Los pueblos que ignoran su historia no tienen pasado. Ni futuro.
Pocos años después de la proclamación de la Tercera República en España, la convulsa situación del país lo abocó a una crisis cuyas consecuencias nadie fue capaz de prever. La firma con Cataluña y Euskadi del pacto de Olot, que cerraba el proceso autonómico a cambio de un sistema confederal para ambos territorios, despertó la desconfianza en sectores de la política y el Ejército. Las tensiones sobre el modelo de Estado causaron una profunda escisión en el seno del partido socialista, en el poder tras la instauración de la República. Manuel Sajardo, antigua mano derecha de Duarte —el actual Jefe del Estado—, debilitó los apoyos con que contaba el Gobierno, al fundar un nuevo partido de izquierdas llamado Renovación Socialista, cuya visión sobre la organización territorial del Estado se acercaba a la de la derecha.
Aprovechando la debilidad del Gobierno, un grupo de generales, capitaneados por Montoro, conspiraron para derribar a la República y anular los acuerdos firmados con los nacionalistas. Con la complicidad de la emblemática base militar El Goloso, los militares ocuparon las calles de Madrid y asaltaron el Congreso. Una veintena de diputados nacionalistas fueron sacados del hemiciclo y trasladados a Alcalá de Henares para ser fusilados. Pese a que los golpistas también atacaron el palacio de la Zarzuela, el presidente Duarte logró escapar a tiempo.
El Gobierno lanzó una contraofensiva que obligó a los rebeldes a abandonar Madrid y retroceder hasta Andalucía, donde la rebelión se hizo fuerte, contando con el apoyo de la comunidad valenciana y los Estados Unidos, país que antes de estallar el conflicto fue obligado a desmantelar sus bases en Morón y Rota por el gobierno republicano.
Diversos errores en el bando rebelde, unidos a la intención del general Montoro de llegar a un acuerdo para evitar que el conflicto degenerase en otra guerra civil, causaron una división entre los insurrectos, que la República utilizó en su beneficio. Sin embargo, los signos de fractura dentro de ésta no se hicieron esperar. Por un lado, las exigencias independentistas del lendakari, que aprovechó la crisis para sacar ventaja. Por otro, las diferencias en el seno del partido socialista, encabezadas por Ledesma, su secretario general, que rivalizaba con el presidente Duarte por el control del aparato del partido, y que a sus espaldas organizó unos comandos paramilitares, los guardianes de la República, que ejecutaron a cualquier sospechoso de haber colaborado con el bando rebelde.
La Unión Europea se vio impotente de adoptar una resolucion conjunta en apoyo a la República. Las ejecuciones de civiles perpetradas por uno y otro bando fueron el preludio de un terrible conflicto que empujó a España al borde del abismo, y que se saldó con un frágil acuerdo de paz, por el que los rebeldes deponían las armas a cambio de impunidad y una reforma constitucional que desterrase a los partidos nacionalistas al Senado.
Los ciudadanos pagaban así un alto precio para volver a vivir en paz.
El precio del miedo.