CAPÍTULO 5

I

El chófer detuvo el coche del presidente del Gobierno frente a la escalinata de la Zarzuela. Maeso tomó su maletín y se apeó del vehículo. Una racha de viento se levantó para lanzarle polvo a los ojos. Contempló el acceso al palacio, vacío. Duarte no había salido a recibirle, como acostumbraba con quienes le visitaban.

Había demorado más de quince días ir a despachar con él, con diversas excusas. Sabía que Duarte no se las creería, pero le daba igual. El presidente de la República había ido demasiado lejos, y Maeso venía a plantarle cara. Él no rehuía el combate, lo que no se podía decir de su antiguo amigo, quien estuvo durmiendo durante los días siguientes al golpe en un lugar distinto cada noche, por temor a que los rebeldes le lanzaran un misil Tomahawk sobre la cabeza. Sí, Duarte tenía miedo porque se había creado muchos enemigos desde que accedió al poder: había sembrado el partido de cadáveres políticos y dividido a la familia socialista, forzando la salida de Manuel Sajardo, y todo para garantizarse el apoyo de unos partidos nacionalistas que no creían en España ni en un proyecto común para todos, y que le habían traicionado en cuanto les dio la espalda, convirtiendo en papel mojado el pacto de Olot con el que Duarte pretendía cerrar definitivamente el Estado de las autonomías.

La guerra había terminado, pero Duarte seguía allí, atornillado a la poltrona, sin asumir su parte de culpa en el conflicto. Su Estado federal asimétrico había volado por los aires, pero él seguía mandando desde Zarzuela, interfiriendo en su trabajo. En lugar de dedicarse a inaugurar museos y asistir a cenas protocolarias, como era su labor, había ido invadiendo competencias que no tenía atribuidas por la Constitución. Si no lo quería como presidente del Gobierno, que lo cesase de una vez y nombrase a otro. Pero Duarte no hablaba claro, nunca lo hacía; lo suyo era la política de los meandros, los eufemismos y las medias verdades.

Maldita sea, estaba recitando en su cabeza el discurso de Sajardo. Recordó la visita que éste le realizó hace unos días en Moncloa; no habían vuelto a hablar desde entonces, y se preguntaba por qué no habría insistido. ¿Qué es lo que quería de él? Quizá solo hablar con un viejo amigo, un gesto para reanudar las relaciones que la guerra había cortado de raíz. Sajardo eligió el bando equivocado, pero sus apoyos populares en Andalucía no habían menguado. Su discurso sincero y llano cuajaba entre sus votantes, y la República había tenido que conceder un fondo extraordinario a esta comunidad autónoma, con la excusa de reparar los efectos de la guerra, pero que perseguía apaciguar el descontento popular y evitar que los efectos de la crisis económica encendiesen de nuevo la mecha de la rebelión, ya fuese armada o popular. Cierto que no estaban en 1936, los latifundios andaluces y la ocupación de fincas por los jornaleros eran una estampa del pasado; ahora, los trabajadores se concentraban en las ciudades, pero allí la situación era difícil y el sentimiento de agravio con las comunidades ricas del norte había obligado al Gobierno de la nación a reconsiderar su política financiera. Los andaluces percibían ahora que comenzaba a llegar el dinero que antes les escamoteaban, y Sajardo algo había tenido que ver en ello.

Maeso subió la escalinata del palacio y cruzó el portón de entrada. Un administrativo le acompañó a la antesala del despacho de Duarte, y le pidió que esperase mientras avisaba al presidente de la República. Maeso se armó de paciencia.

Pilar, la esposa de Duarte, se acercó a saludarle. No estaba informada de su llegada y se había dado cuenta casualmente al mirar por una ventana.

—Gracias por lo que hiciste con Laura —dijo ella—. De no ser por ti, esa fulana sería directora general.

—¿Sigue trabajando en el gabinete de prensa de Zarzuela?

—Claro. Los dos pasan cada vez más tiempo juntos. A Luis le molestó muchísimo que anulases el nombramiento.

Maeso dibujó una media sonrisa de satisfacción.

—Es lo menos que podía hacer por ti —dijo—. Aunque ¿seguro que quieres tener al enemigo en casa?

—Lo que quiero es que esa zorra se marche, que se vaya a la puta calle —Pilar se detuvo—. Lo siento, Julián, no debería hablar así delante de ti, pero… Las relaciones entre mi marido y yo no atraviesan el mejor momento.

—Bienvenida al club.

—Luis ha cambiado. La guerra le ha agriado el carácter, se ha vuelto desconfiado y paranoico. Piensa que todos están contra él y conspiran para derrocarle.

—Bueno, parte de razón tiene. La conspiración para derribar a la República existía y él no hizo caso a las alarmas. Supongo que ha escarmentado.

—¿Qué es lo que teme de ti, Julián? Ledesma era su principal rival en el partido, y consiguió meterlo en la cárcel.

—No por mucho tiempo, Pilar. La ley de amnistía también le benefició.

—El tiempo suficiente para anularlo como adversario político. Ahora, Luis controla la presidencia de la República y el aparato del partido, pero no parece que eso le baste. Tiene celos de ti.

—Lo sé. Y tomar decisiones influido por ellos no es muy sensato, créeme.

—¿Qué quieres decir?

—Que no se lo tomes en cuenta. Ha estado sometido a mucha presión estos meses, y no creo que lo de Laura vaya a cuajar.

—Espera, espera. ¿Estás disculpando a mi marido por acostarse con otra mujer?

—Claro que no —Maeso se había internado en arenas movedizas y no sabía cómo volver a tierra firme—. Lo que quería decir es que bajo situaciones de estrés, todos cometemos errores. Me gustaría que Luis volviese a ser el que era, pero no sé si querrá él. Las últimas decisiones que está tomando me hacen dudar de su voluntad.

—¿Te refieres a la crisis de Gibraltar?

—Sí —Maeso suspiró aliviado de alejarse de la zona de peligro—. Tu marido me ha ocultado que existía un plan del Ejército para recuperar el peñón. Y ese plan estaba trazado antes del ametrallamiento de nuestros guardias civiles en aguas del estrecho.

La puerta del despacho se había abierto. La mirada inquisitiva de Duarte les evaluaba mientras ellos seguían hablando, hasta que Pilar se dio cuenta.

—¿Entrevistas a mi mujer para la dirección general que está vacante? —ironizó el presidente de la República.

—El puesto ya está cubierto —respondió Maeso.

—Vaya. Pues no me había enterado.

—Eso es porque el decreto de nombramiento está aquí —Maeso acarició su maletín de piel—. Junto con algunos otros.

Duarte le indicó con la mano que pasase al despacho, pero evitó mirar de nuevo a su mujer, aunque Pilar no apartó sus ojos de él.

Maeso vio el escritorio de Duarte atestado de papeles; había libros y archivadores desperdigados sobre mesas auxiliares, un par de sillones e incluso por el suelo. Nunca fue un maniático del orden, pero tampoco había exhibido hasta ahora hábitos tan descuidados. Al ver aquel caos, Maeso se dio cuenta de que su antiguo amigo lo estaba pasando mal, que interiormente reconocía que les había fallado; pero un extraño sentimiento del deber le mantenía aferrado al cargo, como si se sintiese obligado a reparar los errores para demostrar al pueblo que él amaba a España como el que más, y que todas sus decisiones habían sido tomadas en bien de la población.

—¿El personal de limpieza se ha declarado en huelga? —dijo Maeso, apartando una carpeta para poder sentarse en el sofá.

—Me gusta ordenar personalmente mi despacho. Aunque no lo parezca, sé perfectamente dónde está cada papel.

Lo que quizá no sepas es dónde está tu cabeza. Maeso abrió el maletín y extrajo los decretos de nombramientos de ministros, que el presidente de la República debía firmar para enviarlos al Boletín Oficial del Estado.

—¿Por qué has vetado a Laura? —dijo Duarte, apartando levemente una cortina. En la penumbra del despacho, iluminado por una mortecina lámpara de araña, penetró un hilo de luz solar—. No es justo que la discrimines. Sabes que está preparada para ser directora general de Comunicación.

—Cuello me propuso el nombramiento, a indicación tuya.

Duarte dejó la cortina como estaba y ocupó el sillón que había a la izquierda de Maeso.

—Sí, se lo pedí como un favor personal.

—Lo siento, pero no voy a contar con Cuello para el nuevo gabinete. Y a corto plazo suprimiré el ministerio de Comunicación. Crearlo fue un error y la República no cuenta con dinero para ministerios cuya misión se solapa con otros, como Interior o Defensa. Así que, después de todo, tu amiguita no será discriminada.

—No puedes cesar a Cuello —el tono de Duarte era tajante y restalló en el despacho.

—Claro que puedo.

—No lo entiendes. Si estamos pagando los atrasos a los funcionarios es gracias al él. No podemos prescindir de un activo tan importante en nuestro partido.

—Cuello sabe sobre la operación Aníbal mucho más que yo. ¿Cómo lo explicas?

—Creí que habías venido a que te firmase los nombramientos.

—No me iré de aquí sin una explicación. ¿Por qué me habéis mantenido al margen?

—No tenía claro que esa operación fuese a desplegarse algún día.

—Y ahora sí lo tienes.

—Han matado a nuestros guardias, por Dios. ¿Qué pretendes, que pongamos la otra mejilla? Gibraltar es una base para operaciones de insurgencia contra la República. Ya has visto los informes del CNI.

—Alguien nos empuja de nuevo a la guerra y tú no te quieres dar cuenta.

—Dame esos decretos —Duarte sacó su pluma—. Acabemos de una vez.

—¿Por qué me estás puenteando? —Maeso le alcanzó la carpeta que contenía los nombramientos—. ¿Crees que el presidente del Gobierno no debe estar enterado de los planes de una invasión militar sobre Gibraltar?

Duarte tomó el primer documento. Se trataba del nombramiento de un dirigente de Unidad Nacional como ministro de Hacienda. Evitó contestar lanzándole otra pregunta:

—¿Te has vuelto loco? ¿Vas a darle la cartera de Hacienda a la derecha, después de lo que pasó en la guerra?

—No podemos seguir mirando al pasado si queremos avanzar. Saldaña no estuvo implicado en la rebelión de Montoro, y he investigado minuciosamente a las personas que me ha propuesto. Todos están limpios. No se puede decir lo mismo de Cuello.

—Solo han pasado seis meses, Julián. Ya tenemos suficientes problemas con la ley de amnistía, para añadir más gasolina.

—Sin un gobierno de concentración, no tenemos apoyos en el parlamento para sacar adelante las leyes. Quizá prefieres eso.

—Puedo vetar esta remodelación, si considero que es lo mejor para la República.

—Te propongo algo mejor. Nombra a Cuello como presidente del Gobierno y así te ahorras ese paso.

—No está capacitado para el cargo.

—Tampoco para el de ministro, pero tú me lo impusiste, y ahora no me dejas que lo cese. ¿Qué es lo que temes de él, Luis? ¿Que tire de la manta? ¿Que hable lo que sabe sobre la financiación del partido? ¿A quién temes más, a Unidad Nacional o a tu antiguo tesorero?

—Si Cuello hablase, tú tampoco quedarías al margen.

—¿Es una amenaza?

—Te expongo la situación sin tapujos.

—No voy a dejarme presionar por el chantaje de nadie.

—Eso tiene gracia —rió Duarte—. ¿No fue el chantaje de las armas lo que nos empujó a la paz con Montoro? ¿No fue el miedo a que la guerra continuase el motivo por el que aprobamos la ley de amnistía? Claro que hemos cedido al chantaje, y lo hicimos porque valoramos los pros y los contras y elegimos un mal menor para evitar una tragedia. Tendremos que vivir con eso el resto de nuestras vidas, Julián, pero es nuestro trabajo, porque nuestro país merece salvarse; Cuello consigue resultados, y eso es lo que me importa ahora. Es útil para la República, merece estar en el lugar donde se toman las decisiones con mucho más derecho que esos fascistas de Unidad Nacional, a los que tú quieres meter en el Gobierno.

Duarte le ganaba la batalla utilizando su verborrea hipnótica que tan buenos dividendos le daba en política. Maeso tenía que reconducir la situación, o acabaría saliendo de aquel despacho rancio y oscuro con los decretos sin firmar.

—Sigo siendo el presidente del Gobierno mientras tú no me ceses —dijo—. Si ya no merezco tu confianza, pongo mi cargo a tu disposición.

Duarte contuvo un bufido, se levantó del sillón y meditó su respuesta, dando un paseo alrededor de su despacho, como un león enjaulado. Volvió a desplazar brevemente la cortina para mirar los jardines del palacio, como si esperase visita, pero en realidad su mirada no se concentraba en ningún elemento del paisaje. Maeso trató de adivinar lo que el presidente de la República realizaría a continuación. No se lo estaba poniendo fácil, era Cuello o él, y para una persona medianamente sensata, el mero hecho de vacilar ya era preocupante.

—Dame una semana —dijo, sin retirar los ojos de la ventana—. Tengo que preparar a Cuello para que encaje el golpe de la mejor manera posible.

—¿Y la remodelación del consejo de ministros?

—No quiero a Unidad Nacional en el Gobierno, pero… —a Duarte le costaba trabajo continuar—. Una semana —repitió—. Ahora no te hablo como presidente de la República, sino como secretario general del partido.

—Sin un gobierno de concentración, esto no tiene futuro, Luis; da igual cómo te pongas. Todos tenemos que arrimar el hombro y Saldaña podía haber rechazado entrar en el ejecutivo; para él sería más fácil esperar a que nos desgastemos, pero ha entendido lo que se le pedía.

—Hablaré antes con la ejecutiva del partido. Supongo que el país puede esperar una semana, ¿o no?

Maeso recogió sus papeles y se levantó. Ya nada tenía que hacer allí; Duarte no lo había cesado, pero tampoco aclaraba qué pensaba hacer con Cuello si no se iba del Gobierno por las buenas.

Pero aún había algo más que Duarte había soslayado hábilmente, y que a Maeso le molestaba más que sus desplantes o el nepotismo de que hacía gala con su jefa de prensa.

La operación Aníbal.

Y ese inquietante silencio proyectaba una sombra densa sobre él.

II

La noticia del ametrallamiento de los guardias civiles en aguas del Estrecho convenció a Javier de que la documentación que le entregó Teresa en el Retiro era veraz. Los guardias habían caído en una trampa; les habían tendido un cebo y al tratar de huir de Gibraltar les habían matado. Alguien buscaba un conflicto con el Reino Unido y utilizaba los medios de comunicación para que el Gobierno tomase represalias contra la colonia británica.

Javier le mostró a Martín los datos que Teresa le había entregado. El redactor jefe estudió los documentos con preocupación, pero no encontró pruebas suficientes para publicar un reportaje como ese, y le instó a que entrevistase a los testigos que Teresa le había ofrecido. Se trataba de un coronel y un comandante del Ejército de Tierra, que habían pedido el anonimato, y que le darían datos de movimientos de tropas, bajo la cobertura de unas maniobras militares desplegadas al sur de Andalucía.

Javier insistió en que había que publicar un avance del reportaje ya, antes de que fuese tarde, y que más adelante ahondaría en los detalles, pero Martín no quería problemas con la policía y prefería asegurarse antes que dar un paso en falso que acarrease el cierre del periódico por los funcionarios del ministerio de Comunicación, constituidos de facto en una policía política que sometía a escrutinio todo elemento sospechoso de estar implicado en actividades contra el Estado. La ley de defensa de la República, aprobada poco después del fin de la guerra, daba cobertura jurídica a esos funcionarios para clausurar medios de comunicación si difundían información falsa o con propósito de subvertir el orden constitucional, una fórmula muy vaga que se prestaba a la arbitrariedad. Los poderes excepcionales derivados de esa ley tenían una vigencia máxima de seis meses que estaban a punto de expirar, pero el Gobierno ya había solicitado una prórroga por otros tres, que iba a aprobarse dado que Unidad Nacional aceptaba entrar en un gabinete de concentración para sacar a España de la crisis.

La investigación de Javier se había complicado con la desaparición de Tejada, líder del partido comunista, que Celia creía que podía guardar relación con el dosier que habían recibido. Tras visitar a la esposa de Tejada, averiguaron que el secretario general de los comunistas sufrió un robo en su domicilio de Madrid hacía unos días, en el que le sustrajeron papeles y material informático. La policía científica había obtenido huellas dactilares del lugar de los hechos, pero no habían identificado a ningún sospechoso.

Tejada tenía en su poder información acerca de Cuello, que había comentado con su mujer, militante del partido; Celia no sabía cómo le había llegado, pero sí que la había debatido con varios compañeros y pensaba exponerla en el comité central del partido. Algunos camaradas cuestionaban la línea rupturista de Tejada, que mantenía una estrategia de confrontación con los socialistas, negándose a entrar en el Gobierno y denunciándolo en la Haya por negarse a procesar a los militares que se rebelaron contra la República. Tejada también había vetado un frente de izquierdas con los socialistas para concurrir unidos a las elecciones, porque pensaba que eso solo beneficiaría al Gobierno y les anularía capacidad de decisión. En fin, tenía muchos enemigos, tanto fuera como dentro del partido, lo que dificultaba averiguar quién estaba detrás de su desaparición.

Celia suponía que Gladio, a través del GARRE, había secuestrado a Tejada como parte de una campaña de terror para intimidar a los votantes y desestabilizar la democracia española, pero tras conocer que el secretario general de los comunistas también disponía de información que implicaba al ministro Cuello en una trama de corrupción, empezó a creer que estaba equivocada.

Recordó las palabras de Mauro: daba demasiadas cosas por sentadas, y su amigo sabía mejor que nadie de qué estaba hablando.

Acompañó a Javier a la estación del AVE. Su compañero iba a tomar un tren a Sevilla, para entrevistarse con los militares, que le ampliarían información sobre Gibraltar. Ella insistió en acompañarle, pero Javier rehusó. Teresa no quería que fuese acompañado, alegando que los dos informantes no hablarían si asistía alguien más a la entrevista. Estos habían exigido, además, que la conversación no sería grabada.

Entraron en una cafetería de la estación de Atocha, a esperar la salida del tren. Celia daba vueltas con la cucharilla a su poleo, mientras su mente emulaba ese movimiento circular con los sucesos que rodeaban la desaparición del líder del partido comunista.

—Creo que Tejada tiene al enemigo dentro —dijo—. Se fue de la lengua y la noticia ha llegado a oídos de Cuello.

Javier no contestó. Celia siguió exponiendo sus teorías sobre el GARRE y Resnizky, pero solo obtuvo ocasionales asentimientos de cabeza. Su compañero estaba preocupado.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Es el viaje a Sevilla?

—No, Celia.

—Puedo acompañarte y esperar en el hotel a que regreses.

—Ya te he dicho que no es el viaje.

—¿Entonces?

—Es complicado de explicar.

—Tenemos veinte minutos y nada que hacer. A menos que no quieras contármelo.

—Celia, de verdad que no…

—¿Por qué Teresa insiste en dejarme al margen? Primero te cita en el parque del Retiro a ti solo, y ahora no quiere que vaya contigo.

—Toma sus precauciones. Es natural que quiera proteger a sus fuentes.

—Al menos, déjame que te acompañe. No interferiré, te lo prometo. Si quieres, me alojaré en otro hotel.

Javier suspiró hondo:

—Recuerdo cómo murió Joana. Unos cabezas rapadas enviados por Brizuela la secuestraron y después la asesinaron.

—¿Crees que a nosotros podría pasarnos lo mismo?

—Joana tenía amistades muy peligrosas. El lugar donde encontró a Brizuela era una cárcel del pueblo. Mi amiga no estaba implicada directamente, pero de algún modo colaboró con los carceleros, y eso la llevó a la tumba. Si no hubiera pisado ese lugar, seguiría viva.

—Eso es algo que ya no puede cambiarse.

—Hace unos días me llevaste a un lugar muy similar. Más grande, mejor organizado, pero esencialmente se trataba de lo mismo. ¿Entiendes por qué estoy preocupado? No quiero que vuelva a suceder, otra vez no.

—Si la República no hubiera amnistiado a los asesinos, esa cárcel del pueblo no existiría.

—No quiero que acabes como Joana. Nunca me lo perdonaría.

—No te sientas culpable, Javier. He elegido luchar contra el fascismo porque creo que es lo correcto; y porque si nadie defiende la democracia, perderemos nuestras libertades. Los españoles sufrimos mucho durante la dictadura franquista y no vamos a volver a los tiempos en que por expresar tus ideas te molían a palos. Los delitos de genocidio no prescriben ni pueden ser amnistiados. Carmona arrasó Almansa, mató indiscriminadamente a civiles desarmados, porque disfrutaba matando. Asesinó a mis padres, y ahora la República le ha perdonado. Yo no. Y si tengo que arriesgar mi vida para que la justicia vuelva a este país, no me importa. Encontraré a Carmona aunque sea lo último que haga.

—Y cuando consigas eso, ¿qué harás?

—Atraparé a Brizuela y luego te llevaré a su celda para que hagas lo que quieras con él.

Javier apretó los dientes. La rabia le golpeaba las sienes, al anticipar en su imaginación al verdugo de Joana frente a él, acurrucado en un rincón, temblando de miedo, consciente de que su fin se acercaba, suplicando una clemencia que no tuvo con sus víctimas. Un ser alimentado por el odio hacia quienes no pensaban como él, reducido a la condición de piltrafa.

—Imagina que el hombre que viste en la celda hubiera sido Brizuela —insistió Celia—. ¿Te seguiría pareciendo tan horrible esa cárcel? ¿Prefieres que ese cabrón se pasee tranquilamente por la calle, en lugar de estar recluido donde merece? Si impides que los asesinos reciban su castigo, contribuyes a que el mal eche raíces. Mira, el día que la República derogue la ley de amnistía, las cárceles populares desaparecerán. Entonces volveremos a ser una sociedad sin miedo, y los tribunales quedarán libres de ataduras para juzgar a los fascistas. Pero hasta que ese día llegue, los ciudadanos tendrán que defenderse por sí mismos.

Javier se levantó. Se acercaba la hora para subir al AVE, aunque en el fondo no deseaba subir a ese tren. Intuía que, por muchas pruebas que colocase sobre la mesa de Martín, seguiría mostrándose reticente. Le importaba más mantener abierto el periódico, y publicar lo políticamente correcto, antes que la verdad. Pero Javier no había vuelto al periódico para que le colocasen una mordaza; si Martín seguía poniéndole trabas, ya encontraría otro lugar donde publicar su reportaje, aunque le costase su puesto de trabajo.

Cruzó el arco de seguridad, se giró hacia atrás y saludó a Celia, antes de acceder a las escaleras mecánicas. Su trabajo no era lo más importante, y lo sabía. Si se confirmaban las sospechas de su compañera, y Tejada había desaparecido por poseer información que comprometía al ministro Cuello, eso les colocaba a Celia y a él en el centro de la diana.

Viajar sin compañía no le tranquilizaba. Siempre era más fácil secuestrar a una persona que a dos. Pero era la vida que había elegido. Aunque la guerra era cosa del pasado, el conflicto seguía latente en los corazones de muchos ciudadanos.

El pueblo tenía derecho a conocer la verdad, aunque incomodase al Gobierno. La política había enterrado a las víctimas bajo una losa de silencio y amenazaba con provocar muchas más en breve plazo. Él podía hacer como su jefe y mirar hacia otro lado, pero entonces dejaría de ser un profesional honesto. Y un periodista que no busca la verdad es alguien que ha renunciado a la esencia de su trabajo, para transformarse en un asalariado que evita meterse en problemas. Martín pertenecía a esa clase de personas, pero Javier no le debía nada al poder, y sabía que el mundo de lo políticamente correcto era un lugar de mentiras y rodeos, donde se evitaba llamar a las cosas por su nombre y se ocultaba la verdad si no servía a los intereses de quienes mandaban. Si se convertía en un acomodaticio, Joana habría muerto para nada. Ella nunca rehuyó las dificultades, se hizo corresponsal de guerra y cubrió conflictos en África y Oriente Medio porque quería comprender qué nos impulsa a matar a nuestros semejantes. Arriesgó su vida una y otra vez para que los occidentales abriésemos los ojos ante un horror lejano que no queríamos ver.

Cómo cambiaba todo cuando el horror llama a la puerta de tu casa. Y se instala en ella.

III

Resnizky observaba con ojos soñolientos el hormigueo del paseo de la Castellana, desde las alturas de su despacho en la torre puerta de Europa I. La pesada digestión de la cena, regada con abundante vino y alguna que otra copa de licor, no le había dejado dormir y se había levantado tres veces al baño, tomando tres antiácidos para su ardor estomacal. Cuando era joven, aquellos excesos le habrían causado una ligera resaca al día siguiente, pero ahora acusaba cada vez más el paso de los años. Añoraba la época en que podía dormir de un tirón toda la noche sin levantarse a orinar. Cuando se levantaba de madrugada, se desvelaba y ya no podía conciliar el sueño hasta el amanecer, así que, harto de dar vueltas en la cama, se levantaba muy temprano para ir adelantando trabajo. Pero aquella madrugada, ni tumbado ni despierto pudo desarrollar nada productivo.

Y para aumentar su malestar, le esperaba a primera hora una visita indeseable. Kozlov.

Se trataba del jefe de una de las redes de narcotráfico más importantes de Rusia; controlaba la mitad de los casinos de su país e invertía parte de sus ganancias en propiedades inmobiliarias del sur de España. Kozlov tenía contactos influyentes en Moscú, se había ganado el título de ladrón en ley, alto rango otorgado por sus pares del crimen organizado, y, como todos los mafiosos que no valoraban su suerte, jamás tenía bastante. Los negocios en la Costa del Sol eran un bocado pequeño para Kozlov y sus socios; sabía que a Resnizky le iba muy bien y quería entrar en su territorio. No entendía que su falta de inteligencia pondría en peligro los tratos con la República. Que un capo de la droga viniese a Madrid a presionarle para sacar tajada comprometía a Resnizky, ponía en mal lugar a sus contactos en el Gobierno y, si por casualidad, algún periodista averiguaba que Kozlov había ido a verle, el escándalo asustaría a Cuello.

La operación Aníbal entraba en su segunda fase; el trabajo de Lacertus era excelente y sus informes convencieron a los militares de que la invasión de Gibraltar era urgente y necesaria. Solo faltaba vencer las últimas reticencias de la cúpula política para dar inicio a la tercera y última fase.

Y en este complicado juego de equilibrios, tenía que aparecer por su casa aquel asqueroso traficante, a insultarle con su presencia.

Kozlov irrumpió en su despacho, sacudiéndose de malos modos a uno de los vigilantes que custodiaban la entrada. Aquel canalla carecía de inteligencia para moverse en los círculos del poder; formaba parte del folclore negro, pero a la vez, ese primitivismo lo hacía manejable. Resnizky podía utilizarlo como carnaza para el trabajo sucio, y Kozlov sería tan estúpido que ni se daría cuenta.

—Tus gorilas me han quitado todos los objetos metálicos que llevaba encima —bufó el hombre, disgustado—. Salvo la hebilla del cinturón. Un error: si pretendiese matarte, podría estrangularte con la correa.

—En realidad, no buscan armas —Resnizky entornó los ojos.

—¿Ah sí? ¿Y qué es lo que teme alguien como tú?

La información, imbécil. Ninguna visita entra a mi despacho sin ser registrada en busca de micros camuflados en alfileres de corbata o grabadoras con forma de gemelos.

—Los malos modales y la ordinariez —lanzó Resnizky, por si se daba por aludido, pero la ironía rebotó en las angostas circunvoluciones del cerebro de Kozlov, hasta disiparse como un eco—. Te advertí que no era buena idea que vinieses.

—No tengo que pedirte permiso si deseo verte —el visitante se sentó frente a su mesa.

—Si te he permitido la entrada al edificio ha sido para que no montases una escena que atrajese a los curiosos. Ahora, ve al grano.

—Yegor, uno de mis mejores hombres, ha sido detenido por la policía. Quiero que hagas una llamada para que lo suelten.

Resnizky sacudió negativamente la cabeza:

—Si fuese uno de tus mejores hombres, no se habría dejado atrapar. Deberías mirar a qué patanes contratas, antes de pedirme que te saque las castañas del fuego.

Aquella respuesta pilló desprevenido a Kozlov, que buscó sin éxito una buena frase para lanzar al rostro de aquel engreído con traje de Armani que le miraba por encima del hombro. Resnizky estaba en ese despacho porque él y sus socios habían querido que así fuese. El consorcio ruso de energía recibía generosas aportaciones del clan de Kozlov, que controlaba a través de testaferros un paquete de acciones estratégico en el consejo de administración. Ese cretino había olvidado muy pronto quién le había puesto allí.

—Consigue de tu amigo Cuello que el fiscal pida la libertad bajo fianza. Mi abogado me ha dicho que el detenido tiene arraigo en España y que tras esa solicitud, el juez lo soltará.

—Cuello no puede interferir en un asunto de la fiscalía.

—Claro que sí. Los políticos lo hacen a diario.

—Eso no es cierto.

—El fiscal general es nombrado y cesado libremente por el Gobierno. Los que están debajo tienen que obedecer.

—Ignoras todo sobre la justicia de este país, Kozlov. Pero aunque tuvieras razón, no puedo pedir a Cuello que me haga un favor como ese.

—¿Por qué?

—Porque si la prensa se entera de que un ministro ha presionado a la fiscalía para que suelte a un narco, tendrá que dimitir, y dejará de sernos útil.

—Has hecho con él tratos más comprometidos.

—Entonces no formaba parte del Gobierno.

—No he venido aquí a tratar de convencerte —le lanzó sobre la mesa una tarjeta—. Ahí tienes el teléfono del abogado y los datos que necesitas.

—No estás en Rusia, ¿sabes? —Resnizky no se dejó amenazar por la mirada de aquel criminal, acostumbrado a que se cumpliese su voluntad sin discusión—. Necesitamos a los políticos tanto como los peces el agua, y si pongo a Cuello en mi contra, la República se replanteará los contratos que hay en curso. Estoy hablando de mucho más dinero del que tu club del Kalashnikov puede amasar aquí vendiendo mierda a los jóvenes.

—Ya tienes tus órdenes —ladró Kozlov—. Guárdate tus comentarios para quien quiera oírlos.

—Tengo aquí unos informes del SVR sobre tus actividades en la Costa del Sol. Tu falta de discreción nos está creando problemas. En un Estado de Derecho tenemos que cumplir las leyes y respetar a la justicia. España es clave para un nuevo equilibrio geoestratégico en Europa. Por eso estoy aquí: el Kremlin me apoya y los agentes rusos en España siguen mis indicaciones. Pero si crees que puedes cambiar eso, adelante, ponme a prueba.

Kozlov tensó los músculos. Resnizky acercó disimuladamente su mano a la pistola que ocultaba bajo la mesa. Lo creía capaz de abalanzarse sobre él y destrozarle la cara a puñetazos. Lamentaría tener que descerrajar aquel cerebro atrofiado de un tiro, por las explicaciones que debería dar a la policía, pero ya lo arreglaría para que pareciese que se había colado engañando a los vigilantes.

—Tienes los huevos de mármol para hablarme así —Kozlov se levantó, e inesperadamente, su semblante se relajó con una media sonrisa—. La verdad es que no te necesito. Me alegro de que te vayan bien los negocios. Ya me las arreglaré sin tu ayuda.

—¿Qué pretendes hacer?

Kozlov salió del despacho, sin dignarse en responderle. Resnizky llamó por una línea interior al jefe de seguridad, para que en el futuro no se le permitiese la entrada. Dudó en llamar a la embajada rusa para que el servicio secreto se encargara de Kozlov, pero al final prefirió no hacerlo. Estaba dando a aquella sabandija una importancia de la que carecía. Sabía que Kozlov iba a verificar los contactos de que Resnizky había presumido, y una vez le quedase claro con quién estaba tratando, más le valía que no intentase nada contra él, si no quería acabar en una cuneta.

A diferencia de aquel mafioso, acostumbrado a amenazar a otros para conseguir lo que deseaba, Resnizky se había labrado una carrera partiendo desde lo más bajo. Comenzó a trabajar a los quince años, para poder llevar a la familia un sueldo tras morir su padre. Sabía lo que era levantarse a las seis de la mañana y acabar la jornada a las diez de la noche, y así día tras día, para que su madre y sus dos hermanas menores tuvieran algo que comer. Nadie le había regalado nada, y había aprendido desde muy temprana edad cómo funcionaba el mundo y de qué color era el aceite que lubricaba sus engranajes. También sabía que la política era igual en todas partes: en Moscú, en Madrid, en Washington, encontraba el mismo tipo de individuos que solo pensaba en el corto plazo y en el lucro personal. Tal vez existiesen personas que continuaban en la política para servir a los ciudadanos, pero todavía no se había topado con ninguna. Como la inteligencia en los delfines, se sospechaba su existencia, pero no estaba probado. Cuando llegaban al poder, se olvidaban de sus promesas y se comportaban como si el dinero que administraban fuese suyo. Los ciudadanos eran números en estadísticas, cuyas opiniones únicamente había que fingir que atendían en época electoral. Tratar con ellos no encerraba ningún secreto para él, podía manejar a Cuello como había hecho con tantos otros en Rusia. Sus mentes estaban diseñadas en la misma cadena de montaje y todos, absolutamente todos, tenían un precio. En algunos, solo había que acercarse un poco a la frente para leer la etiqueta; con otros llevaba más tiempo, pero siempre descubría lo que deseaban.

Odiaba el sistema capitalista de Occidente, edificado sobre la prevalencia del dinero sobre los seres humanos, que los reducía al papel de consumidores. La civilización occidental descansaba sobre el juego y la especulación que buscaba el beneficio rápido; en los mercados de valores se ponía sobre el tapete la vida y las propiedades de la gente, se apostaba sobre la quiebra de tal empresa o país y se obtenía un lucro. No importaba que para conseguir ese dinero, la gente acabase en la cola del paro y se cerrasen miles de empresas. Después de lo que sucedió en 1929, los occidentales deberían haber aprendido la lección y reformado su economía de casino; pero no, el casino les dominaba a ellos, las grandes fortunas de la Tierra manejaban a los políticos, impidiendo cualquier cambio sustancial en la economía que redundara en beneficio del pueblo.

Tras la gran crisis de principios del XXI y el desplome de Wall Street, que arrastró a la quiebra a numerosos bancos y empresas, unos pocos se hicieron millonarios a costa de la especulación y del dinero de los contribuyentes. Por supuesto, no tuvieron bastante. Declararon una guerra económica encubierta al viejo continente, atacando a los países más débiles para derribar el euro, fortalecer el dólar y ganar aún más dinero, a pesar de que habían sido los Estados Unidos de América y sus tahúres financieros los culpables de la crisis. Un país en quiebra técnica atacaba a sus supuestos aliados del otro lado del Atlántico, para evitar que el euro convirtiese al dólar en una moneda basura. Arruinaron a cientos de miles de personas, tanto dentro como fuera de su propio país, pero ¿importaba a alguien? ¿Se habían preocupado los gobiernos de reformar los mercados? Nunca lo harían, nunca moverían un dedo para ayudar a la gente, porque los ciudadanos no les importaban lo más mínimo.

Esa era la lección que había aprendido de la vida, y que su padre, desgraciadamente, no tuvo tiempo de enseñarle. Y ahora, él manejaba a los políticos para obtener lo mismo que éstos: un beneficio. Pero a diferencia de ellos, Resnizky sí estaba dispuesto a cambiar el sistema, y Rusia desempeñaría un papel clave en la nueva Europa que tarde o temprano reemplazaría a las estructuras decadentes que la sostenían. Las crisis económicas abrían las puertas a los cambios sociales. Y solo había que estar en el lugar y momento adecuados para aprovechar las oportunidades.