En el curso de una vida te equivocas muchas veces; tropiezas, caes, continúas caminando y procuras estar más atento para esquivar el siguiente obstáculo. Dicen que un experto es aquel que ha cometido todos los errores posibles en su parcela de conocimiento. En ese sentido, Maeso se consideraba un sabio. Intentó hasta el último momento evitar un conflicto armado que fracturase el país, y fracasó. La guerra se había cobrado en España miles de víctimas, abriendo profundas heridas que tardarían años en cicatrizar, si es que sanaban alguna vez. Como presidente del Gobierno de la Tercera República, estaba obligado a prever el conflicto, pero no supo anticiparse a los planes de los golpistas, que sumieron a España en el caos. Las fuerzas de seguridad del Estado se vieron incapaces de frenar a los rebeldes, que tomaron como rehenes a los diputados del Congreso y al Gobierno en pleno, a excepción del presidente de la República, que se quedó en la Zarzuela a seguir el debate por televisión.
Una ausencia que la derecha no había parado de recordar desde el final de la guerra. La prensa que controlaba la oposición, aficionada a las teorías conspiratorias, acusaba a Duarte, el presidente de la República, de haber fraguado un autogolpe para consolidar su poder en la cúspide del Estado, prescindir de los partidos nacionalistas que llevaban condicionando la política nacional desde hacía décadas, y aprovechar para quitarse de encima a Ledesma, su principal contrincante dentro del partido socialista.
Maeso no daba crédito a aquellas historias delirantes, pero comprendía a sus autores. Duarte no dimitió tras el final de la guerra, como exigían los golpistas; muy al contrario, amenazó con presentarse a un nuevo mandato y nadie en el partido se atrevió a discutir su liderazgo, por temor a que los tiempos de inestabilidad regresasen a España. Apenas habían transcurrido seis meses desde el cese de las hostilidades y el peligro de una involución no se había disipado. La ley de amnistía, recientemente aprobada por las Cortes, intentaba recuperar la concordia y apaciguar a los militares, decretando la impunidad de los delitos cometidos durante la guerra.
Una impunidad que beneficiaba a ambos bandos. Ledesma, antiguo secretario general del partido socialista, acababa de salir de la cárcel y ya no tendría que rendir cuentas a la justicia por organizar escuadrones que asesinaron a decenas de sospechosos de colaborar con los golpistas. A pesar de haber recobrado su libertad, Ledesma era un cadáver político, un apestado; nadie en el partido quería tratos con él, aunque en el fondo, muchos apoyasen su modo de actuar. Pero la política es un juego de espejos, en el que la imagen es lo más importante, y el reflejo de Ledesma se había roto. Su carrera había acabado y ya no era una amenaza para Duarte, que de ese modo consolidaba su dominio en el partido socialista.
O eso creía.
Maeso fue avisado por su secretario de que tenía visita en la antesala. Se preguntó si hacía bien recibiendo a Manuel Sajardo en la Moncloa, después de lo que había pasado. Sajardo fue en el pasado la mano derecha de Duarte, hasta que las disputas por el modo en que el presidente de la República orientaba sus reformas, empujaron a Sajardo a fundar su propio partido. Antes del golpe, Maeso y Sajardo se entrevistaron en una cafetería cercana al Santiago Bernabéu. Maeso intentó advertirle del peligro que corría, pero Sajardo no le hizo caso.
Tras iniciar los rebeldes las hostilidades contra la República, Sajardo aceptó ser presidente del gobierno golpista. No habría dado ese paso si, poco antes, su esposa no hubiera sido asesinada por pistoleros enviados por Ledesma.
Maeso pagó cara su entrevista con Sajardo, y tuvo que soportar acusaciones de estar al tanto de las maquinaciones de los golpistas; pero bueno, eran gajes del oficio. Duarte era ahora quien aguantaba el grueso de aquella basura, propagada por quienes deseaban verlo caer para ocupar su lugar.
Por primera vez desde el final de la guerra, Maeso accedía a entrevistarse con Sajardo. Y lo hacía en el palacio de la Moncloa.
Tras meditarlo mucho, decidió que si se reunía con él, no sería a hurtadillas en una cafetería de mala muerte. Sajardo ya había sido perdonado por la República, era un ciudadano con los mismos derechos que cualquiera, y a pesar de todo seguía siendo su amigo. Podía confiar en él porque decía lo que pensaba; era claro, transparente, a veces demasiado, y ese era un punto débil, porque lo hacía previsible. Duarte no tenía ese problema: su capacidad para sorprender tanto a su propio partido como a la oposición era ilimitada.
Superada cierta etapa de la vida, Maeso empezaba a encajar mal las sorpresas. La madurez nos vuelve acomodaticios porque la carga de nuestra experiencia, construida a través de los ensayos y errores acumulados, nos enseña adónde conducen los experimentos mal diseñados. Ya había vivido demasiadas emociones en los últimos meses y no quería sufrir ninguna más. Su capacidad de aguante al frente del gobierno tenía un límite, y no había dejado el poder porque no era su estilo abandonar cuando más le necesitaba su país. Él no era un cobarde, afrontaba las dificultades de cara. En eso, Sajardo y él se parecían mucho.
Por eso le seguía apreciando. Y por eso le recibía en su despacho, pese a que su visita no pasaría desapercibida a Duarte, quien profesaba hacia su antiguo camarada de partido un rescoldo de odio, que la guerra había contribuido a avivar.
Sajardo entró a su despacho y cerró la puerta tras de sí. La guerra le había arrancado de cuajo un puñado de años; la pérdida de su esposa le había cambiado, pero una vez que el secretario de Maeso los dejó solos, ambos se abrazaron como si llevasen lustros sin verse. El presidente del Gobierno le ofreció el sofá del tresillo y tomó asiento en uno de los sillones.
—Me alegra mucho que me hayas concedido unos minutos de tu tiempo —dijo Sajardo—. Si hubieras rechazado recibirme, lo habría entendido.
—Todos nos equivocamos, pero de los errores se aprende.
—Sí, bueno, unos más que otros —Sajardo se removió en el sofá—. Ya sabes a quién me refiero.
—Mi relación con Duarte se ha enfriado últimamente —admitió Maeso, adivinando qué trataba de insinuar—. Supongo que lo sabes.
—Por eso estoy aquí. Oye, ¿este despacho es seguro?
—La seguridad absoluta no existe. Pero si te tranquiliza saberlo, al acabar la guerra renové al personal y los sistemas de privacidad dentro de la Moncloa. Técnicos de mi confianza revisan a diario tanto la red informática como las dependencias del palacio, para evitar intrusos.
—Esta es la república de Duarte. Un lugar en el que ni su presidente del Gobierno puede conversar tranquilamente con un amigo.
—Pudo haber sido una república mejor si tú hubieras arrimado el hombro y no hubieses tirado piedras al tejado.
Sajardo sonrió. Su rostro se relajó visiblemente:
—Hemos mantenido esta conversación otras veces, ¿verdad?
—Palabra por palabra.
—¿Y en otras ocasiones sacamos algo en claro, Julián?
Maeso se frotó la barbilla:
—No, que recuerde.
—El partido socialista sigue dividido, y yo no soy el causante. Tu gobierno aún no ha pagado un precio político por lo que sucedió, y me parece que ya es hora de asumir responsabilidades.
—¿Quieres que me vaya de la Moncloa?
—Claro que no, Julián. Quiero que Duarte se vaya de la Zarzuela. Él es el origen de todo; hizo promesas a los nacionalistas que no podía cumplir, para seguir en el poder unos años más; llevó a la República a la bancarrota y con su demagogia barata se granjeó al enemigo más poderoso del globo. ¿Qué hemos ganado echando a los americanos de Morón y Rota? Por Dios, ¿no se ha enterado ese cretino que estamos dentro de la OTAN y que la Alianza dispone de instalaciones en nuestro país?
—Eso podría cambiar —dijo Maeso, sombrío.
Sajardo alzó una ceja de genuina sorpresa.
—¿Qué estás diciendo?
—Lo hará oficial en breve, aunque te ruego que no lo divulgues: Duarte quiere que se convoque un referéndum para sacar a España de la OTAN.
—Vaya, una jugada inesperada —murmuró Sajardo—. Muy propia de él, distraer la atención de los problemas reales para buscar un enemigo al que demonizar.
—Argumenta que Washington maneja la Alianza a su antojo, y que después de lo que hemos vivido, no podemos tolerar que una potencia hostil utilice nuestras propias instalaciones militares. Nuestros socios europeos tampoco nos ayudaron mucho cuando hizo falta. En fin, tras la caída de la Unión Soviética, pertenecer a la OTAN es un lastre para las arcas públicas que nuestra nación no puede permitirse.
—¿Y tú compartes ese discurso?
Maeso se encogió de hombros.
—Estados Unidos apoyó a los rebeldes para destruir a la República.
—Pero la guerra terminó.
—No gracias a ellos. Y por cierto, sí hemos tenido que pagar un precio político: la ley de amnistía. No todos han aceptado que demos carpetazo de esa manera, pero es un mal menor si queremos seguir viviendo en paz.
—Sacar a España de la OTAN es una pésima estrategia, Julián.
—La idea del referéndum no fue mía. Ya sabes lo aficionado que es el presidente de la República a las consultas populares conflictivas.
—Sí, recuerdo perfectamente el pacto de Olot —dijo Sajardo—. Y lo que nos hizo el embajador Bowen, que ahora es director de la CIA para el Mediterráneo occidental. Tenerlo cerca de nosotros no nos aventura nada bueno.
—¿Qué quieres decir?
—Preferiría no especular sobre ese tema.
—Manolo, ya que has empezado, termina lo que ibas a decir.
—Está bien —concedió Sajardo—. La OTAN intervino militarmente en Serbia para imponer la secesión de Kosovo, y eso que la guerra de los Balcanes había acabado hacía tiempo. Mientras sigamos dentro de la Alianza estaremos a salvo de una maniobra semejante, pero si Duarte nos saca de la OTAN, tal vez en un futuro no muy lejano podrían bombardear Madrid para obligarnos a aceptar la secesión de Cataluña y el País Vasco.
—España y los Balcanes no son comparables. Dudo que se atrevan a…
—Julián, estuviste al frente del Gobierno durante la guerra; sabes de qué son capaces mejor que yo.
Maeso suspiró hondo:
—Reconozco que estoy harto de Duarte. Pero si lo repites fuera de esta habitación, lo negaré.
—Tienes miedo de él.
—No, solo he dicho que estoy harto.
—¿Vas tirar la toalla?
—Hasta que la situación se estabilice, seguiré en mi puesto.
—De modo que has considerado la idea.
—Varias veces. Por mí lo hubiera dejado en cuanto terminó la guerra, pero el estado del país era catastrófico; no podía irme.
—He oído que vuestros apuros económicos están en vías de solución —pronunció Sajardo con una media sonrisa.
—Lo importante es que los funcionarios vuelvan a cobrar sus nóminas. Incluido el Ejército. No queremos darle más excusas para rebelarse.
—¿Aunque eso suponga ir a buscar el dinero al infierno?
—¿Desde cuándo crees que existe el infierno? —rió Maeso.
—Desde que vi los tanques salir a las calles hace seis meses. Mira, Julián, admito que me equivoqué aceptando el cargo que me ofrecía el general Montoro. Ese gobierno paralelo que creamos en Sevilla no tenía futuro, y la derecha lo sabía. Nos tendieron una trampa.
Maeso asintió. Su amigo había venido a la Moncloa a confirmar de primera mano los rumores sobre sus desavenencias con Duarte. Una toma preliminar de pulso de cara a futuros encuentros, donde le expondría sus ideas claramente. Conociendo a Sajardo, no tardaría mucho en descubrir sus cartas.
Pero no le gustaba ese tono de censura por el modo con que estaban saneando las cuentas públicas. Es muy fácil criticar la labor del Gobierno cuando se está en la oposición, mientras los funcionarios, que llevaban meses sin cobrar, convocan huelgas que podrían paralizar el país. Lejos de ayudar económicamente a España para salir del bache, la Unión Europea amenazaba con expulsar a la República de la zona euro si no reducía su abultado déficit público. La mano negra de Washington, representada en la Unión por el Reino Unido, era demasiado evidente para ser negada.
La historia se repetía; ya en el siglo pasado, la Segunda República había sido abandonada a su suerte por los estados europeos, que se negaron a financiarla para que pusiese coto a los rebeldes. Consideraron que encerraba una amenaza revolucionaria que podía extenderse al resto del continente, así que la república de Azaña fue aislada por sus pares europeos, mientras el ejército de Franco recibía ayuda de las potencias fascistas.
¿Qué temían ahora de la Tercera República? ¿Acaso no era España un estado de Derecho que respetaba sus compromisos internacionales? ¿Había anunciado la expropiación de las tierras, la incautación de las fábricas, la socialización de la economía? ¿Qué había hecho la República al resto de Europa? Nada. Entonces, ¿qué temían de ella? Quizá fuese su postura crítica hacia la estructura militar levantada durante la guerra fría, un anacronismo que pervivía décadas después de que desapareciese el enemigo que justificó su creación. Europa no sería dueña de su destino hasta que no contase con un sistema propio de defensa, sin un tutor desde el otro lado del Atlántico que le indicase en qué conflictos debía participar. Tras el 11 de septiembre, el concepto de guerra preventiva había cobrado un significado tenebroso que podía conducir a Occidente a destruir países enteros, basándose en temores y sospechas cuya justificación se buscaba o fabricaba a posteriori. El miedo puede empujarnos a cometer asesinatos en masa en nombre de la seguridad y la libertad. Pero una sociedad con miedo no es enteramente libre; Maeso lo sabía por experiencia, había tenido que firmar la ley de amnistía con un nudo en el estómago, consciente de las críticas a que tendría que enfrentarse; consciente de que sin esa ley, la paz no habría sido posible.
Se había pagado el precio del miedo para salvar la democracia en España. Solo esperaba que fuese el último y definitivo pago.
Regresar a la redacción de su antiguo periódico con Martín como jefe había sido muy duro para Javier Valero. Su breve periplo en el diario ultraconservador El nacional le convenció de que no era su sitio. Brizuela, uno de los redactores de aquel periódico, había sido acusado del asesinato de Joana y, sin embargo, pasó menos de tres meses en la cárcel, gracias a la ley de amnistía aprobada por la República. Brizuela optó por no regresar a su puesto y nadie sabía a qué se dedicaba ahora; probablemente estaba escondido, a la espera de que las aguas se serenasen. Pese al ominoso perdón concedido por las Cortes, algunos implicados en la trama golpista habían aparecido muertos en los últimos meses. Brizuela tenía motivos para desaparecer una temporada.
Javier no descansaría hasta atraparlo. No le importaba el tiempo que tardase, le haría pagar por los crímenes que la República no quería castigar. Brizuela fue secuestrado durante la guerra, pero Joana lo liberó de su cautiverio. Pensando que estaba implicada en el secuestro, el veterano periodista ordenó a un grupo de cabezas rapadas que la capturasen. El cadáver de Joana apareció días después, cuando Javier buscaba a su amiga por la sierra madrileña.
El asesinato cometido por Brizuela ni siquiera estaba directamente relacionado con la rebelión militar y no debería haber quedado impune por la amnistía, lo que demostraba el poco respeto que el sistema dispensaba a las víctimas.
Su visión de la República había cambiado. Gracias a la popularidad que ganó con su reportaje sobre el ejército catalán, Javier había recibido en los últimos meses información sensible que podía dañar al Gobierno si salía a la luz. Éste acababa de superar una guerra civil y si caía, el vacío de poder sería aprovechado por fuerzas extremistas. Javier no quería eso.
O no lo quería hasta que Brizuela salió de la cárcel gracias a los políticos de la República. El estado de Derecho atravesaba un paréntesis en España, mediante el cual los verdugos disfrutaban de libertad mientras las víctimas se pudrían en las tumbas. La ley había sido aprobada con los votos de los partidos mayoritarios, con una disposición adicional de blindaje que impedía su revisión ante el Tribunal Constitucional a petición de la justicia ordinaria. Con ello, las Cortes atajaban de un plumazo el aluvión de demandas que podrían inundar los juzgados exigiendo el procesamiento de los militares que participaron en la rebelión.
Aquello ya había ido demasiado lejos, y lanzaba un mensaje de indulgencia del poder civil a los conspiradores del mañana. Un precedente nefasto que ponía en juego el futuro de España a cambio de una precaria paz a corto plazo.
Martín, el jefe de redacción, no le había tratado bien en el pasado. Le obligó a que le informase sobre las actividades de Joana, cediendo a presiones de la policía, y cuando aquélla fue secuestrada por los sicarios de Brizuela y Javier le demandó ayuda, se desentendió del problema. Aunque Martín le pidió luego perdón y le hizo fijo en plantilla, con un sustancioso aumento de sueldo, Javier no lo había olvidado. Podía comprender en parte que Martín estuviese enfadado con él; por aquellas fechas, había decidido cambiarse de periódico y no se lo había notificado a su jefe. Sin embargo, Joana no iba a irse con él al Nacional, habría seguido trabajando para el periódico y Martín tenía la obligación de velar por ella.
Su desaparición había supuesto más un alivio para él que una pérdida, y eso Javier no se lo perdonaba. Aunque no compartía la ideología de Joana y reconocía que su amiga había cometido errores, ella hizo un gran servicio a la República al abortar los planes de un comando terrorista vasco que preparaba una cadena de atentados en Madrid. Solo a título póstumo, la República reconoció sus servicios, que caerían poco después en el olvido, con la excarcelación de Brizuela y de todos los asesinos que camparon a sus anchas en aquellas semanas trágicas.
Unas semanas que devolvieron a España a las tinieblas de la Historia.
Paseó su mirada por el pequeño despacho que Martín le había asignado, un cubículo en el que apenas cabía la mesa, un sillón de oficina, un par de sillas y dos archivadores; pero que era un lujo comparado con el lugar en que trabajaban el resto de los reporteros, una enorme sala de mesas apiñadas con teléfonos sonando sin cesar. La mala conciencia de Martín le había empujado a adjudicarle aquel despacho, pero no sería la última concesión que le arrancaría. Su jefe también le había asignado a una reportera para ayudarle en la investigación de sus proyectos más complejos, aunque Javier sospechaba que más que un privilegio, era la forma de Martín de controlar en qué asuntos estaba trabajando.
Sacó del archivador la carpeta con la información que había recibido hace unos meses de una fuente anónima, que implicaba a un alto cargo del Gobierno en el cobro de comisiones. Un caso tópico que había aparcado para no agravar la inestable situación derivada del final de la guerra. Pero ahora, Javier tenía un interés personal en aquella noticia. Miró la foto del político y hojeó los datos que su informador le había mandado. Puede que las Cortes hubieran aprobado una ley de punto final para encubrir los crímenes de los rebeldes, pero los delitos que supuestamente cometió aquel individuo eran anteriores a la guerra y no estaban relacionados con la misma.
Llamó a su compañera y se puso a examinar los extractos de movimientos bancarios que figuraban en el dosier. Sus gafas de lejos no le permitían enfocar bien y tuvo que quitárselas para poder leer los números. Llevaba mal la vista cansada y su recurrente dolor de espalda; no era agradable hacerse mayor. Dicen que a partir de los cincuenta, si te levantas por la mañana y no te duele nada, es que estás muerto. Aunque aún le quedaban algunos años para llegar a esa edad, el envejecimiento de su columna y de sus ojos, el recuerdo de esguinces y fracturas pasadas a raíz de cambios de presión y humedad, o el progresivo encanecimiento de su pelo, acelerado por los acontecimientos vividos durante los últimos meses, le recordaban constantemente su condición mortal y que debía aprovechar el tiempo antes de que su reloj se quedase sin arena.
Celia apareció en su despacho. Diez años más joven que él, más vital y con muchos menos esguinces y cicatrices en sus articulaciones que soportar. En más de un aspecto le recordaba a Joana. Y, como su malograda amiga, tampoco era fija en plantilla; la dirección del periódico la obligaba a cotizar como autónoma si quería colaborar con ellos. En caso de discrepancia con su labor, ni siquiera tenían que despedirla, pues la relación con el diario era de mera prestación de servicios. Solo en casos especiales, como el personal directivo, o de reporteros especialmente cotizados, el diario accedía a hacer contratos fijos con seguridad social. Celia tendría que ganarse su estabilidad laboral con uñas y dientes, luchando como lo había hecho él, porque Martín no iba a regalarle nada.
Javier le indicó que cerrase la puerta y le acercó la carpeta, sin decir nada. Celia observó la fotografía de la primera página y reconoció el rostro al instante.
—Es Cuello, el ministro de Comunicación.
—Anteriormente fue tesorero del partido socialista —explicó Javier, invitándola a que tomase asiento—. Un fontanero muy competente. A este tipo le encargaban el trabajo sucio para mantener saneadas las finanzas del partido.
—¿Qué quieres decir con trabajo sucio? —Celia había perdido a sus padres en la reciente guerra, y su sensibilidad con aquellos temas era aún más alta que la de Javier.
—No está implicado en ningún asesinato, descuida. Cuello no es Ledesma. Su función consistía en buscar el dinero donde hiciese falta. Si alguien lo descubría, él asumiría la responsabilidad y el partido quedaría limpio. Pero no lo pillaron. Hizo su trabajo tan bien que lo nombraron ministro.
Celia se puso a examinar la documentación de la carpeta.
—¿Quién te ha enviado todo esto?
—No lo sé, y ahí intervienes tú. Quiero que me ayudes a verificar si la información es veraz. No quiero que nos acusen de publicar calumnias y cierren este periódico. Me comentaste que tienes contactos en la policía.
—Bueno, un amigo mío trabaja en el CNI. Lo conocí en un foro de hackers, en Internet. Le encanta la informática, como a mí.
—¿Es de fiar? Quiero decir, si le ponemos al tanto, ¿podría usar esta información para denunciarnos?
—El CNI es el servicio de inteligencia del Gobierno, y me preguntas si es arriesgado que un agente del centro compruebe información sobre financiación ilegal que implica al antiguo tesorero del partido socialista.
—Lo has pillado a la primera.
—El Gobierno no goza de la simpatía de mucha gente. Podemos fiarnos de él.
Javier esperó unos segundos a que la mujer continuase, pero no fue así.
—Pensé que ibas a entrar en detalles.
—Podría hacerlo, Javier, pero me pregunto hasta dónde quieres llegar en esto.
—He manejado reportajes más peligrosos, y he sobrevivido.
—¿Por qué quieres sacar este dosier ahora?
Javier no esperaba esa pregunta.
—¿Qué?
—No te hagas el tonto. ¿Desde cuándo lo tienes en tu poder?
—Eso es irrelevante.
—No lo es.
Javier se sintió incómodo. No le gustaba que Celia llevase la iniciativa. Se suponía que el perro viejo era él y ella su ingenua pupila.
—Desde hace algún tiempo —reconoció.
—¿Y lo has desempolvado ahora?
—Recibí por e-mail nuevos datos hace un par de semanas. Son esas seis hojas que hay detrás de la marca azul.
—Si quieres que localice a mis contactos, tendrás que ser sincero conmigo, Javier.
—No deseo que lo que hablemos entre tú y yo llegue a oídos de Martín, hasta que acabemos nuestro trabajo.
—No siento un aprecio especial por él, y menos después de lo que le pasó a Joana.
—Jamás te hará de plantilla, lo sabes, ¿verdad? A menos que salves la vida a su madre o consigas un reportaje que haga ganar millones al periódico.
—Todavía no me has contestado.
—Está bien, Celia, hablemos claro: no me gusta que los criminales estén en la calle. ¿Te basta con eso?
—No.
—El asesino de mi amiga salió de la cárcel por culpa de gentuza como él —señaló con desprecio la foto—. Quiero que paguen por todo el daño que han causado a los españoles. Quiero que las víctimas reciban la justicia que merecen.
—Quieres vengar a Joana.
Javier apretó los dientes.
—Eso también.
Celia sonrió:
—Ya empiezas a ser sincero.
—He retenido este reportaje para no perjudicar al Gobierno, pero estoy harto. Los ciudadanos tienen derecho a saber qué clase de personas les dirigen.
—¿Y si tu reportaje provoca otro ruido de sables?
—No lo hará. Los militares ya tienen lo que querían. Se alegrarían de que este gobierno cayera.
—¿Tú te alegrarías también, Javier?
—Ahora sí.
—Los que vengan después podrían ser peores.
—Me arriesgaré.
Celia cerró la carpeta:
—Perdí a mis padres durante el asedio de Almansa. El carnicero que ordenó arrasar la ciudad apenas pisó la cárcel. Todavía sigue en paradero desconocido.
—Te refieres al general Carmona. Los americanos le prestaron asilo, aunque oficialmente lo niegan.
—El caso es que ese asesino sigue vivo, y mis padres no. Si queremos recuperar la justicia en este país, tenemos que conseguir que las cosas cambien.
—Estoy dispuesto a contribuir.
—Esa contribución puede ir más allá de este reportaje, Javier.
—¿Qué me estás proponiendo?
—Eso depende de lo que te importase Joana. Antes te pregunté hasta dónde querías llegar en esto. No era una pregunta retórica.
—Celia, ¿puedes conseguirme a Brizuela?
—Sería complicado, pero sí, creo que podría complacerte.
—Entonces, explícame de una vez qué tienes entre manos.
Desde su despacho de la torre Puerta de Europa I, Resnizky observaba el tráfico del paseo de la Castellana hormigueando bajo sus pies. Aislado tras un grueso cristal del ruido de aquella gran arteria de Madrid, el consejero delegado en España del consorcio ruso de energía disfrutaba de una vista privilegiada de la torre vecina, que su firma estaba interesada en adquirir. Las dos torres inclinadas eran el símbolo arquitectónico de la ciudad y su nombre, un provocador estímulo para él.
Resnizky contaba con el pleno respaldo del presidente de la federación rusa. La república española atravesaba horas difíciles; acababa de salir de una guerra civil, no había dinero para pagar los sueldos de los funcionarios y la sanidad pública amenazaba con la quiebra. El presidente Duarte había cerrado las últimas bases militares americanas en España y eso le había granjeado un poderoso enemigo, que temía que el ejemplo fuese seguido por otros países europeos. El bloque militar occidental comenzaba a mostrar fisuras, que con un poco de suerte se transformarían en profundas grietas, y Resnizky estaba muy contento. La OTAN había avanzado con prepotencia hasta las fronteras de Rusia, creciendo a costa de países aliados de Moscú y amenazando a su patria. Creían que la situación continuaría indefinidamente, pero se equivocaban.
Encendió un cigarrillo. Un contacto dentro del gobierno español le mantenía informado de los planes que barajaba la República. Duarte iba a anunciar próximamente la convocatoria de un referéndum para sacar a España de la Alianza Atlántica. Le gustaba ese político, era valiente y coherente con sus ideas, sin importarle las consecuencias. De nada servía expulsar a los americanos de Morón y Rota, si éstos continuaban utilizando bases españolas tras la máscara de la OTAN.
Para Resnizky, el referéndum era un trámite inútil; los socialistas españoles habían jugado con el pueblo en 1982, prometiendo salir de la Alianza si llegaban a la Moncloa; una vez en el poder, realizaron una feroz campaña para mantener al país dentro de la OTAN, aunque condicionada a permanecer fuera de la estructura militar. Un gobierno tiene que ser realmente inepto para convocar un referéndum y perderlo. Por supuesto, eso no sucedió.
Años más tarde, la derecha, con apoyo socialista, ignoró el resultado de la consulta popular e incluyó a España de lleno en la estructura militar, sin más teatro ni verdades sesgadas. Ese es el valor que daban los políticos españoles a la voz del pueblo. Para ese viaje, podrían ahorrarse tanta hipocresía y, de paso, un buen puñado de dinero de los contribuyentes en papeletas.
Duarte tenía el apoyo necesario en el Congreso para sacar su propuesta adelante. Pronto tendría también el económico. Si los acuerdos con la República fructificaban, Moscú convertiría a España en un socio estratégico, que abriría literalmente a Rusia las puertas de Europa. Sin dinero, el experimento de Duarte se vería abocado al fracaso. Sus socios europeos le estaban ayudando bien poco y Gran Bretaña, azuzada por Washington, trataba de echar a España del euro. Las mayores firmas de inversores de Wall Street y Londres intentaban dañar la deuda española mediante operaciones especulativas en los mercados de valores, iniciadas antes de que la guerra estallase. Washington siempre había detestado el euro, porque hacía sombra al dólar, y aprovechaba cualquier crisis para atacar económicamente a su adversario, tratando de hundir la economía de los países débiles, a fin de provocar un efecto dominó que hiciese trizas la moneda europea. La crisis en España había intensificado los ataques al euro, que se había depreciado respecto al dólar tras la guerra en España. Aunque el conflicto acabó hace medio año, el hostigamiento de los inversores anglosajones continuaba en los mercados. Era el mismo tipo de especuladores que había llevado a la quiebra a miles de empresas y cientos de bancos por todo el globo, con sus dudosos negocios que culminaron en el crack financiero de principios de siglo. Sus ejecutivos se gastaban con desvergüenza el dinero de los rescates del Estado en champán, caviar, masajes y sobresueldos, mientras las fábricas cerraban a su alrededor y los trabajadores perdían sus empleos.
Cuello, el ministro de Comunicación, iba a visitarle aquella mañana a fin de ultimar las adjudicaciones de varios proyectos de reconstrucción de infraestructuras públicas a empresas rusas. El paquete iba acompañado de la adquisición por parte del consorcio ruso del 51% de las acciones de Iberdrola, para lo cual necesitaba la autorización de la República. En principio, correspondían al ministro de Industria y Energía estas gestiones, pero era Cuello quien manejaba los asuntos en que prefería dejar al margen al resto del gabinete, para no comprometerlo. Resnizky había hecho tratos con él antes de la guerra y conocía sus puntos débiles. Cuello era suyo mucho antes de que fuese nombrado ministro, y seguiría perteneciéndole después de que abandonase el cargo. Era un político que entendía sus prioridades y lo que debía hacer para conseguirlas. Sin literatura de por medio.
El ministro Cuello llegó a su despacho a la hora convenida. Era tan puntual como previsible. Vestía un impecable traje de seda a medida, con corbata a juego, lujosos gemelos en las mangas y zapatos italianos de diseño. Al estrecharle la mano, Resnizky advirtió un nuevo reloj de oro en la muñeca. No le gustaba que hiciese ostentación de riqueza, no era bueno para el negocio, pero se recordó que Cuello ya no era el contable del partido, sino un miembro del Gobierno de la República, al que no convenía reprender.
Las funciones del ministerio de Comunicación eran difusas; Cuello controlaba la imagen de la República en los medios y canalizaba el flujo de información entre el Gobierno y la prensa; pero la creación de su departamento obedecía a razones más oscuras que nadie se atrevía a explicar a los ciudadanos. La República tenía miedo de que una nueva rebelión volviese a situarla contra las cuerdas. Para evitarlo, quería saber no solo de qué se hablaba en los cuarteles, sino también identificar los grupos de conspiradores escondidos en el sector público o privado. El levantamiento de Montoro se habría atajado a tiempo si se hubiese neutralizado a los cabecillas antes de que pasasen a la acción.
Esa falta de previsión no se repetiría. El ministerio de Comunicación coordinaba datos de la policía, servicios de inteligencia y colaboradores civiles que, de forma anónima, informaban de comportamientos subversivos. A Resnizky, las actividades del ministerio de Comunicación le recordaban el pasado de su propio país. Mucho se había criticado la política de Stalin, pero sin un líder fuerte como él, Europa habría sido arrasada por los nazis.
Resnizky contemplaba con simpatía la creación del ministerio: era necesario para estabilizar a la República y librarla de sus enemigos. Su país ya había enviado a España a asesores civiles y militares, expertos en recolectar información de la más variada índole. Los servicios de seguridad republicana tenían mucho trabajo por delante.
Pero esta vez no estarían solos.
Emplearon poco tiempo en zanjar los aspectos económicos de la reunión. El consejo de ministros no pondría objeciones a la entrada del consorcio ruso en Iberdrola, y los contratos para reconstruir las infraestructuras dañadas durante la guerra iban a ser adjudicados por el procedimiento de urgencia. Pero Cuello no estaba allí para eso.
—Se trata de la operación Aníbal —dijo el ministro—. Estamos teniendo dificultades para convencer a Duarte.
—Creí que eso estaba solucionado —murmuró Resnizky con preocupación.
—El presidente de la República tiene dudas. Piensa que es precipitado, en las actuales circunstancias.
—¿Has informado ya a Maeso?
—No.
—Pero es el presidente del Gobierno.
—Las relaciones entre Maeso y Duarte no atraviesan el mejor momento.
—Deberíamos solucionarlo. Maeso no puede ser un obstáculo.
—Encontraré el modo.
—¿Qué hay del alto mando?
—Bajo control —aseguró Cuello, convencido—. Apoyan la operación sin reservas. Por ahora, solo conocen los detalles media docena de generales del Estado Mayor. No queremos que una filtración pueda llegar a oídos del enemigo.
—Bien.
—Hablando del enemigo… —Cuello vaciló—. Tengo problemas con Tejada, el secretario general del partido comunista.
—Qué ocurre.
—Ha rechazado mi propuesta de un frente de progreso para concurrir a las próximas elecciones. La fragmentación de la izquierda favorece a la derecha. Además, Tejada ha puesto una denuncia ante la fiscalía del Tribunal Penal Internacional, contra Duarte y el Gobierno, acusándonos de aprobar una ley de amnistía que deja impunes los crímenes de los golpistas.
—Bueno, tiene razón en eso, ¿o no?
—Tejada quiere sacar beneficios políticos de la guerra. A costa nuestra.
—¿Qué sugieres?
—El partido comunista necesita otro secretario general. Un líder con visión de Estado, que se avenga a pactar para frenar a la derecha.
—Veré qué puedo hacer.
—Tejada conoce el cobro de mis… bueno… ya sabes a qué me refiero.
—Tranquilo, no estoy grabando esta conversación.
—No sé cómo se ha enterado ese cabrón, pero asegura tener información que me compromete. Y cuando digo me compromete, quiero decir a ti y a mí.
Resnizky dudaba mucho de que alguien pudiese demostrar su participación en el pago de comisiones a Cuello por la adjudicación de contratos, pero lo dejó seguir para no irritarlo más.
—Me pregunto cómo se ha enterado —decía el político con nerviosismo—. Extremamos las precauciones para eliminar cualquier rastro. Tejada debe de tener conexiones al más alto nivel.
—No saques conclusiones precipitadas. Solo es un político de un partido menor, con ínfulas de ser la futura llave del gobierno.
—Hay que neutralizar esa amenaza.
—¿Quieres que me ocupe de él?
Cuello vaciló unos segundos. Sabía qué le estaba ofreciendo Resnizky, pero tampoco deseaba eso.
—Quiero que entre en razón.
—Tengo experiencia en manejar este tipo de crisis. Los intentos de chantaje son habituales en Rusia, pero tenemos nuestros propios medios para protegernos de los extorsionadores.
—No es un chantaje; Tejada no me ha exigido nada a cambio.
—Dame tiempo para descubrir qué quiere.
—Lo que hay que averiguar es qué sabe de nuestros acuerdos, si ha compartido esa información con alguien y cuál es su fuente, pero sin utilizar al CNI.
—Temes que alguien de vuestro servicio de inteligencia pueda irse de la lengua.
—El CNI estuvo implicado en la rebelión militar. Aunque se hizo una purga de los servicios secretos, estoy seguro de que un buen puñado de agentes se nos escapó. Una investigación como esta podría llamar demasiado la atención.
—Bueno, tengo un contacto dentro del CNI que nos allanará el camino con total discreción.
—¿Quién es?
—Su nombre en clave es Lacertus. Está infiltrado en una célula del GARRE, el grupo terrorista que lleva causando problemas al Gobierno desde el final de la guerra. Lacertus nos ha pasado información sobre los planes del GARRE, que ha servido para frustrar dos atentados con coche bomba y un secuestro.
—Lacertus —repitió Cuello, intentando hacer memoria—. ¿No me puedes decir su verdadero nombre?
—Cualquier indiscreción pondría en riesgo su tapadera. No puedo arriesgarme a que alguien lo descubra.
—Parece que sabes de nuestros propios agentes más que yo.
—Bueno, el éxito de un trabajo de inteligencia consiste en ser invisible.
—¿Desde cuándo os pasa información?
—Desde que las cosas empezaron a torcerse en la República.
Cuello no insistió. Resnizky no iba a contarle más, y en el fondo, lo prefería. A veces era mejor no conocer los detalles, aunque le incomodaba que el ruso admitiese que tenía penetrados los servicios españoles de inteligencia desde hacía tiempo. La República se había obsesionado en investigar las conexiones entre los agentes del CNI y la CIA, descuidando la infiltración de otros servicios de espionaje, como el SVR ruso, que estaba llenando el hueco dejado por los americanos. Cuello se preguntaba a dónde conducía la oblicua política de Duarte, que desmontaba bases americanas del suelo español pero buscaba alianzas con una superpotencia con un pasado lamentable, como Rusia. Expulsaban a un imperio y llamaban a la puerta de otro.
Bueno, tampoco era asunto suyo. Duarte recurrió a él para salvar a la República de la quiebra, y poco a poco estaba consiguiendo quitar las telarañas de las arcas del Banco de España, gracias a los rusos. En fin, el país de Resnizky era una democracia en curso de asimilar los valores de la civilización occidental.
Y la República no disponía de muchos aliados dispuestos a prestarle dinero.