CAPÍTULO 6

I

Pedro Saldaña esperó unos minutos en la habitación del hotel, para dar tiempo a que Joaquín tomase un taxi. No quería que nadie les viese salir juntos de allí. Desde la visita de Bowen a su apartamento secreto había extremado las precauciones, máxime porque no había hecho el menor caso a las sugerencias del ex embajador americano. Desconocía a qué tratos había llegado Alejandro Zamora, el anterior líder de Unidad Nacional, pero le daba lo mismo. Zamora estaba muerto y también todos los acuerdos ilegales que hubiese forjado con los enemigos de la República. Saldaña aspiraba a desbancar a los socialistas del poder respetando las leyes y sin juego sucio. Ya había hecho pública su intención de entrar en un gobierno de concentración, para dar estabilidad al país hasta las próximas elecciones, aunque no se había materializado a causa de las presiones de Zarzuela contra Maeso. Bueno, tampoco tenía prisa; quienes estaban desesperados eran ellos.

Se ajustó el nudo de la corbata. Había acordado con su amigo que a partir de ahora, distanciarían sus encuentros. El apartamento ya no era un sitio seguro y tendrían que recurrir al hotel para verse. Conocía el historial de Bowen y sabía que volvería a llamar a su puerta más temprano que tarde.

Bajó a la recepción del hotel. Joaquín ya se había ido y un segundo taxi esperaba en la puerta. Tenía que recoger del apartamento unos papeles antes de regresar a casa. El conductor tenía puesta la radio, donde hablaban del asesinato de los guardias civiles en Gibraltar. Distraído, y con la mente puesta en Joaquín, al que no vería hasta dentro de dos semanas, no puso atención a los tertulianos de la radio. Tampoco se percató de que el conductor, en lugar de poner rumbo al paseo del Prado, tomaba dirección a la calle de Toledo. Cuando se quiso dar cuenta y le preguntó al taxista por qué iba en dirección opuesta, le contestó, a través del altavoz del mamparo de seguridad que les separaba, que los accesos estaban cortados por una manifestación. Tal vez fuera una excusa para incrementar la duración de la carrera. No le concedió importancia hasta que se percató de que habían rebasado la glorieta de Embajadores y continuaba rumbo sur, sin intención de girar para dirigirse al paseo del Prado.

El taxista le contestó que había obras por la zona y que tendría dar una vuelta más amplia de la prevista. Saldaña no veía operarios por la calle, aunque quizá el conductor lo supiese por el navegador GPS del taxi.

—Oiga, pare el vehículo. Tengo que salir.

Esta vez, el conductor no se molestó en responderle por el altavoz. Saldaña probó a abrir las puertas traseras del taxi, pero estaban bloqueadas, como también los cristales de las ventanillas. Aporreó el mamparo con los puños, aunque solo consiguió hacerse daño en las manos.

El taxista seguía su camino hacia el sur de Madrid y tomó un desvío hacia una extensión forestal, que Saldaña pensó que podría ser el parque de Entrevías.

—¿Para quién trabaja? —preguntó, sin esperanzas de que su secuestrador respondiese—. Mire, tengo dinero, podemos llegar a un trato muy ventajoso para usted si me deja ir.

El conductor le observaba a través del retrovisor, pero no mostró interés por sus palabras.

—¿Cuánto quiere?

Su secuestrador reemplazó las noticias por una música atronadora, que ahogó sus ruegos. Saldaña repasó sus probabilidades de salir vivo de allí, y reconoció que no eran muchas. Había sido un error prescindir de la escolta aquella tarde. Si hubiese utilizado el vehículo oficial del partido, no estaría en esa situación. Iban a matarle, como a Alejandro Zamora, y no querían hacerlo en plena calle. En Madrid operaban comandos paramilitares que secuestraban con impunidad —con la complicidad de ciertas autoridades— a los implicados en la rebelión contra la República. Él no había tenido nada que ver con el levantamiento de Montoro, pero era el líder del principal partido de la oposición, y eso le convertía en objetivo.

Sacó su teléfono móvil y marcó, fuera de la vista del conductor, el número de la policía. No pudo establecer contacto; el secuestrador conocía su oficio y disponía de un inhibidor de frecuencia. Si no había dejado cabos sueltos, le despacharía con un tiro en la nuca o le reservaba un largo cautiverio dentro de un zulo. Saldaña se convenció de que su vida, tal como la conocía, había llegado a su fin, y que ya nada sería lo mismo para él. Se sintió culpable de no haber podido despedirse de su esposa, a la que quizá ya no volvería a ver. Ni a ella, ni a Joaquín. ¿Qué habría sido de él? ¿Lo habrían secuestrado? Era posible que si les habían seguido al hotel, hubieran reservado otro taxi para su amigo. Claro que Joaquín no estaba significado en política y carecía de valor para los secuestradores. Quizá eso le salvase la vida.

El taxi se detuvo frente a una pequeña casa de aspecto abandonado. No había nada por los alrededores, aparte de árboles y un rumor lejano de automóviles procedente de una carretera que no alcanzó a ver. Saldaña fue sacado a empujones del vehículo y conducido dentro de la casa.

Allí aguardaba alguien que no reconoció de inmediato, pero que ya había visto antes. Se trataba de un periodista habitual de medios de extrema derecha, que fue detenido al concluir la guerra, acusado del asesinato de una compañera de profesión.

—¿Le han tratado bien? —dijo Brizuela, señalándole una silla de plástico, con el respaldo roto. Sobre la mesa había un plato de aceitunas, con los huesos formando un círculo—. ¿Tiene sed? ¿Quiere una cerveza?

—Si va a matarme, acabe de una vez.

Brizuela le miró con extrañeza.

—¿Matarle? Usted no lo entiende. Intentamos ayudarle, Saldaña, y lo hacemos en bien suyo y en el de la patria.

—Pues no se nota.

—Tome una aceituna. Le gustarán.

—¿Quién le envió?

Brizuela exhibió una sonrisa cínica:

—Me parece que ya lo sabe.

—Bowen.

—Ha olvidado quiénes le auparon a la presidencia de Unidad Nacional. ¿Pensaba que un invertido como usted tenía alguna oportunidad? No sea imbécil: le allanamos el camino a la cima porque conocíamos su punto débil.

Brizuela le mostró en la pantalla de un teléfono móvil unas cuantas fotografías, en las que se veía a Saldaña en la cama del hotel, con su joven amigo.

—Fueron tomadas esta tarde con cámara oculta en la habitación donde le estuvo dando por culo ese chapero. También grabamos un vídeo, por si quiere verlo.

—¿Qué le han hecho a Joaquín?

—Tranquilo, está a salvo; él supo desde el primer momento lo que le convenía. La pregunta es: ¿lo sabe usted? ¿Y su mujer, o sus compañeros de partido? ¿Qué pensarán cuando vean esto? Resulta que el líder de la derecha es un bujarra, un maricón de mierda, un chupapollas cobarde que…

—¡Ya basta!

—Podemos subir a Internet estas fotos hoy mismo y destruirle. Tenemos a antiguos compañeros suyos de Harvard, que podrán relatarnos sus andanzas universitarias. Será el fin de su carrera y de su matrimonio. Para qué matarle, esto será más divertido. Vivirá avergonzado el resto de su vida.

Brizuela se guardó el móvil. Saldaña se había quedado pálido y no reaccionaba. Su captor consideró que ya estaba lo bastante blando para ser maleable.

—Pero no creo que esto sea necesario, ¿verdad? Porque usted no colaborará con un gobierno que se alió con los separatistas para destruir España y empujó al Ejército a una rebelión. Zamora tenía muy claras esas ideas, hizo lo que debía hacerse y dio su vida por la patria, mucho más de lo que ha hecho usted. Tiene mucho que aprender como estratega, pero no está solo. Vamos a ayudarle a que su partido remonte y España se libre de Duarte y de su camarilla de rojos. ¿De verdad quiere alargar la agonía del Gobierno, entrando en él?

—Pero es que Bowen me pidió algo más.

—Lo sé —carraspeó Brizuela, tomando un trago de cerveza para aclararse la voz. Le ofreció un vaso, que Saldaña rehusó—. La gente quiere creer que la guerra ha terminado, pero se equivoca. La izquierda sigue actuando al margen de la ley, ha creado escuadrones que secuestran y matan a los nuestros; no acepta el Estado de Derecho, ni las decisiones de los tribunales, ni las leyes que ella misma aprobó en el Parlamento. ¿Quiere que nos dejemos atrapar como conejos? Algún día irán a por usted, y entonces lamentará no habernos hecho caso.

—Bowen quiere que respondamos con las mismas armas.

—Se trata de legítima defensa. La Alianza Atlántica desplegó en Europa al acabar la segunda guerra mundial una red de agentes durmientes, para enfrentarse a los bolcheviques en caso de invasión. La denominaron red Gladio. Con algunas transformaciones, ha sobrevivido hasta nuestros días. Es una organización al margen de la ley para proteger a las democracias europeas del totalitarismo.

—Quiere decir, del comunismo.

—Del totalitarismo. El comunismo es un traje ideológico más, del amplio fondo de armario que poseen los tiranos.

—Si no supiera quién es usted y qué clase de artículos publicaba antes de que lo encarcelaran por asesinato, le daría la razón.

—Yo no he tratado de engañar a nadie. Soy el que era, y lo seguiré siendo, porque tengo claro que mi lealtad a España no es negociable. Nuestro país nos necesita, Saldaña, y requerirá sacrificios. Sé que lo que le pedimos no es fácil, pero nuestras vidas han cambiado y tendrá que adaptarse a este nuevo escenario para sobrevivir. Nosotros no somos el enemigo. Si su partido colabora con Gladio, estará ayudando a que la democracia en España tenga otra oportunidad. Combatiremos a comunistas y revolucionarios, porque es lo que debe hacerse para que España no se convierta en un satélite de Moscú.

—Hay una democracia en Rusia desde hace décadas, por si no se ha enterado.

—Claro, una democracia orgánica en la que siempre gobiernan los mismos, amañando las elecciones. Mire, los rusos han venido a España para quedarse. Cuando no hagamos lo que deseen, nos cortarán la energía, como hacen con los países vecinos que les tocan las narices. ¿Es ese el futuro que quiere para los españoles? El antiamericanismo de Duarte, el cierre de las bases de Morón y Rota, su intención de sacarnos de la OTAN, todo obedece a un plan para mermar la influencia de los Estados Unidos y poner la primera piedra de una futura Unión de Repúblicas Socialistas de Europa.

—Especula, Brizuela. Para un artículo de opinión, la idea es sugestiva, pero…

—Cállese —sacó de nuevo el teléfono móvil y subió el volumen del vídeo grabado en la habitación del hotel—. ¿Va a colaborar con nosotros? Si dice no, apretaré este botón. Mis compañeros de la prensa recibirán el material al instante.

Brizuela observó a Saldaña. El político no se atrevía a contestar, paralizado por el pánico. Parecía muy bravo en las ruedas de prensa, pero en aquellos momentos era una piltrafa a la que había abolido su voluntad de decidir. Sonrió, complacido. Hace seis meses, sus cabezas rapadas le habrían dado una buena paliza a aquel depravado. Pero Bowen no quería que le hiciese daño físico, sino que le asustase para que colaborara. Brizuela reconoció que el americano tenía razón.

—Le diré lo que quiero que haga. Mañana anunciará a la prensa que se niega a participar en un gobierno con los socialistas. Además, su partido intensificará la campaña de descrédito contra Duarte, recalcando que fraguó un autogolpe para eliminar a sus rivales y perpetuarse en el poder, pero que se le fue de las manos. Esa campaña irá respaldada por testigos que usted conseguirá para que cubran de mierda a ese cabrón.

—¿Testigos? ¿De qué habla?

—Se los inventará. Si Duarte cae, la verdad no importa. Ahora no me diga que no creía en sus propias palabras; es el momento de que sea consecuente con ellas.

—¿Y después me dejará tranquilo?

Brizuela sonrió y se guardó su teléfono:

—Tal vez no le pidamos nada durante meses, o puede que lo hagamos la semana próxima, pero cuando ese día llegue, espero que se sitúe en el bando correcto. O está con nosotros, o contra nosotros. No tiene otras opciones.

II

A su llegada a la estación de Santa Justa, en Sevilla, Javier Valero fue abordado por un hombre enviado por los militares que iba a entrevistar. El desconocido le condujo a un vehículo y desde allí partieron hacia la provincia de Cádiz. El tipo miraba constantemente por el retrovisor, vigilando por si les seguían. Poco dado a la conversación, apenas intercambiaron algún comentario banal acerca del tiempo y los deportes. Durante el trayecto, mientras miraba aburrido por la ventanilla el campo andaluz, Javier tuvo tiempo de acordarse de las advertencias de Celia. Se había metido él solo en la boca del lobo, confiando en la palabra de una informante anónima. Aunque si hubieran querido matarle, podrían haberlo hecho nada más bajar del AVE, sin necesidad de aquel viaje por carretera.

No sabía de quién debía tener más miedo, si de los amigos del general Montoro, o de los de Celia. Si Joana siguiese viva, ella no habría tenido aquellas dudas, pero él carecía de su espíritu combativo. Detestaba las ideologías, las consideraba una especie de religión, de fanatismo sectario que impulsa a las personas a votar al partido de su devoción, aunque sus líderes se revelen unos ineptos. Él ya no confiaba en ningún político, pero de ese desencanto se nutrían los extremistas, ansiosos de una oportunidad para asaltar el poder y acabar con la democracia. Si la apatía prendía en el corazón del pueblo, las soluciones populistas y la demagogia desplazarían a la razón; y algún día, la gente aclamaría a un nuevo Montoro como presidente del Gobierno. Tal vez Duarte fuese un mal dirigente, pero Javier tampoco quería que ciertos sujetos aprovechasen el río revuelto para obtener lo que los tanques no lograron hace seis meses.

Anochecía cuando llegaron a su destino, un apacible cortijo rodeado de olivos, el lugar perfecto para retirarse a descansar, lejos del asfixiante clima que se respiraba en la capital de la República. Al salir del coche, el canto de los grillos y una suave brisa le levantó el ánimo. Ojalá pudiera dejarlo todo, venirse a vivir allí, donde nadie lo buscase, y aislarse en aquel oasis de paz. No necesitaba más para ser feliz.

Traspasó el umbral y entró a un patio en cuyo centro se erguía una fuente ornamental rodeada por tres leones de piedra, que recordaba a la de la Alhambra. La decoración árabe y los complejos mosaicos de las paredes le transportaron a otra época más simple y menos cínica, donde las construcciones enriquecían el entorno, en lugar de degradarlo.

—¿Le gusta la fuente? —una voz surgió de un rincón, como si se materializase de la nada.

—Me encanta —respondió Javier.

—El pueblo andaluz respeta sus tradiciones. Y no olvida su pasado —el hombre abandonó parcialmente las sombras; la débil iluminación de un candil del patio perfiló los rasgos de su rostro; de unos cincuenta años, tez morena y facciones duras—. Ese es el principal problema de nuestros gobernantes: no tienen memoria. Han olvidado su propia historia —le estrechó la mano—. Soy el coronel Medina. Mi compañero no ha podido venir por problemas familiares, lo siento.

—Un solo testigo para mi reportaje no será suficiente.

—Tendrá que bastarle. Acompáñeme.

Cruzaron el patio y entraron en un salón confortablemente amueblado, con una gran pantalla plana que colgaba de una pared, y que ofrecía la imagen del peñón de Gibraltar, vista desde el mar. El coronel tomó un mando a distancia y puso en marcha la grabación.

—Esas son unidades del ejército de Tierra, desplegándose por Cádiz, supuestamente como parte de unas maniobras programadas hace tres meses. Fíjese en los contenedores que el soldado de la carretilla elevadora descarga del tráiler —la imagen se acercó lo suficiente para captar inscripciones en cirílico, pintadas en un lateral—. Son misiles rusos tierra-aire. Moscú no considera seguros los Tomahawk que la República compró hace años a los americanos, y ha ofrecido al gobierno renovar el arsenal de misiles crucero. ¿Conoce lo que ocurrió con los Tomahawk durante la guerra?

—Vagamente.

—El fabricante permitió a la marina estadounidense acceder a los ordenadores de navegación de los misiles. Así, alteraron las coordenadas programadas en los Tomahawk que lanzaba la República, desviándolos de los blancos.

—Una jugada astuta.

—Pero el ejército republicano recuperó el control de los misiles, sobornando a un ex empleado que había trabajado en el sistema de guía.

—No me sorprende que hayan buscado a otro proveedor, después de lo que pasó.

El coronel no contestó, y señaló a dos hombres que charlaban frente a una tienda de campaña, en la pantalla. Después congeló y aumentó la imagen:

—Observe que esos uniformes no son de nuestro ejército.

—¿Militares rusos?

—Ya hay cientos en España, y probablemente vendrán más en los próximos días. Oficialmente están en calidad de asesores.

El militar le entregó unos listados de oficiales de la marina española, que habían participado en los últimos seis meses en cursillos de entrenamiento con los rusos.

—La mayoría son cursos impartidos en submarinos y maniobras conjuntas con la flota del Mar Negro. ¿Entiende ya de qué va esto, o necesita más pruebas? Una operación como la de Gibraltar no se improvisa en una semana, al calor del ametrallamiento de dos guardias. Este plan ha sido estudiado milimétricamente, y me atrevería a decir que mataron a los guardias para justificar la invasión. Mire, me considero un patriota y no le tengo aprecio a los ingleses; algún día abandonarán el peñón, pero no me gusta que utilicen a las fuerzas armadas con fines políticos.

—A Duarte se le tildó de traidor, cuando ofreció a Marruecos la soberanía compartida de Ceuta y Melilla —dijo Javier, a fin de comprobar cómo de sólido era el patriotismo de Medina.

—Sí, y Montoro, al frente de la Legión, recuperó esas plazas para España al comienzo de la guerra, y convenció a Duarte de su error. El presidente está acabado, pero cree que huyendo hacia delante podrá ganar tiempo.

—¿Cree que Duarte dio la orden para asesinar a los guardias?

—Un agente del CNI abandonó Gibraltar justo en el momento en que se producía el ametrallamiento de la lancha. Si el CNI está implicado en esto, imagine por qué.

—Bueno, el CNI estuvo implicado en el golpe, sin conocimiento del ejecutivo.

—¿Seguro? Duarte estaba en el ajo; quería quitarse de encima a Ledesma, porque le hacía sombra, y a los nacionalistas, porque le asfixiaban. La situación se le fue de las manos, pero ahí sigue. Dijo que dimitiría cuando acabase la guerra y continúa en la Zarzuela. Es un mentiroso, como todos los políticos. Deberíamos haber acabado con ellos cuando tuvimos oportunidad. Son sanguijuelas que nos chupan la sangre.

Javier se estremeció al oír esas palabras. Tal vez fuese cierto que la guerra aún no había terminado, y que vivían en mitad de un paréntesis que en cualquier momento podría cerrarse. No le gustaba el lenguaje de Medina, ni el odio que destilaban aquellas palabras.

—¿Piensa que viviríamos mejor sin políticos?

—Por supuesto —el coronel le entregó un pendrive, que contenía la grabación que acababa de ver, así como los documentos electrónicos relativos a los cursillos de entrenamiento—. Son un hatajo de sinvergüenzas que están en la política para trincar lo que puedan, no para servir al pueblo. Lo poco bueno que hacen se puede realizar con mucha menos gente, ahorrando millones de euros a los contribuyentes.

—Hábleme del apoyo que tiene la operación Aníbal entre el Ejército.

—Este plan es secreto militar; hay muy pocos mandos que disponen de toda la información. Entre los que están al tanto, unos opinan que hay que dejar adelante a Duarte, para que se ahorque. Otros temen que si la operación es un éxito y recuperamos Gibraltar, no habrá quien eche a Duarte en los próximos diez años. A diferencia de lo que sucedió a los argentinos en 1982, nuestro Ejército no está solo. Una superpotencia lo respalda.

—¿Y cree que los ingleses no tienen apoyos?

—Por eso está usted aquí. Duarte es un traidor, lo demostró con Ceuta y Melilla, con el pacto de Olot, y ahora pretende utilizar al Ejército para lavar su imagen y pasar a la Historia. No será con mi ayuda, se lo aseguro. Ya tiene las pruebas que nos pidió. Úselas. Que los ciudadanos sepan que en la presidencia de la República se ha instalado un loco, y si no lo evitamos, ese sociópata arrastrará a España a una nueva guerra. Y entonces, solo Dios sabe cómo acabará esto.

III

El GARRE consiguió a Mauro una credencial como vigilante de seguridad del Consejo de Estado, para preparar el atentado contra Felipe VI, que aquella semana tomaría posesión de su cargo de presidente de la institución, aceptando el ofrecimiento reconciliador de la República.

Desde su piso franco no disponía de un buen ángulo de tiro, aunque con su fusil de cañón móvil, no era un problema insalvable. Otra opción consistía en introducir explosivo C4 en el edificio y esconderlo bajo la tarima del salón de actos, en la tribuna donde las autoridades pronunciarían sus discursos. Tendría que programar el dispositivo con un temporizador para que hiciese explosión a la hora precisa, ya que el personal de seguridad de la Casa Real llevaría inhibidores que neutralizarían cualquier intento de detonar el C4 a distancia. Eso conllevaba un riesgo evidente: si el acto se retrasaba, podría no causar víctimas o llevarse por delante a inocentes. Con un detonador a distancia, activaría la bomba en el momento más conveniente, pero tendría que descartarlo y confiar en la suerte.

Había buscado otras alternativas; exploró los alrededores del aeropuerto de Barajas, para acechar al rey en el momento que tuviese una oportunidad. La vigilancia, sin embargo, era severa, y tras estudiar detenidamente los planos de las terminales, concluyó que no tenía garantizada una vía de huida.

No le gustaba aquella operación. Las cámaras del recinto grabarían su cara, y después de la explosión, alguien podría relacionarle con el atentado. Expresó sus quejas a su superior inmediato, quien a su vez las elevó al ex general Carmona, al mando de la estructura militar de los comandos. La orden le fue confirmada poco después, urgiéndole a que no se retrasase. Carmona sentía un odio especial hacia el monarca, que rechazó su oferta de sumarse al golpe y además le delató al Gobierno. El militar no había olvidado aquella afrenta y quería ajustar cuentas con el Borbón.

Mauro ya había matado a cuatro personas desde que llegó al GARRE, y provocado la muerte de dos guardias civiles, siguiendo los retorcidos planes de Resnizky, que empujarían a la República a la recuperación de Gibraltar. Desde un punto de vista intelectual, sabía que aquello no estaba bien, pero emocionalmente era incapaz de sentir remordimientos. Era algo que le había preocupado desde su adolescencia; podía racionalizar sus pensamientos, pero no sentir emociones con la intensidad de otras personas. Había leído en manuales de neurología que podía deberse a una deficiencia de conexiones en el cuerpo calloso, que conecta los dos hemisferios cerebrales, aunque otros investigadores apuntaban a la falta de desarrollo de la conexión derecha temporoparietal del cerebro, que regula el sentido de la moral, y que se localiza detrás de la oreja derecha.

Viéndolo desde el lado positivo, compensaba la escasez de emociones con una sorprendente capacidad de concentración y asimilación de datos. Era meticuloso en su trabajo hasta la extenuación, analizaba la información desde todos los puntos de vista, reconocía pautas y se anticipaba a los acontecimientos a partir de la extrapolación de los datos.

Cursó a la vez las carreras de informática y psicología, y se graduó en ambas con sobresaliente. Le interesaba la informática porque estaba basada en la lógica, como su cabeza; rutinas, subrutinas, macros de ejecución y algoritmos que conducían a un resultado coherente. Eligió psicología para introducirse en los procesos mentales de los demás, pensando que le ayudaría a conocerse a sí mismo. Quería entender los cambios de comportamiento y los trastornos de la personalidad, y empleó esos conocimientos más adelante para fingir, aparentando unas emociones que apenas poseía. Temía volverse un monstruo, un asesino en serie por su incapacidad de sentir culpa. Ese temor le dio ciertas esperanzas, pues se trataba de una emoción humana; pero su hemisferio racional, que dominaba su corteza cerebral, le seguía advirtiendo que acabaría en la cárcel.

Su instinto de autoprotección le impulsó a convertirse en policía. Si se situaba desde el principio en el otro lado de la línea, podría focalizar su talento en el bien. No quería acabar matando gente, transformado en un psicópata.

Nunca llegó a realizarse un escáner cerebral. Si el TAC descubriese una anormalidad en su cuerpo calloso, quedaría reflejado en su historial médico y le coartaría sus perspectivas laborales de futuro. Tampoco quería prescindir del contacto humano; quizá con entrenamiento, sus conexiones podrían comunicar su lado emotivo con el racional de una forma más eficiente. Por eso se acostaba con Celia. Aunque sentía placer físico al realizar el acto sexual, experimentaba un profundo desagrado al terminar la práctica del sexo; por eso corría a la ducha, a despojarse del olor corporal y de los fluidos de Celia. Ella lo asociaba erróneamente a un trastorno obsesivo compulsivo de la higiene, y él no tenía interés en sacarla de su error, porque la verdad sería peor para ella.

Los animales se apareaban por instinto, pero no eran seres empáticos; lo mismo le sucedía a él. Se apareaba con Celia porque en su software genético estaban escritas las subrutinas de la reproducción; esa pulsión no podía anularla, aunque quisiera. Pero no la amaba, porque no podía. De vez en cuando fingía celos, haciéndola creer que no veía con buenos ojos su relación con Javier. Había aprendido de los manuales que a las mujeres les gustaba, porque se sentían amadas y apreciadas; siempre, claro, que los celos no se transformasen en algo enfermizo. Por fortuna, Celia huía de los compromisos estables, y ya había tenido varios amantes esporádicos. No sabía por qué seguía acostándose con él, la verdad. La conoció en un foro de Internet sobre criptografía e intimaron muy pronto; él pensó que su mente era parecida a la suya, pero ahí acababan sus puntos en común. Si ella entendiese cómo funcionaba su cerebro, si pudiese leer por un instante sus pensamientos cuando él se levantaba de la cama para ir al baño, Celia le partiría la cara de una bofetada y no volvería a verle.

Los terroristas del GARRE le habían aceptado como uno de ellos porque Mauro no sentía compasión hacia sus víctimas. Le daba lo mismo que vivieran o no. Prefería no tener que matarlas, pero si había que hacerlo, era su trabajo; el GARRE seguiría actuando de todos modos, y él perdería una oportunidad muy valiosa para conocer la organización desde dentro. No los había engañado; le habían tomado genuinamente por uno de ellos, y quizá estuviesen en lo cierto.

Algo en el cerebro de una persona no funciona bien cuando puede matar a un semejante porque detesta sus ideas. En el GARRE, la mayoría de sus activistas disfrutaban con lo que hacían; eran sádicos convertidos en terroristas, enmascaraban la desviación de sus cerebros bajo la bandera de una lucha armada que, en el fondo, les traía sin cuidado. Él no disfrutaba matando. Le era indiferente, y todavía no sabía si esa cualidad le convertía en peor persona o estaba a la misma altura que los demás.

Eran las siete de la mañana y el edificio del Consejo de Estado se hallaba prácticamente vacío. Mauro accedió sin problemas con su acreditación falsa y se dirigió al salón de sesiones. El día anterior había reconocido el terreno, y portaba en una bolsa las herramientas necesarias para ocultar el explosivo bajo el entarimado de la tribuna de autoridades. Se cruzó por el camino con una limpiadora, pero esta no le dirigió una segunda mirada y se alejó por el pasillo.

Mauro entró en el salón y cerró la puerta por dentro. Rápidamente, se puso manos a la obra, levantó un par de listones de madera y distribuyó cuatro rebanadas de C4 en forma de sándwich, con un temporizador que detonaría a las 12 horas del viernes, momento en que Felipe VI de Borbón, ante el pleno del Consejo de Estado, pronunciaría su discurso de toma de posesión como presidente de la institución. Ni Duarte ni ningún ministro de la República habían anunciado su asistencia al acto; la representación del Gobierno la asumiría un director general del ministerio de Justicia, para no dar al acto una importancia excesiva. El presidente del Gobierno se había encontrado con una fuerte oposición a aquel acto; se alegaba que era contradictorio y absurdo que la República ofreciese la presidencia de un órgano consultivo a un rey depuesto por los republicanos. Maeso habría deseado asistir al acto, pero para no levantar más susceptibilidades dentro de los socialistas, se había excusado de asistir alegando problemas de agenda. Eso incomodaba mucho al general Carmona, que buscaba una masacre. El militar seguía buscando un golpe de timón que recondujera la situación; a su juicio, la herida de la guerra se había cerrado en falso. Su receta para salir de la crisis era más derramamiento de sangre, más sufrimiento, la purga sistemática de elementos subversivos, la prohibición de los partidos políticos y la desaparición de las autonomías. Felipe VI tenía muy poco que ver en todo ello, pero aún así, Carmona quería verlo muerto, tanto a él como a la plana mayor socialista, heredera intelectual del Frente Popular de 1936. Era una tétrica caricatura, un compendio de las cualidades negativas que nunca debería reunir un militar, pero ahí estaba; tras un breve tiempo desaparecido, para evitar que sus antiguos compañeros de armas le ajustasen cuentas, Carmona había vuelto a moverse por las alcantarillas. Ese era su terreno natural y nunca saldría de él, a menos que su plan tuviese éxito y recobrase protagonismo entre las fuerzas armadas.

Mauro sacudió la cabeza. Incluso aunque la derecha ganase las próximas elecciones, sería muy difícil que Carmona fuese readmitido en el Ejército. Saldaña, el nuevo líder de Unidad Nacional, había marcado distancias con su predecesor. Carmona debería perder toda esperanza de volver a la vida pública, con independencia del partido que estuviese en el poder. Quizá eso le hiciese desistir algún día de sus patéticos ataques contra la España que había jurado proteger.

Volvió a colocar los listones de madera en su lugar. Dos de ellos se habían astillado y tuvo que repararlos con masilla y retocarlos con barniz de secado rápido, para disimular los daños.

Comprobó su cronómetro: diecisiete minutos. Debería haberlo hecho en menos tiempo, pero los deterioros de la madera le había demorado. Recogió sus herramientas, dio un sumario repaso al estrado y, por si había dejado alguna huella que le incriminase, limpió con un paño toda la zona. Secretamente, quería que aquella operación fracasase, pero sabía muy bien con qué clase de personas estaba jugando.

Bueno, ya estaba hecho; ahora tenía que salir de allí y seguir con su vida. Lo que le ocurriese al Borbón a partir de ese momento ya no era asunto suyo.