El general Velasco examinaba con Gritsi las últimas tomografías practicadas a la tripulación del Talos. Todavía faltaban diez personas a las que escanear el cerebro, y Gritsi tenía en espera una larga lista de tripulantes de otras naves de la flota que carecían del equipo médico adecuado. Únicamente el Talos, el Nimrod, el Sri Lanka y el Indonesia disponían del equipo necesario, y este último quedó destruido durante el contraataque arano. Se tardarían días en que todo el personal hubiese pasado la prueba.
Hasta ese momento, las operaciones en Marte quedaban suspendidas.
Velasco había ordenado un repliegue de las tropas que causó gran malestar en el almirantazgo, pero las estadísticas respaldaban su decisión: un diez por ciento de los militares eran portadores de quistes neurales, y la mitad de esta cifra mostró comportamientos inusuales en los últimos días, desde falta de concentración e insomnio hasta insubordinación y negligencia.
Pero no todo iban a ser malas noticias. Gritsi volvió a examinar a Godunov, comprobando que su quiste cerebral había disminuido de tamaño. El pulso electromagnético que incapacitó la nave cuando se dirigían al Indonesia había actuado positivamente sobre el cerebro de Godunov, destruyendo parte de los nanomecanismos enraizados en su lóbulo frontal, y es posible que a consecuencia de ello desapareciesen las alteraciones de su conducta; pero mientras le quedase algún resto, no podía darle el alta. El coronel seguiría recluido en el calabozo hasta que regresaran a la Tierra.
—No nos arriesgaremos —dijo Velasco—. Cautelarmente, los cuatro tripulantes del Talos que han dado positivo en el TAC serán relevados y se les mantendrá aislados, bajo vigilancia. Daré instrucciones al resto de la flota para que tomen idénticas medidas.
—Es una medida prudente, general —convino Gritsi.
—De un plumazo acabo de perder al diez por ciento de mis soldados. ¿No habrá un método más sencillo para solucionar esto?
—Seguramente lo hay, señor, pero lo conocen los aranos. He repasado la literatura médica disponible y la sedación es el tratamiento más efectivo.
—Bien. Avíseme si Godunov sufre nuevos cambios —su comunicador zumbó—. ¿Sí? Un incendio… en ingeniería… Voy para allá —se volvió a Gritsi—. La alférez Mayo aún no ha pasado revisión.
—Estaba citada esta mañana; ¿por qué?
—Acompáñeme y lo averiguaremos.
Bajaron a la cubierta de ingeniería. La compuerta de entrada a la sala del generador estaba cerrada para evitar que el incendio se propagase a otros compartimentos de la nave. A través del cristal vieron las llamas extenderse como gel ardiente, levantando olas de oro y burbujas de hipnótica belleza gracias a la microgravedad. Mayo estaba en el centro de las llamas, gritando. Sus ropas se habían transformado en una antorcha, pero no hacía nada por apagarlas.
Tres soldados con trajes antitérmicos llegaron a la cubierta, portando extintores, mientras en el interior, una explosión reventaba un depósito cercano al reactor de fusión, incrementando la potencia de las llamas.
—¡Aguante, alférez! La sacaremos de ahí.
Velasco tecleó el código de desbloqueo de la compuerta y los soldados comenzaron a rociar de espuma el recinto. La alférez había perdido el conocimiento y flotaba cerca del tanque destrozado. Gritsi y Velasco la subieron de inmediato a la enfermería.
Las quemaduras de su cuerpo eran graves y tenía esquirlas metálicas incrustadas en cara y pecho, que la doctora tuvo que desprender con bisturí. Cuando su vida ya no corrió peligro, Gritsi escaneó su cerebro en busca de lo que temían que iban a encontrar. Y en efecto, allí estaba.
—No es mi día de suerte —murmuró Velasco.
—Tampoco el de la alférez Mayo —Gritsi sacó la camilla del interior del escáner en forma de dónut.
—Le enviaré un soldado para que la vigile mientras permanezca en la enfermería. Si se produce algún cambio, estaré en el puente.
Pero antes de subir se detuvo en los calabozos. Al menos alguien tendría un día afortunado.
—Se acabaron las vacaciones, Soto.
El teniente, que flotaba encima de la litera superior, entornó los ojos.
—¿Se han retirado los cargos contra mí?
—Tiene trabajo acumulado en ingeniería.
Soto saltó de un brinco.
—¿Qué le ha pasado a mi generador de fusión? —inquirió.
—Espero que nada, pero se ha declarado un incendio en la cubierta.
—¿Él queda en libertad y yo no? —protestó Godunov en la litera de abajo.
—Así es. ¿Alguna pregunta más?
El ruso refunfuñó y se dio la vuelta, dándole la espalda. Soto se vistió a toda prisa y salió de la celda.
—La alférez Mayo está herida —le comentó Velasco—. Parece que fue ella la causante del incendio.
—No debió dejar a una mujer al frente de ingeniería —dijo Soto, abotonándose la camisa.
—Siga hablando así y volverá al calabozo. Quiero un informe del estado de la cubierta en media hora.
—Sí, general.
—En cuanto a sus cargos, dependerán del trabajo que haga. Ahora mi prioridad es mantener esta nave de una pieza, lo que no será tarea fácil vistos los acontecimientos. Use su magia y quizá salga limpio de ésta.
—Entendido. Gracias, señor.
—No me las dé hasta que sepa lo que le espera en ingeniería —dijo Velasco, subiendo a la cubierta superior.
Al llegar al puente notó que a él también se le amontonaba el trabajo. Durante su ausencia había llegado una llamada del almirantazgo e informes del Canadá, el Sri Lanka, el Deméter y el Nimrod.
Echó un vistazo al de este último. Había encomendado a Randhawa que indagara discretamente acerca de Nun, el individuo del que Sócrates le había hablado. La información era vaga y su paradero una incógnita, pero al hilo de la investigación, Randhawa había hecho un descubrimiento inesperado.
Los protocolos de seguridad de la flota habían sido penetrados por una entidad de la Comuna.
Se trasladó a su despacho y abrió un canal con Randhawa mediante una clave que sólo conocían su amigo y él, encriptada con cierta secuencia de sus respectivos ADN. No era invulnerable, pero la opción de que Randhawa viniese al Talos para informarle personalmente era peor.
—El descarnado que se pasea por nuestros sistemas se llama Nix —le dijo Randhawa—. Su presencia fue detectada en un barrido de la red por nuestros expertos. Lo bloqueamos y en media hora volvió a entrar. Creemos que el ministerio de Seguridad le está abriendo puertos de acceso a nuestros ordenadores. Iba a informar al cuartel general, pero preferí esperar a que tú lo supieses.
—Hiciste bien.
—Sospecho que las relaciones entre el Estado Mayor y el ministerio de Seguridad son más intensas de lo que creemos. La posición de Klinger en el ejecutivo tras el asalto al Senado se ha fortalecido, y no está claro que te vayan a dejar al frente de la flota mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Base Copérnico ha apoyado públicamente el gobierno que Sanazzaro ha constituido en la Luna. El almirantazgo no quiere que cunda el ejemplo y duda de tu lealtad. Si no reanudas las operaciones en Marte, te enfrentas a un motín en la flota.
—Ya les hice saber mis razones. Tienen que comprender…
—A ellos no les importa cómo soluciones el problema. Extraoficialmente me han dicho que si abandonas a los afectados en Marte, o mejor, si los arrojas al espacio, te quitas un peso muerto. Para ellos, ya no son aptos para el servicio y constituyen un peligro.
—Pero las revisiones del personal no han concluido.
—No es a mí a quien tienes que convencer, Velasco. Al Estado Mayor no le preocupa la salud de nuestros muchachos, sino la obtención de resultados. Acuérdate de cómo echaron tierra al incidente del acuífero, para que no saliese a la luz el consumo de drogas que mejoran la resistencia en combate. Si hubiese sido un caso aislado, Tazaki no se habría dado tanta prisa en ocultarlo.
—¿Qué me recomiendas?
—Si ese tal Sócrates quiere que le tomes en serio, que detenga la activación de los implantes.
—No me dejó un teléfono para contactar con él.
—Quizá no le haga falta. La pregunta que debes responderte es hasta qué punto puedes confiar en sus palabras. Tal vez Sócrates y Nix sean la misma persona y organizó aquel encuentro para tantearte.
—Sin embargo, me salvó la vida —la luz de una llamada entrante destelló en la pantalla—. Disculpa, tengo a Louise Rolland en espera. Luego te llamo.
El rostro engañosamente joven de la alcaldesa reemplazó al de Randhawa. Velasco estaba intrigado por aquella llamada. La primera vez que habló con ella, la conversación que mantuvieron no le fue de utilidad, dándole la impresión de que Rolland era reacia a facilitarle información.
—Volvemos a vernos, almirante Velasco.
—De momento sigo siendo general. Aunque asumí el mando de la flota tras la muerte de Tazaki, no he sido ascendido a almirante.
—Iré al grano, general. Estoy muy preocupada por el repliegue de tropas que usted ha ordenado en Marte.
—No es un repliegue. Provisionalmente he suspendido las operaciones de combate. Tenemos serios problemas aquí arriba.
—Llámelo como quiera, pero mi ciudad no puede quedar indefensa. Nos declaramos independientes porque Tazaki prometió respaldarnos. Varias columnas de blindados del ejército arano avanzan hacia el sur y si usted no nos defiende, Barnard caerá.
—La entiendo, alcaldesa, y haremos lo que podamos, pero…
—Hay algo más. El Aratrón.
—¿Qué pasa con él?
—Hace dos días, en una operación conjunta de mis fuerzas de policía y los soldados de Tazaki, tomamos las instalaciones del acelerador de partículas. El anillo se encuentra alejado medio centenar de kilómetros de Barnard, pero cae dentro de las fronteras del nuevo Estado que hemos constituido. Sé exactamente el uso que el gobierno de Marte le estaba dando, y a estas alturas es innecesario que le explique lo que sucederá si el gobierno central recupera el control del Aratrón.
Rolland guardó silencio, dando tiempo a que su interlocutor asimilase sus palabras.
—Significa eso que no tengo elección —dijo Velasco.
—Usted verá qué le conviene, pero no pretenda que puede parar esta guerra con un mando a distancia. Muchas vidas dependen de usted, de sus acciones y, especialmente, de sus omisiones. Déjeme en la estacada y no solo Barnard saldrá perdiendo.
—Alcaldesa, sospecho que estaba al corriente de los experimentos del Aratrón desde el principio, y me lo ocultó.
—Eso no es cierto.
—¿A quién es leal? ¿A Marte o a usted misma? ¿Cree que puede utilizarnos como carne de cañón para alcanzar sus fines personales?
—No entiendo a dónde quiere llegar.
—Quizá su juego es sustituir un gobierno por otro, en el que usted y su grupo de alcaldes levantiscos dicten las reglas. Pero creo que no se ha dado cuenta de con quién está jugando. Bruselas no ha enviado su flota de guerra en misión de ayuda humanitaria; ellos también siguen su propia agenda.
—Tazaki nunca empleó ese tono conmigo, general. Yo creí que éramos aliados.
—Estudiaré su petición de refuerzos. Discúlpeme, pero tengo otros asuntos que atender.
Al cerrar la comunicación, se arrepintió de haber hablado así a Rolland. Debería haberla despachado de un modo más diplomático y dejar al margen sus opiniones personales. Se suponía que los militares no estaban para juzgar a nadie, sino para cumplir las órdenes del poder civil. Pero, ¿qué sucedía cuando esas órdenes partían de un gobierno que se había rebelado contra su presidente y asaltado el Senado con tanques? ¿Debería secundar el alzamiento de base Copérnico y plantar cara a los golpistas? Y si lo hacía, ¿se produciría una escisión en la flota? ¿Qué harían los aranos mientras tanto? ¿Se aprovecharían de la división para aniquilarles?
Rolland tenía razón en una cosa: el gobierno arano recuperaría el control del Aratrón si no hacía algo. Dejar aquel cabo suelto podría volverse contra él más adelante.
Con la suerte que tenía, mejor dejarse de hipótesis: seguro que se volvería contra él para morderle donde más le doliese. Últimamente, todos los problemas con que se topaba habían adquirido esa costumbre.
Envidió en su día a Tazaki cuando fue nombrado almirante, mientras a él y a Randhawa se les postergaba el ascenso. Nunca pensó que dirigir una flota fuera tan difícil. Claro que ningún jefe de la armada aeroespacial se había enfrentado jamás a una guerra real, salvo Tazaki, y estaba muerto. Godunov contaba con alguna experiencia en las revueltas de Marte hace veinticinco años, pero aquello no fue nada comparado con esto, y además, Godunov tampoco estaba en situación de brindarle ayuda.
Llamaron a su puerta.
—El informe de daños que pidió —dijo Soto, agitando un manojo de papeles.
Velasco bufó, abrumado.
—¿Tiene arreglo?
—Bueno… sí.
—¿Cuánto tardará?
—Unas quince horas con las piezas y el personal necesarios.
—Los tiene. Entregue el informe en el puente a la capitana Naishan y siga trabajando.
—¿Se encuentra bien, general?
—Me gustaría que todos mis problemas se resolviesen con una caja de herramientas y algunas piezas. Al menos éstas no te atacan cuando tratas de unirlas.
—Le cambio el puesto y el sueldo ahora mismo, jefe.
Velasco sonrió y le apuntó con el dedo.
—No haga ofertas que algún día pueda lamentar.
Llegaron a Barnard con una hora de oxígeno de reserva, pero al menos llegaron vivos. El estado de Tavi se había agravado y lo ingresaron en el instituto de neurotecnología de la ciudad, donde ya había sido tratado en otras ocasiones; allí tenía Sebastián sus contactos con los que compartió información acerca de los ensayos clínicos sobre sincronía neural. La doctora Muhlen les recibió y se encargó de los trámites del ingreso. Tras una primera valoración, les dijo que el implante raquídeo presentaba un mal funcionamiento a causa del quiste, tal vez por un tratamiento erróneo del paciente entrelazado con Tavi que estaba en la Tierra.
Anica y Baffa se marcharon a la casa que Tavi tenía en la ciudad, dotada de refugio subterráneo con suministro de aire autónomo, en la que podían aguantar varios meses si Barnard sufría un asedio. Las noticias hablaban de varias columnas de carros de combate del ejército arano acercándose desde el norte. Las fuerzas de policía ya levantaban barricadas, cavaban fosos y enterraban minas en torno a la ciudad.
Habían huido de Evo para acabar en una ratonera.
Sebastián se quedó con Muhlen, poniéndola al día de los avances de su investigación. Estaba muy cerca de hallar un algoritmo de pulsos que desactivase definitivamente los quistes, si previamente se disminuía la actividad de éstos con depresores de la actividad cerebral. En el despacho de la doctora permanecieron varias horas examinando la documentación que Sebastián había traído en un disco de datos, comentando las reacciones de sus pacientes a diversas secuencias programadas en el estimulador magnético.
—Tu trabajo es admirable —reconoció Muhlen, apagando la pantalla del ordenador—. Pero ahora que estás aquí no voy a engañarte: sabíamos todo esto antes que comenzases con tus ensayos. En realidad, sabemos mucho más.
El hombre se quedó desconcertado.
—No entiendo —parpadeó.
—Este instituto diseñó parte de los nanomeds encapsulados en bacterias. Están construidos para ser controlados mediante instrucciones de radio.
—¿Por qué me ofrecisteis un puesto de trabajo aquí, si no os soy de utilidad?
—Bueno, has demostrado un talento admirable, y el instituto busca neurólogos competentes.
—Has dicho que no querías engañarme. Cuéntame la verdad de una vez.
—Estoy segura de que con lo que te acabo de decir, la deducirás por ti mismo.
—Ya veo. No queríais que mis trabajos llegasen a manos del gobierno, porque habrían hallado el modo de desactivar los quistes.
—Algo así. Podríais haber descubierto el funcionamiento interno de los nanomeds mediante ingeniería inversa, probando algoritmos de pulsos para ver los que funcionaban. Lo hicimos por vuestro bien, Sebastián. Vuestro planeta está en manos de criminales que dejan morir a la gente en vez de curarla con nanomedicina, porque así se deshacen del exceso de población. Miran a las enfermedades como un modo de mejora del caudal genético que elimina a los ejemplares débiles.
—Lamentablemente, la selección natural actúa de esa manera.
—Pero ya no la necesitamos para mejorar al ser humano. La evolución es errática, tiradas de dados que en muy pocas ocasiones introduce mutaciones benignas en los genes, y sin embargo, vuestros gobernantes se aferran al pasado, prefieren que la naturaleza siga su curso, y la naturaleza es injusta, Sebastián. Cualquier médico conoce eso de sobra.
—Ahora me vas a decir que vosotros usáis esa tecnología para la paz —ironizó Sebastián—. ¿Qué hay de la gripe negra? Seguro que fuisteis vosotros quienes la difundisteis para lograr la independencia.
—No lo sé. Hace veinticinco años de eso y por aquel entonces no había acabado mis estudios en la universidad. En cualquier caso, qué más da ahora.
—Para mí tiene mucha importancia.
—Entiendo que estés molesto con nosotros; te hemos traído aquí bajo engaño, pero piensa que de haberte quedado en Barcelona habría sido peor. Sé que un antiguo colega tuyo colabora con el gobierno, usando el material que robaron de tu clínica.
—¿Cómo se llama?
—Claude Chabron. Pidió una excedencia en el hospital donde tú trabajabas. Antes de irse, alardeó ante sus compañeros de haberte delatado a la policía.
—Eso quiere decir que mis pacientes están ahora en manos de ese necio.
—Sí, pero por lo que sabemos de él, no creemos que realice ningún avance. La información esencial de tu investigación está en este disco, y lo que habrá encontrado en tu consulta son migajas. Porque lo destruirías todo, ¿verdad?
—Destruí lo que me dio tiempo. Tuvimos que abandonar Barcelona a toda prisa.
—¿Y eso qué quiere decir?
—No sé por qué tengo que seguir dándote explicaciones —Sebastián se levantó—. Me habéis utilizado y no voy a aceptar el puesto que me ofrecisteis. Mañana volveré a ver cómo sigue Tavi, y si está mejor, me lo llevaré de aquí.
—No pretenderás volver a la Tierra. Te encarcelarán.
Pero Sebastián no se quedó a escucharla. Abandonó el instituto y se dirigió calle abajo, resollando de indignación en su máscara de oxígeno. Había hecho aquel viaje para nada. Con la invasión de Marte por parte de las tropas enviadas por Bruselas, las posibilidades de un juicio justo en el que declarase Baffa se evaporaban, y encima descubría que los colegas a quienes consideraba sus amigos le habían tendido una trampa para que abandonase la Tierra. ¿Se había equivocado de bando? Ya no estaba seguro de que mereciera la pena apostar por alguno de ellos. Si la Tierra había caído en manos de delincuentes, Marte no parecía tener gobernantes de mejor condición.
Aquella no era su guerra. Por qué había tenido que implicarse; él era médico, su consulta y sus pacientes deberían haber bastado para él. Pero no, tuvo que dejarse convencer por Anica, y total, ni ella se lo agradeció ni sus esfuerzos habían servido de mucho.
Llegó a la casa de Tavi, una vivienda de dos alturas de construcción sencilla, y sacudió la cabeza. No podía seguir culpando a Anica de lo que le pasaba; él ya tenía edad para hacerse responsable de sus errores. Anica no le había puesto una pistola en la sien para que la siguiese; si lo hizo fue porque en aquel momento pensó que le convino. Las cosas no habían ido como imaginó, pero ella no era la causante.
Entró en la cámara intermedia y se sacudió la arena de las ropas. Había un olor a viciado en el interior de la casa, señal de que Tavi no pasaba mucho tiempo allí, o quizá fuesen imaginaciones suyas.
La vivienda apenas contaba con algún adorno. En una repisa vio varios retratos de los padres de Tavi, ya fallecidos, pero ningún detalle más que indicara que allí vivía una persona. Los muebles eran escasos, un sofá, un anticuado televisor de cristal líquido, una mesa y varios armarios. Entró en los dormitorios, pero no halló a nadie en la vivienda.
En la cocina descubrió la trampilla de acceso al sótano, que estaba abierta. Bajó las escaleras y accedió a una bodega que albergaba una puerta acorazada: la entrada al refugio.
Anica y Baffa estaban en el interior, revisando las provisiones y los generadores de electricidad y aire. Había sitio para unas diez personas, con literas, cuarto de estar y un aseo.
—No te esperábamos hasta la noche —dijo Anica.
—La doctora Muhlen trabaja para los militares aranos —Sebastián inspeccionó el frigorífico y abrió una lata de cerveza.
—¿Para nosotros eso es bueno o malo? —inquirió Baffa, vacilante.
—Malo. Tenían informadores hasta en el hospital donde yo trabajaba. Me atrajeron aquí bajo engaño, así que he renunciado al empleo que me ofrecían.
—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Anica.
Sebastián dio un trago a su cerveza.
—No lo sé. Sobrevivir, supongo —se sentó sobre un depósito de agua.
—¿Y su futuro? —dijo Baffa.
—Creo que dejaré de hacer planes sobre él durante un tiempo —Sebastián miró a Anica—. Si algo me has enseñado es que no sirven de nada.
—Tienes que estar muy mal para admitir eso —dijo la mujer.
Sebastián tomó otro sorbo de su cerveza, como respuesta.
—No se deprima —le aconsejó Baffa—. Cuando uno toca fondo, a partir de ahí sólo puede subir.
—O quedarme en el fondo —murmuró Sebastián.
—Reconsidere su rechazo a ese empleo; le conviene permanecer en Marte hasta que la situación se aclare en la Tierra y pueda volver.
—¿Y cuándo será eso?
Baffa iba a decir algo, pero optó por dirigirse al frigorífico.
—Yo también tomaré un trago —dijo.
—¿Y tú, Anica? —preguntó Sebastián—. ¿Te quedarás aquí o nos dejarás?
—No lo sé. Deberíamos ponernos en contacto con las autoridades locales para que se hagan cargo de Baffa, pero al ver las trincheras que cavan alrededor de la ciudad, mejor esperaremos. Tavi fue previsor, aquí abajo hay de todo y la estructura del refugio parece sólida. No apostaría a que resistiese el impacto de un misil nuclear, pero confío que no tengamos que comprobarlo.
—¿Se sabe algo de los otros dos testigos? —quiso saber Baffa—. Uno de ellos estaba desaparecido.
—Recibí un mensaje de texto hace unas horas —le informó Anica—. No quise comentárselo para no preocuparle, pero siguen sin encontrarlo.
—¿Y el otro?
—¿Realmente quiere saberlo?
—Sí.
—Encontraron el cadáver de Elena Torres esta mañana con un tiro en la frente. De los tres ejecutivos que iban a testificar en Marte, me temo que usted es el único que sigue vivo.
Mientras disfrutaba de una comida excelente en el mejor restaurante de Bruselas, Klinger fue requerido para que acudiese de inmediato al despacho del presidente Hofman. El ministro de Seguridad, lejos de ponerse nervioso, acabó sin apresurarse su pato en lecho de hojaldre con salsa de trufas, en compañía de su secretario personal; luego pidió postre, café y una copa del coñac más caro que tenían. Al fin y al cabo, la cuenta la pagaban los ciudadanos. Su secretario le recordó la cita, pero Klinger no tenía prisa por ir al encuentro de Hofman. Intuía para qué quería verle ese cobarde.
Mareado por el vino y el licor, Klinger se introdujo en su limusina oficial y le indicó al chófer que se dirigiese a la sede de la presidencia federal. Los cambios de velocidad del vehículo y las curvas no le sentaron bien a su estómago; ya no tenía veinte años y su organismo se lo recordaba constantemente.
Entró en el edificio de la jefatura del Estado con paso decidido y un sentimiento de cólera que crecía conforme subía los peldaños de la escalinata. Aquel payaso al que había puesto en la presidencia se atrevía a darle órdenes a él. ¿Quién se creía que era para llamarle a aquellas horas? Le había fastidiado la siesta, y a su edad era tan necesaria como comer.
Por fortuna, Hofman no le tuvo esperando en la antesala, y le hizo pasar en cuanto llegó. El despacho del presidente disponía de un enorme ventanal de cristal blindado, con vistas a la avenida de la Unión. Desde allí podía verse el Senado, en el que Klinger había dejado su sello recientemente. Hofman había aprobado el asalto, así que la llamada no podía versar sobre eso.
—Lamento haberte hecho venir —dijo su interlocutor, sentándose en su sillón—. ¿Has comido ya?
—Más o menos —Klinger ocupó una silla frente al escritorio. Hofman disponía de un tresillo, indudablemente más cómodo para recibir a las visitas, pero no se lo ofreció.
—Un juez federal ha admitido a trámite una querella contra nosotros. Ya contaba con la acusación de golpe de Estado encubierto y nuestros fiscales se encargarán de eso, pero también se te acusa de haber ordenado el asesinato del director de energía y del secretario de Estado de Justicia.
—No tienen ninguna prueba —dijo Klinger.
—Esto es lo que nos faltaba. La prensa nos acosa desde todos los frentes, y ahora tendrán carnaza para meses.
—No tiene por qué ser así. Firma un decreto que autorice la censura previa y me encargaré de que las calumnias desaparezcan.
—¿Censura previa? ¿Estás loco?
—Disolví el Senado y estuviste de acuerdo. ¿Por qué esto te da miedo? La ley de poderes de guerra te autoriza a controlar a la prensa.
—Si lo hiciese, la pondría más en mi contra. Tenemos a muchos medios de comunicación a nuestro favor; con el decreto, perderíamos nuestros apoyos —Hofman revisó sus papeles—. Entre los cargos figura el cobro de comisiones de empresas farmacéuticas. Tú y media docena de ministros figuráis en la lista de perceptores, que abarca a miembros del ejecutivo anterior.
—¿Tienen algún testigo que avale esas acusaciones? Puedes apostar a que no.
—¿Cómo estás tan seguro? —Hofman le miró fijamente.
—No darás crédito a las infamias que Sanazzaro nos lanza desde la Luna. Porque si vas a creerle a él antes que a mí, esta reunión ha terminado.
—Yo decidiré cuándo terminará. No olvides quién ocupa este despacho.
—El presidente federal. Y tú no lo eres, Hofman. Hicimos un trato, por eso estás ahí sentado.
—Un trato —Hofman pestañeó, acariciándose la barbilla—. ¿Cuál?
—Oh, vamos.
—Me aportaste pruebas de que Savignac era un traidor y que debería ser apartado de la presidencia. Era lo mejor para el gobierno o al menos así lo entendí.
—Esto tiene gracia —Klinger se agitaba en su silla, incómodo. La pesada digestión no le estaba sentando nada bien—. Estás actuando, ¿verdad? Tienes micrófonos ocultos y no quieres hablar más de la cuenta.
—No hice nada ilegal. La Consti…
—Me importa una mierda si estás grabando esta conversación, no soy un cobarde y lo que te tenga que decir, te lo digo a la cara.
—¿Y qué tienes que decirme?
—Que estás metido hasta las cejas, Hofman, y que no vas a arrojarme a los perros para salvar tu pescuezo. Podría derribar el gobierno ahora mismo con una moción de censura, si quisiera. El partido de la fe me ha ofrecido una alianza.
—¿Y quién debatiría esa moción? Tú disolviste el Senado.
—Sólo un grupito de renegados huyó a la Luna. La mayoría de los senadores continúa en Bruselas. Podemos convocarlos en otro lugar y debatir la moción.
—No puedes. Olvidas que utilizaste ese motivo para atacar el parlamento. Mientras dure el estado de guerra, el Senado no puede destituir al presidente.
Klinger se arrepintió de haber bebido tanto vino durante la comida. Hofman le estaba ganando aquella batalla dialéctica, y la sangre de su cuerpo, concentrada en el estómago para digerir el grasiento pato a la trufa, había dejado sin riego las ideas de su cerebro. Hofman lo había convocado a aquella hora para jugar con ventaja.
—Atacar el Senado tampoco fue una decisión ortodoxa, pero la respaldaste —dijo el ministro—. No me vengas ahora con legalismos.
—Así que el respeto de la ley carece de importancia para ti.
Hofman estaba preparando una coartada de cara al juez. Klinger podía darse cuenta hasta dormido, y no faltaba mucho para eso.
—Amo la Constitución, amo mi patria y he jurado defenderla —si quería teatro, lo tendría, pensó el anciano—. Si dudas que la Tierra sea mi prioridad, césame ahora mismo.
—Quería comentarte una última cosa —Hofman hojeó distraídamente unos papeles, sin conceder importancia a la actitud desairada de su interlocutor—. El sindicato de policía ha convocado una huelga en protesta por la destitución de la comisaria Gevers. Necesitamos controlar la ciudad y no quiero llamar al ejército para que patrulle las calles. Debes arreglarlo.
—Pero Gevers permitió la fuga de Sanazzaro.
—¿Estás seguro?
—¿Cómo si no habría burlado el cerco? Nadie podía entrar ni salir del Senado sin que ella lo supiera.
—A lo mejor Sanazzaro ya estaba fuera antes de que llegasen las tanquetas. Los informes dicen que Gevers es una excelente profesional.
—Como ministro de Seguridad, me corresponde a mí tomar esa decisión. No quiero a Gevers como jefa de la policía de Bruselas. Ha perdido mi confianza —Klinger se levantó—. ¿Algo más, señor presidente?
—Ah, pero ¿vuelvo a ser presidente?
Sólo hasta que encuentre a alguien mejor, sonrió Klinger para sus adentros.
—No me has contado nada que no supiera por mis informes de prensa —dijo el ministro—. Un presidente con autoridad no tendría miedo a los tribunales de Justicia.
—¿Quieres este sillón? Te aseguro que no es tan confortable como parece.
Klinger se despidió fríamente de Hofman y regresó a la limusina, que le esperaba al pie de la escalinata. Su secretario personal le tendió un informe que acababa de recibir de España. Antes de leerlo, Klinger tomó una pastilla de antiácido y dos vasos de agua. La entrevista con Hofman había incrementado su ardor de estómago.
Al ver el nombre de Claude Chabron en los papeles, dedujo que alguien se empeñaba en poner otro clavo en su ataúd. Allí estaba aquel patán protagonizando un escándalo. A raíz de la denuncia de los familiares de un paciente, cuyo cadáver apareció flotando en la playa, la policía descubrió una clínica en la zona del puerto de Barcelona, donde Claude realizaba experimentos con indigentes. En el interrogatorio, el médico confesó que seguía órdenes del ministro federal de Seguridad y que trató de advertirle de la peligrosidad de las pruebas, pero Klinger se desentendió de la suerte de sus pacientes y le presionó para que obtuviese resultados, sin reparar en el coste humano de las investigaciones.
Sus enemigos se movían rápido, pero Klinger aún conservaba agilidad política para esquivar los golpes y contraatacar. Ya había sobrevivido a otras tentativas para defenestrarle y ésta no sería una excepción.
Quienes soñaban con su funeral se iban a quedar muy decepcionados.
Arnothy aceptó el bocadillo y el termo de café con leche que le trajo Delgado. Era la primera visita que recibía desde que fue detenido hace doce horas por Cherinowski, bajo la acusación de colocar la bomba en el acelerador. Unos pelos de Arnothy hallados en el almacén de explosivos y el análisis de las grabaciones de las cámaras de seguridad acabaron delatándole.
Había sido aislado en una zona de los pabellones donde se alojaban los militares, y dos soldados montaban guardia permanente en la puerta. En la Luna no podía huir a ninguna parte, pero Cherinowski se tomaba muy en serio su trabajo.
Arnothy no trató de negar su responsabilidad en los hechos ante Delgado. Al contrario, estaba orgullo por ello. Detonó los explosivos para evitar una catástrofe, en la que podrían haber muerto todos los habitantes de Selene, si es que no ocurría algo peor, como que la Luna se saliese de la órbita y cayese hacia la Tierra.
—Sabes que obré bien —dijo el hombre, mordiendo su bocadillo—. Soy el primero que detesta recurrir a la violencia, no es mi estilo, pero en esta ocasión no me dejaron alternativa. Tú mismo intentaste paralizar el experimento y te amenazaron con el cese.
—No he venido aquí para juzgarte —dijo Delgado—. No me compete.
—Ahora eres el comandante y estamos en tiempo de guerra. Con las ordenanzas castrenses en la mano, podrías formarme una corte marcial.
—Selene ya no reconoce al gobierno de Bruselas. Las normas de excepción decretadas por Hofman no se aplican aquí, así que puedes estar tranquilo, que no voy a ordenar tu ejecución —Delgado se sirvió una taza de café del termo—. ¿Desde cuándo colaboras con los neohumanos?
—¿Vas a procesarme por más delitos? Se supone que debería estar asistido por abogado.
—Nada de lo que me digas ahora quedará registrado. Ésta es una charla informal entre tú y yo.
—Los neohumanos no son una organización criminal. Fue Klinger quien nos presentó ante la opinión pública como terroristas, cuando en realidad nos ha utilizado en su propio beneficio.
—¿Te ordenaron matar a alguien?
—¡Por Dios! ¿Por quién me tomas? Jamás me pidieron algo así, y si lo hubieran hecho, me habría negado.
—El asesinato del director de energía en la planta de Mare Serenitatis fue obra de los neohumanos.
—Klinger ordenó ese asesinato y se las arregló para que los neohumanos reivindicasen la autoría.
—Ya he oído la versión que Sanazzaro ha hecho circular.
—¿Te sorprende? Klinger asalta el Senado, nos empuja al borde de la guerra civil, ¿y todavía no me crees? Escúchame, Delgado, si hubiera visto otra manera de solucionar esto sin volar una sección del anillo, lo habría hecho. Pero desgraciadamente, no encontré ninguna y el tiempo apremiaba —Arnothy tomó un trago de café, directamente del termo—. Aún así, por las noticias que me llegaron antes de que Cherinowski me encerrase, me temo que mis esfuerzos han servido de poco.
—¿De qué hablas?
—Del acelerador que hay en Marte, el Aratrón. La flota terrestre ha tomado las instalaciones.
—No lo sabía.
—Pues ahora que lo sabes, deberías hacer algo.
—¿El qué? La flota sigue acatando las órdenes de Hofman. Aunque les avisase de que no empleasen el acelerador como arma, no me harían caso.
—Como quieras —Arnothy se encogió de hombros—. Yo sólo soy un pobre diablo. Haz conmigo lo que quieras, pero por tenerme en este calabozo no estaréis más seguros.
Arnothy le contó poco más, convencido de que Delgado no le sacaría de allí. Éste, viendo que perdía el tiempo, llamó a la puerta para salir.
—Tus enemigos no están en esta celda, sino fuera de ella.
Delgado se marchó confuso, sin saber cómo interpretar aquellas palabras. Puede que la ambigüedad fuera una táctica de Arnothy, pero no le reportaría ningún beneficio.
Se acercó a la enfermería para visitar a Ahmed y Laura; ésta fue ingresada aquella mañana aquejada de vómitos, diarrea y deshidratación. Al contemplar a ambos enfermos, las palabras de Arnothy volvieron a su mente y se preguntó por qué no reconocía que el jefe de mantenimiento había obrado bien, evitando un desastre mayor.
Ahmed necesitaba de respiración artificial y estaba inconsciente. Una selva de cables lo conectaba con la unidad de soporte vital, prolongando su agonía, aunque el doctor Chen le aseguró que la sedación le impedía cualquier dolor físico. Se creía que los pacientes terminales en coma no eran capaces de sentir, pero mientras existía actividad encefálica, algo en las profundidades del cerebro todavía se agitaba en la oscuridad, debatiéndose en una batalla perdida por salir a la superficie. Si ese algo no cristalizaba en pensamiento consciente, los impulsos de angustia y miedo quedaban extraviados en la parte más primitiva de su cerebro, en una zona de anarquía prisionera de sí misma, donde no había vida ni muerte. Si a un cerebro le privas de su corteza cerebral, ¿qué queda? ¿Reflejos animales luchando por sobrevivir? ¿Regresaba el ser humano al estado salvaje, un animal sin conciencia de estar vivo?
Delgado pasó a la siguiente camilla, separada por una cortina de la de Ahmed. Laura parecía dormir, pero al notar su presencia abrió los ojos y sonrió.
—Gracias por venir —dijo.
—La nave de evacuación se ha retrasado otro día —dijo Delgado—. Pero pronto llegará.
—¿Qué tal te llevas con Sanazzaro? He oído que el viejo es insoportable.
—Acabará aprobando una ley que le permita fumar en la base; o eso o me volverá loco. No está preparado para vivir aquí, pero confío que pronto se calme la situación en la Tierra y le permitan regresar.
—No llevas bien compartir el mando, ¿eh?
—Dejemos de hablar de mí. ¿Cómo te encuentras?
—Regular —Laura señaló la cortina—. He echado un vistazo a Ahmed. ¿Así es como acabaré yo?
—En absoluto.
—Escribí de mi puño y letra una carta para que el doctor Chen no me rellene de cables como un muñeco de alambre. Está en mi taquilla. Si no hay salvación para mí, quiero que sea rápido.
—Tu situación es muy distinta de la de Ahmed. La exposición a la radiac…
—Te agradezco los ánimos —la mirada de Laura se posó en un foco del techo. Entornó los ojos.
—¿Quieres que me vaya?
—Debes estar muy ocupado. Tus obligaciones te reclaman.
—Que esperen.
—Cuando me levanto por las mañanas, los actos más cotidianos tienen un significado extraño. Me cepillo los dientes y me digo si será el último día que lo haré; empiezo a leer un libro y pienso que no llegaré a saber cómo acaba la historia. Ya no puedo emprender proyectos ni pensar en el futuro, y si me quitan mi futuro, ¿qué me queda, Luis? —Laura suspiró, en un gesto de desesperación y rabia—. ¿Por qué ha tenido que ocurrirme a mí? ¿Qué he hecho yo al mundo para que me haga sufrir de esta manera? Yo jamás hice mal a nadie.
—Sufriste un accidente. No busques una intencionalidad oculta, no la hay.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Bueno… Si estoy al frente de esta base, es que el universo está regido por el caos.
—No seas modesto. Eres el mejor director que Selene podría tener.
—Por el sueldo que me pagan, es posible que no hayan podido engañar a otro. ¿Quién querría venir aquí y pasarse los meses entre cuatro paredes?
—Mucha gente sueña con viajar a la Luna.
—Porque no la conocen. Cuando los sueños se convierten en realidad, se destruye la magia. Nunca resultan ser tan buenos como tú pensabas.
—Hablas de esa forma por lo ocurrido en los últimos días. Antes pensabas de otra forma.
—Quizá —Delgado dibujó una media sonrisa—. Venía a darte ánimos y eres tú quien me los da a mí.
—Te estoy deprimiendo.
—No tienes la culpa, Laura. Se trata de Arnothy. Acabo de verle.
—Se habla mucho de él en la base.
—Tengo la duda de si obró bien. Quiero decir, no hay un manual que te diga qué es lo correcto en cada caso.
—Oh, sí los hay. Toneladas de ellos.
—Pero no abarcan todos los supuestos. Y lo que nos está sucediendo no puede resolverlo un manual. Si yo me colocase en lugar de Arnothy, creo que hubiera hecho lo mismo.
—Entonces, ¿por qué no lo liberas?
—Porque el manual dice que quien pone bombas debe ser castigado.
—Los soldados que lanzan bombas en una guerra no son castigados; más bien al contrario. Estamos en una guerra, ¿no? Y la guerra legitima la violencia.
—No cualquier tipo de violencia.
—Luis, discutes contigo mismo: por una parte sabes lo que quieres hacer y por otro haces lo que se supone que debes hacer, porque Cherinowski y muchos de los que trabajan aquí no entenderían que soltases a Arnothy.
—Me das miedo, Laura. ¿Cómo consigues leer mi mente?
—La radiación me concedió poderes especiales. También puedo lanzar rayos de energía con las manos. Mira —extendió los dedos hacia el, en un gesto vagamente amenazador: las uñas estaban grises y rodeadas de pequeñas llagas—. Soy la mujer mutante.
—Cuando Chen te dé el alta, te contrataré como telépata para descubrir los secretos de Sanazzaro y hacerle chantaje. Así desistirá de su idea de instalar ceniceros perfumados.
—Una proposición indecente —rió Laura—. Me gusta.