Una envoltura pegajosa envolvía a Godunov. Apartó con los brazos aquella telaraña húmeda y venosa, tratando de respirar. Sus pulmones se inundaron de líquido turbio. Estaba en el interior de un útero, pero ¿cómo había llegado hasta allí? Debería encontrarse en su camarote, a bordo del Talos, y no dentro de esa cavidad asquerosa. ¿Estaría soñando? Se dice que durante el sueño no se pueden percibir los colores, pero el veía cada matiz nítidamente, podía oler el fluido de vómito que inundaba su tráquea y salía por la nariz, palpar las paredes internas del saco amniótico, arañándolo con sus dedos, y escuchar ese ruido extraño que le martirizaba, un mecanismo de succión que licuaba lentamente su esqueleto y convertía su cabeza en un tejido cartilaginoso que cedía en su zona frontal por la presión intracraneal del cerebro.
Godunov temió que tal vez no se hallase en un saco amniótico, sino dentro de un estómago, y los ácidos estuviesen disolviendo su cuerpo, preparándolo para la digestión. ¿Cómo podía escapar? Veamos, no puede existir un estómago tan grande, como no sea una ballena, y las ballenas, además de que no son carnívoras, se extinguieron hace siglos. De modo que estaba viviendo una pesadilla, pero, ¿dónde estaba la puerta de salida? ¿O acaso estaba despierto? Despierto y alucinando en medio de un grupo de soldados, que le miraban divertidos. ¿Podría ser el delirium tremens? Él llevaba meses sin probar una gota de alcohol, lo había dejado y esta vez sería definitivo. Entonces, ¿qué le estaba ocurriendo? ¿Qué?
—¿Hasta qué punto tus recuerdos son fiables? —dijo una voz que parecía la suya.
—Sé que no tomé alcohol; ni una gota. Lo recordaría si fuese de otro modo.
—Veo que no lo entiendes.
—¿Qué es lo que tengo que entender?
—Si esto fuese un sueño, no tendrías de qué preocuparte. Pero no lo es. Lamentablemente para ti.
—¿Por qué?
—Puedes despertar de una pesadilla. Pero de mí, aunque creas que estás fuera… —la voz se detuvo—. Están llamando a la puerta.
Godunov abrió los ojos. La envoltura de moco había desaparecido y se encontraba dentro de su saco de dormir, semidesnudo y sudoroso. El timbre de la entrada resonó en sus tímpanos.
Salió del saco y recuperó la camisa del uniforme, antes de abrir la puerta. La ausencia de gravedad entorpeció sus movimientos y su rodilla tropezó con el canto del armario, antes que su dedo acertase a pulsar el botón que abría la puerta del camarote. Gritsi apareció al otro lado.
—¿Se encuentra bien, coronel?
—He pasado una noche de perros, pero aparte de eso, sí, estoy bien —Godunov se frotó la nariz—. ¿Quería algo, alférez?
—Venía a alegrarle el día.
La boca del ruso se contrajo en una expresión de sorpresa.
—A disculparme —aclaró Gritsi.
—Eso merece un café. Pase. Está un poco desordenado, pero no creo que se asuste.
—En absoluto —la mujer recorrió el habitáculo con la mirada—. Está más limpio que el dormitorio de oficiales. Claro que allí dormimos veinte personas.
—En un espacio ligeramente más grande que este camarote, lo sé —Godunov se acercó a la cafetera, pero se había agotado su provisión de café y se le había olvidado reponerla.
—No importa, acabo de desayunar —dijo Gritsi—. ¿Realmente funciona ese trasto? A bordo sólo he visto el café en polvo.
—Esta cafetera fue un detalle de Velasco. Sospecho que la instaló aquí pensando que mientras estuviese tomando café, no bebería otra cosa.
—Venía a decirle que el análisis de su cabello ha dado negativo. Iba a informarle ayer, pero todos estuvimos bastante ocupados a bordo.
—Debería aceptar la palabra de un superior y no dejarse llevar por sus prejuicios.
—Lo siento, coronel.
—¿Qué hora es? —Godunov se palpó las muñecas de ambas manos. Había olvidado dónde dejó su cronómetro de pulsera.
—Las once y diez.
—¿Cómo es que nadie me ha despertado? —el ruso pasó al cuarto de aseo, donde encontró el reloj, encima de la tapa del retrete. Su rostro reflejado en el espejo tenía un aspecto horrible. Se lavó apresuradamente la cara, sin recordar que en microgravedad, las gotas no caen al desagüe, y el resultado fue un montón de goterones esparcidos por la estancia, rodeándole como insectos translúcidos.
—No lo sé —dijo Gritsi—. ¿Ordenó usted a alguien que lo hiciera?
Godunov cogió una toalla y salió flotando del baño, con una esfera de agua colgándole grotescamente de la nariz.
—El despertador debe estar estropeado. Tenía que haberme levantado a las ocho. ¿Es que nadie me echó de menos en el puente?
—A mí no me mire. Mi puesto de combate es la enfermería.
—Yo tenía que supervisar las reparaciones. ¿Cómo está Soto?
—Le daré el alta esta mañana. En cuanto a las reparaciones, creo que esta tarde acabará el equipo de ingenieros que nos envió la flota.
—Vaya, han sido rápidos.
—Sí, y con Soto fuera de circulación, todavía lo han sido más. La alférez Mayo me pidió que mantuviese al teniente una semana en la enfermería. Estuve tentada de hacerlo.
—¿En serio? —sonrió Godunov, calzándose una de sus botas.
—Pero prefiero que lo soporten los de ingeniería a que lo aguante yo.
Godunov despidió a Gritsi, recuperó su segunda bota y llamó por el subauricular de su oreja a Mayo, quien le informó de cómo iban las reparaciones. Se había determinado que el impacto sufrido no fue causado por ningún proyectil, sino por un micrometeorito. La nave civil que había aparecido en el escenario de la batalla no efectuó ningún disparo, y por una desafortunada coincidencia, el Talos sufrió el choque del meteorito instantes después de aquel encuentro. En cuanto a los misiles, no se habían repetido, y el turno nocturno de guardia tampoco informó de movimientos de objetos extraños. Incluso la órbita de Marte aparecía con menos tráfico que el habitual.
Disgustado consigo mismo, acabó de vestirse y subió al puente de mando. Nadie parecía haberle echado de menos. Se preguntó si, al igual que ocurría con Soto, estaban mejor sin él.
—Ah, por fin apareces —dijo Velasco, que estudiaba un panel táctico—. ¿Has dormido bien?
—No. Es como si tuviese resaca, pero sin tomar una gota de alcohol.
—Gritsi ya me ha dicho que estás limpio. Me alegro.
—No sé por qué nadie me cree en esta nave —Godunov ocupó su sillón con un bufido—. ¿Ha sucedido algo interesante durante mi ausencia?
—He estado haciendo pesquisas sobre lo ocurrido ayer. Nadie conoce a la tripulación del Argentina, el buque de suministros que fue destruido. Aquí tengo la lista de bajas.
Godunov examinó los nombres: dos oficiales, cuatro suboficiales y nueve soldados. A él tampoco le sonaba ninguno.
—¿De qué promociones son? —inquirió.
—Es un misterio. No hay datos sobre ellos en las academias militares, pero sorprendentemente, sus expedientes personales constan en el cuartel general. Todos solteros o viudos, sin parientes conocidos.
El ruso se quedó mirando la lista, pensativo.
—¿Seguro que lo has comprobado bien? Siempre aparecen familiares en las honras fúnebres.
—Suponiendo que esa ceremonia se celebre, dudo que alguno de los asistentes tenga parentesco con las víctimas.
—Insinúas que estamos ante una jugada del alto mando.
—Y muy arriesgada —asintió Velasco—. El Argentina era un buque sin tripulación. Es la tendencia que se impondrá en los próximos años, para ahorrar dinero.
—Esto tiene mala pinta.
—La peor. Y ahí abajo —continuó Velasco, señalando la esfera de Marte que aparecía en una pantalla— la situación se complica.
—¿En qué sentido?
—Cuando hablé hace unos días con la alcaldesa Rolland, me comentó que el parlamento arano discutía una moción para dar más poder a las ciudades. Rolland confiaba que la presencia de la flota terrestre en la órbita serviría de presión al gobierno de Marte, para aprobar las reformas que los alcaldes demandan.
—Déjame que lo adivine. La moción ha sido rechazada.
—Sí, y además el gobierno quiere sacar adelante una ley para recortar el poder de los alcaldes en materia de orden público. Éstos han convocado manifestaciones y anuncian que las ciudades dejarán de pagar impuestos al gobierno central. ¿No te parece todo esto muy oportuno? La llegada de la flota es el último capítulo de una crisis gestada desde mucho antes.
—Y la mascarada del Argentina figura en el guión.
—El alto mando quería culpar a los aranos de un ataque dirigido entre bastidores, no sé si por alguien de nuestro gobierno o del cuartel general. No creo que el presidente Savignac esté al corriente, o ya habría ordenado bombardear objetivos aranos.
—Ahora que no nos oye nadie —dijo Godunov, con tono conspiratorio—, no me extraña que Savignac no se entere. Siempre me ha parecido una marioneta.
—Pues ahora tiene pensamiento propio, o de otro modo ya estaríamos envueltos en una guerra.
—Quizá haya retrasado el momento de atacar por razones tácticas.
—O quizá Savignac sea uno de los pocos de su gabinete que no busca el conflicto —dijo Velasco, sin apartar la mirada de Marte—. La influencia de la ultraderecha en el gobierno es muy intensa. Klinger desea esa guerra, y no sabemos quién ganará el pulso al final. Pero sí sé una cosa: nosotros estamos en medio. Y no me gusta que nos usen como peones.
El carguero Flor de un día se acercaba a la órbita de Marte, siguiendo las indicaciones de la torre de control de tráfico arana, pero aunque su capitán no se apartó un centímetro de la ruta fijada por las autoridades locales, había alguien más allí arriba con deseos de buscarles complicaciones. Una patrullera de la flota terrestre se acercó al carguero y amenazó con abrir fuego si no se permitía un abordaje de inspección.
Para los pasajeros, aquello era una pésima noticia.
Anica entró a la cabina de mandos. El capitán y el copiloto se sorprendieron al verla pasar.
—No debería estar aquí —dijo el copiloto—. Regrese a su asiento.
—Se están apartando de la ruta de descenso —dijo Anica—. ¿Qué ocurre?
—No es asunto suyo.
—Viajo en esta nave y hemos pagado por los billetes el triple de su valor para que no tuviésemos problemas. Claro que es asunto mío.
—Tengo a una patrullera del ejército terrestre acercándose por la cola. Si me niego a que nos aborden, dispararán —dijo el capitán.
—Está incumpliendo los términos de nuestro contrato.
—Presente una reclamación a la vuelta. Yo soy un empleado y no me voy a jugar el cuello por usted.
Anica valoró sus opciones. Llevaba un cuchillo oculto en la ropa y podía obligarles a que acelerasen e intentasen un descenso de emergencia en el planeta, pero la patrullera estaba muy cerca y era una nave más maniobrable que el carguero. No tenían muchas posibilidades de salir con vida si emprendían una huida a la desesperada.
Bien, hablaría el lenguaje universal que todos los hombres entendían.
—Les daré cinco mil creds a cada uno si nos ocultan. Los militares no deben saber que estamos aquí.
—Para eso tendría que falsificar el conocimiento de embarque. ¿Por quién me toma?
Anica miró al capitán.
—Siete mil.
—Váyase al cuerno.
—Si nos detienen, se quedarán sin nada. Cero creds. ¿Realmente quiere eso?
—Quiero que se largue. Ya.
—Y hay más. Confiscarán su nave en cuanto sepan qué pasajeros lleva, y les detendrán por colaborar con nosotros.
El copiloto intercambió una mirada de inquietud con su capitán.
—Tal vez tenga razón, jefe.
—No debería haberla dejado subir, mierda.
—La patrullera nos alcanzará en tres minutos. Si vamos a hacer algo, que sea pronto.
El capitán tomó aliento.
—Está bien, vete con ellos y escóndelos en el tanque vacío de agua. Yo arreglaré el papeleo electrónico. Pero antes —dijo, volviéndose a Anica—, quiero el dinero.
—Codicioso hasta el final —Anica sacó su cartera y le entregó su tarjeta.
—En efectivo. Su tarjeta dejaría un rastro que podría verse desde Venus.
Anica le pagó catorce mil en billetes grandes. El capitán los examinó manualmente durante un rato y luego los pasó por un detector portátil, que gorjeó con aprobación. Solo entonces permitió que el copiloto, ya bastante inquieto por la inminencia del abordaje, les condujese hasta el contenedor de agua.
El tanque no era lo bastante amplio para que pudieran estar de pie; en realidad, tampoco podían estar sentados, ni en ninguna postura decente. Baffa se acurrucó como pudo, mientras Sebastián y Anica hacían ejercicios de contorsionismo para encajar allí dentro. Cuando se cerró y quedaron a oscuras, Anica pensó que si la inspección se demoraba mucho, se asfixiarían. El tanque era hermético y el copiloto no había dejado entornada la tapa para que entrase el aire.
La mujer se maldijo por haber sido tan ingenua de haber pagado el dinero de una vez, en lugar de darles sólo la mitad. Ahora, sería fácil para el capitán librarse de ellos y robarles el resto del dinero que llevaban en sus carteras. Catorce mil era una suma grande, y la había pagado sin regateos. Eso equivalía a reconocer que tenían mucho más.
La respiración de Baffa se había desbocado, tragando el poco oxígeno que había con rapidez. Anica le pidió que se tranquilizase, pero en ese momento el metal del tanque se estremeció. La patrullera acababa de acoplarse.
Siguieron diez minutos en un silencio turbado por los jadeos de Baffa y el ruido nasal entrecortado de Sebastián, que a duras penas trataba de disimular su miedo. Después, la vibración volvió a producirse. La patrullera había soltado amarras.
Anica empujó la tapa. Fue inútil. Para lograrlo, había que girar desde fuera un volante de acero macizo, y en el interior no había ningún mecanismo que pudieran utilizar para forzar la apertura.
—¿Qué ocurre? —preguntó Baffa—. ¿Por qué no abren ya?
Anica comenzó a golpear el interior de las paredes.
—¡Abran! ¡Se nos acaba el aire!
No hubo respuesta.
—No pueden haberse olvidado de nosotros —dijo el ejecutivo, con voz trémula.
—Claro que no. Saben perfectamente que estamos aquí —Anica seguía golpeando las paredes—. Y nos están oyendo.
—Me estoy mareando —gimió Baffa—. Necesito aire.
—¡Escúcheme, capitán! —gritó Anica—. Llamaré a la gente que nos esperan en Marte y les diré que nos van a matar. Si su nave aterriza, se encargarán de ustedes; y no tienen combustible suficiente para el camino de vuelta.
Seguía sin haber respuesta. A Anica se le estaban agotando las ideas, y la elevada concentración de anhídrido carbónico empezaba a nublar su pensamiento.
—¡Nos comeremos nuestro dinero antes que lo toquen, canallas! Lo haremos trizas y nos lo comeremos. Tal vez ya no lo disfrutemos, pero les aseguro que ustedes tampoco.
Instantes después, la tapa del tanque se abría, dejando entrar una deliciosa corriente de aire fresco, que aspiraron con avidez.
—Lamento el retraso —dijo el capitán—, pero la patrullera causó daños en la esclusa al desacoplarse. ¿Se encuentran bien?
—¿Usted qué cree? —dijo Baffa, morado por la congestión—. Es intolerable el trato que nos están dando. Me encargaré de que su compañía sepa de esto. No volverán a trabajar en el transporte mercante nunca más.
—Todavía puedo enviarlos de vuelta al tanque —les advirtió el capitán, alzando un dedo amenazador.
Baffa reflexionó. No convenía hacer enfadar a aquel individuo; al menos hasta que hubiera puesto el pie en Marte. Cuando ya no necesitase sus servicios se encargaría de él.
—Ah, se me olvidaba —añadió el capitán—. He tenido que sobornar al sargento que ha registrado la nave, para que no se pusiese quisquilloso. Me deben tres mil creds.
—Ya puestos, por qué no saca la pistola y nos desvalija aquí mismo —protestó Baffa, sacando su cartera—. Aquí tiene. Y ahora, vuélvase a la cabina y haga aterrizar esta nave de una vez.
El carguero inició poco después la ruta de descenso, zambulléndose con violentas sacudidas en la turbia atmósfera anaranjada. No había sido una buena elección aquel transporte. Si su capitán o los militares no los habían matado aún, la desintegración en plena maniobra de entrada orbital podría estrujarlos como quien aplasta una nuez. A través de los ojos de buey contemplaban el desprendimiento de plaquetas térmicas arrancadas por la fricción, entrechocando con el fuselaje como si atravesasen una tormenta de granizo. Una de ellas golpeó el cristal de la ventanilla en el momento que Sebastián estaba mirando. El choque produjo una preocupante raya en el vidrio.
—¿A qué altitud estamos? —dijo el médico, mirando por el rabillo del ojo la grieta, que lentamente aumentaba de tamaño.
—Deberíamos estar a punto de llegar al espaciopuerto de Evo, en Valles Marineris —dijo Anica.
—Tenemos que abandonar esta zona de la nave. Si el ojo de buey revienta, despresurizará la nave.
—No puedes desabrocharte el cinturón ahora —le advirtió Anica—. Saldrás despedido contra la pared.
—Es mejor arriesgarse —dijo Baffa—. Si nos quedamos aquí, moriremos.
—Si os estáis quietos, nadie morirá —Anica abrió los compartimentos que había sobre los asientos, que liberaron las mascarillas de emergencia, y miró a través del cristal agrietado—. Ahí abajo brillan las luces del espaciopuerto. Hemos llegado.
Era de noche en Evo, la capital de Marte. El carguero iluminó un amplio círculo de la pista al encenderse los retrocohetes. Aliviados, se dirigieron a la esclusa de salida, donde se vistieron con prendas de abrigo y mochilas de oxígeno. Después de la terraformación parcial a que había sido sometido el planeta, ya no era necesarios los trajes espaciales para caminar por la superficie; la presión atmosférica media era de ochocientos milibares y la temperatura por el día oscilaba entre cero y diez grados, pero de noche, caía hasta los treinta bajo cero, y eso en la franja ecuatorial. En otras latitudes, las variaciones eran aún más extremas.
Nadie aguardaba al pie de la rampa de descenso para darles la bienvenida, salvo un viento gélido y seco, que sacudió las pequeñas zonas de sus rostros no protegidas por la placa facial. Una nube de polvo en suspensión distorsionaba las luces de la torre de control, confiriéndole un neblinoso halo rosado.
—¿Qué hay de nuestro contacto? —dijo Baffa—. Debería estar esperándonos.
—Quizá se haya marchado —Sebastián consultó su reloj—. Llevamos dos horas de retraso sobre el horario previsto. O tal vez se encuentre en la sala de embarque.
Hicieron el camino a pie hasta la terminal de pasajeros. En contra de lo que pudiera esperarse, el espaciopuerto tenía unas instalaciones bastante modestas, y las comodidades ofrecidas a los visitantes eran escasas.
Apenas vieron a media docena de personas en la sala. No había vuelos a aquella hora de la noche, y la gente que deambulaba por allí eran empleados y personal de seguridad; pero aunque hubiera sido de día, la actividad no habría sido mucho mayor. La presencia de la flota y la suspensión de intercambios comerciales había ahuyentado a los clientes, y las compañías tuvieron que cancelar la mayoría de los vuelos.
Una persona se hallaba sentada, leyendo un periódico de papel electrónico. Como no había nadie más en la zona de espera, dedujeron que debía tratarse de su contacto.
—Llegáis con retraso —dijo el hombre, plegando el diario bajo el brazo, y estrechándoles la mano—. Me llamo De Souza.
—¿Dónde está Tavi? Debería haber venido a recogernos —dijo Sebastián.
—No se encontraba bien. Algún efecto secundario relacionado con la terapia EMT, creo. Seguidme, hablaremos en mi coche.
De Souza les condujo al interior de un pequeño vehículo eléctrico, estacionado frente a la puerta del edificio.
—Iréis un poco apretados, pero es mejor que ir a pie —sonrió, arrancando el coche.
—¿Qué tal están el resto de nuestros testigos? —inquirió Anica.
—Todos bien. De momento.
—¿Que quieres decir?
—Tavi os lo contará cuando lo veáis mañana.
—No podemos esperar a mañana. Si hay alguna novedad que debamos saber, dínosla ya.
—Como queráis. En estos momentos, una nave a máxima aceleración se dirige hacia Marte con un solo ocupante. Klinger lo ha enviado para matarle a usted, señor Baffa —dijo, mirando al retrovisor—. Y al resto de testigos.
—¿Qué? —exclamó el afectado—. ¿Cómo saben que estamos aquí?
—Tavi os pondrá al corriente de eso. Y, me temo, de algunas cosas más que no os van a gustar.
Un tumulto de curiosos se congregó en la clínica de la base Selene, al conocerse que había resultado herido un operario que realizaba unas reparaciones en el exterior. El médico echó a los que pudo, pero Delgado permaneció dentro. Le acompañaba Laura Medina, que había salido con el hombre que ahora yacía en la camilla para arreglar unos colectores solares.
El doctor Chen examinó los ojos del paciente y sacudió la cabeza. El herido presentaba quemaduras en la cara y todavía estaba consciente. Delgado se acercó a él y le pidió que le explicase lo sucedido, pero el médico desaconsejó que hiciese preguntas a su paciente y empujó la camilla al interior de un escáner médico.
—Tú estabas con él cuando sucedió —dijo Delgado a Laura—, y no estás herida.
—Me encontraba en la cabina del vehículo —respondió ella—. Ahmed se había adelantado para examinar el panel solar averiado, y yo estaba reuniendo las herramientas que íbamos a necesitar. Por fortuna, no miraba en la dirección del resplandor. Cuando quise darme cuenta, escuché los gritos de Ahmed a través de la radio. Bajé a por él y me lo traje de vuelta en el todoterreno.
—¿Le preguntaste qué es lo que vio?
—Fue… fue como si me estallase la cabeza —dijo Ahmed desde el interior de la máquina.
—No hable —le reprendió el médico—, y estése quieto. Afectará a la lectura del escáner.
—El resplandor surgió en el horizonte —continuó el enfermo—. Como una lengua de fuego. Después… ya no vi nada. Absolutamente nada.
—Si no me hace caso, tendré que sedarlo —insistió el médico.
—Déjalo, Chen. El escáner puede esperar un poco.
—No, no puede —dijo el galeno—. Tú serás el jefe de la base, pero en esta clínica yo dicto las normas.
Delgado guardó silencio. Estaba entorpeciendo la labor del doctor, que se esforzaba en salvar la vida a un paciente gravemente herido. Los mirones estaban de más allí, y por mucha curiosidad que tuviese en averiguar qué había sucedido, tendría que esperar a que acabase su trabajo.
Se marchó con Laura a la cafetería. Necesitaba calmarse y pensar con claridad; aquél no era un accidente rutinario sin más y él era el máximo responsable de la seguridad del personal. Llamó por su intercom a Arnothy, jefe de mantenimiento, para que se reuniese con ellos, y mientras tanto, trató de ordenar sus ideas. Laura no le fue de mucha ayuda; estaba confusa como él y no ofrecía explicaciones que le fuesen útiles.
Arnothy se reunió con ellos minutos después. Delgado había encargado una jarra de café para los tres, en lo que preveía que iba a ser una larga reunión.
—He hecho algunas comprobaciones —dijo Arnothy—. Un satélite captó una perturbación radioeléctrica a unos cincuenta kilómetros al nordeste. Tengo los datos exactos en mi oficina, si te interesan.
—Nos harán falta —dijo Delgado—. Quiero enviar de inmediato un robot de exploración a la zona. Esto podría ser el preludio de un ataque.
—Los mapas no revelan nada de interés en ese lugar —dijo el jefe de mantenimiento—, salvo cráteres. Si se trata de un ataque, nuestro enemigo tiene una puntería deplorable.
—Podrían haber perdido una bomba accidentalmente. En cualquier caso, tengo que informar a la Tierra. Ellos decidirán qué hacer. Después del atentado contra el director general de energía, cualquier precaución que tome es poca.
—Espera antes a ver qué ha sucedido para saber de qué hay que informar —le recomendó Arnothy—. Ya tenemos suficiente con Picazo incordiándonos a todas horas, para que encima nos envíen un destacamento de soldados.
—Pero si no informo de inmediato…
—No pasará nada. En cambio, si te precipitas y luego resulta que no era para tanto, tendremos la base inundada de militares y hasta tú tendrás que dar parte al capitán de guardia cada vez que vayas al baño.
—Tiene razón —convino Laura—. Ya hablarás con la Tierra cuando tengas más datos. Aunque quisieran enviar esas tropas ahora mismo, para cuando llegasen aquí ya sería tarde.
Analizaron los datos del satélite durante un rato. Luego, Delgado pidió a Arnothy el envío de un robot de exploración a la zona donde surgió el resplandor. Confiaba no tener que utilizar sus privilegios para activar el arsenal de defensa secreto, pero si se veía obligado, no vacilaría en tomar la decisión.
El doctor Chen llegó al cabo de media hora con expresión grave. Se sirvió café de la jarra y se sentó junto a ellos.
—Tiene el fondo de los ojos y el nervio óptico dañados —dijo—. Se puede reparar con una prótesis biónica, si su seguro médico se lo permite, porque el de la base no cubre cirugía mayor de los empleados. Pero eso no es lo más grave.
—¿Hay algo más?
—Ahmed ha recibido dosis letales de radiación. No sé cuánto vivirá; unos días, a lo sumo unas pocas semanas. Externamente, Laura no parece afectada, el blindaje de la cabina del todoterreno la protegió, pero tendré que hacerle pruebas.
—Tendríamos que examinar a todos los que estamos aquí —dijo Delgado—. El panel de colectores solares en que trabajaban está cerca de esta base.
—Es una buena idea, aunque las instalaciones cuentan con un revestimiento especial que absorbe la radiación cósmica y solar. Si nadie se hallaba fuera en el momento en que Ahmed vio el resplandor, no creo que haya más afectados.
—¿Tienes alguna idea de qué puede haberle causado eso a Ahmed?
—Una explosión de energía —dijo Chen—. Quizá una bomba nuclear de mediana potencia.
—Los sismógrafos no han detectado nada. Si una bomba hubiera detonado cerca de la base, lo sabríamos.
—Entonces no sé qué puede ser.
Un pensamiento oscuro cruzó por la mente de Delgado. Tal vez fuese una coincidencia, pero si no lo era, las consecuencias podrían ser terribles.
—Necesito la hora exacta del incidente —le dijo a Laura.
—Creo que las diez treinta y cinco —respondió la mujer.
—Ve a comprobarlo. El todoterreno conserva un registro de las llamadas que hiciste con Ahmed por la radio. Llámame cuando lo sepas.
Se levantó y se dirigió a su oficina. Le había dicho a Arnothy que el robot enviase los datos directamente a su ordenador personal, para que pudiera visualizarlos desde su despacho. La pantalla estaba de momento vacía; el robot acababa de salir del garaje y aún no transmitía imágenes.
Conectó una segunda pantalla, que le dio acceso al menú de comandos del sistema de armamento. Desde que le enviaron la clave de acceso, lo había consultado una sola vez, pero era bastante intuitivo. Se preguntó si, en caso de que estuviesen siendo atacados, no deberían haberle alertado ya desde la Tierra. En plena crisis con Marte, la red de vigilancia orbital tenía que haber detectado cualquier objeto que se acercase. Claro que hallarse en la cara oculta no facilitaba las cosas. Quizá los satélites de comunicaciones habían sido neutralizados y aún no lo sabía.
Llamó al centro de física subatómica de Barcelona, para cerciorarse de que había línea directa con la Tierra. No hubo ningún problema; un colega apareció en pantalla y le preguntó qué quería. Bueno, al menos no estaban aislados. Pero algo seguía sin encajar.
Realizó una segunda llamada, esta vez al centro de mando de Bruselas. Delgado quería saber si se había detectado alguna actividad anormal en las últimas horas. Le pidieron que fuese más específico, y Delgado preguntó si se había producido últimamente una erupción solar, pues tenían dificultades en las transmisiones de datos. La respuesta, como imaginaba, fue negativa.
Laura le llamó por el intercom para informarle de la hora exacta del suceso: las 10.38. Dado que al robot que envió Arnothy le llevaría una hora llegar a la zona, accedió al ordenador del laboratorio de física, donde se programaban los experimentos con el acelerador de partículas. Hace un par de días recibieron unas especificaciones de Bruselas codificadas con un sistema de encriptación muy sofisticado, que hasta ahora no se había usado. Haciendo indagaciones, Delgado supo que se trataba de un código de Defensa y quedó muy intrigado, no tanto por las especificaciones del experimento, sino por la forma elegida por Bruselas para enviarlas.
El registro del laboratorio reflejaba que el experimento al que se habían aplicado estas nuevas instrucciones se inició a las 10.35 horas. Dos chorros de partículas aceleradas en sentidos opuestos, a velocidades cercanas a la luz, colisionaron entre sí a las 10.38 horas; en ese instante, una sobrecarga inutilizó una bobina superconductora en una sección del anillo.
Había dos explicaciones para aquello: o bien el fenómeno que cegó a Ahmed interfirió en los dispositivos electrónicos de la base, o el experimento diseñado en Bruselas era el causante. Delgado se inclinaba sobre esta última hipótesis.
Llamaron a la puerta. Los problemas no habían acabado todavía para él. Se trataba de Picazo.
—¿Por qué nadie me informa de lo que ocurre? —dijo el hombre, entrando al despacho—. La gente no me dirige la palabra y cuando paso junto a un grupo, se callan.
Sí, te lo has ganado a pulso, pensó Delgado.
—Aún así, escuché que un técnico de mantenimiento estaba herido —continuó su visitante—. Fui a la clínica, pero el doctor Chen no me dejó entrar, alegando que estaba harto de mirones.
—No se queje. A mí también me echó de allí.
—¿Qué ha ocurrido? —Picazo tomó asiento.
—Ahmed estaba en el exterior, reparando un colector solar. Debió producirse una sobrecarga, no lo sabemos todavía. Lo estamos investigando.
—Es curioso. Hace un rato se produjo otra avería en una bobina del anillo. Quizá ambos sucesos estén relacionados.
Delgado no sabía si Picazo decía aquello para ponerle a prueba o tampoco tenía idea de lo que pasaba. Ya había subestimado sus capacidades una vez y no iba a repetir el error, pero no tenía intención de darle ventaja en ese juego. Si su oponente no quería mostrar sus cartas, él tampoco lo haría.
—Tiene razón —respondió—. El suministro eléctrico lleva dándonos problemas desde que vinimos. Habría que montar una segunda central transformadora, pero en la Tierra aseguran que no hay dinero y que nos las arreglemos con lo que tenemos. Usted podría ayudarnos moviendo sus contactos.
—El presupuesto depende directamente del Congreso —rechazó Picazo—. Yo no puedo hacer nada.
—¿Ni siquiera cuando está en peligro la vida de nuestros hombres?
—Si usted quería un destino cómodo y tranquilo, debería haberse quedado en la Tierra. Aquí arriba, hasta respirar depende de un complicado proceso mecánico —la mirada de su visitante tropezó con la pantalla de armamento, que Delgado había dejado encendida—. ¿Algún problema?
—Me familiarizaba con los comandos. No he tenido tiempo hasta ahora de echarle un vistazo.
Picazo arrugó la nariz.
—¿Hay algo que debería decirme, señor director?
—Me preocupa que una de esas sobrecargas eléctricas repercuta en el depósito subterráneo.
—El silo cuenta con suministro propio de energía: un generador nuclear capaz de mantener todos los sistemas durante un siglo.
—Y si ese generador se estropea, ¿quién lo reparará? Se supone que no existe.
—Hay uno de reserva. Todos los sistemas son redundantes contra fallos.
—No me diga. He visto averiarse esos sistemas redundantes más de una vez.
—Le garantizo que los dispositivos que hay en el silo son mucho más seguros que los que tenemos aquí. Aunque en la superficie cayese un obús de pulso magnético, seguirían funcionando. No apostaría a que el soporte vital de esta base aguantase tanto.
La pantalla de seguimiento del robot se iluminó repentinamente. Delgado consultó su reloj: ya había pasado una hora desde su partida, y Picazo no tenía intención de irse.
Debía librarse de él. Se le estaban acabando los trucos para distraerle, pero ese hombre olía sus mentiras y no se marcharía fácilmente.
Arnothy acudió en el momento preciso a salvarle.
—Por fin le encuentro, Picazo. Las reparaciones en la bobina han finalizado. Necesito que baje al laboratorio para que supervise la calibración.
—¿Ahora?
—Sí. La avería surgió en su turno y le corresponde dar el visto bueno.
De mala gana, Picazo abandonó el despacho.
—Te debo una —agradeció Delgado.
—Venía a avisarte de que el robot ha llegado a la zona. El índice de radiactividad es elevado.
—Estoy viendo las primeras imágenes —Delgado se volvió a la pantalla—. No hay ningún cráter reciente.
—Yo tampoco lo veo —Arnothy se había acercado a mirar—. Ni rastros de tierra desplazada por un impacto —pasó a la banda del infrarrojo—. Si hubiera caído una bomba, la huella de calor tenía que ser visible todavía en las rocas. La radiactividad baña a éstas de un modo bastante uniforme, en un radio circular difuso; luego, va perdiendo intensidad.
—Qué extraño. El estallido de luz que vio Ahmed no surgió de la superficie, sino de un punto situado unos metros por encima.
—¿Es eso posible? —preguntó Arnothy, sin comprender.
—No. Aunque un pequeño cometa se hubiera desintegrado en esta zona, el espectrógrafo del robot debería captar trazas de agua; pero este lugar está seco como el resto de la Luna. Además, el cometa no explicaría la huella de radiación que impregna las rocas.
—Esto no puede ser una casualidad. Quiero decir, primero el incidente del Talos hace unos días, y ahora…
—¿Cómo te has enterado? Se supone que es secreto.
—Lizán me lo contó.
—No debería haberte dicho nada, es información clasificada —Delgado le miró fijamente—. Y me temo que lo que acabas de ver entrará pronto en la misma categoría.