de Alexander Haig, secretario de Estado de Reagan, el día en que Tejero irrumpió en las Cortes a tiro limpio. Preguntado por un periodista, Haig declaró que el asalto al Congreso era un asunto interno de los españoles. Con las bases estadounidenses en alerta desde hacía varios días y buques de guerra patrullando frente a las costas de Valencia, los americanos seguían de cerca cada movimiento de los golpistas, demostrando una implicación mucho mayor de la que aparentaba Haig al lavarse públicamente las manos.

Aquellos canallas presumían de ser la primera democracia del mundo, nada les gustaba más que aleccionar a otros países sobre cómo tenían que llevar sus asuntos, pero la retórica de las palabras guardaba poca relación con las intenciones que ocultaban.

No les tenía simpatía a los anglosajones, pero también sabía que no era el momento para librar nuevas batallas. Lo más importante para un militar no es ganar una guerra, sino evitarla. España no se había recobrado del último conflicto y ya se veía envuelta en otro. Aunque Duarte llevase razón, no actuaba con sensatez; además, había mantenido a su presidente del Gobierno al margen. Zarzuela dio instrucciones a Souto para que Maeso no conociese los preparativos de la operación Aníbal; pero en cuanto se enteró, Maeso ordenó que la detuviese y devolviese las tropas a los cuarteles. Ante un conflicto de órdenes, un militar ha de acatar la que emane de una autoridad superior. Duarte era el jefe del Estado y del Ejército, y le correspondía constitucionalmente declarar la guerra. Además, Maeso había dimitido y ya no tenía autoridad moral para oponerse.

Con independencia de las dudas que Souto albergaba sobre la reconquista del peñón, tenía órdenes que debía acatar.

Una de las pantallas le mostró la disposición de fuerzas navales en el Mediterráneo, por si se detectaban cambios. Los satélites captaban movimientos de buques en el Mar Rojo, en dirección al canal de Suez. Además, buques de la marina estadounidense que patrullaban por Grecia estaban cambiando de rumbo y se dirigían hacia el Este. Otro tanto sucedía con varios barcos en el Atlántico norte, que se desviaban de su ruta para dirigirse a la península.

Los Estados Unidos disponían de efectivos en dos puertos de Marruecos y podían lanzar una ofensiva por mar y aire. Sin embargo, los aviones se mantenían en sus pistas y los buques permanecían amarrados. Souto sospechaba que la CIA conocía la existencia de la operación Aníbal, aunque les habían dejado seguir.

Sea como fuere, los ingleses dependían de momento de sus propias fuerzas para defender la Roca. La Royal Navy tendría que viajar desde las islas británicas a Gibraltar, surcando el Atlántico, donde le esperaba una travesía llena de peligros. ¿Conseguiría Duarte pasar a la Historia como el presidente que recuperó Gibraltar para España?

En su calidad de director militar de la operación, Souto necesitaba creerlo.