Fue inútil convencer a Godunov para que el teniente Soto quedase excluido del comando de rescate. Gritsi no quería bajar con él a Marte; aunque Soto estaba plenamente restablecido, ella alegó que la herida en la pierna podía limitarle la movilidad. Godunov desestimó sus alegaciones y, para demostrar a Gritsi que sus opiniones en el terreno militar no valían un comino, le dio al teniente el mando de la operación.
Un cazabombardero había sido derribado por un misil aquella mañana, mientras realizaba un vuelo de espionaje dentro del espacio territorial arano. El caza desobedeció las órdenes de una patrullera y trató de escapar; al recibir el disparo, se vio obligado a un aterrizaje de emergencia. Habría sido menos embarazoso para la flota que los dos tripulantes del caza no hubieran sobrevivido; se comportaron como estúpidos y el incidente sería aprovechado en la ofensiva propagandística que el gobierno arano libraba en los medios de comunicación. Para disminuir la humillación y reafirmar su superioridad bélica, el almirante Tazaki ordenó una operación de rescate, limitada a una sola lanzadera, que debería posarse discretamente sin ser detectada en Arcadia planitia, donde se hallaban los pilotos del caza, rescatarlos y volver al Talos en un tiempo récord. Dado que uno de ellos estaba herido, Gritsi fue incluida en el comando.
Mientras bajaban en la lanzadera, la mujer tuvo que soportar a Soto pavoneándose por una llamada del almirante, que le había felicitado por su labor con la radiobaliza que encontraron hace días en el espacio.
—Desencripté los códigos aranos antes que la brigada de informática —decía Soto—. Gracias a eso accedí al núcleo interno y a los registros que grabó la boya. Tazaki me ha dicho que le será muy útil para descubrir los planes del enemigo.
—Tal vez después de esto te asciendan a capitán —y con suerte, te destinen a otra nave, pensó Gritsi.
—Pues ahora que lo dices, podría ser. Me alegra que por fin se fije en mí y valore mi trabajo.
—Si tan satisfecho está Tazaki de tu labor, ¿por qué se llevaron ayer la baliza al Indonesia?
Por un momento, Soto no supo qué responder.
—Bueno, supongo que allí contarán con un equipo superior al mío.
—O a lo mejor quieren comprobar si la desencriptación que has hecho es correcta. Los aranos suelen utilizar códigos de varias capas, y tú has reventado la protección en unos días. Bastante raro, diría yo.
—Soy un experto explorando vulnerabilidad de códigos.
—Si esa baliza era vital para los aranos, ¿por qué no disponía de un mecanismo de autodestrucción?
—Emm… porque no contaban con que la íbamos a localizar.
—Lo que intento explicar, teniente, es que la información que contiene esa baliza no es fiable. Los aranos nos han dejado capturarla para confundirnos.
Los demás integrantes del comando volvieron sus cabezas hacia ellos. A Soto no le gustaba que una alférez le pusiese en evidencia delante de sus hombres, y lo peor era que Gritsi lo sabía perfectamente.
—Sobrevaloras la inteligencia del enemigo —dijo él—. ¿Cuánto falta para llegar a Arcadia, cabo?
—Veinte minutos —dijo el piloto—. Las contramedidas electrónicas nos están demorando un poco. Hemos tenido que desviarnos de la ruta inicial para dar tiempo a que el Talos cegase los radares que nos estaban iluminando.
Al este, la cumbre del monte Olimpo, que se extendía sobre una base tan grande como España, destellaba sobre una fina capa de nubes rosadas. Pese a que las condiciones ambientales en Marte habían mejorado mucho en las últimas décadas, sólo en los primeros kilómetros de la base del volcán, que coincidían con su pendiente más escarpada, había suficiente presión para que el agua se mantuviese líquida. El resto, una suave pendiente que llegaba hasta los veintiséis kilómetros de altura, era terreno inhóspito y los escasos alpinistas que se habían internado en él necesitaban de traje espacial para alcanzar la cumbre.
Volando en dirección norte atravesaron Amazonis planitia, un desierto sin relieve, como gran parte de la superficie de Marte. Todavía no había asentamientos allí, lo cual tampoco era sorprendente, pues con apenas dos millones de habitantes, el planeta estaba básicamente deshabitado. Costaba creer qué había fascinado al ser humano para obsesionarse en colonizar aquel lugar, como si no hubiera en la Tierra desiertos en abundancia, naturales o creados por la tala de árboles. El Sáhara o el Gobi seguían como hace siglos, nadie quería vivir allí. ¿Qué hacía de Marte un lugar atractivo para invertir tanto dinero y vidas humanas? Algunos pensaban que Dios había creado Marte como regalo al hombre: qué sentido tendrían tantas estrellas y planetas en el universo, si su fin no fuera el ser conquistadas por la raza humana. Claro que los que así razonaban no se preguntaban qué sentido tenía la existencia de Urano, Neptuno o los millones de planetas gaseosos desperdigados por el cosmos, cuya utilidad para el hombre era más que dudosa, ya que no se los podía colonizar, o la enorme cantidad de estrellas sin sistemas planetarios que vagaban solitarias en el vacío y que tampoco tenían ningún fin práctico; piezas sobrantes de un extraño puzzle, olvidadas por un jugador descuidado.
La pantalla de navegación indicó que habían entrado en Arcadia planitia, y que se acercaban a su objetivo. La lanzadera sobrevolaba la zona a baja altura y había disminuido su velocidad. A diferencia del desierto que acababan de cruzar, aquella región no estaba del todo vacía. La última posición conocida del caza estaba cerca de un acuífero. Las máquinas bombeaban el agua desde las profundidades de Marte y la almacenaban en grandes cisternas, para su posterior transporte a los núcleos urbanos. La dispersión de las reservas de agua y la escasa capacidad de las bolsas subterráneas no hacía rentable la construcción de canales.
—Aquí está —Soto señaló un punto brillante del mapa que apareció en la pantalla—. Las señales de localización siguen activas —se volvió hacia los soldados—. Los tripulantes del caza se han refugiado en la estructura de bombeo del acuífero. Aunque nos toparemos con una pequeña dotación de mantenimiento, será fácil reducirles. La dificultad estriba en que hayan llegado efectivos armados. Utilizaremos la fuerza en la medida que sea necesaria para el rescate; no quiero muertes innecesarias, pero tampoco negociaremos. Si no nos los entregan voluntariamente, abriremos fuego.
Sobrevolaron las instalaciones para obtener una imagen clara de la estructura. Ninguna pieza de artillería trató de interceptarles durante el reconocimiento. Eso animó a Soto, quien impartió las últimas órdenes a sus hombres antes de entrar en acción.
La lanzadera se posó brevemente en el suelo, abriéndose la rampa de descenso. Soto inició el despliegue en dos pelotones; él mandaba el primero y un sargento el segundo. Una humillación más para Gritsi, quien sin embargo no realizó ningún comentario. Godunov había dejado claro que no la quería dando órdenes, y si hubiera podido arrancarle los galones del uniforme de un mordisco lo habría hecho.
Tan pronto hubo saltado el último hombre, la lanzadera reemprendió el vuelo para ofrecerles cobertura aérea y evitar que fuese destruida en tierra. El dispositivo de ocultación de cromatóforos que impregnaba su fuselaje la hacía invisible, aunque el calor de los motores era más difícil de disimular. Gritsi trató de localizarla en el cielo y por un instante se sintió abandonada a su suerte, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. El primer pelotón ya corría hacia la torre de bombeo más cercana, mientras el segundo tomaba posiciones cuerpo a tierra, detrás de las rocas, para cubrirles.
Gritsi aceleró el paso y alcanzó una empalizada de cemento, que protegía un depósito en la entrada amurallada del complejo. A su espalda, la mochila de oxígeno se zarandeaba como una molesta joroba que luchaba por huir.
Cruzando el patio interior, a unos cincuenta metros, se divisaba la entrada a la torre. El terreno aparecía despejado y no se veía a nadie por los alrededores. Mientras el pelotón de retaguardia les alcanzaba, Soto exploró la zona con sus prismáticos.
—Demasiado tranquilo —dijo—. No me gusta.
—¿Ves a alguien?
—Ni un alma. Tienen que estar esperándonos.
Soto habló por radio con el piloto de la lanzadera para que se aproximase y estuviese alerta. Después ordenó a uno de los soldados que corriese hasta la puerta de entrada a la torre de bombeo.
La primera granizada de proyectiles repiqueteó en la arena al paso del soldado, delatando a dos francotiradores ocultos detrás de una cornisa. Soto disparó contra ellos, pero erró en el blanco. Desde la lanzadera, el piloto lanzó fuego de ametralladora que impactó contra la cornisa, que se desprendió y cayó al vacío, levantando una espesa nube de polvo, ocasión que aprovechó Soto para enviar dos soldados más para asegurar la posición.
La esclusa de entrada fue volada con explosivo plástico y los soldados penetraron en la edificación. Un tercer francotirador lanzó desde la azotea un pequeño misil al cielo, guiado por calor, pero la lanzadera tuvo tiempo de derribarlo antes de que se le aproximase. El disparo delató la posición del lanzamisiles y fue neutralizado sin darle ocasión de repetir el tiro.
Otro soldado avanzó hacia la esclusa. El fuego de los francotiradores fue escaso esta vez, y fácilmente localizable. Mientras el pelotón de retaguardia los abatía, Soto y Gritsi cruzaron a la carrera el medio centenar de metros que les separaban de la torre.
Ya estaban dentro de la estructura y ni uno solo de sus hombres había resultado herido. Lástima que Godunov no estuviese allí para verlo, pensó Soto. Habría sido un placer ver su cara, después de lo que escupió sobre él en aquella reunión con Gritsi y Velasco.
Dos de sus soldados habían tomado el pasillo de entrada y se encontraban en la primera intersección. El camino estaba despejado, y uno de ellos les hizo una seña para que se aproximasen. Soto consultó el rastreador: la señal que emitían los chips que cada militar llevaba implantado bajo la piel del antebrazo, y que les permitía ser localizados en situaciones como aquélla, provenía de un nivel inferior. Intentó ponerse en contacto por radio con los pilotos del caza, pero no hubo respuesta.
El sargento encontró unas escalerillas de acceso a los sótanos. Soto apostó a dos de sus hombres en la entrada y ordenó al resto que le siguieran.
Un arano vestido con bata blanca alzó los brazos cuando vio a los militares bajar por las escaleras.
—¡No disparen! —dijo—. Yo sólo… trabajo aquí. Los que les esperaban en la azotea no son personal de esta planta.
—¿Dónde retienen a mis hombres? —Soto se acercó al arano y le cogió del cuello.
Notó una sensación de frío en la mano. No era una ilusión suya: la piel del arano estaba cuatro grados por debajo de la temperatura humana. Su termostato cerebral, el hipotálamo, estaba modificado genéticamente para disminuir la temperatura del cuerpo, con el fin de prolongar su vida varios cientos de años.
—Es un civil, no le hagas daño —le dijo Gritsi.
El teniente soltó al arano, no porque la mujer se lo hubiera pedido, sino por la repugnancia que sentía al tocarlo, como si estrujase un pez. Hasta su piel era más grasa de la humana, a causa de las secreciones que les protegían parcialmente de la radiación ultravioleta.
—No retenemos a nadie —dijo el arano, arreglándose el cuello de la camisa—. Su gente entró aquí a tiros y cogió rehenes. Por esa razón llamamos a la policía. Llevan horas encerrados en la sala de filtrado, amenazándonos con volar los depósitos si entramos. Creo que uno de ellos está drogado: ingirió una sustancia para calmarse el dolor de una herida, y se comporta de manera extraña.
—¿Dónde está la sala de filtrado?
—Al fondo, la segunda puerta a la derecha.
Soto obligó al arano a acompañarles. La puerta que le indicaban estaba cerrada por dentro, y el hombre de la bata juró que sólo podía abrirse desde el otro lado.
—¡Soy el teniente Soto, de la flota terrestre! ¡Hemos venido a rescataros!
Al otro lado de la puerta se escuchó una fuerte discusión. Uno de los soldados que había dentro decía que era un truco para que abriesen la puerta; el otro, que había escuchado el ruido de los disparos del exterior, intentaba convencer a su compañero de que era la patrulla de rescate.
—¡Cada minuto que pasa es vital! ¡Abran! ¡Es una orden!
La discusión subió de tono. Sonaron golpes, un grito de mujer y el restallido de un proyectil al chocar contra una tubería. Después, un silbido de vapor a presión y más golpes.
Soto no perdió el tiempo y destrozó la cerradura, entrando todos en tropel. En un rincón, uno de los soldados, herido en el costado derecho y con una contusión en el cráneo, había metido el cañón de su pistola en la boca de una mujer. Junto a ellos yacían los cadáveres de un varón y un niño aranos, con las ropas rasgadas y heridas por todo el cuerpo.
—Pero qué habéis hecho —murmuró Soto, acercándose a ellos.
—No dé un paso más o la mataré a ella también —dijo el herido.
—Déjame a mí —dijo Gritsi—. Soy médica —le enseñó su maletín—. Por su aspecto, veo que atraviesa una crisis psicótica causada por algún medicamento que ha tomado. Puedo darle un tranquilizante, le aseguro que se pondrá bien, pero tiene que dejarme ayudarle.
—Volaré este puto lugar si se acercan.
—¿Puede hacerlo? —dijo Soto, dirigiéndose al compañero.
—Me temo que sí —el otro soldado señaló un explosivo pegado a un depósito de combustible.
Soto recibió en ese momento una llamada del piloto de la lanzadera. Tres turbocópteros enemigos venían en camino, y llegarían al acuífero en menos de quince minutos.
—Usted, venga conmigo. Si su amigo quiere quedarse aquí, que se quede.
—Nadie irá a ningún lado —amenazó el herido—. Fuera de aquí.
—Dentro de un cuarto de hora, este lugar será un infierno. Tenemos que irnos antes que lleguen los refuerzos aranos.
El herido no dio muestras de haberle oído. Soto intercambió una mirada con Gritsi y ambos salieron de la habitación.
—Me encantaría pegarle un tiro a ese cabrón —dijo—, pero mis órdenes son evacuarlos de aquí vivos. ¿Qué sugieres?
—Gas paralizante. Actúa en unos segundos. Si lo introducimos en la rejilla de aire acondicionado de esta sala…
—Ya pensamos en eso —intervino el arano de la bata blanca—. Lo primero que hicieron fue tapar el circuito de ventilación. La sala es grande y tienen oxígeno para varios días.
—Entonces le tiraremos un dardo para dormirlo —Soto habló con su sargento—. Mientras nosotros lo entretenemos, disparas a su cuello. Quiero que el efecto sea inmediato.
—A la orden, teniente.
—No falles, o todos volaremos en pedazos.
El sargento asintió y sacó de su mochila las piezas de un subfusil, Con destreza, ensambló rápidamente el cañón, la culata y el disparador, e introdujo en la recámara una ampolla de color rojo oscuro, acabada en aguja. Gritsi observó la etiqueta del producto.
—Zenlixal 3000. Creí que el ejército lo prohibió hace diez años.
—¿Por qué? —dijo Soto—. ¿Algún problema?
—En altas concentraciones puede dejar al sujeto secuelas cerebrales graves, e incluso…
—Me basta con que salga de aquí vivo. No lo matará, ¿verdad?
—No, pero…
Soto abrió la puerta y avanzó un par de pasos hacia el herido.
—Tenemos que retirar los cadáveres. Si necesitan agua o comida, podemos traérsela.
El soldado herido apuntó el cañón de su pistola a la cabeza de Soto.
—Estoy harto de usted. ¿Me ha oído?
Soto se apartó una décima de segundo antes de que la bala le desgajase la parte superior de su oreja izquierda. Unos milímetros y le habría destrozado el cráneo.
—Ya está, teniente —el sargento había clavado con éxito el dardo en el cuello del soldado, que quedó inconsciente.
Gritsi se acercó al herido para reconocerlo, pero Soto no le dio tiempo.
—Sacad a rastras a ese canalla de aquí —ordenó—. Nos vamos.
—Al menos, deja que te cure antes esta herida —dijo ella, abriendo su maletín.
—No hay tiempo, Gritsi. Ya me la mirarás cuando estemos en la lanzadera.
La salida de las instalaciones no estuvo exenta de problemas. Aún quedaba un policía escondido, que disparó contra ellos en cuanto asomaron por la puerta. No disponían del fuego de cobertura de la lanzadera, que estaba tomando tierra fuera del patio amurallado, y los disparos hirieron a dos de sus hombres antes que el policía fuese abatido. La operación había empezado bien pero se había torcido al final, pensó Soto, apretándose unas gasas contra la oreja.
Mientras sus hombres subían al soldado demente, se preguntó si no sería mejor dejarlo en tierra, para aligerar peso. Ese cerdo había estado a punto de matarle, y solo por eso merecería que lo fusilase allí mismo. Las repercusiones iban a ser nefastas; él había visto aquellos cadáveres en el suelo, y uno de ellos era el de un niño. ¿Cómo iban a justificar aquel modo de proceder? Aquel asesino no había tenido bastante con matarles; también se había ensañado con ellos. ¿A qué clase de gentuza admitía el ejército entre sus filas?
La lanzadera levantó el vuelo mientras el último de sus hombres aún subía por la rampa. Los turbocópteros estaban a dos minutos de distancia, pero el ordenador de a bordo calculó que no representarían una amenaza. Soto se sentó, apesadumbrado, rechazando la ayuda de Gritsi, a fin de que atendiese antes a otros heridos; estrujó una nueva compresa contra su oreja y llamó al piloto del caza para interrogarlo.
El soldado que torturó a los civiles era adicto a una droga que incrementaba su resistencia y le permitía estar varios días sin dormir, aparentemente sin merma de sus facultades. En teoría, los controles militares deberían haber detectado esa sustancia antes de salir de la Tierra, pero en la práctica se prescindía de realizar análisis de sangre a la tripulación; es más, el ejército alentaba extraoficialmente el consumo de algunos compuestos psicoactivos que incrementaban el rendimiento de sus hombres y suprimían el estrés en el combate. La combinación cruzada de aquella droga y el calmante para el dolor que también había tomado causaron en aquel sujeto un brote psicótico cuyas consecuencias acababan de ver.
La distancia con sus perseguidores se fue incrementando, a la par que ascendían a la estratosfera. Soto respiró aliviado, pero su tranquilidad iba a durar poco.
—Nuestro paciente ha entrado en coma —dijo Gritsi, señalando el monitor que medía las constantes vitales del soldado—. No estoy segura de que sea reversible. Los registros de la actividad cortical son preocupantes.
—Teniente, el coronel Godunov desea que le informe personalmente de la operación —dijo el sargento.
Soto miró al herido y entornó los ojos, lamentando no haberlo dejado tirado en la arena marciana cuando tuvo oportunidad.
Sebastián, Anica y Baffa salieron esperanzados de la entrevista con el fiscal. El ministerio de Justicia arano había mostrado interés por el caso e iba a brindar protección al testigo, ofreciendo costear un cambio de identidad mediante modificación de huella dactilar, si es que así se sentía más seguro, aunque el fiscal precisó que no era necesario. Estaban en Marte y allí no tenían de qué temer. Mauro Winge y Elena Torres, los otros testigos que declararían en el juicio, ya contaban con protección y el juez los citaría a una vista preliminar la próxima semana. En principio no estaba previsto acelerar tanto los trámites, pero el ministerio quería aprovechar los testimonios para sacar tajada política en la crisis que les enfrentaba con la Tierra. El fiscal pediría a continuación, al amparo del tratado de cooperación jurídica —cuya vigencia ninguna de las partes había denunciado aún—, el procesamiento y extradición de altos cargos del gobierno terrestre. Se daba por descontado que la Tierra se negaría, pero tendría un gran impacto en la opinión pública.
El nuevo alojamiento de Baffa, pagado por el gobierno arano, era un cómodo apartamento en el centro de la capital, aunque pequeño para tres personas. Pronto comprendieron por qué. Dado que Baffa iba a estar bajo protección policial, carecía de sentido que Sebastián y Anica siguiesen custodiándolo. Habían realizado su parte del trabajo con éxito, y ahora todo quedaba en manos de las autoridades locales.
Anica no podía disimular la satisfacción de haberse librado de Baffa. Ella no se había creído la historia sensiblera sobre la hija enferma y sus deseos de vengarse de una compañía que le había llenado los bolsillos durante muchos años. Para Anica, lo que había movido a Baffa a huir a Marte era el miedo a morir, y la perspectiva de ganancias a cambio de la información corporativa que había robado de su empresa antes de irse.
En cualquier caso, qué importaban ya las motivaciones de aquel sinvergüenza; no eran asunto suyo. Invitó a Sebastián a comer en uno de los restaurantes más caros de Evo, en la que quizá fuera su última cita juntos. Sebastián había venido a Marte en busca de otros horizontes para su carrera, pero ella no había nacido para ser la acompañante de nadie; si lo había sido de Baffa fue por una razón poderosa y por tiempo limitado. Sebastián había sido un buen compañero, pero ella no iría tras su estela.
—¿Por qué no quieres venir conmigo a ciudad Barnard? —Sebastián casi se atragantó con el vino cuando Anica le expuso su idea de separarse de él.
—No he venido a Marte para quedarme.
—Ahora no puedes regresar. Sería un suicidio.
—No me propongo irme ahora, pero en cuanto la flota despeje la órbita, volveré.
—Te atraparán en cuanto asomes la nariz por la Tierra.
—El fiscal nos ofreció la alteración de identidad también a nosotros. Modificaré mis huellas y usaré lentillas para evadir los controles de retina.
—Escucha, Anica, vine hasta aquí porque tú me convenciste de que lo hiciera. Yo no quería, tenía mi trabajo en el hospital, mi consulta privada, una vida cómoda, y en cambio dejé todo eso, así que ahora no puedes largarte y dejarme tirado.
—¿Cómo que no querías irte? Por favor, no intentes que me sienta culpable.
—Es la verdad.
—Querías venir a Marte desde hace tiempo, y te ofrecí la ocasión perfecta. En el hospital empezabas a ser demasiado popular por culpa de Claude. En realidad te hice un favor sacándote de allí. De no haberme acompañado, ahora estarías en la cárcel.
—Así que un favor —Sebastián se sirvió agua en la copa, para aclararse la garganta.
—Sí. ¿Por qué finges sorpresa? Tenías un problema y yo te di el empujón que necesitabas para solucionarlo.
El médico desvió su mirada a la cristalera que les separaba de un patio ajardinado al aire libre, donde varios aranos comían animadamente. En la actualidad, no todos los aranos podían respirar el aire enrarecido de Marte; se había descubierto que a la larga, los inconvenientes superaban a las ventajas, y los nacidos en el planeta durante las últimas décadas sólo respiraban oxígeno y nitrógeno.
¿Era ése el mundo donde él quería pasar el resto de su vida? Sebastián no estaba seguro de que llegara a amoldarse.
—Vuelve conmigo —dijo ella.
—Es peligroso.
—Quedarte aquí también lo es; y si luego te arrepientes, ya no podrás volver. Tus huesos se habrán descalcificado y no soportarán la gravedad terrestre.
—En el instituto de neurotecnología de Barnard puedo conseguirte un empleo administrativo. Pruébalo unos meses y luego decides. Si no te gusta, te vas. El empleo será una tapadera para dedicarte a labores de información para los neohumanos.
—¿Te asusta perderme? —sonrió Anica, divertida.
—En estos momentos, más que nunca. He dejado a mi familia atrás. Aquí no hay ningún rostro conocido en quien pueda confiar.
—Dejaste a tu familia mucho antes de venir a Marte.
—Tú también lo hiciste, Anica.
—Pero yo no me avergüenzo de ello. Mis padres no podían mantenerme. Antes de transformarme en una carga, me fui. Tú, en cambio, aún te sientes culpable por haber abandonado la casa de tus padres, y eso que tienes cuarenta años. ¿Cuándo lo superarás?
—Cuando mi hermana deje de echármelo en cara.
—Le mandas todo el dinero que puedes para que atienda a vuestra madre. Eso es más de lo que la mayoría de los hijos hacen por sus padres.
—Anica, no quiero hablar de ese tema.
—Tal vez lo que en el fondo te preocupa es no haber fundado tu propia familia, y si me voy ahora, crees que escapará tu última oportunidad de tenerla.
—No eres la única mujer que hay en Marte.
—Pero sí soy la única que conoces aquí.
—Está bien —suspiró Sebastián—. Si tanto deseas marcharte, adelante. Sabía que al final, nuestra relación no duraría. Necesitas un hombre más joven, que busque nuevos retos y no le importe el riesgo. Yo tampoco quiero convertirme en una carga.
—Te lo estás tomando a la tremenda.
—De haber sabido lo que planeabas hacer, no habría venido contigo; te lo digo completamente en serio.
La croata guardó silencio. Le miró, partió un trozo de algo que parecía pescado y luego empezó a reírse.
—¿Qué te hace tanta gracia? —dijo él, irritado.
—Te comportas como si fuésemos un matrimonio a punto de romper y sólo llevamos seis meses juntos. Nunca te hice creer que nuestra relación iba a convertirse en estable. La estabilidad deriva en rutina, y la rutina en aburrimiento. Mejor dejarlo ahora, antes de que empecemos a echarnos los trastos a la cabeza.
—Tenías planeado esto desde mucho antes.
—No hago planes a largo plazo. Tú sí. No habrías cruzado ciento y pico millones de kilómetros de vacío de no asegurarte antes un futuro aquí, al menos tan cómodo —el énfasis con que pronunció esta palabra dolió a Sebastián— como el que tenías en Barcelona.
—Si querías romper, te hubiera agradecido que me lo dijeses antes de emprender el viaje.
—Ni yo misma estaba segura.
—¿Y qué te ha hecho decidirte precisamente ahora? —su intercom recibió una llamada—. ¿Sí? Hola, ¿qué ocurre?…Estamos comiendo en el restaurante de la plaza Fleming… No, aún estaremos un rato más… De acuerdo, te esperamos.
—¿Quién era?
—Tavi viene de camino. Dice que es urgente.
—Mejor. Empezaba a aburrirme esta charla.
—Tú te aburres enseguida de las cosas. Y de la gente.
—Sebas, no empieces otra vez.
—Tienes razón, dejaré este tema. Haz lo que quieras.
Acabaron la comida en silencio y Anica pidió la cuenta.
—Si te hace sentirte mejor, aceptaré temporalmente ese puesto administrativo —dijo la mujer—. De todas formas, no podré volver a la Tierra hasta que la situación política se despeje, y no parece que eso vaya a ocurrir pronto.
—Lo dices como si me hicieses un favor.
Tavi se acercó a su mesa, ahorrando a Anica tener que continuar aquella conversación inútil.
—Lamento interrumpiros.
—No lo lamentes —respondió Anica, pagando la cuenta que le había traído el camarero—. ¿Qué sucede?
—Tenemos que irnos. Hemos perdido el contacto con Mauro Winge, uno de los testigos que la policía vigilaba.
—¿Cuándo ha ocurrido?
—Hace un par de horas. Las autoridades locales no saben dónde está. Han iniciado una búsqueda, pero…
—¿Tienen localizado a Nun?
—Su nave debe estar ya en Marte, pero no ha llegado al espaciopuerto de Evo. Avisamos a las autoridades portuarias para que lo detuviesen en cuanto pusiese el pie en la pista, pero aparte de la vuestra no han llegado más naves de la Tierra.
—¿Has informado al comité?
—Sí, y acabo de recibir la respuesta. La desaparición de Winge revela que hay infiltrados en la policía arana que están pasando información a la Tierra. Tenemos que recuperar la custodia de Baffa y sacarlo de la ciudad inmediatamente.
A través del ventanal de la clínica, Nun disfrutaba de una magnífica vista del paisaje que rodeaba Amundsen, un pequeño enclave de quinientos habitantes cerca del polo sur marciano. Un bosque de columnas de hielo de hasta cuarenta metros de altura se erguían orgullosas, expulsando penachos de vapor. Las chimeneas volcánicas eran abundantes en aquella región; el calor del subsuelo transformaba el hielo en vapor, que ascendía a través de las chimeneas, evocando desde la distancia un falso complejo industrial.
Pero en Amundsen, la presencia fabril era escasa, limitándose a la exportación de agua a regiones más secas. Era una comunidad pequeña que no deseaba levantar la atención, justo el lugar que Nun buscaba para encargarse de Mauro Winge. Y, en contra de las apariencias, la principal fuente de ingresos de Amundsen no provenía del agua, sino de actividades menos transparentes que sus habitantes ocultaban celosamente a las autoridades.
La víctima de Nun se hallaba todavía consciente, atada en una camilla. Había dejado de gimotear, y ahora estaba en la fase de los insultos y las preguntas. Winge quería saber por qué no lo había matado ya, pero Nun no tenía el menor interés en explicárselo. Abandonó la sala, dejándolo solo, y se fue a buscar al médico. Aún tenía que encargarse de Torres y Baffa, y aunque la captura de Winge había sido sencilla gracias a la ayuda de Nix, empezaba a temer que con los otros dos su trabajo se complicase.
Nun no desaprovechaba una oportunidad de negocio; mantenía contactos con mafias locales especializadas en el secuestro de turistas, y qué mejor forma de librarse de Winge que borrar sus recuerdos, para que su cuerpo fuese habitado por el alma electrónica de un arano muerto. Él no mataba caprichosamente si había otras opciones más rentables; en este caso, el cuerpo sano de Winge era una golosa tentación que valía su peso en creds: piernas fuertes, brazos musculados, vientre firme, sin un gramo de grasa, en definitiva, un derroche de salud. Winge era un narcisista enamorado de su imagen. Habría sido un desperdicio que aquel cuerpo acabase convertido en abono, y los aranos también tenían derecho a resucitar.
Recorrió un largo pasillo flanqueado por docenas de torsos, que burbujeaban en el interior de tanques de nutrientes. En Amundsen nada se malgastaba; si el paciente no sobrevivía al implante de la prótesis raquídea, se le cortaba la cabeza y se le amputaban las extremidades, conservándose el torso con sus órganos para su venta a los hospitales. Los aranos de alto poder adquisitivo disponían de bancos de órganos creados a partir del cultivo de sus células madre, pero la mayoría no podían costeárselos y recurrían a los trasplantes tradicionales.
Aquella clínica tenía un bajo índice de fallos y la mayoría de pacientes sobrevivía a la operación, pero aún así, el pasillo estaba repleto. Nun se acercó a uno de los tanques y admiró el cuerpo decapitado de una joven de grandes pechos: sus pezones estaban erguidos y habían adquirido un tono sonrosado. Rodeó el tanque para admirar el culo, firme y respingón. ¿Cómo habría acabado allí? Aquel cuerpo le excitaba mucho. ¿Tendrían fotos suyas en la clínica? En el soporte metálico del tanque no había ningún nombre, sólo un código de identificación.
—¿Ojeando nuestro género?
El doctor Zahran apareció a su espalda, sonriente.
—¿Quién es ella? —se interesó Nun.
—Ahora es un pedazo de carne. Llegó hace tres años, y como verá, el estado de conservación es excelente. Observe esa cicatriz de la espalda. El mes pasado le extrajimos un riñón para un cliente.
—¿No sabe nada de su vida? ¿De lo que hacía antes de venir aquí?
—No, ni me interesa. Prefiero no implicarme emocionalmente con mis pacientes. Destruyo sus datos de identidad en cuanto llegan aquí, y guardo el expediente médico asociado a un número.
—¿Conserva todavía su cabeza?
Zahran hizo memoria.
—Normalmente las destruyo. El cerebro queda inutilizable, y los ojos, que son los órganos de la cabeza más fáciles de vender, los guardamos en recipientes pequeños para ahorrar espacio, pero en este caso… —consultó su agenda electrónica— creo que habrá suerte.
El médico lo condujo a una sala anexa, ocupada por urnas de distintos tamaños que reposaban en estantes. Zahran fue leyendo los códigos de las repisas hasta que encontró la que buscaba.
—Ahí la tiene —dijo—. Fresca como una rosa, sin haber perdido un ápice de belleza.
Nun se quedó mirando un rato el rostro de la mujer. Era muy joven, probablemente no habría cumplido los veinte años cuando aquel carnicero puso sus pezuñas sobre ella. Cogió la urna, la giró ciento ochenta grados y luego la colocó con cuidado en su posición original.
—Sus ojos están cerrados —protestó.
—Son negros.
—Así que aún se acuerda de ella.
—Raramente llegan a Amundsen mujeres tan hermosas. Recuerdo que lo pasé muy mal cuando no superó el postoperatorio. Estaba en lo mejor de su vida y…
—¿Puede abrirlos?
—¿Qué?
—Sus ojos.
—¿Va a comprarlos?
—No.
—Entonces, me temo que se quedará sin verlos.
Nun se encogió de hombros, fingiendo que no le importaba. Luego recordó el motivo por el que había ido a buscar al médico.
—Quiero asegurarme de que no queda ningún resto de los recuerdos de Winge en su cerebro. Es muy importante para mí.
—Hemos perfeccionado el método de borrado electroquímico de las redes sinápticas. Puede estar seguro.
—Hicieron un trabajo chapucero conmigo —Nun señaló con desprecio su propio cuerpo—. Noto residuos de la personalidad anterior, como lodo pegado a mis sesos.
—¿Dónde le restauraron su matriz neural?
—En un hospital de París.
—Por favor, no compare la medicina terrestre con la nuestra. ¡Ni siquiera pueden desatascar una arteria sin un catéter! Sus mejores neurólogos son trepanadores con título de médico.
—Pero son mejores personas que usted.
—¿Cómo dice?
—Ellos no prostituyen su profesión.
—Los órganos que contiene uno solo de nuestros torsos pueden salvar media docena de vidas. ¿Preferiría dejar morir a quienes los necesitan? ¿Es eso ético? Dígame, Nun, si pusiese la vida de esta mujer en el plato de una balanza y media docena en la otra, ¿hacia qué lado se inclinaría?
Nun no contestó.
—Es gracioso que tenga la poca vergüenza de hacerme reproches —dijo Zahran—, y en mi propia casa. Olvida que sé perfectamente quién es.
—Un asesino, como usted. Con la diferencia de que yo he aceptado mi condición, mientras que usted necesita autoengañarse para poder mirarse al espejo cada mañana.
—¿Qué demonios le pasa?
Nun se frotó los ojos, confuso. No debería tratar así a Zahran. Había viajado hasta Amundsen porque era el mejor de su especialidad. Tocarle las narices sería contraproducente, y malo para el negocio.
—Algo no funciona bien dentro mi cabeza.
Zahran lo acompañó a la sala de preoperatorio, donde Winge, amarrado a la camilla, se debatía inútilmente. El médico le descubrió el antebrazo y sacó una jeringuilla.
—No te dolerá —dijo, limpiando la piel con un algodón—. Y tampoco morirás, así que relájate.
—Van a destruir mi conciencia, ¿verdad? —dijo Winge, angustiado—. Borrarán mi vida y le darán mi cuerpo a otro.
Zahran inyectó el anestésico y avisó por el comunicador a sus ayudantes.
—Vamos a llevarlo al quirófano para iniciar la ideolisis. Tardará unas horas, y después lo someteremos a cirugía cerebrovascular para unir el implante. Nun, ¿va a quedarse aquí, o prefiere salir fuera a dar un paseo?
—Me quedaré aquí. Ahí fuera hace mucho frío.
—De acuerdo, pero si se va, necesitamos tenerle localizado, por si surge alguna incidencia —antes de irse, Zahran se volvió hacia él—. Cuando disponga de tiempo, pásese a visitarme, a ver qué puedo hacer por usted. Los errores de restauración de matrices pueden derivar en esquizofrenia.
—Lo haré —asintió Nun.
El médico sacó la camilla de la sala, dejándolo solo. Nun tomó asiento y cerró los ojos. Su cerebro había reconstruido una imagen tridimensional del cuerpo de la joven, aunque había tenido que completar sus brazos y piernas con la ayuda de una librería alojada en un segmento de su neurotransductor.
La muchacha se hallaba desnuda, tendida en la cama. Nun recorrió su cuerpo, y durante un instante vio una enorme cicatriz que surcaba su cuello, con grapas y puntos de sutura. Cuando volvió a fijar su mirada en ella, la cicatriz había desaparecido.
Se colocó encima de la chica y le masajeó apresuradamente los pechos. La mujer abrió los ojos y le correspondió acariciándole el cabello, gimiendo de excitación. Nun le besó los lóbulos de las orejas y los pezones, y sin perder más el tiempo en prolegómenos, alzó sus piernas, impaciente por penetrarla.
La chica se había transformado en su madre. Estaba sentada en el borde de la cama y llevaba una combinación de seda. Había quedado con unas amigas para ir de compras y se estaba vistiendo para salir, pero su marido irrumpió en el dormitorio y empezó a insultarla; acto seguido, el hombre se quitó el cinturón y lo usó como látigo contra ella. La hebilla hirió su frente, arrancándole un trozo de piel. Ella pidió auxilio y Nun entró. Su padre le empujó contra la puerta, pero Nun, recobrándose del golpe, embistió contra su estómago y lo tiró al suelo. Padre e hijo se enzarzaron en una pelea y rodaron por la alfombra, hasta derribar la mesita de noche. Mientras su padre atenazaba su cuello con las dos manos, tratando de ahogarlo, Nun alcanzó la lámpara que se había caído junto con la mesita y le golpeó el cráneo. Escuchó el hueso astillarse, al tiempo que la alfombra se teñía de bermellón mezclado con una sustancia grisácea. Nun repitió el golpe, sin percatarse de que las manos de su padre habían dejado de oprimirle el cuello. Se lo quitó de encima y se puso en pie, mirando alternativamente al cadáver y a su madre.
—¡Esteban! ¿Qué has hecho? ¡Lo has matado!
—Me llamo Nun.
—¿Estás seguro? —dijo su madre—. ¿Desde cuándo?
—Te estaba pegando. Yo te defendí.
—¿Desde cuándo, Esteban?
—Lo he hecho por tu bien. Te he librado de este hijo de puta para siempre.
—¿Cuándo dejaste de ser humano, Esteban? ¿Cuándo adoptaste ese extraño nombre que tienes ahora? ¿Fue cuando dejó de tener importancia una muerte más? Al menos tu amigo Zahran tiene remordimientos por lo que hace. Tú, en cambio, has aceptado ser un asesino. ¿Dónde está tu sentimiento de culpa? ¿Te lo extirpaste porque no te dejaba en paz?
Nun abrió los ojos. Revivir aquel episodio de su vida había sido horrible, y no porque no lo hubiera recordado ya docenas de veces, sino por el grado de realismo que experimentó en aquella ocasión.
La voz de su conciencia le había hablado a través de su madre. Pero él carecía de remordimientos, o al menos eso le gustaba decir a sus clientes. Había tratado de moldear su matriz de personalidad para despojarse de sentimientos inútiles. La depuración, sin embargo, había sido fallida, o algo de la personalidad anterior estaba interfiriendo con ella, creándole una desagradable angustia.
Tendría que volver a Amundsen cuando acabase todo, pero eso no sería hasta dentro de unas semanas.
Se puso en contacto con la Comuna, para actualizar los datos sobre sus dos próximas víctimas. Elena Torres todavía seguía bajo custodia de la policía arana, pero respecto a Baffa, se ignoraba dónde podía encontrarse.
Tal vez fuera el momento de usar la información que le había facilitado Klinger.
Delgado contempló con preocupación el acercamiento de la nave militar, que base Copérnico les enviaba para reforzar la defensa de Selene. Había intuido que aquel día iba a llegar, aunque no esperaba que fuese tan pronto, pero la situación política en la Tierra estaba desencadenando una serie de acontecimientos que afectaban, en mayor o menor medida, a todos los que trabajaban en la Luna.
El presidente Savignac había sido apartado provisionalmente del poder por su propio gabinete, bajo la acusación de estar implicado en delito de traición. El ministerio de Seguridad presentó pruebas contra Savignac, y al negarse éste a dimitir, el vicepresidente Hofman reunió al resto del ejecutivo y acordó la suspensión en el ejercicio del jefe de gobierno, al amparo del artículo 300 de la Constitución, que regulaba las causas de inhabilitación presidencial. El Senado debería ratificar o anular esa destitución en breves días, pero mientras tanto, Hofman ya estaba tomando decisiones.
El envío de aquella nave era una de ellas, aunque no la única. El personal de la base había sido militarizado, y Delgado ostentaría el cargo de comandante hasta que se decidiese si se le reemplazaba por un oficial de carrera. Los informes que Picazo había enviado sobre él debían ser favorables, pues de otro modo su cese como director de la base habría sido fulminante.
De la noche a la mañana, sus problemas con la fiscalía de salud laboral habían desaparecido, y no porque Ahmed se hubiera recobrado de sus heridas; al contrario, su estado se había agravado, necesitaba respiración asistida y el último pronóstico médico le concedía sólo una semana de vida. Pero las autoridades exoneraban a Delgado de cualquier responsabilidad en el accidente, al no apreciarse indicios de imprudencia. Se había tratado de un acontecimiento fortuito y el director de Selene nada podía haber hecho por preverlo.
Delgado debería haberse alegrado al recibir la noticia, pero no lo hizo. El rápido carpetazo de la fiscalía era síntoma de manipulación política, y la mano del vicepresidente Hofman —o la de quien controlase a éste— era demasiado evidente para ser ignorada.
La nave se había posado ya en suelo lunar y los soldados se dirigían a la esclusa principal. Delgado y Picazo esperaban en el pasillo de entrada. El resto de sus compañeros no deseaban presenciar la llegada del contingente armado.
Al encenderse la luz verde, la cámara intermedia se abrió y media docena de militares, con los cascos del traje espacial en una mano y un fusil en la otra, entraron en las instalaciones sin reparar en su presencia, salvo uno de ellos, que miró a ambos y dejó su casco en el suelo.
—¿Es usted el comandante Delgado?
—Sí, pero puede ahorrarse el tratamiento; yo…
—Capitán Cherinowski, al frente de la unidad de apoyo —el hombre se cuadró tanto como su traje espacial se lo permitía—. ¿Dónde se alojarán mis hombres?
—Pabellón 3 C. Está al fondo del pasillo de la izquierda. No se ha usado desde que se inauguró esta base, así que vigilen por si se produce alguna fuga de aire. ¿Son todos estos sus hombres?
—No. Hay doce más en el exterior. He dado órdenes para que inicien de inmediato el despliegue de las baterías antimisiles, salvo que usted disponga otra cosa.
¿Más baterías?, pensó. El silo secreto que Picazo le enseñó ya almacenaba suficientes armas para volar media luna.
—No hay motivo para tanta prisa, capitán. El viaje desde Copérnico ha sido largo, y estarán cansados. Convendría que les diese un respiro a sus hombres y comiesen algo.
—Mis instrucciones son iniciar el despliegue de inmediato, señor, pero si usted me ordena retrasarlo, les diré que entren —Cherinowski se fijó en el distintivo que Picazo había prendido a su pechera; era un galón militar con su rango y nombre.
—Bienvenido a la base Selene —dijo Picazo, ejecutando el saludo castrense.
Delgado puso los ojos en blanco, sintiendo vergüenza ajena. Picazo era el único de la base que lucía un distintivo militar. Ni siquiera Delgado había considerado necesario ese detalle.
—Gracias —dijo Cherinowski.
—Espero que se sientan en casa. No tenemos muchas comodidades, pero las compartiremos con gusto con ustedes.
—Alférez Picazo, ¿por qué no acompaña a nuestros huéspedes al pabellón 3 C? —le sugirió Delgado.
—Desde luego —respondió el aludido, aceptando con naturalidad que le tratara como un militar.
Delgado los vio alejarse hasta que desaparecieron por una esquina. No advirtió que Laura se acercaba a él, muy alterada.
—Tengo que hablar contigo —dijo la mujer—. En privado.
—¿Es importante?
Laura asintió con la cabeza.
—Vamos a la cúpula del observatorio. Allí no te molestarán y podremos hablar tranquilos.
—Me preocupa ese tono de voz —dijo él—. Dime, ¿algo va mal?
Ella le acompañó hasta la cúpula. Un enorme telescopio reflector apuntaba a una estrella cerca del cenit; su posición cambiaba lentamente, siguiendo un programa de seguimiento por ordenador. La larga noche lunar se había iniciado y la bóveda celeste brillaba en todo su esplendor, sin el velo de la contaminación lumínica y atmosférica que sufrían los observatorios de la Tierra.
—Sé que estás ocupado con la llegada de los soldados, así que solo te robaré unos minutos.
—Descuida, Picazo se ocupará de ellos. Está disfrutando mucho con esta nueva situación. Debe pensar que por fin sus oraciones han sido escuchadas y nos han convertido en un fuerte militar, la primera línea de defensa de la Tierra —sonrió—. Lo siento, no debería bromear con estas cosas.
Laura levantó la cabeza a la bóveda, contemplando abstraída el firmamento.
—Cuando era pequeña me gustaba salir al campo en las noches de verano, tirarme sobre la hierba y admirar las estrellas. Soñaba que algún día visitaría una de ellas, y que si lograba subir a la Luna, estaría más cerca de tocarlas, pero ha llegado el momento en que no puedo subir más alto.
—¿Qué quieres decir?
—Me estoy muriendo, Luis.
Delgado entreabrió la boca, pero su lengua se trabó en el paladar, y no pudo articular una sílaba.
—El doctor Chen me ha hecho nuevas pruebas. Tengo afectada la médula ósea y varios órganos a causa de la radiación.
—Pero tú… tú estabas dentro del vehículo —balbució Delgado, tratando de recobrarse—. El blindaje te protegió.
—El blindaje del todoterreno es ligero. Si fuera más pesado, gastaría demasiado combustible.
—Te evacuaremos a la Tierra, tiene que haber algo que pueda hacerse. Te conseguiré los mejores especialistas y el Estado se hará cargo de los gastos.
—He consultado la póliza del seguro médico. No cubre este tipo de accidentes.
—No hablo del seguro, sino de nuestro gobierno. Pagará, me encargaré personalmente, es el responsables de lo que ha sucedido y… —se detuvo.
—¿Qué has dicho?
—Nada.
—¿Por qué es el responsable?
—Bueno, por ahorrar dinero en el blindaje de los vehículos. Deberían haber previsto…
—Luis, ¿qué me estás ocultando?
—Nada.
—Mientes.
—Te conseguiré los mejores médicos, Laura, no te preocupes.
—¿Me voy a morir y no quieres que me preocupe?
—Lo que quería decir es que yo me encargaré de todo. Confía en mí.
—¿Qué fue lo que causó la explosión? Tengo que saberlo, Luis. Ya que voy a irme a la tumba, quiero averiguar antes quién causó mi muerte y por qué.
Su intercom recibió en ese momento una llamada del capitán Cherinowski. Quería hablar con él sobre un asunto oficial de máxima prioridad.
—Tengo que irme. Seguiremos esta conversación en otro momento.
—No irás a ningún lado —Laura se interpuso entre él y la salida.
—Comprendo cómo te sientes, pero ésta no es forma de abordar tu problem…
—¡Ya basta!
Delgado comprendió que no podía seguir ocultándole la verdad a Laura. Si él estuviera en su lugar, exigiría conocer lo que sucedía y movería cielo y tierra hasta lograrlo.
—Fuimos nosotros.
Ella tardó unos segundos en responder.
—¿Qué?
—Un experimento con el acelerador. Las especificaciones llegaron de la Tierra, encriptadas con un código militar. No se nos avisó de que debiésemos tomar precauciones especiales, ni de que fuera a suceder algo inesperado. Para nosotros se trataba de una colisión de partículas más, similar a las que realizamos todos los días.
—¿Nuestro acelerador puede causar una explosión fuera de la base?
—Es difícil explicarlo sin recurrir a tecnicismos de física, pero sí, puede.
Laura intentaba dar sentido a aquella revelación, pero no le resultaba fácil.
—¿Ellos sabían lo que iba a suceder y vosotros, que estáis a cargo del acelerador, no?
—Si no lo sabían, al menos tenían una idea aproximada de lo que podría ocurrir, y me temo que la llegada de Cherinowski y sus hombres está relacionada con ello —le mostró su intercom—. Puedes apostar a que quiere verme por eso.
—Ve a verlo —Laura se hizo a un lado—. Ya seguiremos hablando.
Delgado habría ganado la apuesta, aunque hubiera fallado al imaginarse el motivo real por el que aquel contingente armado estaba allí.
Cherinowski le esperaba en la puerta de su despacho y estaba impaciente por hablar con él. Delgado le ofreció algo de beber, pero el capitán rechazó.
—¿El pabellón que les hemos reservado es de su agrado? —dijo Delgado, sirviéndose una taza de café.
—Más que suficiente. Tengo entendido que en esta base hay espacio para unas trescientas personas, pero habitualmente no superan la veintena.
—Sí, el complejo se construyó con una perspectiva entusiasta. Lástima que nuestro presupuesto actual no esté en la misma escala.
—Le supongo al tanto de la crisis actual con Marte. El riesgo de guerra es real, y el presidente Hofman…
—Vicepresidente.
—Mientras que el Senado no decida sobre la suspensión definitiva de Savignac, Hofman es presidente a todos los efectos. Como le decía, el gobierno está preocupado por la seguridad de las instalaciones civiles, y esta base posee un interés estratégico.
—Déjese de rodeos, Cherinowski. Sé qué uso quiere darle el ejército a nuestro acelerador.
—Hemos hecho grandes progresos. El incidente que hirió a dos de sus hombres no volverá a suceder, se lo garantizo.
—¿Progresos? —un escalofrío ascendió por la espina dorsal de Delgado.
—Uno de nuestros cruceros de combate, el Talos, encontró una baliza de seguimiento arana cerca del lugar donde surgió la primera anomalía. Su análisis nos ha proporcionado una mejor comprensión del fenómeno, y ahora somos capaces de fijar las coordenadas donde surgirá la próxima discontinuidad.
—Eso es lo que creen.
—¿Disculpe?
—No autorizaré que el acelerador sea usado para esos fines.
—La decisión ya ha sido tomada, y procede del alto mando —Cherinowski le entregó un disco de datos—. Aquí están las especificaciones y sus nuevas órdenes.
—Están locos. ¿Saben realmente lo que puede ocurrir si se equivocan, y la anomalía surge cerca de la Tierra? Las ondas gravitatorias podrían partir el planeta por la mitad.
—Los aranos tienen listo su propio acelerador de partículas para usarlo contra nosotros. Si se les convence de que nosotros tenemos el arma operativa y que no vacilaremos en emplearla, no nos atacarán.
—Conozco la doctrina de la destrucción mutua asegurada. Pero no estamos hablando de bombas atómicas, capitán.
—Estoy informado de ello.
—Entonces, ¿cómo puede seguir ahí sentado, tan tranquilo?
—Porque sólo usaremos el acelerador de partículas una vez más, como elemento disuasorio. Nuestro gobierno no pretende causar daño a la población de Marte.
—Dígame entonces qué hace nuestra flota de guerra en su órbita.
—Fue requerida para ayudar a los alcaldes aranos. Marte no puede permanecer unido si sus ciudadanos no lo desean. Louise Rolland, alcaldesa de Barnard, lidera el movimiento para transformar una docena de ciudades en estados independientes. La Tierra reconocerá a sus gobiernos y establecerá relaciones diplomáticas con ellos en cuanto la crisis actual acabe. El ejecutivo central de Marte deberá conceder la independencia de las ciudades que así lo deseen, o de lo contrario nuestras tropas intervendrán.
—Parece muy enterado de los movimientos del poder, capitán.
—Ahora mismo forman parte de mi trabajo.
—No aprobaré la repetición de un experimento como el que me ha indicado, hasta tener la certeza de que no encierra el menor peligro. ¿Puede usted dármela?
—No.
—Entonces hablaré con el comité supervisor del Congreso. Este proyecto es descabellado.
—Olvídese del Congreso. Selene ha sido militarizada, y mientras usted no reciba una contraorden, todos los que estamos aquí dependemos del Estado Mayor.
—¿Qué pasa si me niego?
—No se lo aconsejo. Desobedecer una orden directa es motivo de un consejo de guerra.
—Estoy dispuesto a afrontarlo si con ello salvo las vidas de quienes trabajan en mi base. Incluida la suya.
—Le seré franco, comandante. Me han enviado aquí para garantizar la repetición del experimento, de modo que si trata de impedirlo, asumiré el mando de Selene y me veré obligado a arrestarle.