A bordo de una lanzadera, Velasco se aproximaba al acorazado Nimrod para entrevistarse con su capitán, el general Randhawa. Oficialmente iban a coordinar el ejercicio táctico del día siguiente, pues lejos de suspenderse, las maniobras continuaban su curso con pleno despliegue de los escuadrones de cazas, que de vez en cuando se acercaban a la zona de exclusión orbital para probar el temple de las autoridades aranas. Extraoficialmente, el motivo de su visita era muy diferente.
El Nimrod era una nave pesada y grande, lo suficiente para costar el presupuesto de un estado pequeño durante un año, y llevaba un centenar de personas a bordo. Un caza se acercó para escoltarle hasta la esclusa de amarre, mientras otro, un par de kilómetros retirado, vigilaba los alrededores. Según la mitología, Nimrod fue el constructor de la torre de Babel, que debía llegar al cielo y desafiar el poder de Dios. Dado que en Marte existía un monte llamado Olimpo, el lugar donde moraban los dioses griegos, la alusión no parecía casual. Si se desataba la guerra, el buque que comandaba Randhawa sería uno de los primeros que entraría en combate, y que sufriría la cólera divina.
Nimrod fracasó en su empeño, fue despedazado y sus restos desperdigados por la Tierra. Tampoco Talos, el gigante que custodiaba la isla de Creta, tuvo un destino mejor: fue muerto por Medea al desgarrarle una vena del tobillo. Había cierto humor negro en el alto mando a la hora de bautizar algunas naves.
Randhawa se había distinguido por una honestidad e independencia intachables, que le merecieron la promoción al generalato; pero esa independencia también le impidió el ascenso a almirante de flota. Fue una sorpresa que Tazaki fuera promovido para ese puesto, cuando Randhawa y Velasco eran los candidatos perfectos por preparación y méritos. Pero Tazaki tenía algo de que Randhawa carecía: un detallado plano de los callejones y vías ocultas de Bruselas, la metrópoli donde se concentraba el poder del gobierno terrestre. Sin ese plano, los puestos de mayor responsabilidad estaban vedados al resto de los mortales. Tazaki sabía a qué puertas llamar y lo había hecho; aunque eso tenía un precio diferido, como las letras de una hipoteca, y el japonés aún no había pagado el primer plazo.
Randhawa se hallaba al otro lado de la escotilla de entrada, esperándole. De cincuenta y cinco años, ofrecía sin embargo un aspecto juvenil que debía en gran parte a su pelo negro y espeso, que suscitaba la envidia de sus compañeros, quienes hicieron circular el falso rumor de que se lo teñía regularmente.
Tras los saludos de rigor, Randhawa lo acompañó a su despacho. Una fotografía de Nueva Delhi, su ciudad natal, colgada junto a la bandera terrestre, y otra de sobremesa de su esposa Shama, eran los únicos detalles personales que Velasco pudo ver. Randhawa no viajaba con maletas; era de los que pensaban que nacemos sin equipaje y morimos sin él, y debemos acostumbrarnos a llevar con nosotros lo indispensable.
—Tu visita me tiene intrigado —dijo el indio, tomando asiento—. Desde que me dijiste que venías, le he estado dando vueltas, y he deducido que estás a punto de meterme en un follón de narices.
—¿Cómo está Shama? Hace mucho que no la veo. ¿Vais a por vuestro tercer hijo, o tenéis bastante con la pareja?
—Nos plantamos en dos. Ya no soy un chaval, mis viajes no me dejan tiempo libre para ellos, y mi esposa insiste en que acepte un destino en el cuartel general para estar más tiempo juntos. No sé si debería haberle hecho caso, tal como están las cosas —Randhawa le miró gravemente—. Porque de eso se trata, ¿verdad?
—Nos conocemos desde hace mucho. No puedo ocultarte nada.
—Vamos, ve al grano de una vez.
Velasco le entregó una carpeta de documentos. Cuando Randhawa la abrió y echó un vistazo al primer folio, comprendió de qué se trataba.
—El Argentina —murmuró—. Así que has estado investigando.
—¿Tú también?
—Vaya, no pensarás que eres el único con olfato para los malos olores. Tengo quince años más que tú, aunque no los aparente —sonrió.
—Tazaki sabe esto.
—Por supuesto. Menudo almirante sería si ignorase que el Argentina viajaba sin tripulación.
—¿Entonces fue él quien dispuso esa farsa?
—Velasco, no saques conclusiones precipitadas. Un almirante de flota es un puesto elevado, pero aún hay unos cuantos más por encima. Desconozco cuáles eran las opciones de Tazaki, si es que tenía alguna, pero el caso es que se ha prestado al juego.
—Bien, ¿qué vas a hacer?
—¿Hacer? —Randhawa se encogió de hombros—. ¿Qué se supone que debe hacer un militar en esta situación?
Se hizo el silencio entre ambos. No era una pregunta retórica: Randhawa esperaba una respuesta.
—Acatar las órdenes de sus superiores —dijo Velasco, reluctante.
—Exacto. Tú no tienes la potestad de discutir lo que viene de arriba; ni yo tampoco, desde luego. Si Tazaki ha divulgado que en el Argentina viajaban quince militares, y que fueron asesinados a traición por misiles aranos, no vamos a desautorizarle filtrando una versión distinta. La guerra informativa es un arma más de nuestro arsenal.
—Oficialmente, aún no hemos entrado en guerra con Marte.
—¿Crees que hemos venido a dar un paseo? Por favor, Velasco, no seas ingenuo. Las maniobras encubrían una operación para ayudar a los alcaldes aranos a derrocar al gobierno central. Cualquiera que sepa sumar dos y dos lo habría visto.
—Pero nadie nos informó de eso.
—Así funciona el mundo. Te daré mi interpretación del ataque que sufrimos: los misiles fueron lanzados desde una base secreta próxima al cinturón de asteroides, pero no por el ejército de Marte. ¿Qué sucedió? La base escapó momentáneamente a su control. Alguien tuvo que infiltrarse en los controles de lanzamiento y cambiar los códigos de los misiles. Cuando el gobierno arano se percató de lo que ocurría, ya era tarde. Los misiles no aceptaban sus comandos y se dirigían contra nuestra flota.
Randhawa añadió que la destrucción del Argentina fue pactada para culpar a los aranos del ataque. Se eligió un buque sin tripulación porque Tazaki no quería víctimas. En realidad —añadió socarronamente— los únicos daños de relevancia que sufrió la flota, aparte de ese buque, fueron los del Talos, y no los produjeron los misiles, sino un pequeño meteorito.
Su colega no le había dicho nada que él no supiera, pero no había venido hasta allí para escuchar lo que ya había deducido por sí mismo. El indio debía decantarse de qué lado estaba y así se lo hizo saber.
—Esa pregunta suena a conspiración para la sedición —dijo Randhawa, con una media sonrisa—. En esta flota no hay facciones: Tazaki está al mando y nosotros cumplimos órdenes.
—La obediencia debida no es una eximente que nos libre de responder ante un tribunal por crímenes de guerra.
—No te pongas melodramático.
—Ahí abajo viven dos millones de personas. Trajimos a Marte a sus bisabuelos para que habitasen el nuevo mundo. Han levantado docenas de ciudades a costa de muchas vidas, pero no son inmortales: si se les hiere, sangran; si se les dispara, mueren. Cuando las bombas empiecen a caer sobre ellos, todo lo que han construido se perderá. El esfuerzo colectivo de cientos de países para conquistar este planeta se borrará de la historia, y tal vez el hombre no vuelva a este lugar nunca más. No podemos permitir que ocurra.
—En el caso de que ataquemos instalaciones de la superficie, nos limitaremos a objetivos militares. La población civil no sufrirá.
—Supongamos que eso no sucede así.
—No puedo decir cuál sería mi postura, Velasco. Incluso con misiles inteligentes y bombardeos quirúrgicos, se producen daños colaterales; aunque yo no considero que una bomba sea inteligente porque lleve un programa en sus tripas. La inteligencia siempre está al otro lado del gatillo.
—Necesito una respuesta más concluyente. Este conflicto estallará en cualquier momento, y cuando queramos hacer algo, será tarde.
—¿Tienes familia ahí abajo?
—No.
—Mejor. Eso lo hará más fácil.
—Pero la tengo en la Tierra, como tú. No creas que lo que sucederá aquí no tendrá ninguna repercusión en nuestra casa. Tus hijos y Shama sufrirán las consecuencias.
—¿A qué te refieres?
—La posibilidad de un ataque biológico como represalia es real. En el pasado, las armas biológicas eran tan inútiles como las nucleares: ningún gobierno se atrevía a usarlas. Pero los avances en nanomedicina han cambiado el escenario. Sabes que nuestro ejército lleva años intentando crear bacterias que puedan activarse y destruirse a distancia.
—Sí, y también llevan muchos más años tratando de crear agujeros de gusano o extraer energía del vacío. ¿Y han logrado algo? —Randhawa sacudió la cabeza—. Que sea físicamente posible no significa que pueda llevarse a la práctica. Esas ideas se hallan tan lejos de nuestro alcance como el viaje hiperlumínico o la gravedad artificial.
—Los aranos nos aventajan en biotecnología. Poseen la mayoría de las patentes y tienen en nómina a los mejores especialistas. Si planeasen un contragolpe, no tendríamos medios para proteger a nuestra población.
—¿Qué pruebas tienes de eso?
—Informes de nuestros agentes en Marte. No es que queden muchos, ahora que las labores de información las centraliza el ministerio de Seguridad, pero coinciden en que los aranos ya tienen a punto bioarmas controlables por radiofrecuencia.
—Podrían haber pasado a nuestros agentes información falsa, para hacernos creer que son más poderosos de lo que en realidad son, y así meternos miedo.
—Randhawa, los hechos apuntan precisamente en sentido contrario. El ataque de misiles, por ejemplo. El tratado de independencia limitó su ejército al mantenimiento de la paz dentro de Marte. Tienen prohibido construir naves de guerra, pero fueron capaces de esconder un silo próximo al cinturón de asteroides sin que nos enterásemos. Y, por si lo has olvidado, la explosión de energía que sacudió al Talos camino de Marte indica que guardan otros ases en la manga. No alardean de lo que tienen, sino que lo esconden para que no conozcamos su potencial ofensivo.
—Lo siento, pero no puedo aceptar tu derrotismo. Los aranos no son alienígenas todopoderosos. Fuimos los humanos quienes los creamos; no son más listos ni están más avanzados, salvo en detalles puntuales, y en infraestructuras y recursos para aguantar una guerra les aventajamos. Acabar con sus centros neurálgicos, capturar a sus dirigentes y volver a casa sería cuestión de un par de días.
Velasco empezó a lamentar aquel encuentro. ¿Era posible que hubiese cambiado tanto su amigo desde la última vez que se vieron? Randhawa negaba sistemáticamente las evidencias, se refugiaba en una dialéctica militar reaccionaria e incluso aceptaba implícita y dócilmente que el objetivo de la flota era participar en un golpe de Estado y derribar al gobierno elegido libremente por los aranos, para reemplazarlo por una junta de alcaldes levantiscos dispuestos a vender a sus compatriotas. ¿Cómo podía prestarse el ejército a aquel tipo de actos? Según la Carta Magna, la misión de las fuerzas armadas era mantener la paz y la legalidad vigente. Participar en operaciones para derrocar al gobierno de Marte, sin actos de provocación previa de dicho Estado, eran abiertamente inconstitucionales.
Velasco se despidió de su anfitrión y volvió al Talos. Había partido con la certeza de que Randhawa comprendería su punto de vista y convencería a otros mandos para evitar una matanza en Marte, pero regresaba con la sensación de que estaba solo en aquella guerra y que a Randhawa le importaba un comino salvar la vida de civiles. Ya miraba con deseo al cuartel general, donde le esperaba una vida sedentaria, con mucho tiempo libre para dedicárselo a su familia. Lo que les sucediera a las familias que vivían en Marte no le quitaba el sueño. Atrás habían quedado sus rivalidades con Tazaki para el almirantazgo; Randhawa se había amoldado a las circunstancias y no esperaba otra cosa del futuro que acabar sus días en un despacho.
La lanzadera de retorno se acopló al flanco de estribor del Talos. Mientras aguardaba frente a la esclusa de entrada, imaginó a un servil Randhawa llamando a Tazaki para contarle aquella entrevista. ¿Acababa Velasco de arrojar su carrera por la borda?
No, Randhawa jamás traicionaría a un amigo.
Tal vez el escepticismo de aquél cediera por el peso de los hechos y recapacitase. No parecía probable, pero el indio aún podía depararle algunas sorpresas. A veces, cuanto más crees conocer a una persona, más se resiste a encajar en el molde que has forjado para ella.
Lo que no ocurría siempre, desde luego. Lo comprobó cuando preguntó en el puente de mando del Talos dónde estaba Godunov. Nadie lo había visto aquella mañana y eran más de las doce. Su antiguo mentor no daba muestras de querer rehabilitarse, a pesar de que Velasco había confiado en él para la misión, soportando las críticas de sus compañeros. No entendía cómo Godunov había logrado engañar a Gritsi en los análisis, pero estaba claro que el ruso tropezaba en la misma piedra una y otra vez, y no aprendía nada durante el proceso. No era el tipo de persona que rompiese moldes.
Bajó al camarote del coronel y llamó a la puerta. No hubo respuesta. La aporreó con más energía y se puso a escuchar. Del interior brotaron un par de gruñidos y el ruido de algún objeto al estrellarse contra una pared. Iba a usar su clave para entrar cuando Godunov abrió, con un aspecto horrible, grandes ojeras y el pelo sudoroso.
—Te quiero en diez minutos en el puente, aseado y —aunque era ocioso decirlo, añadió— vestido.
El ruso farfulló una disculpa, y un hilillo de baba escapó por la comisura de los labios. Velasco estaba lo bastante cerca para olerle el aliento, pero no desprendía aroma a alcohol, sino un ligero tufo atribuible a una mala higiene dental.
—¿Qué clase de mierda has tomado esta vez?
—Ninguna —dijo Godunov—. Lo juro.
—Entonces, más vale que tengas una buena excusa para tu conducta —le advirtió Velasco, alzando un dedo—, o haré que vuelvas a la academia. Y no será de profesor.
Sebastián, Anica y Baffa pasaron la noche en un destartalado hotel para emigrantes de los suburbios de Evo. Aquél era el lugar donde solía hospedarse la gente que se había gastado sus ahorros en el viaje, buscando un futuro lleno de promesas que raramente se cumplían. En los albores de la colonización, los aranos habían recibido de buen grado la mano de obra extranjera, pero la situación había cambiado en los últimos años, y ya empezaban a sobrar trabajadores no especializados. Los que perdían su empleo se quedaban atrapados allí, aceptando lo que podían. Al cabo de un tiempo, no volvía a saberse nada de muchos de ellos.
Las redes de tráfico de cuerpos realizaban un lucrativo negocio con los desempleados. Aunque los avances en biomedicina habían prolongado la esperanza de vida de un arano medio, esta técnica se implantó en una fase reciente, y eran muchos los que fallecieron antes, con sus conciencias digitalizadas durmiendo en los bancos de datos a la espera de reencarnarse en un nuevo cuerpo. Aparte de los turistas despistados que no tenían la precaución de contratar escolta, las mafias se nutrían de los emigrantes para conseguir cuerpos frescos que vender a los descarnados.
De Souza les advirtió de que no saliesen del hotel sin compañía. Mientras se encontrasen allí dentro, estarían seguros. Si Baffa ya estaba bastante preocupado sabiendo que un asesino les seguía los pasos, aquellas advertencias no le ayudaron a conciliar el sueño. Cada vez que se despertaba por las sacudidas de las paredes del hotel, pensaba si no estaría llegando en esos momentos la nave donde viajaba su asesino. Desde la ventana se veían las luces del espaciopuerto bañando con un resplandor rojizo un horizonte cercano, a causa del menor tamaño de Marte; un detalle más que le recordaba que aquélla no era la Tierra, sino un lugar extraño y hostil que los humanos se obcecaban en conquistar. Contó cuatro sacudidas, y eso que se suponía que el tráfico estaba restringido. Al día siguiente se enteró de que eran convoyes militares, que utilizaban una de las pistas de despegue para vuelos nocturnos.
Al amanecer, De Souza se presentó en el hotel y los condujo hasta Tavi Ohmad. Tavi se había desplazado desde Barnard, donde residía, a recogerles, pero ya en el viaje empezó a encontrarse mal y fue ingresado en un hospital. Aún no recobrado del todo, había pedido el alta voluntaria para reunirse con ellos.
Se dieron cita en un parque cubierto por una cúpula, detalle que agradecieron para poder liberarse del incómodo equipo de respiración. No había nadie paseando a aquella hora de la mañana y una brisa simulada agitaba las copas de los árboles, con una sensación tan falsa que parecían formar parte de un decorado. No había pájaros ni chips que simulasen su canto, muy populares en los parques de las grandes ciudades de la Tierra. En Marte nunca había habido pájaros y los aranos no consideraban que hubiese una razón para crearlos. Las plantas eran útiles, inyectaban oxígeno a la atmósfera; los pájaros lo consumían y degradaban el espacio habitable. Se podía pasar muy bien sin ellos.
Tavi tomó asiento en un banco. Se fatigaba al caminar y ocasionalmente inhalaba un aerosol para poder respirar. El hombre, de treinta y cinco años de edad, emigró a Marte con su familia cuando era un niño, poco después de la epidemia de la gripe negra. A sus padres les aterraba que la enfermedad volviera a reproducirse, y pensaron que estarían más seguros en Marte, donde la nanomedicina curaba un gran número de enfermedades. Su hijo, que padecía un trastorno neurovegetativo agravado por las secuelas de la epidemia, fue intervenido por médicos aranos para sustituirle un trozo del bulbo raquídeo por una prótesis. Tavi sería curado y además, el día que muriera, su conciencia quedaría almacenada en el implante para su resurrección futura en un cuerpo de carne y hueso.
Los terrestres, cuyo cerebro no diseñó la evolución para ser amplificado con elementos artificiales, pagaban un alto precio a cambio de la inmortalidad electrónica. Algunos de los que sobrevivían al quirófano quedaban con secuelas nerviosas irreversibles, incluso postrados en sillas de ruedas. Podía pensarse que los riesgos disuadirían a la mayoría de los candidatos, pero no. Especialmente, porque una gran parte de estos candidatos ya no tenía nada que perder. Si Tavi no hubiera recibido aquella prótesis, habría fallecido antes de cumplir los quince años. Sus padres vendieron todas sus propiedades para llevar a su hijo al único lugar del universo donde podrían salvarlo, en un viaje sin retorno. Marte era una tela de araña que no soltaba a sus presas, degradaría lentamente sus huesos, sus músculos, su sistema inmunológico, envolviéndoles en una fina seda empapada de veneno de acción diferida; pero aún así, ellos creyeron que merecía la pena.
La nanomedicina no funcionó con sus progenitores y las duras condiciones de vida en el planeta acabaron con ellos unos años después de su llegada. Pero consiguieron su propósito: Tavi viviría, tal vez para siempre si sus recursos económicos le permitían ese lujo, aunque no sería una vida fácil.
Normalmente, la vida no lo es. Puedes tardar mucho o poco en descubrirlo, pero al final te das cuenta de la lucha y el sufrimiento que supone seguir vivo. Sus padres se habían sacrificado por él y se trasladaron allí conscientes de que el planeta rojo sería una tumba para ellos. Si la tecnología de que disfrutaban los aranos hubiese estado disponible en la Tierra, no habrían necesitado aquel viaje para salvarle y seguirían vivos. Pero por intereses comerciales y políticos, el uso de esas patentes seguía prohibido en la Tierra. Tavi prometió que algún día devolvería a los culpables el dolor que su familia había padecido a causa de los gobernantes y la industria farmacéutica. Proteger a Baffa, que testificaría en un proceso destinado a llevarlos a la cárcel y abolir la prohibición, era su máxima prioridad.
Y estaba dispuesto a lo que fuese para lograrlo.
Sebastián lo puso al corriente de los problemas surgidos con Rodas, el paciente al que trató en Barcelona para curarlo de su adicción a las drogas. Era posible que los problemas de salud que atravesaba Tavi fueran debidos al quiste cálcico que llevaba en el cerebro, y que estaba en sincronía con el que portaba Rodas. No había encontrado aún el modo de desactivarlo definitivamente, pero existía un medicamento que disminuía sus efectos.
—Toma una cada doce horas. Verás cómo te sientes mejor —le entregó una caja de pastillas—. A través de un colega de Barcelona, intentaremos localizar a Rodas para que haga lo mismo. Los efectos son bilaterales y él también debe sentirse mal, así que será el primer interesado en tomarlas.
—Gracias, Sebastián.
—De Souza nos dijo que tenías algo que decirnos.
—Sí. ¿Recordáis al tipo que mató al director de energía en la Luna?
Anica expresó sorpresa.
—Nun. Es un colaborador de los neohumanos. ¿Por qué?
—En realidad trabaja para el gobierno terrestre. Os tendieron una trampa.
—Pero el director de energía formaba parte del gobierno.
—Del sector moderado. No era bien visto por los extremistas. Hay sospechas de que el secretario de Estado de Justicia, también del ala moderada, fue eliminado hace unos días, simulando un robo en su casa.
—Te dije que Nun no me daba buena espina —dijo Sebastián a la mujer.
—Las recriminaciones son inútiles ahora —continuó Tavi—. Ese individuo es muy bueno en su oficio. No deja pistas —señaló a Baffa—. Y viene a por usted.
—¿Cómo se ha… —tartamudeó el afectado—… se ha enterado de todo eso?
—Tengo un enlace de microondas con la Comuna —Tavi se frotó la nuca, donde le implantaron la prótesis neural—. Gracias a algunos amigos que he hecho allí, sé que uno de los descarnados más poderosos, Nix, está ayudando al ministro de Seguridad de la Tierra a derribar al gobierno de Marte.
—¿Un descarnado? —Baffa no estaba familiarizado con la jerga informática—. ¿Qué es eso?
—Un tipo que al morir ordenó que volcaran su conciencia digitalizada en la Comuna. Algunos viven en ella porque no tienen dinero para habitar un nuevo cuerpo; otros, como Nix, prefieren la vida electrónica y depuran su código para moldear una nueva personalidad, eliminando lo que tenían de humanos.
—Suena amenazador —murmuró Baffa.
—Nix ya no es humano. No sé en qué se ha transformado, pero cada vez acumula más poder y eso es peligroso. En la Comuna no rige ningún gobierno, pero existía un equilibrio de fuerzas surgido de la anarquía. El conflicto con la Tierra lo ha desbaratado, y Nix aprovecha la confusión para instaurar un sistema jerarquizado, con él en la cúspide. Muchos descarnados se han dado cuenta de sus intenciones y han empezado a organizarse para plantarle cara.
—¿Qué quiere Nix de la Tierra?
—No lo sé, pero no creo que sea nada bueno.
—Está bien —suspiró Anica, desanimada—. Confío que eso sea todo.
—Una cosa más. El gobierno arano lleva trabajando desde hace tiempo en un proyecto secreto, usando recursos de computación de la Comuna. Debe ser algo muy grande, y está relacionado con el acelerador de partículas de Marte: el Aratrón.
—¿En qué consiste?
—No sabría explicarlo, pero por lo que he entendido, pueden crear ondulaciones en el tejido del espacio, que liberan enormes cantidades de energía.
—Una nueva arma.
—Al principio no era eso lo que buscaban, pero me temo que es la primera utilidad que le han encontrado.
—Fantástico —dijo la mujer—. Bueno, al menos, no nos afecta directamente.
—Nos afecta a todos —declaró Tavi—. La Tierra dispone de otro acelerador de partículas de similar tamaño en la Luna. Si los aranos han tenido éxito en sus experimentos, es cuestión de tiempo que la Tierra también lo logre. Sobornarán, robarán, matarán, harán lo que sea para averiguar cómo lo han hecho, pero conseguirán su propósito. Algunos descarnados han trabajado en el proyecto, y podrían venderse al enemigo si la oferta es tentadora. Tal vez ya lo hayan hecho.
—Tenemos suficientes problemas para cargar encima con aquello que no podemos controlar —insistió Anica—. Lo que cuentas rebasa nuestra misión.
—¿Tenemos a alguien de los nuestros trabajando en el acelerador lunar?
—Creo que no —dijo Sebastián.
—Espera —Anica hizo memoria—; Arnothy sigue trabajando para la agencia espacial. Recuerdo que saboteó la siembra de algas en Venus, desobedeciendo las órdenes que le dieron. Tengo que confirmarlo, pero creo que consiguió un puesto en la base Selene.
—Debes hablar con él —le aconsejó Tavi.
—El comité y él dejaron de hablarse desde aquello. ¿Por qué habría de escucharme?
—Porque no eres del comité. Y porque si el conflicto entre la Tierra y Marte llega al extremo de que se utilice esa tecnología, lo que menos importará será la vida de Baffa. O la nuestra.
La paciencia de Klinger no atravesaba aquel día uno de sus mejores momentos. El presidente Savignac, un títere manejado por los grupos de presión, que debía su puesto a personas como él, estaba tomando las decisiones equivocadas, obstinándose en un curso de acción que daba ventaja al enemigo. Tendría que ocuparse de él, ya había dejado de ser útil.
Otro personaje con el que no sabía qué hacer era el doctor Claude Chabron, al que tenía en espera por la línea protegida. Le había pedido un informe escrito y no se lo había dado. Odiaba tener que hablar con ese reptil, y seguramente ateo. La mayoría de los médicos lo eran. Si no le convencían sus explicaciones, haría que le reservasen una celda muy visitada en la peor prisión española. Así se le quitarían las ganas de falsificar más certificados de ADN.
El rostro de Claude apareció en pantalla, muy tenso. La imagen de Klinger, como siempre, quedaría oculta a su interlocutor. No se anduvo con circunloquios y le preguntó, con el mayor desagrado de que fue capaz:
—¿Qué quiere? Estoy muy ocupado.
—Lamento molestarle, señor ministro, pero… verá, he preferido hablarle personalmente de mis investigaciones porque…
—¡Qué!
—Mire, los medios que pedí no son los que me han facilitado. Mis colaboradores son unos incompetentes —Claude omitió que nadie de su hospital quiso participar, después de conocer en qué consistiría la investigación y que además iban a estar bajo sus órdenes.
—¿Me ha llamado para quejarse? —Klinger acercó su dedo al interruptor de apagado. Lamentó que ese gesto no pudiera ser visto por Claude.
—No, señor, desde luego, usted no tiene la culpa —Claude estaba visiblemente agitado—. Verá… ha muerto un paciente.
Klinger no respondió. Claude esperó unos segundos a que le formulase alguna pregunta, cómo había sido, en qué circunstancias ocurrió, pero al no obtener más que silencio, explicó los detalles.
—Le inyecté un medicamento para estudiar la reacción del quiste y se produjo un shock anafiláctico. No lo entiendo, porque carecía de antecedentes alérgicos en la ficha clínica del doctor Sebastián Arjona.
—Usted es el médico. Si un paciente se le muere, es asunto suyo.
—Lo sé, pero…
—Le he contratado para que obtenga resultados. Si con su torpeza se queda sin pacientes y sigue haciéndome perder el tiempo, le meteré entre rejas.
—¿Cómo dice?
—Tengo pruebas de su implicación en una red de tráfico de certificados de calidad de ADN.
—Usted me ha contratado. No crea que saldrá limpio si se mete conmigo.
—Celebro que tenga agallas. Le harán falta en la cárcel, si es que llega vivo a ella.
—Espere. Tengo algo que le interesa.
Klinger apartó el dedo del botón.
—Así que no es usted tan valiente, después de todo —sonrió.
—Estoy trabajando bajo presión, señor ministro, y los medios con los que cuento…
—Eso ya lo ha dicho antes.
—Lo sé —Claude carraspeó—, e insisto en ello. Necesito más fondos para la investigación. No son para mí, desde luego.
—Claro. Cómo iba a dudarlo.
—Son para financiar mi labor de una forma digna. A cambio, le daré una información que le resultará de gran interés.
—Está bien —accedió Klinger de buena gana; no tenía intención de entregar un céntimo más a Claude—. Veré qué puedo hacer.
—¿Tengo su palabra?
—Si la información lo merece, le daré esos fondos.
—Lo merece. La policía ha encontrado al último de los pacientes del doctor Arjona: fue detenido por un delito menor. Resulta que está en sincronía neural con un individuo que se encuentra en Marte. La policía me ha pasado un listado de las llamadas realizadas por Sebastián desde su clínica a un centro de investigación de Marte. Cruzando datos, han identificado a ese misterioso paciente como Tavi Ohmad, un emigrante que partió de la Tierra cuando era un niño. Su relación con Sebastián, y la circunstancia de que miembros fichados de los neohumanos han hecho llamadas a esta persona, le delata como activista. Si Sebastián ha ido a Marte, estoy seguro de que contactará con Tavi. Localicen a éste y atraparán a Sebastián.
Claude sonrió, triunfante. Había demostrado que tenía iniciativa, y que podía atar cabos con más facilidad que sus contactos en la policía. Sólo hacía falta motivación y ganas de trabajar, dos carencias muy comunes en los agentes que conocía, acostumbrados a sangrar sus beneficios por hacer la vista gorda.
—Dado que el enlace neural sigue activo —continuó— puedo infligir dolor y náuseas en el paciente, y la persona ligada neuralmente con él los sufrirá en la misma intensidad.
—Creí que el juramento hipocrático impedía a los médicos esos comportamientos —apuntó Klinger.
—Considerándolo genéricamente, no lo quebranto; sólo le doy un rodeo. Tal vez pierda algunas vidas durante mi investigación, pero el resultado será beneficioso para la humanidad.
—¿Usted cree?
—Al entender cómo funcionan los quistes cerebrales que dejó la gripe negra a su paso, podremos instaurar un tratamiento masivo a la población afectada.
—Me conmueve su forma de pensar.
—No sé por qué piensa que soy una mala persona, señor Klinger —dijo Claude, quien no había pasado por alto el tono cínico de su interlocutor—. Los informes policiales que posee son falsos; Sebastián ha hecho circular infundios sobre mí, pero nunca pudo probar nada.
—No insulte mi inteligencia. Buenos días.
—Espere. ¿Cuándo recibiré los fond…?
Pero Klinger ya había cortado. Los datos de aquel miserable podían serle útiles para localizar a Baffa. Llamó a Nun, al que le faltaban unas pocas horas para llegar a Marte, y le transmitió la información que tenía. A causa de la distancia que los separaba, no obtuvo respuesta hasta pasados veinte minutos. Nun le agradecía aquellos datos, que le iban a facilitar su trabajo, máxime porque Tavi utilizaba una prótesis neural enlazada por microondas con la Comuna, y eso significaba que se le podía localizar a través de la red orbital de posicionamiento de satélites. Probablemente dispondría de un sistema de enmascaramiento, pero eso sólo retrasaría un poco su localización. No había sistemas de protección invulnerables, y Nun contaba con contactos en la Comuna que le allanarían el terreno.
Los detalles técnicos no interesaban a Klinger. Quería a Baffa muerto, y cómo lo consiguiera Nun le traía sin cuidado, así que no terminó de escuchar el resto de la transmisión. El mundo de la informática le producía un profundo asco; tenía que convivir a la fuerza con él, pero las máquinas no habían hecho más libres a los hombres, sino más esclavos de la tecnología, y dependientes de una industria que producía en masa aparatos que se quedaban obsoletos a los pocos meses. Millones de personas se habían ido al paro por culpa de la informática, agravando la ya crítica situación económica mundial, y la cifra no paraba de subir. La difusión masiva de IAs baratas, provenientes de las empresas de software de Marte, estaba hundiendo los precios en la Tierra y aumentando las colas de desempleados. Necesitaban aprobar una ley que les protegiera de la competencia desleal de los aranos, y Klinger deseaba que el embargo comercial decretado por Savignac se prolongase indefinidamente. Marte no sobreviviría si cesaban los intercambios con la Tierra, de eso estaba seguro. Aunque no se llegaría a ese extremo si sus planes rendían su fruto.
No podía matar a Savignac; se habían producido dos bajas en el gobierno en fechas recientes y una tercera, máxime si era la del presidente, sería peligrosa. Prefería una moción de censura desde dentro de la coalición, pero antes habría que ponerse de acuerdo para nombrar un sucesor, y eso dilataría semanas el desenlace. No disponía de tanto tiempo. La flota destacada en Marte era cara de mantener; si se prolongaba su estancia fuera de la Tierra más de dos meses, habría que enviar buques de reaprovisionamiento, y nadie entendería qué hacía allí estacionada tanto tiempo, sin intervenir ni regresar. Los aranos no se tomarían en serio la amenaza y aprovecharían la indecisión para reorganizarse y lanzar un golpe bajo contra las defensas de la Tierra.
La tercera alternativa era airear algún escándalo para obligarle a dimitir. El vicepresidente Hofman tomaría el relevo, un tipo más manejable que Savignac. Claro que de éste se pensó lo mismo cuando se le eligió, y ahora Savignac se revelaba un individuo muy distinto al personaje sumiso que fingió ser.
Tendría que estudiar detenidamente sus opciones. Francamente, no le gustaba ninguna de ellas, pero había que tomar pronto una decisión, antes que los aranos sacasen ventaja.
El reloj marcó las once de la noche en base Selene, una hora inusual para ir al gimnasio, pero allí encontró Arnothy a Lizán, ejercitando sus brazos en la máquina de pesas. Lizán también era un hombre inusual.
En la Luna, la sucesión de días y noches era relativa; los humanos no podían adaptar el ritmo de sus cuerpos al ciclo lunar, más de catorce días de sol y otro período igual de oscuridad. La vida fuera de la Tierra estaba salpicada de pequeñas ficciones para hacerla más llevadera, y ni siquiera los aranos habían adaptado su calendario al largo año de Marte, de 687 días terrestres.
Arnothy nadaba en un mar de dudas. Tras el enigmático suceso acaecido fuera de la base, y que aún estaban investigando, recibió una llamada de Anica Dejanovic, una destacada activista de los neohumanos, aunque no pertenecía a la directiva. Sólo por eso accedió a hablar con ella. No quería saber nada del comité, eran unos incompetentes, un atajo de violentos a quienes importaba más la repercusión en la prensa de sus acciones que la utilidad de éstas. Arnothy había barajado abandonar el movimiento, y la reivindicación del asesinato del director de energía por parte de la organización le había convencido de que era el momento de marcharse.
Tras escuchar el mensaje de Anica, volvía a estar indeciso sobre el camino a tomar.
No entendía lo que la mujer le había explicado acerca del Aratrón y el uso del acelerador de partículas como arma. Aunque no supiese mucho de física subatómica, conocía lo suficiente para saber que las cosas no funcionaban así. Asumiendo que una colisión de partículas pudiera crear una enorme cantidad de energía, resultado de una especie de fusión en cadena, eso habría bastado para reventar una sección del acelerador, lo que no había ocurrido. ¿Estaba dando Anica palos de ciego? ¿Sabía realmente de lo que estaba hablando?
¿O acaso lo sabía él?
Lizán era astrofísico; si alguien en la base tenía una respuesta aproximada a sus preguntas, tenía que ser él o Delgado, y el director de la base facilitaba la información con cuentagotas. En lugar de dedicarse al trabajo científico, Delgado era un gestor que tenía que lidiar con la burocracia para que los trabajadores de verdad desempeñasen su cometido. Con un herido en la enfermería que fallecería en pocos días a causa de la radiación, Delgado iba a tener suficiente papeleo que atender como para no estar disponible en una temporada. Los familiares, la fiscalía de salud laboral y la oposición del parlamento le exigirían responsabilidades. No había sido buena idea ocultarlo durante las primeras horas que siguieron al incidente. Más bien, se había revelado un grave error que Delgado podría pagar muy caro.
—Creí que yo era el único noctámbulo de la base —dijo Lizán al verle, sin interrumpir sus ejercicios.
—No he venido a hacer gimnasia —Arnothy tomó asiento junto a él.
Lizán dejó sus flexiones y se secó con una toalla.
—Están sucediendo cosas muy raras, y he venido a que me des algunas respuestas —dijo Arnothy.
—Mira, antes que empieces, no tengo ni idea de lo que le pasó a Ahmed. Si alguien sabe qué ocurrió, es Delgado. Pregúntale.
—Está enterrado bajo una montaña de papeles. Los sindicatos piden su dimisión y la fiscalía ha abierto diligencias por negligencia. Hasta que no se aclare, no está para nadie.
—Bien —Lizán se encogió de hombros—. ¿Qué quieres de mí?
—Corren rumores de que un experimento de nuestro acelerador ocasionó el resplandor que cegó a Ahmed.
—¿Y?
—Eres astrofísico. Se supone que deberías saber lo que sucede. El incidente del Talos y éste tienen que estar relacionados; cualquiera podría ver eso.
—El acelerador estaba en parada técnica cuando el Talos captó la anomalía.
—En Marte hay otro acelerador similar a éste. Podrían haber sido ellos los causantes de la primera anomalía.
—Tal vez.
—Por Dios, Lizán, ¿qué te pasa?
El astrónomo lo miró fijamente.
—¿Quieres saberlo?
—¡Sí!
—Delgado me llamó a su despacho para echarme la bronca. El incidente del Talos era secreto, pero yo cometí el error de comentártelo a ti en privado, y a ti te faltó tiempo para descubrirme ante el jefe.
—Vaya, era eso —murmuró Arnothy—. Lo siento.
—Ya tenía bastantes problemas con Picazo, para que además Delgado se ponga en contra mía. Tengo una esposa e hijos que mantener, ¿sabes? Si me echan de aquí, ninguna empresa me contratará como astrónomo. Acabaré como tú, trabajando en un campo que no es el mío, quitando la mugre de los engranajes que los robots de limpieza no retiran porque está demasiado profunda.
Lizán se quitó la camiseta sudada y entró en el aseo. Al cabo de unos minutos reapareció vestido con una camisa limpia y oliendo a desodorante barato.
—¿Aún sigues ahí? —dijo el astrónomo, fingiendo sorpresa.
—No me iré sin una respuesta.
—Ya te la he dado: no sé qué está pasando. ¿Por qué crees que soy una maldita enciclopedia?
—Eres el mejor de tu especialidad, por eso te mandaron aquí. Tu tesis doctoral giraba acerca de discontinuidades en el espacio y branas n dimensionales. No sé qué demonios significa, pero parece terriblemente complicado, así que no te hagas ahora el tonto. Quiero conocer tu versión.
Lizán hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero comprendió que Arnothy hablaba en serio. Bueno, de todos modos no iba a enterarse de nada, así que le daría sus explicaciones y se largaría. Era la forma más rápida de quitarse a aquel pelmazo.
—Ésta es la tercera anomalía de similares características de que tenemos noticias en el último año. ¿Lo sabías?
—No.
—La primera ocurrió cerca de Ganímedes. Un satélite de Júpiter —aclaró Lizán.
—Sé dónde está Ganímedes.
—No se le dio publicidad, pero atrajo la atención de algunos curiosos. Estudié el caso porque me sentí intrigado, era un suceso enigmático, interesante y sin embargo nadie hablaba del tema. Poco sabemos de lo ocurrido, pero después del incidente del Talos, y del resplandor que cegó a Ahmed, creo que se trata del resultado de la creación a altos niveles de energía de un agregado de partículas subatómicas exóticas.
—Continúa.
—Este agregado, al que yo denomino núcleo de densidad, tiene una vida corta, de apenas una fracción de segundo, pero es capaz de conectar dos puntos del espacio alejados entre sí, creando una turbulencia topológica que libera energía. Un twistor.
—He oído esa palabra antes.
—Yo te la mencioné, y como imaginaba, no tenías la más remota idea de lo que te estaba hablando.
—Sigo sin tenerla. ¿Qué es exactamente?
—Nadie sabe qué es exactamente, Arnothy. Los twistores son un concepto matemático abstracto, o lo eran hasta ahora; ha sido imposible demostrar su existencia real hasta que hemos tenido la tecnología para descender al mundo infinitesimal a distancias cercanas al límite de Planck. Imagina a un biólogo que nunca hubiera visto una bacteria porque no tiene un microscopio decente. Bien, el Aratrón y el acelerador Selene son como dos gigantescos microscopios que nos permiten adentrarnos en el reino subatómico, a distancias que hace un siglo eran un sueño. No es exactamente así como funciona, pero te harás una idea.
—Lizán, trabajo aquí, sé que dividís la materia en fragmentos pequeños a través de colisiones a alta energía.
—Los twistores no son fragmentos de materia; son el espacio mismo. La física clásica consideraba el espaciotiempo como un continuo, pero esto contradice lo que sabemos sobre física cuántica. Imagina a un twistor como un vórtice de espaciotiempo, un cuanto que al interactuar con otros genera el tiempo y el espacio. Creemos que el tiempo es continuo porque nuestro cerebro no puede apreciar discontinuidades a escalas muy pequeñas; para captarlas se precisan aceleradores colosales como el nuestro. Pero que no las percibamos no significa que no estén ahí.
—Entonces el universo tiene naturaleza fractal.
Lizán negó vigorosamente.
—No has entendido nada de lo que he dicho. Un dibujo fractal es infinito, por mucho que aumentes una región, siempre encuentras otra más abajo. El universo tiene un límite inferior, la distancia mínima que permite la indeterminación cuántica.
—Y crees que el twistor representa ese límite.
—Sí.
—Lo mismo se pensaba de los átomos: «no se pueden dividir». Y vaya si se puede.
—Piensa lo que quieras —dijo Lizán, cansado—. ¿Puedo irme ya a dormir?
—Hay algo que no tengo claro. Si un acelerador como el nuestro puede crear un núcleo de densidad que hace vibrar un twistor, ¿la explosión no habría desintegrado la base?
—El núcleo de densidad permite conectar con un twistor en una región distante; puede estar a diez kilómetros o en el otro extremo del universo. El pliegue espacial se produce en una escala de tiempo ínfima y nosotros sólo captamos la energía que se libera en el proceso.
—¿Y cómo se consigue fijar el punto de salida de esa energía?
—Eso le gustaría saber a nuestro gobierno, porque así contaría con un arma plenamente operativa, en lugar de lo que tienen ahora, una máquina gigantesca que no comprenden, lo cual no les ha impedido usarla aún cuando podríamos haber muerto si la explosión hubiese surgido un poco más cerca.
—¿Han lanzado una bomba sin saber de antemano dónde iba a caer?
—Más o menos. Tal vez los aranos usen entrelazamiento atómico para acoplar el núcleo de densidad con el objetivo. Supongo que conoces cómo funciona el entrelazamiento, es física de bachiller: puedes transferir las características de una partícula a otra de modo instantáneo, sin que importe la distancia entre ellas.
—Sí, lo recuerdo.
—Bien, eso es todo. Si comentas esta conversación con Delgado, que lo harás, ten la delicadeza de no citar mi nombre.
—¿Por qué?
Lizán abrió la puerta. Antes de cruzarla, se volvió y le miró fijamente:
—Porque no quiero que se me recuerde como el tipo que le dio la idea para fijar la diana.