La penumbra de la celda se vio inundada de luz, al entrar el soldado de guardia para dejar dos bandejas de comida. Soto tomó la suya y olisqueó la masa pegajosa marrón, un complejo proteínico insípido de digestión ligera. Junto a ella había un pegote anaranjado que debía ser el postre. Tomó un poco de papilla con el tenedor y ésta se alzó como queso derretido, teniendo que cortarla con el cuchillo para engullirla. Aún así, un par de hilos pringosos se quedaron adheridos a su barbilla. Y además, estaba fría. Fantástico.
Godunov no se acercó a recoger su bandeja. Soto siguió comiendo en silencio; no tenía intención de acercársela. Si no la quería, que se quedase sin comer. El ruso ya tenía bastante grasa en su cintura y unos cuantos días sin probar bocado le vendrían bien a su salud.
—¿Está bueno? —dijo Godunov, cuando Soto empezaba el postre.
—No lo sé. He perdido el sentido del gusto comiendo esto.
—En cierto modo, es una ventaja.
—Supongo —Soto se encogió de hombros—. Yo tuve la suerte de que nunca me tocó turno de cocina en mis tiempos de academia. Todos los compañeros que hicieron alguna vez ese servicio no volvieron a probar la comida de rancho. Ratas correteando entre los sacos de provisiones, carne podrida que se echa a la olla, y todo esa sal y salsas que le ponen al pescado pasado para enmascarar…
—Si pretende ponerme mal cuerpo para que no toque mi bandeja, puede ahorrarse el esfuerzo. No tengo hambre.
—Sólo era por charlar. Ya sé que a bordo del Talos no hay ratas —Soto le miró pensativamente—. ¿O sí?
—No, no las hay —dijo Godunov, sin querer pillar la indirecta.
—Entonces, coronel, dígame qué calificativo merecen los traidores.
—No soy responsable de mis actos. La doctora Gritsi así lo reflejó en su informe.
—¿Gritsi? ¿Desde cuándo concede crédito a su palabra? ¿Sólo cuando le conviene?
—Teniente, no olvide con quién está hablando. Sigo siendo su superior, aunque ahora esté encerrado con usted.
—Por su culpa estuve a punto de morir. Usted desactivó la alerta de proximidad que permitió hace unos días a un proyectil impactar contra la cubierta de ingeniería.
—¿Le ha hecho ya un TAC cerebral la doctora? Quizá sea usted portador de un quiste cálcico, y no lo sepa.
—Yo no contraje la gripe negra.
—Suerte que tuvo.
—Debió informar al general Velasco de que era portador.
—Lo ignoraba hasta que Gritsi me hizo la prueba.
Y sin embargo, ni aún entonces Godunov comentó a la doctora o a Velasco las voces que oía dentro su cabeza, temiendo que lo incapacitasen por demencia. Ahora se arrepentía de su error. Cuando esa cosa se activaba, instrucciones ocultas partían de su subconsciente a los centros motores, sin que lo advirtiese, y sin ser capaz de recordar lo que hacía pasado esa especie de trance.
El quiste había comenzado a crearle problemas cuando el Talos se reunió con la flota, en órbita de Marte. Los emisores de radiofrecuencia aranos, al captar que el suyo estaba cerca, emitieron una serie de comandos para que Godunov sabotease la nave, y había faltado muy poco para lograr ese objetivo. Si Velasco y Randhawa no le hubieran descubierto tras el incidente de los alcotanes, Godunov habría seguido intentándolo hasta destruir el crucero. Con el informe de Gritsi no era probable que acabase en la cárcel, pero un psiquiátrico era un destino quizá peor. Su carrera estaba acabada, de nada había servido que hubiera dejado la bebida para enderezarse. Ya no era apto para el ejército, se había convertido en un desecho, un peligro para la sociedad que sería aparcado en un rincón, donde no pudiera causar más daño.
Puesto que había dejado de ser útil a los aranos, se preguntó por qué no cortocircuitaban su cerebro de una vez. Le ahorraría la humillación de afrontar ese futuro. ¿Oiría el quiste sus pensamientos conscientes? Según Gritsi, sólo podía recibir instrucciones, pero deseó fervientemente que le estuviesen escuchando y, atendiendo a sus ruegos, pusiesen fin a aquello.
—Tiene razón —admitió Godunov al cabo de un rato—. No merezco seguir llevando este uniforme. Conscientemente o no, soy el responsable de lo que le sucedió a usted, y del ataque de los alcotanes. Lo grave de todo es que mi arresto no soluciona el problema.
—¿Qué quiere decir?
—Que los que contrajeron la gripe negra en el pasado podrían estar afectados. Gritsi va a tener mucho trabajo haciendo escáneres cerebrales a la tripulación, y lo mismo sucederá en el resto de naves de la flota.
—Los aranos nos la han jugado bien. Recuerde que usted me hizo callar cuando les alerté del peligro.
—¿De qué peligro? Sólo habló de iniciar una guerra preventiva, sin que mediase provocación. Ese discurso ya lo he oído muchas veces de boca de políticos incompetentes y militares inexpertos.
—No niego que tiene más experiencia que yo, pero ¿de qué le sirve? Yo estaba en lo cierto y usted se equivocó. Reconózcalo al menos.
—La guerra nunca soluciona un problema, y normalmente suele originar otros nuevos.
—Entonces equivocó su profesión, coronel.
Godunov dirigió a Soto una mirada cansada. Era un joven impetuoso que le consideraba un carcamal que debía estar en un asilo, y no a bordo de una nave de combate.
—Los militares nos preparamos para la guerra, pero no la provocamos ni la queremos. Ésa es tarea de otras personas.
—De los aranos.
—Piense, Soto. Si hubieran querido atacarnos, ¿no sería más lógico hacerlo antes de enviar la flota a Marte? Dígame qué le sugiere eso.
—Que no estaban preparados y ahora sí.
—O que lo único que quieren es defender su hogar de nuestra invasión. No hemos venido a Marte para liberar del poder centralista a las ciudades oprimidas. Estamos aquí para quedarnos, desintegrar desde dentro su organización política y recuperar lo que Bruselas cree que nunca debió entregar. Si unos intrusos llamasen a la puerta de su casa armados con metralletas, ¿les dejaría entrar, o se defendería con todo lo que tuviera?
Soto no tuvo oportunidad de responder. La puerta de la celda se había abierto de nuevo, pero esta vez el soldado de guardia venía acompañado por otra persona.
Velasco.
—Levántate —el general señaló a Godunov con gesto seco.
—¿Vas a soltarme ya? —el ruso se puso en pie, sorprendido.
El soldado le colocó unas esposas y entregó la llave a Velasco.
—El almirante Tazaki quiere vernos —dijo el general.
—¿A ti también?
Velasco no contestó. Godunov salió de la celda y fue conducido a una lanzadera. Gritsi les aguardaba en el sillón del copiloto.
—Así que también sabe pilotar —dijo Godunov, frunciendo el ceño—. ¿Hay algo que no sepa hacer?
Velasco comentó con Gritsi si era conveniente quitarle las esposas. La doctora negó con la cabeza.
—Lo siento, coronel, pero es por su propia seguridad —dijo la mujer.
—Tazaki desea hablar también con ella —explicó Velasco, amarrando a Godunov a un sillón—. Al parecer, el tuyo es el primer caso de que se tiene noticia en la flota, y quieren conocer qué funciona mal dentro de tu cabeza.
—¿Ya hemos vuelto con la flota? En la celda no nos informan de nada.
—Hace media hora que entramos en órbita de Marte.
—Lamento haberos metido en apuros —Godunov se removió en su asiento; uno de los cinturones de sujeción le oprimía el vientre, pero no protestó—. Ojalá me hubieras dejado en tierra. No merecía que volvieses a confiar en mí.
—Coronel, no se preocupe —le tranquilizó Gritsi—. Usted es inimputable por los actos que realizó.
—Claro, igual que un loco. Pero no lo estoy, alférez. Era una persona perfectamente normal hasta que nos acercamos a Marte, y quiero recuperar mi estatus de cuerdo. Si tanto sabe de medicina, quíteme esa cosa de la cabeza. Use ultrasonidos, antibióticos o un mazo, pero quítemela.
—Ya lo habría hecho si supiese cómo.
—Luego no es usted tan lista.
—El quiste está formado por componentes nanotecnológicos envueltos en una estructura de calcio. En la Tierra no tenemos nada parecido. No me explico cómo pueden estar tan avanzados.
—Sí, me doy cuenta de que el problema le viene grande —Godunov trató de cambiar de postura en el sillón, sin éxito—. ¿Cuándo partimos? Tal vez en el Indonesia encuentre un médico de verdad que pueda curarme.
Velasco ocupó el sillón de piloto e inspeccionó los controles del tablero de mandos.
—Quizá no vuelvas al Talos —dijo, soltando la abrazadera exterior.
Un pequeño impulso de plasma les alejó del crucero, cuya silueta fue menguando rápidamente hasta quedar reducida a un punto brillante. Godunov ni siquiera miró por el ojo de buey para echarle un último vistazo a aquel buque. No sentía nostalgia por él; en realidad, estaba resentido, como si fuera responsable de sus desgracias. Nada había ido bien en aquella misión; primero las averías en el reactor de fusión; después, aquella extraña explosión en mitad de ninguna parte, y para rematar, su transformación en zombi a tiempo parcial. Tal vez Soto tuviese razón y los aranos mereciesen la guerra. No tenían derecho a manipular a la gente de esa forma, ni siquiera en legítima defensa. El uso de bioarmas estaba prohibido por las convenciones internacionales, que Marte había firmado.
—Me trae sin cuidado si no vuelvo —dijo Godunov desde su sillón—. Lo único que quiero es que en el Indonesia me extirpen el quiste. Y si tampoco saben, que me operen en alguna clínica de Marte. Ya que, según Gritsi, se hallan tan avanzados, seguro que ellos podrán.
—Pasará algún tiempo hasta que Marte vuelva a ser terreno seguro —dijo Velasco—. Ayer, Tazaki intentó tomar la capital con un regimiento aerotransportado. La resistencia que encontró fue mucho mayor de la esperada. Nuestro contingente es escaso, apenas ochocientos soldados entre todas las naves de la flota. El ejército arano cuenta con diez mil hombres, y posiblemente ese número sea mayor después de las movilizaciones de la última semana.
—Tazaki no puede ser tan estúpido para iniciar un ataque con todas las bazas en contra.
—No lo es. Cuenta con el apoyo de las ciudades rebeldes. Ya se han alzado media docena, y según avance la guerra, se le unirán más. Eso mantendrá ocupado al ejército arano, que se verá forzado a combatir en varios frentes.
Las luces de posición del Indonesia, el buque insignia de la flota, destellaban en la lejanía. Velasco redujo la velocidad de la lanzadera para iniciar las maniobras de aproximación.
—General, recibo una llamada del puente de mando —dijo Gritsi—. Dicen que se ha declarado un incendio en una de las cubiertas y no podemos atracar.
—Páseme con el almirante.
Gritsi lo intentó, sin éxito.
—La transmisión tiene muchas interferencias. Espere —la mujer guardó silencio—. Se ha cortado.
Velasco viró a babor y abrió al máximo la inyección de plasma a las toberas. Su rapidez de reflejos les salvó de ser alcanzados por la bola ardiente en que se convirtió el Indonesia, al estallar su reactor de fusión; una explosión silenciosa contemplada bajo la indiferencia de las estrellas lejanas. No era el caso de los tripulantes de la lanzadera, que asistían atónitos al primer golpe devastador de los aranos.
En el interior de la nave se hizo la oscuridad. La explosión había generado un pulso magnético que afectó a los sistemas electrónicos de la lanzadera. No funcionaba el ordenador, ni podían transmitir una señal de socorro. Se encontraban varados en el vacío.
—Tú eras el siguiente en el escalafón, ¿verdad? —dijo Godunov—. Quiero decir, que fallecido Tazaki te correspondía tomar el mando de la flota.
—Gritsi, ¿no puede hacer que la radio funcione usando energía auxiliar? —preguntó Velasco.
—No, señor. Tal vez Soto podría, aunque me temo que el pulso ha sido lo bastante intenso para inutilizar toda la electrónica de la nave, y con ella el soporte vital. No tenemos más oxígeno que el que hay dentro de esta cabina; con nuestra respiración, el compartimento se irá viciando de anhídrido carbónico, y sin calefacción…
—Ya basta —protestó Godunov—. Lo hemos entendido. Estamos fritos.
—Más que fritos, pronto estaremos congelados, coronel. Sugiero que nos pongamos los trajes espaciales para conservar el calor corporal.
—Para eso tendréis que desatarme. ¿Y si intento asesinaros aprovechando la oscuridad?
—Le pondremos el traje y lo volveremos a atar, descuide.
—Esperaremos —zanjó Velasco—. Aquí dentro aún no hace frío. Puede que mientras tanto venga un rescate a… —Velasco observó a través del cristal de la cabina una luz brotando en el vacío, que se desvaneció rápidamente—. ¿Qué es eso?
—Tal vez era nuestro rescate —murmuró Godunov, sombrío.
Por desgracia, los hechos no desmintieron sus palabras. La flota se hallaba en mitad de una contraofensiva arana y transcurrieron cuatro largas horas sin que nadie enviase una nave para remolcarles. El descenso de la temperatura les obligó a seguir el consejo de la doctora, comenzando por Godunov, quien vestido con el pesado traje espacial ya no cabía dentro del asiento. Para mayor seguridad, lo trasladaron al compartimento de carga, donde el aire era más puro, y de paso descansaron de su poco estimulante conversación, tan mareante como el dióxido de carbono que exhalaban.
Las explosiones de luz habían cesado hace rato allí fuera y aparentemente, se respiraba una calma absoluta. Acostumbrados al ruido de la maquinaria de una nave espacial, el silencio que había dentro de la cabina producía una sensación incómoda, a la que no era fácil sustraerse.
—¿Imaginó alguna vez que su carrera iba a terminar así, general? —preguntó la mujer—. Navegando a la deriva, sin que nadie pueda oírnos.
—Todavía no estamos muertos, Gritsi. Nuestros compañeros nos buscan. Deducirán nuestra posición a partir de la última transmisión que emitimos.
—Suponiendo que el Talos no fuese una de esas luces que vimos hace un rato.
—Está hablando como Godunov.
—No quisiera parecer derrotista, pero…
—Si no quiere parecerlo, mejor no diga nada. Así ahorrará oxígeno.
—Lo siento, general.
La lanzadera se estremeció. Una nave se había acoplado a la esclusa de estribor y estaba operando manualmente el mecanismo de apertura.
—¿Lo ve, Gritsi? Sabía que no nos abandonarían —Velasco se dirigió hacia la esclusa—. Debe aprender a ser menos pesimista.
—General, no dé por supuesto que los que nos esperan al otro lado han venido a rescatarnos.
Velasco tuvo que admitir que Gritsi llevaba razón y sacó su pistola, haciéndole una seña para que se quedara tras él, cubriéndole.
Una corriente de aire fresco inundó la cabina al abrirse la cámara de acoplamiento. Velasco esperó con una mezcla de alegría y recelo, pero al otro lado no apareció nadie.
Cruzó la esclusa empuñando su arma. Las luces de la nave acoplada a la lanzadera se encendieron al entrar; se trataba de un transbordador de pequeño tamaño, sin tripulación. El asiento del piloto estaba vacío.
—Alférez, puede entrar.
Gritsi cruzó con cautela la esclusa y examinó el tablero de control, tecleando algunos comandos.
—Creo que no es de nuestra flota, general.
—Avise al Talos y notifique nuestra posición.
Gritsi radió un mensaje de auxilio, pero las interferencias persistían y no parecía funcionar bien. La mujer probó diversas frecuencias, hasta que una voz neutra brotó del altavoz:
—La ayuda está en camino.
—Soy el general Velasco. Estamos a bordo de una nave arana pilotada por control remoto.
—Pero aún tardará un rato —continuó la voz—. Póngase cómodo, general. Deseo hablar con usted.
—¿Quién es? Identifíquese.
—Un amigo, usted no me conoce. Me llamo Sócrates y soy una mente de la Comuna; creo que ustedes nos llaman despectivamente descarnados.
—¿Qué quiere de mí?
—Tras la muerte de Tazaki, usted es el nuevo comandante en jefe de la armada terrestre. Sólo deseo hablar de algunos asuntos de mutuo interés. En privado, por favor.
Velasco hizo una seña a Gritsi para que le dejase solo.
—Hable.
—General, quiero que entienda que no estoy implicado en la destrucción del Indonesia. Aunque el sector mayoritario de la Comuna apoye al gobierno de Marte, consideramos que este ataque ha sido un despropósito. Quise alertarle cuando recogieron la baliza próxima al asteroide DFE 254, pero me lo impidieron.
—¿Esa baliza era una trampa?
—Sí. Ocultaba un dispositivo para introducirse en los ordenadores del Indonesia y colapsar su motor de fusión. Sabíamos que tarde o temprano la llevarían allí; de no haber sido así, habría sido el reactor del Talos el que estallase, y usted y su tripulación estarían muertos.
—No espere que le dé las gracias.
—En absoluto. Personalmente, me alegro de que sea usted, y no Tazaki, quien esté ahora al mando de la flota. El almirante no era una persona dialogante.
—¿Qué le hace pensar que yo sí hablaré con ustedes?
Durante unos segundos, el altavoz de la radio permaneció silencioso.
—¿Y si le dijera, general, que la Tierra está en grave peligro?
—No me asusta.
—Lamento que me malinterprete. No somos nosotros, sino sus actuales dirigentes, quienes se dirigen a un punto de no retorno. Un sector rebelde de la Comuna, liderado por Nix, colabora con Bruselas. Nix y los suyos pretenden establecerse en la Tierra y crear una réplica de la Comuna a la que llaman noosfera, que servirá a los servicios de inteligencia terrestres, monitorizando las comunicaciones de los ciudadanos. El método de espionaje con que cuentan ahora es rudimentario, no discriminan bien el trigo de la paja. Con la noosfera, eso cambiaría. Más adelante, Nix y los suyos proyectan emigrar al cinturón de Kuiper y escapar del sistema solar para no tener contactos con la humanidad nunca más, pero es un proyecto a largo plazo.
—Y qué. Han destruido el Indonesia y matado a Tazaki. No haré tratos con ustedes.
—La libertad de su pueblo está en juego, Velasco. El reciente reemplazo del presidente y la toma del Senado son sólo el principio. Los extremistas han iniciado el asalto al poder, y si usted no hace nada, si se convierte en una parte pasiva que cumple órdenes, estará cooperando a que ese futuro se haga realidad. Le seré sincero: tenemos informadores dentro de su flota, y nos consta que usted es un profesional que respeta la ley, no un títere como Tazaki. Sabe dónde están los límites para un militar.
—¿De qué me está hablando? Déjeme en paz.
—Ya que le he salvado la vida enviando esta nave, podría mostrar un poco de respeto y dejarme continuar.
Velasco se sentó. Presentía que aquello iba para largo.
—Continúe —dijo a regañadientes.
—El partido de la fe nos considera un insulto a Dios, y la ultraderecha nos mira con una mezcla de temor y asco. Creen que el homo sapiens será superado por nuevas variantes más inteligentes y mejor adaptadas a medios hostiles. La única manera de evitarlo, según ellos, es exterminándonos. Una alianza entre el integrismo religioso y el partido de Klinger acabaría con su sistema democrático y daría paso a una dictadura. Sabemos que Klinger está muy interesado en la nanomedicina arana, y no para emplearla en beneficio de su pueblo.
Velasco recordó lo que le había ocurrido a Godunov. Si a cada uno de los que padecieron la gripe negra le pasaba lo mismo, la cifra de afectados se elevaría a millones.
—El poder de Klinger aún no está consolidado —continuó Sócrates—. El ejército vacila y hay riesgo de una guerra civil que ni a Marte ni a la Tierra beneficia. Por ello, tenemos que atacarle personalmente, a él y a sus colaboradores, antes que se afiancen en el gobierno.
—¿Y cómo se propone derribarlo?
—El papel que usted desempeñe en esta crisis será decisivo, general. Pero además, sospechamos que Klinger es culpable de varios asesinatos de miembros de su propio gobierno; y hay una persona en Marte, si es que se le puede llamar persona, que posee en su cabeza las pruebas para incriminarle. Se llama Nun, y le pido que ponga el mayor empeño en capturarlo vivo.
Sus planes de tomar un aeroplano en Niesten y volar rápidamente a ciudad Barnard se frustraron al llegar a las afueras del asentamiento y ver estacionados algunos vehículos del ejército terrestre. La autocaravana pasó de largo y continuó su travesía hacia el sur, sin detenerse. Sebastián se alternaba al volante con Anica, dado que Tavi había comenzado a sentir náuseas y fuertes mareos. Sebastián le administró una dosis doble del medicamento que aletargaba su implante neural, dejándolo sedado; cuando llegasen a Barnard, reanudaría la terapia con el estimulador transcraneal, pero hasta ese momento, sería mejor que Tavi pasase el viaje durmiendo.
A quinientos kilómetros de su destino tuvieron que hacer un alto para reemplazar las células de combustible, agotadas por el viaje. Al menos la caravana se había portado bien con ellos; si el motor se hubiera averiado, nadie habría acudido en su ayuda. Estaban en mitad del desierto —aunque decir eso en Marte era poco descriptivo—, atravesando rutas no controladas para no ser detectados por las patrullas, y en esas condiciones, con un ejército extranjero moviéndose a sus anchas por el planeta, sus probabilidades de sobrevivir si aquel enorme trasto no volvía a arrancar eran remotas.
Las relaciones entre Sebastián y Anica seguían tensas. Apenas se habían cruzado un par de palabras en todo el día, creyendo cada uno que tenía legítimas razones para reprochar al contrario su actitud. Tras cambiar las células y regresar a la cabina de la caravana, Sebastián decidió que era el momento de hacerse escuchar.
—Jamás imaginé que serías capaz de asesinar a sangre fría.
Anica sostuvo su mirada, desafiante, sin mostrar vergüenza o arrepentimiento.
—Hice lo que tenía que hacer —se limitó a decir—, y no voy a pedir perdón por salvarte el culo a ti y a Baffa.
—Aquellos hombres sólo cumplían con su trabajo.
—Eran soldados. Joder, ¿por qué no quieres entenderlo? Trabajaban para el sistema opresor que gobierna la Tierra desde hace más de dos décadas, responsable de miles de muertes en complicidad con las farmacéuticas. Por si lo has olvidado, te recuerdo que estamos aquí para luchar contra ellos.
—Hay muchas formas de luchar que no implican el asesinato.
Baffa, que escuchaba la conversación tras ellos, se aventuró a intervenir.
—Comparto la opinión de Sebastián. Si me permite…
—Cállese —dijo Anica—. Esto no va con usted.
—Tienes miedo de dejarle hablar porque sabes que llevo razón —Sebastián comprobó el nivel de las baterías y pulsó el botón de contacto. Tras un amago de arranque, el motor volvió a la vida y reanudaron la marcha.
—El único que ha demostrado tener miedo en este viaje eres tú.
—Podíamos haber dado la vuelta, alejarnos un poco y seguir por otro lado, pero ni siquiera te paraste a pensarlo. ¿Qué es lo que nos habían hecho, eh? Ellos no eligieron venir aquí, y por lo jóvenes que eran, debía ser su primera misión. ¡Si parecían más asustados que nosotros!
—Desde el momento que ingresaron en el ejército, aceptaron cualquier destino que les tocase en suerte. No son reclutas forzosos: es su profesión. Cobran por hacer la guerra.
—No tienes derecho a condenarles a muerte. Es terriblemente injusto.
—¿Injusto? —Anica hizo una mueca irónica—. ¿Quién eres tú para decirme lo que es justo y lo que no?
—Por favor, cálmense —dijo Baffa, que miraba con inquietud un enorme pedrusco en el camino, que Sebastián esquivó en el último instante—. Éste no es el mejor momento para que se pongan a discutir.
—¿Vas a darme lecciones de justicia, Sebas? —continuó Anica, ignorando al italiano—. Mientras tú gastabas el dinero de tu familia estudiando medicina, sin preocuparte de otra cosa que no fueran exámenes o fiestas universitarias, yo me ganaba la vida en bares de carretera, limpiando vómitos, porque mi familia estaba arruinada, como mi país, y a Bruselas le importó un pimiento. No sé por qué le llaman Tierra Unida. ¿Unida para qué? ¿Para cobrar impuestos? ¿Para formar un ejército? Desde luego, no para ayudar a la gente.
—Escucha, no estoy discutiendo eso.
—Sé mucho más de la vida que tú, lo que significa dejar el hogar familiar para no ser una carga, no como otros, que apartan la familia a un lado cuando ya no es útil.
—Ese golpe no va a disminuir tu responsabilidad por lo que hiciste.
—Entonces da media vuelta y entrégame a la próxima patrulla que veas.
Sebastián se contuvo. Anica no quería escucharle. Se preguntó qué podía haber visto en ella para enamorarse. Si no la hubiera conocido, él todavía seguiría en su consulta de Barcelona, dedicado a sus pacientes, sin tener que pasar por aquello. Había corrido el mayor riesgo de su vida viniendo a Marte, y ella le despreciaba porque no ametralló a unos soldados que se cruzaron en su camino.
—Eh, espera un momento —reaccionó él, pisando el freno—. No tienes derecho a hablarme así. Si estoy aquí es porque tú me convenciste de que viniera.
—No te obligué a seguirme. Ya eres adulto para tomar tus propias decisiones.
—Me tragué todo ese cuento de sacrificarnos por el bien común, de salvar vidas, esa propaganda neohumana que ya veo cómo aplicáis en la práctica, ¿y así me lo agradeces?
—Sebas, si te hubieses quedado, habrías acabado en la cárcel. La policía registró tu clínica y tiene pruebas de que eres un activista de nuestra organización. Ya hablamos de eso en Evo, así que no entiendo por qué insistes.
—Mira dónde estamos, envueltos en una guerra que, según Baffa, no iba a tener lugar, perdidos en un planeta muerto, sin más opción que seguir huyendo. Y cuando lleguemos a Barnard, ¿qué? Si resulta que el ejército ha tomado la ciudad, ¿adónde iremos? ¿Meteremos la cabeza bajo la arena? ¿Se te ha ocurrido pensar en eso, eh?
—Tavi no nos llevaría a Barnard si no fuera seguro.
—Podría equivocarse también. Además, no sé de qué puede servirnos en el estado actual. Y ya que me apuras, Baffa. No habrá proceso judicial mientras el ejército terrestre siga en Marte, y tengo la impresión de que han venido para quedarse.
—Verlo todo negro no te ayudará.
—Déjelo —intervino Baffa—. Él tiene motivos para hablar así. Admito que me equivoqué; creía que los grupos de presión evitarían la guerra en el último momento, lo que quiere decir que la situación es mucho más grave de lo que nos temíamos.
—Esta reunión de optimistas es muy refrescante —ironizó Anica—. Cuando esté deprimida acudiré a vosotros en busca de ánimos.
—Un pesimista es un optimista bien informado —dijo el italiano—. Pero si se le ocurre otra frase tópica mejor que la mía, o una idea para salir de este atolladero, me gustaría oírla.
—Sí, yo también —convino Sebastián.
—No podemos retroceder ni quedarnos parados, y nos queda oxígeno para ocho o nueve horas más —les informó Anica—. Creo que las opciones están claras. O alcanzamos ciudad Barnard o moriremos, porque no hay ninguna población intermedia donde repostar. Y ahora, si ya te has calmado, te sugiero que vuelvas a poner en movimiento esta caravana, porque no nos sobra el tiempo.
—Estoy calmado —Sebastián pisó el acelerador y cambió de marcha, zarandeándolos en sus asientos.
—Escucha, no debería haber mencionado a tu familia, y lo siento, pero no eres el único que lo está pasando mal.
El médico no respondió. Trataba de concentrarse en el terreno que tenía delante, pero resultaba más fácil esquivar con un ojo cerrado las piedras del camino que las palabras de Anica.
—No te reprocho la fortuna que has tenido en la vida —continuó la mujer—. En realidad, te envidio. Conseguiste unos estudios que yo no tuve y un trabajo bien remunerado. Lamento no haber tenido ni una décima parte de tu suerte.
—Déjalo. Yo tampoco he estado a la altura.
—A veces olvido quién eres. Estoy acostumbrada a tratar con otra clase de gente y a ti solo te conozco desde hace seis meses. No debí pedirte que dispararas contra aquella patrulla. Nuestro problema es que hablamos lenguajes diferentes, y eso no es bueno si crea conflictos. Quizá lo mejor es que cada uno siga su propio camino en cuanto las circunstancias lo permitan.
—Sin perjuicio de lo que opinen las circunstancias de tus planes, esta vez estoy de acuerdo —convino Sebastián.
Por algún motivo incomprensible, acabar con la vida de Elena Torres, segunda de la lista que le entregó Klinger, no había sido nada satisfactorio. Creía que sus sentimientos de culpabilidad habían quedado atrás hace muchos años, sepultados después de recibir su primer implante en el bulbo raquídeo. Si algo de la personalidad original de Nun sobrevivió a los sucesivos cambios de recipiente, desde luego no fue la cualidad de arrepentirse de sus crímenes.
Mató a Torres tras examinar su expediente médico y concluir que no era negocio enviarla a la clínica del doctor Zahran. La mujer tenía sesenta y cinco años y presentaba un deterioro orgánico generalizado: sus pulmones estaban obturados por el alquitrán de una vida de fumadora empedernida; sus arterias, flexibles como el cemento, no admitirían más limpiezas sin quebrarse como sarmientos secos, y el hígado había iniciado un proceso cirrótico que llevaría a la tumba a su dueña si no recurría a un trasplante. La medicina arana no era una varita mágica que curase los casos imposibles, y si Nun no se hubiese encargado de ella, la naturaleza lo habría hecho dentro de unos años.
Aunque no era eso lo que le preocupaba. Había matado a docenas de personas en los últimos años sin sentir compasión por sus vidas, pero en el caso de Torres, algo se rebeló en su interior para morderle. La culpabilidad estaba aflorando en él como un parásito que hubiese depositado huevos en sus entrañas, una enfermedad larvada que se esconde para que no puedas combatirla mientras echa raíces, y sólo cuando se ha extendido por el organismo en una metástasis cobarde, asoma a tu conciencia y te muestra su rostro para reírse de ti y susurrarte que estás perdido.
Faltaba un último nombre en su lista para acabar el encargo de Klinger. Después, Nun se tomaría un tiempo para depurar su matriz de personalidad de infiltraciones que degradaban el código. Hasta estar seguro de haberse librado del último resquicio de contaminación, no volvería a aceptar otro trabajo.
Las pistas sobre el paradero de Baffa se cortaban hace dos días en Evo, la capital de Marte. Dos miembros de los neohumanos, Sebastián Arjona y Anica Dejanovic, lo habían sacado de un apartamento vigilado por la policía arana, y su paradero actual era un misterio. Las pistas que le facilitó Klinger no le sirvieron de nada. La prótesis neural de Tavi, que acompañaba al grupo, ya no estaba operativa; y mientras no se reactivase, el sistema de posicionamiento por satélite no podría localizarlo.
Su cliente le apremiaba a que terminase el encargo, y Nun se vio obligado a recurrir a ayuda externa, lo que reduciría su comisión. Nix era muy bueno, pero también caro, y los datos que le había facilitado hasta ahora para localizar a los otros testigos, aunque muy útiles, le habían costado ya el precio de un recipiente joven, como el de aquella hermosa hembra que Zahran conservaba en un tanque. Lástima que su preciosa cabeza estuviera separada del cuerpo; Nun tenía el capricho de habitar el cuerpo de una mujer en su próxima reencarnación, y aquélla habría sido una buena elección. Mucho mejor que el envoltorio de carne de aquel narizotas cojo que tenía ahora. Su abundante vello le picaba y no paraba de rascarse. Era como vivir dentro de un saco de pulgas.
Estableció enlace con la Comuna y pidió audiencia con Nix. Éste había creado un pequeño mundo virtual de aspecto alienígena que poblaban los espíritus de su corte, adoptando formas extravagantes.
Se vio obligado a recorrer a pie un largo sendero, que desembocaba en un palacio de energía pulsátil, un corazón irreal bombeando chorros de bits al resto del seudocosmos. La facultad de volar no había sido implementada en el avatar de Nun, limitado a las leyes de la física convencional. Era la forma de Nix de afirmar su superioridad ante quienes lo visitaban.
Seres flotantes de aspecto globular surcaban un cielo violeta, realizando movimientos imposibles en la atmósfera, creando relámpagos y formando espesas condensaciones de luz que colapsaban en nubes de oscuridad, provocando una lluvia negra que dejaba un rastro de tizne mientras descendía al suelo. No había nada humano en aquel mundo. Cuando recogió unas cuantas gotas negras en sus manos, advirtió que la luz se curvaba alrededor del líquido, como si sufriese la deformación de un diminuto campo gravitatorio. No le agradaban aquellas exhibiciones de banalidad, ni vivir en un mundo de espejos sometido al capricho onanista de un ser que se recreaba en la autocomplacencia. Uno de los defectos de la Comuna era que facilitaba el crecimiento de egos deseosos de convertirse en el centro del universo. Por eso había resistido la tentación de quedarse en ella. La vida como asesino empezaba a cansarle, pero al menos estaba unida a la realidad. La gente como Nix huía de ella, tal vez por experiencias traumáticas sufridas durante su vida corpórea. Para ellos, la Comuna era el mejor exilio, un refugio para inadaptados donde establecer sus propias reglas, si reunían el poder suficiente.
Al final del camino, Nun atravesó una columna de humo que, a su paso, adquirió una textura de algodón sucio. Era la puerta a la fortaleza de Nix, el corazón de aquella ópera bufa. Había protegido los pensamientos de su avatar con una rutina de encriptación muy avanzada, pero por un momento estuvo tentado de abrir el código para que Nix supiese lo que pensaba de él. No lo hizo, claro; era contraproducente para el negocio y seguramente le cobraría el doble. A los psicóticos había que seguirles la corriente para no enfadarlos.
Vejigas preñadas de un líquido ámbar recubrían las paredes, desprendiendo una luz biliosa que transmitía a su paladar el sabor del agua salada. Nun caminó sobre una alfombra de capilares cianóticos que se inflaban y viraban al bermellón al pisarlos. Uno de ellos no aguantó la presión y produjo una enorme ampolla que le levantó sobre el suelo un par de metros y estalló.
Nun atravesó el agujero bajo sus pies y aterrizó en un terreno blando, lodoso, dentro de una amplia cámara de cielo abovedado. Nix se acercó a él, encarnado en una cortina de luz rielante, como una aurora boreal.
—Ah, un paso en falso —dijo su anfitrión, adquiriendo un brillo dorado—. En tu mundo, esa caída te habría costado la vida.
—En el mundo real no habría caído por ese agujero.
—¿Seguro? —la luz atenuó su intensidad, escéptica—. Bien, Nun, ¿qué opinas de mi nueva etapa orgánica? ¿Te gustan los cambios introducidos desde tu última visita?
—No he visto ningún ser humano por aquí.
La luz viró al rojo.
—Ni lo verás. El hombre no tiene cabida en mi mundo.
—Olvidas que tú lo fuiste una vez.
—Sí; y antes de que surgiese el homo sapiens, había lagartos en las ciénagas; y antes de eso, amebas flotando en los mares. Existe algo llamado evolución, Nun. Salimos del mar para conquistar la tierra firme. Ahora debemos abandonar la Tierra y conquistar las estrellas.
—Las estrellas están demasiado lejos, incluso para ti.
—Piensas como un mamífero, y lo lamento. Podrías dejar tu trabajo de matón a sueldo, eficaz y cumplidor, sí, pero matón al fin y al cabo, y venir aquí. El hombre no llegará a las estrellas jamás; es frágil, padece enfermedades, su existencia es efímera. Son almas mortales que surgen un día de la nada, se consumen en un parpadeo y regresan a las tinieblas. Si el universo les concedió una oportunidad fue para dar paso al siguiente escalón evolutivo.
—Detestas a los humanos, y sin embargo, comercias con ellos.
—Los utilizo para mis objetivos. Ahora he hecho un trato con Klinger, tu jefe. Estamos creando una réplica de la Comuna en la Tierra a la que llamo noosfera, en honor al teólogo Teilhard de Chardin. Fue el padre del concepto de punto Omega, que luego desarrollaron físicos como Tipler. La idea de un dios al final de los tiempos me seduce. ¿Y a ti?
—Dudo que seas creyente, Nix.
—La conciencia puede llenar el universo y trascenderlo para alcanzar la inmortalidad; tanto Chardin como Tipler sabían eso; pero no será la conciencia humana la que lo consiga. La noosfera es un paso intermedio para nuestra emigración a las bases del cinturón de Kuiper. Desde allí lanzaremos asteroides con motores iónicos y de fusión a las estrellas. Dejaremos al ser humano atrás y nos expandiremos por el cosmos.
—Me parece estupendo, pero estoy aquí por otro motivo.
—Quiero que entiendas que ya no eres humano, aunque te aferres a un cuerpo grasiento tan feo como el que llevas ahora. Libérate de esa rémora y ven a mi mundo. Si continúas tu vida actual, tus problemas de división de personalidad se agravarán y acabarás con una esquizofrenia irreversible que destruirá tus recuerdos.
—¿Qué te hace suponer que tengo problemas de personalidad?
—El doctor Zahran me lo dijo. Klinger me encomendó que siguiese tus pasos para asegurarme de que cumplías su encargo. Zahran afirma que tu matriz neural se ha ido degradando con cada cambio de recipiente, al contaminarse con los residuos de las conciencias de tus anfitriones. No aguantarás otra reencarnación. Si no ingresas en la Comuna, te convertirás en un mortal que acabará suicidándose.
—Eso es asunto mío.
—En este momento es de los dos. No apruebo lo que hiciste con Winge. Tus órdenes eran matarlo, pero tuviste que perder el tiempo llevándolo a Zahran para que aprovechase su cuerpo y así ganarte unos creds.
—La conciencia de Winge fue borrada, lo que a efectos prácticos equivale a morir.
—Tranquilo, no se lo he contado a tu amo, pero me preocupa que te compadecieses de Winge.
—¿Compadecerme?
—No querías desperdiciar una vida humana.
—Era dinero para pagar gastos extra; como tus elevados honorarios, por ejemplo.
—Está bien, Nun; te he brindado mi ayuda y sin embargo prefieres morir humano. Si quieres autodestruirte, allá tú —la cortina de luz adoptó un blanco neutro—. El testigo al que buscas huyó de Evo hace dos días.
—Cuéntame algo que no sepa.
—Su paradero es una incógnita, pero yo diría que se dirige hacia el sur. El ejército terrestre informó de un incidente con una de sus patrullas en la periferia de la capital: tres soldados fueron ametrallados. Por las huellas de los neumáticos saben que es un vehículo pesado, tal vez un remolque de mercancías o una autocaravana. Si Baffa estuviese todavía en Evo, yo lo habría localizado, de modo que tuvo que escapar durante el asedio a la ciudad, y es muy probable que fuera a bordo de ese vehículo que se saltó el control. Sigue el rastro que dejó en la arena y te conducirá a tu presa, pero no vuelvas a entretenerte, porque el viento borra las huellas. Ya ves qué sencillo. Olfatea tu hueso y corre hasta alcanzarlo. Buena caza.
La pequeña aurora boreal desapareció. Las trivialidades humanas aburrían a Nix, quien no creía que Nun fuese capaz de apreciar su sofisticación.
Pero lo que mencionó acerca de su mortalidad le inquietaba. Desde que Nun recibió su primer implante, había desterrado la idea de morir, sabedor de que, mientras dispusiese de una copia de su matriz a buen recaudo y dinero suficiente, podría reencarnarse tantas veces como quisiera. Ya había fallecido y resucitado siete veces, y en ninguna de ellas pensó que sería la última. Había desterrado el miedo, y gracias a eso pudo asumir mayores riesgos y alcanzar una eficacia plena en su trabajo. El temor a que Nix llevase razón le llenaba de angustia, y aunque restaurase la copia de seguridad de su matriz en otro cuerpo, no solucionaría nada porque aquélla ya estaba degradada después de siete resurrecciones.
Nun recordó la visión de su madre donde le reprochaba que ya no era humano. Curiosamente, Nix le acusaba de lo contrario. ¿Se hallaba en tierra de nadie, en un limbo donde los humanos le escupían desde una orilla y los descarnados desde la opuesta? ¿Y si decidía romper su ciclo de reencarnaciones, borrar la copia de su matriz y acabar con todo? ¿Alcanzaría el Nirvana, el no ser?
Abrió los ojos. El mundo de fantasía de Nix se había desvanecido, canibalizado por la realidad.
Deseó no haber tenido que matar a su padre. Fue en aquel momento cuando su vida cambió radicalmente. Sus familiares no quisieron entender por qué lo hizo, le dejaron solo. Había tirado su vida a la basura para nada, y ahora, cuando creía haberlo superado, sus demonios personales volvían a atenazarle, y no podía arrancárselos sin dejar de ser lo que era; aunque después de siete resurrecciones, ya no estaba seguro de lo que significaba eso.
Suponiendo que su vida tuviese algún significado.
Si la jornada anterior había sido una pesadilla para Delgado, con la explosión que reventó una pequeña sección del anillo y paralizó los experimentos del acelerador, el día no amaneció mejor. Cherinowski y sus muchachos recorrían la base histéricos, en busca de pruebas para descubrir al autor del atentado; ya habían revuelto su despacho dos veces y eso que Delgado era el jefe, pero hasta cierto punto podía soportarlo y tampoco tenía nada que esconder.
Sin embargo, el aviso del presidente del Senado, solicitándole ayuda, le pilló desprevenido.
Tras el asalto al parlamento, Sanazzaro y un grupo de senadores lograron escapar y se declararon único gobierno legítimo de Tierra Unida, hasta que Savignac, arrestado por orden del vicepresidente Hofman, recuperase la jefatura del gobierno. La presión de la policía obligó a los senadores rebeldes a huir de la Tierra en una lanzadera. La nave no disponía de motor de fusión para un viaje de alta energía a Marte, destino por otra parte poco aconsejable, a la vista de la guerra que allí se libraba; en consecuencia, Sanazzaro decidió que la Luna era un refugio igualmente bueno para dirigir desde allí la resistencia.
La situación en la Tierra era muy confusa. En una primera fase, el golpe había triunfado, Klinger seguía controlando a la policía y se mantenía la paz en las calles. En el seno de las fuerzas armadas, la situación era distinta y algunos mandos se estaban alzando en contra de Hofman.
En la Luna, la base militar Copérnico —cuyos mandos gozaban de una dilatada tradición constitucionalista desde la crisis de finales del XXI— todavía no se había pronunciado. Sanazzaro iba a forzar la situación. Aunque dicha base se hallase al otro lado de la Luna, no tendría más remedio que decantarse de qué lado estaba.
Pero de momento, quien tenía que pronunciarse era Delgado. Podía negarles asilo y dejarlos allí arriba dando vueltas, hasta que se les acabase el combustible, o alegar que las instalaciones no eran seguras para ellos, dado que acababan de sufrir un atentado y no sabían quién era el culpable, pero dudaba que eso asustase a Sanazzaro. O también podía aceptar su petición. Pero en este caso, sus horas al mando de Selene estarían contadas.
—Nuestra lanzadera pierde presión en un tanque —le dijo Sanazzaro, en la pantalla de su escritorio—. Si no alunizamos antes de una hora, estamos perdidos.
Ayuda humanitaria. Los tratados internacionales le obligaban a prestarla en casos de emergencia, y Sanazzaro utilizaba ese ardid en su beneficio.
—Está bien —suspiró Delgado—. Tienen autorización para alunizar y reparar la lanzadera. No puedo garantizarles nada más —dijo, y cortó la comunicación.
Prestarles asistencia en esas circunstancias salvaría su cuello y así ganaría tiempo para decidir qué hacer cuando los senadores se instalasen en el recinto.
La pantalla le mostró la órbita de acercamiento de la lanzadera, que maniobraba sus cohetes para iniciar el descenso. Alguien llamó a su puerta.
—Sea quien sea, estoy ocupado.
—Lamento interrumpirle —Picazo entró en el despacho—, pero tengo noticias urgentes.
—Estoy informado de ellas.
—No, no lo está —Picazo le tendió una carta con el membrete del ministerio de Defensa—. Acaban de transmitirla.
Delgado leyó el papel. Se le ordenaba que derribase la lanzadera, sin diálogo ni advertencia previa a sus ocupantes.
—Hay veinte senadores a bordo de esa nave —dijo Delgado—. Esto es una sentencia a muerte.
—Es una orden —dijo Picazo—. Estamos en guerra y esa gente es culpable de sedición.
—¿Culpable? ¿Cuándo ha sido el juicio? Incluso en tiempo de guerra hay que cumplir ciertas formalidades.
—Ya tiene sus órdenes, Delgado. Yo que usted las cumpliría.
—No me amenace.
Picazo le dirigió una mirada glacial.
—Yo le desvelé la existencia del silo subterráneo. Ahora tendrá que utilizarlo.
—Ese silo sólo será utilizado para defendernos de un ataque.
—Si aún continúa al frente de esta base es gracias a los informes que redacté sobre usted.
—Lamento que se equivocase de hombre, pero estoy obligado a prestar auxilio a esa lanzadera. Tienen una fuga en un tanque y la convención internacional de salvamento me obliga.
—Es su decisión —Picazo dio media vuelta y cerró de un portazo.
Delgado apretó los puños. Cómo le gustaría coger del cuello a aquel cretino.
No tenía mucho tiempo. Tecleó un código de bloqueo en el ordenador, para que Picazo no pudiese lanzar ningún misil a sus espaldas, y a continuación realizó una llamada. De su resultado dependería no solo el destino de los senadores, sino el suyo propio.
Nuevo visitante. Esta vez era el capitán Cherinowski, que venía escoltado por dos soldados.
—El alférez Picazo me acaba de pedir que le arreste, por negarse a cumplir una orden del alto mando —Cherinowski agitó al aire una copia del papel.
—Acérquese.
—¿Qué?
—Deje a sus hombres fuera y acérquese. Si no le asusta quedarse a solas conmigo, claro.
Cherinowski hizo una seña a los soldados para que le esperasen fuera. Con cautela, desenfundó su arma y se aproximó a él.
—Tengo al general Jiang de base Copérnico en línea —dijo Delgado—. Creo que desea decirle algo.
Cherinowski se situó frente a la pantalla, incrédulo. Al ver el rostro del general se cuadró de inmediato.
—Capitán, mientras yo no diga lo contrario, acatará escrupulosamente las órdenes del comandante Delgado, su superior en la cadena de mando. ¿Lo ha entendido?
—Pero hemos recibido una orden del…
—¿Lo ha entendido?
—Sí, señor.
—Usted responde directamente ante mí, capitán. Ni ante el Estado Mayor, ni ante ningún otro. Cómo cumpla el comandante Delgado las órdenes del alto mando no es asunto suyo.
—Desde luego, señor.
—Espero de usted y sus soldados la mayor colaboración. Siempre ha sido usted un hombre leal y respetuoso con la jerarquía castrense. No me defraude ahora.
—Sigo siéndole leal, señor.
—Lo sé, Cherinowski. Retírese.
El capitán abandonó dócilmente el despacho, cerrando la puerta con suavidad. Delgado había pasado la parte más difícil, consiguiendo que base Copérnico se posicionase a favor del Senado. El anuncio tendría una gran importancia que sin duda atraería más apoyos, aunque lamentablemente, ahondaría la brecha entre los mandos del ejército que respaldaban a los golpistas y los que se oponían, con el riesgo de que desembocase en una guerra civil.
La lanzadera apagó sus retrocohetes y alunizó sin signos de sufrir los problemas técnicos alegados por Sanazzaro. Una procesión de senadores vestidos con trajes espaciales descendieron por la rampa en dirección a la esclusa de entrada al complejo. Al otro lado, Delgado y Arnothy les aguardaban. Había enviado a Cherinowski a que pusiese a punto un nuevo pabellón para los huéspedes, lo que lo mantendría ocupado un buen rato. Picazo prefirió no estar presente en el recibimiento. Tenía que pensar qué hacer con aquel individuo. Meterle en un calabozo era una idea tentadora, pero no quería convertirlo en una víctima que ganase las simpatías de los soldados.
La esclusa de aire se abrió con un siseo metálico. Los senadores entraron vacilantes y confusos; el más joven del grupo debía tener más de cincuenta, y era evidente que la mayoría no tenía experiencia en ambientes de baja gravedad.
—¿Luis Delgado? —un hombre de cara arrugada y paso decidido se destacó del grupo. Recordaba aquel rostro de haberlo visto por televisión, en los debates del parlamento—. Soy el senador Sanazzaro.
—Es un honor tenerles aquí, senador.
—Sí, y me temo que tendrá que aguantarnos durante algún tiempo. La avería que le comenté es más grave de lo que creíamos.
—No es necesario que siga fingiendo. He aceptado que se queden con todas las consecuencias.
—Me alegra oírlo. Está haciendo lo correcto, Delgado. Cuando esto acabe, será recompensado por su colaboración.
—Arnothy acompañará a los senadores a sus alojamientos. Si lo desea, seguiremos en mi despacho.
Sanazzaro lo siguió a su oficina. El veterano senador demostró mucha agilidad quitándose el traje de presión sin ayuda. Luego confesó que ya había salido al espacio con motivo de viajes oficiales, y el ambiente lunar le iba de maravilla a sus dolores de columna. Cuando retornase al intenso campo gravitatorio terrestre le esperaba un tortuoso programa de recuperación, pero hasta entonces sus articulaciones disfrutarían de un buen descanso.
—Me alegra que base Copérnico nos respalde —dijo Sanazzaro, tomando asiento—. Estaba casi seguro de que se pondrían de nuestro lado, pero siempre se alberga la duda de lo que pueda suceder en el último momento.
—Ha tensado la cuerda y por ahora resiste —dijo Delgado—. Pero lamento decirle que no ha venido en un buen momento.
—No elegimos los buenos momentos: son ellos los que vienen a nuestro encuentro cuando les apetece —Sanazzaro miró a su alrededor, buscando algo—. ¿Dónde hay un cenicero?
—No se puede fumar en la base, senador.
—Eso sí es una faena. Llevo sin fumar todo el viaje y deseo tomar un pitillo tanto como orinar. Por cierto, ¿dónde está el baño? Mi vejiga debe tener ya el tamaño de una calabaza.
—En esa puerta de la izquierda.
Sanazzaro desapareció unos instantes en el aseo. Regresó con un aspecto más relajado.
—Los trajes espaciales llevan un pañal para las emergencias, pero preferí no probarlo —bromeó el político—. Me informaron de que ayer tuvieron un incidente con el acelerador.
—Lo estamos investigando. Alguien colocó una bomba en el anillo y voló una pequeña sección. Los daños no son grandes, pero han obligado a paralizar los experimentos del colisionador de partículas.
—Como presidente del Senado, recibí un informe confidencial acerca del nuevo uso que el ejército pretendía darle. Soy un profano en física y no entendí nada del dosier, salvo que querían emplearlo como arma.
—En efecto. Realizaron una prueba sin advertirnos del peligro que corríamos; uno de mis hombres agoniza en la enfermería y una mujer quedó gravemente afectada por la radiación. Pedí una nave para que la evacuasen, pero el golpe y la guerra la están retrasando.
—¿Conoce usted los motivos que precipitaron el ataque al Senado?
—Sólo lo que dicen las noticias, que el Senado debatía la destitución de Hofman, pese a que la Constitución lo prohíbe si se ha declarado la guerra.
—Antes que eso, la cámara alta estudiaba abrir un proceso por corrupción contra Klinger y otros miembros del gobierno. La fiscalía de Marte nos envió las declaraciones de dos ex directivos de empresas farmacéuticas, que pagaron sobornos para que se mantuviese la prohibición de la nanomedicina en la Tierra. La semana próxima, la fiscalía iba a pedirnos la extradición; informamos a Savignac, quien nos garantizó el levantamiento de inmunidad contra Klinger y los parlamentarios corruptos. La operación se mantenía en secreto para evitar que los implicados intentaran algo, pero a la vista de los hechos, está claro que Klinger se enteró. Esos dos testigos han desaparecido; y si bien llegó a Marte un tercero, no tenemos muchas esperanzas de que siga vivo mucho tiempo.
—Senador, ¿cree que la Luna ha sido una buena elección?
—No. Este lugar es un polvorín, lo sé, pero la alternativa era quedarnos en la Tierra; y allí habríamos durado mucho menos. Imagine por qué los testigos tuvieron que huir a Marte. Klinger y su camarilla están concentrando más poder a cada día que pasa. Hay que plantarles cara y detenerlos, cueste lo que cueste. Sé que usted no vino aquí para participar en intrigas palaciegas, pero la Tierra le necesita, y tendrá que realizar sacrificios que no figuraban en su contrato.
—Como le dije, acepté que viniesen aquí conociendo los riesgos. He tenido que sofocar un intento de rebelión poco antes de que alunizasen, pero están aquí sanos y salvos, y eso es lo que importa.
—Sí. El mayor error de Savignac fue aceptar miembros de la ultraderecha en su gobierno; son la negación de la democracia, lo peor que puede ocurrirle al mundo. Aunque Klinger no hubiera sido sobornado por las farmacéuticas, habría obrado igual. Quería eliminar el exceso de población y seleccionar a los genéticamente puros; de ahí el programa de control de ADN para que solo procreen los más aptos. Cuando olvidamos la historia, estamos condenados a repetirla; es una frase manida, pero es la realidad: Klinger es un anacronismo surgido de las tinieblas del siglo XX que ha tomado forma, una piedra en el camino para que tropecemos por segunda vez. Nuestra misión es arrojarla lejos para que no bloquee el paso nunca más, pero yo no puedo hacerlo solo; mi columna no me permite levantar grandes pesos. Por eso necesito su ayuda, Delgado. La suya y la de todo el personal de esta base.