La flota se preparaba para repeler una formación de misiles que había partido de un lugar indeterminado cercano al cinturón de asteroides. Al parecer, los aranos habían ocultado allí un arsenal desde el que poder responder a un ataque, sin que el adversario supiese su emplazamiento concreto.
Solo que la flota terrestre no había iniciado ningún ataque, ni siquiera un disparo simulado, desde que llegó al espacio de Marte. Los ejercicios de las maniobras no solían utilizar fuego real; el desarrollo de los movimientos obedecía a simulaciones de ordenador, a tácticas ensayadas en mapas tridimensionales. Si la flota hubiera querido atacar al gobierno de Marte, no habría esperado pasivamente varios días a que aquél ejercitase el tiro al blanco.
La irrupción en escena de aquellos misiles era, ciertamente, insólita.
A Velasco le costaba creer que Marte tuviera unos estrategas tan pésimos. Los misiles habían sido detectados hacía horas; las probabilidades de que impactasen contra alguna de las naves de la flota eran ridículas, y a menos que fuera una táctica para probar las defensas enemigas antes de iniciar una ofensiva a gran escala, no había ninguna justificación para lanzarlos. Además, si quisieran neutralizar a la flota, habría sido más eficaz atacarla antes de que todas las naves estuvieran reunidas. El Talos fue el último buque en incorporarse, pero la llegada a Marte se había realizado de forma escalonada, por razones de logística. Un ataque a una formación de naves incompleta habría tenido más posibilidades de hacer daño. O los militares aranos eran unos incompetentes, o había algo más que a Velasco no le habían explicado.
El almirante Tazaki ordenó un despliegue de manual, para evitar que el enemigo destruyese con una explosión nuclear varias naves a la vez. Por lo general ya observaban una distancia mínima de seguridad de un centenar de kilómetros, salvo las naves de apoyo a buques más grandes. Tazaki abrió aún más el abanico y ordenó a los vehículos de apoyo que se alejasen de los buques pesados. Una táctica discutible, pues mermaba la capacidad de intercepción de las naves más importantes, que al quedar temporalmente desprotegidas de sus escoltas, debían confiar en la habilidad de los pilotos de sus cazas —si es que contaban con ellos— para su defensa. Tal vez Tazaki trataba con ello de aumentar sus posibilidades de destruir los misiles que se aproximaban, pero a Velasco no le gustaba. El Talos había sufrido varias averías durante el viaje y necesitaba reparaciones urgentes. No estaba en el mejor momento para entrar en combate, y la dispersión de las naves que les podían ayudar aumentaba el peligro para su tripulación.
La pantalla de radar mostraba tres misiles enemigos aproximándose a una corbeta. En cuanto se situaron en rango de tiro, la corbeta abrió fuego y dos de los misiles fueron destruidos. El tercero corrigió su rumbo y evitó la ráfaga de las baterías justo a tiempo, dirigiéndose hacia el acorazado del almirante, el Indonesia, quien no tuvo problemas en dar cuenta de él.
Velasco se tranquilizó. Estaban en retaguardia y las naves de la flota no tenían dificultades en destruir los objetivos. Pero la retaguardia podía transformarse en cualquier momento en vanguardia, si desde Marte, que se hallaba a sus espaldas, surgía otra andanada de misiles. Tal vez ésa fuera la razón del ataque, entretenerles y obligarles a desplegarse, mientras se fraguaba la verdadera ofensiva.
—Una nave abandona la órbita de Marte, a cincuenta mil kilómetros de nuestra posición —dijo Godunov—. ¿Abrimos fuego?
—Cargamento y tripulación.
Jir, el teniente de comunicaciones del puente, informó que el buque no reconocía la autoridad de las naves terrestres para identificarles.
—Esto se pone feo —dijo Godunov—. La nave se está acercando.
—Teniente, adviértale que está entrando en campo de batalla.
El oficial así lo hizo.
—Dice que es una nave mercante desarmada, que tiene derecho a circular libremente y que si un solo proyectil de nuestras maniobras le araña el fuselaje, todas las cadenas de noticias divulgarán el hecho. El código de matrícula la identifica como un carguero civil de suministros, comandado por una IA, sin tripulación. Se dirige hacia una colonia minera del cinturón de Kuiper.
—Es un truco —dijo Godunov—. Nos entretienen mientras se siguen acercando a nosotros. Aunque no lleve tripulación ni armas, podría ser una nave kamikaze. A la velocidad que se aproxima destruirá el Talos si nos toca aunque sea en un flanco.
—Jir, dígale que esto no son unas maniobras; y que si se interna en este campo, probablemente será destruida, por nosotros o por quienes nos atacan.
El teniente transmitió las órdenes. No hubo respuesta durante un rato, y Velasco decidió lanzarle un disparo de aviso antes de que se acercase más. El proyectil pasó a cien metros de la nave intrusa.
—Que le quede claro que si no da media vuelta, el próximo disparo no errará el blanco.
La nave redujo su velocidad; sus cohetes vectores alteraron su rumbo ciento ochenta grados y comenzó a alejarse, no sin antes prometer que les demandaría ante el tribunal de comercio por lo que acababan de hacer.
—No era un kamikaze —dijo Velasco—. Sólo se trataba de un carguero despistado que no sabía dónde se estaba metiendo.
—Las compañías mercantes conocen de sobra la posición de nuestra flota, y esa nave podía haber escogido otra ruta —objetó Godunov—. Internándose aquí adrede buscaba provocarnos.
El panel de daños empezó a destellar. Se había producido una descompresión repentina en la cubierta de ingeniería.
—Soto, ¿qué ocurre ahí abajo? —dijo Godunov al micrófono.
—Soy la alférez Mayo —un rostro de mujer apareció en la pantalla—, a cargo de ingeniería hasta que el teniente Soto se recupere. Un objeto del tamaño de una canica ha perforado el casco y Soto está herido en una pierna. Al caer se ha golpeado la cabeza y ha perdido el conocimiento. Ya hemos avisado a enfermería para que envíen una camilla.
—Analice el proyectil y envíeme un informe —el coronel se volvió a Velasco—. Sabía que esa nave no daría media vuelta sin soltarnos antes un regalo. Deberíamos haberla destruido cuando la tuvimos a tiro.
—Hay billones de micrometeoritos flotando a la deriva en el sistema solar —dijo Velasco—. Esto podría ser una desgraciada coincidencia.
—Apuesto a que el análisis no va a aclararnos nada. Nos lanzan un microproyectil y no podremos demostrar que han sido ellos.
—¿Tendría importancia en mitad de un ataque con misiles? —replicó Velasco—. ¿Por qué iban a fingir, si está claro que las intenciones de los aranos son hostiles?
Godunov no supo qué contestar a aquella pregunta.
—Hay muchas cosas extrañas en todo esto —murmuró Velasco—. No sé, algo no encaja.
Volvió su atención al panel táctico, en el que aparecía representada la flota. Un misil había acertado en un pequeño buque de apoyo, el Argentina: su proa estalló, lanzando doscientas toneladas de víveres y repuestos al espacio. Del alto mando les llegó un informe de bajas: quince tripulantes del buque habían muerto.
El resto de objetivos enemigos habían sido destruidos y no se detectaba ninguna amenaza en los escáneres de largo alcance. Al cabo de media hora, el almirante ordenó el fin de la alerta roja y se envió una nave de mantenimiento al Talos, para asistirles en las reparaciones.
A Soto le habría gustado estar allí y dirigir el trabajo de los mecánicos de la flota; detestaba que tipos extraños hurgasen en su nave e introdujesen piezas sin su consentimiento. Cada componente, chip o tuerca que se colocase en la nave debía antes pasar su visto bueno. Pero ahora no estaba en disposición de supervisar nada. Él era el supervisado, con ventosas unidas a su cabeza y pecho, y una goma que le brotaba del antebrazo y ascendía hacia un gotero.
Al advertir que su paciente recuperaba la conciencia, Gritsi se aproximó a la camilla. El hombre frunció el ceño; recordaba cómo la mujer le había puesto en evidencia delante de sus superiores hace unos días. Pero los hechos demostraron que él tenía razón. Los aranos habían pasado a la acción y Gritsi se había equivocado en sus recomendaciones de apaciguamiento. Soto no veía mejor momento para restregárselo por la cara.
—¿Dónde están los demás heridos? —dijo él, moviendo doloridamente su cabeza a izquierda y derecha.
—El único herido has sido tú —sonrió la alférez.
—Creí que el impacto había destruido la cubierta de ingeniería. Sonó como si un obús del tamaño de un camión se me viniese encima.
—Tu «camión» debió encoger por el camino, porque su diámetro era el de una moneda de diez céntimos.
—Te agradecería que guardases tu ironía para otra ocasión.
—¿Qué mejor ocasión que ésta? Ahora estás en mis manos, teniente. Los galones no tienen valor dentro de mi enfermería.
—Aquí hay algo raro —Soto se frotó la nuca—. Los sensores de proximidad deberían haber detectado el proyectil.
—Tal vez era demasiado pequeño para eso.
—No, el Talos es una nave de última generación. Detecta incluso objetos apantallados contra radar.
—Ya tendrás tiempo de elaborar tu informe, teniente. Ahora tienes que descansar —Gritsi sonrió—. Con el tiempo, toda la tripulación acaba pasando por aquí. Primero Godunov, luego tú, y cuando comiencen las maniobras tendré más pacientes.
—¿Godunov? ¿Qué le ocurre?
—Es secreto profesional.
—Pues has estado a punto de quebrantarlo.
—La herida de tu pierna no era profunda —Gritsi cambió a un tema menos peligroso—. Te he extraído una esquirla que te oprimía el tendón y he tenido que darte siete puntos y rociarte a la altura del muslo izquierdo con plastipiel. Tardará en cicatrizar un par de días, pero no debes rascarte.
—Las maniobras no comenzarán, porque ya han terminado —dijo Soto, haciendo como que no la escuchaba—. La flota ha sido atacada por fuerzas aranas. Éste es el inicio de la guerra; sabía que ocurriría, y si Velasco me hubiera hecho caso, habríamos evitado el primer golpe con un ataque masivo. Pero tú tuviste que aconsejarle que no hiciese nada.
—Con los datos que teníamos era la mejor opción, y Godunov estuvo de acuerdo.
—Porque tú estabas cerca de ambos en el momento oportuno.
—Me preguntaron mi opinión y se la di.
—Ya ves para qué ha servido. Metiste la pata, querida.
—Es posible.
—¿Cómo que es posible? ¿Aún necesitas más evidencias?
—Teniente, si dije algo delante de Velasco que te ofendió, te pido disculpas. Te aseguro que no es mi intención ir buscando problemas con la gente. Son los problemas los que me buscan a mí.
Soto sonrió.
—Sí, he oído que Godunov te tiene entre ceja y ceja por un altercado que tuviste con él en un bar.
—Las noticias vuelan en esta nave.
—Casualmente un conocido presenció la pelea. No me extraña que el coronel no te pueda ver.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Que me dejase manosear y me fuese a la cama con él? El que estuviese borracho no excusa su comportamiento. Molestó a varias compañeras de mi promoción; creía que porque era coronel, teníamos que aguantar que nos babease encima.
—Podías haberte largado del bar. Podías haberlo hecho, pero no, quisiste sacar el cuello delante de tus amigas. Tal vez Godunov se pasó un poco aquella noche, pero…
—Le rompió el sostén a una compañera cuando iba al aseo. Si eso no es intento de violación, dime tú qué es.
—Esa amiga tuya estuvo provocando toda la noche, y cuando alguien le siguió el juego se hizo la estrecha.
Gritsi resistió el impulso de arrancar la goma del gotero y metérsela por las narices a aquel canalla hasta que le llegase a los sesos. Tal vez si el suero le llegaba directamente a las neuronas, tendría algún pensamiento racional.
El ingeniero soltó una carcajada.
—No te pongas así, era broma —dijo—. Yo no estaba allí cuando sucedió. Solo quería ver qué cara ponías.
—Aquel incidente no tuvo nada de divertido.
—Intenta no tomarte la vida tan en serio. Ya sabes lo que dicen, al final nadie sale vivo de ella.
—Te veo muy recuperado. Tendré que darte el alta antes de lo que creía; y reconozco que será un alivio para mí.
—Mira, Gritsi, los dos tenemos una cosa en común: Godunov no nos cae bien. Es un grano en el culo incluso para Velasco. ¿Sabes que el general fue alumno suyo en la academia? Los consejos del ruso apestan a paternalismo barato, eso cuando está sobrio, claro.
—¿Qué es lo que te ha hecho?
—Intentó reemplazarme por otro ingeniero cuando la tripulación ya estaba cerrada. Quería meter en mi puesto al hijo de un amigo, pero cuando vi la jugada protesté y echó marcha atrás. Hiciste bien partiéndole la cara aquella noche. Si Godunov hubiera visto una oportunidad para arrestarte, lo habría hecho, pero se calló porque sabía que si llegaba el caso a un tribunal militar, el que iría la cárcel sería él. No te hizo un favor dejando correr aquel incidente. El favor se lo hiciste tú al no denunciarlo.
Gritsi empezó a ver a Soto con nuevos ojos. Iba a resultar que el teniente no era el cerdo machista que aparentaba, a menos que intentase un doble juego con ella.
—Recuerda cómo hablaba de mí, delante de Velasco —continuó el hombre—. Dijo que mi experiencia en combate no valía una mierda; él, que se ha pasado la mayor parte de su vida en una academia militar, engordando con canapés y vodka.
—Estuvo en Marte en la época de las revueltas. Tal vez Velasco lo quiere a su lado por eso.
—Bah, aquello no fue nada.
—Pudo haber desembocado en una guerra, pero se evitó. Por fortuna para todos.
—Se aplazó el problema, no se solucionó. Y aquí estamos un cuarto de siglo después, para acabar lo que Godunov y los pusilánimes como él no tuvieron el valor de hacer. El separatismo es un cáncer que hay que atajar antes que se extienda. Si los aranos hubieran escarmentado a tiempo, no les habría dado tiempo a lanzar la gripe negra contra la Tierra.
—Nadie ha podido probar que ellos fueran los causantes.
—¡Todos los indicios apuntaban a ellos!
—La gripe la causó una empresa terrestre, al replicar sin licencia nanotecnología de Marte.
—Ésa es la explicación oficial, una componenda entre el gobierno terrestre y el arano para evitar la guerra. Ambos conocían la verdad, pero no podían revelarla a la opinión pública. Si la Tierra aplicaba la cura y a continuación les invadía, sin respetar el pacto, los humanos morirían, porque los aranos dejaron atrás variantes de la bacteria sin activar, que podrían volverse virulentas mediante un código enviado por radiofrecuencia.
—Conozco ese rumor; uno más entre los cientos de maledicencias que circulan sobre los aranos. Si fuese cierto que quieren nuestra aniquilación, Soto, ¿qué sería de ellos cuando lo consigan? Dependen de las importaciones para vivir. La gente que los odia olvida que son humanos como nosotros. Tal vez la razón de ese odio esté en la envidia y no en otro lado.
—¿Envidia? —el teniente alzó una ceja, sin comprender.
—Viven más años que nosotros; cuando mueren, sus conciencias pueden migrar a la Comuna o a otro cuerpo, y con el tiempo se expandirán por las estrellas, algo que nuestra constitución física nos impide. Están mejor adaptados para sobrevivir en entornos hostiles y nos dejarán atrás en unos siglos, si no en unas décadas, desarrollando nuevas variantes de homo sapiens para cada hábitat que colonicen. En teoría, un arano que contase con recursos suficientes podría vivir milenios. Compáralo con nuestras vidas de unas pocas décadas y comprenderás por qué nuestra envidia genera tanto odio.
—Ellos también nos tienen envidia. Marte es un lugar horrible para vivir; incluso con nuestros problemas ambientales, la Tierra es un paraíso al lado del planeta rojo. A los aranos les vendría muy bien que les dejásemos libre nuestro mundo, o al menos un espacio vital suficiente para sus necesidades, como África o América.
Gritsi sacudió la cabeza, desesperada. No sabía si Soto era tan obtuso o se trataba de una pose para hacerla enfadar; aunque se temía que fuese lo primero.
—Si los aranos emigrasen en masa a la Tierra, algo bastante difícil dado el tamaño de las naves espaciales actuales, sus huesos se quebrarían cuando pusiesen el pie en la superficie.
—Pueden caminar con exoesqueletos para que sus huesos no se rompan. Nosotros los usamos en los períodos de alta aceleración del Talos y aguantamos varias gravedades sin problema. ¿Por qué me miras así? ¿Crees que es imposible? Hay demasiadas muestras a lo largo de la historia que prueban que no lo es. Cuando un pueblo reúne la capacidad de invadir a sus vecinos y robarles sus recursos, lo hace y sus gobernantes no se detienen por los muertos o el dolor que causen. Aunque Godunov desprecie mi experiencia en combate, me he enfrentado en mi etapa de suboficial con tragedias como ésa. No enfrentaban a millones de personas ni a grandes ejércitos, sino a unos puñados de fanáticos contra otros, pero aparte de la escala, la guerra siempre es igual.
—Tienes la espina de Godunov clavada en la garganta. Te aconsejo que no te tomes tan a pecho lo que él diga de ti.
—He visto la muerte de cerca, Gritsi; sé qué aspecto tiene, y si un conflicto no se ataja a tiempo, desemboca en una masacre. Puede que creas que soy un cabeza cuadrada, un gatillo fácil, como me definió el coronel…
—¡Soto!
—… pero causar unas cuantas bajas suele evitar pérdidas mayores. A ningún militar le gusta la guerra, nos pasamos la vida entrenándonos para algo que deseamos evitar; tenemos una familia, hijos, casa, muchas cosas buenas que perder. Pero si llega el día en que nos enfrentamos a la muerte, debemos aguantar su mirada. Es el compromiso que tenemos con el gobierno y nuestras familias. Si queremos que la Tierra siga siendo un mundo libre, lucharemos para protegerla. Y si es necesario, traeremos el infierno a Marte antes que éste aporree la puerta de nuestro hogar.
La paz y el aburrimiento que se respiraba a bordo del carguero Flor de un día, en ruta hacia Marte, fue turbada por los boletines de noticias que constantemente emitían las televisiones aranas y terrestres. Durante la jornada anterior, la flota de Tierra Unida abrió fuego contra una formación enemiga. Como consecuencia de la batalla, un buque de aprovisionamiento, el Argentina, había sido destruido, muriendo sus quince tripulantes.
El embajador arano en Bruselas había desmentido la implicación de su gobierno en el suceso. Su pueblo no tenía interés en provocar una respuesta armada, y negaba categóricamente el envío de misiles para atacar a la flota. Si había un tercer bando interesado en provocar una guerra, su gobierno no descansaría hasta descubrir a los culpables. Como muestra de buena voluntad, ponía a disposición del almirante Tazaki la red hospitalaria de Marte y sus dos estaciones orbitales, por si necesitaban hacer reparaciones.
Presionado por la opinión pública y por miembros de su coalición de gobierno, el presidente Savignac había llamado a consultas al embajador de la Tierra en Marte, suspendiendo durante un mes los intercambios comerciales con los aranos. Ninguna nave de pasajeros podría viajar al planeta vecino o entrar en la órbita terrestre sin autorización previa. Si hubiera cualquier obstáculo para que fuese registrada, se respondería con la fuerza.
Pero Savignac no había dado la orden de bombardear Marte. Eso impacientaba a los miembros más belicistas de su gobierno e indignaba a cierto sector de la opinión pública, que se había lanzado a la calle para apedrear las delegaciones de empresas aranas afincadas en la Tierra y los consulados de Marte en diferentes países.
Bajo aquel horizonte tormentoso, Anica Dejanovic no sabía si habían huido justo a tiempo, o si el lugar al que se dirigían era la peor de las elecciones posibles. El ambiente en la Tierra estaba revuelto, cierto, pero ¿cuándo no lo había estado? Aunque la presión de las fuerzas de seguridad sobre los neohumanos era insoportable, podían habérselas arreglado para esconder a los testigos durante un plazo razonable, hasta lograr un trato con la fiscalía que garantizase anonimato y protección durante el tiempo que durase el proceso judicial.
Anica era especialista en dar esquinazo a la policía, podía cambiar de identidad una y otra vez y hasta ahora nunca la habían cazado. Desaconsejó a la dirección aquel viaje, pero no le hicieron caso. La muerte de dos testigos les había puesto nerviosos. Un fallo de seguridad: las personas a cargo de su protección habían sido unas incompetentes. A ella no le habría sucedido, estaba habituada a cuidar de sí misma desde que abandonó la casa de sus padres a los quince años para conocer mundo, y eso había desarrollado su instinto de supervivencia hasta convertirlo en un sentido tan útil como la vista. En Croacia, su país natal, envuelto desde hacía décadas en una profunda crisis económica que Bruselas no tenía el menor interés en solucionar, se pasaba hambre, y la situación no había cambiado sustancialmente desde que ella se fue. Antes que la crisis sobreviniera, su familia había gozado de una situación holgada; sus dos hermanos mayores estudiaron medicina y derecho. Tenían su vida planificada desde antes de salir de la facultad; compraron un piso, se casaron, empezaron a ganar dinero, todo les iba sobre ruedas.
Un día, su hermano abogado fue encontrado muerto en el aseo de su despacho, víctima de un infarto. Se había quedado a comer en el bufete para trabajar por la tarde, y el personal de la limpieza se lo encontró con la camisa desabrochada, como si le faltase el aire, sentado en la taza del retrete. La desgracia golpearía a su familia unos años después, llevándose a su hermano médico en un accidente de circulación, cuando un conductor temerario invadió su carril en un adelantamiento y le arrojó por la cuneta a un despeñadero.
Estas tragedias le marcaron durante su adolescencia; y resolvió que no acabaría como ellos. Cuando la crisis económica arruinó a su familia, y se evaporó para ella y sus otros hermanos la ocasión de cursar estudios superiores, Anica se marchó de Croacia. No quería ser una carga para la familia, y si podía enviarles algún dinero trabajando en el extranjero, sería más útil yéndose. Pero fundamentalmente, se marchó pensando en sí misma. No haría planes a largo plazo ni emplearía la mitad de su vida en estudiar una carrera para que un golpe de mala suerte arrojase todo por la borda. De alguna forma, había intuido que moriría joven, como sus hermanos mayores, y en esa creencia quería aprovechar la vida al máximo. Estaba convencida de que no hay más fuerza en el universo que el azar y que nuestras vidas discurren sin un argumento definido, porque no hay un escritor al otro lado para dar sentido a nuestras experiencias, solo el viento impulsando erráticamente las teclas. No hay fuerzas sobrenaturales que nos impulsen a conseguir un fin, nuestros destinos no son más que planes en las cabezas de la gente y se truncan sin motivo, por enfermedades, accidentes estúpidos, simplemente porque sí; y si intentas buscar una explicación a las desgracias, te embarcas en una excursión al país de la angustia.
Sebastián era el último de una larga lista de hombres con los que había vivido desde que abandonó Croacia. El período de convivencia medio con cada uno era de seis meses; justo el tiempo que llevaba con él, y no por casualidad el trato con Sebas ya empezaba a hacerse difícil. Él sabía que no podría tenerla a su lado mucho más, ella no le había ocultado sus relaciones pasadas, pero al parecer le daba igual, o se lo tomaba como un reto y quería convencerla de que, a su lado, construirían una relación estable y la retiraría definitivamente del nomadismo.
Pero a ella le encantaba vagar de un sitio a otro, necesitaba moverse tanto como respirar. Para Sebastián, aquel viaje a Marte podía ser una nueva maceta en la que echar raíces durante las próximas décadas; ya había hecho planes sobre lo que haría allí una vez que se solucionase lo de Baffa. Para Anica, los planes habían concluido en su adolescencia, y no le preocupaba lo que le ocurriría el mes que viene ni con quién estaría.
Y con la situación actual, sería ingenuo diseñar un proyecto mínimamente duradero. Las arenas de Marte estaban teñidas de rojo, quizá un aviso de la naturaleza para generaciones futuras. ¿Quién podía obcecarse en conquistar un desierto castigado por la radiación solar, que se cobró cientos de vidas durante las primeras décadas de la colonización? Solo los humanos, una especie terca que enviaba una y otra vez naves al espacio, perdiendo, tropezando, fracasando, pero que volvía a levantarse y lo intentaba de nuevo, convencida de que todos aquellos mundos estaban ahí para ser dominados, y había que llegar a ellos, doblegarlos y usarlos como rampa de lanzamiento para el siguiente paso.
En Marte también se hallaba la última esperanza para la continuidad de la especie, otra oportunidad para empezar de nuevo si la situación en la Tierra llegaba al colapso. Habían rozado el abismo hace un cuarto de siglo, con la aparición de la gripe negra, y podía volver a ocurrir. En ese caso, los humanos de Marte serían los únicos que se salvarían de la catástrofe.
Anica no confiaba demasiado en la capacidad de los aranos para hacerlo mejor. Biológicamente podían ser diferentes, pero mentalmente aún portaban un cerebro de primate evolucionado. Los aranos y las conciencias incorpóreas que habitaban en la Comuna no se convirtieron en un punto de ruptura con la civilización precedente, una singularidad tecnológica, como profetizaron algunos. Los procesos mentales de los aranos eran tan similares como los de nuestro vecino, y ni siquiera las inteligencias artificiales puras superaban la capacidad de raciocinio de un humano corriente; podían procesar más cantidad de información a mayor velocidad que un cerebro orgánico, pero eso ya lo hacían los ordenadores de principios del siglo XXI.
—Esto no me gusta —murmuraba Sebastián, negando con la cabeza mientras leía la pantalla de su ordenador portátil.
—Se veía venir —dijo Anica—. Las maniobras en Marte eran una provocación.
El médico alzó la cabeza.
—Ah, no me refería a eso. Pero tampoco me gusta, claro. Empiezo a sospechar que todo este follón no habría empezado si nosotros no hubiéramos salido de la Tierra. La primera vez en mi vida que se me ocurre montar en una nave espacial y se desata una guerra.
—¿A qué te referías, entonces?
—A Rodas, uno de mis pacientes. Estaba en tratamiento con EMT para curarlo de su adicción a las drogas, pero mi partida le ha hecho recaer. Hoy lo ha detenido la policía cuando intentaba robar en una tienda.
—¿EMT? —intervino Baffa, que venía del aseo caminando muy despacio, con su exoesqueleto metálico. Ya había adquirido cierta práctica y no parecía tan ridículo.
—Estimulación magnética transcraneal —aclaró Sebastián—. Una técnica para tratamiento de algunas enfermedades neurológicas.
—¿La drogadicción lo es? —Baffa se acomodó en su asiento con un gesto escéptico.
—Es un factor exógeno que puede desencadenar patologías graves.
—¿En qué consiste la EMT? Sin términos técnicos, por favor.
—Se aplican microcampos magnéticos en ciertas zonas del cerebro para estimularlas. Rodas había progresado mucho y tenía perspectivas de curarse, pero mi partida lo ha echado a perder. La terapia es cara y él no tenía dinero para médicos.
—¿Quiere decir que no le cobraba por el tratamiento?
—En efecto, Baffa —dijo Anica—. ¿Tan difícil es que entienda eso?
—Usted sacaba algo a cambio, Sebastián. Vamos, admítalo.
—Cierto —dijo el aludido.
—¿Lo ve? —Baffa se volvió a Anica, con una expresión de triunfo.
—Rodas formaba parte de un grupo de pacientes que manifestaban sincronías neurales —explicó el médico.
—¿Y eso qué es?
—Suponga que le pinchase en el dedo. Un paciente al otro lado de la nave que estuviese en sincronía con usted experimentaría dolor.
—Eso es telepatía.
—No. Todos los pacientes que han manifestado el entrelazamiento poseen en su cerebro un quiste benigno de calcio, secuela de la gripe negra que asoló la Tierra. No todos los que enfermaron desarrollaron esos quistes, y tampoco todos los portadores sufren sincronismos neurales.
—No he oído hablar de ese sorprendente efecto en ningún lado.
—Lo mantengo en secreto hasta que acabe mis estudios. Lo descubrí accidentalmente mientras trataba a mis pacientes con EMT. Parece que ciertas secuencias de impulsos magnéticos influyen en esos quistes.
—¿Por qué te preocupa ese paciente en particular? —inquirió Anica—. Tratabas a muchos más.
—Nuestro contacto más fiable en Marte es Tavi Ohmad. Él…
—Déjame adivinarlo. Los quistes de Tavi y Rodas están en sincronía.
—Me temo que sí, Anica.
—Espere, ¿no hay alguna forma de apagarlos? —apuntó Baffa—. Esos quistes, o lo que demonios sean, funcionan de un modo similar a una radio, ¿no? Implantes que pueden transmitir información en un sentido o en otro.
—Básicamente, ése es el concepto.
—Pues apáguelos. Desconéctelos, envíe una secuencia de pulsos con su estimulador a sus pacientes y asunto arreglado.
—Baffa, todavía no sabemos cómo funcionan. En mis ensayos clínicos he descubierto un algoritmo de pulsos para adormecerlos, pero el tratamiento debe repetirse periódicamente. Con ciertos fármacos obtengo un efecto similar, pero la dosis no es igual para todos los pacientes, y a medio plazo aparecen efectos secundarios.
Baffa resopló, disgustado.
—¿Y en qué afectará eso a nuestro contacto? No me gusta que mi vida dependa de una persona que en cualquier momento pueda empezar a comportarse de un modo extraño.
—Hasta ahora, Tavi tiene una vida absolutamente normal —dijo Sebastián—, y lleva entrelazado neuralmente con Rodas desde hace más de un mes.
—Pero si Rodas vuelve a consumir drogas, eso afectará a la salud de Tavi. ¿Ha hablado ya con él? Debería avisarlo y, de paso, pedir que nos asignen a otra persona.
—Si le aviso ahora, le pondría en peligro también a él. La policía ya sabe que hemos huido con usted, y sospechan que hemos abandonado la Tierra. Esta mañana han entrado en mi clínica con una orden judicial y se han llevado montones de cajas de documentos. Parece que Claude le dijo a uno de los inspectores que tenía contactos con los neohumanos. De momento, Tavi sólo figura en las fichas como un paciente más, pero si lo pongo sobre aviso desde aquí, la policía podría interceptar la comunicación. Tienen agentes infiltrados en Marte y si cometemos un error, nos estarán esperando a nuestra llegada.
—Creí que me llevaban a Marte porque era un lugar más seguro.
—Más seguro no equivale a completamente seguro —dijo Anica—. Y todo indica que el panorama irá a peor. Su teoría de que no habrá guerra está a punto de ser refutada, Baffa.
—Soy el primer sorprendido, créame. Ese ataque a la flota con misiles es absurdo. No tenía posibilidades de prosperar; y le digo más: si Savignac estuviese convencido de que es obra del gobierno arano, ya habría dado la orden de bombardear Marte.
—Entonces, ¿qué sugiere usted que está pasando?
—Una alianza entre disidentes aranos y extremistas de Bruselas. La ultraderecha, con Klinger a la cabeza, ha difundido un mensaje de odio contra los aranos. No me sorprendería que las revueltas contra intereses de Marte en algunas capitales de la Tierra estén instigadas por ellos. Savignac debería quitarse a Klinger de encima, pero tiene miedo a perder el poder.
—Si las multinacionales son tan influyentes como usted dice, al que deberían obligar a dimitir es a Savignac.
—Eso crearía un vacío peligroso en Bruselas y en las actuales circunstancias sería lo peor, Anica. Confiemos que nuestro presidente tenga el buen juicio para solucionar esta crisis, y no preste oídos a ciertas personas, o de lo contrario nuestra vida en Marte se hará francamente difícil.
Klinger se habría sentido muy inquieto si hubiese sabido que sus planes podían ser transparentes a todo aquel que estudiase fríamente la situación. Había dedicado a aquella operación gran cantidad de tiempo y recursos para garantizar su éxito, empeñando su carrera política. Si el plan fracasaba, caería con él, lo sabía, pero no se detendría. Aunque el presidente sospechase, necesitaba a su partido para continuar al frente del gabinete. Savignac era un rehén de las circunstancias, y por ahora éstas jugaban a favor de Klinger.
Nix, el descarnado que habitaba en la esfera de datos marciana conocida como Comuna, le había dado la prueba que demostraba que iba en serio. Una base de misiles que el gobierno arano mantenía oculta cerca del cinturón de asteroides escapó al control del ejército de Marte, sin que las autoridades supiesen quién había penetrado en la red militar. El ataque a la flota se había limitado al mínimo indispensable; Klinger la necesitaba para meter entre rejas al gobierno arano y reemplazarlo por uno que él pudiera manejar, así que no podía permitirse el lujo de perder muchos efectivos.
Reconfortado por la absolución de su confesor, que cada domingo acudía a su capilla privada para oficiar misa, Klinger salió al jardín en compañía de su nieto Ernest, de ocho años, que se puso a jugar con el pony que su abuelo le había comprado por su cumpleaños. Cuando vivía su esposa, ambos asistían cada domingo a la misa en compañía de un reducido grupo de amigos, pero al morir aquélla, los amigos comunes se habían alejado de la casa, intimidados por el carácter desabrido de su dueño, cada vez más áspero desde la pérdida de su mujer. La gente que ahora se acercaba por sus dominios eran tiburones que olían la sangre, tipos vestidos con trajes de mil creds y zapatos de piel auténtica que no creían en nada, salvo en el dinero.
Ahora, solo sus nietos le acompañaban ocasionalmente en los oficios, y eso porque los sobornaba con dinero y golosinas. Cuando la civilización pierde sus valores, se entrega a la barbarie. Klinger tuvo la tentación en el pasado de ingresar en el partido de la fe, pero, aparte de que éste ya estaba en decadencia cuando le ofrecieron un puesto, no le convencía la extraña amalgama de credos antagónicos que convivían juntos para ganar votos en diferentes distritos. Habían adulterado la fe para encaramarse al poder.
Era domingo y no debía trabajar aquel día, pero la cabeza de Klinger nunca descansaba, y ya tenía concertadas dos citas dentro de unos minutos y otras tres para la tarde, todas a través de vídeo. La presencia de gente extraña le era cada vez menos soportable.
Ya en su biblioteca, con las persianas bajadas y la única luz de una lámpara de sobremesa, se dedicó a repasar el informe que le había llegado de la comisaría de Barcelona, referente a las investigaciones del doctor Sebastián Arjona. Klinger sabía que los aranos, a pesar de sus promesas para obtener la independencia, no habían erradicado del todo la gripe negra. Las secuelas en forma de quistes de calcio no las había descubierto el doctor Arjona, desde luego, pero se creía que sus efectos en la salud eran despreciables. Por mucho que se investigó, los médicos no habían hallado indicios de que fueran peligrosos. Los quistes no crecían con el tiempo, no producían cáncer y sólo en un pequeño porcentaje, los portadores sufrían mareos ocasionales o tenían dificultad en recordar acontecimientos recientes. Había pasado un cuarto de siglo desde que la gripe negra desapareció y esos quistes ahí seguían.
Pero ahora el doctor Arjona, un neurólogo desconocido sin apenas medios, descubría que los quistes producían resonancias neuronales si se estimulaba el cerebro con pulsos magnéticos. La consecuencia era obvia para Klinger: las calcificaciones eran nanomecanismos en estado latente, que los aranos dejaron atrás para chantajear a la Tierra si se daban las circunstancias propicias.
Eso complicaba sus planes.
De confirmarse sus temores, los aranos podrían activar por radiofrecuencia las nanomáquinas, y los efectos en la población serían impredecibles. Aunque por otro lado, si Klinger lograse desentrañar su mecanismo y la secuencia de pulsos que permitía su activación, tendría en su mano una herramienta que le permitiría un mayor control sobre los indeseables. Supongamos, por ejemplo, que por radio se ordenase a uno de esos implantes que descargasen una señal de dolor en un fugitivo. Estuviese donde estuviese, caería al suelo encogido por el dolor, y sería fácilmente apresado por la policía al delatarse su localización mediante la red de satélites. Esa sería una aplicación sencilla y tosca, pero habría otras más sutiles, como la eliminación del miedo en los soldados, la impartición de mensajes al subconsciente o el asesinato. Una simple llamada telefónica y al otro lado del planeta cae fulminado aquel tipo del que no conseguías librarte. Eso ya se había ensayado antes en el pasado, implantando quirúrgicamente cápsulas de droga controladas por radio a ex reclusos, pero la operación quirúrgica era complicada y costosa. En cambio, los quistes ya se hallaban en los cerebros de cientos de miles de personas, quizá millones, y respecto de los que no los tuvieran, con una barata inyección se aseguraría de que ningún criminal pudiese escapar a la policía.
Bien pensado, no había ninguna prisa en desembarazarse de aquellos quistes; en su mano estaba transformarlos en una panacea contra la delincuencia. Nix, su contacto en la Comuna, iba a serle muy útil para descubrir cómo funcionaban.
Era la hora concertada para su primera entrevista del día. Se acercó al ordenador y llamó al doctor Claude Chabron.
Apareció en la pantalla un individuo de aspecto nervioso que miraba con desconcierto al objetivo de la cámara. Se había puesto su mejor corbata y traje para la ocasión, pero Klinger iba con un simple batín y zapatillas. A él no podía verle, ni siquiera le oiría con su voz auténtica. Claude grabaría probablemente aquella conversación, aunque no le serviría de nada. La localización de la llamada estaba enmascarada y no había forma de rastrearla si no se tenía acceso a cierta zona del núcleo informático del ministerio de Seguridad, privilegio reservado exclusivamente a Klinger.
—El señor ministro, supongo —dijo el rostro de Claude, indeciso, mirando a un monitor vacío.
—He leído el informe de la comisaría de Barcelona acerca de usted. Gracias por su colaboración, doctor Chabron. Los datos que nos facilitó acerca del doctor Arjona han sido esenciales para desenmascarar las actividades ilícitas de su colega. Es cuestión de tiempo que lo detengamos y lo pongamos a disposición de la justicia.
—Gracias, señor.
—¿Qué puede decirme de él? Usted debía conocerlo bien.
—Le diré que tendrá el destino que merece. Ha intentado perjudicarme en mi carrera, urdiendo denuncias falsas contra mí para quitarme de en medio.
Claude desgranó un rosario de vejaciones ante un invisible Klinger que escuchaba en silencio. En el informe de la policía que tenía delante se reflejaba que Claude estaba implicado en una red que vendía certificados falsos de calidad genética a parejas con ADN sucio, que legalmente no podían procrear. Había más médicos y funcionarios en esa red, aunque Klinger no deseaba intervenir todavía. Podía acabar con aquello cuando quisiera, pero de momento convenía mantener a Claude libre de la cárcel.
—Le necesitamos, doctor —dijo Klinger, cortándolo a mitad de una frase. Claude habría seguido recriminando a su colega durante horas si le hubiera dejado, pero ya no tenía interés en oírle—. Durante un tiempo deberá abandonar sus… ejem… actividades en el hospital.
Claude tragó saliva. El énfasis con el que Klinger pronunció esta palabra insinuaba que estaba al tanto de sus negocios.
—Puedo pedirme una excedencia si es preciso.
—Lo será. Arjona estaba tratando a unos pacientes singulares. Disponemos de sus historias clínicas y queremos que usted continúe las investigaciones, aunque orientadas de modo diferente. Dado que residen en Barcelona, no queremos trasladarlos a otro lugar a menos que sea imprescindible.
—Me hago cargo.
—¿Está familiarizado con la técnica de estimulación magnética transcraneal?
—Es antigua y obsoleta. En el hospital ya no disponemos de equipos EMT.
—Arjona tiene uno en su clínica. Usted lo utilizará. Puede trasladar el equipo a un lugar más discreto.
—Sí, señor.
—Su colega seleccionó a pacientes de precaria situación económica; la mayoría no tienen familiares que se interesen por ellos. Eso facilitará su trabajo.
—No entiendo.
—Quiero descubrir qué tienen esos pacientes en el cerebro que los hace especiales. Si para ello ha de someterlos a cirugía, lo hará, y si necesita más indigentes que reúnan el perfil buscado, se los proporcionaremos. No me importan los métodos que emplee ni quiero saberlos, pero sí los resultados, y los necesito ya. Recibirá información concreta de lo que se le pide esta tarde, por otro canal.
—De acuerdo.
—Esta investigación es de importancia crítica para la Tierra. Puede contratar personal que le ayude, el dinero no será un problema, pero cada uno de sus ayudantes no trabajará más que en una parte del proyecto. Solo usted conocerá el plan completo.
—Será un privilegio trabajar para usted —dijo Claude, con el ego inflado por el orgullo.
—Si lo hace bien, le encontraremos un puesto en Bruselas, de mayor responsabilidad. Espero que no me defraude.
—No le defraudaré, señor. Se lo prometo.
Klinger cortó la comunicación. Dudaba de haber hecho bien eligiendo a ese individuo. La amenaza de enviarlo a prisión le aseguraba una docilidad sin condiciones, pero aquel doctor era una alimaña que había nacido con una etiqueta en la frente que indicaba su precio. ¿Tenía algún concepto de lealtad, un sistema de valores más allá de la búsqueda del lucro? El egoísmo que se reflejaba en sus ojos no auguraba nada bueno.
En cualquier caso, aquel sujeto estaba en sus manos y haría lo que se le ordenase. Cuando dejase de ser útil, sería un placer hacerle pagar por sus pecados.
La idea de estar pagando por pecados pasados, incluso cometidos en otra vida, había pasado por la mente de Luis Delgado en más de una ocasión, desde que Picazo empezó a hostigar al personal de base Selene. Lizán, del departamento de astronomía, había sido su primera víctima, pero lamentablemente no la última. Picazo estaba hurgando en los expedientes personales de cada empleado, inmiscuyéndose en la vida privada de los trabajadores, accediendo a historiales de compras con tarjetas de crédito, perfiles de navegación por Internet, películas que descargaban del ordenador central para ver en sus habitaciones, familiares y amigos que tenían en la Tierra, y un largo etcétera.
Se había acostumbrado a considerar las quejas sobre Picazo un mal menor con el que tendría que lidiar, hasta que los rumores empezaron a salpicarle directamente a él.
Había quedado a cenar en su habitación con Laura Medina, una especialista de electrónica destinada a mantenimiento. Laura le había lanzado señales desde que llegaron a la base, y Delgado quería descubrir si estaba dispuesta a llegar a más o sólo quería flirtear con él. Hacía meses que no se acostaba con una mujer y la necesidad de una compañía femenina le apremiaba. Laura tenía treinta y cinco años, pelo rubio teñido y algo prieta de carnes, pero Delgado no era exigente, y tampoco es que abundasen las mujeres en la base. De las veinte personas que trabajaban allí, sólo seis eran del sexo femenino, y de ellas cuatro tenían pareja. Pese a que sus opciones estaban muy limitadas, pensó que había tenido suerte con Laura. Aunque no fuese una belleza escultural, lo compensaba con su simpatía y perspicacia. Delgado tenía muy en cuenta sus comentarios a la hora de tomar decisiones.
Entre sorbo de vino y picoteo a los entremeses de paté de oca, que Laura devoraba sin pausa, la mujer comentó en tono casual:
—Ayer os vieron salir a Picazo y a ti en el Rover.
Delgado estuvo a punto de atragantarse con un trozo de biscote.
—Así que es verdad —dijo ella, eligiendo un canapé de anchoa, que engulló de un bocado.
—Fuimos a revisar una sección del anillo del acelerador —mintió.
—Picazo borró los datos de vuestra entrada y salida. El encargado de vehículos lo comentó esta mañana, durante el desayuno.
—Ya sabes que Picazo es un paranoico —viendo que Laura no se tragaba aquello con la misma facilidad que los canapés, añadió—. Ayer recibió un aviso de colocación de bomba de la central y me pidió que lo acompañara en la revisión. El aviso resultó ser falso, pero de todas formas no lo divulgues.
—¿Un aviso de bomba? —inquirió ella con tono escéptico, pero con una sombra de duda.
—En la Tierra están histéricos desde el atentado en Mare Serenitatis. Puede que la próxima semana, o la siguiente, hagamos un simulacro de incendio para medir nuestro tiempo de reacción ante una catástrofe.
—Deberíais haber enviado un robot a mirar, en lugar de ir vosotros.
—Picazo cree que los aranos han infiltrado IAs espía en nuestra red informática.
Delgado se felicitó interiormente por su rapidez de reflejos. Había detenido en seco el acoso de Laura, y tomó un sorbo de vino para festejarlo. Pero la mujer no tenía intención de abandonar el tema.
—Cada vez se os ve más tiempo juntos a Picazo y a ti —dijo ella.
—Trato de mantenerlo ocupado con papeleo, y parece que le gusta. Es mejor eso a que meta las narices donde no lo llaman.
—Lo malo es que saca tiempo para las dos cosas.
—Sugiéreme entonces qué hago con él.
—Depórtalo a la Tierra en la próxima nave de suministros que llegue aquí, o colócalo en órbita de una patada en el culo, lo que te sea más cómodo.
—Si tratase de hacerlo, al que pondrían en órbita sería a mí. Alguien con mucho poder lo mandó aquí para fastidiarnos; es un intocable, una vaca sagrada, como quieras llamarle. Podrían trasladar a todo el personal de Selene, y él se quedaría aquí para complicarles la vida a los que llegasen después. Enfrentándome con él no gano nada, pero si me muestro amigable y aprende a confiar en mí, puedo enterarme de noticias a las que de otro modo no tendría acceso, y rebajar el ácido de sus informes antes de que lleguen a la Tierra.
—Si no puedes vencer a tus enemigos, únete a ellos. Muy pragmático, Luis. Todos le hacemos el vacío a ese caimán y tú le ofreces cobijo. No me extraña que le encante visitar tu despacho tan a menudo.
—Ése ha sido un golpe bajo, Laura.
—Tiene en su mesa un informe policial mío de la época en que iba a la universidad. ¿No hay un plazo para que la policía borre esos datos? Y por Dios, ¿cómo ha ido a parar precisamente a él?
—¿Hiciste algo en la universidad de lo que te avergüenzas?
—Nada que cualquiera de mis compañeras no hiciera.
—Ésa es una respuesta vaga —sonrió maliciosamente él.
—Vale, tomaba drogas, participé en manifestaciones contra el partido de la fe y tuve una experiencia lésbica con mi compañera de cuarto, pero eso tú ya lo sabes, ¿verdad?
La temperatura del cuarto bajó varios grados.
—Picazo te lo cuenta todo. Claro que lo sabías.
—Yo no tengo acceso a esos informes, y no, no me ha comentado nada sobre ti.
—Ah, vaya —dijo Laura, embarazada—. Solo tenía veinte años y estaba experimentando. Todos por aquella época lo hacían.
—No importa. Jamás se me ocurriría juzgar la vida privada de los demás; un detalle que, por cierto, me diferencia de Picazo.
—En realidad me gustan los hombres, si es eso lo que te preocupa.
—El lenguado al vapor se te está enfriando.
—Puedo demostrártelo. Supongo que para eso me has invitado a tu habitación.
—Dejemos eso para después de la cena. Sería una pena desperdiciar el pescado. Me ha costado una fortuna.
—Claro.
Continuaron la cena en silencio. Para Luis, no solo el pescado se le había quedado frío y, maldita sea, había tenido que ser Picazo quien le fastidiase la velada aún estando ausente.
Aquella mañana había recibido el mensaje que le anticipó. En medio de un farragoso informe contable de quince páginas, aparecía la fatídica frase: «contingencias estructurales a cargo del próximo ejercicio fiscal», seguida de un número. Delgado mandó la respuesta convenida: «se requerirá personal de apoyo para los cultivos hidropónicos», como prueba de que lo había entendido, y un sudor frío le recorrió la epidermis.
Ya disponía del gatillo nuclear en su mano, y aunque necesitaba la colaboración de Picazo para utilizarlo, eso no le tranquilizaba. ¿Y si le ordenaban que lanzase uno de esos misiles? Tal vez la historia que le había contado Picazo sobre la crisis con los aranos fuese un engaño, y aquellas ojivas tuviesen un destinatario más cercano. En el seno de Tierra Unida existían fuertes tensiones territoriales que habían amenazado la existencia de la federación desde el mismo momento que nació. Lanzar una bomba atómica desde la propia Tierra contra países con tentaciones separatistas era políticamente incorrecto, con un alto coste electoral, pero ¿y si alguien apretaba el botón desde la Luna? Luego podrían justificar el desastre con cualquier excusa, desde un error en los ordenadores de guía del misil hasta infiltraciones de los aranos en los programas informáticos de navegación. Echar la culpa a éstos de todo lo que iba mal en la Tierra era un recurso de uso frecuente en la nueva administración.
Pero nadie podría negar que él pulsó el botón.
—No me estás escuchando.
Delgado alzó la vista de su plato.
—Claro que sí.
—Entonces, ¿qué opinas?
—Pues que estoy de acuerdo.
—¿De acuerdo en qué? Sólo he dicho que al lenguado le falta sal.
—Sí, lo he notado. No soy un buen cocinero.
—No había dicho eso, Luis. Me lo acabo de inventar.
—Lo siento, tenía la cabeza en otro sitio.
Laura se levantó y se acercó a él, sensual.
—Aún queda el postre —dijo él—. Fresas con nata, un manjar exquisito, especialmente aquí en la Luna.
—Hay manjares más sabrosos —ella le besó—, y se me ocurre usos muy interesantes para la nata que has traído.
Delgado no rechazó el contacto, pero la atracción que sentía hacia Laura había disminuido. Se imaginó a la mujer desnuda, con esos kilos de más untados de nata y él tratando de lamerla, y la chispa de deseo que se había avivado al inicio de la cena se apagó de repente. Era tan torpe con las mujeres que seguramente aceptó el exilio en la Luna para encubrir el fracaso de su vida amorosa.
Laura notó aquel cambio de actitud y no tardó en marcharse, envuelta en un sentimiento de culpa al creer que había hablado más de lo debido.
Delgado sacó su postre y se lo comió en silencio. No era cosa de desperdiciarlo, y la ración de Laura la guardó en el frigorífico para tomársela al día siguiente. Decidido a refugiarse en el trabajo para olvidar aquella cita, se sentó frente a su ordenador. Había estado investigando acerca de la anomalía aparecida cerca de Júpiter hacía un año. Los datos eran casi inexistentes, migajas desperdigadas aquí y allá en Internet, y se concentraban en boletines de aficionados a la astronomía, que daban cuenta de variaciones de albedo en pequeñas lunas jovianas, durante fracciones de segundo. El suceso ocurrió a una distancia muy lejana de la Tierra, y ningún aficionado medio a la astronomía podría deducir de ahí nada concluyente. No obstante, alguien que sí tenía acceso al equipo adecuado había filtrado en un foro de discusión algunos datos que iban en el camino correcto: la variación momentánea de albedo había sido fruto de la aparición en un lugar cercano de una fuente de luz, que había quedado oculta tras un satélite mayor, Ganímedes. El comentario había generado un interesante debate en el que el anónimo informante daba algunos datos más.
Sorprendía que aquellos mensajes no hubieran sido censurados por el ministerio de Seguridad, en un rastreo selectivo de sus IAs inspectoras. Tal vez las autoridades habían valorado que, si borraban la información, concederían credibilidad al comentario de uno de los miles de chiflados que sembraban la red de falsos rumores. Dejándolo tal cual, la charla de aficionados se desvanecería con el tiempo.
Sea como fuese, la información estaba ahí; Picazo no iba de farol, como de todas formas ya temía. Los aranos llevaban una ventaja tecnológica considerable a la Tierra en varios campos, y como la historia había demostrado una y otra vez, esas habilidades se reflejaban del peor modo posible, y a menudo en el momento menos indicado.
El panorama expuesto por Picazo era terrible: un arma capaz de producir terremotos, incluso fracturar la corteza terrestre y crear calderas volcánicas por doquier. Aunque la población de la Tierra sobreviviese, ¿qué ocurriría con la Luna? Si el delicado equilibrio entre ambos mundos se rompía, alterándose la órbita de su satélite, ésta podía chocar contra la Tierra o alejarse irremisiblemente de ella. Aunque el segundo escenario era el menos malo, a la larga sería igualmente funesto. La Luna estabiliza el eje de rotación de la Tierra y eso es fundamental para el ciclo de las estaciones. Sin su presencia, las alteraciones climáticas serían catastróficas, con bruscas variaciones de temperatura de decenas de grados. Los astrónomos aseguraban que únicamente la conjunción de factores muy peculiares, como la distancia del Sol, la masa, la rotación y la presencia de un gran satélite en la órbita, hacían posible la vida evolucionada en un planeta. Si uno de estos factores desaparecía, ¿adónde se iba la vida? ¿Quedaría reducida a sus elementos más primitivos, como ocurrió en Marte? El planeta rojo nunca había tenido un gran satélite en su órbita; Fobos y Deimos eran asteroides capturados, con influencia escasa sobre el planeta.
Si Marte hubiera disfrutado de una Luna como la terrestre, la historia habría sido muy diferente en el sistema solar. Claro que, en astronomía, nada es así de simple; además de carecer de un compañero a su lado que estabilice la inclinación de su eje, Marte no tiene campo magnético, y sin él, la atmósfera se degrada como un cartel de colores expuesto a la intemperie.
Delgado no quería que el cartel de colores de su mundo natal fuera alterado por terceros. Contempló a través del ventanal la desolada superficie lunar. Echaba de menos ver las nubes de la Tierra con sus propios ojos, pero allí, en la cara oculta, no había claros de Tierra; solo la bóveda celeste, un vacío impenetrable que le devolvía la mirada con indiferencia.
Y que escondía un secreto amenazante.