CAPÍTULO 4

I

La noticia copaba la primera plana de los informativos. En el curso de una investigación sobre narcotráfico y terrorismo, dos guardias civiles fueron asesinados por la Royal Navy cuando intentaban abandonar el puerto de Gibraltar. Patrulleras de la Benemérita y guardacostas ingleses habían intercambiado disparos tras el ataque, resultando herido grave otro agente español.

Aquel acto no era una provocación más de la marina inglesa, sino un atentado contra el pueblo español, decían los medios, que exigían una respuesta del Gobierno ante aquel desafío.

El presidente del Gobierno había tenido que reunir de urgencia a los jefes del Estado Mayor y al director del Centro Nacional de Inteligencia, para analizar la crisis.

El CNI puso sobre la mesa las grabaciones que los guardias civiles realizaron en un hotel de Gibraltar, rescatadas de la Roca gracias a un agente infiltrado en el GARRE, cuyo nombre en clave era Lacertus, que proporcionó a los malogrados guardias datos de la cumbre que grupos de la ultraderecha europea organizaban en el peñón, para desestabilizar a la República mediante oleadas de bombas y asesinatos contra políticos, jueces y militares. Tras el fracaso de la sublevación de Montoro hace seis meses, las fuerzas involucionistas habían trazado una estrategia basada en el terror, ya ensayada en Italia y otros países europeos durante la guerra fría.

El Ejército, adelantándose a este escenario, había diseñado la operación Aníbal, que implicaba el despliegue de unidades de tierra, la Armada y la aviación, para tomar el peñón. Bautizada en honor al general cartaginés que desafió a Roma, llevando la guerra a las puertas de la capital del imperio, la operación tenía como objetivo situar la Roca bajo administración española y encarcelar a su gobierno por su complicidad con el crimen organizado. Una operación que recordaba a la tristemente célebre guerra de las Malvinas, que Argentina emprendió en una desesperada huida hacia delante.

Duarte estaba en sus cotas más bajas de popularidad, la República continuaba en dificultades y las cifras de paro eran las más altas de Europa. Duarte no quería pasar a la Historia como el presidente que dio pie a una guerra civil. Maeso ahora lo comprendía. Aquella operación llevaba su sello, la había rumiado en secreto desde hacía meses, pero no se atrevía a llevarla a cabo hasta tener la excusa y la llave que garantizaba su éxito.

Rusia había prometido apoyo a la campaña militar.

Finalizada la reunión, Maeso se quedó a solas con Souto, jefe del Estado Mayor, y García, director del CNI recientemente ascendido a general por sus servicios prestados en la guerra. Personas que apreciaba mucho, cierto; pero aquel sospechoso plan urdido a sus espaldas le había creado dudas acerca de la lealtad de los mandos militares hacia él. Sabía que la operación Aníbal era mucho más que un juego de guerra; se había cocinado en secreto entre el presidente de la República y los militares, y a él lo habían mantenido al margen. No podía tolerarlo.

Duarte, como comandante supremo de las fuerzas armadas, ostentaba honoríficamente la jefatura del Ejército, presidía desfiles y concedía medallas, pero de ahí a suplantar al presidente del Gobierno en la política de defensa había un gran trecho. Duarte quería anularle; no se atrevía a destituirlo porque Maeso conservaba un gran prestigio en el partido y popularidad entre los ciudadanos. Por eso optaba por hacerle la vida imposible y puentear su labor. A Maeso, después de lo que habían vivido, le dolía mucho que aquel comportamiento rastrero viniese de Duarte.

Al iniciarse la rebelión de Montoro, lo cómodo habría sido dejar que otro se enfrentase al problema, como en 1936, en que se sucedieron hasta tres presidentes del Gobierno en los primeros días de la guerra. Sin embargo, Maeso se mantuvo en su puesto. No comulgaba con muchas ideas de Duarte, pero a diferencia de Sajardo, pensaba que era mejor enderezar la situación desde dentro. Si la Moncloa hubiera quedado en manos del ala dura de los socialistas, encabezada por Ledesma, la guerra se habría prolongado durante meses o años, hasta que uno de los dos bandos fuese destruido.

Ledesma no fue partidario de acuerdos con Montoro; acusó a Maeso de colaborar con el enemigo y presionó a Duarte para forzar su relevo. Si eso hubiera sucedido, la guerra aún continuaría. Maeso recordó el primer intento de conversaciones de paz entre Montoro y la República en el monasterio de Yuste, una trampa a la que el jefe de los sublevados fue conducido por sus propios hombres, que querían reemplazarlo por Carmona, un general sanguinario con el que habría sido inútil negociar. Maeso creía probable que la encerrona de Yuste contase con colaboración de Ledesma, que se habría convertido en aliado circunstancial de Carmona con el objetivo común de evitar un acuerdo de paz.

Durante la conversación con García y Souto, surgió un nombre: Cuello. El ministro de Comunicación había coordinado personalmente la operación para evitar que ningún detalle trascendiese. Cuello había sido nombrado por imposición de Duarte, en contra de la opinión de Maeso; una humillación más que tuvo que soportar para evitar la dimisión. Pero esto era diferente; se trataba de iniciar otra guerra, movilizando al Ejército en una campaña de peligrosas consecuencias. A los ojos de la opinión pública, la recuperación del peñón podía ser legítima; pondría fin a tres siglos de colonialismo inglés en España y solucionaría por la vía de las armas lo que ni las Naciones Unidas ni los embajadores habían podido zanjar. Pero Maeso sabía que la realidad era diferente y que Duarte no podía pretender que se olvidasen los problemas de la última guerra causando otra. Las familias de las víctimas ya habían tenido bastante. La operación Aníbal regresaría al tablero de diseño, y allí se quedaría. Si Duarte quería recuperar la popularidad perdida, sería sin provocar muertos.

Maeso exigió a García y Souto que le informasen de todo lo relacionado con Gibraltar, instrucciones secretas del presidente de la República, movimientos de otras potencias en relación a la proyectada invasión del peñón, en fin, cualquier detalle, aunque pareciese irrelevante. Después, pensó en la respuesta que tendría que dar al líder de la oposición relativa a un gobierno de concentración. La entrada en el gabinete de Unidad Nacional le daría una excusa para remodelar el consejo de ministros y quitarse de encima a Cuello. Si éste creía que podía intrigar a sus espaldas bajo el paraguas de Duarte, estaba muy equivocado.

Descolgó el teléfono y llamó a Saldaña. Cuanto antes cerrase ese asunto, mejor. Luego se encargaría de Duarte. Lo había estado esquivando desde hacía dos semanas, pero ya no podía demorar un enfrentamiento cara a cara. Con la contestación de Saldaña, se presentaría en la Zarzuela con los decretos de nombramiento y cese de ministros.

Tras media hora de conversación telefónica con el líder de Unidad Nacional, llegaron a un principio de acuerdo sobre la formación del gabinete. A falta de una reunión de trámite con la ejecutiva de Unidad Nacional, Saldaña le anticipó que el partido daría su visto bueno.

Maeso repasó la lista de altos cargos que había preparado. Cuello ya se había caído de ministro en el primer borrador, pero lo había colocado como director general de un ministerio menor para contentar a Duarte. Con un rotulador rojo, tachó con energía ese nombramiento de su cuaderno; la tinta caló el papel y manchó un poco la siguiente hoja del bloc. Estaba furioso, y sabía que en esas condiciones no era sensato tomar decisiones, pero no podía dejar de pensar en aquella artimaña que Duarte y Cuello habían planeado para apuñalarle.

Sin embargo, era consciente de que había un tercer actor en ese escenario. Aunque más que actor, se comportaba como el apuntador y guionista, que susurraba a los demás lo que tenían que decir. Cuello carecía de ideas propias, solo era un oportunista hábil para el dinero rápido, y la operación Aníbal le venía grande al mediocre Duarte. No lo creía con inspiración suficiente para pergeñar un plan tan audaz y descabellado. No, alguien estaba ahí fuera dirigiéndolos a los dos, y Maeso ya había sufrido en carne propia las maquinaciones del embajador Bowen, para conocer de sobra cómo movían ficha los grandes países cuando iban a la caza de una pieza suculenta.

Allí había una superpotencia implicada que quería el control del estrecho, aprovechando que los Estados Unidos habían sido expulsados de Rota y ya no tenían el dominio completo sobre el paso al Mediterráneo. A Duarte, obcecado en su trasnochada idea del socialismo del siglo pasado, le encantaba señalar a los americanos como los causantes de todos los males, sin querer reconocer que otros países tenían las mismas apetencias imperiales, y que en cuanto tuviesen una posibilidad, la aprovecharían.

Y ese imperio dormido había enviado a su virrey a España, para beneficiarse de los aprietos que atravesaba el país. No venían a ayudar, ahora lo veía claro. Querían lo mismo que los americanos, aumentar su poder a costa de otros países. Y si tenía que haber una guerra por medio con miles de víctimas, eso les era indiferente. O no tanto. Quizá eso era lo que buscaban. El negocio de la guerra no entendía del sufrimiento, del hambre, de la desolación, porque a los mercaderes de la muerte solo les importaba una cosa.

El dinero.

II

Saldaña quedó desconcertado por la llamada del presidente del Gobierno. Había esperado que Maeso le regatease algún ministerio, pero en cambio cedió a todas sus condiciones. Eso le convenció de lo desesperado que estaba; tenía que haber aprovechado para exigirle más contrapartidas, aunque le daba un poco de lástima. Tener que soportar al tortuoso Duarte era ya suficiente castigo. En realidad, Maeso se había equivocado de partido, pero no quería reconocerlo. Nunca había comulgado con el estado federal asimétrico de Duarte, y tenía más puntos en común con Unidad Nacional de los que estaba dispuesto a reconocer.

Entrar en el Gobierno lavaría la imagen de la derecha y haría olvidar los errores cometidos por quienes le precedieron en Unidad Nacional, al creer que podía salir algo bueno del alzamiento de Montoro. Las soluciones militares conducían al totalitarismo, de izquierdas o de derechas, eso era lo de menos. Tanto los fascistas como los comunistas coincidían en lo básico: usaban al Estado como una apisonadora para encarcelar a los disidentes, perpetuarse en el poder e imponer un pensamiento único que aniquilaba la democracia. Alejandro Zamora, su malogrado antecesor, supuso ingenuamente que una intervención quirúrgica del Ejército podría sanar a la nación de los males del separatismo. No había aprendido nada de la CEDA y la política revanchista que incendió el país en 1936. Zamora fue asesinado por el odio, como Calvo Sotelo, y ese asesinato fue el pistoletazo de salida de la guerra. Podían estar contentos de que Montoro no se hubiese convertido en otro Franco, y eligiese la paz en lugar de dejar que la apisonadora aplastase a todos los que no comulgaban con sus ideas.

Se sirvió una copa de coñac para celebrar su buena suerte, y se sentó en el sillón de su salón, con vistas al paseo del Prado. Aunque vivía con su mujer en un barrio residencial de las Rozas, había adquirido aquel apartamento en Madrid para evitar desplazamientos a la periferia. Aquel lugar era su santuario, un remanso de paz donde se retiraba a meditar, o se reunía con algún amigo para relajarse. Su matrimonio no iba demasiado bien, pero su esposa no tenía la culpa. Cuando se casó con ella, no le reveló que era bisexual y que necesitaba de vez en cuando desahogarse con personas de su mismo sexo. Lo llevaba muy discretamente; no quería que ella se enterase para que no sufriese y en Unidad Nacional abundaban los homófobos que habrían vetado su nombramiento si hubiese trascendido su condición sexual.

Aquella tarde esperaba a Joaquín, un joven de veintitrés años que conoció hace seis meses. No hablaban de política, a su amigo no le interesaban los entresijos del poder y eso le ayudaba a Saldaña a desconectar del trabajo. Jamás le había pedido nada para sí mismo, a pesar de que sabía perfectamente que Saldaña podría darle un cargo de asesor en cualquier comunidad autónoma o Ayuntamiento donde gobernase Unidad Nacional. No intentaba aprovecharse de su relación con él para medrar, y eso le gustaba. Saldaña tenía a demasiadas personas a su lado que solo pensaban en el interés propio, y no en lo que podían hacer por los demás. Encontrar a alguien que no ambicionaba el lucro personal le reconfortaba.

Llamaron a la puerta. Llegaba con media hora de adelanto, pensó. No era habitual en él. Se asomó por la mirilla y vio a un hombre de pelo canoso que debería rondar los sesenta años.

Tardó unos segundos en asociar el rostro del visitante con el nombre. Era Bowen, el embajador de los Estados Unidos en España durante la guerra. Tras el armisticio, fue cesado de su cargo y la fiscalía federal americana anunció que abriría una investigación para depurar sus responsabilidades en el conflicto. Bowen había ayudado al ejército rebelde al tiempo que negociaba con los separatistas para que se desmarcasen del conflicto, a cambio de que Estados Unidos reconociese su independencia, llegando a vender armas a la Generalitat a través de un traficante.

Sin embargo, allí estaba, frente a la puerta de su apartamento, cuya existencia solo conocía un estrecho círculo de amigos. La visita de Bowen, después de todo lo que había pasado en España, presagiaba malas noticias.

—¿Prefiere que vuelva en otro momento, Saldaña?

Abrió. Bowen venía solo. Se preguntó qué querría de él, y por qué había venido a su santuario, en lugar de pedir una cita a su secretaria en la sede del partido, como era lo habitual. Tal vez Bowen no quería llamar la atención en Madrid y evitaba los lugares públicos; o quizá, al presentarse frente a la puerta de su apartamento secreto, quería transmitirle algún mensaje de connotaciones oscuras.

—¿Cómo me ha encontrado aquí, embajador? —inquirió Saldaña.

—No hay nada que suceda en este país que yo no sepa —Saldaña no supo si Bowen bromeaba—. Y ya no soy embajador. Ahora soy director de la CIA para el Mediterráneo occidental.

—Creí que la fiscalía de Washington le abrió una causa por sus actividades durante la guerra en España.

—Sí, la abrió —sonrió Bowen—. Y la archivó —se rascó detrás de la oreja—. ¿Va a dejarme pasar, o prefiere que sigamos conversando en el rellano?

Saldaña se hizo a un lado. Bowen entró en el salón y observó la copa de coñac en la mesita.

—¿Le importa si me sirvo un poco? —antes de recibir una respuesta, Bowen ya se estaba sirviendo licor en otra copa—. Me encanta el buen gusto con que tiene decorado este apartamento —dijo, sentándose en el sofá y dirigiendo una mirada aprobatoria a su alrededor—. Y la vista es excelente.

—Gracias.

—Si yo hubiera hecho algo sin autorización de la Casa Blanca, ¿cree que me habrían premiado con otro cargo?

—Supongo que no.

—Al principio pensé que iban a sacrificarme, y estaba dispuesto a asumir las consecuencias, aunque no fuera culpable de nada, porque ante todo, soy un patriota. Pero luego me explicaron que había hecho una buena labor en España, y me pidieron que volviera. Mi nuevo trabajo me da más libertad de movimientos, y ya no tengo que guardar las apariencias ni medir constantemente mis palabras.

—Debería haberme avisado a través de mi secretaria. Estoy esperando a alguien y…

—No le entretendré mucho rato. Mis relaciones con Alejandro Zamora eran muy cordiales; no necesitaba avisarle para hablar con él. Éramos buenos amigos.

—Bueno, ahora yo soy el presidente de Unidad Nacional, y mis costumbres son otras.

Bowen tomó un sorbo de coñac, paladeándolo mientras le observaba con curiosidad.

—He seguido su carrera atentamente —dijo el americano—. Desde sus inicios.

—¿Ah, sí?

—Sus profesores de Harvard hablan excelencias de usted. Dejó un recuerdo imborrable en esa universidad.

Saldaña repasó mentalmente qué había hecho durante sus estudios en Estados Unidos, que pudiesen haber llamado la atención de su visitante. Nada memorable, la verdad. Sus notas no fueron especialmente brillantes, que achacó a su mediocre dominio del inglés.

—Vaya, me alegro —respondió, aunque la expresión de Saldaña no reflejaba en absoluto el movimiento de sus labios.

—Como le veo impaciente, iré al grano: sabemos que el presidente del Gobierno le ha propuesto entrar en un gabinete de concentración. Queremos que rechace.

Saldaña estuvo tentado de decirle que ya había aceptado, pero no tenía por qué darle a aquel individuo esa información.

—¿Por qué debería rechazar?

—Porque yo se lo pido. Mi país y su partido siempre han mantenido buenas relaciones, y no hay ninguna razón para que esta situación cambie. Y porque si participa en ese gobierno, estará dando un balón de oxígeno a la política antiamericana que mantiene la República desde que Duarte llegó a la Zarzuela.

—Lo consideraré —dijo Saldaña, mirando disimuladamente su reloj.

—Me parece que no es consciente de la gravedad de la situación. Duarte va a convocar un referéndum para sacar a España de la OTAN. Aislará a su país internacionalmente más de lo que ya está.

—Estoy de acuerdo en que esa decisión sería un error, y así se lo he transmitido al presidente Maeso. Creo que entrando mi partido en un gobierno de concentración, se podría evitar.

—No es tan simple como usted cree.

—El presidente Maeso es razonable.

—Pero no Duarte. Él nombró a Maeso, y él puede quitarlo cuando quiera. Entiéndalo, Saldaña: Duarte es quien manda en España. Y si usted apoya a su gobierno, le está apoyando a él.

—Sería hasta la celebración de las próximas elecciones.

—Demasiado tiempo. Su país no se puede permitir un día más con Duarte. Desmontó nuestras bases en suelo español, pero se ha aliado con los rusos. ¿Usted lo entiende? Alardea de antiimperialista, pero no es más que un paleto.

—Duarte me cae tan mal como a usted, no necesita convencerme de que es una rémora.

—¿Y cómo ve su alianza con los rusos?

—Muy mal.

—¿Considera tranquilizador que el Kremlin reivindique la figura de Stalin, después de lo que ese genocida hizo a su propio pueblo?

—Por supuesto que no.

—Hemos oído ese discurso otras veces. El comunismo es un régimen totalitario; una vez que se afiance en la República, la frágil democracia española habrá llegado a su fin.

—Rusia no es comunista.

—Aún. El comunismo se adapta a los tiempos, se esconde bajo otros ropajes —Bowen sacó un mapa del bolsillo interior de su chaqueta, y lo desplegó en la mesita—. Aquí tiene nuestro entrañable hemisferio norte, la parte del mundo que gobierna sobre el resto. Estados Unidos, al Oeste, y Rusia al Este. Observe bien.

La mirada de Saldaña basculó entre el ex embajador y el mapa, sin entender adónde quería llegar.

—¿Lo ve?

—¿El qué?

—¿En qué lugar se encuentra España?

—Creo que lo sabe perfectamente.

—Yo sí, pero, ¿y usted? —Bowen situó su índice sobre la península, y golpeó repetidamente—. Está aquí, en el maldito centro. ¿Lo entiende?

—En un mapa esférico de la Tierra, no ocuparía el centro.

—España es la puerta del Mediterráneo. Durante la guerra fría, mi país llegó a acuerdos con Franco para emplazar bases estratégicas que defendiesen al continente de una invasión soviética. España fue la retaguardia desde la que la OTAN acometería la reconquista de Europa, si los comunistas atacaban. Por eso pactamos con Franco, un dictador que no deseábamos, pero que aceptamos como mal menor, para defenderles a ustedes y al resto de europeos de la amenaza del ejército rojo.

Saldaña se impacientaba. Bowen había prometido que iba a ser breve y llevaba más de quince minutos hablando. Tenía que evitar que se encontrase con Joaquín.

—Conozco la historia —murmuró.

—Aprender de ella evitará que la repitamos. Nosotros no hemos bajado la guardia, los rusos no nos engañan; después del desplome de la Unión Soviética, han seguido apoyando a regímenes comunistas por todo el globo. Han ayudado a Venezuela, a Cuba, a estados canallas como Irán, o Siria, arrasaron Chechenia, invadieron Georgia. ¿Qué clase de democracia haría eso? En cualquier momento los rusos se quitarán la careta y mostrarán al mundo su verdadero rostro. Son un pueblo resentido, no encajaron que su país se descompusiese en repúblicas independientes. Su orgulloso imperio quedó reducido a cenizas, pero no han renunciado a volver a ser lo que fueron. Rusia intenta recuperar el terreno perdido, y España juega en sus planes un papel crucial.

¿Por qué le contaba aquello? Saldaña tenía bastante con sus problemas internos para preocuparse por los movimientos geoestratégicos de Washington y Moscú. Lamentablemente, Bowen no compartía su punto de vista y no tenía intención de marcharse, ya que apuró su coñac y se sirvió más.

—Cuando su país entró en la OTAN, firmó un protocolo secreto para apoyar actividades de defensa de la Alianza al margen de la ley. Mediante ese protocolo, sus servicios de inteligencia se comprometían a prestar apoyo a operaciones que nuestros mandos ordenasen en territorio europeo, para prevenir actividades subversivas. Esa ayuda se prestaría con el desconocimiento de los gobiernos de turno, para evitar la interferencia de los políticos en la operatividad de los comandos.

Saldaña intuyó que Bowen por fin estaba llegando al motivo real de su visita. Y no le gustaba lo que estaba oyendo.

—¿La red Gladio? —aventuró.

—En efecto.

—Creí que se disolvió al acabar la guerra fría.

—No la usamos mucho, pero disponemos de agentes durmientes y escondites con armas en cada país europeo. Llevan su vida sin llamar la atención, pero si se produce una crisis, los activamos y requerimos la ayuda de las autoridades locales para que les den cobertura. Ahí interviene usted. Se ha decretado la alerta en España. Nuestros mejores hombres se trasladarán aquí para hacer frente a un conflicto que podría desencadenarse en breve plazo.

—¿Qué quiere que yo haga?

—Su partido gobierna en varias autonomías. Necesitaríamos saber que podemos contar con su ayuda.

—Me está pidiendo que colabore con comandos paramilitares para operaciones de guerrilla.

—Operaciones contrarrevolucionarias de autodefensa.

—Llámelo como quiera. Es ilegal.

Bowen dejó su copa sobre la mesita, entrelazó las manos sobre su vientre y le miró fijamente:

—¿Hasta qué punto le importa España?

—Me ofende que me haga esa pregunta.

—¿Haría lo que estuviese en su mano para protegerla?

—Claro que sí.

—Su país está en peligro y requerimos su ayuda. España necesita que Unidad Nacional apoye a sus aliados europeos, ya que el gobierno de la República se ha desentendido de ellos.

—El único peligro al que se enfrenta España es el motivado por las consecuencias de la guerra —una guerra que Bowen contribuyó a crear, pensó Saldaña.

—Se equivoca. Se avecinan tiempos difíciles, y la neutralidad no es una opción. Tiene que elegir en qué bando va a estar.

—Siempre he estado en un bando: el de mi país.

—Mire, sé que lo que le pido es difícil, pero… —Bowen no esperaba tantas reticencias de Saldaña; hubiera preferido a Alejandro Zamora como interlocutor, pero desgraciadamente estaba muerto—. Es un sacrificio que debe hacerse. A veces, para defender la democracia hay que realizar actos al límite de la ley. Cuando América fue atacada por los islamistas de Bin Laden, nos defendimos con todos los métodos a nuestro alcance; buscamos a esas alimañas, las apresamos, las arrojamos a un pozo negro y llevamos el infierno a sus hogares. Algunos dijeron que las capturas de la CIA y las cárceles secretas eran ilegales, pero tenía que hacerse si queríamos proteger al pueblo americano. Para que el edificio de la democracia funcione hacen falta cloacas.

—Me está costando mucho trabajo lavar la imagen de mi partido para ensuciarlo de nuevo con actividades al margen de la ley.

—Por supuesto, le ofrecemos contrapartidas. Tendrá garantizada la financiación de su partido, sin que necesiten implicarse en el cobro de comisiones ponzoñosas. Y en cuanto a usted, no tiene que preocuparse por su futuro. Con independencia de quién gane las próximas elecciones, tendrá un cargo de asesor en una multinacional, o si prefiere dar conferencias, podemos arreglarlo para que imparta cursos en diferentes instituciones de prestigio.

La indignación de Saldaña iba en aumento. Bowen creía que todos los políticos españoles tenían un precio y que podría venir a su casa a restregarle el talonario por las narices.

—Yo no soy de esa clase de personas.

Llamaron a la puerta. Bowen se levantó:

—No debería rechazar mi oferta a la ligera —dijo, caminando hacia la salida—. Creo que aún no es consciente de la gravedad de la situación. Pero lo será.

Saldaña abrió la puerta. Su amigo Joaquín estaba en el rellano, y al ver que tenía visita, se sobresaltó.

—Estaremos en contacto —se despidió Bowen—. Ha sido un placer —se alejó hacia el ascensor—. Adiós, Joaquín.

Éste entró en el apartamento y Saldaña cerró la puerta.

—¿De qué lo conoces? —preguntó el político.

—Es la primera vez que lo veo —aseguró el joven.

—Te ha llamado por tu nombre —Saldaña se acercó a la mirilla y vio a Bowen agitando la mano en señal de saludo, antes de desaparecer dentro del ascensor.

—Bueno —Joaquín se encogió de hombros—. Eso tiene la importancia que tú quieras darle.

Saldaña asintió y apartó aquel asunto de su mente. Pero no por mucho tiempo.

III

Celia intentaba que Mauro disminuyese el ritmo, pero su amante continuó con más fuerza y violencia, llegando a hacerle daño. Ella gimió de dolor y trató de quitárselo de encima, aunque solo consiguió que él intensificase sus acometidas.

—¡Basta! ¿Qué coño te pasa?

Mauro dejó bruscamente de moverse, no porque le hiciese caso, sino porque acababa de eyacular. Se apartó de ella y se tendió en el otro lado de la cama.

Aquel apartamento era un asco, pero era lo mejor que el GARRE había podido conseguir a Mauro en el tiempo de que disponía. Había avisado a Resnizky del plan para asesinar al rey Felipe VI, ya que el Borbón había anunciado a la prensa que iba a trasladarse en breve a Madrid con su familia para instalarse en la capital y asistir a la toma de posesión como presidente del Consejo de Estado. Mauro creía que Resnizky le ordenaría abortar la operación y avisar a las autoridades, pero el ruso se había limitado a tomar nota, sin indicarle qué debía hacer. Y a falta de contraórdenes, tendría que continuar con el encargo. No era una misión agradable, y aún no había decidido si seguiría hasta el final o buscaría la forma de librarse de ella.

Intentó racionalizar lo que se le pedía: matar a una persona que, en definitiva, no tenía poder real en España. Su vida no merecía más consideración que la de los dos guardias civiles caídos en Gibraltar. Si se olvidaba de cuáles eran las prioridades, empezaría a cometer errores. Y uno de esos errores podría costarle la vida.

Se levantó de la cama y se dio una ducha. Le gustaba practicar el sexo con Celia, pero no le agradaba el olor de su sudor, ni su aliento. Sentía la necesidad fisiológica de ducharse después de follar con las mujeres, y no soportaba que se enamorasen de él y trazasen planes para el futuro. Si seguía viendo a Celia era porque ella odiaba el compromiso de una pareja estable tanto como él. Pero, claro, no era perfecta. Aparte del ligero olor a pescado pasado de su vagina, a Celia le gustaba demasiado hablar, y él no deseaba contarle nada de lo que estaba haciendo. Sus planteamientos de guerrillera de barricada estaban profundamente equivocados y carecía de perspectiva para abordar los problemas con frialdad. Celia se implicaba emocionalmente, y eso la hacía vulnerable. Obsesionada por la muerte de sus padres en la batalla de Almansa, su amiga había convertido en una cruzada personal la captura del general Carmona, responsable de arrasar la ciudad y fusilar a todos los civiles que quedaron atrapados entre el fuego de la República y los tanques rebeldes.

Salió de la ducha y se secó en silencio. Celia había doblado la almohada sobre la cabeza para poder observarle mejor desde la cama. Él volvió al dormitorio y recuperó sus pantalones.

—Me pregunto a qué viene esa costumbre tuya de correr a la ducha después de hacer el amor —dijo Celia.

—Follar es como hacer deporte, la piel se deshidrata. Además, soy un hombre limpio. El sudor apesta.

—¿El tuyo?

Mauro se puso a abotonarse la camisa, eludiendo contestar.

—Existe un trastorno obsesivo relacionado con la higiene. Deberías hacértelo mirar.

—Claro, dame el teléfono de tu psiquiatra —Mauro exhibió una sonrisa cínica—. O acaso tú no necesitas ayuda.

—¿Por qué dices eso?

—Por lo que les sucedió a tus padres.

—Deja a mis padres en paz.

—Están muertos, Celia. La venganza no los devolverá a la vida.

—No busco venganza. Quiero justicia.

—¿Cuál es la diferencia?

—Hablas como un reaccionario —Celia se levantó de la cama y recuperó su ropa—. Tienes que decirme dónde está Carmona. Estoy segura de que lo has averiguado y no quieres decírmelo.

—No es verdad. Yo no recibo órdenes directas de él.

—Llevas suficiente tiempo infiltrado en el GARRE para tener que haberle visto por lo menos una vez.

Él no contestó; se puso los calcetines y comenzó a anudarse los cordones de los zapatos.

—Al menos, dame alguna pista para localizar a Brizuela —insistía ella.

Mauro sacudió la cabeza con pesar:

—Es por ese nuevo amiguito tuyo, Javier Valero —hizo una mueca—. Qué gracia que me llames reaccionario a mí.

—¿Qué pasa con Javier?

—Trabajó durante un tiempo para el diario fascista El Nacional. ¿No te basta con eso?

—Apenas estuvo unos días en ese periódico.

—Piensa un momento por qué lo aceptaron como colaborador. Javier se hizo famoso por su reportaje sobre las armas que Cataluña compraba a los americanos, a espaldas de la República.

—¿Y no era cierto?

—Esa información fue utilizada por los rebeldes para justificar la guerra. Además, también publicó una investigación que acusaba al secretario general del partido socialista en la creación de comandos paramilitares que ejecutaban a sospechosos de colaborar con la rebelión. Ledesma era un hombre de acción, hizo lo que debía hacerse para defender a la República del enemigo. ¿Y cómo le pagó Duarte? Mandándolo a la cárcel, para apoderarse del aparato del partido. Una jugada muy astuta, Celia. Ledesma jamás habría consentido que los socialistas votaran a favor de la ley de amnistía.

Estaba hablando demasiado, lo que daría pie a Celia a hacer preguntas que él no deseaba responder.

—Javier y yo tenemos una cosa en común —dijo ella—. Ambos hemos perdido en la guerra a seres queridos. Y la República se ha negado a castigar a los asesinos. Esto no es cuestión de ideología, Mauro. Se trata de justicia.

—Sí, ya te oí la primera vez.

—Me he enterado de que trabajas para Resnizky.

Mauro no supo cómo interpretar aquella revelación, hasta que dedujo que las brigadas de resistencia antifascista, en que militaba ella, seguían sus movimientos.

—Podéis comprometer el éxito de mi misión si interferís en mi trabajo.

—No estamos interfiriendo, Mauro. Dime, ¿por qué me lo has ocultado?

—No es asunto tuyo.

—Resnizky es un capitalista ruso, un hombre al que no le importan las personas, sino el dinero. Y ha venido a España a hacer negocio. ¿Sabes qué clase de contactos tiene, y de dónde ha sacado el dinero para comprar las torres Kío?

—Ni lo sé ni me concierne. Pero sí sé que mi país está arruinado, que los Estados Unidos apoyaron una guerra civil para hacernos pagar por el desmantelamiento de sus bases, y que si nadie nos ayuda, los amigos de Montoro volverán para quedarse.

—Es un criminal. Está asociado a una red mafiosa que controla el narcotráfico y la prostitución en Rusia. La República no puede aceptar ese dinero. No después de saber de dónde procede.

—Eso son calumnias, propaganda yanki contra los rusos. Parece mentira que una profesional tan buena como tú haga caso a rumores de taberna.

—Algo grave está ocurriendo, Mauro.

Él encendió un cigarrillo y entornó los ojos. Aquello iba para rato.

—El secretario general del partido comunista ha desaparecido —anunció ella.

—¿Tejada?

—Volvió ayer de La Haya, después de reunirse con un fiscal del Tribunal Penal Internacional. Desde que salió de la terminal de Barajas, nadie ha vuelto a saber de él.

—Tejada es un hombre muy ocupado. Aparecerá.

—Tenía que haber llegado a su domicilio a eso de las ocho de la tarde. Ya han pasado más de veinticuatro horas, y no da señales de vida. Iba a entrevistarle por la denuncia que ha presentado para que se juzguen los crímenes cometidos durante la rebelión de Montoro, que la ley de amnistía ha dejado impunes.

—Veré qué puedo hacer.

—Mauro, creo que han sido agentes de Gladio. Están siguiendo la misma estrategia que desplegaron en Italia para perseguir a la izquierda y amedrentar a la población. Tienes que usar tus contactos en el GARRE y averiguar qué le han hecho.

Mauro dio otra calada a su cigarrillo, y asintió levemente.

—Además de Tejada, hay más personas en el punto de mira de Gladio —dijo ella.

—¿Quiénes? —el tono de Mauro era de profundo desinterés.

—Felipe de Borbón.

—Vaya —dijo, como si no supiera de qué le estaba hablando—. ¿No sigue en Roma?

—Va a volver a Madrid, para aceptar la presidencia del Consejo de Estado.

—Ah, sí, algo he oído esta mañana.

—Detuvimos a un terrorista del GARRE hace una semana. Nos reveló un plan para atentar contra el Rey.

—A una republicana como tú, no debería importarle.

—Hubo un referéndum y el pueblo se pronunció a favor de la República. El rey lo aceptó y se marchó. Nadie tiene derecho a matarle si quiere volver a España como ciudadano, y los fascistas aún menos que nadie. Estoy segura de que si se hubiese sumado a la rebelión, no estaría en el punto de mira de Gladio.

—Das muchas cosas por sentadas.

—¿Como cuáles?

—Suponer que Gladio y el GARRE tienen la culpa de todo.

—¿Quién si no puede ser?

—Hay mucha gente que le tiene ganas al rey. Piensan que algún día la monarquía podría restaurarse en España, y al paso que vamos, tal como lo está haciendo la República —rió—, no me extrañaría que ese día llegase pronto.

—¿Me informarás de lo que averigües?

—Claro —Mauro abrió la puerta—. Pero avísame antes de venir, no quisiera que la gente del GARRE te viese por aquí. La próxima vez que nos citemos, que sea en tu casa.

—Está bien —al cruzar la puerta, Celia se volvió inesperadamente—. ¿Puedes decirme para qué te han dejado este apartamento?

Él la besó en los labios y sonrió.

—La verdad es que no.