Esa carencia de aliados era la pesadilla con la que Luis Duarte tenía que lidiar cada día. La escasez de amigos en el extranjero tenía el aspecto de una conjura que pretendía derribar todo lo que se había construido en España durante los tres últimos años, dando marcha al reloj de la Historia. Y eso él no lo permitiría. Solo los españoles tenían el derecho de decidir su futuro; esa era la esencia de la soberanía popular, de la autodeterminación de los pueblos, el eje de su política desde que llegó al palacio de la Zarzuela a asumir la jefatura del Estado.
El círculo de sus aliados también se estrechaba en el interior de sus fronteras, incluso dentro de su propio partido. Desde el final de la guerra, Duarte había soportado el papel de pararrayos de la República; los periodistas se cebaban con él utilizando descalificaciones nauseabundas, como que planeó un autogolpe para perpetuarse en el poder; en cambio, Maeso, el presidente del Gobierno, apenas aguantaba un pequeño porcentaje de la lluvia ácida. Duarte estaba en la diana de todos los ataques, se le acusaba de haberse ausentado del Congreso el día del golpe, porque estaba avisado de que iba a tener lugar; una vez que los ministros fueron liberados por los rebeldes, se le culpó de haberse escondido como un conejo. Mientras Maeso regresaba a la Moncloa para recuperar las riendas del Gobierno, Duarte dormía cada noche en un lugar distinto, temiendo que fuesen a matarle. Había sido un error, y lo lamentaba, pero ya no podía rectificar; Maeso se había comportado como un héroe y él no había estado a la altura de lo que se esperaba de un jefe de Estado, a pesar de que, gracias a su ausencia del Congreso aquel día, pudo impartir a la cúpula militar las órdenes oportunas para enfrentarse a los agresores.
Pero ya nadie quería ver eso. Ni siquiera su propio partido. Alguien estaba tramando su relevo y buscaba en secreto apoyos para desbancarle de la Zarzuela. Sin tanques esta vez, sin un solo tiro. Sin dar la cara. Pero si ni la Casa Blanca ni los golpistas pudieron acabar con él hace seis meses, ahora no se iba a dejar derribar por conjuras de salón. Era un superviviente y no tenía reparos en demostrarlo cada vez que fuese necesario.
Caminaba despacio entre los jardines de Zarzuela, buscando en la tierra las señales del paso de los blindados enviados por la base El Goloso hace medio año, para capturarle, pero los jardineros habían reparado hasta el más leve desperfecto en los parterres. Tampoco necesitaba las estelas de los orugas en la tierra para recordar lo que había pasado. Ese recuerdo lo llevaría en el corazón hasta el fin de sus días.
La guerra le había marcado y pasaría a la Historia con ese triste legado a sus espaldas. Tenía que hacer algo por su país que mitigase aquella lacra. Algo a lo que ningún otro político se hubiera atrevido, que le ayudase a fortalecer la confianza de los ciudadanos y la unidad fragmentada por los separatismos, demostrando al mundo que la República podía recobrarse de las adversidades y seguir adelante. Y que ningún ideal era imposible si se defendía con firmeza.
Recordó el discurso a la nación el día del golpe. Pilar, su esposa, le dijo que si la República no cayó aquel mismo día fue gracias a él. Duarte se había sentido muy orgulloso al escuchar esas palabras de su mujer. Pilar añadió que ese día confirmó que no se había equivocado casándose con él.
Pero ya no estaba seguro de que hoy pensase lo mismo. Su esposa estaba devorada por los celos, pensaba que tenía un romance con Laura, la jefa de prensa de Zarzuela.
En realidad no quería a Laura, solo en un par de ocasiones habían tenido algún escarceo, pero nada más; era algo físico, una necesidad que en absoluto se parecía al amor que profesaba a su esposa. Laura era un desahogo, un pasatiempo intrascendente, nada que él no pudiese controlar.
Tras su paseo por los jardines, regresó al palacio y buscó a Pilar. Se sentía culpable por no haber hablado claro con ella desde el principio. Necesitaba su apoyo para seguir adelante. Pilar había estado junto a él en los momentos críticos de su carrera, lo habían compartido todo, y ahora él mostraba un comportamiento de cuarentón patético que intenta retrasar su declive sexual tratando de demostrar su vigor con otras mujeres. Pensaba que él estaba por encima de eso, pero solo era un hombre, un primate evolucionado con necesidades fisiológicas que no podía racionalizar; y sin una válvula de escape que aliviase la presión, ya habría estallado hace tiempo.
Su secretario personal le entregó un fax que acababa de llegar de Roma. Felipe VI de Borbón le confirmaba el día en que volvería a España para ocupar la presidencia del Consejo de Estado, un órgano consultivo donde se arrinconaba a los elefantes blancos para que no estorbasen ni fuesen molestados. Felipe VI tuvo un comportamiento ejemplar al notificar a la República que el general Carmona le había propuesto unirse a los golpistas. El Rey podría haber aceptado; al fin y al cabo, le habría alegrado asistir a la caída de la República que le expulsó del trono; sin embargo, valoró con inteligencia que regresar a España de manos de una junta militar sería desastroso para la monarquía y ahondaría la división entre los españoles.
Duarte no había olvidado eso. Parecía contradictorio que la República ofreciese un cargo a un Rey en el exilio, pero se necesitaban todos los apoyos que pudiese reunir para recuperar la concordia, y a Felipe VI le venía bien el nombramiento. Había pasado la guerra en Roma, a salvo de las bombas, contemplando el conflicto desde la lejanía. Es cierto que la República le había empujado a marcharse, pero si ahora se le daba la oportunidad de volver, aunque solo fuese para ocupar un cargo honorífico, hacía bien aprovechándola. El puesto de un monarca estaba junto al pueblo, incluso después de haber perdido el reino y la corona.
Encontró a Pilar en su despacho, contestando al teléfono, con la mesa llena de papeles. Su esposa trataba de ayudarle en los asuntos de Estado como mejor sabía, aunque a veces, Duarte habría agradecido que se mantuviese al margen y dejase ese trabajo a los asesores de la Zarzuela.
Aguardó en el umbral de la puerta a que acabase la conversación. Pilar hablaba con Maeso, con una familiaridad poco usual hacia el presidente del Gobierno. Ella sabía que las relaciones entre Maeso y Duarte no atravesaban su mejor momento, y aquel tono de complicidad que usaba al teléfono irritó profundamente al presidente de la República. Maeso podía ser el jefe del Gobierno, pero era Duarte quien lo había elegido para el cargo, y la Constitución le daba la potestad de cesarlo libremente. Hacía tiempo que su confianza en Maeso había disminuido, y no solo por su oposición a algunas de las reformas que se habían impulsado desde Zarzuela, sino especialmente, por su amistad con Sajardo. Después de lo que había pasado, de que Sajardo abandonase el partido socialista para fundar uno propio, y de que al comenzar la guerra, aceptase el cargo de presidente de un gobierno títere en Sevilla creado por los rebeldes, Maeso todavía mantenía el contacto con ese canalla, atreviéndose a recibirlo en la Moncloa sin avisarle. ¿Pensaba que no iba a enterarse de esa reunión, o es que a Maeso le daba igual? Por encima de las diferencias políticas que ambos albergaban, Maeso no debía olvidar nunca quién era leal a la República y quién se había puesto del lado de sus enemigos. Si no fuese por la ley de amnistía que Duarte había tenido que refrendar con una pinza en la nariz, Sajardo estaría ahora pudriéndose en la cárcel. Sin embargo, ahí seguía, paseándose por Madrid libremente y siendo recibido en audiencia por el presidente del Gobierno, cuya autoridad había desafiado hace medio año.
No necesitaban a Sajardo ni a su oscuro grupo parlamentario para salir de la crisis. Antes pactaría con Unidad Nacional; por lo menos, con la derecha sabía a qué atenerse; pero Sajardo había sido su hombre de confianza, prácticamente su hermano, conocía los entresijos del partido socialista y los había utilizado para provocar división y sacar ventajas.
—¿Qué haces ahí escondido? —dijo su mujer—. Si quieres escuchar lo que hablo con Julián, pasa y ponte cómodo.
—No me escondía —gruño Duarte—. Estaba esperando a que acabases.
—Ya lo he hecho —ella colgó el teléfono—. ¿Querías algo?
Duarte ya había olvidado el motivo por el que quería ver a su mujer. Otras ideas ocupaban su mente en ese momento.
—Supongo que Julián te ha contado que recibió esta mañana a Sajardo en la Moncloa —dijo Duarte.
—¿Te lo ha dicho él? —preguntó su esposa, sorprendida.
—Hace un par de semanas que no viene por aquí. Manda al secretario de presidencia para despachar conmigo los asuntos de Estado.
—¿Y cómo te has enterado?
—Eso es irrelevante.
—Luis, la República no puede permitirse en estos momentos un enfrentamiento entre el jefe de Estado y el de Gobierno. Recuerda cómo acabó tu rivalidad con Ledesma.
—Claro que lo recuerdo: lo mandé a la cárcel. Por poco tiempo, lamentablemente.
—¿Quieres hacer lo mismo con Julián?
—Me ofende que me hagas esa pregunta.
—Entonces, ¿por qué lo tratas así?
Él comenzaba a sentirse incómodo. Pilar lo había colocado a la defensiva, obligándole a justificarse.
—Te molesta que yo hable con él, lo leo en tu cara —le recriminó ella.
Duarte guardó silencio.
—Ya has olvidado que Julián estuvo contigo en los momentos más difíciles. Pudo haberse pasado al bando rebelde cuando Montoro lo capturó, pero arriesgó su vida y se mantuvo fiel a la República.
—No lo he olvidado.
—¿Qué es lo que te molesta? ¿Que tenga ideas propias? ¿Que no diga que sí a todo lo que le propongas? Él es el presidente del Gobierno, no tú. Déjale que haga su trabajo.
—Es lo que hace.
—Le impusiste a Cuello como ministro de Comunicación.
—La República debe a Cuello mucho más de lo que imaginas. Necesitaba recompensar sus servicios de algún modo.
—¿Y no había otro modo que haciéndolo ministro?
Duarte contuvo un bufido:
—No podía ofrecerle cualquier cosa. Cuello se merecía lo mejor y llevaba mucho tiempo de tesorero del partido, sacándonos las castañas del fuego.
—Me consta que no es el único que ha recibido ese tipo de regalos de tu parte —dijo ella, entornando los ojos.
Él tragó saliva.
—¿Qué insinúas, Pilar?
—Me he enterado de que tu amiguita Laura quiere dejar la Zarzuela para ocupar la dirección general del ministerio de Comunicación.
—Laura tiene un talento natural para los medios, y necesitamos mejorar nuestra imagen para que los ciudadanos perciban la labor diaria del Gobierno.
—Claro. Y si el puesto de ministro no estuviese ya adjudicado, seguro que se lo darías a ella.
—Pensé que te alegraría perderla de vista.
—Podrías haberte librado de Laura echándola a la calle. Si es que aún te importa nuestro matrimonio.
—Te aseguro que no hay nada entre ella y yo. Eres la única mujer de mi vida, Pilar —con un hilo de voz, añadió—: Todos cometemos errores, pero eso es lo que nos hace humanos.
—Así que admites que Laura es un error.
—El error es tenerla a mi lado como jefa de prensa. Entiendo que te sientas amenazada por ella, es más joven, y… —se calló de repente. No iba por el buen camino llamando vieja a su mujer.
—Sigue —Pilar apretó los labios.
—Y extrovertida. Se toma demasiadas confianzas conmigo; debería guardar más las distancias con ella. Si te incomoda esta situación, es lo que haré.
—¿Me incomoda? —Pilar hizo una mueca—. ¿Qué forma de hablarme es esa? Deja de dar rodeos a las palabras y admite de una vez que te has acostado con ella.
—Llamaré a Cuello para que anule la designación.
—No será necesario. El presidente del Gobierno ha desautorizado el nombramiento de Laura.
—¿Ese era el motivo de la llamada?
Pilar eludió responderle, y se concentró en ordenar la documentación desperdigada por su escritorio.
—No vuelvas a hacerlo —le advirtió Duarte.
—¡El qué! —ella alzó la vista de los papeles y le devolvió la mirada, desafiante—. ¿Te molesta que me entrometa en los asuntos del Gobierno? Lo he aprendido de ti. Desde que eres presidente de la República no has parado de interferir en el trabajo de Julián.
Duarte no quería seguir discutiendo con ella.
—¿Quieres saber por qué le he llamado? —dijo Pilar, antes de que él saliese del despacho—. Intentaba recomponer vuestra amistad, invitándole a cenar esta noche con nosotros, pero ha rechazado. Estás alejando de tu lado a todas aquellas personas que te importaban, Luis. Medita sobre ello antes de dar el siguiente paso. Sea el que sea.
Javier Valero sí había meditado mucho su siguiente paso. Celia le pedía que le acompañase a un lugar del sur de Madrid, en un tétrico polígono industrial abandonado. Antes de subir al coche, le advirtió que no estaba obligado a seguirla, aunque si quería que Brizuela recibiese el castigo que merecía por sus crímenes, tendría que venir con ella.
Celia le había proporcionado información muy jugosa acerca del ex tesorero del partido socialista y actual ministro de Comunicación. Cuello había percibido comisiones de un testaferro vinculado al consorcio ruso de energía, por la adjudicación de contratos a sus empresas. Figuraban varios cobros antes de la guerra, pero la mayoría eran posteriores al armisticio entre el ejército rebelde y la República. Cuello canalizaba esos ingresos a una cuenta secreta abierta en un banco de Gibraltar. Inesperadamente, hace un mes transfirió su dinero a un banco suizo, cancelando todos sus depósitos en el Peñón. El por qué de ese comportamiento, era un misterio, pero Celia le había prometido que pronto lo esclarecería.
Su apariencia de periodista inexperta ocultaba un rostro menos amable. Celia era una profesional curtida en el mundo de la información que sabía manejar sus fuentes y obtener resultados con rapidez, aparte de que había adquirido habilidades como pirata informática, muy útiles para fisgar en ordenadores ajenos.
Tras recibir aquellos datos, que corroboraban el dosier que Javier había recibido anónimamente, él empezó a creer que si su compañera le prometía capturar a Brizuela, lo cumpliría. Pero no sería una ayuda altruista.
Celia quería algo de él, y no lo averiguaría a menos que subiese al coche. Quizá se arrepintiese algún día de aquello, pero no podía soportar la idea de que Brizuela siguiese en libertad, insultando la memoria de Joana, burlándose de todo aquello por lo que su amiga había luchado. Celia no le estaba ofreciendo una vía legal para castigar a ese asesino, porque la ley le había absuelto de sus crímenes antes de ser juzgado. La justicia que Celia le ofrecía iba un paso más allá, los situaba a ambos en un territorio peligroso; pero si los políticos habían deshonrado a las víctimas al perdonar a sus verdugos, tendrían que buscar la justicia en otra parte.
La crisis económica había convertido el extrarradio del sur madrileño en un desierto. Numerosas empresas habían cerrado y la guerra había empujado a muchos a emigrar al extranjero, agravando aún más la situación. Pese a los mensajes tranquilizadores de las autoridades, solo una minoría de los que huyeron al estallar la rebelión habían vuelto a sus hogares. Aquellos barrios desiertos eran la prueba palpable de que algo había fallado en lo más profundo de la sociedad; un fracaso colectivo que sumía a los habitantes de la ciudad entre el desencanto y el fatalismo de estar atrapados de nuevo en un ciclo de la Historia, condenados a repetir errores que se creían superados. Pero el ser humano sigue siendo el mismo que hace mil años, le mueven los mismos anhelos, miserias y ambiciones. Y él no era ajeno a esta condición: sabía que la venganza le estaba moviendo a dar pasos que en otras circunstancias jamás habría dado.
Sin venganza no habría asesinatos, ni guerras. Sin odio, el ser humano perdería una de sus características definitorias. Los tonos de la condición humana no reflejan solo las virtudes; también sus defectos. Y en aquel juego de pinceladas caóticas, los claroscuros podían eclipsar al resto. Un óleo tenebrista de Goya, así era ahora el cuadro de la realidad, ocre, frío, voces segadas por las balas, inocentes asesinados para nada, por tener la desgracia de estar en el lugar y momento equivocados. Y nadie reivindicaría su memoria porque había sido arrancada y cauterizada por el bisturí del Estado.
Celia detuvo su coche frente a un bloque de cuatro plantas que en otro tiempo fue sede de una empresa de construcción. Había algunos cristales rotos en el último piso, pero en el resto, las ventanas habían sido reparadas por sus nuevos inquilinos. En cuanto abrieron las puertas del vehículo, dos individuos salieron del inmueble y les dieron el alto. Uno de ellos iba armado con una metralleta, aunque al reconocer a Celia bajó el arma. El otro se puso a cachear a Javier, pasándole un detector portátil por las ropas.
—Es de confianza —dijo la mujer—. Respondo de él.
Javier se quitó el reloj de pulsera, vació los bolsillos y se desprendió del cinturón. El detector dejó de zumbar y el vigilante les permitió que siguiesen su camino.
—¿Qué guardáis ahí dentro? —dijo Javier, observando de reojo la metralleta que sostenía el primer vigilante.
Ella no contestó. No había nadie en el vestíbulo, aunque atisbaron una silueta oculta tras una esquina, que les observaba. Subieron a la primera planta: la zona estaba en obras y algunos tabiques habían sido derribados para crear dependencias más grandes, apuntaladas con vigas metálicas. Encontraron una pila de ladrillos, sacos de cemento y un andamio en el ala sur de la galería, pero allí no había nadie trabajando, y daba la impresión de que las obras llevaban paradas mucho tiempo. El pasillo olía a humedad y las grietas serpenteaban hacia el techo, arañando los desconchados de pintura.
Celia se detuvo delante de una puerta y llamó dos veces.
—¿Quieres saber qué guardamos aquí dentro?
—Se supone que para eso he venido.
Un mecanismo eléctrico desbloqueó el cerrojo. Franquearon la puerta y Celia intercambió unas palabras con el centinela que había en su interior. Este les acompañó por un pasillo destinado a oficinas, que habían sido reconvertidas en celdas. Al llegar al octavo habitáculo, sacó un manojo de llaves y les abrió la entrada.
—Tened cuidado. Estaré aquí fuera por si me necesitáis.
Tirado sobre una mugrienta litera había un hombre de mediana edad. Llevaba el pelo muy corto, su torso estaba desnudo y presentaba varias contusiones en el pecho y quemaduras de cigarrillo en los brazos. La nariz estaba hinchada y se advertía que el hueso había sufrido un leve desplazamiento, producto de alguna paliza. El hombre no se levantó al verles.
—Siéntate en la cama —dijo Celia.
—Vete a la mierda, hija de puta.
Celia le aprisionó la nariz, consiguiendo que el hombre aullase de dolor y le obedeciese al instante.
—¿Qué queréis? —gimió—. Os he contado todo lo que sé.
—Repítenoslo. Me encanta oírte.
El hombre se protegió instintivamente el tabique nasal, ante un nuevo amago de Celia de acercarse.
—Tenía que introducir el paquete en el Consejo, en la sala de reuniones, donde el Borbón daría su discurso.
—¿De qué está hablando? —preguntó Javier.
—Del Borbón, joder, del rey Felipe. Va a volver a Madrid.
—La República le ofreció un cargo —explicó Celia—. Este tío formaba parte del comité de bienvenida. Planeaba colocar una bomba para matarle junto con las autoridades que asistiesen a su toma de posesión como nuevo presidente del Consejo de Estado. Le intervenimos un pendrive con planos del edificio y un seguimiento de los turnos del personal de vigilancia. Parece que tenían un contacto dentro, pero huyó antes de que pudiésemos detenerlo.
—¿Para quién trabajas? —preguntó Javier.
—Soy miembro del Grupo Armado Revolucionario de la República Española.
—El GARRE —aclaró Celia—. Se ha asociado con Terra Lliure Auténtica para adjudicarle a ésta la autoría del atentado. Es un nuevo grupo terrorista catalán y le vendrá muy bien para ganar prestigio.
—¿Y por qué el GARRE iba a hacer eso? Se supone que son un grupo de extrema izquierda.
—No supongas nada, Javier. El GARRE está manejado desde dentro por elementos de la ultraderecha. El atentado contra Felipe VI forma parte de una estrategia de desestabilización, para culpar a la izquierda. Has estudiado la Historia. ¿No te suena de algo?
Javier hizo memoria. No quería quedar en evidencia delante de ella, pero seguía sin ver clara la relación.
—La red Gladio —dijo Celia, al constatar su vacilación—. Todavía sigue existiendo, y se ha fortalecido en España a raíz de la guerra. Estados Unidos no pudo derribar a la República dividiendo nuestro país, así que intenta otra vía, que ya ha ensayado en otros países. Especialmente en Italia.
Javier recordó a qué se refería su compañera. Al finalizar la segunda guerra mundial, los servicios secretos ingleses y estadounidenses levantaron una red de agentes por toda la Europa libre, con el fin de preparar una resistencia partisana en caso de invasión soviética. Si bien esa invasión nunca se produjo, la red de agentes durmientes no desapareció, contando con el apoyo de las potencias occidentales, en muchos casos al margen de los gobiernos de turno, que ignoraban las operaciones de guerra sucia que se llevaban a cabo en su territorio. Gladio se nutrió de militantes de ultraderecha para llevar a cabo acciones de desestabilización en aquellos países donde la extrema izquierda amenazaba con llegar al poder. La red impulsó a través de sus paramilitares una estrategia de tensión, provocando atentados de grupos de izquierda para que los comunistas nunca llegaran al poder. Las actividades de Gladio se extendieron en varios países europeos, Grecia, Turquía, Bélgica, Alemania, y particularmente en Italia, con acciones que se cobraron decenas de muertos, como Piaza Fontana o estación de trenes de Bolonia; sospechándose que habían ejecutado al presidente Aldo Moro a través de las Brigadas Rojas.
Celia sacó una fotografía de su cartera y se la mostró al detenido.
—¿Reconoces a esta persona?
El preso cabeceó afirmativamente.
—Es mi jefe —murmuró.
Javier miró la foto. Sus tripas se retorcieron de asco, en un movimiento reflejo. Se trataba de Brizuela, el periodista que había ordenado la ejecución de Joana. Si el hombre de la nariz rota era del GARRE y recibía órdenes de Brizuela, el GARRE no podía ser un grupo de izquierda, a menos que sus miembros solo fuesen marionetas, tontos útiles que otros dirigían para sus propios fines.
—¿Entiendes ahora por qué el GARRE quería adjudicar el mérito del atentado a terroristas catalanes de izquierda?
—Sí —murmuró Javier, observando al preso—. ¿Qué vais a hacer con él?
—Tendrá un juicio justo —Celia llamó al centinela y abandonaron la celda.
—No me creo que vayas a entregarlo a la policía.
—Por supuesto que no. Si hiciésemos eso, lo dejarían libre al día siguiente. Gladio posee contactos en las fuerzas de seguridad. No podemos fiarnos de este Gobierno. No después de la ley de amnistía que aprobó.
—¿Vas a enseñarme algo más?
—Por hoy has tenido bastante. Hemos evitado un magnicidio, Javier. Y lo hemos hecho para proteger a la República de sí misma. La democracia no durará mucho en España si nadie la defiende. Los políticos han atado a los jueces de pies y manos, y mientras esta situación de impunidad continúe, alguien tendrá que castigar a los que quieren acabar con nuestra libertad.
—¿Qué esperas que yo haga?
—Te voy a contar un secreto, Javier. No fue Martín quien me eligió para ser tu ayudante; yo le persuadí para que me asignase como apoyo a tus investigaciones. Todos en la redacción lamentamos lo que le sucedió a Joana, y sabemos que desde su muerte, no has vuelto a ser el mismo. Me pregunté en qué medida podía ayudarte a superarlo y moví mis contactos para que siguiesen la pista a Brizuela. Te sorprendería la cantidad de personas que me ofrecieron ayuda. Luego me aproveché del sentimiento de culpabilidad de Martín para que me nombrase tu ayudante. Conseguir que tú confiases en mí fue más complicado; durante los últimos meses te has mantenido distante; no sé, quizá temías implicarte emocionalmente conmigo, porque te recuerdo a Joana. Has trabajado muy duro para llegar adonde estás, y espero aprender mucho de ti y mejorar como periodista.
—Aún no me has contestado, Celia.
—Necesitamos ayuda, toda la que podamos reunir; personas en la política, en la policía, en los medios de comunicación, gente como tú, que crea opinión y transmite información veraz a los ciudadanos. El pueblo tiene derecho a saber lo que está pasando, quiénes promovieron la guerra y quiénes pretenden sembrar el odio para dividirnos. Muchos inocentes murieron en Italia a manos de paramilitares al servicio de la OTAN; con el pretexto de la amenaza soviética, querían impedir que los italianos eligiesen libremente, querían amedrentarlos para dominarlos y mediatizar su voto. Lo mismo planean en España. Si respetamos las normas, no podremos hacerles frente. Esta es una guerra que se libra en el subsuelo, no a cara descubierta; el enemigo usa la mentira como parte de su estrategia; nosotros, la verdad. Ellos asesinan a inocentes para asustar al pueblo; nosotros capturamos a los asesinos y les ofrecemos un juicio. No matamos indiscriminadamente, ni castigamos a quien no lo merezca. Solo buscamos que los culpables paguen por sus crímenes. Ese es nuestro trabajo.
—¿Dónde está ahora Brizuela? El tío de la nariz rota lo conocía, tiene que saber dónde está.
Habían salido del edificio y se encaminaban al coche de Celia, bajo la mirada atenta de los vigilantes. Ningún vehículo había aparecido por el barrio en todo el tiempo que habían permanecido en el inmueble. Javier no se sentía bien en aquel lugar; no parecía que estuviesen en un suburbio de Madrid, sino en una zona muerta, un lugar en el que ni los indigentes se atrevían a entrar, porque había sido despojado de cualquier riqueza, de actividad, de vida. El lejano ruido de un avión surcando el cielo le recordó que aún seguían en la ciudad y que un poco más al norte se encontraba el Madrid que él conocía.
Ella le abrió la puerta del coche:
—Paciencia, Brizuela vendrá a nosotros. A su debido tiempo.
El todoterreno se detuvo en un paraje escarpado de la gaditana sierra de Grazalema, aislado de cualquier núcleo de población y de miradas curiosas. Mauro y otros tres compañeros recogieron sus mochilas y saltaron a tierra. Les esperaban tres kilómetros de marcha hasta llegar al campo de tiro, donde practicarían su puntería y recibirían adiestramiento adicional en el manejo de explosivos y tácticas de guerrilla. Era refrescante volver a tiempos pasados y revivir experiencias de combate, que la vida sedentaria le había hecho olvidar. El trabajo de un agente de inteligencia era mucho menos emocionante de lo que la gente creía; la mayoría pasaba su jornada al frente de un ordenador, monitoreando la red en busca de datos, escuchando conversaciones ajenas y anotando cuándo se decía algo interesante. Podían pasar semanas oyendo cháchara antes de conseguir un dato útil. Un trabajo así podía acabar con la paciencia de cualquiera.
Mauro no deseaba quedar momificado al frente de una pantalla.
La guerra, por desgracia, había introducido en su vida muchas más emociones de las que habría deseado. Aunque las hostilidades terminaron hacía seis meses, él apenas lo había notado. Antes de que se desatase la contienda, el Centro Nacional de Inteligencia había infiltrado a varios agentes en grupos de ultraderecha, ante los indicios de que fuerzas involucionistas planeaban un golpe para instaurar una dictadura militar. Mauro se ofreció voluntario y, desde ese momento, no le había faltado faena. Su falta de escrúpulos le había granjeado la confianza de los mandos del GARRE, y en poco tiempo había ido escalando puestos en el escalafón de la organización. La presión de la policía había menguado el número de guerrilleros, favoreciendo su ascenso en el organigrama.
En el CNI estaban muy contentos de su trabajo. Recibían puntualmente información acerca de las actividades del GARRE, centros de reunión, y pautas de adoctrinamiento que usaban en sus charlas. En Madrid no deseaban comprometer su tapadera y no le pedían datos precisos; Mauro aún tenía que ganarse la confianza dentro de la organización y entonces le adjudicarían una operación grande. Hasta que ese momento llegara, su jefe en el CNI le había dado carta blanca para mantener su identidad oculta. Eso significaba que debía comportarse como un guerrillero de la organización y acatar sin vacilar las órdenes que le impartiesen los cabecillas. Nadie tenía que sospechar para quién trabajaba realmente, y la verdad es que Mauro realizaba ese papel de modo competente. Desde que entró en el GARRE había matado a cuatro personas y secuestrado a una quinta. No se podía hacer nada por ellas, su suerte ya había sido decidida y él no iba a cambiar sus cartas. De no haber sido la mano ejecutora, habría sido cualquier otro. De todos modos, Mauro trataba de ocultar las partes más oscuras de sus actividades al CNI; no tenía garantías de que a su vuelta a Madrid, su jefe siguiese siendo el mismo, ya que el Centro había sufrido dos remodelaciones en los últimos meses. Lo que hoy le estaba permitido, mañana podría ser fuente de problemas.
Tras una larga caminata, llegaron a un pequeño valle donde había instaladas seis dianas a un centenar de metros. Un grupo de guerrilleros practicaba su puntería cuerpo a tierra. Mauro descargó su mochila y se refrescó con un trago de su cantimplora.
El instructor de tiro le hizo una seña para que se acercase a él.
—Tengo malas noticias —le dijo—. Uno de nuestros hombres ha desaparecido en Madrid.
—¿Era importante?
—Todos nuestros chicos lo son. No dejamos a nadie atrás, ya lo sabes.
—Me refería a su misión.
—Bastante importante. Estaba al cargo del operativo para matar al Borbón.
—No me informaron de ello —Mauro se encogió de hombros, fingiendo que no tenía interés en el asunto.
—Porque no formabas parte —el instructor hizo una seña a uno de los guerrilleros, que corrió hacia un Land Rover.
—¿Ahora sí?
—Hemos seguido atentamente tu trabajo en los comandos, Mauro. Creo que estamos malgastando tu talento en encargos menores —el guerrillero volvió con un fusil entre sus manos, que entregó al instructor.
—¿Qué es esto?
—Es un Corner Shot, un fusil de cañón móvil. Puedes disparar a tu blanco escondido tras una esquina, sin ser visto. Vamos a alejarnos más de las dianas, quiero ver qué tal lo haces.
Subieron a una loma desde la que dominaban el campo de tiro. El instructor le señaló una de las dianas y una gran roca, para que se colocase detrás.
—Imagina que estás en Madrid y que el Borbón acaba de salir de su coche oficial, pero tú no quieres atraer la atención de los escoltas para asegurarte una vía de huida.
El fusil disponía de una pantalla de cristal líquido, desde la que podía centrar su objetivo y hacer zoom sobre la imagen sin abandonar su parapeto. Un dispositivo electrónico medía la dirección e intensidad del viento, para compensar la trayectoria de la bala.
Se concentró en el blanco. Podía errar el tiro y aparentar que era un mal tirador, pero sus puntuaciones en las dianas eran las mejores del grupo; no podía ahora fingir que no sabía disparar.
—¿En serio pensabais cargártelo con esto? —dijo Mauro, apoyando firmemente la culata en el hombro—. ¿Con un fusil que dispara desde las esquinas?
—Con una bomba. Descubrieron a nuestro hombre con los planos del edificio; ese tío es un patán, por su culpa hemos perdido un piso en Madrid y evacuado a dos guerrilleros a toda prisa.
—¿No tenéis contactos en la policía que os ayuden en estos casos? —Mauro apretó el gatillo. Vio en la pantalla cómo el proyectil impactaba dentro del primer círculo interior.
El instructor cabeceó aprobatoriamente.
—Nuestro hombre no ha sido detenido por la policía; ha desaparecido, sin más. Dispara otra vez, quiero ver si ha sido suerte.
Se había levantado una racha de viento, pero eso no tendría por qué desviar el tiro. Mauro repitió el disparo. El impacto quedó ligeramente a la izquierda del anterior, pero a una distancia similar al centro geométrico.
—Alguien pretende devolvernos los golpes usando nuestros métodos —continuó el instructor—. Quizá no sean muchos, pero están bien organizados. Reciben apoyo extraoficial de funcionarios y particulares que no han aceptado la ley de amnistía.
—Hay algo que no entiendo —Mauro se incorporó—. ¿Por qué matar a un rey que ya no es rey, y que no pinta nada en España?
—Podría decirte que es un acto propagandístico para demostrar nuestro poder, pero pronto ibas a averiguar la verdad —sacó un paquete de tabaco y encendió un cigarrillo, ofreciéndole uno.
—Gracias, no me apetece —rechazó Mauro.
—La organización dejará que un grupo separatista catalán se adjudique el mérito. Nadie sabrá que ha sido obra nuestra, excepto unas cuantas personas que estén al tanto. Tú serás una de ellas.
—Sé guardar un secreto. Continúa.
—Este asunto es una venganza personal. El general Carmona ha presionado al GARRE para que se emprendiese una acción de castigo contra el Rey. Antes de que estallase la guerra, Carmona viajó a Roma para que Felipe VI se uniese al alzamiento, pero el Borbón se negó y además se chivó al Gobierno. El general no se lo ha perdonado.
—Carmona lleva en paradero desconocido desde el asedio a Valencia, hace seis meses. ¿Por qué el GARRE atiende las demandas de un cobarde?
—No creo que tema nada de la República —el instructor exhaló una turbia bocanada de humo—. La ley de amnistía le beneficia, como a todos. Se esconde de sus antiguos compañeros de armas.
—Los hombres de Montoro.
—Sí, se la tienen jurada. Carmona se rebeló contra su capitán general. En el código de honor castrense, solo hay un castigo para ese crimen: la muerte. Aunque la República le haya perdonado, Montoro sigue esperando la ocasión para ajustar cuentas con él.
—Lo que decía, un cobarde —Mauro se sacudió el polvo de sus pantalones—. Si Carmona tiene tanto interés en matar a un rey destronado, podría reunir valor para hacerlo sin ayuda.
—El general proporciona a la organización recursos muy valiosos. Si quiere algo de nosotros, tenemos que escucharle.
—Ya no es general.
—Sí, qué irónico: un general que no es general quiere que matemos a un rey que ya no es rey. Pero aquí no cuestionamos las órdenes. Eso es lo que acabó con el mando de Carmona, y con el alzamiento. Si el ejército nacional hubiera mostrado unidad frente al enemigo, la República habría sido derrotada y ahora no seríamos nosotros los que estaríamos en el monte.
—Haré lo que se espera de mí —Mauro dibujó un rictus sarcástico—. ¿Puedo quedarme el rifle?
—Por supuesto. Tendrás que practicar más, pero no queremos que demores este encargo.
—Necesitaré un nuevo piso franco en Madrid. Y no llevaré a cabo la acción a menos que tenga garantizada la huida.
—Deja los detalles de intendencia de nuestra cuenta.
—¿Tendré ayuda?
—El atentado con bomba fracasó porque había demasiada gente informada. No queremos repetir el error. Te brindaremos apoyo logístico puntual, pero el contenido de la operación es secreto. No puedes hablar de esto con nadie.
La charla había terminado y Mauro regresó a la pista de entrenamiento, para completar los ejercicios de ese día. Tuvieron el detalle de ahorrarle la marcha de regreso y volvió sentado cómodamente en un todoterreno al pueblo de Grazalema. En la plaza estaba estacionado su Toyota deportivo.
En la seguridad del coche, escondió el rifle, desmontado y guardado en una bolsa de viaje, y comprobó sus mensajes pendientes. Nunca llevaba encima el teléfono móvil en estos casos; una llamada inoportuna podía dar al traste con una operación, si a alguien se le ocurría rastrear los números de su agenda o el origen de las llamadas perdidas.
Tenía un mensaje cifrado de correo electrónico, dirigido a su identidad en clave, Lacertus. El origen estaba oculto, pero tras consultar el código de autenticación del remitente, supo que se trataba de Resnizky.
El magnate ruso le pedía que se trasladase a Gibraltar, para activar la primera fase de la operación Aníbal.
Esto lo complicaba todo. Tenía órdenes de regresar a Madrid y preparar el atentado contra Felipe VI. Este nuevo encargo interfería con sus obligaciones en el GARRE, y podría hacer saltar por los aires su tapadera.
No le gustaba tener que pedir confirmación, y menos a Resnizky, un empresario que había comprado media costa del Sol, y tenía en nómina a un ministro y una docena de altos cargos. No se podían ignorar sus instrucciones o demorar su cumplimiento; Mauro sabía manejar a los mandos del GARRE, incluso pedía explicaciones sobre una orden, como había hecho en el campo de tiro, sin sufrir las consecuencias, pero Resnizky era diferente. Había levantado un imperio comercial que extendía sus tentáculos más allá de Rusia. Se decía que el presidente ruso solo era uno de sus testaferros, y que quien manejaba los asuntos en el Kremlin era él. Mauro no creía que su poder llegase a tanto, pero su desembarco en España parecía incontenible; los periódicos se hacían eco de su última adquisición, Iberdrola, amén de abundantes contratos públicos adjudicados a su grupo empresarial.
Resnizky no ayudaba a la República gratis. Quería a cambio el control del Gobierno.
Y la operación Aníbal podría ser el inicio del asalto frontal a las instituciones del poder. Mauro era consciente de lo mucho que estaba en juego, y de que una vez iniciada la operación Aníbal, no podría detenerla. Pero también sabía que Resnizky tendría a más agentes en reserva, y que si no hacía lo que se esperaba de él, debería irse de España y esconderse en algún país en el que los rusos no pudieran encontrarle.
Por otro lado, siempre cabía la posibilidad de que la República no se dejase arrastrar por los planes de Resnizky, y que la operación Aníbal terminase en un incidente diplomático sin ir a mayores. Aún tenía que quedar un resto de cordura en los políticos, que les hiciese recapacitar. No podían ser tan estúpidos para dejarse manejar de ese modo.
O tal vez sí. Bueno, tampoco era asunto suyo.
Abrió el navegador del vehículo y eligió su nuevo punto de destino.
Gibraltar.