Las presiones de la alcaldesa Rolland y el avance del ejército arano hacia el sur obligaron a Velasco a reanudar las operaciones en Marte, ordenando un desembarco masivo. Aunque no habían registrado ataques desde la pérdida del Indonesia, Velasco no concedía crédito a la oferta de cooperación de Sócrates. Más bien, creía que era una táctica para ganar tiempo, mientras el ejército de Marte tomaba posiciones de cara a la ofensiva contra las ciudades rebeldes.
Pasase lo que pasase, no permitiría que el Aratrón volviese a manos aranas. La noche anterior recibió un informe de la base lunar Selene firmado por su director, Luis Delgado, en el que le prevenía de los peligros de un mal uso del acelerador de partículas. El informe iba avalado por Lizán, el astrofísico de la base, y por una docena de autoridades académicas de varias universidades.
No se arriesgaría: si el Aratrón pasaba a manos enemigas, volaría la estructura. Las cargas ya habían sido distribuidas en cincuenta puntos del acelerador y en el edificio de control. Una orden suya, y el anillo quedaría reducido a cenizas.
—Lanchas dos y tres separándose del Talos —dijo la capitana Naishan, que sustituía a Godunov en el puente de mando—. Hay un problema con los amarres de la número uno. Haré que el brazo robótico inspeccione las abrazaderas.
Las facciones orientales de Naishan eran mucho más agradables que la cara arrugada y fofa de Godunov; y también era más eficiente en la toma de decisiones. Velasco había salido ganando con el cambio, aunque sentía pena por el coronel.
—Amarra desbloqueada, general. Vía libre para la lancha uno.
Velasco examinó el panel táctico, que mostraba en tiempo real el despliegue del resto de los buques. El Nimrod, el Sri Lanka y el Alemania liberaban sus propias lanzaderas, mientras otras naves descendían a una órbita más baja y se preparaban para la operación. Alejadas del grueso de la flota, los destructores Itzarná, Visnú y Tchen vigilaban que ningún intruso se acercase a curiosear.
—General, recibo un aviso del Deméter —informó Naishan—. Algo está ocurriendo en Fobos.
—Póngame con su capitán.
—Nos mandan imágenes. ¿Se las paso a su consola?
—Desde luego.
La luna Fobos se utilizaba como estación espacial desde los primeros tiempos de la colonización, aunque ya no contaba con la relevancia de que gozó antaño. El tratado de independencia prohibía cualquier uso militar de estaciones orbitales, lo que incluía tanto a Fobos como a Deimos, pero a tenor de las imágenes que le llegaban a Velasco, los aranos se las habían ingeniado para burlar una vez más las prohibiciones.
En el fondo del cráter Stickney, de 10 kilómetros de diámetro, se abrió un iris que cruzaron docenas de naves. El ojo de Fobos le miraba fijamente mientras enviaba a sus hijos a luchar.
Un movimiento hábil. Los aranos podían haber utilizado antes las fuerzas que ocultaban en el interior del satélite, pero esperaron a que la flota se debilitase para jugar aquella baza. Con el Indonesia destruido, media docena de naves inoperativas para el combate y otras tantas con daños de diversa importancia, la ocasión de asestar un golpe devastador contra la flota había llegado.
Velasco ordenó a los destructores de retaguardia que se interpusiesen entre las naves que brotaban de Fobos y la flota. Seguidamente, el Talos, el Nimrod y el Sri Lanka encendieron sus motores para elevarse de órbita e interceptar a los atacantes.
El radar mostraba una avanzadilla en cuña de dos docenas de naves de mediano tamaño, pero Fobos aún seguía liberando fuerzas de su interior, y dado que era una luna de apenas 27 kilómetros, los aranos habían tenido que vaciar gran parte del satélite para ocultar sus efectivos. Una obra de ingeniería tan grande requería décadas, y la Tierra debería haber tenido conocimiento. Si los aranos lo habían mantenido en secreto sólo podía significar que los informadores de la Tierra eran unos ineptos, o cobraron un sobresueldo para mirar a otro lado.
Las baterías de proa del Itzarná abrieron fuego contra las primeras naves aranas que entraron en rango de tiro, mientras el Visnú lanzaba una carga de misiles. La velocidad de las naves aranas era sorprendente. Su potencia de disparo era reducida, pero no la necesitaban para cumplir sus objetivos. Un grueso blindaje en la proa las protegía contra un impacto directo, aunque los flancos y la popa eran vulnerables. Habían sido diseñadas para resistir durante un breve tiempo, el imprescindible para llegar a su blanco. La energía cinética que desencadenaría la colisión destruiría cualquier acorazado de la flota, por protegido que estuviese, junto con la nave atacante.
Las cámaras del Visnú ofrecieron un primer plano de uno de aquellos cometas frenéticos: la coraza delantera era una bola de roca, probablemente extraída de las entrañas de Fobos; una aplicación ingeniosa de la tecnología de movimiento de asteroides que ensayaban en el cinturón de Kuiper. Dos misiles chocaron contra la proa del proyectil y parte de la roca se disolvió en una nube de escombros, desgranando una estela de polvo en el vacío, pero el proyectil no perdió empuje. Su antorcha de fusión seguía íntegra, y corrigió levemente su rumbo para dirigirse al destructor.
Las baterías del Visnú abrieron desesperadamente fuego contra el agresor, segundos antes de que éste le alcanzase y transformase al destructor en un amasijo de hierro y fuego.
Velasco radió un mensaje a los capitanes de la flota, autorizándoles para neutralizar las naves enemigas con misiles nucleares, y recomendó que intentasen acertar en los flancos o en la popa antes de lanzar un ataque directo. El Itzarná y el Tchen tomaron buena nota de sus advertencias y enviaron sus cazas hacia los próximos objetivos. Los pilotos tuvieron un estrecho margen de tiempo para apuntar a la zona de motores que sobresalía en la popa e inutilizar el mecanismo de dirección. Conseguido este paso, fue tarea fácil la destrucción del cuerpo macizo con un misil atómico.
Pero los aranos habían abierto otro frente en su ofensiva. Diez cohetes de largo alcance despegaron de silos subterráneos en Hesperia planum. Sus objetivos eran las naves de órbita más baja, que seguían liberando lanchas. Tan pronto como se detectaron los lanzamientos, la flota envió contramedidas para destruir las bases aranas de la superficie, pero fueron incapaces de interceptar todos los misiles. Alcanzada la velocidad de escape gravitacional, los cohetes supervivientes abrieron sus cabezas de ojivas múltiples, que embistieron a lanchas y lanzaderas, interpuestas para proteger a las naves nodriza; lo que no evitó que una fuerte explosión hiriese el costado de estribor del Alemania, provocando la ruptura de varias de sus cubiertas. Aunque el buque no estalló de inmediato, perdió el control y cayó hacia el planeta, girando sobre el eje de su eslora hasta que se desintegró al entrar en fricción con la atmósfera. Si en las ciudades de la cara nocturna marciana alguien miraba al firmamento, contemplaría rápidos tajos de luz desgarrando furtivamente la oscuridad, falsas estrellas fugaces consumidas por la irracionalidad de la guerra.
El Talos y el Nimrod se unieron al frente que mantenían a duras penas los destructores Itzarná y Tchen. Todos los cazas disponibles, incluidos los alcotanes, fueron enviados a la batalla para incapacitar las naves aranas antes que su trayectoria suicida alcanzase sus blancos. ¿Irían esas naves tripuladas? ¿Estaban los aranos tan desesperados para mandar a sus mejores pilotos a la muerte?
Mientras Velasco contemplaba en el panel táctico el curso de la lucha, pensó si había cometido un error al ordenar el desembarco. Era consciente de que no habían tenido problemas con el ejército arano desde que Sócrates intervino para salvarle la vida. Podría haber sido el inicio de la paz, que Velasco había roto plegándose a las exigencias de la alcaldesa Rolland y el almirantazgo.
Desde hace cien años no se utilizaban armas atómicas en una guerra, y él era el responsable de haber permitido su uso. Ni siquiera los aranos emplearon un arma nuclear para destruir el Indonesia: reventaron el acorazado desde dentro usando una artimaña, pero no lanzaron contra él los cohetes de ojivas múltiples que guardaban en Hesperia planum, pudiendo haberlo hecho. Velasco, y no los aranos, había llevado a la guerra a una cota mucho más destructiva, que pagarían los civiles que afanosamente vivían en el desierto rojo; muchos de ellos, emigrantes de la Tierra, habían gastado sus ahorros en un billete de ida buscando un futuro mejor, que él acababa de hacer añicos.
Las explosiones nucleares contaminarían la atmósfera con polvo y lluvia radiactiva. Marte estaba destinado a ser la cuna de una nueva raza que algún día llegaría a las estrellas, el sueño de una especie que se creía inteligente, pero que había convertido su mundo natal en un vertedero y estaba a punto de hacer lo mismo con el vecino.
¿Qué le distinguía de Tazaki? Lo había criticado por su docilidad y falta de escrúpulos, pero Velasco no se estaba comportando mejor.
Si no paraba aquella locura, debería llevar esa carga el resto de su vida. Claro que es mucho más fácil subirse a un tigre que bajarse de él; y en mitad de la carnicería no podía retirarse sin más y esperar a que los aranos diesen media vuelta. El tigre no le dejaría marchar sin hacerlo trizas.
Tendría que agotar al animal antes de dar el siguiente paso.
Tavi abrió los ojos. El efecto del sedante estaba desapareciendo y se mostró confuso y desorientado, al no reconocer la habitación en que se hallaba. Sebastián, a los pies de la cama, se acercó para explicarle que estaba ingresado en el instituto de neurotecnología de Barnard, a la espera de una intervención quirúrgica para reemplazarle el implante raquídeo de su cráneo. La dirección del instituto pedía cien mil creds por adelantado, y Sebastián no tenía tanto dinero.
Desgraciadamente, Tavi tampoco.
—No os preocupéis por mí —dijo éste—. El implante nunca ha funcionado correctamente, pero aunque a mi cuerpo le pasase algo, mi mente sobrevivirá.
—Si no puedes pagarte esta operación, mucho menos podrás comprar otro cuerpo —dijo Sebastián.
—¿Quién necesita otro cuerpo? Si muero, enviarán la copia de mi matriz neural a la Comuna. Siempre tuve curiosidad por saber cómo se vive allí.
—Espero que no sea necesario.
—Oh, vamos, no me importa.
—Pero a mí sí. La Comuna es un sucedáneo de vida, Tavi.
—No lo sabes: nunca has estado allí.
—Es vida electrónica. No es auténtica.
—¿Y qué es nuestra conciencia, Sebastián? Un conjunto de estímulos saltando entre las neuronas. Lo importante no es lo que hace posible el acto de pensar, sino el pensamiento en sí.
—Pero esa matriz electrónica será una copia.
—Cuando el original y la copia son idénticos, no hay diferencia. Mira, no tengo miedo a la muerte. Gracias a mis padres me convertí en arano, mi conciencia seguirá viviendo en otro lugar cuando yo fallezca, y ésa es una idea que me tranquiliza mucho. Sólo lamento que ellos no estarán en la Comuna para recibirme. Se sacrificaron por mí, pero no pudieron salvarse a sí mismos.
—¿Eres creyente?
—Mis padres eran ateos y para llevarles la contraria me hice católico. Varias religiones se oponen a las matrices de personalidad; temen que interfiera en la transmigración de las almas. Si la persona sigue viva después de morir, aunque sea de forma virtual, ¿qué pasa con el espíritu? Llegué a estar preocupado por eso.
—¿Y ya no lo estás?
—Hice prometer a mis padres que si había vida después de la muerte, me mandasen una señal desde el otro lado. He pasado mucho tiempo esperándola, Sebastián. Sé que eso no prueba que no exista el espíritu, pero las matrices neurales son lo más parecido que tenemos a un alma inmortal. Podemos preservar la conciencia y evitar que se pudra con el cerebro. Mis padres apostaron a lo seguro; si algún día la Comuna llegase a ser algo tan grande como el Paraíso, se aseguraron de que yo tuviese un lugar en él. Tenían una fe ciega en la tecnología.
—Para un ateo, esos términos son contradictorios.
—¿Qué elegirías tú, Sebastián, la apuesta de Pascal o la de la tecnología? Pascal decía que si Dios no existe, nada pierdes creyendo en él, pero si existe y no crees, irás al infierno.
—¿Y si crees en el dios equivocado y acabas en el infierno de otra religión? Su apuesta no te garantiza nada. Espero no ofenderte, pero no entiendo por qué el hecho de creer en un ser supremo te convierte en mejor persona. Si existiese, no necesitaría ser adorado; ése es un defecto típico de algunos humanos, no de los dioses.
—No me ofendes. Si hoy no pensase como mis padres, habría pedido que me quitasen el implante cerebral. Ignoro cómo será la vida artificial, pero al menos parece una clase de vida. La prefiero a la nada.
—Eres afortunado de vivir en una época que te permite esa elección —Sebastián recibió una llamada en su comunicador de pulsera. Presionó el auricular de su oreja para escuchar la llamada.
—¿Quién es? —Tavi vio que Sebastián se ponía nervioso.
—Tengo que irme. Anica está en apuros.
Sebastián abandonó a la carrera el edificio, ajustándose por el camino el equipo de respiración. El sol se había puesto hace una hora y en la oscuridad de la noche se veían claramente las estelas de las balas trazadoras, lanzadas por las baterías antiaéreas. El ejército arano había iniciado un asedio de baja intensidad a Barnard poco antes del ocaso. Unos cuantos blindados permanecían fuera de la ciudad, esperando vía libre de la aviación para entrar. Las tropas de refuerzo enviadas por la flota terrestre contenían sin dificultad las fuerzas hostiles, aunque la auténtica batalla se estaba librando a cincuenta kilómetros al norte de la ciudad, donde se ubicaba el Aratrón. De su resultado dependía que las tropas enviadas por el gobierno de Evo lanzasen el asedio final a la ciudad o que se replegasen.
Y en medio de aquella confusión, Nun había llegado a la ciudad y descubierto la casa donde se ocultaban.
Sebastián paró a un todoterreno lleno de soldados, solicitándoles ayuda. Les informó que un agente arano que formaba parte de un comando había asaltado su casa para establecer un puesto de avanzada. La historia debió sonarles convincente, porque no dudaron en permitirle que subiera al vehículo. Al ver sus rostros, Sebastián recordó a la patrulla que Anica ametralló a las afueras de Evo. Paradójicamente, miembros del ejército que ella odiaba iban a arriesgar su vida para salvarla.
Los soldados llegaron a la casa y saltaron a tierra. La entrada estaba abierta y la franquearon sin oposición. Al cabo de un rato, uno de ellos salió a la calle y le pidió que se acercase.
—¿Está seguro de que es aquí? Dentro no hay nadie, salvo una mujer, y está muerta.
Sebastián encontró el cuerpo de Anica en mitad de un charco de sangre, tirada en el salón.
—En el suelo de la cocina hay una trampilla que conduce al sótano —les dijo—. Busquen allí.
Se arrodilló junto a la mujer para tomarle el pulso, pero al ver que un proyectil le había perforado la tráquea y la carótida, desistió. El cuerpo presentaba otras heridas en el corazón y a la altura del hígado. Nun la había rematado a conciencia.
Se había marchado para siempre, y su última conversación la pasaron discutiendo. Sebastián se sintió culpable por el comportamiento que tuvo con ella en los últimos días. Anica había entregado su vida para proteger a Baffa, creía sinceramente en lo que estaba haciendo, y Sebastián en cambio no paró de dudar y de recriminarla todo el tiempo. Se preguntó qué habría hecho él de estar dentro de la casa en lugar de Anica. ¿Plantar cara a Nun, o quitarse de en medio para salvarse?
Cerró los ojos de la mujer y la besó en los labios. Ya no podría pedirle perdón. Ese momento jamás regresaría, el pasado es implacable con nuestros errores. Recordó lo que ella decía acerca de que moriría joven y la inutilidad de forjarse planes a largo plazo. Por desgracia, sus presentimientos se habían cumplido al pie de la letra.
De la cocina brotó un estallido de metralletas. Después, silencio. Sebastián se acercó para, al menos, tener la satisfacción de ver el cadáver de Nun acribillado en el sótano. Dos soldados lo sacaron arrastrándolo de los brazos. Estaba herido, pero plenamente lúcido. Su mirada y la de Sebastián se cruzaron.
—Era una chica valiente —dijo Nun—. Lamento haberla matado. No la buscaba a ella.
—¿Lo lamentas, cerdo? —Sebastián se abalanzó sobre él, pero uno de los soldados lo empujó hacia un rincón, mientras sus compañeros se llevaban a Nun a la calle.
—En el sótano hay encerrado un hombre —dijo el soldado—. Encontramos al detenido forzando la compuerta del refugio subterráneo.
Sebastián bajó y le dijo a Baffa que el peligro había pasado. El aludido accionó desde dentro el mecanismo de apertura y salió, asustado.
—¿Dónde está Anica? ¿Se encuentra bien?
Sebastián negó con la cabeza.
—Si no hubiese sido por ella, el muerto sería yo —dijo Baffa—. Lo lamento. Sé lo mucho que significaba para usted, y pese a que ella recelaba de mí, se enfrentó al asesino para que yo pudiese huir al refugio. Eso es mucho más de lo que nadie ha hecho por mí.
El médico asintió y abandonaron el sótano. El soldado les esperaba en la cocina, con un lector dactilar en la mano.
—Necesito sus identidades para redactar mi informe —dijo—. Sitúen el pulgar en la marca roja, por favor.
Sebastián recordó que Baffa no tuvo tiempo de someterse a la cirugía dactilar ofrecida por las autoridades aranas.
—Nuestras huellas no figuran todavía en los registros locales; pero tenemos los papeles en regla —Sebastián extrajo su documentación.
—El pulgar, por favor —insistió el soldado.
En cuanto cotejó ambas huellas con la central, el aparato emitió un pitido de alerta. El militar leyó la información que se desplegaba en la pequeña pantalla y alzó su metralleta.
—Acompáñenme. Hay vigente una orden de busca y captura del gobierno de Tierra Unida contra ambos.
Reunidos en el despacho de Delgado, éste y Cherinowski observaban siete puntos parpadeantes en la pantalla, acercándose a la base Selene. Las baterías instaladas en el perímetro exterior estaban en alerta y el silo subterráneo se encontraba listo para lanzar su armamento en cuanto Delgado apretase el gatillo, o más bien, teclease el código en el ordenador.
En represalia al acto de rebeldía de Delgado, que reconoció a Sanazzaro como presidente legítimo de la Tierra, el gobierno de Bruselas decidió escarmentarles para que sirviese de aviso a navegantes. Desconocían si aquella escuadrilla de naves que se les acercaba pretendían destruir la base o tomarla con tropas, pero Delgado no se lo iba a poner fácil. Si Selene sobrevivía al ataque, otros seguirían el ejemplo y harían frente al gobierno que mantenía secuestradas a las instituciones democráticas. Como Picazo gustaba de recordar, la Luna era la primera línea de defensa de la Tierra, aunque no en el sentido que él le adjudicaba.
Las manifestaciones populares en las calles se generalizaban por todo el planeta; al principio tímidamente; luego, con abierto desafío al toque de queda decretado por Bruselas. La represión policial fue dispar: en unos países, las cargas contra la multitud ocasionaron docenas de heridos y varios muertos; en otros, la policía adoptó una actitud pasiva, dejando a los manifestantes discurrir pacíficamente. El presidente interino Hofman tenía serios problemas para mantener el orden en las ciudades, y la torpeza con que el ministro de Seguridad manejaba la crisis daba más fuerza a la oposición.
En realidad, el ataque a la base lunar era un estallido de rabia, una venganza contra Sanazzaro y quienes apoyaban la desobediencia civil contra el gobierno, pero aunque el presidente del Senado muriese, el problema seguiría vivo, porque alguien tomaría el testigo y Sanazzaro se convertiría en un mártir. Gobernantes sensatos habrían captado de inmediato aquellos argumentos y desistido del ataque. Pero si una guerra comienza, indica que al menos uno de los bandos no está regido por mentes muy brillantes.
A Delgado, estas disquisiciones no le servían de consuelo. La escuadrilla enemiga seguía avanzando en la retícula del escáner, y en pocos minutos estarían en rango de tiro. ¿Debería esperar a que atacasen primero, o anticiparse con un primer movimiento?
Cherinowski no albergaba dudas:
—Naves hostiles, se les ordena que vuelvan a sus bases o serán destruidas —dijo a través de la radio—. No repetiré este aviso.
El escáner no mostró signos de que la formación enemiga hiciese caso a sus palabras. Ni acusaron recibo, ni se molestaron en exigir con un comunicado retórico que se rindiesen.
—Las trayectorias de los objetivos enemigos han sido cargadas en los cohetes interceptores —dijo Cherinowski—. Comandante, si va a organizar alguna defensa, debe actuar ahora o se nos echarán encima.
Delgado tecleó el código. Tres cohetes con ojivas convencionales subieron por los tubos subterráneos a la plataforma de lanzamiento; allí, el ordenador calculó la orientación e inclinación adecuadas y envió la orden de ignición a los motores.
Coincidiendo con el despegue de los cohetes, el escáner captó seis puntos luminosos más, surgidos de la formación enemiga.
—Disparan sus misiles —dijo Cherinowski—. Han localizado nuestro silo y se proponen destruirlo. Debería tirarles todo lo que tenga o perderemos nuestros tubos de lanzamiento.
Delgado así lo hizo, pero antes que una nueva andanada de cohetes abandonara el silo, una bomba enemiga cayó sobre él, levantando una columna de polvo que fue visible desde la base.
Dos de las siete naves enemigas fueron destruidas en vuelo, pero la escuadrilla continuó su avance sin importarle el contratiempo. Era el turno de las baterías que Cherinowski instaló a su llegada a la base. Tan pronto como la miras telescópicas de guía centraban los blancos en sus retículas, vomitaron sucesivas cortinas de fuego artillero. Las naves tuvieron tiempo suficiente de esquivar los proyectiles sin que ninguno acertase en el blanco; pero en cuanto una batería era activada, los misiles enemigos la neutralizaban. Cherinowski las usaba de forma rotatoria, para no perderlas en un solo ataque; sin embargo fueron ineficaces para derribar a la formación hostil, que recibió daños mínimos.
Al perder la última de las baterías, Cherinowski se volvió hacia Delgado y le expuso la situación:
—Por ahora respetan las instalaciones; lo que significa que nos quieren vivos. Tenemos dos opciones: rendirnos o resistir en el interior de la base. He organizado un plan para defender el recinto, pero necesitaremos la ayuda del personal a su cargo. Repartiremos armas y los desplegaremos por las instalaciones.
—Es una buena idea.
—Reuniremos a su gente en el comedor. Allí les explicaremos lo que hará cada uno.
En el reparto de armas, Delgado recibió una pistola automática y una docena de cargadores, pero solicitó además una ametralladora. El teniente encargado de la armería quedó sorprendido por el entusiasmo que reflejaba aquel civil. El director de Selene no se molestó en explicarle para qué la quería.
Se fue al calabozo donde mantenía encerrado a Arnothy, y le entregó la ametralladora y la munición.
—No te quedarás cruzado de brazos mientras nos atacan —le dijo.
Arnothy miró el arma, sorprendido.
—¿Por qué supones que voy a disparar?
—Es un experimento. Quiero averiguar si me equivoqué contigo al encerrarte.
—¿Y si disparo ahora contra ti? Según tú, soy un terrorista, y eso es lo que ellos hacen: matar a la gente.
—Nunca te he considerado un asesino, pero si prefieres quedarte en la celda, es tu elección.
Arnothy introdujo un cargador en el arma.
—Gracias por confiar de nuevo en mí.
Un grupo de soldados sellaba con sopletes la esclusa de acceso a la base. Cherinowski había ordenado lo mismo con las compuertas del garaje y las escotillas de comunicación interior con el anillo del acelerador. El sistema de ventilación fue bloqueado para impedir que el enemigo utilizase los conductos del aire para intoxicarles con gas. Los soldados apostados en las zonas de más riesgo, por donde presumiblemente entrarían los asaltantes, se vistieron con trajes espaciales para prevenir una descompresión explosiva. Los civiles, que carecían de experiencia en combate, fueron situados en las zonas interiores de la base. Cada uno tenía su traje y una mascarilla antigás cerca de él.
Una vibración en la estructura metálica les avisó del alunizaje de las naves de asalto, cerca de la entrada al complejo.
Delgado y Arnothy, que estaban en el comedor con Lizán y el doctor Chen, fueron los primeros que notaron la rotura de mamparos, seguida de una succión de aire proveniente de uno de los pasillos. En aquella dirección se encontraba la cúpula del invernadero. Varios astronautas enemigos se habían descolgado durante las maniobras de alunizaje para practicar un agujero en el domo.
Cerraron de inmediato la puerta del comedor que comunicaba con ese pasillo y se vistieron con los trajes espaciales. Al otro lado de la puerta se escuchaba el repiqueteo de las balas contra el metal. Empujaron refrigeradores, armarios y todo lo que no estaba anclado al suelo para tapar la entrada, pero si la cosa se ponía fea, al otro lado del comedor había una salida para huir a los pabellones de dormitorios, donde se refugiaban los senadores.
Una explosión lanzó los muebles que bloqueaban la entrada por los aires. El doctor Chen recibió el golpe de una mesa que lo arrastró hasta la pared contraria. Arnothy les hizo una seña para que corriesen a la salida, mientras él contenía a las fuerzas que trataban de irrumpir en el comedor. Chen intentó ponerse en pie. Su traje espacial se había roto.
—¡En los pabellones estarás seguro! —le gritó Arnothy—. ¡Vamos, corre!
Chen estaba herido en una pierna y no podía caminar. Delgado se acercó a él y le ayudó a incorporarse, pero un soldado enemigo disparó una ráfaga contra ellos antes de ser abatido por Arnothy. El visor del casco de Chen se hizo añicos y una bala se hundió en mitad de su frente, salpicando de sangre a Delgado. Éste cogió la pistola de Chen y, parapetándose en la mesa que había tirada en el suelo, alcanzó la salida.
—¿Qué le ha pasado al doctor? —preguntó Lizán, asustado.
—Ha muerto. Vamos, vete hacia el pabellón de los senadores.
—¿Y abandonar a Arnothy? —Lizán se asomó al comedor y comenzó a disparar.
En el recinto entraron dos soldados que mantenían a Arnothy atrapado tras un mostrador. Uno de ellos preparaba una granada para lanzársela, pero Delgado le acertó en el brazo cuando se disponía a tirarla. La granada rodó por el suelo y se convirtió en una lengua flamígera que mató al soldado que intentó arrojarla. Arnothy, resguardado tras el mostrador, se salvó de la explosión y aprovechó la cobertura que le ofrecían sus compañeros para escapar con ellos.
En su huida a los pabellones se encontraron con personal de la base que corría en la misma dirección. Laura se hallaba en el grupo.
—Deberías haberte quedado en la enfermería —le dijo Delgado al verla.
—Cherinowski no puede contenerlos —jadeó la mujer—. Nos superan en número.
Cuando todos hubieron entrado en la zona de pabellones, cerraron la compuerta que los aislaba del resto de la base en caso de fuga. Al fondo de la galería se hallaban los alojamientos de los senadores, que habían recibido instrucciones de no salir de allí hasta que no se les indicase lo contrario.
Los políticos siguieron las recomendaciones, pero no estaban solos. Un numeroso grupo de soldados del ejército terrestre los acompañaban. Habían accedido al recinto a través del garaje, que teóricamente debía estar sellado. Algunos hombres de Cherinowski, cómplices de los asaltantes, les facilitaron la entrada, mientras otro grupo irrumpía por el invernadero y distraía a las tropas que defendían la base.
Los soldados les desarmaron y recluyeron en uno de los dormitorios. Delgado fue separado del grupo.
—Usted es director de Selene —le dijo uno de los soldados, amenazándolo con una metralleta.
—¿Por dónde han entrado?
—Eso no le importa. Se le acusa de rebelión y estamos aquí para llevarle a la Tierra, con Sanazzaro y los demás senadores. El resto del personal se quedará en la base, a la espera de nuevas órdenes.
—No iré a ningún lado. Usted no tiene autorid…
El militar le empujó violentamente, tirándolo al suelo.
—Si opone resistencia, le fusilaré aquí mismo. De todos modos es la sentencia que dictará la corte marcial, así que elija.
Delgado se puso en pie y fue conducido al lugar donde estaban prisioneros los parlamentarios, todos ellos vestidos con trajes de presión. Sanazzaro se dirigió a él.
—No haga ninguna tontería, Delgado. No merece la pena.
Los soldados les obligaron a abandonar el pabellón y dirigirse al garaje. Allí, comprobaron que los parlamentarios se habían ajustado correctamente los trajes y abrieron la compuerta exterior. A un centenar de metros, una lanzadera les esperaba.
Cuando la procesión de senadores iniciaba su andadura por la arena lunar, varias luces sobrevolaron sus cabezas y les obligaron a elevar la mirada. Tres naves más se acercaban a la base, como si no hubiese ya suficientes tropas de asalto.
Pero algo raro sucedía, porque los soldados que les encañonaban alzaron sus armas y empezaron a disparar a los vehículos recién llegados.
Una de las naves visitantes arrojó una bomba contra la lanzadera de la Tierra, que fue destruida. Los senadores se dispersaron; algunos retrocedieron al garaje y otros se tiraron al suelo. Delgado observó que Sanazzaro había resbalado, golpeándose el casco con una piedra. Le ayudó a incorporarse; el senador le dijo que estaba bien, pero aceptó la mano que le tendía.
Retrocedieron hacia el garaje y desde allí contemplaron la lucha que se libraba en el exterior. Una granizada de proyectiles barría la arena, acabando con los soldados que inútilmente trataban de dañar a los vehículos espaciales. Aprovechando la confusión, Delgado reunió a los senadores y cerró la compuerta.
—¿Qué sucede? —le dijo Sanazzaro.
—No lo sé —reconoció Delgado—. Esas naves que sobrevuelan la base no son de Cherinowski. Todos sus hombres estaban dentro.
Llamó al capitán por la radio, sin recibir respuesta. Al cabo de un largo rato, la compuerta volvía a abrirse.
Un grupo de soldados vestidos con trajes de presión penetró en el garaje. Uno de ellos se acercó y les saludó militarmente.
— Lamentamos no haber podido llegar antes. Soy la teniente coronel Da Silva. Desde base Copérnico, el general Jiang les envía sus saludos.