El informe de Soto acerca de la operación de rescate fue transmitido al almirante Tazaki, para su evaluación. De él dependía en última instancia el destino del teniente, quien fue acusado por Godunov de negligencia en sus funciones, por administrar Zenlixal 3000, un potente anestésico, al soldado que torturó y mató a dos civiles en el acuífero, en contra del criterio médico de Gritsi. El autor de los asesinatos había fallecido a consecuencia de la reacción del medicamento en su organismo, y eso dejaba a Soto bajo el cargo de homicidio por imprudencia, quedando arrestado en el calabozo hasta que la superioridad tomase una decisión.
Pero Tazaki no tomó ninguna. Es más, dio instrucciones al general Velasco de no hacer declaraciones sobre lo sucedido. El almirantazgo emitió poco después un comunicado, en el que presentó la operación de rescate como un éxito, sin aludir al asesinato de civiles, y obviando que el autor de las muertes estuviese bajo la influencia de drogas. A sus familiares se les explicó que el soldado había sido víctima de una toxina liberada por los aranos en la sala donde se refugiaron.
Aunque la versión oficial libraba de facto a Soto de responsabilidad, Godunov insistió en que debía mantenerse el arresto. Tazaki optaba por disfrazar la realidad, pero eso no exoneraba a Soto. Velasco no sabía qué hacer. Soto había cometido una imprudencia; sin embargo, había intentado salvar a aquel asesino. Otro oficial menos escrupuloso le habría volado los sesos de un disparo, y sería una actuación correcta porque el soldado estaba fuera de control y podía haber volado el acuífero.
No le sorprendió que Tazaki ocultase las causas reales de aquel episodio. La responsabilidad última recaía en el almirante, y si trascendía que los controles se habían relajado hasta el punto de que los mandos toleraban el consumo de drogas entre los soldados para mejorar su rendimiento, la repercusión de la noticia en la opinión pública forzaría su pase a la reserva en cuanto volviese a la Tierra.
Velasco ordenó un análisis de sangre de todo el personal de su nave, con resultado negativo. Al menos en ese aspecto podría sentirse tranquilo y afrontar con mayor seguridad la misión que Tazaki acababa de encomendarle.
El Talos y el Nimrod habían sido enviados a un pequeño enjambre de asteroides, desde el cual se inició días atrás el ataque de misiles contra la flota. Aunque se había determinado con cierta precisión que las plataformas de despegue se encontraban en un solo asteroide de pequeño tamaño, podría haber más escondidas en la zona. Ambas naves deberían hacer un barrido completo y destruir los depósitos de armas que hallasen, para que la flota no volviese a ser cogida desprevenida.
Contaban para ello con prototipos de cazas clase Alcotán, controlados por IAs. Los alcotanes eran pequeños y maniobrables, con una ametralladora en su proa, consumían escaso combustible y podían llevar dos toneladas de armamento. Era la primera vez que iban a ser probados en combate real y Velasco se había mostrado reticente, pero el almirante insistió en que aquellos cazas robotizados ahorrarían vidas humanas, si eran interceptados por las defensas que los aranos podían tener preparadas en el enjambre.
Velasco no olvidaba la farsa orquestada alrededor del buque Argentina, que presentó a los aranos como agresores para justificar ante la opinión pública lo que podría llegar después. Si Tazaki conocía el ataque y había dejado que una nave sin tripulación fuera destruida, simulando después unas bajas inexistentes, ¿por qué les enviaba ahora al enjambre? ¿Acaso no sabía de antemano lo que iban a encontrar allí?
Desde su camarote abrió un canal con Randhawa, que comandaba el Nimrod. Su colega se hacía las mismas preguntas, y estaba casi seguro de lo que realmente se proponía Tazaki.
—Alguien escuchó nuestra conversación —dijo el indio en la pantalla, con gesto preocupado—. No debiste haberme visitado, atrajiste la atención de mis oficiales, y sé de un par de hombres que les gustaría verme caer para ocupar mi puesto. Además, no descubriste nada que yo no supiera.
—Pensé que la gravedad de la situación lo merecía, pero no me dejaste claro qué ibas a hacer. Si Tazaki dedujo que yo conspiraba contra él, no entiendo por qué te ha enviado a ti también en esta misión.
—Porque yo debería haberle informado del encuentro y no lo hice. No se fía de nosotros, por eso no quiere tenernos cerca cuando la guerra empiece.
—¿Que será cuándo?
—Tal vez mientras hablamos, ya estén cayendo las primeras bombas sobre Marte. Nuestra única esperanza es que el Senado reaccione rápidamente y devuelva a Savignac a la presidencia del gobierno. Hay una reunión de la comisión permanente para esta tarde: declarará uno de los policías que elaboró el informe contra Savignac, para demostrar que fue un montaje.
Velasco recibió una llamada del puente, reclamando su presencia. El Talos, cerca de su objetivo, había apagado los cohetes de desaceleración. Se disculpó ante su amigo y se quitó el servotraje que protegía sus huesos de los violentos movimientos de inercia. Un poco de gravedad era bueno, pero prefería que ésta no existiese a que fluctuase como una montaña rusa.
Para rusos ya tenía suficiente con Godunov. El coronel tenía abierta en su consola una rejilla táctica, desde la que ensayaba el despliegue de los nuevos cazas. Parecía disfrutar mucho con la idea de utilizar aquellos juguetes.
—No voy a activar las IAs incrustadas en esos trastos —dijo Velasco—, así que transferiremos el control remoto a teleoperadores humanos, que los dirigirán desde aquí.
—¿A qué se debe ese cambio de planes? —respondió Godunov, molesto—. Nadie me informó.
Velasco ocupó el sillón de mando y llamó a los pilotos para que subiesen al puente, abriendo la rejilla táctica en su propia consola.
—Yo dirigiré personalmente la operación —dijo—. No consideré necesario que supieses los detalles.
—Si desactivas la inteligencia artificial de los alcotanes, no serán más que marionetas movidas por radio —alegó Godunov.
—Ésa es la idea.
—Creí que los planes de Tazaki eran otros.
—Me ordenó que utilizase los prototipos y lo voy a hacer.
—A tu manera.
Velasco miró duramente a Godunov. Estaba reaccionando como un crío porque le había privado de su diversión, y su actitud rayaba la insubordinación.
—Sí, a mi manera. ¿Alguna objeción, coronel?
—Sólo te refrescaba la memoria. Como segundo al mando es mi deber.
Los operadores de los cazas habían entrado al puente y ocupaban sus puestos. Velasco sacudió la cabeza y se concentró en la pantalla, apartando a Godunov de sus pensamientos.
Los alcotanes soltaron amarras y se alejaron del crucero, indecisos, con balanceos que los operadores corregían mediante estabilizadores. No parecían muy impresionantes, aunque en el cuartel general debían haber quedado satisfechos con las simulaciones de batalla. El fabricante tendría que mejorar mucho sus habilidades, si pretendía mandar a la reserva al cuerpo aeroespacial de pilotos, pensó Velasco.
El Nimrod había soltado ocho alcotanes, que unidos a los seis del Talos, sumaban un escuadrón de catorce cazas. Randhawa, más confiado, dejó que sus pájaros volasen sin hilos, conducidos por las IAs de batalla. Ya veríamos quién conseguía las mejores presas, se dijo Velasco. Si hacía morder el polvo a Randhawa, demostraría a Tazaki y al alto mando que los intentos de robotizar las fuerzas armadas estaban abocados al fracaso.
Las cámaras telescópicas de los dos alcotanes de vanguardia captaban un reflejo en el interior de un cráter del asteroide marcado como objetivo primario. La imagen, ampliada y reprocesada, mostraba un círculo partido en dos, notándose un cambio de brillo entre las dos mitades. La parte luminosa menguaba conforme se acercaban.
Se trataba del mecanismo de apertura de un tubo de lanzamiento. Los alcotanes de avanzadilla, teledirigidos por sus hombres, prepararon sus armas, mientras el resto abría la formación para evitar ser un blanco fácil de la defensa arana.
Dos cohetes vomitados por el cráter pusieron rumbo de intercepción contra los alcotanes. Éstos abrieron fuego, pero erraron en el blanco. Los cuerpos cilíndricos de los cohetes enemigos se desprendieron de las ojivas, liberando cientos de esferas del tamaño de un balón. Era fácil adivinar de qué se trataban, pero por si acaso, el impacto de una de ellas contra el caza más destacado disipó sus dudas.
El escuadrón liberó contramedidas magnéticas. Muchas minas enemigas, atraídas por los señuelos, se desintegraron al chocar contra ellos, provocando una nube de interferencia electrónica que dificultó el guiado remoto de los cazas. Cuando los operadores de Velasco reaccionaron, Randhawa ya había tomado ventaja, situando a sus alcotanes en rango de tiro, dispuestos a atacar la plataforma de lanzamiento.
Pero no todo iban a ser alegrías para su amigo; un par de sus cazas fueron destruidos por minas, y un tercero perdió el propulsor al ser alcanzado por fuego de baterías escondidas alrededor del cráter. Si seguían perdiendo alcotanes a ese ritmo, el Talos y el Nimrod tendrían que acercarse más al asteroide y usar la artillería, con el riesgo de recibir algún misil o mina perdida.
Los cazas se habían distribuido alrededor del cráter e iniciaban el asedio. Una explosión derrumbó parte de la pared iluminada por el Sol, provocando un alud de tierra que penetró dentro del tubo de lanzamiento. Las baterías que defendían el perímetro exterior del cráter intensificaron su fuego y se cobraron otro alcotán de Randhawa, antes que media docena de misiles disparados por el escuadrón las redujesen a nubes de confeti plateado.
Los supervivientes recibieron orden de explorar el resto de asteroides del enjambre, en busca de bases ocultas. El grupo se desperdigó obedientemente, excepto los alcotanes de Velasco, que había puesto rumbo de regreso, incurriendo en flagrante desacato.
—¿Qué ocurre? —preguntó a los pilotos.
—Los alcotanes no aceptan los comandos, general —dijo uno de ellos—. Tal vez la interferencia electrónica de las minas haya dañado su sistema de guía.
—Hace un momento cumplían las órdenes perfectamente —Velasco se volvió al teniente de comunicaciones—. Jir, ¿están interfiriendo nuestras transmisiones?
—No, señor —el hombre guardó silencio unos segundos—. El enlace entre el Talos y los alcotanes se mantiene. La onda portadora procede directamente de este puente, pero alguien ha reactivado sus IAs con instrucciones que prevalecen sobre las nuestras.
—Destruyan los alcotanes. Pilotos, a sus cazas.
La batería de proa del crucero lanzó una andanada contra los atacantes, derribando a uno de ellos. El resto varió su rumbo; tres se dirigieron hacia el Nimrod y los demás tomaron posiciones alrededor del Talos, a suficiente distancia para esquivar los proyectiles. Velasco llamó a Randhawa para avisarle de lo que se le venía encima.
Los cañones de ambos buques se emplearon a fondo durante los siguientes minutos, mientras una escuadrilla de cazas pilotada por humanos abandonaba los hangares, dispuestos a rematar el trabajo. Los alcotanes eran difíciles de abatir por su maniobrabilidad y pequeño tamaño, pero por muy avanzadas que estuviesen sus inteligencias artificiales, todavía no eran capaces de competir contra un piloto de carne y hueso.
La mayoría de los alcotanes fueron destruidos por los cazas, aunque uno de ellos consiguió esquivar los proyectiles y se dirigía en un extraño movimiento zigzagueante hacia el puente de mando. Velasco dio la orden de que el puente se evacuase de inmediato y se cerrase la compuerta. Si se despresurizaba aquel compartimento por el impacto, al menos no afectaría al resto de la nave.
Desde su consola se hizo con el control de la batería de proa. Mediante un algoritmo predictivo, la IA del alcotán se anticipaba a los movimientos automáticos del cañón y sus pilotos no se encontraban lo bastante cerca para derribarlo. Velasco lo centró en la retícula de la pantalla y lanzó un disparo de prueba. Su blanco escoró a babor, lo suficiente para que el proyectil no le rozase. Tenía cinco segundos antes de que se estrellase contra el Talos. Velasco movió el cañón en arco y lanzó una ráfaga al lugar en que adivinaba iba a moverse el alcotán.
No tuvo tiempo para un segundo movimiento.
El ventanal panorámico del puente reventó. La mampara protectora, que debería haber bajado al iniciarse la batalla, se había quedado atascada a mitad de su recorrido y no pudo evitar la descompresión. Velasco se aferró a la mesa para no ser succionado por la abertura, se aproximó al ventanal destrozado, retiró algunos trozos de plástico que obstaculizaban la bajada y giró la manivela que movía manualmente los engranajes del panel. Sentía un agudo dolor de oídos y la sensación de que sus intestinos se inflaban, pero su cuerpo no llegaría a estallar por la descompresión. Antes se congelaría a causa del frío, o moriría por falta de oxígeno, lo cual, desde luego, era un pobre consuelo.
El panel bajó un par de centímetros. Tensó los músculos y siguió girando la manivela. Un bloc de papel electrónico chocó contra su mejilla antes de ser tragado por el vacío, aunque Velasco tuvo mejor suerte con una pantalla de cristal líquido desprendida de su soporte, que le habría abierto el cráneo de no agacharse a tiempo. Mareado, hizo un último esfuerzo y dobló el cuerpo contra la manivela para facilitar su giro. El mamparo bajó los últimos centímetros y la corriente de aire cesó.
El ordenador comenzó a presurizar de nuevo el puente. Velasco se encaramó a su sillón y observó el monitor. Por fortuna, el Talos no presentaba daños en otros lugares. Los pilotos pedían permiso para volver a los hangares, al no quedar más alcotanes a la vista, y Randhawa quería ponerse en contacto con él.
Cuando el sistema de chequeo interno le confirmó que el puente volvía a ser estanco, abrió la escotilla para que el personal regresara. Gritsi acudió con un maletín a reconocerle, pero Velasco le dijo que no necesitaba asistencia.
—Eso me toca decidirlo a mí, general —dijo la alférez—. Le quiero en la enfermería dentro de cinco minutos para un reconocimiento. Podría tener lesiones internas.
—Iré en cuanto pueda —Velasco aceptó la llamada entrante y se colocó el auricular.
—¿Qué os ha pasado? —preguntaba Randhawa—. ¿Os encontráis bien?
—La situación está bajo control —dijo Velasco—. Tranquilo.
—Mis alcotanes ya han regresado al Nimrod. ¿Qué ha ocurrido con los tuyos?
—El teleguiado por radio dejó de funcionar. Abriré una investigación ahora mismo para averiguar qué sucedió.
—Creo que tienes un problema de seguridad, Velasco. Uno bastante serio. Te mandaré a mis hombres para que te ayuden.
—Tengo a bordo los mejores técnicos en informática, pero gracias de todos modos.
—No hablaba de técnicos —Randhawa hizo una pausa—. Me temo que ellos no bastarán para solucionar tu problema, amigo.
Baffa cerró apresuradamente su maleta. Se había acostumbrado muy pronto a aquel confortable apartamento y no le gustaba abandonarlo al día siguiente de haber llegado. Aunque, si existía un motivo urgente para marcharse, se preguntaba por qué habían esperado tanto. En veinticuatro horas podían ocurrir muchas cosas desagradables, en las que Baffa prefería no pensar.
Las autoridades pusieron impedimentos para dejarle salir de allí. La fiscalía, que le había asignado protección policial, se sentía molesta por las quejas de Anica y Sebastián sobre filtración de datos. La desaparición de Mauro Winge, del que la policía no había vuelto a tener noticias, no convenció del todo al fiscal, que tercamente insistía en la fiabilidad del programa de protección de testigos, y en la honestidad de sus hombres. La decisión final se habría demorado varios días si otros hechos mucho más graves no hubieran relegado a un segundo plano la causa penal y la seguridad de Baffa.
La flota terrestre había decidido intervenir en apoyo de los alcaldes secesionistas, y tras enviar un ultimátum al parlamento arano para que reconociese la independencia de las ciudades que así lo demandasen, comenzó a atacar objetivos militares a primera hora de la mañana. Evo, como capital de Marte, era un punto estratégico para las tropas invasoras, que deseaban capturar al gobierno e implantar una junta provisional. Las oleadas de paracaidistas no habían cesado desde el amanecer, y las carreteras de la metrópoli estaban cerradas al tráfico. En el espaciopuerto se libraban combates entre las tropas leales y un regimiento aerotransportado del almirante Tazaki. Aunque éste no quería causar víctimas civiles, para que la intervención no fuese percibida por el pueblo como una invasión, ya habían estallado dos cúpulas cercanas al puerto espacial, y el número de víctimas se contaba por docenas.
Bajo aquellas circunstancias no estaba claro si lo mejor era quedarse en Evo o emprender la huida; pero aunque Baffa hubiera expresado su opinión, no la habrían tenido en cuenta. Saldrían de la ciudad en una caravana diseñada para largos trayectos por el desierto marciano. Con ella recorrerían unos trescientos kilómetros al sur, hasta alcanzar Niesten, un asentamiento sin valor para los militares. De Souza tenía allí un contacto que les facilitaría un aeroplano para cubrir el resto del viaje hasta ciudad Barnard.
El garaje donde se guardaba la caravana quedaba a cuatro manzanas del apartamento de Baffa. Era una distancia corta, que sin embargo iba a serles muy complicada de cubrir. Al llegar a una calle principal, se encontraron inmersos en un fuego cruzado entre las tropas que defendían la ciudad y el ejército de la Tierra. Disparos de ametralladora y bramidos de lanzacohetes desde uno y otro extremo de la vía les obligaron a echarse al suelo y arrastrarse hasta la esquina más próxima. Baffa fue alcanzado en el brazo derecho, una herida que habría sido fatal en otra época, en que el menor desgarro del traje conducía a una muerte segura; pero afortunadamente para él, en Marte había suficiente presión para que su sangre no hirviese en sus venas.
Sebastián le aplicó un torniquete encima de la herida. La bala había desgarrado un trozo de carne del antebrazo. No parecía grave si la suturaba pronto. Resollando tras su mascarilla de oxígeno, el herido aseguró que estaba bien y que había que seguir adelante.
—Apriete este trozo de tela contra la herida —le previno Sebastián—. Y corra siempre detrás de nosotros. No se distraiga.
Baffa asintió vigorosamente y retrocedieron doscientos metros hasta llegar a la última línea de trincheras que el ejército arano había dispuesto en esa calle. A pesar de ello, todavía llegaba algún proyectil a aquella posición y se vieron forzados a pasar a la otra acera agachados, arrimándose a los muros de contención antitanque dispuestos apresuradamente por las fuerzas de defensa.
Llegaron por fin a las puertas del garaje. Sebastián golpeó en la persiana metálica y segundos después ésta se alzó, descubriendo la amplia cabina de la caravana, con Tavi al volante haciéndoles señas para que entrasen.
—Podéis quitaros las mochilas de oxígeno —dijo el conductor—. Todo el interior es estanco —señaló a Baffa—. ¿Qué os ha ocurrido?
—Recibió un disparo —Sebastián se despojó con alivio de la carga que llevaba a sus espaldas y ayudó a Baffa a que entrase dentro de la caravana—. ¿Dónde está el botiquín?
—En el armario del fondo, a la derecha.
—Arranca ya —dijo Anica—. A cada momento que pasa, esto se pone peor.
—Siéntate a mi lado. Quizá te necesite —Tavi le señaló una pequeña tapa disimulada bajo el asiento del acompañante.
Anica la alzó, descubriendo una metralleta, dos pistolas y abundante munición.
—Has pensado en todo, amigo.
—Procuro no dejar nada al azar —Tavi apretó el pedal del acelerador y maniobró para incorporarse a la carretera—. ¿Hacia dónde vamos?
—Hacia la derecha —le indicó Anica—. La izquierda acaba en una calle donde hay combates.
Se alejaron medio kilómetro con relativa facilidad, salvo el ocasional ruido de disparos y alguna explosión cercana. Tras coger un desvío a las afueras, dejaron la carretera asfaltada y se internaron en un polígono vacío, donde se proyectaba construir un sector industrial. Vieron varios camiones y excavadoras desperdigados por la planicie, abandonados por los operarios.
—Esta zona parece despejada —dijo Tavi a la mujer—. Pero por si acaso nos rompen el parabrisas, hay una máscara de oxígeno junto a la guantera.
—¡Eh! ¿No podéis ir más despacio? —se quejaba Sebastián—. Con este traqueteo no puedo coser la herida de Baffa.
—En cuanto nos alejemos un poco de la ciudad pararemos un rato —dijo Tavi.
—No —rechazó Anica—. Sebas es muy bueno, podría operarte de amígdalas subido a una noria —señaló un punto en el horizonte—. ¿Qué es eso?
—Una patrulla se acerca.
—Sebastián, deja a Baffa y ven a la cabina. Tenemos problemas.
El médico se acercó a ellos, enojado.
—No hay tiempo para discutir —Anica le entregó la metralleta—. Si nos paran, yo bajaré para entretenerles. Cuando haga una seña, asomas por la ventanilla del techo y les disparas.
—¿Qué? Yo nunca he disparado un arma.
—Sólo tienes que pulsar este botón y apretar el gatillo. Cuando te quedes sin munición, metes otro cargador con un golpe seco.
La patrulla les lanzaba señales luminosas para que se detuviesen. Anica recuperó su mochila y se ajustó la mascarilla, escondiendo una pistola en el bolsillo trasero del pantalón.
El vehículo patrulla se situó frente a ellos y Tavi paró la caravana, dejando que la mujer bajase a entenderse con los militares. Dos de ellos saltaron del vehículo y le dijeron que debían dar media vuelta y volver a la ciudad. Anica exigió un motivo, e hizo la seña convenida para que Sebastián abriese la trampilla del techo y empezase a disparar, pero el médico se había quedado paralizado. No podía matar a sangre fría a aquellas personas; sólo eran soldados que cumplían órdenes. Observó sus rostros: el más joven debía tener veinte años, y su compañero poco más de treinta. Un tercero aguardaba en el interior del vehículo y también parecía bastante joven.
—¿Qué haces? —le dijo Tavi.
—Buscaremos otro camino para salir de la ciudad.
Anica, al percatarse de que Sebastián se había echado atrás, regresó al vehículo.
—Debí imaginar que no tendrías valor para esto —le arrebató el arma—. Vuelve con Baffa.
—¿Entonces volvemos a Evo o no? —inquirió Tavi.
—Da media vuelta.
Tavi obedeció, maniobrando la caravana tal como le pedía. Los soldados perdieron interés por ellos y bajaron sus armas, momento en que Anica abrió la trampilla del techo y vació un cargador contra ambos.
—¡Da marcha atrás! ¡Rápido!
La trasera de la caravana embistió el vehículo militar, arrastrándolo varios metros. El soldado que había en su interior sacó su arma por la ventanilla del conductor, pero antes de que pudiese hacer uso de ella se desplomó contra el volante, acribillado por los disparos de Anica.
—Problema resuelto —dijo la mujer—. Vámonos antes de que surjan más.
Desde el interior de la caravana, Sebastián no daba crédito a lo que había presenciado. Su amiga acababa de asesinar a tres hombres y apenas se inmutaba. Debería haberla dejado marchar cuando se lo pidió en el restaurante.
—¿Qué estás mirando? —dijo la mujer—. Eran ellos o nosotros.
Sebastián no dijo nada y volvió su atención hacia Baffa. Enhebró la aguja estéril y retiró la gasa que tapaba la herida.
—No tengo anestesia en el botiquín —dijo—. Apriete los dientes, porque esto va a dolerle un poco.
El furgón blindado gris oscuro aparcó en una calle próxima al edificio del Senado. Klinger se encontraba en el interior del vehículo acompañado de Gevers, la jefa de la policía de Bruselas, para dirigir el cerco al parlamento. Klinger no era un hombre de acción y odiaba las intervenciones públicas; si hubiera otra forma de resolver aquella crisis, la habría usado; pero no lo creía, y tampoco quería arriesgarse a delegar en sus subordinados. Ordenar el asedio al Senado implicaba el ejercicio directo de la autoridad, y él era el ministro con mayor poder en el ejecutivo. Hofman ya había sido informado y, como no podía ser de otro modo, aprobaba la operación. Si no acababa con los sediciosos que se refugiaban en el interior del parlamento, se encendería la mecha de la insurrección civil y les obligarían a sacar el ejército a la calle.
Doce tanquetas de la policía y un centenar de agentes rodeaban el Senado, a la espera de órdenes. La jefa de policía se mostraba reticente al empleo de la fuerza y quería evitar un baño de sangre, pero Klinger sabía que los senadores rebeldes no permitirían una salida negociada. Aún así llamó al presidente de la Cámara como último intento de buena voluntad. Gevers presenciaría el fracaso de las palabras y reconocería que el lenguaje de las balas era el único posible para que entrasen en razón.
Sanazzaro, presidente del Senado federal, atendió su llamada: un veterano que sobrepasaba los sesenta, curtido por los zarpazos de la política, superviviente de muchas crisis y administraciones de variado signo, y que ante la pantalla se afanó en demostrar que no le tenía miedo. No era una mera pose; en sus ojos leyó que no lo doblegaría, y que la única manera de sacarle del edificio sería con los pies por delante.
—Le llamo para ofrecerle una última oportunidad de salvar su vida —dijo Klinger—. Salgan de uno en uno por la puerta y le prometo que no sufrirán ningún daño.
—Es usted un cínico —replicó Sanazzaro—. ¿La persona que está a su lado es la jefa de policía?
—Sí, senador —dijo Gevers.
—Le recuerdo su juramento a la Constitución. No puede participar en este golpe de Estado. La actuación de Klinger es ilegal y si colabora con él, será acusada de traición.
—Me limito a restaurar la legalidad que usted y el grupo de senadores que le secunda han quebrantado —interrumpió el ministro—. El presidente del gobierno no puede ser depuesto por el Senado si aquél invoca el acta de poderes de guerra.
—La legitimidad de Hofman está en entredicho hasta que el Senado decida si la destitución de Savignac es válida; punto que íbamos a votar en el pleno de esta tarde, si usted no hubiera enviado sus tanques para impedirlo.
—La actuación de Hofman respeta escrupulosamente nuestro ordenamiento jurídico. Desde esta mañana nos hallamos en guerra con Marte y eso es lo único que debería importarle ahora. La seguridad de los ciudadanos de la Tierra es nuestra prioridad, y su intento de minar la autoridad de Hofman en este momento crítico es un acto de rebelión.
—Gevers, no permita que este canalla la maneje. Las acusaciones contra Savignac son un montaje. Klinger lo planeó todo.
—¿Qué pruebas tiene de eso? —dijo la mujer.
—Grabaciones de los testigos que han declarado en la comisión de investigación. Uno de ellos es un agente de la policía de Bruselas, puede que usted lo conozca; podrá entrevistarse con él si lo desea. Le dejaremos que consulte los vídeos de las sesiones, y si después de eso todavía sigue pensando…
—Basta de mentiras —zanjó el ministro—. Tienen diez minutos para entregarse a la policía. Lo que ocurra después será responsabilidad suya.
Klinger apagó la pantalla. En el semblante de Gevers planeaba una sombra de duda. Tenía que asegurarse de que la jefa de policía le era leal, o la operación se tambalearía.
—Señor ministro, creo que deberíamos darle más tiempo. El asalto al Senado levantará muchas protestas.
—Soy consciente de ello, Gevers. No crea que me gusta estar aquí —y a su manera, Klinger era sincero en esto.
—El tiempo corre a nuestro favor: cuanto más permanezcan aislados, más se agotarán. Les hemos cortado la electricidad y el agua. No resistirán mucho.
—Olvida que hay una guerra por medio que requiere nuestra atención. No puedo tolerar que este episodio erosione la confianza del pueblo en Hofman. Debemos unirnos como una piña con él en estos momentos difíciles.
—Con todo respeto, señor ministro, Marte está a millones de kilómetros de la Tierra. La guerra se libra en territorio arano, no en nuestra casa.
—¿Eso cree? —Klinger consultó su reloj. Faltaban cinco minutos para que expirase el tiempo concedido a Sanazzaro—. Los aranos tienen armas biológicas dirigidas por radiofrecuencia. Nuestra población puede ser atacada en cualquier momento.
—No me han informado de que exista un riesgo semejante, y como jefa de la policía debería saberlo.
—No se ofenda, Gevers, pero usted no posee el rango suficiente para acceder a esa información. Además, tampoco queremos generar pánico entre los ciudadanos. Nuestros expertos han descubierto el modo de bloquear sus códigos de activación, pero aún así, una pequeña parte de la población podría quedar afectada —volvió a mirar su reloj—. Debería ir ya a la puerta del Senado y dar la orden de entrada.
Pero Gevers no se movió.
—Insisto en buscar otra oportunidad para una salida pacífica. La mayoría de los empleados han desalojado el edificio, pero aún quedan dentro medio centenar de personas, entre senadores, agentes armados y escoltas. Si irrumpimos por la fuerza, habrá muchas víctimas.
—Cada uno es libre de arder en su propio infierno, y Sanazzaro ha elegido el suyo. Ahora, ¿va a ordenar a sus hombres que entren, o tendré que buscar a otro que lo haga por usted?
La mujer se puso en pie y se cuadró ante él, antes de salir del furgón.
Klinger conectó los monitores de seguimiento, que le transmitían imágenes del exterior del Senado desde ocho ángulos distintos. ¿Le traicionaría y se pondría del lado de Sanazzaro en el último momento? Aún podía reemplazarla por alguien con menos problemas de conciencia. Por si acaso, llamó a uno de sus inspectores de confianza para que mantuviese los ojos abiertos. Si Gevers no cumplía sus órdenes, debía ser arrestada. El inspector asintió sin vacilar, saboreando la oportunidad de ascenso que se escondía bajo aquella llamada.
El tiempo pasaba y no veía ninguna tanqueta arremeter contra el portón del Senado, una entrada más teatral que práctica, pues podía accederse al recinto igualmente por una puerta lateral de servicio; pero sería una imagen cargada de simbolismo que quería enviar a traidores y quintacolumnistas.
Sus hombres se mantenían en sus puestos, y únicamente notó algunos cambios de emplazamiento de patrullas y la llegada de una furgoneta con agentes de refuerzo. Klinger telefoneó a Gevers para pedirle explicaciones.
—He cursado instrucciones a los comandos para coordinar el asalto, señor ministro —explicó la mujer—, y pedido el apoyo de un helicóptero de operaciones especiales para tomar la azotea.
—Negativo. Comience la operación.
—El helicóptero ya está en camino, y lo necesito para controlar el despliegue y abrir un segundo frente que debilite la defensa montada dentro del edificio. Llegará en unos minutos.
Klinger comprobó por otro canal que, en efecto, el helicóptero había partido de la base hacía escasos momentos, rumbo al Senado. Gevers sabía cómo ponerle nervioso.
—Está bien, pero que sea el último retraso.
Desde luego que lo sería. Si aquella mujer trataba de jugar con él otra vez, sería una de las primeras víctimas del asalto. Una bala perdida procedente de fuego amigo acabaría con su insolencia para siempre.
Transcurrido un rato, la cámara situada en la terraza de un edificio vecino captó la silueta del helicóptero sobrevolando la avenida de la Unión. Los policías comenzaron a moverse alrededor del edificio, y los vehículos estacionados en la calzada se apartaron para facilitar el paso de las tanquetas que, ahora sí, se colocaban en posición de tiro, con una de ellas situada frente al portón para servir de ariete. El plan de Klinger era capturar con vida a los senadores disidentes, si no ofrecían mucha resistencia. En caso contrario, averiguarían en qué zona del edificio se ocultaban para que, desde fuera, los lanzacohetes y las granadas térmicas los abrasasen vivos. El edificio del Senado era nuevo y unos cuantos destrozos en la fachada no causarían un daño irreparable; en cualquier caso, serían mucho menores que los que Sanazzaro y sus seguidores habían infligido con su intento de derrocar a Hofman.
El helicóptero quedó suspendido sobre la azotea mientras varios policías bajaban por escalas. Fue en ese momento cuando el portón principal se desplomó dentro del vestíbulo y el cañón de la tanqueta disparó, mientras un contingente de policías, parapetado tras él, lanzaba fuego de ametralladora. El blindado se retiró a la calle, cumplida su misión testimonial, y Klinger recibió las primeras imágenes del interior. En el vestíbulo de la planta baja no había nadie; sus fuerzas avanzaban sin obstáculos, salvo algunas puertas cerradas que no permanecieron así mucho rato. En la azotea, la situación era radicalmente distinta. Los policías eran recibidos por disparos y en los primeros momentos del tiroteo, la situación fue bastante apurada para su comando de élite. Cayeron dos de sus hombres antes de hacerse con el control de la puerta de la azotea, pero a partir de ahí, el avance fue menos problemático. Refugiándose tras los depósitos de gas, los policías penetraron en el edificio y abatieron a unos cuantos agentes del parlamento rezagados.
El registro planta por planta del Senado se había iniciado. La cafetería junto al vestíbulo, la sala de prensa y el hemiciclo estaban desiertos. Klinger se sintió decepcionado: había esperado mayor heroísmo de los agentes del parlamento, pero en lugar de combatir a pecho descubierto se escondían como cobardes.
En la primera planta, dedicada a oficinas, encontraron algunas sorpresas. En el despacho de Sanazzaro se detectó una carga explosiva adosada a la puerta. Un robot de los artificieros se encargó de detonarla. La explosión arrancó de cuajo la lámpara de bronce y un archivador, que salieron despedidos por la ventana. Obviamente, el presidente del Senado no se encontraba allí para recibirles, ni, por lo que los policías vieron, en el resto de oficinas de la planta. Otras bombas trampa adosadas a la entrada de varios despachos de senadores fue todo lo que hallaron. Una defensa ridícula, la verdad. La única resistencia que sus hombres hallaron se concentró en los últimos pisos, y fue decreciendo en intensidad conforme los policías iban asegurando pasillos y salas.
En el piso segundo, sus fuerzas encontraron un grupo de escoltas con los brazos en alto. Habían depositado sus armas en el suelo y uno de ellos ondeaba un trapo blanco sujeto a un palo. Klinger abrió un canal con Gevers para que les interrogase acerca del escondite de los senadores. La jefa de policía se hallaba dos plantas más abajo y prometió que subiría enseguida para encargarse de ellos. Aún quedaban seis pisos por inspeccionar y ganarían mucho tiempo si sabían de antemano dónde estaba su objetivo.
Gevers le llamó al cabo de un rato. La última vez que los escoltas vieron a los senadores, fue en la planta quinta. Ya había mandado a una docena de sus hombres para registrar las habitaciones.
Pero en aquella planta solo encontraron un grupo de guardias de seguridad, que se rindieron en cuanto vieron aparecer a los policías. Ni rastro de los senadores. Los detenidos aseguraron que los parlamentarios se habían trasladado a la planta superior, y que algunos estaban escondidos en el sótano, pero la policía no tardó en registrar ambos lugares, sin éxito. Sanazzaro y su grupo de senadores rebeldes no estaban en el edificio.
Eso significaba que, o bien habían huido antes que Klinger acordonara la zona, o alguien les había facilitado la huida. Tal vez Gevers fuera inocente y no estuviese implicada en su huida, pero la operación había fracasado y ella no podía seguir siendo jefa de policía en esas circunstancias.
Bien, Sanazzaro se había burlado de él, le había dejado que hiciese el ridículo y asaltase el Senado como un bárbaro, mientras se esfumaba en el aire. Pero no podría huir eternamente. Una llamada telefónica, el uso de su tarjeta de crédito o cualquier otra pequeña indiscreción le mostraría el camino para llegar a él. Además, Sanazzaro no sabía mantener la boca cerrada; seguro que haría alguna declaración pública, facilitándole aún más la labor de localizarle.
Tenía el fuerte presentimiento de que le llegarían noticias suyas muy pronto.
Recorrer el interior del anillo del acelerador de partículas producía una sensación desagradable. Podías haber cubierto cincuenta kilómetros y parecía que siempre te encontrases en el mismo lugar. No había puntos de referencia reconocibles a simple vista, a menos que bajases del vehículo e inspeccionases los números de serie de los equipos. Por lo general, el mantenimiento del anillo de Selene estaba encomendado a los robots, que eran suficientes para la mayoría de las reparaciones ordinarias. Arnothy únicamente había tenido que entrar en la estructura dos veces, y en ambas había ido acompañado por un técnico.
En esta ocasión iba solo.
Bajó del vehículo eléctrico, embutido en su traje presurizado, y dejó encendidos los faros delanteros. El túnel estaba oscuro y necesitó de las luces de su casco para sacar del compartimento de carga los veinte kilos de explosivos que había robado del almacén, destinados a descubrir vetas de agua en el subsuelo o para su uso en futuras ampliaciones de las galerías subterráneas. Dado que, de momento, era más barato traer el agua de la Tierra que sacarla del interior de la Luna, las cajas de explosivos habían permanecido cerradas desde la inauguración de la base.
A Arnothy le resultó muy duro decidirse. Los neohumanos más radicales dominaban la cúpula directiva, y recurrir a la violencia era reconocer que se equivocó cuando se negó a destruir la sonda con destino a Venus. Pero el contenido de la última llamada de Anica, confirmada por otras fuentes cercanas, le hizo recapacitar. El acelerador de partículas iba a ser utilizado como arma para atacar Marte; Delgado no podía hacer nada por evitarlo y si intentaba impedirlo, ese fantoche llamado Cherinowski tomaría el mando. Prefería a Delgado, con todos sus defectos antes que a aquel tipo, que convertiría la base en un cuartel. Arnothy ya no tenía edad, ni ganas, para aprender el paso de la oca.
También existía una razón egoísta: no quería morir si el experimento fracasaba. En la primera tentativa dejó ciego al pobre Ahmed; y no había razones para pensar que esta vez iría mejor, o si las había, él no las conocía. Pero aunque existieran, lo peor que podría ocurrir sería que esta segunda prueba fuera un éxito. Muchos civiles inocentes morirían más adelante y Arnothy no estaba dispuesto a cargar con la culpa, sabiendo que podía haberlo evitado.
Con las luces de su casco iluminó el hueco bajo un enorme electroimán. Sería el lugar adecuado; la explosión volaría aquella sección del anillo y no tenían piezas de repuesto en el almacén para una reparación rápida. Habría que pedirlas a la Tierra y como mínimo tardarían dos o tres días, eso sin contar con lo que durasen los trabajos de reparación, que ya se encargaría él de que se prolongasen el mayor tiempo posible.
Unió los cables al detonador y situó la cuenta atrás del temporizador en treinta minutos, tiempo suficiente para salir de allí y dejarse caer por el laboratorio de física con cualquier excusa, para que todos vieran dónde estaba en el momento en que se produjese la explosión. El nuevo experimento estaba programado para dentro de una hora, y Delgado había intentado hasta el último momento retrasarlo sin éxito. Sus protestas a la comisión supervisora del Congreso no fueron escuchadas. La actividad parlamentaria había sido suspendida por el presidente interino Hofman, invocando el acta de poderes de guerra. Delgado no tenía otra opción que acatar órdenes y cruzar los dedos para que la Luna no se saliese de su órbita.
Arnothy captó una leve vibración en el suelo.
Regresó a la cabina del vehículo y aumentó la intensidad de la luz de los faros. Un robot de mantenimiento se acercaba. ¿Habría detectado Cherinowski su presencia? No podría ser, no tenía acceso a los sistemas de vigilancia del anillo, esa tarea estaba reservada a la sección de mantenimiento, y Arnothy era el jefe. Buscó en la caja de herramientas algo que le sirviese como defensa y cogió apresuradamente una llave inglesa. El robot estaba a diez metros de distancia y seguía avanzando; era un modelo en forma de erizo, la mitad de alto que un hombre, con seudópodos extensibles que en ese momento llevaba replegados dentro de su cuerpo. Arnothy lo contempló fijamente y aferró la llave, pero el erizo pasó al lado del vehículo y siguió su curso, indiferente a su presencia.
Sonrió, aliviado: su miedo a Cherinowski le estaba pasando factura. Debía relajarse y confiar en que todo iría bien. No había cometido ningún error, el temporizador estaba activado, sólo había que regresar tranquilamente a la base y esperar. Entonces, ¿de qué se preocupaba?
Pero sí lo había cometido. Y era un error monumental. En cuanto el explosivo estallase, se abriría una investigación y se comprobaría quién había estado en el anillo. El erizo le había visto, conservaría su imagen en memoria hasta la próxima purga de datos de su búfer, que podría ser dentro de varios días.
Dio media vuelta con el vehículo y persiguió al erizo hasta que se colocó frente a él, cerrándole el paso. El robot se quedó quieto unos segundos, vacilante, momento que aprovechó Arnothy para abrirle uno de sus paneles de control y desconectar su sistema motriz. Después borró su memoria de datos, para que no conservase ningún registro de lo que había visto, y programó el reloj para que lo despertase dentro de veinte minutos. No, mejor que quedase destruido por la explosión; puede que Cherinowski hubiera traído consigo a uno de esos genios de la informática que recomponían fragmentos perdidos de memoria aún después haberlos borrado.
Retiró de su interior uno de los procesadores y para asegurarse cortó un par de conexiones. Luego azuzó al erizo con la llave inglesa. El robot no se movió. Más tranquilo, regresó a su vehículo y se alejó a la máxima velocidad que le permitía aquel cacharro, rezando para que no tuviera la mala suerte de cruzarse con un segundo robot que se acercase a investigar.
No hubo más contratiempos y abandonó la oscuridad de aquel infinito túnel con tiempo suficiente para devolver el vehículo al garaje, esconder el traje de presión y darse un paseo por la base para que lo viera el mayor número de gente; lo que también tenía sus riesgos, como toparse con el indeseable de Picazo, que empezó a quejarse de que el aire acondicionado de su habitación hacía demasiado ruido y que no tenía agua caliente.
—No soy un maldito fontanero —le respondió Arnothy—. Yo no diseñé esta base, así que le sugiero que mande sus quejas a quien firma los cheques.
—La persona más parecida a un fontanero que hay a trescientos mil kilómetros a la redonda es usted. Si se avería la caldera del agua, alguien tiene que repararla, y no voy a ser yo.
—Al menos intente ser más amable cuando pida algo.
Picazo se le quedó mirando. Un extraño rictus asomó en su rostro.
—Conozco su expediente.
—¿Hay alguno en el que no haya metido sus narices?
—Su vocación era la biología. ¿Por qué acabó aquí, desatascando tuberías? —Picazo disfrutaba provocándole.
—Tenía que comer y la biología no me pagaba las facturas.
—El dinero arruinó lo que podría haber sido una brillante carrera científica. Lástima.
—La investigación pura no tiene interés para el Estado ni para las empresas. Todos los programas sobre astrobiología fueron cancelados porque el gobierno no les ve aplicaciones prácticas. Pero usted ya sabe todo eso, Picazo.
—Sí; y también que fue becado para estudiar la exobiología venusiana. No sé qué hay de fascinante en analizar microbios que flotan entre lluvias ácidas. ¿No tiene bastante con los de la Tierra? ¿Por qué la gente como usted se empeña en proteger algo que carece de valor?
Arnothy intentó conservar la calma. Seguro que Picazo se estaba marcando un farol para descubrirle.
—Como le dije, dejé la biología hace años —respondió con frialdad.
—No lo creo —Picazo hizo memoria—. Ahora recuerdo que usted participó en el envío de la sonda a Venus que fue sabotead…
—Participé como ingeniero, no como biólogo.
—Lo sé —Picazo entornó los ojos—. No me tome por tonto. Pero usted estaba allí cuando el sabotaje ocurrió, y ahora está aquí. Qué interesante coincidencia.
—Me ha descubierto —Arnothy juntó las muñecas—. Vamos, espóseme.
—No estoy bromeando.
—Eso es lo triste, que siempre habla en serio. Usted piensa mal de todos y cada uno de los que trabajamos en la base. ¿Por qué iba a ser yo una excepción?
Su interlocutor no contestó. Había bajado momentáneamente sus defensas, y era la ocasión de minarle la moral.
—Su problema, Picazo, es que no confía en los demás, y la gente le paga con la misma moneda. Debería mostrarse más abierto y dejar de buscar el lado negro de la vida.
—¿Quién se ha creído que es? ¿Mi psiquiatra?
—¿Lo ve? Intento ayudarle, pero usted no deja que nadie se le acerque. Cuando todo esto acabe, cuando deje de ser útil a la Administración, le reemplazarán por otro y volverá a la Tierra. ¿Cuántos amigos le quedarán, que hayan sobrevivido a sus persecuciones paranoicas? ¿Podrá apoyarse en alguien cuando las cosas le vayan mal?
Arnothy observó cómo sus palabras removían algo en las entrañas de aquel hombre.
—¿Tiene alguien que le aguarde a su regreso? ¿Padres, una mujer, hijos?
—Mi vida no le importa.
—Pero a usted sí le importa la de los demás.
—Eso es diferente. Tengo un trabajo que hacer aquí.
Arnothy había cumplido su objetivo: desplazar el centro de atención de sí mismo a Picazo, y el muy cretino no se había dado cuenta.
—No lo dudo, pero yo también lo tengo, y Lizán, y Delgado, y el doctor Chen, y Laura, y Ahmed, y el resto de los que trabajamos en Selene; no estaríamos aquí si nuestra labor no fuese importante, de modo que…
Arnothy habría seguido hablando indefinidamente, acorralando a Picazo hasta que se rindiese por puro agotamiento, si las alarmas de la base no hubieran ahogado su convincente discurso. La media hora había pasado y aquellas sirenas eran la prueba de que el explosivo estalló con éxito.
—¿Qué sucede? —dijo Picazo—. ¿Nos atacan?
El capitán Cherinowski apareció por uno de los pasillos. Reunía a sus soldados para coordinar el plan de defensa de las instalaciones. Impartió unas breves órdenes al grupo y éste volvió a dispersarse. Arnothy pensó que se le debía ver demasiado tranquilo mientras todos iban de un sitio a otro, así que se despidió de Picazo y, apretando el paso, se marchó a la sala de mantenimiento, desde donde controlaba los sensores del acelerador de partículas.
Había un técnico en la sala, que al verle pasar le mostró lo que Arnothy ya conocía: la sección 7B12 del anillo había reventado. No, no se trata de una bomba lanzada desde el espacio. ¿Víctimas? Aquel sector debía estar vacío; no hay programada ninguna reparación en el interior del anillo. ¿Y los robots? Tampoco han enviado partes de incidencias.
Arnothy comprobó la localización de todos ellos. Faltaba uno, el modelo que él desactivó. Bien, el único testigo de la explosión había desaparecido con ella. Llamó a Delgado y le informó de lo sucedido. Poco después recibió la visita de Cherinowski, que se puso a hacerle preguntas en un tono aún más incisivo que el de Picazo.
Pero tras un largo interrogatorio, en el que el militar demostró no tener la menor idea de ingeniería, Cherinowski acabó marchándose de allí con más dudas de las que traía al entrar, y ningún indicio de que él o cualquier operario de mantenimiento estuviera implicado en la explosión. Arnothy se compadeció de él; acababa de llegar a la base y ya se veía envuelto en problemas.
Pronto encontraría muchos más, y el militar lamentaría el día en que se ofreció voluntario para ir a Selene.