13: Alma mortal

I

El enfrentamiento entre la flota terrestre y el ejército arano se había saldado con centenares de muertos y heridos, y cuantiosos daños materiales en ambos bandos. Velasco había perdido un destructor, dos fragatas, una corbeta, dos buques cisterna y una treintena de cazas, pero al menos habían neutralizado la contraofensiva desatada desde Fobos. Alrededor de este satélite se extendía una mortaja de escombros desgajados de la pequeña luna, mezclados con fragmentos de chatarra y pecios que aún albergaban cadáveres de su tripulación, congelados en una instantánea de muerte por el frío del espacio.

En la superficie de Marte, las heridas infligidas no habían sido de tanta intensidad, pero habían muerto muchos civiles por ataques a instalaciones del gobierno. Evo contabilizaba doscientas bajas desde el inicio de las hostilidades, seguido de Barnard, con unas ciento cincuenta. El anillo del Aratrón, el acelerador de partículas que fuese el orgullo de la ciencia arana, formaba ya parte de la historia. Un billón de creds y seis años para construirlo, pero apenas una hora para destruirlo. La época de los aceleradores gigantes podía haber llegado a su fin, y con ella los nuevos descubrimientos en física de partículas, aunque Velasco no se sentía culpable por eso. Le preocupaban más las personas que las máquinas, y si el Aratrón se había ido al infierno, por lo menos se había quitado una preocupación de encima. Las vidas humanas que pendían de sus decisiones eran su prioridad, y poner punto final a aquella guerra absurda, su objetivo.

Con la captura de Nun por parte de sus fuerzas, ese objetivo estaba más próximo.

Aquel criminal confesó estar a las órdenes de Klinger, y admitió haber ejecutado varios asesinatos; dos de ellos, de altos cargos del gobierno de Tierra Unida; otros dos, de ejecutivos de la industria farmacéutica que pretendían testificar en un proceso judicial por corrupción, en el que además de Klinger había otros implicados del mundo de la política y las finanzas. Fue toda una sorpresa que Nun se ofreciese voluntariamente a colaborar; de un sujeto como aquél se esperaba cualquier cosa menos que les facilitase el trabajo. Pero fue una sorpresa aún mayor enterarse de que Baffa, al que Nun se disponía a asesinar, iba acompañado de Sebastián Arjona, un reputado neurólogo que había conseguido grandes avances en el estudio de los quistes neurales.

Cuando Velasco habló con Sebastián y Baffa, le quedaron claros los motivos por los que Klinger había ordenado la busca y captura de ambos; y también se desvanecieron sus dudas sobre seguir colaborando en la represión que los golpistas de Bruselas decretaron contra el pueblo de Marte. Como comandante en jefe de la flota, Velasco había dispuesto un alto el fuego y ofrecido la paz al gobierno arano. Las declaraciones de Baffa y de Nun fueron grabadas y enviadas al juez federal que investigaba al gobierno de Hofman, y también a la prensa, para que revelase a la opinión pública la catadura moral de sus actuales dirigentes.

Aquella información cayó en terreno abonado, pues los noticiarios ya se estaban haciendo eco del ataque a la base lunar Selene para apresar al presidente del Senado. El ataque fracasó gracias a la intervención del general Jiang, que desde la base Copérnico envió sus efectivos para enfrentarse a las fuerzas de asalto. Los problemas para Hofman y Klinger se multiplicaban y la contestación popular crecía en las calles, viéndose la policía impotente para reprimir las manifestaciones.

El Estado Mayor, entre tanto, mantenía a sus tropas acuarteladas a la espera de acontecimientos. Velasco contaba con que pronto recibiría su destitución, por abrir conversaciones de paz con los aranos, pero no la acataría. Él y Randhawa llegarían hasta el final y adoptarían una actitud firme. Con Selene, Copérnico y la flota enfrentadas al gobierno, éste se había quedado sin apoyos fuera de la órbita terrestre, y los que tenía en el interior menguaban de modo alarmante.

Sin embargo, las horas pasaban y el cese no llegaba. No es que Velasco tuviese prisa en recibirlo, pero el silencio del almirantazgo, que en otras circunstancias hubiera actuado de forma fulminante, indicaba que ya no respaldaba compulsivamente a Hofman, y que ante la posibilidad de su caída no querían ser arrastrados con él.

Velasco bajó a la enfermería para hablar con Sebastián y Gritsi. El neurólogo trataba a los portadores de quistes neurales con un estimulador craneal y una serie de fármacos para estabilizarlos, pero reconoció que no tenía el remedio para eliminar los quistes del cerebro.

—Estoy convencido de que el instituto de neurotecnología de Barnard posee la cura —manifestó Sebastián—. Del trato que mantuve con la doctora Muhlen, supe que participaron en el diseño de nanomeds neurales para el ejército de Marte.

—Ahora mismo, mis fuerzas controlan Barnard —dijo Velasco—, pero por poco tiempo. El gobierno arano exige nuestra retirada de las ciudades ocupadas antes de cuarenta y ocho horas.

—Entonces no deberíamos perder tiempo —señaló Sebastián—. Necesitamos información de las investigaciones que se llevan a cabo en ese instituto. También sugiero que traiga a la doctora Muhlen al Talos para que trabaje con nosotros.

—Ella es arana. No colaborará.

—Estoy seguro de que Muhlen conoce el remedio para curar a los soldados sin cirugía, general. Piense qué es lo más importante para usted en estos momentos.

Velasco meditó unos segundos sus palabras.

—Haré que arresten a esa doctora y la traigan aquí. Gracias por su ayuda, Sebastián.

—Quisiera pedirle un favor, general. No para mí, sino para Tavi Ohmad, un amigo mío. Su implante raquídeo se ha deteriorado y morirá si no se le sustituye por uno nuevo, pero no tiene dinero para pagar la intervención.

Velasco miró a Gritsi, quien negó con la cabeza.

—Lo lamento —dijo la mujer—, pero aquí no disponemos del instrumental que requiere una operación tan delicada.

—Lo sé —dijo Sebastián—. Pero el instituto de Muhlen sí tiene esos medios.

—Su amigo no pagará un cred por esa operación, descuide —concedió Velasco, saliendo de la enfermería.

Cursó las órdenes oportunas al puente para que las tropas destacadas en Barnard tomasen el instituto, y luego visitó a Godunov.

Había permitido al coronel dejar el calabozo a condición de que no abandonase su camarote sin permiso. Sebastián aseguraba que con el tratamiento que le había impuesto, el ruso ya no era una amenaza para nadie, pero aún no le había dado el alta, y Velasco no quería que regresase al puente hasta no estar seguro de que volvía a ser apto para el servicio. La alférez Mayo no había tenido tanta suerte: debido a las quemaduras sufridas por el incendio que provocó, tendría que permanecer más tiempo convaleciente.

—General, qué honor —dijo Godunov al abrir la puerta de su camarote—. ¿Qué dicen los doctores de mí? ¿Sigo estando chalado?

—Nunca has estado muy cuerdo, así que no creo que por esa parte puedan hacer nada —Velasco inspeccionó la habitación. Estaba ordenada y limpia—. Me alegra ver que no nadas entre la basura.

—¿Cuándo van a quitármelo?

—Aún no lo sabemos. El doctor Sebastián confía en hallar un método que deshaga el quiste sin necesidad de operar. Traeremos a bordo a una científica arana para que le ayude.

—Pronto me tendrás de vuelta —sonrió Godunov—. Aunque me han dicho que la capitana Naishan es muy buena.

—Es bastante eficiente, sí.

—Lo sabía. Uno cae enfermo y tu sustituto lo hace tan bien que te dejan en un rincón. Ya no estoy hecho para esto, Velasco. Cuando vuelva a la Tierra, me retiraré a un cementerio de elefantes, a vegetar.

—Tú siempre has renegado del trabajo de oficina.

—Aunque me recobrase, ¿quién me querría a bordo de una nave espacial? Éste es lugar para jóvenes como Naishan. Es tiempo de que me aparte discretamente para que otro ocupe mi lugar.

—Si ése es tu deseo, lo aceptaré.

—Joder, por lo menos podías intentar disuadirme.

Velasco sonrió. Godunov cabeceó ligeramente, comprendiendo lo que significaba ese silencio, y cambió de tema:

—Dice la televisión que has acordado una tregua con los aranos y que la flota abandonará Marte.

—Sí. Aún no hay fecha para la retirada de las tropas, pero será pronto.

—El rechinar de dientes del Estado Mayor se puede oír incluso aquí. ¿Has tenido en cuenta que los capitanes de otras naves podrían rebelarse contra ti?

—Teníamos sospechas de que los oficiales del Alemania planeaban algo, pero el buque fue destruido durante la batalla de Fobos. Creo que la mayoría de los capitanes de la flota me son leales, pero estoy preparado para lo que pueda suceder. Sin embargo, confío no llegar a eso. Aunque salte el esmalte de algunas dentaduras en el almirantazgo, no se atreverán a desautorizarme.

—Eres un hombre con suerte, Velasco. Desde que fuiste alumno mío en la academia, supe que llegarías lejos. Si evitas el pelotón de ejecución, te harán un héroe. En la guerra no hay medias tintas, o eres héroe o villano, y con lo mucho que está en juego, más les vale que te conviertan en lo primero.

—No tengo ningún interés en pasar a la historia.

—Tú no eliges tu puesto en la historia; es ella quien te elige a ti. Los humanos no somos más que fichas en el tablero.

—Así es como nos ha tratado desde el principio el almirantazgo. Nos envió a una guerra sin explicarnos por qué ni para qué.

—Los soldados no necesitan conocer los motivos que hay detrás una orden. ¿Es que no te enseñé nada en la academia? Ése es el fin de la disciplina castrense: evitar cuestionar a tus superiores, por absurdas que te parezcan sus órdenes.

—La ley está por encima de las órdenes, y el gobierno de Hofman ha dado suficientes muestras de despreciarla. Yo ya he definido de qué lado estoy; muy pronto veremos qué posición adoptan mis superiores en la Tierra.

II

La información incautada en el instituto de neurotecnología de Barnard reveló a Sebastián los procedimientos de control por radiofrecuencia de las nanomáquinas que actuaban en los lóbulos frontales del cerebro, así como el modo en que se replicaban. La cirugía era inútil, a menos que se extirpase físicamente el lóbulo afectado. Métodos menos invasivos como los ultrasonidos no resultaban efectivos, y los pulsos electromagnéticos sólo reducían su actividad durante unas semanas. En sus primeras versiones, los nanomeds eran vulnerables a este tipo de radiación y se disolvían en el torrente sanguíneo después de haber recibido el pulso, pero los aranos perfeccionaron esta tecnología para hacerlos más resistentes.

La doctora Muhlen se mostró reacia a colaborar y les advirtió que su secuestro violaba el acuerdo de paz con las autoridades aranas, y que en cuanto su gobierno supiese lo que habían hecho en el instituto, Velasco se arrepentiría. Cuando éste le ofreció la dirección del programa de defensa contra bioarmas que se crearía en la base lunar Copérnico, y un sueldo mayor del que cobraba en Marte, Muhlen cambió de opinión. Sabía que no la dejarían regresar a Barnard y que probablemente la enviaría a la cárcel. Aunque su organismo no resistiría la alta gravedad de la Tierra, tres veces superior a la de Marte, sí toleraría la lunar, que era mucho menor.

Muhlen declaró que la única forma de disolver los quistes neurales era con una inyección de nanomeds creados especialmente para ello. El instituto poseía antídoto para tratar a cincuenta mil personas, más que suficiente para curar a los militares afectados de la flota, pero escasa para el porcentaje de la población terrestre que aún era portadora. Muhlen aseguró que, con la información que se disponía en el instituto, sería tarea sencilla producir en unas semanas tanto suero de nanomeds como se requiriese.

Las dosis fueron distribuidas por las naves de la flota y la inoculación a los afectados comenzó en cuanto Velasco dio su visto bueno. Muhlen aseguraba que los resultados serían constatables en veinticuatro horas.

Hasta entonces, solo cabía esperar.

Sebastián agradeció ese respiro. Empleó su tiempo libre en la enfermería del Talos llamando a la Tierra para interesarse por su madre, y a ciudad Barnard para hablar con Tavi. Éste iba a ser operado aquella misma tarde y desde la cama le dio las gracias por lo que había hecho por él.

—La verdad, no lo merezco —dijo—. Os fallé en el momento que más necesitabais mi ayuda. Si hubiese estado con vosotros cuando Nun entró a mi casa, podría haber evitado que Anica muriera.

—O podrías haber muerto tú también —le respondió Sebastián—. Nos libramos los dos porque estábamos en el instituto cuando llegó Nun. De no haber sido así, yo no habría podido buscar ayuda, Baffa habría acabado muerto y no hubiéramos hallado una cura para disolver los quistes que afectan a los soldados de la flota. Pura aplicación de la teoría del caos, Tavi. Pequeños cambios locales causan perturbaciones globales.

—Es una forma optimista de ver la situación —sonrió Tavi en la pantalla.

—El optimismo es gratis, y además ayuda a sobrevivir. Mírate, ayer estabas convencido de que ibas a morir, y hoy el panorama es radicalmente distinto. Cuando lo ves todo negro, aparece un rayo de luz en alguna parte.

—Me alegra que me hayan concedido una prórroga. Te debo la vida, Sebas. Siempre estaré en deuda contigo.

—Dale también las gracias al general Velasco. Fue él quien autorizó la operación quirúrgica.

—¿Qué vas a hacer ahora? ¿Tienes algún proyecto en mente?

—Ya no volveré a Barnard, y me parece que en Marte no se me ha perdido nada. Anica murió allí, y sin ella no podría vivir en ese planeta. Vine movido por ella, y ahora que se ha ido, regresaré a Barcelona.

—Pero la policía te detendrá.

—Un juez federal quiere que testifiquemos en el juicio que se abrirá contra el gobierno terrestre. Nos han garantizado protección.

—¿Garantizado?

—Tavi, no es que confíe mucho en la palabra de las autoridades, pero quedándome en Marte no me iría mejor. El gabinete de Hofman sigue perdiendo apoyos y caerá de un momento a otro. Sus poderes de excepción no tienen validez al haber acabado la guerra; el Senado ya puede destituirlo y reponer a Savignac en la presidencia. En esas condiciones, creo que podemos esperar un juicio justo en la Tierra.

—Si te quedas en Marte, encontrarás un trabajo de tu especialidad. Yo te echaré una mano.

—Eres muy amable, pero ya he tomado la decisión.

—Lamento que te vayas. Ojalá pudieras quedarte más tiempo —alguien entró a la habitación de Tavi—. Tengo que dejarte. Van a bajarme al quirófano.

—Suerte.

Sebastián apagó la pantalla. Baffa, que había estado escuchando en el umbral de la enfermería, se acercó a él.

—Tal vez debería reconsiderar la oferta y quedarse en Marte.

—No es un mundo en el que desee vivir —respondió Sebastián—. Y menos aún morir.

—¿Prefiere acaso morir en la Tierra?

—Sé lo que está pensando, Baffa. Le trajimos a Marte con un propósito, pero entienda que la situación ha cambiado y tenemos que volver. Si se propusieran acabar con usted, ¿realmente cree que quedándose en Marte estaría a salvo?

—Después de lo que hemos visto, supongo que no.

—Su declaración y la mía ya obran en poder del juez. La mayor parte del daño que podíamos hacerles está hecho. Dudo que sigamos figurando en la lista de asesinables de Klinger, porque si ahora intentase algo contra nosotros, él mismo estaría confirmando los cargos que pesan contra él. Pero, por supuesto, usted puede elegir quedarse en Marte, bajo protección de las autoridades locales.

—Ya comprobé lo fiable que resulta esa protección. Si no se queda conmigo en Marte, regresaré a la Tierra yo también. Por lo menos allí no tendré que cargar con una mochila de oxígeno cada vez que salga a la calle —señaló las camillas de la enfermería—. ¿Cómo está la alférez Mayo?

—Se recupera bien de las quemaduras. En cuanto a su quiste, le hemos puesto una inyección de nanomeds. Debería disolverse en unas horas en la sangre. Mañana volveremos a examinar a todos los portadores con el escáner médico para verificar que los quistes han desaparecido.

—He oído que Muhlen va a trabajar en un laboratorio militar, en la Luna.

—Fue decisión de Velasco.

—¿Es consciente de lo que los militares harán con esta tecnología?

—Baffa, los aranos ya cuentan con ella, y la han utilizado en esta guerra. Comprendo que Velasco quiera evitar que los hechos se repitan en un futuro. Hablé nuevamente con Muhlen y he llegado a la conclusión de que la gripe negra fue difundida deliberadamente por los aranos hace veinticinco años para lograr su independencia. No vamos a divulgar esa información; primero, no tenemos pruebas concluyentes, y segundo, reforzaría el discurso del partido de Klinger y el odio de la población terrestre hacia los aranos. Pero la amenaza está ahí y no va a desaparecer cerrando los ojos. Por si le interesa saberlo, Muhlen no será la única que viaje a la Luna. Otros científicos de Barnard han aceptado acompañarla.

—No sé qué me produce más escalofríos, si la actitud mercenaria de esos médicos o la del ejército, arrancando despojos al enemigo para su programa de armamentos.

—El programa espacial occidental se inició con los despojos arrancados a los nazis en Peenemünde. Velasco, como buen militar, conoce la historia.

—Empieza a pensar como ellos, Sebastián.

—Los aranos jugaron con la vida de la gente para lograr ventajas políticas. Traté a muchos afectados de la gripe negra y no pude curarles. Ahora que sé cómo hacerlo, no dejaré que en el futuro se vuelva a utilizar la salud de las personas como moneda de cambio.

III

En el calabozo del Talos, Nun flotaba ingrávido a pocos centímetros por encima de su saco litera. No había nadie más, así que tenía el cubículo para él solo. Aún no comprendía por qué confesó a Velasco los asesinatos que ejecutó por orden de Klinger, narrando los preparativos de cada uno de ellos, recreándose en detalles verificables para que no creyese que era un impostor con afán de protagonismo. Recordó los consejos de Zahran y se lamentó de no haberle hecho caso. Ahora ya no tenía remedio. Los sentimientos de culpabilidad le asaltaban día y noche sin un momento de respiro; cada una de las muertes que había causado a lo largo de su vida actual y de sus anteriores reencarnaciones acudía a su conciencia y le producían una gran angustia. Ya no podía seguir dedicándose a ese trabajo, y lo triste era que no sabía hacer otra cosa. Su matriz de personalidad se había degradado hasta un punto crítico.

Cerró los ojos. No veía ninguna salida para él, aunque tampoco se esforzaba en buscarla. Algo en su interior le impedía huir de sí mismo, sujetándole dentro de aquella prisión de carne. Ya no tenía fuerzas para saltar a otro cuerpo y comenzar de nuevo. Siguiendo un impulso irracional, había borrado la copia de seguridad de la matriz que guardaba en París, para que aquel feo cuerpo que habitaba ahora fuera el último de su vida. Almas mortales, así definió despectivamente Nix a los humanos. Bien, Nun se había convertido en mortal por propia voluntad, y aunque sospechaba que había cometido una soberana estupidez, en su interior se sentía más humano. Una humanidad surgida de un cerebro abocado a la esquizofrenia, según el diagnóstico de Zahran.

Qué irónico, sólo al caer enfermo descubría que tenía más de hombre que de máquina.

—Existía otra opción —una cortina de luz flameó frente a él.

¿Cómo había abierto un enlace con la Comuna sin darse cuenta? Nix acudía a él sin llamarlo, un comportamiento impropio de él. Su tiempo de computación lo cobraba bien caro.

—No estás en la Comuna y yo no soy Nix, sino uno de sus avatares.

Le había introducido un virus en su mente para espiarlo, aprovechando sus visitas a la Comuna. Pero, ¿con qué objeto?

—Temía que en el último momento traicionases a tu patrón, como así ha ocurrido. Él me encargó que te vigilase de cerca, y no se me ocurrió una forma mejor que introducirme en tu cabeza.

No podía tener un solo pensamiento consciente que no fuese monitorizado por Nix; y eso que poseía un sistema de seguridad de última generación y la mejor prótesis neural que se podía comprar con dinero.

—Existía otra opción, Nun: el suicidio. Deberías haberte quitado de en medio en cuanto te arrestaron en Barnard, y no lo hiciste; al principio pensé que por cobardía, pero más tarde, cuando profundicé en tus pensamientos, descubrí que había algo más. Estabas enfermo, te comportabas de una forma extraña, sufrías interiormente, la culpa te asfixiaba. Definitivamente, no eras ya el Nun que conocí, y debí haberte provocado una sobrecarga de tu prótesis: el aneurisma cerebral habría sido fulminante. Sin embargo, eso habría sido un acto de compasión hacia ti, porque en el fondo deseabas huir de ti mismo y morir. Por supuesto, no te lo iba a poner fácil.

Nix le mentía. El sadismo no era una de sus características. Su mente era fría y racional; si el aumento deliberado de sufrimientos no le provocaba ventajas, no desperdiciaría tiempo y recursos infligiéndolo.

—Me has descubierto. Vaya, en el fondo aún queda algo del Nun original que la esquizofrenia no ha podrido. Lo admito, tu muerte ya no me es útil. Klinger está acabado, Hofman le ha dado la espalda y pronto habrá un nuevo gobierno. Tendré que cambiar de aliados, un fastidio, porque me hará perder tiempo de proceso. Pero mi noosfera es más importante que las intrigas de salón, y sé lo mucho que los humanos ansían una red eficaz de espionaje planetario. Yo sólo les daré lo que quieren, y te aseguro que es indiferente el signo del partido que esté en el poder. Me necesitan, y yo les necesito a ellos para acabar mi proyecto en el cinturón de Kuiper. Te ofrecí participar en él y rechazaste; aunque de todos modos, en tu estado actual no me habrías servido de mucho.

Vale, Nix, ya te has regodeado bastante. Si no vas a matarme, ten la elegancia de desaparecer de mi cabeza y dejarme en paz. Estás perdiendo el tiempo conmigo.

—Un virus no pierde el tiempo. Nix me creó para observarte y eso hago. Siento curiosidad por el proceso mórbido que se desarrolla en tu cabeza. La humanidad ha surgido de ti por un desequilibrio fruto de la enfermedad. ¿No es revelador? Todo lo que te hace humano en este momento es debido a un fallo de tu cerebro. Ahí lo tienes: cuando la razón se degrada, surge el ser humano. Y la humanidad es una vía muerta, el valor con menos futuro del parque bursátil cósmico. Consúmete los años que te queden de vida con ese pensamiento, y el día que dobles las rodillas, muere como un humano. Es lo que mereces.

Podría desconectar la prótesis y librarse de él. Había fármacos que bloqueaban la comunicación del implante raquídeo con el cerebro, y ahora que no necesitaba las funciones de la prótesis, podía inhabilitarla sin causar daño al resto del cerebro.

—¿Drogas? ¿Quién te las proporcionará? Oh, ya entiendo, tienes dinero ahorrado a buen recaudo. Podrás comprar cuantas quieras en la cárcel y mientras las tomes te dejaré en paz, con el efecto secundario de que acortarán tu tiempo de vida. ¿Harías eso para librarte de mí? Supongo que sí, estás decidido a emprender ese último trayecto como mortal.

Desde luego que sí, y lejos de las miradas de Nix y del resto de la Comuna. Recorrería aquel camino hasta el final.

Y lo haría solo.

IV

Como cada mañana, Klinger acudió a su despacho del ministerio de Seguridad en Bruselas y hojeó la prensa mientras tomaba café con ron y un croissant. El personal del ministerio le había dedicado una mirada glacial al cruzárselo por los pasillos; incluso su secretario, habitualmente afable y cortés, parecía distante.

Los periodistas se habían cebado con él y era noticia de primera plana en los informativos. Su ejemplar de Tierra hoy no era una excepción. Sobornos, asesinatos, conspiraciones para mantenerse en el poder… Cualquiera que leyese aquello llegaría a la conclusión de que era un monstruo. Y no lo era. Todas sus acciones se dirigieron a proteger al planeta, tal vez con métodos poco ortodoxos, pero la grave situación social lo requería. Su partido fue el promotor de un método innovador de control de la población, que redundaría en una mejora a largo plazo del caudal genético de la especie, pero ¿en qué se fijaba la prensa? En policías corruptos, en médicos desleales que firmaban certificados falsos, en comparaciones odiosas con la pureza de la raza aria, que a Klinger le dolía especialmente por su ascendencia alemana, como si ingleses y americanos no hubieran promovido en secreto esterilizaciones y programas de eugenesia desde la segunda guerra mundial hasta ahora.

Hizo una bola con el papel electrónico del diario y la tiró lejos. Sus colaboradores más estrechos le miraban como un apestado, contando las horas que faltaban para su defenestración pública. Hofman había anunciado el final de las medidas de excepción dictadas a consecuencia de la guerra, y la reanudación de las sesiones del Senado. Sanazzaro y el resto de senadores que huyeron a la Luna serían invitados para que se reincorporasen a sus escaños, con la garantía de no ser perseguidos. En un intento de salvar el pescuezo, Hofman prometió que aceptaría la decisión que adoptase libremente el Senado acerca de la vuelta a la presidencia de Savignac, que ya había sido liberado.

Los movimientos de reptil de aquel Judas no le pillaban de sorpresa, pero lo que más le dolía era el ensañamiento de la prensa con él, los ataques furibundos contra su partido y contra los programas que había desplegado en beneficio de la humanidad. ¿Acaso olvidaban los cuarenta millones de votos que obtuvo en las últimas elecciones federales? ¿Por qué no insultaban a los votantes, en lugar de a él, para variar? Su partido podría ser muchas cosas, pero iba de frente. Tanto conservadores como socialistas pensaban en el fondo lo mismo que ellos, pero no se atrevían a decirlo en voz alta porque no era políticamente correcto. Había suficientes ejemplos en la historia de que ni unos ni otros tuvieron escrúpulos en someter a sus ciudadanos a crueles experimentos, lanzando bombas atómicas cerca de regimientos del ejército o de pequeñas poblaciones, para comprobar los efectos de la radiación, llevando a cabo esterilizaciones sin conocimiento de los afectados o probando sustancias químicas en sujetos sanos sin que éstos lo supiesen. ¿Quién les había otorgado el derecho de disponer sobre la vida de los demás? Hipócritas, fariseos, hablaban de que la superpoblación era una lacra, el planeta agonizaba y nadie movía un dedo para solucionarlo. Se les llenaba la boca de derechos humanos, pero cuando no quedase ningún humano vivo en la Tierra, ¿quién les escucharía? ¿Las máquinas? ¿Los aranos, esa abominación surgida de las mentes de científicos que en otra época castraban químicamente a las capas más bajas de la población, porque las consideraban chusma que no merecía reproducirse? ¿Qué es lo que molestaba a sus enemigos, que se hablase claramente sobre esos problemas? Él no quería ese futuro, el nombre de su partido lo decía todo, pero la misma inercia de siempre, reacia a los cambios, impedía cualquier avance.

La puerta se abrió de repente. Klinger se sobresaltó al ver a cuatro hombres uniformados irrumpir en su despacho, apuntándole con sus armas. En un primer momento pensó que un comando terrorista había tomado el edificio, hasta que vio a la ex comisaria Gevers aparecer detrás de sus esbirros, con expresión vengativa.

—¿No debería estar en la calle, dirigiendo el tráfico? —dijo Klinger, con expresión torva—. Porque allí es donde la envié después de su desastroso trabajo en el Senado.

—Hofman me ha devuelto mi cargo —dijo Gevers, lanzándole cuatro folios sobre su mesa—. Está detenido, y éstos son los cargos. Puede leerlos antes de que nos lo llevemos.

Klinger miró con indiferencia los folios. Eran de papel auténtico, qué detalle.

—¿Y si me dice de qué delitos no se me acusa? Ahorraremos tiempo.

Gevers hizo una seña a uno de los agentes, que le colocó las esposas, ciñéndolas salvajemente a sus muñecas.

—El presidente acaba de firmar su cese como ministro —dijo la mujer—. Se ha quedado sin apoyos, Klinger, y le puedo decir que no lo lamento en absoluto.

—Disfrute de su momento de triunfo —Klinger se puso en pie—. Pero encarcelándome no resolverá el problema. Más bien lo agravará.

—No sé de qué me está hablando.

—Sigo teniendo apoyos, Gevers. Puede meterme en prisión, pero cuarenta millones de votantes me respaldan. Debería fabricar una cárcel para encerrarlos a todos, si tanto escuece lo que digo.

—Hitler también obtuvo un gran respaldo popular. ¿Quiere que le diga qué demuestran cuarenta millones de votos? Que hay mucha gente miserable como usted en el mundo. Pero afortunadamente, el número de buenas personas es mucho mayor —Gevers consultó su reloj y echó un vistazo por la ventana—. Llévenselo.

Los funcionarios del ministerio dejaron lo que estaban haciendo y le vieron desfilar por el pasillo rodeado de policías: disfrutaban con que el máximo responsable de las fuerzas de seguridad de la Tierra fuera arrestado por sus subordinados. Era la primera vez en su patética vida de chupatintas que asistían a un suceso parecido, y Klinger no les culpaba por ello, pero podía leer las mentes de algunos de ellos, el rencor y el odio que destilaban, su deleite al contemplar en primera fila la caída de un personaje público con tanto poder.

Por si no tuviese bastante con aquella humillación, a la salida del edificio se encontró con un número circense. Periodistas y manifestantes formaban una nube humana para hacerle pasar el vía crucis lo peor posible. Algunos de los reunidos le increparon y lanzaron piedras y huevos; los policías le rodearon con sus escudos de plástico, representando ante la prensa el papel de que estaban allí para contener a la turba hambrienta —que su jefa Gevers había convocado—, y con poco brío y prisas se abrieron paso hasta el vehículo policial estacionado en la acera.

Klinger se sentó en el coche y cerró los ojos, para no ver a los manifestantes que golpeaban en los cristales. La policía apartó a un grupo que bloqueaba el paso al vehículo, y éste emprendió la marcha con un brusco acelerón.

Que hiciesen lo que quisieran. Él ya era demasiado viejo para ese juego.

V

Los cadáveres de los caídos durante el asalto a la base Selene recibieron sepultura a un centenar de metros de la entrada al complejo lunar. Todo el personal se dio cita en una explanada para rendir homenaje a los fallecidos. Las salvas militares eran inútiles, porque no se oirían los disparos, y además existía el peligro de que alguno de los proyectiles se quedase en órbita a causa de la débil gravedad lunar. Tampoco las banderas eran apropiadas, no podían ondear al viento y si se quería que se mantuvieran extendidas en el mástil, había que fabricarlas de material rígido o introducir alambres en el tejido. El rito funerario castrense cedió paso esta vez a una ceremonia discreta.

El cuerpo de Cherinowski fue el último que se introdujo en la fosa. Tras rellenarla de tierra, la teniente coronel Da Silva colocó una lápida de metal sobre cada montículo. Delgado abrió el circuito de radio de su casco y pronunció unas palabras:

—Nuestros compañeros se han ido, pero no olvidaremos lo que hicieron por nosotros y siempre habitarán en nuestros corazones. Gracias al sacrificio de hombres como ellos, la democracia tiene otra oportunidad en la Tierra. El cobarde ataque contra esta base se ha vuelto contra quienes lo ordenaron; muy pronto, los senadores a quienes acogimos, que defendieron nuestro Estado de Derecho arriesgando sus vidas, retornarán a la Tierra y elegirán a un nuevo presidente del gobierno. Dicen que la maldad no necesita razones: le basta con un pretexto. Suscribo estas palabras. Estuvimos a punto de caer en el abismo, pero nos apartamos del precipicio a tiempo. No concedamos al enemigo una segunda oportunidad, no le demos otro pretexto para empujarnos al vacío.

Regresaron en silencio al interior de la base. Había mucho trabajo que hacer. Se tardarían semanas en reparar los cuantiosos daños que los asaltantes habían causado, y la cúpula del invernadero tendría que ser reconstruida por completo. El general Jiang iba a enviarles ayuda y materiales, y también una cisterna de combustible para la nave que retornaría a los senadores a la Tierra. Ahmed y Laura viajarían en ella, dado que la nave de evacuación que Delgado había solicitado repetidas veces seguía sin venir.

Picazo llamó a la puerta de su despacho.

—Disculpe la interrupción, comandante. ¿Tiene un minuto?

—Pase, pero deje de llamarme comandante. La guerra ha acabado y se ha desmovilizado al personal civil de Selene.

—Como desee —Picazo tomó asiento frente a él—. Un discurso conmovedor. Casi se me saltó una lágrima.

—No tengo tiempo para sus ironías —Delgado regresó a la consola de su ordenador.

—Los senadores corren peligro.

Los dedos del director de Selene se quedaron rígidos encima del teclado.

—Continúe.

—Ya debe saber que el comando que nos asaltó ayer contó con ayuda desde dentro. Algunos de los hombres de Cherinowski nos traicionaron.

—¿Sabe quiénes son?

—El teniente Baxter y el sargento Jacir. Ambos pilotarán la nave que llevará a los senadores a la Tierra. Supongo que estará al tanto de que Sanazzaro va a proponer al Senado la derogación de la prohibición de nanotecnología médica. Con el proceso abierto a las farmacéuticas y varios miembros del gobierno procesados, la proposición de Sanazzaro tiene muchas posibilidades de triunfar.

—Y alguien quiere evitarlo matándolo.

—Así es. Ningún senador que viaje en esa nave llegará vivo a Bruselas.

—¿Cómo sabe usted eso?

—¿Realmente importa?

—Mucho.

—Mis contactos en las altas esferas me proporcionan información privilegiada.

—Al contarme esto, se ha puesto en una posición muy delicada.

—La actual coalición de gobierno se ha desintegrado. Conservadores y socialdemócratas formarán un gabinete de concentración para que los extremistas no impongan a su candidato.

Delgado comprendió el motivo de aquella visita. Picazo veía su final en la actual administración y quería hacer méritos ante el próximo gobierno. Le traía sin cuidado la vida de los senadores, porque únicamente pensaba en sí mismo. A Delgado no le extrañaría que hubiese colaborado en el asalto, y al salir mal, tratase de librarse delatando a su propia gente.

El plan para asesinar a Sanazzaro parecía más una venganza a la desesperada que un intento serio por impedir el fin de la prohibición. Picazo era consciente de que al gobierno actual se le había acabado el aire y que si apoyaba aquella acción torpe e irracional, se aseguraba una celda en la cárcel.

—Le seré sincero, Picazo. Hubiera preferido tener que dar las gracias a cualquier otra persona en la base, excepto a usted.

—¿Ése es el pago que recibo por salvar la vida de los senadores?

—Sé qué tipo de pago espera por esto, y seguramente lo obtendrá, pero no me alegraré por ello. En cualquier caso, si lo que me ha contado es cierto, habrá hecho un gran servicio a la Tierra, y… —inspiró hondo.

—¿Y…? —su interlocutor alzó una ceja.

—Gracias.

Picazo sonrió, visiblemente satisfecho, y abandonó el despacho inflado como un pavo real. Delgado llamó a continuación a la teniente coronel Da Silva y detuvieron a los sospechosos, que acabaron admitiendo su implicación en la conspiración, y a cambio de una rebaja en sus condenas confesaron el nombre de la persona que les envió las órdenes, un cargo de confianza del depuesto ministro de Seguridad.

Por la noche, Delgado recibió una inesperada llamada de Savignac. El que había sido presidente del gobierno hasta el golpe de Estado se preparaba para recuperar las riendas del poder, y quería obtener información de primera mano de lo que sucedía en la Luna. No confiaba en los actuales ministros y estaba ultimando una remodelación completa en cuanto el Senado votase su retorno a la presidencia. Delgado le contó todo lo sucedido y aprovechó para interceder por Arnothy. Sus motivos para atentar contra el acelerador de partículas perseguían evitar un daño de consecuencias incalculables; además, se había comportado con valentía al defender la base de los asaltantes. Si Arnothy era procesado, Delgado estaba dispuesto a dimitir.

Savignac prometió pensarlo, y Delgado aprovechó para solicitarle que todo su personal fuera confirmado en sus puestos, a excepción de Picazo. Su colaboración había evitado un magnicidio y debía ser recompensado —con discreción, para evitar que sus antiguos socios tomasen represalias contra su vida— pero la Luna no era lugar para él; no tenía madera de científico.

En los despachos, Picazo sería más feliz. Y en cuanto lo perdiese de vista, Delgado también.