Julián Maeso se paseaba por su despacho, inquieto. A las doce de la mañana estaban citados el líder de la derecha, Pedro Saldaña, y el secretario general del partido comunista, Emilio Tejada. Este último ya había manifestado su negativa a reunirse junto al dirigente de Unidad Nacional, un partido sospechoso de haber apoyado el golpe de Estado, a pesar de que se había demostrado que Saldaña —que sustituía al malogrado Alejandro Zamora, muerto en un atentado— no poseía vinculaciones con los rebeldes, y se esforzaba por renovar internamente el partido para lavar la imagen y desvincularlo de los errores que algunos de sus representantes hubieran cometido en el pasado.
Ninguna de esas razones convencían a Tejada.
El gobierno de la nación estaba en un punto crítico y la reforma electoral en curso, pactada con el general Montoro para poner fin a la guerra, desterraba a los nacionalistas al Senado, dejando el Congreso como cámara de los partidos estatales. Puesto que el Congreso conservaba el veto sobre aquellas modificaciones que el Senado introdujese sobre las leyes, en la práctica se despojaba a los nacionalistas de todo el poder que habían ostentado desde la transición. Y obviamente, no iban a permitirlo de buen grado. El partido socialista se había quedado sin apoyos y su debilidad parlamentaria amenazaba con paralizar la actividad legislativa hasta la renovación del Parlamento, en que tendría efecto la reforma electoral.
En este panorama, Maeso necesitaba buscar apoyos donde pudiese. Con una excepción: Renovación Socialista. Hablar de pactos con el partido de Sajardo era amenazar con una nueva revuelta dentro de la familia socialista. Ya había tenido suficientes sobresaltos en los últimos meses. Sajardo se quedaría fuera, pero Unidad Nacional podría tener cabida en un gobierno de concentración, junto con algún ministro comunista, hasta la próxima cita con las urnas. Maeso había analizado la trayectoria de Saldaña y parecía un moderado alejado del verbo incendiario de su predecesor. El nuevo líder de la derecha era de perfil gris, discreto y sosegado; nadie habría apostado por él como sustituto de Alejandro Zamora, de no ser por la guerra y porque otros candidatos mejor situados resultaron ser amigos de Montoro o sus adláteres. Unidad Nacional se enfrentaba a un profundo cambio si quería recuperar la confianza de los ciudadanos, y su nuevo líder se perfilaba como el hombre perfecto para la tarea.
Saldaña acudió fiel a la cita, siendo recibido en la escalinata de la Moncloa por Maeso. Ningún fotógrafo fue convocado para dejar constancia del encuentro. Maeso sabía que el presidente de la República no quería oír hablar de acuerdos con la derecha, y la verdad es que no le faltaba razón; pero por encima de las ideologías estaba el interés de los ciudadanos, y si los demócratas no mostraban una imagen de cohesión, alguien aprovecharía aquella fractura en beneficio propio.
—No veo a Tejada por aquí —dijo el líder de Unidad Nacional, pasando al despacho de Maeso—. ¿Le esperamos o empezamos sin él?
—No parece que Tejada esté por la labor de llegar a acuerdos. Yo preferiría que entrase en el Ejecutivo, aunque fuese de forma testimonial, pero él cree que participar en un gobierno de concentración le restará votos.
—He escuchado sus declaraciones en Radio Nacional esta mañana: no acude porque no quiere entrar en un gabinete que cuente con ministros fascistas. La política de frentes fue la que incendió este país en 1936.
—Me ha costado mucho conseguir apoyos para mi idea de un gobierno de concentración. Duarte no está de acuerdo.
—Vaya —Saldaña cruzó las manos sobre sus rodillas; la división interna de los socialistas era buena para Unidad Nacional, una razón más para aceptar participar en el Gobierno—. ¿Y qué te propones hacer?
—Yo soy el presidente del Gobierno y a mí me corresponde nombrar y cesar a los ministros.
—Me alegra que dejes claro esto desde el principio, porque mi partido no desea injerencias de Zarzuela en la labor de nuestros ministros, caso de que aceptemos ese gobierno de concentración que nos ofreces.
—Antes de llegar a eso, yo también quiero aclarar unas cuantas cosas, Pedro. Si te ofrezco entrar en el Consejo de Ministros será con una condición: has de ser leal.
—Siempre he sido leal a mi país.
—Quiero que cese la campaña de calumnias contra el Gobierno, en la que se le acusa de connivencia con los golpistas.
—Los disparos van dirigidos a Duarte. Tú estabas en el Congreso el día del asalto, al igual que yo. Todos vimos lo que pasó, pero ninguno vio a Duarte. Había anunciado su aparición y escurrió el bulto. ¿Por qué cambió de parecer?
—La campaña me abarca a mí. Decís que fui liberado por Montoro porque teníamos un pacto previo, pero la mascarada se nos fue de las manos por culpa de Carmona.
—Julián, sabes cómo funciona esto, tenemos que contrarrestar las críticas de vuestros medios, que nos acusan de haber apoyado el golpe.
—¿Y no era cierto?
—Confundes la actuación de un pequeño grupo de personas con el partido. Imagina que yo juzgase a todos los socialistas por lo que hizo Ledesma, y os acusase de crear escuadrones de la muerte para eliminar a la oposición. Las generalizaciones son peligrosas, Julián. No se puede criminalizar a un partido por la actuación de unos pocos.
—Quiero tu palabra de que los ataques cesarán. La deslegitimación de las instituciones nos perjudica a todos. Perjudica a la democracia.
—Estoy dispuesto a una tregua, si vuestros periodistas dejan de insultarnos. Pero antes de decidir si acepto entrar en un gobierno de concentración, quiero que me aclares si es cierto que planeáis un referéndum para sacar a España de la OTAN.
Maeso se preguntó si Sajardo se había ido de la lengua. En cualquier caso, ya era inútil negarlo. Tenía que acostumbrarse a tratar a Saldaña como un socio de gobierno, y no como un adversario. Francamente, le sería difícil adecuar sus procesos mentales a eso.
—Es una decisión personal de Duarte. La Constitución le reserva la potestad de convocar referendos, y va a utilizarla.
—¿Cuál es tu opinión sobre esa consulta?
—Creo que no es el momento para hacerla, aunque en el fondo comparta las razones de Duarte. Los Estados Unidos crearon la OTAN para fortalecer su política geoestratégica. Europa tuvo que pagar un precio por el desembarco de Normandía, pero España no fue liberada por los americanos. No hicieron nada para restaurar la democracia; al contrario, pactaron con Franco y…
—Eso pasó hace mucho tiempo. ¿Qué importa lo que ocurrió entonces? Por Dios, Julián, estamos en el siglo XXI. España no puede volver a quedarse aislada. Necesitamos un ejército moderno y profesional, que participe en las acciones de nuestros aliados.
—Estaríamos dispuestos a contribuir en un sistema de defensa exclusivamente europeo, pero mientras la OTAN siga en manos de los Estados Unidos, continuar en ella perjudica nuestra seguridad. Además, en el referéndum de 1986 se decidió que España no entraría en ningún caso en la estructura militar, pero más adelante llegó la derecha e ignoró las condiciones aprobadas por el pueblo. Tenemos que reparar ese déficit democrático y devolver la voz a los ciudadanos.
—Tiene gracia eso que dices. Los socialistas desataron una agresiva campaña en contra de la OTAN para alcanzar el poder, y una vez logrado su objetivo, hicieron lo contrario de lo que prometieron. Y tú me hablas ahora de déficit democrático. ¿A quién le importa a estas alturas? Usasteis vuestra maquinaria de propaganda de forma eficaz y funcionó. Os felicito, pero no deis ahora brindis al sol; engañasteis a la gente para llegar a la Moncloa, y ahora algunos tenéis mala conciencia. Nosotros, al menos, siempre hemos sido consecuentes con la OTAN. Sabemos cuál es el lugar de España: en Europa, dentro de Occidente, no en el agujero donde Duarte nos ha metido.
—No somos responsables de las decisiones que se tomaron durante la transición —dijo Maeso, molesto por el tono agresivo de Saldaña. Pensaba que iba a ser fácil de manejar, pero se estaba equivocando con él—. Las cosas no se hicieron bien entonces.
—Sí se hicieron bien. Felipe González sabía desde el principio que no podría salir de la OTAN. No tenía otra opción. Y vosotros tampoco la teníais cuando desafiasteis a Washington. ¿Pensabais que podríais demonizarlos sin sufrir las consecuencias?
—Espero que no estés justificando lo que pasó.
—Solo digo que quien siembra vientos recoge tempestades. Vuestra política exterior ha sido desastrosa para España. Y de la interior, mejor no hablamos.
Maeso empezó a pensar que debería haber hecho caso a Duarte, y seguir gobernando en minoría hasta las próximas elecciones. A pesar de su apariencia de hombre moderado, Saldaña no desaprovechaba una oportunidad para enseñar sus garras. Intentaba arrinconarle, y lo peor era que no podía rebatir muchos de sus reproches.
—Después de lo sucedido durante la guerra, deberías apoyar el sí a la salida de la Alianza Atlántica —dijo el presidente del Gobierno.
—Vuestra alternativa es cambiar a los americanos por los rusos —Saldaña hizo una mueca—. Brillante. Después de ver en qué se ha convertido España gracias a vosotros, no me sorprende.
—Nadie nos quiere ayudar. Si los sueldos de los funcionarios no se pagan, nos enfrentamos a una nueva rebelión.
—Y aceptáis el dinero de un gobierno extranjero que disculpa lo que hizo Stalin.
—A lo mejor a ti se te ocurren otras ideas para conseguir ingresos.
—Desde luego que sí, tengo muchas. Y para ponerlas en práctica, necesitaré las carteras de Economía y Hacienda, y Obras Públicas. Aparte de la vicepresidencia, claro. Ah, el ministerio de Comunicación tendrá que desaparecer. No aprobamos la gestión de Cuello: está creando una Gestapo encubierta en España.
Maeso no respondió. Le avergonzaba admitir ante el líder de la oposición que Cuello había sido una imposición —otra más— de la Zarzuela. Ni el ministerio tenía razón de ser ni Cuello era la persona idónea para el puesto. Los informes que le habían llegado sobre el antiguo tesorero del partido socialista no hablaban demasiado bien de su persona. Cuello había acumulado un patrimonio exorbitado, y no había que ser muy despierto para deducir su procedencia. Sin embargo, había sacado a la República de la quiebra. Políticos corruptos los había habido siempre, y por desgracia los seguiría habiendo, pero las terribles consecuencias de una guerra convertían en triviales algunos comportamientos que, en otras circunstancias, ni siquiera Duarte habría pasado por alto.
Eso no quería decir que Cuello tuviese que seguir al frente del ministerio. Maeso no lo quería en el gabinete, y si Saldaña iba a ser su vicepresidente, ya no tendría por qué aguantar a aquel sinvergüenza en Comunicación. Que volviese a su cargo de tesorero o que Duarte lo nombrase asesor de Zarzuela, pero no quería ver su cara en el consejo de ministros.
—No deseo que España se convierta en un país satélite de Rusia —dijo Saldaña—. Para eso prefiero a los Estados Unidos.
—Lo ideal sería que no tuviésemos que depender de ninguno de los dos.
—Pero no vivimos en un mundo ideal.
—Desde luego —murmuró Maeso, sombrío.
—Únicamente me mueve el interés de España, presidente. Desde los ministerios económicos buscaré nuevos aliados que no comprometan nuestra soberanía ni nuestra libertad.
—Me gustaría saber cómo te propones lograr eso.
—Recuperando la confianza en España, creando condiciones para que los inversores vuelvan. Y pulsando algunos contactos.
—¿Qué clase de contactos? —Maeso no olvidaba que Saldaña había cursado la carrera de Derecho en Harvard, becado por la universidad. Durante su época en los Estados Unidos había hecho toda clase de amistades, que más tarde le ayudarían en su carrera política.
—La confianza es un camino que tiene dos sentidos, presidente. Si queremos superar la crisis, no debemos mirar atrás.
—Meditaré tu petición de las carteras económicas —Maeso le estrechó la mano, dando por finalizado el encuentro—. Gracias por tu tiempo. Te comunicaré mi respuesta en breve.
El reportaje sobre la trama de corrupción de Cuello estaba dando un nuevo paso, que Javier intuía decisivo. Su misterioso informante había accedido a entrevistarse con él, para proporcionarle nuevos detalles. Aunque sus fuentes solían exigir el anonimato, Javier hablaba personalmente con ellos antes de publicar cualquier reportaje: veía sus caras para saber quién estaba detrás de una información que podía convertirse en el reportaje del año, o en una demanda judicial por calumnias que acarrease el fin de su carrera. Sus anteriores investigaciones acerca del ejército catalán o la implicación de los Guardianes de la República en el asesinato del lendakari, le habían ganado numerosos enemigos. Si le estaban tendiendo una trampa o se trataba de información genuina, esperaba descubrirlo tras su encuentro con el informante.
Merodeó por los alrededores del palacio de cristal del madrileño Parque del Retiro, observando a las personas que se cruzaban por su camino. No sabía a quién buscar; su contacto sería quien tenía que hacerse notar, pero habían pasado veinte minutos de la hora convenida y nadie se acercaba. Javier había dudado hasta el último momento de avisar a Celia para que le acompañase, pero eso podría haber ahuyentado a su fuente, que había especificado que solo le entregaría la información a él; además, no quería darle a su compañera más intervención que la necesaria.
Celia tenía amigos influyentes en los servicios de inteligencia y de sus palabras se deducía que también en algunos círculos cercanos al Gobierno. Quizá acabase revelándose más un obstáculo que una ayuda. Ella parecía saberlo todo de él, de su relación con Joana, de sus problemas con Martín, de su obsesión por capturar a Brizuela; pero él apenas conocía nada de ella, salvo que perdió a sus padres durante el asalto del ejército rebelde a Almansa. Celia había pedido trabajar con él porque decía admirar su trabajo, pero le estaba empujando hacia un mundo del que él hubiera preferido mantenerse apartado. Un mundo construido a partir del odio que se había cobrado la vida de Joana y que había llevado a su país a la guerra.
La línea que separaba a la justicia de la venganza no siempre era nítida; desde un punto de vista intelectual, él comprendía que lo que hacía Celia no estaba bien; pretendía tomarse la justicia por su mano, pero las decisiones emanadas del Parlamento, por mucho que le repugnasen, había que acatarlas. Si entre todos no respetaban el estado de Derecho, acabarían quedándose sin él. Eso era lo que pensaba el lado analítico de su cerebro; pero el otro, el que interpretaba sus emociones, veía que el asesino de Joana estaba en la calle, y también el responsable de haber arrasado la ciudad de Almansa, matando a los padres de Celia. La realidad era que se podía asaltar el Congreso y sembrar las calles de terror sin que nadie pagase por ello. Ese lado emocional era el que ahora dominaba en su cerebro. Anulaba sus razonamientos, silenciaba las alarmas y deseaba ver a Brizuela arrojado al interior de un zulo, sin luz ni agua, donde encontraría la muerte que merecía. Por las noches, se despertaba en mitad de terribles pesadillas y veía a su amiga torturada por su verdugo, en una agonía sin fin; él la buscaba por todo Madrid, creía llegar a tiempo de liberarla y en el último momento, descubría su cadáver en el depósito de la Almudena. Hiciese lo que hiciese, siempre llegaba tarde.
Consultó su reloj. Había pasado más de media hora y se estaba hartando de dar vueltas alrededor del estanque. Amenazaba tormenta y no había cogido un paraguas. Puede que su informante se hubiese arrepentido en el último momento. Lo mejor sería salir del parque y entrar en el Metro, antes de que empezase a llover.
—Espere, no se vaya —dijo una voz a su espalda.
Javier se dio la vuelta. Una mujer de unos cuarenta años, vestida con vaqueros y suéter rojo, se acercó a él. Llevaba un amplio bolso bandolera colgado al hombro.
—Quería estar segura de que venía solo —le estrechó la mano—. Me llamo Teresa Martínez. Yo fui la que le envió por correo electrónico la información que compromete al ministro Cuello.
—¿Cómo ha conseguido esa información?
—Eso ahora no importa. Vamos a dar un paseo. ¿Esperaba a un hombre?
—A la hora que es, ya no esperaba a nadie —Javier alzó la vista al cielo—. Quizá deberíamos ir a un sitio a cubierto.
—He traído paraguas, no se preocupe. Este es un lugar tranquilo. No nos interrumpirán.
—Necesito saber quién es usted y para quién trabaja.
—Ya le he dicho mi nombre; y trabajo para mí misma. Soy una amiga de la República. Quiero lo mejor para mi país, como usted. He seguido con atención su trayectoria profesional. Se enfrentó a los catalanes y al secretario general del partido socialista. No tiene miedo.
—Un periodista no debe tenerlo, si ama su profesión.
—Y si ama la verdad. Es un valor escaso en los tiempos que corren.
—¿Va a decirme ya quién la envía? Ningún particular puede acceder por sí mismo a los movimientos de cuentas bancarias secretas del peñón.
La mujer sonrió:
—¿Le gustaría saber por qué Cuello sacó todo su dinero de Gibraltar?
—No quiere responder a mi pregunta.
—Si desea saber por qué motivo le doy esta información, es fácil de explicar: usted y Celia no son los únicos que quieren ajustar cuentas a la República.
Javier se detuvo y la miró fijamente:
—No meta a Celia en esto.
—Yo no la he metido. Ha sido usted. Sabemos que ha buscado ayuda para contrastar la información que le envié sobre Cuello.
—Acaba de hablar en plural.
—Está emprendiendo un camino equivocado. Si quiere que los malos reciban su castigo, hay otros métodos. Aléjese de las malas compañías.
—¿De qué me está hablando?
—Métodos legales. La verdad es más poderosa que las pistolas —Teresa abrió su bolso y le entregó una carpeta de documentos—. Este es el motivo por el que Cuello sacó su dinero de Gibraltar con tanta precipitación.
Javier abrió la carpeta.
—¿Operación Aníbal? —se puso a leer la primera página del dosier—. Esto no puede… no puede ser, es una broma —siguió examinando la documentación, sin darle crédito—. Es absurdo, sería una locura.
—Una locura sí. Pero le aseguro que no es una broma.
—No me lo creo. Después de lo que ha pasado en España, esta operación sería un suicidio.
—Nunca subestime la capacidad de los políticos para sorprendernos, Javier. Este plan fue ensayado en otras épocas y latitudes con resultados deplorables, pero nadie escarmienta en cabeza ajena. La acusación más dura que se ha hecho a Duarte es de ser un traidor, de mostrar su cobardía al pactar con Marruecos a costa de Ceuta y Melilla, aunque la presión de Montoro le obligó a dar marcha atrás. Parece que el presidente de la República ha encontrado el modo de demostrarnos que es un patriota.
—Él no cometería este disparate. Duarte frenó a los golpistas. Si no se hubiese puesto del lado de la democracia, España estaría gobernada por una junta militar.
—Duarte firmó la ley de amnistía que tanto le molesta a usted. La guerra le ha cambiado, ya no es la misma persona. Sus colaboradores más cercanos se han distanciado; Duarte y el presidente del Gobierno llevan semanas sin hablarse. ¿No lo sabía?
—No.
—Es un pésimo estratega; no fue mérito suyo que los rebeldes depusieran las armas, sino del presidente del Gobierno y del jefe del Estado Mayor.
—¿Y qué opina Maeso de este plan?
—Nada. Creemos que no lo sabe.
—¿Cómo puede ignorar el presidente del Gobierno una operación de este calibre?
—Duarte ya no se fía de él. Maeso tendrá que aceptar los hechos consumados.
Javier sostenía la carpeta entre sus manos, vacilante. Una gota de lluvia impactó contra su nariz y resbaló hasta caer sobre el papel.
—No puedo publicarlo sin pruebas —dijo.
—Le daré algunos nombres que le ayudarán, pero le advierto que no tenemos mucho tiempo. El plan podría ya estar en marcha. Por eso es importante que se mueva con rapidez. Solo si llega a los medios de comunicación podría abortarse.
La lluvia comenzaba a caer. Javier guardó la carpeta bajo el brazo y Teresa abrió su paraguas plegable, demasiado pequeño para que los dos pudieran resguardarse bajo él.
No creía en la palabra de aquella mujer ni en la demencial operación Aníbal que intentaba hacerle tragar; sería el hazmerreír de la profesión si esa información se publicaba y luego resultaba ser falsa. Pero por otro lado, los datos que tenía sobre el patrimonio de Cuello y sus movimientos bancarios eran auténticos. A menos, claro, que aquella mujer hubiese envuelto una mentira entre verdades para que la digiriese mejor.
Seguía dudando. Aunque improbable, existía una posibilidad de que la operación Aníbal fuese cierta. Mientras no publicase nada en el periódico, no perdía nada investigando adónde conducía ese embrollo, salvo el sueldo que le pagaba Martín por trabajar. Bueno, después de lo que le había hecho a Joana ese canalla, y de cómo les exprimió a los dos mientras estuvieron trabajando de autónomos para el diario, cobrando a destajo por reportajes realizados, sin compensaciones por horas extra o días festivos, bien podía malgastar el tiempo de la empresa en lo que le apeteciese.
—Está bien —dijo—. Déme esos nombres.
Soplaba un desagradable viento en la terraza de la cafetería, que había ahuyentado a los clientes. Mauro tomó un sorbo de whisky, ignorando el frío, y desvió la mirada al mar. Dos embarcaciones guardacostas de la Royal Navy surcaban el mar a lo lejos. Los ingleses se habían arrogado unilateralmente la soberanía sobre las aguas que rodeaban el peñón de Gibraltar; empezaron tomando tres millas, y luego, por qué no, tres más, a pesar de que el tratado de Utrecht no les concedía ningún derecho sobre el mar. No contentos con eso, también se dedicaban a hostigar a las patrulleras de la Guardia Civil que perseguían a narcotraficantes que usaban la colonia inglesa como santuario. Mauro sabía que Gibraltar funcionaba, como muchos pequeños principados o estados liliputienses, gracias a los fondos del crimen organizado. La Guardia Civil no era bienvenida en el estrecho, y no porque se adentrase en aguas que los británicos reclamaban como propias, sino porque la Benemérita representaba un estorbo para los negocios que mantenían a flote la economía de la Roca.
Mauro despreciaba a un país que se decía europeo, pero que mantenía una colonia sobre otro país europeo con el que compartía instituciones comunitarias. Por fortuna, a los ingleses se les estaba acabando la suerte. Su primer ministro se había desmarcado de la política exterior de su socio estadounidense; desde Downing Street se advertía a la Casa Blanca que el Reino Unido no prestaría su apoyo a una nueva guerra en Oriente Medio, amparada o no en la amenaza terrorista o el desafío nuclear de potencias hostiles. El precedente de Irak seguía pesando en la memoria de los británicos, que no querían ser utilizados de nuevo como comparsas en guerras ajenas.
Sin su amigo americano, los británicos no podrían conservar durante mucho tiempo la soberanía sobre el peñón. Tendrían que desmontar sus lavanderías de dinero negro y volver a sus islas, de donde nunca deberían haber salido.
Mauro se sentía orgulloso de formar parte de aquel momento.
Dos agentes de la Guardia Civil, de paisano, se sentaron a su mesa. Juanjo y Ricardo llevaban algún tiempo en Gibraltar, investigando las conexiones entre la mafia, el GARRE y las autoridades de la Roca. La organización terrorista en la que Mauro se había infiltrado, además de tener campos de entrenamiento en Cádiz, utilizaba Gibraltar como retaguardia para aprovisionarse y planear atentados. En las últimas semanas se había detectado la presencia de varios cabecillas del GARRE y camaradas de cuatro países europeos. Los guardias civiles habían colocado micrófonos en las habitaciones de un lujoso hotel de Gibraltar donde se hospedaban. Tenían más de veinte horas de grabaciones.
Mauro les explicó a los agentes que venía de la sierra de Grazalema, de realizar prácticas de tiro. No les mencionó el encargo que había recibido sobre Felipe de Borbón; no era asunto de ellos.
Ricardo, el más veterano de los guardias, le mostró unas fotografías de los jefes de la organización. Al dorso estaban anotados los nombres de cada uno y el cargo que ocupaban en el organigrama.
—Ese del pelo blanco es Abangnale; dirige Catena, la rama italiana de Gladio. Ha sido enviado a España para apoyar al GARRE en operaciones de desestabilización. Y este de la izquierda… espera, hay por aquí una foto donde se le ve mejor la cara… Se llama Oliveira. Coordina las actividades de Gladio en la península ibérica y sur de Francia. Nunca habíamos visto a tantos miembros de la red juntos.
—Es a causa de los rusos —mencionó Mauro, como si la conexión tuviese que ser evidente para los guardias.
El camarero se acercó a tomar nota. Esperaron a que anotase los encargos y se marchase para continuar.
—¿Hay agentes del SVR también en Gibraltar? —preguntó Juanjo.
Mauro sacudió la cabeza:
—La República está firmando acuerdos comerciales con empresas rusas. Contratos de millones de euros. Moscú se ha convertido en socio estratégico de nuestro gobierno. Por eso Gladio se mueve tanto.
—Y porque Duarte quiere sacarnos de la OTAN —dijo Ricardo.
—Es un secreto a voces, pero sí —confirmó Mauro—, en el CNI sabemos desde hace tiempo que el presidente quiere abandonar la Alianza. Gladio se creó al finalizar la segunda guerra mundial para combatir el comunismo. Aunque la Unión Soviética desapareció, la OTAN no ha disuelto los comandos. Y España es ahora un punto caliente. Tienen a un gobierno hostil en Madrid y eso les preocupa mucho. Si yo estuviese en su pellejo, también estaría nervioso.
—Se preocuparán aún más, cuando sepan lo que hemos descubierto —dijo Juanjo.
—Por eso quería veros. Necesito una copia de todas vuestras grabaciones y el material gráfico. Os están siguiendo.
Los guardias se intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¿Quién?
—Alguien debió de alertar al personal de seguridad del hotel. En estos momentos estarán poniendo patas arriba todo el edificio. No podéis regresar; es más, tenéis que abandonar el peñón antes de media hora. ¿Habéis traído la copia?
—Bueno, sí, pero… —Ricardo sacó del interior de su chaqueta un pendrive—. Se suponía que debíamos entregarla personalmente a nuestro coronel.
—Podrían interceptaros mientras intentáis salir de Gibraltar. El CNI no puede arriesgarse a que se pierda esta información. En el puerto os espera una lancha con el depósito lleno. Tendréis que esquivar a los guardacostas ingleses y escapar a toda velocidad. Si os dan el alto, ignoradlo. Hemos avisado a dos patrulleras de la Guardia Civil, que os cubrirán la huida en caso de problemas.
—No sé, me parece que antes debería contactar con mi superior —insistió Ricardo.
—¿Habéis cambiado la tarjeta SIM de vuestros teléfonos móviles?
—No.
—Sois un par de aficionados. La policía británica podría capturaros en cualquier momento, rastreando la señal que emiten. Lo raro es que hayáis escapado con vida del hotel.
—Podemos llamarle por una cabina telefónica.
—No hay tiempo. Dádmelos ahora mismo.
Los guardias obedecieron. Mauro retiró la batería de los móviles.
—Cuando lleguéis al cuartel, podréis volver a usarlos. Antes, ni se os ocurra. Ahora, debéis ir al puerto —les entregó las llaves de la lancha—. Yo invito a los cafés.
Los agentes se levantaron. Ricardo todavía dudaba, pero no tenía forma de corroborar esas órdenes. Caminaron hacia el puerto mientras Mauro pagaba las consumiciones y se iba en otra dirección.
—Hay algo en ese hombre que no me gusta —comentó Ricardo.
—¿El qué?
—Creo que no nos ha contado toda la verdad.
—Desde luego que no —rió Juanjo—. Los espías son así. Lo llevan en la sangre.
—He oído que le voló la cabeza a un tío para que sus compañeros del GARRE no sospechasen.
—Si no hubiera sido él, habría sido otro.
—Juanjo, nosotros no hacemos eso. No es misión de las fuerzas de seguridad matar a la gente.
Llegaron a la lancha. Ricardo comenzó instintivamente a registrarla, en busca de algo sospechoso.
—¿Crees que si pusiese una bomba, la dejaría en un lugar que pudiésemos verla? Si hubiese explosivos, estarían bajo el casco.
—Estoy comprobando si el mecanismo de encendido ha sido manipulado —dijo Ricardo, esforzándose en no parecer estúpido. Tras unos instantes de vacilación, giró la llave de contacto.
El motor se puso en marcha y la lancha arrancó bruscamente, lanzándolos contra sus asientos.
—¿Y si Mauro no es quien dice ser? —Ricardo seguía dándole vueltas obsesivamente a aquella idea.
—Entonces, estaríamos jodidos.
Una embarcación guardacostas de la Royal Navy se acercaba a gran velocidad desde estribor. Desde un megáfono, se les conminaba en inglés a que detuviesen la lancha. Ricardo viró a babor y aumentó la velocidad.
El guardacostas lanzó varios disparos de ametralladora. Los proyectiles pasaban muy cerca del casco; demasiado para tratarse de una advertencia.
—¡Esos hijos de puta tiran a dar! —gritó Ricardo—. ¿Dónde coño se han metido las patrulleras que iban a cubrirnos?
—Allí se aproxima una —señaló Juanjo—. Date prisa, esos cabrones están acelerando.
—Voy todo lo deprisa que me permite este trasto. Lanza un SOS por radio —Ricardo miraba nervioso hacia atrás, viendo cómo la distancia con la embarcación inglesa se acortaba. Una nueva ráfaga barrió la popa y les obligó a tirarse al suelo. Los proyectiles astillaron parte de la madera del casco y uno de ellos impactó contra el cuadro de mandos, destrozando la brújula de navegación. No era importante, el GPS podría orientarles sin necesidad de instrumentos náuticos, pero su prioridad era escapar de allí como fuese.
Lamentablemente, lo que creían que era una patrullera de la Guardia Civil se reveló otro guardacostas inglés, que trataba de cerrarles la huida.
Ricardo volvió a girar la lancha, tratando de esquivar a la segunda embarcación, que abrió fuego contra ellos, esta vez sin previa advertencia por megafonía. Sabían perfectamente quiénes eran y qué información intentaban sacar del peñón.
Venían a matarlos.
—¡La radio! ¡Qué pasa con la maldita radio!
—Estoy intentando mandar un… —Juanjo soltó el micrófono. Una bala le había alcanzado el hombro.
—¡Agáchate, joder!
Un mamparo de proa se desintegró por el impacto de varios proyectiles. Las astillas llovían sobre sus cabezas, mezcladas con las balas. Tras ellos, el barco guardacostas reducía distancias y se preparaba para una nueva andanada.
—Ponle las baterías a los móviles y avisa al coronel —dijo Ricardo—. Hay que decirle qué está pasando.
Juanjo no contestó. Trataba de hablar, pero se estaba ahogando con su propia sangre. Su pecho se hallaba cubierto de una mancha roja en expansión.
Ricardo recuperó su móvil, colocó de nuevo la batería y marcó el número de su jefe. Ese sinvergüenza de Mauro se la había jugado, pero no le iba a salir gratis.
El móvil no tenía cobertura, y el ruido de la estática crepitaba en el altavoz de la radio. Los guardacostas usaban contra ellos inhibidores de frecuencia, para evitar que pidiesen auxilio.
Los barcos guardacostas estrechaban el cerco. Ricardo sacó su pistola e intentó apuntar a algún inglés que viese en cubierta. Al menos tendría la satisfacción de llevarse a alguno por delante antes de que lo matasen. Pero su pistola no era rival para la ametralladora que se cebó con él en cuanto asomó para disparar. Su espalda recibió la mordida de dos proyectiles; uno destrozó su riñón izquierdo y el otro avanzó un poco más hasta perforarle el pulmón.
El arma resbaló entre sus dedos y Ricardo se desplomó sobre el panel de mandos. La lancha quedó fuera de control hasta que los disparos recibidos bajo la línea de flotación abrieron vías de agua. No vivió lo suficiente para ver que dos patrulleras de la Guardia Civil se acercaban al lugar, alzando sus ametralladoras contra los guardacostas ingleses.