CAPÍTULO 7

I

El presidente del Gobierno abrió su jornada con muy malas noticias. Saldaña, el líder de Unidad Nacional, había reconsiderado su entrada en un gabinete de salvación y pedía como condición previa la dimisión de Duarte y tres carteras ministeriales más de las pactadas. Eran unas condiciones inadmisibles, y Saldaña lo sabía, de modo que el presidente Maeso dedujo que alguien había intervenido para que el jefe de la oposición diese marcha atrás de una forma tan precipitada y extraña.

Si dependiese de él, Maeso habría aceptado de inmediato la primera de las condiciones de Saldaña. Duarte tenía que estar detrás de aquello, sus continuas injerencias en la labor de Gobierno rebasaban los límites constitucionales, y Maeso se estaba hartando de ellas. Había sido paciente, superó una guerra y logró que Montoro depusiese las armas, pero lo que Duarte le estaba haciendo era demasiado.

Sobre su mesa reposaba un informe del CNI, acerca de maniobras del Ejército en la provincia de Cádiz. Cualquier movimiento de tropas en Andalucía era motivo de preocupación; la rebelión de Montoro comenzó allí, y Maeso seguía muy de cerca las reuniones de mandos militares, adónde iban y con quiénes se reunían. No les daría la oportunidad de que fraguasen otro golpe de Estado. Se había tragado la ley de amnistía y aguantaba con estoicismo el chaparrón de críticas internacionales, incluida una amenaza de la fiscalía del Tribunal Penal Internacional, por aprobar aquella ley de impunidad; pero lo había hecho con el fin de salvar la democracia y que los ciudadanos pudiesen vivir en paz.

Los movimientos de tropas en Andalucía, sin embargo, volvían a ensombrecer el horizonte. Ya podía oír de nuevo el ruido de las cadenas de los tanques arañando el asfalto. Le había repetido a Duarte que no iba a autorizar una operación de castigo contra Gibraltar, pero Zarzuela no se daba por enterada. Llamó al ministro de Defensa y le ordenó que acabase con aquellas maniobras y que las tropas volviesen a sus cuarteles. Duarte interpretaba la Constitución a su manera, que le otorgaba la jefatura de las fuerzas armadas y la posibilidad de declarar la guerra. A la luz de lo poco que Maeso conocía de la operación Aníbal, Duarte asumía esas prerrogativas de forma literal.

La carpeta remitida por el Centro Nacional de Inteligencia iba acompañada de otro disgusto. A Maeso se le atragantó su café cuando examinó el informe de las últimas andanzas de Cuello. El ex tesorero socialista y actual ministro de Comunicación había recibido la visita de un hombre de Kozlov, conocido mafioso ruso que había amasado una fortuna indecente con la prostitución y el narcotráfico, y que lavaba y secaba su dinero en la Costa del Sol. Kozlov pedía a Cuello que intercediese a favor de uno de sus lugartenientes, instándole a que la fiscalía obtuviese su libertad bajo fianza; el detenido tenía arraigo en España, no había riesgo de fuga y el monto de la fianza no sería un problema. Todo sería legal y nadie quedaría comprometido.

Eso ya era demasiado. Las oscuras amistades de Cuello podrían saltar a la prensa en cualquier momento y afectar al Gobierno. Maeso no podía tolerar que aquel sinvergüenza se sentase en el Consejo de Ministros un solo día más. Se marcharía hoy mismo, y si Duarte no quería refrendar el decreto de cese, tendría que elegir a qué carta quedarse.

Maeso no tenía intención de volver a la Zarzuela a rendirle vasallaje, pero tampoco permitiría que se saliese con la suya, así que estableció un enlace seguro por videollamada con la presidencia de la República y, mientras esperaba a que Duarte aceptase la llamada, acompañó su café con un par de pastas. Sintió dolor de estómago y los latidos de su corazón restallando en sus sienes. No podía aguantar aquella situación mucho tiempo. Su médico le había advertido que debía de perder peso, hacer más ejercicio y no tomarse disgustos, o su corazón se acabaría rebelando contra él. Bueno, era ya el único que faltaba por hacerlo, pensó lúgubremente.

Un pitido le avisó de que la llamada había sido aceptada. Luis Duarte apareció en la pantalla, sin afeitar y con las ojeras más remarcadas. Su aspecto aún era peor que el suyo, pero eso no le consolaba.

—¿Demasiado ocupado para venir a la Zarzuela a despachar conmigo? —le espetó Duarte.

—Saldaña ha rechazado entrar en el gobierno de concentración que le ofrecí. Supongo que estarás contento.

Duarte exhibió una mueca de sorpresa:

—¿Por qué ha rechazado?

—Quiere tres ministerios más.

Su interlocutor se quedó mirando fijamente la pantalla, demorándose en responder. Aquella mañana no estaba muy despierto.

—Y quiere tu cabeza —añadió Maeso.

—Que pida la vez y espere turno.

—Me pregunto si has tenido algo que ver en esto.

—No sé de qué me hablas.

—¿Te encuentras bien? Parece que estás medio dormido.

—No he pegado ojo en toda la noche. Pilar… —Duarte dudaba si debía seguir hablando—. Nos peleamos.

—¿Te ha dejado?

—He pasado la noche solo.

—La pelea ha sido por tu amiga Laura, ¿verdad?

—Eso qué importa —bufó Duarte—. En realidad no sé por qué te estoy contando esto —se rascó el mentón; la incipiente barba le empezaba a picar—. ¿Querías algo más?

Maeso se compadeció de él y prefirió no insistirle con lo de Saldaña. Cabía la posibilidad de que Duarte no tuviese nada que ver en el brusco cambio de postura de Unidad Nacional.

—Aunque se haya frustrado el gobierno de coalición, voy a remodelar el gabinete. El ministerio de Comunicación será suprimido, para ahorrar gastos. Antes de pedir sacrificios al contribuyente, debemos dar ejemplo.

—Claro, y has elegido precisamente ese ministerio.

—Haré más recortes estructurales, pero la cartera de Cuello sobra.

—Es un ministerio necesario para proteger a la República de la propaganda fascista.

—Cuello abandonará el consejo de ministros. Es mi decisión, y punto.

—¿Ya has olvidado la última conversación que mantuvimos tú y yo?

—No, y precisamente por eso te llamo. Los contactos entre Cuello y la mafia rusa se han hecho evidentes.

—¿Qué?

—Ha recibido la visita de un matón de Kozlov, uno de los capos más poderosos de Rusia.

—Eso no puede ser.

—Pretende que Cuello interceda para que suelten a uno de sus hombres.

—¿Y ha accedido?

—No lo sé. El detenido pasa hoy a disposición judicial.

—Le llamaré.

—Haz lo que quieras, pero lo voy a cesar. Enviaré a uno de mis secretarios a la Zarzuela para que refrendes el decreto.

—Julián, te pedí que esperases una semana. ¿Recuerdas?

—Este asunto no admite espera.

—¿Por qué? ¿Temes que se filtre a la prensa?

—Sí.

—El trabajo de Cuello es precisamente evitar que se publique información tendenciosa que los enemigos de la República puedan utilizar.

—Existe algo llamado libertad de prensa.

—Nuestra democracia sigue en peligro, Julián. La ley de amnistía es la prueba fehaciente de que las cosas ya no marchan como antes. Si no protegemos a los ciudadanos, los golpistas volverán a hacerse fuertes. Y entonces será el fin.

—He oído antes ese discurso. De labios de Ledesma.

Duarte entornó los ojos.

—¿Qué has dicho?

—Olvídalo.

—¿Crees que soy como él? ¿Te atreves a compararme con ese canalla, que organizó comandos paramilitares para asesinar salvajemente?

—Solo he dicho que tu discurso me recordaba al suyo.

—Siempre he estado del lado de la ley, Julián. Como tú. Ledesma nunca aceptó esa visión de la República, porque en el fondo no respetaba el estado de Derecho. Me duele mucho que me compares con él.

Hábilmente, Duarte pretendía esquivar el cese de Cuello, tratando de hacerse la víctima. Maeso comprendió que no tenía la menor intención de firmar el decreto. Cuello sabía demasiado sobre las finanzas de la República, y mantenerlo en el Gobierno era para Duarte un mal menor.

—Esta llamada solo es de cortesía —anunció Maeso—, porque ya he tomado la decisión. Mi secretario llegará a la Zarzuela con el cese de Cuello dentro de una hora. Espero que te ajustes escrupulosamente a tu función constitucional y lo firmes.

II

A su regreso a Madrid, Javier Valero ya no albergaba dudas acerca de la realidad de la operación Aníbal. Le había costado mucho convencerse de que alguien estuviese tan loco para provocar un conflicto internacional, apenas seis meses después de concluir una guerra civil. La República debía de estar muy mal para embarcarse en un plan demencial como ese. Gibraltar era una espina clavada en el corazón de los españoles desde la guerra de sucesión, otro conflicto fraticida que tiñó el país de sangre, originado por la pelea al trono de dos nobles en una época en que los reyes eran los dueños de las naciones, podían dividirlas a su antojo, dejarlas en herencia a sus descendientes o unir territorios mediante matrimonios concertados. Los súbditos formaban parte de la dote, y por supuesto, eran lo menos importante: plebe inculta, manipulable, ganado que ordeñaban a través de los diezmos, carne de cañón que usaban sin el menor escrúpulo moral en sus querellas por el poder.

No habían avanzado mucho desde el siglo XVIII. Esencialmente, los gobernantes seguían comportándose como si el dinero y las vidas de los ciudadanos les pertenecieran; ahora existían elecciones periódicas y el nivel de vida de la plebe había mejorado mucho. Pero los privilegios de casta y la mentalidad de los nuevos nobles habían variado poco. En el fondo, seguían tratando a los ciudadanos como súbditos, les manipulaban a través de los medios de comunicación y maquillaban la realidad para encubrir sus errores.

La campaña de propaganda para justificar la invasión de Gibraltar ya estaba lista, a falta de la orden para entrar en el peñón. Mientras la gente estuviese ocupada en el desarrollo del conflicto, dejaría de pensar en los problemas que les atenazaban. Esta táctica de distracción, de disimular un problema creando otro, podía ser efectiva a corto plazo; conseguía resultados, engañaba a la plebe, pero no solucionaba el problema de base y requería nuevos artificios para seguir negando la realidad y distraer al pueblo.

Esta sería la pirueta final de unos dirigentes que no tenían nada que perder, porque estaban acosados internacionalmente, arruinados y desprestigiados por aprobar una ley de punto final que sabían injusta. Huir hacia delante y esperar que la suerte les sonriera era un suicidio fruto de la desesperación.

Él no sería cómplice con su silencio de una nueva carnicería.

Se presentó en la redacción del periódico y puso sobre la mesa de Martín las pruebas que había reunido. La información había sido contrastada, era genuina y si no se daban prisa, acabaría ahogada por el trueno de los tanques y los aviones.

Su jefe le felicitó por el trabajo y se quedó con el material. Tenía que perfilarlo y darle forma, le dijo. También debería hallar el modo de sortear a los funcionarios del ministerio de Comunicación, que disponían de contactos en los medios, a la caza de información comprometedora para la República.

Javier le advirtió que no se demorase. Conocía a Martín y sabía que en el pasado le presionó para que le informase acerca de las actividades de Joana, que luego puso en conocimiento de las autoridades. Si su reportaje no veía la luz en una semana, ofrecería el material a otro diario que no tuviese miedo de publicar la verdad.

Celia le aguardaba a la salida del despacho. Ella percibió en el semblante de su amigo que no salía satisfecho de la reunión y le invitó a bajar a tomar un café.

Eran las once de la mañana y el local estaba muy concurrido. Entre el murmullo de conversaciones ajenas y el ruido sordo de una televisión a la que nadie hacía caso, Javier espolvoreó un sobre de azúcar sobre su taza y tomó un sorbo. El café ardiente le abrasó el paladar.

—¿Crees que publicará el reportaje? —le preguntó Celia.

—No. Pero tiene razón en una cosa: será difícil sortear la vigilancia del ministerio de Comunicación. Este país lleva camino de convertirse en un estado policial. La ley de defensa de la República faculta al Estado a secuestrarnos la edición sin mandato judicial.

—Javier, esa ley tenía una vigencia máxima de seis meses, y está a punto de expirar.

—El Gobierno ha pedido una prórroga.

—Pero no tiene mayoría en el parlamento. Los partidos nacionalistas le han retirado su apoyo, y me he enterado de que al final, la derecha no entrará en un gobierno de concentración.

—¿Esa información es fiable?

—Sé algo más que eso —Celia acercó su silla a la suya—. Alguien ha presionado al líder de Unidad Nacional para que cambie de postura.

—Sinceramente, ya me importan muy poco las intrigas palaciegas.

—Deberían importante, si a consecuencia de ellas la gente desaparece.

Javier sopló sobre su humeante café, aunque prefirió esperar un poco antes de llevárselo de nuevo a los labios.

—¿Qué insinúas?

—Tal vez la desaparición del secretario general de los comunistas esté relacionada.

—¿Sigues dándole vueltas a ese caso?

—Conocía a Tejada. Nos llevábamos muy bien.

—Estás hablando en pasado —le señaló él.

Celia sacudió la cabeza:

—Me gustaría creer que aún sigue vivo.

—¿Quién podría tener interés en quitárselo de encima?

—Por lo que me ha contado su esposa, mucha gente. Alguien le envió información que comprometía al ministro Cuello. Pudieron ser ellos, o quizá enemigos que tenía… que tiene en el comité central. No ha sentado bien en su partido que viajase a La Haya a denunciar a la República por la aprobación de la ley de amnistía. Algunos creen que esa estrategia favorece a la derecha y a los seguidores de Montoro.

—¿Y tú, qué crees?

Celia se mantuvo pensativa unos segundos, observando a su alrededor la actividad del local. Por un instante, su atención se desvió hacia la pantalla de televisión. Luego abrió una carpeta y desperdigó sobe la mesa varios recortes de prensa. Se trataba de información relativa a patrimonio acumulado por Tejada durante su mandato como secretario general del partido comunista, así como comentarios venenosos acerca de que el día del asalto al Congreso, no se encontraba en el hemiciclo porque había aceptado la invitación de un amigo, dirigente de Unidad Nacional, para disfrutar de unos días en un chalet de Somosierra.

—Observa las fechas de los recortes de prensa. Dos de las columnas datan de la semana anterior a la desaparición de Tejada, y la otra es de ayer mismo.

—¿Tejada es amigo de un político de la derecha?

—Eso es irrelevante —dijo ella—. Tú puedes ser mi amigo y no compartir mis ideas.

—¿Y lo del patrimonio?

—Es mentira. Tú mismo me acompañaste al piso que comparte con su esposa. ¿Te dio la impresión de que vive en medio del lujo? Tejada no se ha hecho rico con la política, de eso puedes estar seguro. Esta basura forma parte de una campaña de difamación. Quieren acusarlo de haber colaborado con los fascistas, y muy pronto, algunos periódicos dirán que ha huido de España por sus supuestos negocios ilegales. Javier, esto ya ha sucedido antes. Estamos repitiendo la historia.

—¿A quién te refieres?

—Recuerda lo que le pasó a Andrés Nin, el líder del POUM, durante la guerra del 36. Fue torturado por agentes de la policía política soviética, y asesinado en Madrid en 1937. Los comunistas fabricaron pruebas falsas que le vinculaban con los franquistas y la Gestapo. Stalin quería un partido comunista en España, no varios. Eliminó a Nin y después acabó con el POUM por su vinculación con los trotskistas.

Javier recordó algunas declaraciones recientes de políticos rusos, reivindicando la figura de Stalin como brillante estadista que combatió a Hitler con todos los medios a su alcance y liberó al pueblo ruso del yugo nazi. Lo que no decían esos líderes es que el propio Stalin frustró dos planes para asesinar al tirano alemán, por temor a que sus sucesores firmasen la paz con las potencias aliadas.

Si los autores intelectuales del secuestro de Tejada tenían algo que ver con aquella gente, la esperanza de volverlo a ver con vida eran escasas.

—Pero el único partido comunista con representación parlamentaria es el de Tejada —dijo él.

—Se ha negado a concurrir en un frente de progreso con los socialistas en las próximas elecciones, y además los ha denunciado en La Haya. Tal como está la situación en España, su actitud hostil lo convierte en un personaje incómodo, eso sin contar con lo que sabe sobre Cuello.

—Si le digo a Martín que también estamos investigando eso, me echa del despacho —rió él.

—No lo publicaría, lo sé.

—¿Por qué estás tan segura?

—Conozco a los tipos como él. Tiene miedo de perder su trabajo. No le interesa la verdad, sino que su despensa esté llena.

—Mantendremos esta línea de investigación en secreto. De todos modos, no disponemos de pruebas para publicar el reportaje.

—Las tendremos —Celia le cogió la mano—. Descubriremos qué le han hecho a Tejada. Y me aseguraré de que los culpables paguen por ello.

III

Cuello había regresado al despacho de Resnizky, como el reflujo de una pesada digestión. El empresario ruso no tenía el menor deseo de hablar con él, que solo aparecía para pedirle algún favor comprometido.

Pero no podía hacerle esperar. Cuello era un ministro de la República y, en cierto modo, era creación suya. Lo había manejado a su antojo para colocarlo donde estaba, con el fin de que hiciese exactamente lo que él quería. Resultaba arriesgado introducirse en los entresijos de la política española sin un guía que abriese puertas y, de momento, Cuello cumplía el programa a la perfección. Pero tras su llegada al ministerio de Comunicación, aquel político había empezado a olvidar quién era y, lo más importante, por qué estaba ahí. Ya no le bastaba hacerse rico a costa del dinero del consorcio ruso; también pretendía marcarle la agenda, y eso irritaba a Resnizky.

Le preguntó por qué no le había telefoneado a través de una línea segura. Cuello respondió que tenía pinchados los teléfonos por el CNI; la orden había partido de presidencia del Gobierno, que seguía de cerca sus movimientos. Tampoco quería enviar un emisario, por temor a que utilizase la información más adelante contra él. Resnizky sonrió para sus adentros. Vivir en aquel estado de desconfianza permanente tenía que ser un infierno. Era lo menos que merecía aquel canalla por utilizar el cargo para enriquecerse.

Cuello se paseó nervioso por el despacho y se acercó al ventanal desde el que se observaba el paseo de la Castellana. Intentó encender un cigarrillo, pero Resnizky se lo impidió. Tal vez fuera ministro, pero en aquel despacho no dictaba las reglas.

—Tejada ha dejado de causarme problemas —dijo el político, sin dejar de mirar el tráfico de la avenida.

—Me alegro mucho por ti.

—Me pregunto cómo lo has conseguido.

—¿Seguro que quieres saberlo?

Cuello se volvió lentamente y miró al empresario.

—Dejé claro que no quería que le pasase nada malo.

—No tienes de qué preocuparte. Los comunistas elegirán a un nuevo secretario general y juntos construiréis un frente de progreso para ganar las elecciones y anular a la derecha.

—Yo… no es así como deseaba que sucediese. Creí que podrías persuadirle de un modo más o menos civilizado. Dentro de la ley, por supuesto.

Resnizky sintió náuseas por la cobardía de Cuello. Las vacilaciones no resolvían los problemas; más bien, mostraban debilidad al enemigo. Además de inútiles, sus escrúpulos morales llegaban tarde.

—Olvidas la información que tenía en su poder sobre tus negocios. ¿Querías que Tejada te denunciase en los tribunales?

—No, claro que no.

—En la República, todos los días desaparece gente. Dentro de un par de semanas nadie lo echará de menos.

—Entiendo —murmuró Cuello—. En el fondo, Kozlov y tú os parecéis mucho.

—¿Qué?

—Me envió a uno de sus sicarios. Por eso estoy aquí.

—Le advertí que no se entrometiese.

—Pues lo ha hecho. Me ha exigido que suelte a uno de sus hombres, detenido por la policía —Cuello sacó su billetera y le mostró una foto.

—Es Sara, tu hija pequeña, ¿verdad?

—Tomaron esta foto a la salida del colegio. Kozlov está amenazándome.

—Antes de que te visitaran, él se pasó por este despacho para pedirme lo mismo —dijo Resnizky—. Por supuesto, me negué.

—Encárgate de Kozlov. No quiero que vuelva a causarnos problemas.

Resnizky alzó una ceja de sorpresa:

—No tienes estómago para esto.

—Claro que lo tengo.

—La policía aún no le ha podido acusar de nada y sus papeles están en regla.

—Se trata de mi hija. ¿Es que no lo entiendes? No consentiré que un mafioso me chantajee.

—Así que quieres que me encargue de él —Resnizky entrelazó las manos, observando cómo Cuello tomaba asiento frente a él, abatido.

—Sí.

—Y esta vez no te importa cómo lo consiga.

—La vida de mi hija está por encima de todo. Incluso de mi propia vida.

—¿Estarías dispuesto a matar para protegerla?

—Desde luego.

—Adelante —Resnizky alzó las manos.

—No puedo implicarme directamente en esto.

—Claro, claro. Tu posición te lo impide —Resnizky escarbó entre sus papeles, observando por el rabillo del ojo si Cuello hacía ademán de levantarse, pero su visitante seguía clavado al asiento y esperaba una respuesta—. Llama al CNI, o que tu gente del ministerio te eche una mano. ¿Para qué me necesitas? Se trata de un pobre diablo, un gánster de medio pelo.

—Sé quién es Kozlov. A través de testaferros, controla un porcentaje estratégico del consorcio ruso de energía. No es un traficante de tres al cuarto. Si fuera tan fácil acabar con él, yo no estaría aquí.

—Me gusta ese cambio de lenguaje. Expresa más consecuencia entre lo que dices y lo que piensas.

—No te muestres condescendiente —le advirtió Cuello—. Recuerda con quién estás hablando.

—¿No te fías de tus hombres? ¿Temes que te delaten?

—Soy un ministro de la República. Tengo que respetar la ley.

—Más bien, tienes que aparentar que la respetas.

—¿Vas a ayudarme o no?

Resnizky abrió una de sus carpetas y se puso a hojear un informe:

—Eso dependerá de si sigues siendo ministro.

—Puedes estar tranquilo. Continuaré al frente de Comunicación una larga temporada.

—No es eso lo que me han dicho.

—¿Qué hay en ese informe? —Cuello se asomó para intentar leerlo, pero Resnizky volvió a guardarlo, poniéndolo fuera de su alcance.

—El presidente del Gobierno ha firmado tu cese.

—Y qué.

—Pues que estás fuera, amigo. Volverás a tu puesto de tesorero en el partido, eso si te dejan.

—Maeso ya no cuenta. Duarte es quien toma las decisiones importantes en la República.

—¿Seguro?

—Completamente. Tengo el pleno apoyo de la Zarzuela. Duarte sabe que si caigo, no lo haré solo. Me he cubierto las espaldas.

Resnizky asintió. Qué distinto era extorsionar a ser extorsionado. Si no fuera por aquella pobre niña que no tenía culpa de nada, Cuello merecería probar su veneno, para que aprendiese a respetar a la gente.

—Sigue provocando a los poderosos, y un día aparecerás en una cuneta —le advirtió Resnizky.

—Si me matan o no doy señales de vida en una semana, mis abogados sacarán a la luz ciertos documentos de las finanzas del partido, que a Duarte no le gustaría que se publicasen.

Resnizky se sintió abarcado por el seguro de vida de Cuello, porque ineludiblemente, aquellos documentos conducirían directamente a su persona. A lo mejor sería buena idea dar rienda suelta a Kozlov y hacer un trato con los abogados de Cuello. Anotó mentalmente la idea, para el día en que el político dejase de ser útil.

—Si yo caigo, la República lo hará conmigo —insistió su visitante, en un gesto de vanidad histriónica que incrementó el flujo de ácidos en el estómago de Resnizky—. Y tus negocios en España se esfumarán. No esperes que la derecha respete nuestros acuerdos, si llega al poder. Unidad Nacional os echará a patadas y venderá el país a los americanos.

No estés tan seguro, pensó él. Pero Resnizky no quería arriesgarse; con Cuello al menos sabía a qué atenerse. Un gobierno de la derecha era una incógnita peligrosa que podría dar al traste con sus finanzas.

—Veré qué puedo hacer —dijo—. No te prometo nada, pero haré un par de llamadas.

—Muchas gracias —Cuello se levantó—. Espero que la próxima vez que nos veamos, sea por un motivo más agradable.

—Mientras tanto, te aconsejo que personas de tu confianza saquen discretamente a tu hija y a tu esposa de Madrid. Cambia todos los móviles que uséis por otros nuevos, que no estén registrados, y no las llames hasta que yo te avise.

IV

Bowen se agachó para examinar las huellas en la tierra. Tahar Khatibi, ministro de Defensa de Marruecos, se inclinó sobre su hombro y consultó a uno de los guías, que les orientaban por las montañas del Atlas en la cacería. A dos mil metros de altitud sobre el nivel del mar, el aire era puro y frío; su presa llevaba toda la mañana evitándoles, pero no sería un reto abatirla si fuera fácil de localizar. Los leopardos habían quedado prácticamente extinguidos en Marruecos tras el final de los protectorados, pero el gobierno marroquí se esforzaba en recuperar la fauna autóctona y reforzaba las reservas naturales del país con adquisiciones de nuevos ejemplares.

Junto a un matorral, Bowen encontró el cadáver de un jabalí a medio devorar, y pisadas a su alrededor que coincidían con las de un gran felino. Los jabalíes eran abundantes en Marruecos; los musulmanes no se los comían por motivos religiosos y eso causaba que la población aumentase. Sin depredadores naturales que diezmaran la población, la mejor forma de regular su número era mediante batidas de caza. Bowen llevaba contabilizados en aquella jornada tres jabalíes y una gacela. Podía matar esos animales en cualquier otro país; sin embargo, un leopardo era una pieza única. Su caza estaba prohibida en Marruecos, aunque Khatibi había hecho una excepción al enterarse de que Bowen era un apasionado de este deporte.

El mal humor del americano se incrementaba tras cuatro horas de cacería sin ver ningún leopardo por las montañas, ni siquiera con prismáticos. Bowen quería volver con la piel de una pantera en la maleta y empezaba a aburrirse de la batida. El año pasado, en su época de embajador de los Estados Unidos en España, abatió en Kenia a una leona de un disparo en la cabeza. El felino se encontraba oculto tras unas rocas y se lanzó contra él de improviso, aprovechando que el resto de los integrantes de la cacería se encontraban apartados de él, siguiendo un rastro. Si la bala se hubiera desviado apenas un centímetro, la leona le habría arrancado la cabeza. La inyección de adrenalina en su torrente sanguíneo le causó una oleada de placer al ver al animal desplomándose un par de metros frente a él. Había sido una lucha noble; la leona vio una oportunidad para matarle y la utilizó. Por eso la caza de depredadores era un estímulo tan excitante para él. Había mirado directamente a la muerte y la había vencido.

En su actual empleo como director de la CIA para el Mediterráneo occidental, viajaba mucho más y tenía ocasión de practicar su deporte favorito con asiduidad, pero las piezas que más le interesaban se hallaban en reservas enclavadas en el interior del continente africano. Tras recibir por fax su cese como embajador, Bowen creyó que su carrera había llegado a su fin y que sus jefes le enviarían al desierto a combatir integristas islámicos, como castigo por no haber recuperado la base de Rota para el ejército estadounidense. En cierto modo, la amenaza se había cumplido; el norte de África, donde desplegaba gran parte de su trabajo, era un lugar seco, habitado por población musulmana que no le tenía simpatía a los occidentales. Sin embargo, Bowen había prosperado; ya no tenía que asistir a recepciones protocolarias o guardar las apariencias; volvía a trabajar sobre el terreno, donde ofrecía lo mejor de sí mismo. No debía haberlo hecho tan mal cuando sus jefes volvían a contar con él. Aunque la guerra había terminado en España, la situación política era frágil y la mecha de la confrontación podía prender de nuevo en cualquier momento. Solo era cuestión de tiempo.

Volvería a recuperar para su país el control del Estrecho, y Marruecos le ayudaría en la tarea.

Se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y tomó los prismáticos una vez más, tratando de descubrir alguna sombra en movimiento. Pensaba que la caza por aquellas montañas sería estimulante, por el riesgo de que aquellos gatos salvajes estuvieran acechándole. Pero no aparecieron. A pesar de las promesas del ministro de Defensa, que decía que en la zona había al menos dos parejas catalogadas, los leopardos no se dignaron en aparecer, como estrellas esquivas que odiaban a su público.

Bowen había hecho aquel viaje para nada, y pensó que era hora de hacer un alto en el camino, reponer fuerzas y tener unas palabras a solas con Khatibi.

Una fiambrera contenía escabeche de jabalí, y la otra, venado estofado. Bowen tenía mucha hambre y la carne le supo a gloria. Khatibi se sentó frente a él, pero no comió nada. Se limitaba a observar con expresión neutra cómo el americano atacaba el jabalí. Bowen pidió vino para acompañar el almuerzo, pero nadie llevaba bebidas alcohólicas y tuvo que conformarse con el agua de la cantimplora.

—Se avecinan tiempos interesantes para su gran país —dijo Bowen.

—Eso nos dijo de Ceuta y Melilla, y ya ve lo que sucedió —le recordó Khatibi.

Bowen sonrió. Su plan para desestabilizar la República se inició a través de su flanco sur, agitando revueltas en las dos plazas bajo soberanía española, que situaría contra las cuerdas al gobierno Duarte y crearía un conflicto diplomático entre ambos Estados. La República, sin embargo, sorteó la crisis al llegar a un pacto con Rabat, ofreciéndole la soberanía compartida en ambas ciudades.

Los disturbios cesaron, pero crearon una brecha en el ejército español que el general Montoro aprovecharía más adelante, para justificar el levantamiento contra la República. Tras el final de la guerra, España recuperó el control total sobre Ceuta y Melilla, violando los acuerdos con el gobierno marroquí firmados antes de estallar el conflicto, pero se trataba de mera apariencia para amansar al Ejército. Madrid había firmado en Tánger un acuerdo secreto con Marruecos, por el que este país se comprometía a no realizar ninguna reivindicación territorial sobre Ceuta y Melilla en los próximos cinco años, tiempo que los republicanos consideraban suficiente para estabilizar la situación.

Bowen no podía esperar cinco años. La deriva radical de los republicanos amenazaba directamente los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos. Duarte iba a convocar un referéndum para sacar a España de la OTAN, mientras llegaba a acuerdos con los rusos, que hábilmente se aprovechaban de la debilidad de los americanos en la península para sacar ventaja. Bowen siempre había opinado que la guerra fría no había acabado; era cierto que la Unión Soviética se derrumbó, víctima de la incompetencia del sistema comunista, y que muchas repúblicas ex soviéticas se habían convertido en estados independientes, pero el grueso del país seguía intacto. Y en Siberia se habían descubierto nuevos yacimientos de petróleo y carbón que podrían abastecer las necesidades energéticas de Europa durante décadas. Además, la CIA tenía conocimiento de que científicos rusos habían desarrollado una nueva técnica para convertir el carbón en combustible líquido, más barata que mediante hidrogenación. Se sabía muy poco sobre ese asunto, pero podía estar relacionado con reacciones enzimáticas a través de bacterias diseñadas mediante ingeniería genética. El consorcio ruso de energía, inventor de la técnica, se había convertido en la primera multinacional de su país y se había fijado en España para extender su poder y, por ende, el del Kremlin.

Los Estados Unidos tenían que prepararse para ese nuevo escenario, y España era la clave para que el poder ruso se afianzase en Europa. La OTAN no podía permitirse perder un aliado estratégico como España, y para conjurar ese peligro estaban abiertas todas las opciones.

Bowen contrarrestó el malestar de Khatibi refrescándole favores pasados.

—Un gran país, sí, que comenzó a expandir sus fronteras a costa del Sahara español en 1975. Gracias a nuestra ayuda.

Por la expresión que puso Khatibi, parecía que acabase de llevarse a la boca un trozo de ese jabalí que tanto detestaba.

—Sí, no ponga esa cara —dijo Bowen—. Franco agonizaba y se presentó la ocasión para invadir el Sahara. Pero la marcha verde se habría teñido de rojo si mi gobierno no les hubiese ayudado. España salió del Sahara sin dar un tiro y ahora, ustedes tienen el control de la parte rica de la región, gracias a un muro de casi tres mil kilómetros de longitud. Han dejado para el Polisario la arena del desierto mientras Marruecos explota las minas de fosfatos y la pesca. Un buen negocio.

Khatibi echó un vistazo a un punto a lo lejos por detrás de Bowen. Había visto moverse unas hojas a veinte metros por encima de la cabeza del americano. Fantaseó durante unos instantes con la idea de que un leopardo cayese del cielo y destrozase la cara a aquel yanki arrogante.

—Nuestro amado rey Hassan II, que Alá tenga en su seno, fue el artífice de la marcha sobre el Sahara, no ustedes —dijo.

—La operación habría fracasado si los Estados Unidos se hubiesen opuesto. El ejército franquista ganó una guerra civil, y no le habría costado nada aplastar a sus patéticas fuerzas. ¿Quién cree que evitó una masacre?

—Empiezo a pensar que no ha venido aquí a cazar.

—Usted firmó el acuerdo de Tánger con la República sin mi conocimiento —gruñó Bowen—. ¿Pensaba que no me iba a enterar?

—No entiendo por qué tendría que haberle informado. Marruecos es una nación soberana y toma sus propias decisiones.

—Su país es nuestro aliado y amigo. La República española ha dejado de serlo. Si firma un acuerdo con un Estado que nos es hostil, nos preocupa y molesta a la vez.

—No podíamos dar publicidad al acuerdo. El integrismo islámico es una fuerza ascendente en Marruecos; si saliese a la luz que hemos llegado a un acuerdo con España, que expulsó a nuestros policías de Ceuta y Melilla, los islamistas ganarían las elecciones con mayoría absoluta.

—La República no respetó los acuerdos sobre la soberanía compartida en ambas plazas. Bien, le sugiero que su gobierno le pague con la misma moneda.

—Haciendo qué.

—Lo sabe muy bien.

Khatibi negó categóricamente con la cabeza.

—Eso conduciría a mi país a la guerra.

—La República se ha reído de ustedes en la cara. ¿A qué están esperando? Ceuta y Melilla pertenecen a Marruecos; forman parte de su nación, son un reducto insultante de la época colonial, una herida que seguirá abierta en su pueblo hasta que no adopten una decisión valiente.

—En el acuerdo de Tánger figura que España se compromete a no cooperar con el Polisario sobre el litigio del Sahara. Leyendo entre líneas, significa que la República apoyará militarmente al Polisario si Marruecos ataca Ceuta y Melilla.

Bowen estaba perdiendo la paciencia:

—Los Estados Unidos han colaborado en los repetidos bloqueos de Marruecos al referéndum de autodeterminación del Sahara. Y lo hemos hecho para protegerles.

—Nuestro país ya no está sometido a ningún protectorado. Ni español, ni francés, ni americano.

—¿Cuánto dinero les han ofrecido? Podemos mejorar la oferta.

—Sus insinuaciones son ofensivas, embajador.

—Ya no soy embajador.

—Se comporta como si lo fuese.

—Hablaba de inversiones estratégicas, por supuesto —el americano suavizó su afilada lengua—. Sus empresas necesitan socios capitalistas que les ayuden a prosperar. Nosotros podemos darles todo eso, tenemos dinero; la República no, está arruinada. Si le ha hecho alguna oferta económica, no tiene intención de cumplirla.

—No anticipe acontecimientos.

—La situación se pondrá muy delicada si no colabora, ministro. Ese muro de la vergüenza que han construido, y que hasta ahora era invisible para el mundo, podría muy pronto saltar a los noticiarios y ocupar la primera plana durante meses.

—Se está haciendo tarde y mi agenda es muy apretada —Khatibi iba ha hacer una seña al resto del grupo, pero Bowen lo detuvo:

—No iba a revelarle esto, pero la República se propone recuperar Gibraltar por la fuerza.

Khatibi le dirigió una mirada de sorpresa.

—¿Seis meses después de salir de una guerra civil?

—Eso le dará una idea del grado de desesperación de sus dirigentes.

—No me lo creo.

—Duarte siempre ha sacado pecho con su anticolonialismo. Nos obligó a abandonar nuestras bases e hizo un trato con ustedes sobre Ceuta y Melilla. Sus enemigos nunca se lo perdonaron, le tildaron de traidor y cobarde. Duarte no ha olvidado esas acusaciones, y quiere demostrar que es coherente con sus ideas hasta el final. Gibraltar será atacada y reintegrada a la soberanía española, porque para él, constituye uno de los últimos reductos del colonialismo en Europa, y todos los intentos diplomáticos para solucionar el conflicto han sido inútiles.

Bowen estudió el efecto de sus palabras en Khatibi. Aquel moro correoso empezaba a entender por fin de qué iba todo, sonrió, mientras masticaba lentamente otro trozo de jabalí.

—No tendrán una ocasión mejor para recuperar lo que es suyo —sentenció el americano—. La República se quedará sin argumentos para permanecer en suelo marroquí, porque invadir Gibraltar es reconocer que Marruecos puede hacer lo mismo con Ceuta y Melilla. Nosotros les ampararemos en estas nuevas anexiones, como ya hicimos con el Sahara, y el litigio concluirá de una forma exitosa y rápida. Como dije, se avecinan tiempos interesantes. Y usted tiene el honor de ser protagonista en este glorioso capítulo de la historia de su patria.