4: Entre dos mundos

I

Marte resplandecía en el ventanal del puente del Talos con un ocre entreverado de jirones blancos y avellanas. Era invierno en el hemisferio sur y las borrascas cubrían la mitad meridional del planeta. El aumento de la densidad y humedad atmosféricas, conseguida en el pasado mediante impactos de cometas, dulcificó las condiciones de vida en la superficie, aunque no demasiado. Ahora, Marte contaba con pequeños mares y ríos, pero nada comparable a los océanos terrestres. La vegetación era escasa, ya que la radiación solar más dañina traspasaba la atmósfera como un puñal. Sin un campo magnético global que protegiese a las formas de vida, la biología importada de la Tierra tenía serias dificultades para salir adelante y sobrevivir en un entorno conjurado contra los humanos.

Velasco no entendía cómo aún había gente dispuesta a emigrar a Marte. El gobierno arano necesitaba mano de obra y pagaba los billetes de ida a los técnicos cualificados que quisiesen trabajar allí; la tasa de natalidad en Marte era baja y buena parte de los bebés aranos morían antes de alcanzar la edad que les permitiese recibir los implantes para llevar una vida normal como adulto. Se decía que los aranos eran lo más cerca que la humanidad estaría nunca de la inmortalidad, pero la afirmación encerraba muchos matices. Los aranos eran frágiles y precisaban del manto protector de la tecnología para seguir vivos. Sin ella, su poder se desvanecía. Como cuerpos extraños que hubieran infectado un organismo, debían combatir contra una climatología reacia a ser alterada, y el resultado de esa lucha eran cultivos asolados, lluvias torrenciales, sequías que duraban décadas, ciclones que aspiraban toneladas de polvo y lo elevaban a la estratosfera, ocasionando descensos generalizados de las temperaturas, y un rosario interminable de dificultades que describían la vida en Marte como desagradable y difícil. Si los aranos pudieran trasladarse en bloque a la Tierra y vivir en la Antártida, lo habrían hecho. Pero no podían. Las alteraciones de su organismo y la gravedad terrestre, casi tres veces superior, impedían un éxodo masivo. Los aranos estaban atrapados allí para siempre. Quizá no debía sorprender que un porcentaje de los que morían no quisieran regresar a la vida física y aceptasen el simulacro de la Comuna, que prometía darles lo que en el mundo real no encontrarían.

Para bien o para mal, Velasco estaría atado a ese mundo real por el resto de sus días. No permitiría que hurgasen en su cerebro para rescatar sus recuerdos y los injertasen en otro cuerpo. Aquello no era natural, ni ético, pero los aranos lo consideraban normal y él no iba a discutir con ellos sobre eso.

Pero sí de otros asuntos. Unos minutos antes de alcanzar la órbita marciana, Velasco llamó a Louise Rolland, la alcaldesa de ciudad Barnard. Ya que ella y otros alcaldes habían pedido ayuda a la flota, iba siendo hora de que empezasen a hacer algo a cambio.

—General, es un placer verle aquí —en la pantalla apareció el rostro sonriente de Rolland, una mujer que había sobrepasado la cincuentena pero poseía el cutis de una adolescente—. Me dijeron que ha llegado con cierto retraso.

—Sí, alcaldesa. Tenemos motivos para pensar que el gobierno federal arano está realizando ensayos con una nueva arma. Queremos que nos proporcione toda la información que pueda reunir sobre ello.

—¿Una nueva arma? Si pudiera ser más concreto…

—Voy a transmitirle por un canal seguro la información que necesita, pero le adelanto que se trata de un arma capaz de desviar el curso de asteroides y de generar ondas gravitatorias. La información está clasificada.

—Eso no suena nada bien —la alcaldesa frunció el ceño—. No conocemos los planes del gobierno central; a los alcaldes nos mantienen al margen y solo se acuerdan de nosotros para enviarnos policías y agentes del fisco. No luché por la independencia para que mis compatriotas vivan peor que cuando dependíamos de la Tierra. En realidad, no necesitamos ningún gobierno central en Marte. Cada ciudad debería tener capacidad para regirse sin interferencias externas.

—¿Por ese motivo han solicitado nuestra ayuda?

—Su presencia debería bastar para que el ejecutivo arano escuche nuestras demandas. Ahora mismo se discute en el parlamento una moción para restablecer el equilibrio de poder que quebraron tras lograr la independencia. Iban a rechazar esa moción, pero con la flota de la Tierra ahí arriba confío que se muestren dispuestos a dialogar.

—¿Y si rechazan la moción? Alcaldesa, estamos aquí para participar en unas maniobras militares de adiestramiento durante un par de semanas. En cuanto finalicen, volveremos a la Tierra. No queremos problemas con el gobierno de Marte.

—Aunque no los quieran, ya los tienen. Nuestro gobierno está desplazando blindados a las ciudades, obviamente como parte de un programa de maniobras rutinarias. Ya ve que han aprendido deprisa. Como primera autoridad de Barnard, no permitiré que el ejército arano entre en mi territorio e intente un golpe de mano contra mí. Si eso sucediese, les pedimos que nos apoyen y tomen medidas para garantizar nuestra autonomía.

—No tengo el mando de la flota, alcaldesa.

—Lo sé, lo tiene el almirante Tazaki y ya he hablado con el. Pero puesto que es usted el que me ha llamado, le expongo lo que se va a encontrar.

—Se lo agradezco. La situación es más delicada de lo que me temía, y por eso he recurrido a usted. En circunstancias normales no le habría enviado información sobre el arma secreta que creemos tiene su gobierno, pero el tiempo juega en nuestra contra. Necesitamos saber qué están tramando y dónde tienen sus bases. Fábricas, científicos que trabajan en el proyecto, datos técnicos, cualquier detalle por pequeño que sea nos será útil.

—No es por meterme donde no me importa, pero ¿qué hay de sus agentes de inteligencia?

—Los controla el ministerio de Seguridad, y por lo que se ve, o no saben nada o no nos han facilitado información.

—Entiendo —murmuró la alcaldesa—. Sí que es una situación complicada. Lo que me acaba de decir revela que hay disensiones internas en el ejecutivo de Tierra Unida.

—Imagino que son inherentes al ejercicio del poder; salvo que éste se concentre en manos de una sola persona.

—Pondré a mi gente a trabajar y le avisaré en cuanto averigüemos algo, pero le ruego que limite sus llamadas a lo imprescindible. Ningún protocolo de comunicación es invulnerable, y sé que esta charla llegará a oídos de la policía arana tarde o temprano. Confío en que para entonces, nuestra situación se haya resuelto favorablemente, o me procesarán por traición. Buenos días, general.

Velasco apagó la pantalla con cierta irritación. Igual eran imaginaciones suyas, pero había notado en la mujer un tono altivo y condescendiente, como si le estuviese utilizando. Extraños aliados había elegido la Tierra para su batalla soterrada contra el gobierno de Marte. ¿Qué papel desempeñaba él en ese juego? Un mero peón manejado a distancia desde algún despacho de Bruselas, un intermediario que se limitaba a cumplir órdenes, pese a su rango de general. Algunos compañeros suyos reconocían entre bromas que ascender en el ejército no servía para mandar más, sino para que te mandasen menos. Por mucho que subieses en la cadena de mando, siempre había alguien por encima de ti. Ni siquiera el jefe supremo del Estado Mayor tenía el control absoluto sobre las fuerzas armadas. ¿Habría dado el jefe la orden de enviar la flota a Marte si hubiera tenido elección? Empezaba a dudarlo.

Llamó a la enfermería. Godunov se quejaba de mareos y dolor de cabeza desde que se levantó por la mañana, y Velasco le había liberado de sus obligaciones en el puente hasta que Gritsi acabase un chequeo completo. Llevaban más de dos horas y Velasco empezaba a preocuparse de que algo fuese mal.

—El coronel sigue aquí conmigo, y se encuentra bien —dijo Gritsi—. He terminado las pruebas de TAC craneal y me falta el resultado de unos análisis, pero no creo que se trate de nada grave.

Godunov saludó a la cámara, desde la camilla.

—No te librarás de mí fácilmente —dijo el ruso—. Aún tengo cuerda para rato.

Pero cuando Gritsi acabó de hablar con Velasco y volvió a concentrarse en su paciente, la sonrisa forzada de Godunov se desvaneció.

—¿Cuánto tiempo tengo esa cosa en la cabeza? —dijo.

—No lo sé —reconoció Gritsi—. He consultado su expediente médico y nunca le habían realizado un examen cerebral —grave error, se dijo para sí; debería ser una prueba obligatoria para los hombres como él—. Dígame, coronel, ¿padeció usted la gripe negra?

—Sí, pero sólo estuve una semana en cama. ¿Por qué?

—Se han detectado casos en la Tierra de pacientes que sufrieron esa enfermedad y luego desarrollaron quistes en el lóbulo frontal del cerebro.

—Quiero que me lo quite.

—No hay modo de extirparlos a menos que le abramos el cráneo, y francamente, no se lo aconsejo. Es una operación arriesgada y no hay garantías de que el quiste no se reproduzca pasado un tiempo.

—¿Esto me incapacita para el servicio, alférez?

—Esperemos que no. Los mareos y dolores de cabeza son habituales en un porcentaje significativo. No suele haber complicaciones, pero dadas sus circunstancias personales, debería cuidarse más.

Godunov entornó los ojos.

—¿Qué quiere decir?

—Está en baja forma física, coronel. Y aún sigue bebiendo.

—Lo dejé hace meses. Justo después de… bueno, de eso que ya sabe y que seguramente le habrá contado a Velasco.

—No le he dicho nada. Ni usted ni yo estábamos de servicio ese día, y lo que yo haga en mi tiempo libre es asunto mío. Usted bebió de más en el bar, se puso pesado conmigo y tuve que pararle los pies.

—Me partió una ceja, maldita bestia —masculló Godunov al recordar aquel episodio.

—Creo que lo que más le dolió no fue el puñetazo, sino que le tumbase delante de sus amigotes. Estaba tan borracho que fue incapaz de devolverme el golpe. Un espectáculo lamentable, pero si sirvió para que dejase el alcohol, me alegro de haber colaborado.

—¿Está segura de que no le ha contado nada a Velasco?

—Le doy mi palabra.

Godunov suspiró.

—Tal vez la he juzgado mal.

—De haberle sacudido un hombre, usted le habría invitado a una copa otro día. Lo lamento, Godunov, pero…

—Coronel Godunov.

—… se lo merecía.

El ruso recuperó su camisa y se puso los pantalones.

—¿Adónde va?

—Me encuentro perfectamente.

—Eso me toca decidirlo a mí —Gritsi cogió unas tijeras y se aproximó hacia él.

—¿Qué va a hacer?

—Necesito una muestra de su pelo.

—¿Para qué?

Gritsi cortó unos cuantos cabellos grises desde la raíz, detrás de su coronilla.

—Quiero cerciorarme de que no ha tomado ninguna sustancia psicotrópica en los últimos meses. Aunque en la sangre no aparezcan, en el cabello se depositan residuos de drogas durante mucho tiempo.

—Para eso no necesita ningún análisis. Fue lo primero que me preguntó esta mañana y le dije que no.

—Como médica, no me basta con la palabra de mis pacientes. Necesito estar segura.

—No se fía de mí, ¿eh?

—Para serle sincera, no.

Godunov reprimió el impulso de mandar al calabozo a aquella insolente por cuestionar la palabra de un superior. Necesitaba el alta médica para volver al servicio, y Gritsi se lo podía poner muy difícil si no colaboraba.

—Haga con el pelo lo que le apetezca. Pero cuando los resultados den negativo, me deberá una disculpa.

—Si eso le hace feliz, se la daré, no se preocupe —Gritsi introdujo el cabello en un tubo de ensayo y le entregó un frasco de pastillas—. Tómese una de éstas cada doce horas y vuelva por aquí mañana a las nueve, para reconocimiento, o antes si los síntomas se repiten.

—¿Me permite ya regresar al puente?

—Desde luego.

Bueno, podría haber sido peor, pensó él. Se alisó el uniforme y desapareció por la escalerilla en dirección a su puesto de mando.

Velasco le esperaba, expectante.

—Estoy bien —bufó Godunov, ocupando su sillón—. A esa mujer le encantaría clavarme en una bandeja y hacer una vivisección.

—Podemos enviarte a un hospital de Marte para que te hagan un reconocimiento más a fondo.

—¿Por un simple mareo? ¿Qué demonios os pasa? Llevo toda la mañana aguantando las insinuaciones de esa mentecata; estoy seguro de que a ningún otro miembro de la tripulación le habría hecho tantas pruebas.

—Quizá sea porque nadie más a bordo tiene sesenta años.

—Pero ya ves, al final no ha tenido más remedio que soltarme —Godunov examinó su terminal de ordenador—. ¿Hemos llegado ya al punto de encuentro con la flota?

—En treinta minutos.

—¿Hablaste por fin con la alcaldesa Rolland?

—Sí, y casi tuve que disculparme por haberla llamado. Por lo que deduje de nuestra conversación, parece que el almirante Tazaki y ella han llegado a una especie de trato.

—Quieres decir que estas maniobras son una tapadera de una operación militar más grande.

—Ojalá me equivoque, pero así es.

—¿Por qué se nos han ocultado los objetivos reales de la misión?

—Seguramente el almirante tendrá sus motivos.

Como si el jefe de la flota les estuviese escuchando, Velasco recibió en ese momento un mensaje de alta prioridad de Tazaki.

—General, ordene alerta roja y fije rumbo a máxima aceleración a coordenadas 74.125.12.

—Entendido, almirante —dijo Velasco con voz relajada.

—Dudo que me haya entendido —replicó Tazaki con voz dura—. Éste no es un ejercicio de adiestramiento. Nuestra red de vigilancia del espacio profundo ha detectado una formación enemiga que se acerca a nosotros. Prepare a sus hombres para entrar en combate.

II

La vida a bordo del carguero Flor de un día transcurría sin incidentes en su viaje a Marte. A causa de la fuerte aceleración, los pasajeros iban la mayor parte del tiempo sentados, y si por algún motivo debían moverse, tenían que usar una servoarmadura que amplificaba los movimientos de las extremidades, para protegerlas de posibles fracturas.

No era la idea que Baffa tenía de un viaje espacial.

Se sentía torpe y estúpido con aquel esqueleto de titanio ciñendo sus piernas y brazos. O aplicaba demasiada fuerza y tropezaba con todo, o se quedaba clavado en el suelo, braceando inútilmente para no perder el equilibrio. Ir al aseo era una odisea que le hacía enrojecer, y aunque Sebastián y Anica fingían que no le miraban, notaba sus miradas ardiéndole en la nuca. La idea que Baffa se había formado de una travesía por el espacio era muy distinta: flotar plácidamente la mayor parte del tiempo, embriagado por la falta de peso, atrapando cacahuetes en el aire y haciendo divertidas piruetas mientras una cámara le grababa para presumir ante sus amistades. La realidad era distinta. Su estómago apenas podía digerir la comida y protestaba con retortijones y bramidos cada vez que tomaba algo sólido; en fin, la sensación de fatiga le mantenía encadenado al sillón y solo le apetecía descansar. Se sentía como si le hubiesen pegado una paliza pero las heridas se negasen a cicatrizar. La circulación de su sangre iba más lenta y estaba contraindicado que hicieran ejercicio físico, para no sobrecargar al corazón. Pero bueno, se consolaba pensando que aquel suplicio era el precio a pagar por llegar a Marte en unos días. En la época anterior a los motores de fusión, aquel viaje habría durado meses, y los daños físicos producidos por una estancia prolongada en el espacio habrían sido graves. Baffa podía considerarse afortunado.

Fortuna que no tuvo su hija Victoria, fallecida a los quince años tras sufrir varios infartos. Los médicos le aseguraron que podía regenerarse el tejido cardíaco necrosado si se utilizaba nanoterapia, pero ésta se hallaba prohibida en la Tierra y el delicado estado de salud de su hija hacía inviable un viaje a Marte para que fuese tratada. Baffa intentó sobornar a los funcionarios de aduanas para que dejasen pasar el material que los médicos necesitaban para curar a su hija, pero el envío se quedó en órbita y fue devuelto a Marte. Su hija murió dos semanas después.

Desde su puesto de vicepresidente de Globalpharm Millenium, Baffa colaboró activamente para que la prohibición fuese mantenida durante décadas. La firma había donado grandes cantidades al partido de la fe, y más adelante a varios partidos de derechas, para que la situación no cambiase si llegaban al poder. Baffa no imaginaba que con sus actos estaba cavando la fosa de su propia hija. Había antepuesto los beneficios de su empresa a la salud de la gente, confiando que si algún día precisaba para él la tecnología arana, sólo tenía que viajar a Marte y someterse a una cura de salud, como hacían muchos ejecutivos. Pero con Victoria no tuvo esa oportunidad.

Desde que muriera el año pasado, no podía dormir sin atiborrarse de somníferos, y deseaba no tener que despertar nunca más para enfrentarse a sus remordimientos. Baffa empezó a comprender por el método más duro cuánto mal causaba la prohibición en el mundo, cuántas vidas se habrían salvado si la nanomedicina fuese accesible a todos los ciudadanos. Había tenido que morir su hija para que él abriese los ojos. Las muertes ajenas, los rostros anónimos que se pudrían en los cementerios, los millares de cadáveres que ardían en los crematorios cada mes, víctimas de enfermedades que podrían haberse evitado, no existían para él, formaban parte de una realidad más allá del espectro visible, en la banda del ultravioleta, donde sus ojos no podían enfocar; y en esa longitud de onda, todo el dolor, todo el sufrimiento de las víctimas se percibía en forma de números y estadísticas.

La desaparición de Victoria le mostraba esa franja de la realidad que se negaba a mirar, y sentía vergüenza de sí mismo. Quería hacer algo para paliar el daño que su compañía había causado, pero no sabía cómo. Por ello, cuando supo que los neohumanos buscaban ayuda para llevar al cártel farmacéutico a los tribunales, Baffa supo que era la ocasión para liberarse de su culpa y honrar la memoria de su hija. El riesgo era enorme, la compañía y el gobierno tratarían de callarle, y de hecho así había ocurrido con otros colegas de firmas de la competencia que, acuciados por los remordimientos, habían contactado con los neohumanos y después aparecieron muertos o sufrieron alguna desgracia familiar que les obligó a echar marcha atrás. A Baffa ya no le importaba nada de eso; Ana, su esposa, murió un mes después de dar a luz a Victoria y él se comprometió a que a su única hija no le faltase de nada en la vida; en cierto modo, Ana vivía a través de ella, y cuando Victoria desapareció, sintió que volvía a perder a su esposa por segunda vez.

La soledad había disuelto en él cualquier temor. El único modo de callarle sería matándole, y ahora que había logrado salir de la Tierra, iban a tenerlo difícil.

—No ha probado la comida —le dijo Sebastián, señalando el tenedor de plástico todavía en su bolsa—. ¿Se encuentra bien?

—Este viaje me está agotando —respondió Baffa, hundido en su sillón de aceleración.

—Consuélese pensando que en Marte le costará muy poco moverse.

—En realidad, la falta de peso le resultará más un incordio que un alivio —objetó Anica.

—Solo los primeros días —rechazó Sebastián—. Se acostumbrará enseguida.

—¿No se desintegrarán mis huesos por estos cambios de gravedad? —Baffa abrió la bolsa de cubiertos y probó un poco de puré con sabor a ternera.

—Si sufre de osteoporosis, existiría ese riesgo, pero en condiciones normales no tiene qué temer —explicó el médico.

—Y aunque eso sucediera —intervino la mujer—, ya habría llegado a Marte. Allí curan a casi todo el mundo —y añadió con un tono de reproche— si pueden pagar.

—Anica, entiendo sus razones por las que no le caigo bien, pero todos tenemos derecho a redimir nuestros pecados. Soy consciente de ellos y por eso accedí a venir con ustedes, dos extraños que podrían llevarme a una muerte segura. Pero ya ven, me da igual. Estoy en sus manos y confío que sean quienes me han dicho que son, y no caigan en la tentación de entregarme a la embajada de Tierra Unida en Marte.

—¿Por qué íbamos a hacer eso? —preguntó Sebastián.

—Se sorprendería lo que es capaz de hacer la gente por dinero.

—Estoy segura de que sabe de lo que habla —dijo Anica—. Pero nosotros no somos como usted. Nunca lo hemos sido.

—Eso podría cambiar. Todo el mundo tiene un precio; y sí, lamentablemente sé de lo que hablo. Por eso le digo que las personas incorruptibles son una leyenda tan cierta como Papá Noel. El proceso en Marte será largo, y habrá mil oportunidades para tentarles.

—Señor Baffa, he dejado mi consulta privada y un trabajo estable en un hospital barcelonés para venir con usted —intervino Sebastián—. ¿Es consciente del dinero que voy a perder?

—Mi amigo tiene razón —le apoyó Anica—. Otro en sus circunstancias no habría actuado de ese modo. A la mayoría de la gente le resulta más cómodo no asumir riesgos ni implicarse por los demás. Creen que no es asunto suyo y siguen con sus vidas; pero usted ha descubierto que no puede esconder la cabeza eternamente y debe afrontar responsabilidades, aunque eso signifique renunciar a muchas cosas.

—Sebastián, usted no es sincero conmigo —se defendió Baffa, evitando contestar a Anica—. Sé que en Marte le espera otro puesto de trabajo mejor retribuido que el que deja en Barcelona.

—Aún no está confirmado —Sebastián pensó en cómo podría haberse enterado; seguramente se lo había contado Anica—. Además, la diferencia de sueldo no compensa vivir en Marte.

—Pero a usted le gusta cambiar de aires de vez en cuando, ¿no? Antes trabajaba en Madrid, y se marchó a Barcelona atraído por nuevas expectativas profesionales.

—¿Cómo sabe eso de mí?

—Olvida quién soy. El vicepresidente de una gran compañía ejerce más poder que el jefe de Estado de un país medio, y aunque ya no ostento ese cargo, sigo siendo accionista y conservo el control de algunos resortes.

—Me gustaría saber cuáles.

—Comprendo su curiosidad —sonrió Baffa.

—¿No va a decirnos nada?

—Le diré algo sobre el poder de las corporaciones. Circula la creencia de que el gobierno de Tierra Unida se instituyó para vencer la plaga de la gripe negra. Eso no es cierto. Las corporaciones deseaban hace mucho un gobierno mundial que eliminase aranceles y trabas al comercio. Por diversos motivos, los Estados han sido renuentes a esta idea, temían que un gobierno único fuese más fácil de manejar por los grupos de presión.

—¿Y no es cierto? —exclamó Anica.

—Hizo falta una amenaza global para que esas reticencias fueran olvidadas. Entiéndanme, no provocamos la gripe negra, pero nos ofreció la ocasión perfecta para vencer los últimos obstáculos en nuestro camino.

—Yo no estoy tan segura. Pudieron provocarla para vender más medicamentos.

—Se olvida de que nuestros medicamentos eran inútiles para combatirla. ¿Cómo íbamos a difundir una plaga sin tener antes el remedio? Habría sido un suicidio para el negocio matar en masa a nuestros clientes, ¿no cree?

Anica no contestó.

—Sin la epidemia habríamos tardado una década o dos, pero al final lo habríamos logrado —prosiguió Baffa—. El gobierno mundial existía de facto desde mucho antes, únicamente faltaba dotarlo de cobertura legal.

—Considera usted que el ejecutivo de Bruselas no gobierna realmente la Tierra —apuntó Sebastián.

—Ya que estamos en ese tema, les daré mi opinión sobre las agrias relaciones entre Tierra Unida y Marte. Si deja un lado el discurso xenófobo y la demagogia de nuestros políticos, lo que hay detrás es una lucha comercial entre empresas aranas y terrestres por el control del sector tecnológico. Hay muchos intereses en esta partida y nadie se va a retirar de la mesa aunque le hayan entrado malas cartas, porque bajo ciertas condiciones, los naipes pueden cambiarse.

—¿Esas condiciones implican una guerra?

—No. La guerra es un farol para amedrentar a Marte. A la mayoría de las empresas no les interesa un conflicto bélico. Sería un obstáculo para el comercio y, si la guerra estallase, la renta per cápita disminuiría. En época de crisis, el consumo se retrae y los beneficios para las compañías caen en picado.

—Ha dicho a la mayoría —subrayó Sebastián—. ¿Insinúa que a algún sector del comercio sí le interesa la guerra?

—Durante una conflicto armado siempre hay oportunidades de negocio. La industria de armas, las fábricas de alimentos, los proveedores textiles… sí, ya sé lo que están pensando, también los de farmacia; pero hablo de conflictos locales, fáciles de controlar; un par de países en liza, tres a lo sumo; se ha utilizado muchas veces. Con un número mayor deja de ser rentable, la guerra se generaliza y desemboca en intervencionismo, nacionalizaciones, y entonces no hay beneficios para nadie. Una guerra entre Marte y la Tierra sería catastrófica para el negocio; ninguna empresa la alentaría, se volvería en su contra.

—Me sorprende cómo puede estar hablando de todo eso y no vomitar —le espetó Anica—. ¿Qué valor tiene para usted y sus amigos la vida de la gente?

—Disculpe, pero les expongo la situación tal como es; no como a mí me gustaría que fuera. Las empresas se comportan así; es repugnante, lo sé y comparto su punto de vista. Por eso quiero ayudar a su organización.

—No lo comparte. Sé que no es sincero.

—Se equivoca. Perdí a mi única hija hace un año. Podía haberse salvado con nanoterapia, pero en la Tierra es ilegal por culpa de individuos como yo. Murió sin que los médicos pudieran hacer nada.

Anica, desprevenida ante aquella respuesta, vaciló al responder.

—No lo sabía. Lo siento —murmuró con dificultad.

—Quizá ahora usted y Sebastián entiendan mis motivos.

Se hizo entre los tres un espeso silencio. Anica y Sebastián debían evaluar a su invitado desde una nueva luz que arrancaba un destello de humanidad en su grasienta piel, envuelta hasta ese momento en mezquindad y vacío. Pero no es fácil vencer los prejuicios propios, ni siquiera ante revelaciones sorprendentes de un sujeto cuya trayectoria en la vida había encarnado los peores valores del ser humano.

Aunque tal vez los más comunes.

—Está muy seguro de que no habrá guerra —dijo Sebastián al cabo de un rato.

Baffa acabó con su puré, probó un sorbo de caldo de carne y pasó directamente al postre de gelatina. Comida de enfermo. El proveedor de catering sabía muy bien cómo se sentirían los pasajeros durante el viaje.

—Si tuviese alguna duda, ¿me habría embarcado en esta nave? —dijo—. Marte tiene en estos momentos a una flota de guerra extranjera en órbita. No es el lugar al que iría si creyese que van a caer bombas.

Sebastián reconoció interiormente la lógica del argumento.

—El presidente Savignac jamás declarará una guerra, no importa lo que oigan en los noticiarios —dijo Baffa con aplomo—. Su poder en el gabinete es menos impresionante del que se le supone, y si se le permite que siga en su puesto es porque conoce sus límites. En el hipotético caso de que los sobrepasase, buscaríamos a otro.

—Y mientras encuentran un sustituto, ¿qué ocurriría? —inquirió Anica—. Para cuando la lluvia de bombas cesara, sería tarde. A lo mejor no es usted tan listo y se dirige directamente al ojo del huracán.

—O a lo mejor es lo que he pretendido desde el principio —dijo Baffa, tomando una cucharada de gelatina.

Olvidó aclarar si estaba bromeando.

III

—¿Falta mucho para llegar? —preguntó Delgado, removiéndose incómodo en el asiento del todoterreno.

—Diez minutos —dijo Picazo, sorteando de un volantazo un pedrusco enmascarado por las sombras, que mostró su amenazadora silueta al salir el vehículo de un pequeño cráter.

El sol, a media altura en la bóveda celeste, derramaba una equívoca iluminación sobre el desolado paisaje lunar. Sin objetos de referencia con los que hacer comparaciones y un horizonte mucho más próximo que el de la Tierra, era frecuente equivocarse en distancias y proporciones. Picazo debería tenerlo más en cuenta a la hora de pisar alegremente el acelerador.

Delgado dudaba si había hecho bien accediendo a acompañarle en aquella excursión. Los comentarios que recibía acerca de él eran invariablemente negativos; Picazo era un entrometido, alardeaba de tener poderosos amigos en la Tierra y trataba de infundir terror en sus compañeros, para que accediesen a sus exigencias bajo insinuaciones de que sus contratos no serían renovados. De haber sido un simple bravucón incapaz de materializar sus amenazas, Delgado habría puesto fin a aquello, pero por desgracia no era el caso.

Existía el riesgo de que alguien en la Tierra prestase oídos a aquel tipo. Delgado había luchado mucho por alcanzar el puesto de director de la base y no iba a facilitar excusas para que le buscasen un sustituto. Ahora que había tratado más a Picazo sabía cuáles eran sus puntos débiles y cómo manejarle. Sólo había que seguirle la corriente y evitar que se sintiese despreciado. Cuando comprendió eso, cambió de estrategia y empezó a enviarle gran cantidad de estudios y formularios, y a solicitarle informes. Eso le mantendría ocupado, le restaría tiempo para agobiar a los que tenía a su alrededor y le infundiría la sensación de ser útil.

Podía permitirse el lujo de perder un par de horas aquel día. No debían dejar ninguna notificación de adónde iban, ni conservar registros de lo que harían esa tarde; todo quedaría en el más absoluto secreto. Por supuesto, Picazo, me hago cargo. Vivimos tiempos difíciles, quién sabe qué enemigos pueden escuchar al otro lado de la puerta.

Su discurso monocorde era fácil de responder usando los mismos tópicos.

Picazo redujo la velocidad y rodeó un pequeño cráter, deteniendo el vehículo en el centro de una zona llana y despojada de piedras. Delgado se fijó en que había huellas de vehículos pesados en la arena, aunque no sabía si era reciente. Al no haber viento ni otros medios de erosión en la Luna que no fuesen los impactos de los meteoritos, era difícil saber si aquellas huellas habían sido hechas ayer o hace diez años.

—Ah, por fin cambia su expresión —dijo Picazo, animado—. Le aseguro que le he traído aquí por una buena razón. No soy ningún lunático —añadió con expresión boba.

Se colocaron los cascos de los trajes espaciales y abrieron la cabina presurizada. Delgado notó que había muchas huellas de calzado en la arena, mezclándose con las producidas por neumáticos de diversa anchura. Evidentemente, ahí debía hallarse una estructura subterránea. Pero, ¿por qué él no conocía su existencia y Picazo sí?

Caminaron una decena de metros hasta que Picazo comenzó a quitar arena con la punta de la bota en una zona del suelo especialmente lisa, descubriendo una placa metálica. Apartándose de ella, pulsó un código en los controles del antebrazo de su traje y esperó. La placa se deslizó a un lado, levantando un montón de polvo. Unas escaleras conducían a las profundidades.

—Usted primero —le concedió el hombre.

Delgado se asomó al interior. La luz de su escafandra era insuficiente para adivinar qué había dentro.

—¿Qué es esto?

Viendo que Delgado no se decidía, Picazo tomó la iniciativa y comenzó a descender.

—Aquí dentro no hay nadie —le dijo—. Puede bajar tranquilo.

Delgado puso el pie en el primer escalón. La luz del traje de Picazo se alejaba de él rápidamente, sin esperarle.

—¿Cuándo va a dejar de jugar a los secretos conmigo? —a regañadientes, Delgado bajó por la escalera. Aunque no confiaba en Picazo, la curiosidad era más fuerte que su instinto de supervivencia.

Los peldaños se detenían en un rellano a unos quince metros de profundidad, hacían un quiebro a la izquierda y seguían bajando otro tramo equivalente. Al llegar al fondo, observó que Picazo inspeccionaba una pared en busca de un cuadro eléctrico. No daba la impresión de que conociese bien el lugar.

—¿Es la primera vez que baja aquí? —dijo Delgado.

Un resplandor eléctrico parpadeó tras el cristal de una mampara. Se trataba de la esclusa de acceso al complejo. Picazo giró torpemente el volante de apertura, pero éste se resistía y fue precisa la ayuda de Delgado para que la escotilla cediera. Al franquearla, el habitáculo se selló herméticamente y comenzó el ciclo de presurización. Delgado imaginó qué ocurriría si cuando emprendiesen el camino de vuelta, la esclusa se negaba a dejarles salir. Nadie en la base sabía que estaban allí.

La luz verde del otro extremo de la cámara les indicó que ya podían quitarse los cascos.

Accedieron a una sala de control en penumbras. El instrumental de una consola se iluminó débilmente cuando se aproximaron. Picazo se sentó frente a una pantalla y tecleó algunos comandos. Pasó un rato y aparentemente nada ocurrió.

—Sígame —dijo, levantándose de improviso.

Entraron en un corredor bañado por mortecinas luces de emergencia, con puertas a cada lado en las que se leían diversos códigos de números y letras. Picazo se detuvo frente a una de ellas, en la que se leía «Dep 27-Niv 1» y tecleó una clave en la cerradura.

La cámara se abrió sin dificultad ni chirridos dramáticos. Diez ojivas de la altura de un hombre reposaban en sus respectivos nichos. Diverso material militar y contenedores sellados con inscripciones de peligro abarrotaban estantes que se alzaban hasta el techo abovedado.

—Me ha traído a un depósito de armas —dijo Delgado.

Picazo cabeceó afirmativamente y respondió:

—Imagino que se preguntará por qué ignoraba su existencia.

—Imagina bien.

—El comité del Congreso para la exploración espacial le nombró director de Selene en contra del criterio del ministerio de Defensa y del de Seguridad, que tenían sus propios candidatos. Nuestro gobierno decidió mantenerlo al margen de la existencia de este complejo subterráneo.

—¿Y ahora la situación ha cambiado?

—Debo decir que a peor.

—¿A qué se refiere?

—Al riesgo actual de guerra con Marte.

—¿Y por qué no me reemplazan por un militar de su confianza?

—Las cosas no funcionan así. Esta base es de uso civil y, como le he dicho, es el Congreso quien nombra a su director. Se construyó este silo en secreto, con la esperanza de que no hubiera que utilizarlo. El enemigo no debe conocer su existencia; por eso se evitó que el personal de la base supiese algo de él. Su construcción es anterior al anillo del colisionador y se realizó en varias fases y por diverso personal militar, sin que supieran lo que estaban construyendo. Cada equipo creía que estaba preparando la infraestructura del colisionador de partículas, y que ésta sería una instalación anexa.

—Que no consta en ningún plano ni inventario. Pero usted sí la conocía.

—Estoy en Selene para colaborar en la defensa de la Tierra. Mi cargo de físico es una tapadera; usted ha visto mi expediente, no es brillante, lo admito. Nunca llegué a ser un buen científico, pero he compensado mi falta de talento en física cultivando otras habilidades igualmente importantes.

—Ya entiendo —sonrió Delgado.

Picazo observó a su interlocutor con recelo:

—Si repite mis palabras fuera de aquí, le desollaré vivo —dijo secamente—. Tenemos en la base a un infiltrado y no descansaré hasta descubrirlo. En principio recelé de usted por ponerse de parte de Lizán, pero conforme le he tratado más, me he convencido de que usted no es el topo que busco; es escrupuloso con el reglamento y acata las órdenes que recibe. Por ello recomendé a mis superiores que le pusiésemos al corriente.

—Por lo que estoy viendo, usted confía más en mí que la gente que tiene el poder en la Tierra. ¿Por qué no le nombraron en mi lugar?

—Yo no reunía el perfil adecuado para el puesto. El Congreso me habría rechazado —Picazo abandonó el almacén y ambos regresaron a la sala de control—. Algunos misiles de este silo tienen cabeza nuclear y se requieren dos códigos para el lanzamiento. Yo ya tengo el mío; el suyo se le proporcionará mañana. Irá dentro de un mensaje rutinario, después de la expresión «contingencias estructurales a cargo del próximo ejercicio fiscal». Acérquese y coloque el ojo delante de este lector —Delgado obedeció—. Deberá probar que lo ha recibido, enviando dentro de la contestación «se requerirá personal de apoyo para los cultivos hidropónicos». Luego cambiará la clave por una que solo conozca usted, validándola con esta llave —Picazo tecleó en la consola y una tarjeta de datos fue escupida por una ranura—. No la pierda.

—De acuerdo.

—La jerga burocrática no llamará la atención del topo, o de cualquier IA parásita de nuestro sistema que sirva al enemigo. Aunque se dediquen a leer cada memorando y carta que entre y salga del recinto, no entenderán nada.

—¿Por qué no me envían la clave por un canal encriptado?

—Esos son los primeros que monitorizan. Para reventar un código solo es precisa fuerza bruta y capacidad de proceso, y los aranos nos llevan mucha ventaja en tecnología informática. Aunque usamos encriptación avanzada para transmisiones de alta seguridad, no es completamente fiable.

—Bien, ya sé qué es este lugar y que no debo hablar a nadie de él. ¿Qué más se espera de mí?

—Selene tiene interés estratégico y debe ser protegida. Los aranos podrían atacarla y debemos estar prevenidos por si eso ocurriera. El enemigo está experimentando una nueva arma y saboteó nuestros instrumentos para que no captásemos nada en el momento que la hicieron detonar. Hace un año intentaron algo parecido, variando la órbita de un pequeño asteroide cercano a Júpiter.

—Es la primera noticia que tengo.

—No nos interesa que el enemigo sepa que estamos al tanto de sus planes, y por eso no divulgamos la información. Pero hemos cotejado los datos que captó una de nuestras sondas del espacio profundo con los que recopiló el Talos cerca de la anomalía. Las coincidencias no pueden ser casuales. La nueva arma arana es plenamente operativa y capaz de producir perturbaciones gravitatorias. No estoy hablando de bombas de hidrógeno ni de nada similar: se trata de una tecnología bélica que nos coloca en inferioridad en caso de guerra. Si una de esas cargas estallase cerca de la Tierra, se producirían terremotos, huracanes, incluso fractura de las placas tectónicas. La corteza terrestre podría quebrarse como una galleta flotando en chocolate caliente. Si la explosión fuera muy alta, incluso podría destruir la Tierra, aunque las ondas gravitatorias generadas por la explosión también afectarían a Marte. ¿Entiende ahora a qué peligro nos enfrentamos?

—No creía que la situación fuese tan grave —admitió Delgado. Y era sincero.

—Si esta información llegase a la opinión pública, podría haber disturbios en las calles y un clima de terror se instauraría en los ciudadanos. Ya tenemos suficientes problemas en la Tierra para añadir más. La discreción es, de momento, la mejor defensa que tenemos contra las provocaciones de los aranos.

—Pero contra un arma tan poderosa, ¿cree que los misiles que guardamos aquí les detendrían?

—Partimos de la base de que los aranos no quieren destruirnos, sino intimidarnos para obtener ventajas. Ellos perderían mucho si la superficie de la Tierra se cubriese de lava. Bajo esa suposición, el armamento convencional y nuclear sigue siendo necesario.

—¿Y si no es un farol, y no les importa destruirnos?

—No nos quedaría más remedio que adelantarnos e iniciar un ataque preventivo.