CAPÍTULO 8

I

Antes de acudir a la Zarzuela a presentar su dimisión, Maeso había hablado con las personas más cercanas para anticiparles la noticia, e incluso había concedido dos entrevistas a diarios próximos al partido socialista, que se publicarían al día siguiente. Entre los amigos a quienes llamó estaba Sajardo, líder de Renovación Socialista, corriente escindida a causa de la tensión que Duarte había provocado en su propio partido. Maeso había permanecido en su puesto y aguantado todo tipo de presiones, porque honestamente creyó que podía conseguir mucho más dentro del Gobierno que fuera de él, y además, el país ya estaba bastante dividido para enrarecer aún más el ambiente. Pero se equivocó. Ya no podía hacer nada para frenar a Duarte; sus continuas intromisiones en la labor diaria del Gobierno se hacían intolerables, y Maeso estaba convencido de que el presidente de la República se había cansado de él pero no se atrevía a cesarle por el apoyo popular que aún tenía, así que le hacía la vida imposible para que se fuese.

Bien, ya lo había conseguido. Maeso continuaría como presidente en funciones hasta que Duarte, previas las consultas pertinentes a las fuerzas políticas, propusiese al Congreso otro candidato a la presidencia del Gobierno. Si en primera votación no conseguía mayoría absoluta, deberían pasar cuarenta y ocho horas y el candidato sería elegido con mayoría simple. Tras la expulsión de Ledesma del partido, Duarte acumulaba los cargos de secretario general de los socialistas y presidente de la República, y sobre el papel tenía garantizado el apoyo del grupo parlamentario a la persona que propusiese.

Maeso no pensaba tomar ninguna decisión relevante durante el tiempo que permaneciese como presidente en funciones. Firmaría los asuntos de rutina y luego volvería a la universidad, como profesor de derecho constitucional en la Complutense. Sajardo se mostró muy comprensivo con su decisión, y le recordó la visita que le había realizado a la Moncloa recientemente. Tenían que hablar sobre su futuro, y hacerlo con calma. Ahora que ya no debía ninguna lealtad a Duarte, era el momento de sincerarse mutuamente y tratar aquellos temas que, desde su cargo, no se atrevió a abordar.

Hablaría con él, sí; tenía curiosidad por saber qué había planeado Sajardo, pero no había prisa. A partir de ahora se tomaría las cosas con mucha calma. Su médico ya le había advertido que tenía el colesterol alto y que el sobrepeso y la falta de ejercicio le darían un buen susto un día de estos.

Duarte no le hizo esperar y lo recibió en su despacho, tan lóbrego y poco ventilado como la última vez que Maeso lo visitó.

—Vaya, no has enviado a uno de tus criados con la firma —le espetó Duarte—. ¿A qué se debe este honor?

—Te comunico oficialmente que dimito como presidente del Gobierno —Maeso le entregó un papel.

Duarte no manifestó sorpresa y llamó a Laura, su jefa de prensa, por el intercomunicador.

—¿Deseas algo, presidente? —la mujer asomó por la puerta, dedicándole una sonrisa cómplice.

Duarte señaló a Maeso con desdén:

—Este se va.

—Si acaba de llegar. No entiendo.

—Llama a Cuello. Que venga a Zarzuela ahora mismo —le entregó el escrito de dimisión.

La mujer leyó el documento, asintió y se retiró, dejándoles solos.

—¿Vas a nombrar a Cuello en mi puesto? —exclamó Maeso, indignado, notando cómo su tensión arterial se desbocaba—. ¿Precisamente a él?

—Necesito alguien en quien poder confiar. Cuello ha cumplido fielmente cuanto se le pidió, sin cuestionar mis instrucciones, y ha salvado a la República de la quiebra.

—Es un delincuente que se ha hecho rico a costa de los rusos.

—Tú no eres juez para condenar a nadie.

—Ahora entiendo por qué te negaste a firmar el decreto de cese. Ya te habías fijado en él para sustituirme.

—Por el bien de España, espero que facilites una transición de poderes pacífica, y colabores con él hasta la votación de investidura.

—Dimito porque te negaste a refrendar su cese, y me pides que colabore con él. ¿Quién te has creído que eres?

—El jefe del Estado. Y es mi atribución la de velar por la correcta marcha de las instituciones.

—Si te hubieses ajustado a ella, yo no estaría aquí.

—Me apena que te vayas, Julián; hemos sufrido juntos estos últimos meses, nos enfrentamos a los fascistas que intentaron destruir este país, pero pusimos fin a la guerra y en gran parte fue gracias a ti. A pesar de nuestras diferencias, no olvidaré el gran servicio que has prestado a los españoles.

—Guárdate tu discurso para la investidura de Cuello —Maeso se encaminó a la puerta—. Ah, por si no te lo han dicho ya, he cancelado las maniobras militares en Cádiz. La operación Aníbal ha vuelto a los archivos del cuartel general.

—Ya no tienes poder sobre la política de defensa. Además, te recuerdo que soy el jefe de las fuerzas armadas.

—Habré dimitido, pero sigo en funciones hasta que Cuello sea investido por el Congreso. Mientras tanto, sugiérele a tu fiel esbirro que se mantenga lejos de la Moncloa.

—¿Es tu última palabra?

—Prometiste que dejarías la jefatura del Estado para facilitar el fin de la guerra, pero han pasado seis meses y sigues en Zarzuela.

—No voy a permitir que los militares dicten la política de este país.

—Nos veremos en el Congreso. Si es que esta vez no tienes miedo de aparecer.

Maeso se arrepintió de haber pronunciado aquellas injustas palabras, pero no quiso rectificar delante de Duarte y abandonó el palacio a toda prisa.

Su regreso a la docencia, lamentablemente, tendría que esperar. Duarte iba a entregar el Gobierno a un ladrón, y eso no podía permitirlo. Tan pronto como regresó a la Moncloa, usó una línea segura para llamar a Sajardo.

—Tenemos que hablar —dijo—. Es urgente.

—Esta mañana me dijiste que abandonabas la política y volvías a la universidad —le dijo Sajardo por el auricular—. ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

Maeso apretó los dientes:

—Duarte.

—¿Te ha convencido para que retires la dimisión?

—Claro que no. Me ha convencido de que tenías razón en todo lo que decías de él, Manolo. Y ha llegado el momento de pasar a la acción.

II

Desde su apartamento, Mauro seguía la retransmisión en directo de la toma de posesión de Felipe VI, al frente del Consejo de Estado. Las autoridades habían entrado al salón de sesiones, siguiendo el horario previsto. El último en hacerlo fue el depuesto monarca, acompañado de un director general del ministerio de Justicia, que realizó una glosa introductoria a su figura, y el papel simbólico que aquel acto de reconciliación poseía para los españoles.

Mauro había programado la bomba para que hiciese explosión a las doce horas y treinta minutos. La sala se encontraba abarrotada de periodistas y altos dignatarios de la nación. Calculó mentalmente a cuántas personas de los bancos del público afectaría la onda expansiva. No esperaba que hubiera más de una docena de bajas, pero en un recinto lleno de gente, cualquier cosa podía suceder.

Tras el discurso de bienvenida, tomó la palabra el presidente saliente, que pronunció un largo y soporífero discurso. Mauro se impacientaba. Faltaban dos minutos para que estallase el explosivo y su nerviosismo iba en aumento. El cámara ofreció una panorámica del salón, y su mente se pobló de cuerpos desmembrados, imaginando una bola de fuego que se expandía por todo el recinto; las personas gritaban, envueltas en llamas, y trataban de huir en tropel por la puerta, pero ésta no se abría, bloqueada por la marea humana.

El rey tomó la palabra en el momento que su cronómetro marcaba las doce y media. Mauro clavó la vista en el televisor, esperando que en cualquier momento, el infierno se desatase en el Consejo de Estado. Nada sucedía. El Borbón habló durante quince minutos y su parlamento fue ovacionado por el público. Después, alguien más tomó la palabra, aunque Mauro ya no escuchaba lo que decían.

El temporizador había fallado; tal vez los inhibidores de frecuencia de la guardia del rey habían afectado la electrónica del aparato, o quizá Mauro había unido mal algún cable.

Estaba aliviado y preocupado a la vez. No quería ser el responsable de una masacre, pero era consciente de la importancia que la misión tenía para el GARRE. Si fracasaba, podrían ajustarle cuentas más adelante.

Necesitaba recurrir al plan de reserva. Oculto en el falso fondo del armario de su dormitorio, se encontraba su fusil Corner Shot, con el que podría disparar por la ventana sin asomar la cabeza. Tomó el arma entre sus manos y se acercó al alféizar, pero antes de abrir, atisbó la calle y el inmueble de la acera de enfrente: las persianas estaban bajadas y no veía movimiento. Por si acaso, se cubrió la cabeza con un pasamontañas y esperó a que el acto protocolario terminase, al cual siguió un vino de honor y media hora más de espera.

Por fin comenzó a detectar actividad de vehículos oficiales saliendo del edificio. Disimuló el cañón del fusil con un pequeño peluche y lo apoyó en el alféizar, apuntando al edificio del Consejo de Estado. En la pantalla de cristal líquido del arma observó a la comitiva saliendo del recinto; aumentó la imagen y contempló a su objetivo, saludando al público. La imagen basculaba y los nervios amenazaban con traicionar su habitual sangre fría.

¿Qué había hecho el general Carmona por España? Nada, aparte de desencadenar una guerra civil. Y él se prestaba para ser el instrumento de su venganza.

Felipe VI subió a su coche oficial, de lunas tintadas, y Mauro perdió la visión de su blanco. Retiró el arma de la ventana y vio pasar a dos motoristas encabezando la comitiva, seguidos del vehículo donde viajaba el rey. Era inútil, ya no podía hacer nada. Se quitó el pasamontañas y devolvió el arma a su escondite. Tendría que informar a su enlace del GARRE que la operación había fracasado.

Llamaron a la puerta.

Mauro sacó su pistola. Quizá algún vecino le había visto desde el otro lado de la calle y había llamado a la policía. En silencio, se acercó a la entrada y esperó. La llamada se repitió y pronunciaron su nombre.

Se asomó por la mirilla. Tres individuos esperaban en el rellano; sus caras le eran familiares. El GARRE había venido a ajustar cuentas con él.

—Vamos, abre, sabemos que estás ahí dentro.

Calculó sus opciones. Tenía un fusil y una pistola, pero ellos eran tres, y seguramente también venían armados. Podría acabar con ellos si el factor sorpresa estuviese de su parte, pero esos hombres estaban adiestrados en tácticas de guerrilla urbana y venían preparados para cualquier argucia que él pudiese improvisar. Luego pensó que no tenía de qué avergonzarse, y si huía, estaría reconociendo que escondía algo. Eso sí sería peligroso.

Sus vacilaciones impacientaron a sus visitantes, que hicieron saltar la cerradura de la puerta con un par de empujones.

—¿Qué hacéis aquí?

—Veníamos a cubrirte la huida —dijo el más alto del grupo, un tipo de anchas espaldas con pinta de animal—, y también a incendiar el apartamento para borrar huellas, pero ya no será necesario.

Uno de los intrusos comenzó a registrar los cajones del salón. Mauro intentó detenerle, pero el alto le detuvo.

—La has cagado, Mauro.

—Los inhibidores de la escolta del rey afectaron al temporizador. O eso o el C4 que me disteis…

—Cállate.

—¿Qué coño estáis buscando aquí?

—Puto embustero.

—No sé de qué me estás hablando. ¡Eh, deja eso!

El hombre le retorció el brazo, consiguiendo que se doblase de dolor. Venían a por él, no había duda. O se arriesgaba, o no saldría vivo de allí.

Le dirigió un rodillazo a los testículos de aquella bestia, que aflojó lo suficiente la presión para que él lograse zafarse y sacase la pistola oculta en una tobillera.

—Al que se mueva lo dejo tieso. ¿Me habéis oído?

Sin quitarles el ojo, Mauro retrocedió hacia la puerta y salió al rellano. Desgraciadamente, no contaba con la presencia de un cuarto activista del GARRE, que montaba guardia en previsión de que la situación se complicase, y que le cogió del cuello por la espalda, arrebatándole la pistola.

—Tenemos órdenes de sacarte vivo, pero sigue tocándonos los huevos y saldrás de aquí en taquitos. ¿Entendido?

Mauro movió afirmativamente la cabeza.

—Te hemos puesto a prueba, gilipollas, y has fallado. Sabíamos desde el principio que había algo raro en ti —el hombre apremió al resto de sus compañeros para que se dieran prisa, y ató a Mauro de las manos con un nudo que le cortó la circulación en las muñecas—. La has cagado, cabrón.

—Hice lo que pude con el material que tenía, y desde la ventana no hay ángulo para disparar. El fusil…

El hombre le golpeó el vientre.

—No hemos venido aquí para hablar contigo. De eso ya se encargará otro.

—¿Quién? —Mauro sostuvo su mirada, desafiante.

—El general Carmona.

III

Kozlov regresó a su base de operaciones en Marbella de un humor pésimo. Sus gestiones en Madrid no iban conforme a lo esperado; le había fallado Resnizky y Cuello no quería mover un dedo para que librasen de la cárcel a uno de sus sicarios. Como resultado, había reunido a Grisha y Alexei para debatir el plan a seguir. Delante de una fuente de marisco, en una terraza con vistas a la playa, reservada para él, Kozlov exponía a sus lugartenientes los problemas que tenía en la capital de España, y la conveniencia de dar una lección a las autoridades para que mostrasen más respeto.

—Enseñaré a Cuello que no puede darme la espalda sin pagar un precio —dijo, partiendo una langosta por la mitad.

—Deberíamos esperar a que los ánimos se calmen, jefe —le aconsejó Alexei—. Cuello está sobre aviso. Será difícil pillarle con la guardia baja.

—No me tomará en serio si no cumplo mi palabra. Vais a secuestrar a su hija y a partir de ese momento, ese canalla hará lo que yo le diga —escupió un trozo de langosta al suelo—. Está salada —llamó al camarero—. Llévatela y tráenos género de calidad. Y otra botella de blanco.

—Le hemos perdido la pista a su hija —dijo Alexei—. Esta mañana no ha ido a la escuela.

—Encontradla. No puede haber ido lejos. Tenéis los números de los móviles; localizadla por GPS.

—Ya se me ocurrió, pero los han cambiado.

—¿Y Resnizky? ¿Sigue conservando el mismo número?

—Bueno, sí, pero…

—No sé quién se ha creído que es, pero fui a pedirle ayuda y me la negó. Ha olvidado quién le puso ahí, y quién puede acabar con él.

—No es adecuado que se convierta en enemigo. Resnizky tiene amigos en el Kremlin.

—Alexei, no me recuerdes lo evidente. Sé perfectamente quién es y cuál es su poder. Solo es un administrador que se cree que puede darme órdenes. Le enseñaré a… Ahí viene el vino.

El camarero le cambió la copa por otra limpia y se la llenó a la mitad. También depositó una nueva fuente con percebes, ostras y angulas. Kozlov olió el marisco y estrujó una rodaja de limón sobre una de las ostras, que se retorció al contacto del ácido. Se la llevó a la boca y disfrutó unos segundos de su cosquilleo dentro de su paladar antes de morderla.

—Las he probado mejores —hizo una señal al camarero para que se retirase, y tomó un sorbo de Albariño—. Está visto que si quiero marisco fresco, tendré que comprar mi propio restaurante. Anota esa idea, Grisha. Hay que diversificar nuestras inversiones, y la construcción ya no da el rendimiento de antes.

—¿Qué has pensado sobre Resnizky, jefe?

—Llamé ayer a Moscú, para que lo echasen a la puta calle, pero se negaron. Resnizky se cree que juega duro. No me conoce.

—Yo creo que sí.

—¿Por qué dices eso? —Kozlov devoró una segunda ostra de un bocado—. Grisha, sírvete más vino.

—Gracias, pero tengo el estómago revuelto.

—¿Y tú, Alexei?

Éste se llenó su copa y tomó un percebe de la fuente:

—Resnizky ha puesto a Cuello sobre aviso —dijo—. Y ha ordenado que nos sigan.

—¿Estás seguro?

—Es de los que piensan que la mejor defensa es un buen ataque.

—No quiero que vuelva a causarnos problemas. Si no encuentras a la hija de Cuello, su mujer también nos sirve.

—Ya había pensado en eso, pero tampoco está localizable. Ha desaparecido de Madrid.

—Me molesta mucho que piensen que soy previsible —Kozlov se sobresaltó al ver a un adolescente entrando en la terraza—. Le dije al dueño que no quería a nadie por aquí.

Grisha se dirigió al joven, lo puso contra la barandilla de la terraza, lo cacheó y lo echó de allí. Hizo una seña a un escolta, que aguardaba en las cercanías, para que no dejase aproximarse a nadie más.

—Tendremos que anticiparnos a ese ataque —dijo Kozlov—. Encárgate primero de Resnizky, es el más peligroso.

—De acuerdo.

—Oye, ¿qué sabes de la dimisión del presidente del Gobierno? Lo decían por la radio.

—No presté atención, la política española no me interesa.

—Te pago para que me informes, Alexei —agitó un percebe acusador—. Y eso va también por ti.

—Será sustituido por Cuello —dijo Grisha, ansioso por ser útil.

—Eso parece una buena noticia —murmuró Kozlov, tomando otro sorbo de vino—. A menos que Cuello no capte nuestro mensaje.

—Deja este asunto de nuestra cuenta —dijo Alexei.

—Ya hemos perdido a Yegor. No podemos cometer más errores.

—No fue culpa suya —apuntó Alexei—. Tenemos problemas con el GARRE, una banda que opera en Andalucía. Utilizan el negocio de las drogas para financiar actividades terroristas en España.

—Lo sé, y también sé que los yankis les apoyan.

—Tienen conexiones con una red internacional. Envié a Yegor a parlamentar con ellos, pero al día siguiente, la policía lo detuvo.

—¿Has identificado quién es el cabecilla?

—Brizuela; fue periodista en un diario de ultraderecha; estuvo implicado en un asesinato, pero lo soltaron después de la guerra.

—Hazle un seguimiento.

—Es listo. No se deja ver por ningún sitio. De todos modos, jefe, de momento no nos interesa llevarnos mal con el GARRE. Podrían haber matado a Yegor si hubiesen querido. Con su detención nos han mandado un mensaje.

—Sí, que tienen contactos eficaces en la policía y nosotros no. ¿Me tomas por idiota? —Kozlov observaba con recelo a un grupo de jóvenes en la playa, a unos veinte metros de la barandilla de la terraza del bar. El grupo se había sentado en la arena y uno de ellos instalaba una sombrilla—. ¿Es que nadie me hace caso, joder?

Alexei hizo otra seña al escolta, que desalojó a empujones a los jóvenes de la playa.

Definitivamente, Kozlov no estaba disfrutando del marisco.

La cabeza empezó a darle vueltas, y un inquietante ruido en sus tripas le hizo retorcerse de dolor. A su mente acudió la imagen de la ostra viva, contraída por las gotas de limón que había estrujado sobre ella. Un eructo amargo afloró a su paladar. Se ahogaba y comenzó a boquear. Al intentar ponerse en pie, perdió el equilibrio y se cayó sobre la mesa, tirando el vino y el marisco. Oía a Grisha y Alexei a su alrededor, gritando, pero no entendía lo que decían. Al tratar de preguntarles qué sucedía, descubrió que tenía las cuerdas vocales paralizadas; podía mover los labios, pero no brotaban las palabras. Sus brazos y piernas se negaban a obedecerle, y durante unos horribles instantes, Kozlov fue consciente de que se moría. Un veneno que afectaba a su sistema nervioso le causaba un fallo en cascada de sus órganos.

Su cerebro duró apenas un par de minutos, el tiempo suficiente para comprender que Resnizky le había eliminado antes de darle ocasión de atacar.

IV

Mauro llevaba dos días sin devolverle las llamadas, y Celia estaba muy preocupada por lo que le pudiese haber ocurrido. Aunque él le aconsejó que no volviese por su nuevo apartamento, por temor a que algún terrorista del GARRE la viese, ella desoyó sus advertencias y regresó a buscarlo. En cuanto subió a su rellano, se dio cuenta de que algo grave le había sucedido. La puerta de entrada estaba forzada y apenas tuvo que empujar un poco para entrar. Se preparó mentalmente para un escenario desagradable, pero, aparte de que el interior estaba revuelto, no encontró a su amigo. Eso la alivió un poco; puede que Mauro estuviese ausente y alguien hubiese aprovechado para entrar a robar.

Examinando las dependencias, halló en el suelo del salón restos de sangre seca, signo de que se había librado una lucha. Quizá le habían dado una paliza para robarle y después se lo habían llevado. Su instinto la alertó de que debía abandonar el apartamento, por si los ladrones volvían, pero su curiosidad la impulsó a quedarse. Quería averiguar en qué asuntos andaba metido su amigo, y, dado que voluntariamente no accedía a decírselo, aprovecharía aquella visita para descubrirlo.

A Mauro y a ella les encantaba escudriñar en los secretos de los demás, e Internet era una magnífica pasarela para entrar en las casas de millones de personas sin que lo advirtiesen. Ambos también compartían el gusto por el riesgo. De la afición por fisgar en vidas ajenas, sentado frente al ordenador, Mauro había saltado a una profesión más peligrosa que requería un trabajo de campo. Ella, por su parte, utilizó su rencor hacia los asesinos de sus padres para entrar en las brigadas de resistencia antifascista, un grupo al margen de la ley que perseguía a los criminales que la República se negaba a castigar. Pero aunque sus padres siguieran vivos, posiblemente habría seguido el mismo camino. Mucha gente había perdido a familiares durante la guerra y no se tomaba la justicia por su mano. Sin riesgo, Celia sentía que su vida estaba incompleta, y Mauro pensaba lo mismo. Eso es lo que le gustaba de él, su valentía al aceptar misiones que otros compañeros suyos del CNI rechazaban.

Bajo el miedo, las personas dejaban de ser libres. Bajo la bandera del temor, disfrazada de seguridad, se favorecía a los fuertes, se cometían injusticias y se recortaban libertades. Miedo a las represalias, al castigo, a las consecuencias. Una vida con miedo no merecía ser vivida. Si las personas tomaban decisiones, tenían que aprender a soportar sus efectos, sin esconder la cabeza como las avestruces. La transformación en adulto acarrea responsabilidades, y entre ellas figura la entereza para afrontar las consecuencias.

Ella había utilizado la muerte de sus padres como un pretexto, porque tenía envidia de Mauro, de su forma de entender la vida. Celia intuía que él la mantenía al margen de sus actividades para no comprometerla, pero ya estaba comprometida en la lucha contra el miedo. A diferencia de Javier, que mantenía una actitud vacilante y le lanzaba recriminaciones veladas, ella aceptaba la vida que había elegido. A un nivel racional entendía que la existencia de las brigadas era una aberración, una vergüenza que atentaba contra derechos humanos básicos, pero emocionalmente las consideraba un mal necesario que trataba de atajar un mal mayor. El día que los gobernantes comprendiesen lo que habían hecho y derogasen las leyes de impunidad, las brigadas dejarían de actuar. Las checas y los tribunales populares eran una tenebroso legado de la guerra del 36; los republicanos, impotentes ante la rebelión del ejército profesional, tuvieron que organizarse a toda prisa para combatir a los fascistas y defender la democracia. La improvisación de una justicia popular les empujó a cometer crímenes aborrecibles, y Javier tenía motivos para temer que ahora se repitiesen los mismos errores. Pero, a diferencia del 36, la guerra había terminado sin que uno de los bandos se hubiera erigido en vencedor. Franco no tuvo necesidad de promulgar una ley de amnistía, ya que eliminó físicamente a sus opositores tras una devastadora guerra de desgaste.

La paz firmada entre la República y Montoro había evitado una carnicería, pero se había cobrado una víctima importante: la justicia. Un estado de Derecho sin justicia no merecía ese nombre. Tejada había denunciado esa situación en el Tribunal de la Haya, y como resultado, había desaparecido, engullido en la oscuridad creada por un conflicto cerrado en falso.

La misma oscuridad que amenazaba con llevarse a Mauro.

Evitó buscar en los sitios obvios; conocía los procesos mentales de su amigo y no escondería nada relevante en los muebles del salón, en los tarros de cocina o entre las ropas de su dormitorio. Con un destornillador, encaramada a un taburete, le quitó el capialzado a la persiana del salón. Era el tipo de escondrijo donde a nadie se le ocurriría mirar.

Falló. Por si acaso Mauro se había vuelto descuidado en sus hábitos, entró al cuarto de baño, miró dentro de la cisterna y en el armario que había junto al lavabo, pero tampoco encontró nada. Regresó al salón y trató de esforzarse más. Los ladrones ya habían revuelto y explorado los muebles. ¿Dónde quedaba por buscar?

Comenzó a golpear una por una las plaquetas del suelo, buscando alguna que estuviera suelta. Nada. Quizá la respuesta no estuviese bajo sus pies, sino sobre su cabeza. Miró al plafón del techo del salón, un sitio rebuscado e incómodo como escondite, pero Mauro era un maniático de la seguridad. Si alguien era capaz de encaramarse al plafón, desmontarlo, ocultar algo y luego volver a montarlo cada vez que fuese necesario, era él.

Quitó los tornillos del plafón y dibujó una sonrisa triunfal al encontrar allí dentro un pendrive, de 128 gigas de capacidad.

De regreso a su casa, encendió su ordenador e insertó el lápiz de memoria en un puerto USB. El antivirus se activó al detectar un intento de intrusión en su sistema, una medida adicional de seguridad para disuadir a los curiosos, que le fue fácil sortear.

Intentó abrir una a una las carpetas alojadas en el lápiz de memoria, pero solicitaban una clave de acceso. Celia conocía las costumbres de Mauro y los programas de criptografía que utilizaba; con ingeniería inversa, o utilizando fuerza bruta, podía descifrar cualquier clave que se propusiese, aunque le llevaría tiempo. Tenía amigos que podían ayudarla para reducir el tiempo de proceso. Contactó con ellos y dispuso en red los tres ordenadores que tenía en casa, para que comenzasen el análisis de descifrado.

Para entretenerse, y por si la suerte le sonreía, intentó probar a la vieja usanza, introduciendo nombres que podían encerrar algún significado para Mauro. Tecleó «Celia» en la primera carpeta, pero no resultó. Cambió a otros nombres, hasta que dedujo que Mauro había utilizado más de una contraseña para encriptar la información. En caso contrario, todas las carpetas estarían agrupadas en un directorio raíz, con una sola clave de acceso.

Fue tecleando su nombre para acceder a las distintas carpetas, sin éxito. Luego comprendió que era una contraseña obvia que no estaba a la altura de su creador. Probó con «celda»; sería fácil de recordar para Mauro por asociación de ideas.

La cuarta carpeta se abrió, mostrándole una serie de fotos, pero la contraseña no funcionó en los restantes subdirectorios. Bueno, era menos que nada.

Comenzó a ver las fotografías.

Se trataba de imágenes de la calle Mayor de Madrid y adyacentes, y del edificio del Consejo de Estado. Del interior del salón de sesiones había seis fotografías. Comprobando la fecha de creación, averiguó que se tomaron la semana pasada. Celia recordó al terrorista del GARRE que pretendía matar a Felipe VI, capturado por las brigadas. Lo mantenían con vida por si podían utilizarlo para negociar más adelante. Cuando se lo comentó a Mauro, éste fingió no saber nada del asunto, pero estaba claro que le había mentido. Tras fracasar la primera tentativa de atentado, el GARRE le había encargado la misión a él. No era casualidad que su apartamento estuviese tan cerca del Consejo de Estado.

Pero algo había ido mal, porque Felipe de Borbón tomó posesión como presidente del Consejo de Estado, sin incidentes. ¿Se había arrepentido Mauro en el último momento? ¿Esa era la causa de que hubiesen asaltado su apartamento?

Si así era, el GARRE habría venido a por él para hacérselo pagar. Y Celia no volvería a verlo con vida.