3: No hay vuelta atrás

I

Tras abandonar el asteroide y reanudar el viaje a Marte, el general Velasco convocó a Godunov, Gritsi y Soto a su despacho. El estudio de la baliza recuperada estaba revelando datos que tendrían consecuencias más allá del ámbito meramente científico.

Lo cual no agradaba a Velasco. Cuando partió del muelle espacial terrestre, no podía imaginar hasta qué punto iba complicarse lo que en principio era una misión de adiestramiento. Tan pronto como el almirantazgo tuviese los datos que habían descubierto, las maniobras programadas cerca de la órbita marciana iban a cobrar una importancia que nadie había deseado. Y para empeorar las cosas, el Talos había mostrado nuevos fallos que, en caso de que tuviera que entrar en combate, comprometería la seguridad de la tripulación. Aunque si se quedaban allí, en mitad de ninguna parte, sus posibilidades de sobrevivir a un ataque eran mucho menores de las que tendrían si lograban llegar al punto de reunión de la flota.

—¿Alguna información nueva acerca de la boya, alférez?

—Sí general —Gritsi repartió un folio de papel electrónico a Godunov y Velasco—. Hemos analizado los componentes internos de la sonda y estamos seguros de que no es de manufactura terrestre. La sonda fue diseñada para estudiar la anomalía y transmitir los datos a su base.

—¿Y dónde está esa base? —inquirió Godunov.

—No lo hemos confirmado aún —intervino Soto—, pero la circuitería del artefacto es arana, así que es probable que la base esté en Marte. La sonda iba bien protegida para resistir el estallido de energía generado por la anomalía. Quienes la diseñaron calcularon cada detalle a conciencia.

—Pero algo se les pasó —dijo Godunov—. No contaban que el Talos llevaba cuatro días de retraso y estaría muy próximo a esa anomalía.

—Es posible —dijo Gritsi—. Pero algo no encaja, coronel. Si los aranos no querían que nos enterásemos, podían haber realizado el experimento en un lugar menos transitado; como la órbita entre Marte y Júpiter, por ejemplo.

—¿Asume usted que se trataba de un experimento, alférez? —dijo Godunov.

—La presencia de la baliza es muy indicativa, coronel.

—Podría ser parte de un dispositivo mayor que estalló.

—En ese caso, la boya habría sido destruida, junto con el resto del dispositivo, del que curiosamente no hemos encontrado ni un trozo de chatarra.

Godunov reconoció interiormente que no estaba en su mejor momento, y desvió su mirada al papel que Gritsi le había dado.

—Continúe con su hipótesis, alférez —le pidió Velasco.

—Probablemente los aranos no querían espectadores y planificaron su experimento para que no hubiese testigos, pero creo que en el fondo no les preocupa que sepamos que tienen la tecnología para crear una singularidad.

—¿Un agujero negro?

—No. Si fuera un agujero negro, ya habríamos detectado su campo gravitatorio. La singularidad no es estable y se destruye al ser creada, liberando energía que sacude el espacio a su alrededor, como si arrojáramos una piedra a un estanque. La universidad politécnica de Buenos Aires nos confirmó esta mañana la detección de una onda de gravedad en su equipo de alta sensibilidad, uno de los pocos que aún funcionan en la Tierra. El momento de la detección coincide con el de la aparición de la singularidad.

—Si la onda gravitatoria hubiera sido más fuerte, habría rajado la Tierra como un melón —dijo Soto—. Tenemos suerte de seguir vivos.

—¿Puede una singularidad crearse espontáneamente, Gritsi? —preguntó Velasco.

—A nivel subatómico, sí —explicó la mujer—. Algunos físicos sostienen que la radiación de fondo de microondas, atribuida al big bang, en realidad es generada por pequeños agujeros negros que se evaporan en millonésimas de segundo.

—Alférez, ninguno en esta sala tiene un master en física, salvo usted —protestó Godunov—; no insista en hacernos parecer idiotas.

—Pero a escala macroscópica no disponemos de la tecnología para crear una singularidad como la que nos ocupa —dijo Gritsi, sin perder la calma.

—Parece que los aranos nos llevan más ventaja de la que creíamos —dijo Velasco.

—Sin embargo, no tienen nada comparable a nuestra flota —objetó Godunov—. El tratado de independencia les obligó a no construir naves de guerra y a mantener un ejército reducido, limitado a garantizar la seguridad de sus ciudades. Los informes de inteligencia revelan que el tratado se ha cumplido hasta la fecha.

Godunov se retrepó en su silla con una media sonrisa. Por fin había llevado a Gritsi a un terreno en el que estaba perdida.

—Tal vez la singularidad no constituya aún una violación del tratado —apuntó Soto, cogiendo el relevo—. Pero, ¿y si hubiese aparecido en la órbita terrestre? La red de satélites habría quedado dañada, y ahora mismo no albergaríamos dudas sobre las intenciones de los aranos.

—Teniente, ¿cree que se arriesgarían a provocarnos, con nuestra flota frente a sus narices? —dijo Godunov.

—Precisamente por eso eligieron este momento. Son las primeras maniobras que el almirantazgo organiza tan lejos de la base terrestre. Si yo fuera un arano, me preguntaría qué demonios hacen tantas naves de guerra en mi cielo, sin haber sido invitadas.

—No es su cielo —aclaró Godunov—. Las maniobras tendrán lugar fuera del espacio territorial marcado por el tratado.

—Nosotros les enseñamos los dientes y ellos hacen lo mismo.

—De haber querido lanzarnos una advertencia, lo habrían hecho a las claras, asegurándose de que hubiese más espectadores —rechazó el ruso—. Su argumento no me convence, Soto.

—No lo hacen a las claras porque aún no están preparados —insistió el teniente—. Lo cual nos da cierta ventaja. Deberíamos atacarles antes de que sea tarde.

—Quiero que conste mi desacuerdo con Soto —intervino Gritsi.

—Ésta es una reunión informal —dijo Velasco—. No quedarán registros de su celebración, así que hablen con libertad.

—En primer lugar, es probable que los aranos hayan causado la anomalía, pero no estamos seguros —dijo la mujer—; aún tenemos que desencriptar los protocolos de comunicación de la baliza e identificar su base de operaciones. Y en segundo lugar, aunque fueran los aranos, atacarles sin provocación previa supondría el inicio de una guerra de consecuencias impredecibles. Los aranos no tienen la exclusiva en experimentos fallidos; recuerden lo que ocurrió en la primera prueba con el reactor de antimateria. Deducir, como hace el teniente Soto, que están preparando un arma para atacarnos, es precipitado y arriesgado. Sugiero, antes de enviar ninguna recomendación al alto mando, que se concluya la investigación para aclarar qué ha sucedido.

—Y mientras tanto, podrían repetir la hazaña y crear otra singularidad aún más cerca de la Tierra —dijo Soto.

Velasco guardaba silencio. Echó un vistazo al folio que la alférez le había entregado y escuchó un rato más las objeciones de Gritsi y Soto, que se habían enzarzado en una disputa. Era difícil saber qué pasaba por la cabeza del general y si finalmente haría caso a Soto. Una recomendación de Velasco al alto mando, y el inicio de la guerra sería cuestión de horas.

—Coronel, espero tu opinión.

Godunov había formado parte de las fuerzas enviadas para pacificar Marte, en los disturbios que se desataron hace un cuarto de siglo en la ex colonia. Las revueltas se saldaron con muy pocas bajas y algunas detenciones de civiles. En aquella época, Godunov acababa de ser ascendido a teniente coronel y condujo la situación de forma impecable. Lástima que arruinase su vida después con la bebida, y su carrera militar encallase en dique seco.

Pero aún quedaba en él algo de genio, o eso esperaba Velasco; solo tenía que buscar un poco y sacarlo a flote. Para ello necesitaba la colaboración de Godunov, y no era seguro que se lo fuese a poner fácil.

—Soto, es usted un joven de gatillo fácil —dijo el ruso al teniente—. Una guerra no es un juego, ya he estado en unas cuantas y sé de lo que hablo.

—Con todos mis respetos, coronel, he participado en dos conflictos armados y…

—Conozco su expediente. Usted cree saber lo que es la guerra porque ha visto unas docenas de muertos en refriegas étnicas. En Marte viven dos millones de personas que dependen de un medio ambiente frágil. Nos ha costado más de un siglo y billones de creds lograr unas condiciones mínimas para que la gente pueda vivir allí, y ahora usted encuentra algo que no comprende y recomienda que bombardeemos sus ciudades y los matemos. Por si acaso, claro.

La mandíbula de Soto empezaba a dolerle de tanto apretar los dientes, pero aguantó la reprimenda con estoicismo.

—Si ha estudiado un poco de historia en la academia, sabrá a qué conducen las guerras preventivas, ¿no? —le aguijoneó el coronel.

El teniente puso cara de esfinge, pero no bajó la vista.

—Permiso para hablar libremente, señor.

—Permiso denegado —escupió Godunov, quien se volvió hacia Velasco—. No creo que el teniente tenga la experiencia necesaria para asesorar a nadie. Es jefe de ingeniería y allí debería regresar ahora.

—Gracias por su informe, teniente —dijo Velasco—. Manténgame informado sobre sus progresos con la baliza. Puede retirarse.

Soto obedeció, confuso, mirando de reojo a Gritsi antes de abandonar el despacho. No podía desahogarse con Godunov, pero la mujer estaba por debajo de él en la cadena de mando. Ya habría otro momento para enseñarle su lugar en aquella nave.

—No sé qué traman los aranos —admitió Godunov—, pero es extraño que nuestros informadores no nos hayan alertado de movimientos inusuales en Marte.

—La red de observadores militares está muy mermada desde que cambió el gobierno —dijo Velasco—. El ministerio de Seguridad centraliza los servicios de inteligencia, y la información que comparte con nosotros es escasa.

—¿Por qué? ¿Crees que nos están ocultando algo?

Antes de contestar, Velasco felicitó a Gritsi por el trabajo realizado y la invitó a retirarse. No tenía por qué escuchar el resto de la conversación.

—La has juzgado mal —dijo el general—. Es bastante más inteligente que Soto.

—Soto es un pésimo consejero, pero es un genio reparando máquinas. Si la nave sigue de una pieza es gracias a él. Y ahora, dime qué pasa con nuestra gente en Marte.

—Ha sido reasignada a puestos menores. El nuevo ministro de Seguridad monopoliza el aparato de inteligencia, y solo pasa a Defensa lo que considera que debemos saber.

—¿Nadie protesta en el alto mando por lo que hace Klinger?

—Sí, y la contestación siempre es la misma: estamos en tiempos de paz, y es el poder civil quien maneja los servicios de inteligencia. En el ministerio de Defensa no opinan igual; ha habido discusiones en el seno del ejecutivo, pero el presidente mantiene a Klinger. Sin el apoyo de la ultraderecha, habría que disolver el parlamento y convocar elecciones.

—Hay algo en lo que coincido con Soto —admitió Godunov—. Estas maniobras son de lo más inoportuno. ¿Qué necesidad hay de desplazar la flota a las cercanías de Marte? Es un derroche de dinero, y no sé cómo se lo tomarán los aranos, pero yo en su lugar me mantendría alerta.

—Te sorprendería saber que algunos líderes aranos nos han solicitado ayuda.

Godunov puso una expresión perpleja.

—¿Quiénes la han pedido? ¿Y qué clase de ayuda esperan de nosotros?

—Desde el tratado de independencia, Marte está organizado en ciudades-estado. Al principio gozaban de gran autonomía, pero el gobierno federal arano ha ido restándoles competencias con los años. Un grupo de alcaldes, encabezado por Louise Rolland, considera que se están vulnerando sus derechos y nos solicitan apoyo para presionar al ejecutivo arano.

—¿Y la Tierra manda una flota de guerra para negociar? ¿Qué se nos ha perdido en Marte? Es un mundo soberano y no tenemos derecho a interferir en sus asuntos.

—No estamos aquí para interpretar las órdenes, sino para cumplirlas —le recordó Velasco—. Te estoy exponiendo la situación como la conozco, pero nuestras opiniones personales deben quedar al margen.

—Inmiscuirnos en los conflictos internos de los aranos es una violación del tratado. Como militares, debemos respetar la legalidad vigente. La obediencia debida no sirve de eximente ante un tribunal, cuando se cometen delitos de guerra.

Velasco inspiró hondo antes de responder.

—Hace un cuarto de siglo, interpretar las órdenes y cumplirlas a tu manera podía ser arriesgado. Ahora sería un suicidio.

—¿Cumplirlas a mi manera? —Godunov alzó una ceja.

—Es lo que has estado haciendo desde entonces, más o menos. Por eso no te concedieron el ascenso a general. Por eso y por tu afición al vodka.

—Lo he dejado.

—Ya veremos.

—Tengo edad suficiente para ser tu padre. No me sermonees, por favor.

—Podía haberte vetado en mi tripulación y no lo hice.

—¿Debo darte las gracias?

—No, hasta saber cómo termina la fiesta. Lo más seguro para tu salud habría sido que te quedases en tierra. No estás en forma.

—¿Y por qué no me vetaste?

—Estuviste en Marte hace un cuarto de siglo, cuando la situación se puso al rojo, y volviste de una pieza. Con todos tus defectos, te prefiero antes que a un cabeza de chorlito que piense como Soto. Me enseñaste varios trucos en la academia, y algo del Godunov del pasado tiene que haber sobrevivido a estos años de decadencia.

—Muchas gracias. Reconforta oír que mi vida ha ido cuesta abajo durante dos décadas, y que soy una sombra de lo que fui. ¿Esa es tu forma de levantarme la moral, o lo haces para fastidiarme?

—Aún puedes estar en activo otros veinte años; pero eres tú quien decidirá cómo vivirlos, si dentro de una bañera de vodka o realizando algo útil.

Godunov reiteró que sus problemas con el alcohol estaban superados y que era un hombre nuevo. Si lo fuese, tal vez no habría tenido problemas con Gritsi ni se movería como un pato mareado por la nave cuando estaban en ingravidez, pero Velasco tenía otros asuntos de qué ocuparse y acabó aquella conversación.

El ministerio de Seguridad guardaba celosamente la información que recolectaba de Marte, y pasaba al ejército migajas interesadas. Por algún motivo, el ministro Klinger no quería que nadie tuviese una visión de conjunto sobre lo que allí sucedía. Tal vez fuera el momento de hablar directamente con la alcaldesa Rolland y averiguar qué ayuda habían solicitado. Klinger podía tener control absoluto sobre los informadores en Marte, pero no tenía derecho a manipular a las fuerzas armadas, inmiscuyéndolas en conflictos de consecuencias nefastas. Alguien jugaba con la vida de sus soldados, y si iban a arriesgarlas en combate tenían derecho a saber la verdad.

II

Sebastián llamó aquella mañana a su hermana Clara, justo antes de coger el avión a la Palma. No sabía por cuánto tiempo estaría fuera, ni si volvería alguna vez a su trabajo, y antes de abandonar la Tierra quería despedirse de su familia. Su hermana no se lo puso fácil. Clara vivía con la madre de ambos, una anciana en silla de ruedas. Su estado de salud había empeorado hacía meses y Clara tuvo que contratar a una mujer que cuidara de ella cuando ella estaba ausente del domicilio. Desde que Sebastián se trasladó a Barcelona en busca de nuevas aventuras, su madre se había resentido mucho, le dijo Clara con el evidente propósito de hacerle sentir culpable. Su hermana se había quedado sola en Madrid con ella y, aunque Sebastián le enviaba dinero todos los meses para ayudarla con los gastos, Clara no le había perdonado que se marchase.

Quiso saber adónde se dirigía y cuánto tiempo iba a estar fuera, pero Sebastián no le dio detalles, por su propia seguridad. Si Anica estaba en lo cierto, la policía iba a remover cielo y tierra buscándoles. Fue una conversación tensa, en la que Clara renovó sus reproches, le acusó de ser un egocéntrico al que no le importaba otra cosa que progresar en su carrera, a costa de utilizar conejillos de indias en sus investigaciones, y que bajo la fachada de ayudar a los enfermos que no podían pagar a un médico escondía algo oscuro y sucio.

Sebastián se arrepintió de haberle comentado sus estudios con EMT en patologías cerebrales. Sus enfermos, desahuciados de la sanidad pública, no podían costearse un tratamiento por carecer de recursos, pero Clara no quería entenderlo.

O tal vez le conocía demasiado bien.

Sebastián se preguntó qué habría sido de los pacientes que atendía en su clínica privada si no hubiese hallado aquellos extraños quistes de calcio dentro de sus cabezas. ¿Habría perdido el interés por ellos, o los habría seguido tratando gratis? La realidad, debía admitirlo, era que se había especializado en este tipo de pacientes y apenas atendía otros enfermos.

Ojalá no hubiese llamado a Clara. Su hermana había hurgado dentro de él para mostrarle una personalidad de la que creía estar a salvo. ¿Era mejor persona que Claude, un tipo que firmaba certificados para que los ricos con taras genéticas pudieran procrear? Bien, Claude lo hacía por dinero y Sebastián no; y también era cierto que Claude se había montado un negocio dentro del hospital en su jornada laboral, mientras que él atendía a sus pacientes especiales en su tiempo libre. Pero analizándolo fríamente, le costaba encontrar una razón que le colocase a una altura moral superior a su compañero. Claude se aprovechaba de una legislación fascista para ganar un sueldo extra; él experimentaba con pacientes que no tenían dónde caerse muertos. Potencialmente, su actividad era más peligrosa que la de Claude, aunque a la larga pudiera ser beneficiosa, y carecía del derecho a exigirle cuentas y denunciarle a las autoridades.

Sebastián se había situado al otro lado de la línea, y buscó colaboradores aranos para no tener que compartir sus datos con compañeros del hospital o centros de la competencia. La biotecnología arana estaba mucho más avanzada que la terrestre y sus médicos podrían encontrar respuestas donde otros solo verían incógnitas, pero en realidad, Sebastián desconfiaba de sus compañeros, del sistema y del gobierno. Tarde o temprano, sus investigaciones habrían sido desnaturalizadas y empleadas por las compañías farmacéuticas en perjuicio de los ciudadanos.

Ya lo habían hecho antes.

Todo comenzó un cuarto de siglo atrás, al desatarse en la Tierra la gripe negra, una enfermedad causada por una bacteria resistente a cualquier antibiótico conocido. Se decía que un intento de replicación ilegal de nanomáquinas aranas fue el origen, pero proporcionó la excusa perfecta a la industria farmacológica para mover sus peones. Dado que Marte era poseedor de las patentes en biotecnología, las empresas aranas acabarían dominando con el tiempo el sector farmacéutico. Las biomáquinas podían prevenir las enfermedades antes que apareciesen, reparar los daños causados en el cuerpo humano por virus o bacterias y prolongar la vida del individuo. En unos pocos años, la industria de medicamentos terrestre se vería abocada al cierre si no hacía algo.

Y lo hizo. Cuando el partido de la fe ganó las primeras elecciones al parlamento de Tierra Unida, prohibió el uso de nanotecnología médica y la importación de biomáquinas de Marte. También se prohibieron los viajes turísticos al planeta rojo que tuvieran como fin someterse a nanoterapia, y así, cualquier persona que quisiese entrar en la Tierra debía superar un examen médico que certificase que no era portador de biomáquinas. Con el tiempo, los controles se relajaron, las personas que se lo podían permitir viajaban a Marte para reparar sus arterias, recomponer sus hígados o eliminar tumores malignos sin cirugía. Quien no tenía dinero para pagarse el viaje —la inmensa mayoría— debía confiar su suerte a la farmacología terrestre y a la buena voluntad de los médicos.

Un panorama que fue perpetuado en el tiempo incluso con una nueva administración, de ideología diferente. La coalición conservadora no tenía el menor interés en levantar la prohibición, alegando que era una tecnología peligrosa para los ciudadanos, y éstos seguían sin beneficiarse de los avances médicos desarrollados por los aranos.

Pero esta situación iba a cambiar. Los neohumanos habían situado a la industria de farmacia en su punto de mira, y durante años buscaron pruebas que la vinculasen con la prohibición. Estos esfuerzos iban por fin a rendir su fruto. Unos cuantos ex directivos estaban dispuestos a testificar que sus compañías financiaron las campañas electorales del partido de la fe y de algunos miembros de la actual coalición gobernante, a condición de que la nanomedicina arana siguiese vetada en la Tierra. Una nutrida lista de políticos, en la que figuraba el ministro de Seguridad, había recibido sobornos de importantes firmas de farmacia para que se exagerasen los peligros de la medicina arana y todo siguiese igual.

La Tierra no ofrecía un escenario seguro para el desarrollo del juicio y se optó por trasladar a los testigos a Marte, en donde se abriría un proceso penal por genocidio contra los responsables. Pero antes de que los neohumanos hubieran sacado al primer testigo de la Tierra, se produjeron las primeras bajas. Cinco de ellos reconsideraron su decisión, después de sufrir el secuestro de familiares o el incendio de sus viviendas, y dos más habían muerto en extraños accidentes. La cifra inicial de diez quedó reducida a tres; dos de ellos ya viajaban a Marte en esos momentos. El tercero, Abel Baffa, sería acompañado por Sebastián y Anica, y protegido hasta que las autoridades aranas se hiciesen cargo de él.

El avión en que viajaban sobrevoló la isla de la Palma, una gema resplandeciente en un océano calmo, apenas turbado por las estelas de los mercantes. Allí se encontraba el principal espaciopuerto europeo. No había plaza en los ascensores orbitales hasta dentro de un mes, y tendrían que montarse en una nave de combustible químico para vencer la fuerza de la gravedad, pero al menos las lanzaderas despegaban suavemente en una pista y el viaje era relativamente cómodo hasta que se activaban los reactores hipersónicos, que catapultaban al aparato más allá de la estratosfera.

Baffa y Anica estaban nerviosos; constantemente vigilaban a su alrededor, en busca de gestos sospechosos. Sebastián, en cambio, estaba tranquilo. Si las autoridades estuviesen ya tras ellos, no les habrían permitido salir de Barcelona.

Recogieron el equipaje en la terminal y se dirigieron en taxi al espaciopuerto, alejado unos cuantos kilómetros del aeropuerto de pasajeros. Ningún policía revisó sus identificaciones ni les esperaba un pelotón de soldados a la salida, y tampoco se desencadenó una persecución furiosa por las calles de la isla para detenerles. Si algo de eso sucedía, estaban perdidos; no tenían un plan alternativo para huir, ni amigos en la zona que les ocultasen durante un tiempo, así que preocuparse era inútil.

El control en la terminal del espaciopuerto fue más minucioso. Sus equipajes fueron registrados manualmente por un empleado y sus cuerpos escaneados para detectar explosivos; medida implantada a raíz del asesinato del director de energía en la Luna. Sólo respiraron tranquilos cuando, una vez acomodados en la lanzadera, comenzaron a moverse por la pista.

Miró a través de la ventanilla. La isla menguaba de tamaño, hasta convertirse en un pequeño terrón en mitad del océano. Su hermana, su madre, el trabajo en el hospital, todo quedaba atrás. Sus pacientes habían sido avisados el día anterior para que no acudiesen a la clínica hasta nuevo aviso. No se sentía bien abandonándolos a su suerte; había conseguido progresos importantes y en algunos casos estaba muy cerca de curar algunos pacientes; únicamente se precisarían varias sesiones más con el estimulador magnético y volverían a llevar una vida normal. Pero no conocía a otro colega en Barcelona que llevase a cabo tratamientos EMT, y aunque hubiese hallado alguno, había que pagar la terapia, y sus pacientes no tenían en los bolsillos otra cosa que problemas.

Se consoló pensando que el propósito de aquel viaje era salvar muchos más enfermos de los que él podría tratar aunque viviese mil años. La derogación de la prohibición terminaría con el sufrimiento de millones de personas y elevaría espectacularmente la esperanza de vida de la población. No es que la nanomedicina fuese una varita mágica que solucionase cualquier mal: el sistema inmunitario de algunos pacientes rechazaba las biomáquinas y en ciertos procesos degenerativos de las células, la nanoterapia no evitaba la muerte; a lo sumo la retrasaba unas semanas. Pero con todos sus inconvenientes, había demostrado ser una poderosa herramienta para la curación de una amplia gama de enfermedades, dejando obsoleta a la tradicional elaboración de medicinas, heredada de un pasado en que los chamanes eran la autoridad médica de la tribu.

Cuando la velocidad de la lanzadera lo permitió, los reactores hipersónicos entraron en acción y sus cuerpos fueron violentamente comprimidos contra el respaldo, elevándolos en una curva ascendente que les transportó fuera de la atmósfera. Baffa jadeaba sin poder respirar, y atinó torpemente a coger la mascarilla de oxígeno. Al aspirar las primeras bocanadas, el norte de África inundó las ventanillas de estribor con un resplandor azufrado. Baffa olvidó sus dificultades respiratorias, se quitó la mascarilla y trató de desabrocharse el cinturón de seguridad para acercarse a contemplar la vista, pero Anica se lo impidió.

—Es mi primer vuelo al espacio —protestó el hombre.

—Y puede que sea el último si no se está quieto —le dijo Anica—. Todavía estamos acelerando.

Durante poco tiempo. Al dejar atrás las capas altas de la atmósfera, los reactores hipersónicos dejaron de funcionar y la lanzadera sólo conservó unos instantes el impulso proporcionado por un motor secundario hasta que se situó en órbita. Baffa sacó un bolígrafo y lo suspendió frente a él, mirando divertido cómo lo hacía girar en el aire.

—¿Puedo ya quitarme el cinturón? —dijo, como un colegial ansioso.

—No. El comandante está aproximándose al carguero en el que debemos hacer el transbordo. Entonces frenará para igualar la velocidad y acoplarse; si se suelta, se golpeará la cabeza antes de que tenga tiempo de regresar a su asiento.

—Podrá disfrutar de las vistas durante el viaje —le sugirió Sebastián.

—Cuando nos hayamos alejado de la Tierra no veré otra cosa que espacio vacío, y viajaremos todo el tiempo bajo aceleración; no podré saber qué se siente en microgravedad.

—Tendrá unos minutos para divertirse, antes de que el carguero encienda los motores —dijo Anica—, pero vomitará y se sentirá tan mareado que no disfrutará de la experiencia.

—¿Siempre es usted tan positiva? —Baffa se removió en su asiento. Su estómago empezaba a retorcerse y la cabeza le daba vueltas, pero apretó los labios para no darle esa satisfacción a Anica.

—Solo a ratos.

—¿Cuántas veces ha salido al espacio? —un sabor a almendras amargas inundó su paladar. Baffa sorbió disimuladamente un poco de agua para facilitar al desayuno el camino de vuelta al estómago.

—Con ésta tres.

—¿Ha estado ya en Marte?

Anica le susurró al oído que no hablase ese asunto hasta que hubiesen embarcado en el carguero. El resto de pasajeros de la lanzadera seguirían el vuelo hasta la estación internacional Gea, y no sabían quién podía oírles.

—Tampoco es que tres sean muchas —dijo Baffa—; y sin embargo no demuestra emoción alguna por contemplar nuestro planeta desde el espacio.

—Sí, es impresionante —dijo Anica con voz neutra, tras mirar un segundo por la ventanilla.

—¿Lo ve? Espere a cumplir treinta años más; le aseguro que verá el mundo desde otra perspectiva.

—¿Desde cual? ¿Desde la de alguien al que se le agota la arena de su reloj?

—Mi trabajo me impidió disfrutar de muchas experiencias agradables. Al final, éstas son lo único que nos queda. Ni dinero, ni poder, ni nada; sólo los momentos del pasado que guardas en la memoria. No me estropee éste y déjeme divertirme un poco, ¿vale?

La lanzadera se estremeció a consecuencia de los cohetes de impulsión lateral, que la hicieron rotar para iniciar las maniobras de frenado y acoplamiento con el carguero Flor de un día.

—Aunque se ponga melodramático, su diversión tendrá que esperar —dijo Anica—. Estamos llegando.

III

La verja de entrada a la mansión de Hans Klinger se abrió morosamente, permitiendo el paso a Nun. Éste atravesó a pie un voluptuoso jardín de plantas selváticas que llevaban siglos extintas, y cruzó el puente de arco levantado sobre un gran estanque, en el que un arabesco de chorros de agua dibujaban, al ritmo de un programa informático, una sucesión de formas evanescentes que cambiaban continuamente de color.

Nun detestaba aquella exhibición trivial, aparte de que consideraba de mal gusto obligar a los visitantes a atravesar el puente para llegar a la residencia. Ya sabía lo rico y poderoso que era Klinger, y no tenía que recordárselo cada vez que lo visitaba. Por fortuna, estas visitas eran pocas y espaciadas en el tiempo.

Mientras recorría los últimos metros que le separaban de la mansión de estilo victoriano, repasó los últimos trabajos que había realizado para Klinger. Matar al director general de energía había sido una operación complicada de planificar, y ocultar los explosivos dentro de las vísceras fue lo más desagradable de todo. La cúpula donde estalló había quedado hecha un asco; no le agradaba perder un cuerpo, porque costaba mucho que su matriz neural se acostumbrase a uno nuevo, y siempre quedaban rastros de la personalidad original que sobrevivían al borrado cerebral. Pero después de estudiarlo mucho, tuvo que admitir que no había un modo mejor de matar al director de energía, y a Klinger le daba lo mismo pagar unos gastos extra si se conseguía el resultado previsto.

La copia de su matriz de personalidad, almacenada en un banco clandestino de París, no había tenido tiempo de seguir ociosa y fue reclamada de inmediato para encarnarse en un segundo recipiente. A este nuevo cuerpo le habían extirpado el bazo hace un par de años —la cicatriz del abdomen era antiestética y Nun evitaba mirársela al espejo—, la pierna izquierda era un poco más corta que la derecha, un horrible vello negro le crecía en la espalda y la nariz parecía haber sido esculpida de un tajo bestial. El tipo que quedó desmembrado en la Luna era mucho mejor, fuerte, musculoso, atractivo y elástico. Se notaba que su propietario original, un turista terrestre secuestrado en Marte durante una excursión, lo cuidó bien. Qué distinto al actual; su dueño debió ser un pobre diablo que, o bien vendió su cuerpo para pagar deudas familiares, o lo captó alguna mafia para surtir la demanda de recipientes.

Médicamente era posible hacer crecer un cuerpo en un tanque hasta que alcanzase el tamaño de un adulto, pero algunos problemas lo hacían poco práctico: había que esperar al menos veinte años para que el cuerpo tuviese el tamaño apropiado, y durante todo este tiempo debía permanecer monitorizado y conectado a una máquina de nutrientes, lo cual disparaba los costes de mantenimiento. Resultaba más barato adueñarse del cuerpo de un adulto, borrar su memoria con métodos electroquímicos y volcar el alma electrónica huésped en el cerebro del anfitrión. Lo más peligroso del proceso era el implante de la interfaz bioeléctrica en el bulbo raquídeo, que permitía el volcado de la matriz huésped al tejido cerebral: había que hacer un recableado nervio a nervio y conectar delicados vasos sanguíneos. Un elevado porcentaje de los sujetos que entraban al quirófano salían en una caja de pino, pero comparado con el coste de cultivar un cuerpo en un tanque, el precio de un recipiente usado hasta era asequible.

Obviamente, lo barato a la larga salía caro, y Nun presentía que no iba a sufrir una estancia prolongada en aquel cuerpo de pordiosero.

Después del encargo de la Luna tuvo que matar al secretario de Estado de Justicia, simulando que habían entrado a robar a su casa. En esta ocasión, Klinger no quería echar las culpas a los neohumanos, sino quitar de en medio a un individuo molesto que estaba socavando sus planes en el gabinete. Un fatigoso trabajo de eliminación de huellas y siembra de pistas falsas en el escenario del crimen le había consumido media mañana; cualquier otro con menos paciencia se habría colocado unos guantes, habría reventado el cráneo del secretario con un tiro y se había largado. Nun era refinado y le gustaba tomarse el tiempo que hiciese falta. En el fondo, disfrutaba con ello, era un juego para él. Si dedicaba el interés suficiente a un encargo, podía hacer creer a la policía lo que le diese la gana. Por eso era el mejor en su clase. Y por eso, un sujeto podrido de dinero como Klinger le había elegido para moverse en las cloacas del poder.

Subió la escalinata y llamó al timbre, notando un micropinchazo en su índice, que le extrajo una muestra de sangre para ser analizada. Cuando el ADN quedó debidamente identificado, la puerta de la mansión se abrió. Ningún mayordomo acudió a recibirle. Klinger no confiaba en ellos, y en cualquier caso no era conveniente que nadie salvo ellos dos estuviese dentro de la casa durante el tiempo que durase la conversación.

Encontró al dueño de la casa en la biblioteca, una monumental habitación de techo abovedado, con una pesada lámpara de araña que iluminaba débilmente la estancia. Una escalera rodante permitía acceder a los estantes más altos y recorrerlos sin tener que bajar, merced a un pequeño motor. Klinger tenía gustos extraños; si digitalizaba su biblioteca, cabría en un solo disco de datos y ahorraría espacio, pero él se empeñaba en desperdiciar la mayor dependencia de su mansión como almacén de polvo.

—Siéntate, siéntate donde pueda verte, amigo mío —dijo una voz detrás de un sillón de cuero.

Klinger tomaba notas a mano en una anticuada libreta forrada en piel. Una copa de coñac añejo estaba situada en una mesita, junto a un mueble bar de roble, con forma de globo terrestre decorado con un mapa del siglo XIV, en el que no figuraba el continente americano; un detalle que reflejaba lo que pensaba de sus vecinos del otro lado del charco.

Si no se le conocía bien, Klinger ofrecía un aspecto entrañable; había cumplido sesenta y cinco años y tanto su cabello como su barba tenían un color gris sucio. Era bajo, complexión débil y ojos hundidos, protegidos por unas pesadas gafas de montura negra. Caminaba con bastón y transmitía un simpatía engañosa. Un demagogo brillante que sintonizaba con las masas mediante discursos populistas viejos como aquel mapa del mundo, pero sumamente efectivos.

—Tienes mal aspecto —dijo, cerrando su libreta—. Tu último cuerpo era de más calidad. Podías haberte esmerado un poco, considerando los honorarios que te pago.

—Era el mejor que encontró la clínica de París con el tiempo que usted me dio. A mí tampoco me gusta. Preferiría un rostro neutro que no llamase la atención, sin esta nariz horrible. Pero puedo someterme a cirugía y…

—Partirás a Marte de inmediato. Hemos perdido el rastro a tres ex directivos de compañías farmacéuticas. Estuvimos a punto de cazar a uno, pero se escapó por poco. Viaja con un médico, Sebastián Arjona, y una mujer, Anica Dejanovic. Ambos son del movimiento neohumano.

—Creí que los neohumanos y usted estaban colaborando.

—En absoluto. Te utilicé para ofrecerles un cebo, que se tragaron, pero aún no los controlo —Klinger le entregó un disco con la información necesaria.

—¿Qué han hecho esos directivos?

—Nada que te interese.

—Me motiva conocer cuantos más datos mejor de mis objetivos. De ese modo puedo anticiparme a sus acciones y actuar eficazmente.

—Quieren hundir a la industria de farmacia. ¿Te vale con eso?

—Déjeme adivinar —Nun se frotó la barbilla—. ¿La vieja historia de siempre? ¿Sobornos a políticos?

—Más o menos —Klinger tomó otro poco de coñac—. Disculpa que no te ofrezca; me han dicho que el alcohol daña tu interfaz neural.

—De todos modos, no me gusta el coñac.

—Mejor —Klinger tomó otro sorbo—. El problema de nuestra sociedad es que no tiene una visión de futuro para la humanidad. O mejor dicho, existen muchas, pero nadie se atreve a tomar las decisiones que hagan falta para que la especie sobreviva.

—¿Eso tiene que ver con mi nuevo encargo? —a Nun no le gustaba oír discursos, pero lamentablemente, Klinger disfrutaba despachándolos.

—En la Tierra viven veinte mil millones de personas. Hemos frenado la tasa de crecimiento concediendo el derecho de procrear a aquellos que superen un test de calidad genético. Con esto nos aseguramos que las generaciones futuras no padezcan enfermedades hereditarias, y seleccionamos las mejores cualidades de nuestro ADN para mejorar la raza.

Nun se sentó, arrepintiéndose por haber preguntado. Klinger llevaba ocioso buena parte del día y el alcohol le estaba soltando la lengua.

—Me parece una medida razonable —suspiró, resignado.

—La naturaleza eliminaba a los débiles mediante la selección natural, pero los medicamentos y las mejoras sanitarias elevaron la esperanza de vida de la población; los portadores de taras genéticas, en lugar de morir, sobrevivieron y tuvieron descendencia, disparando el índice de natalidad. Considerándolo globalmente, es una catástrofe. Nos extinguiremos en un par de siglos si no hacemos algo.

—¿Qué tal eliminar sectores enteros de la población? —dijo Nun irónicamente, señalando en el globo terráqueo el espacio vacío donde debía estar América.

—Ya se intentó en el pasado. Es difícil de ejecutar, impopular y además no soluciona el problema de base.

Klinger había pronunciado estas palabras sin inmutarse. Aquel canalla estaba hablando absolutamente en serio. Nun sonrió, fascinado: tenía mucho que aprender de él.

—Si la superpoblación ya nos causa bastantes problemas, imagínate que se extendiese un método que prolongase la vida hasta los quinientos años o más. Sería el final.

—¿Ese método es por casualidad la nanomedicina arana?

—Ciertamente. Los neohumanos son estúpidos y no han previsto las consecuencias de sus acciones a largo plazo. Yo sí, y mi deber es impedir que triunfen. En Marte hay apenas dos millones de personas y mucho espacio libre; por eso los aranos pueden permitirse los mejores adelantos médicos, pero la Tierra está hundida en un pozo de miseria del que jamás saldremos a menos que hagamos algo. ¿Te imaginas qué ocurriría si la gente dejase de morir?

—No creo que eso suceda. Si no hay alimentos ni espacio suficiente, la población acaba muriendo de hambre aunque tengamos nanomeds.

—Sería muy triste que llegásemos a esa situación, ¿no crees?

—Bien, lo he entendido. Me encargaré de esos tres tipos. Delo por hecho.

—Confío en ti, Nun. Careces de entrañas, por eso te elegí. Necesito a gente como tú que no se plantee dilemas morales a la hora de actuar.

En otras circunstancias, Nun se habría sentido halagado, pero en aquel momento experimentó algo desagradable removiéndose en su estómago. Klinger no podía disimular el desprecio que sentía hacia él.

—Sigo siendo un ser humano —dijo, modulando su voz para enmascarar su irritación.

—Dejaste de serlo hace mucho tiempo, querido amigo. Los humanos no llevamos arañas en la sangre, ni prótesis cerebrales. Somos mortales, sí, pero seguimos siendo personas. Los aranos os estáis convirtiendo en algo que no sé cómo llamar. Sois alienígenas creados por nosotros, y dependéis de las máquinas para sobrevivir en el desierto marciano.

Nun hizo ademán de levantarse, pero su anfitrión lo sujetó.

—Si la humanidad se extingue, seréis la única inteligencia que quedará en el universo —dijo Klinger.

—Eso no sucederá.

—Desde luego que no. Ya lo intentaron hace veinticinco años. No les daré otra oportunidad —Klinger perdió el interés por el coñac y adoptó una expresión grave—. ¿Transmitiste mi mensaje a la Comuna?

Nun no le entendía. Su anfitrión reconocía abiertamente su resentimiento hacia los aranos y sin embargo quería llegar a acuerdos subterráneos con ellos. O al menos con una parte: los espíritus de la Comuna, matrices electrónicas de personas que vivían en un entorno virtual, libres de las ataduras de un cuerpo físico. Un sector de la Comuna odiaba a los humanos tanto como Klinger a los aranos, pero también había grupos favorables a colaborar, y otros a los que, sencillamente, no les interesaban los asuntos que tuvieran que ver con la Tierra.

Nun conocía bien a la Comuna. Había estado en ella una vez durante un par de años por propia elección. Le convino quitarse de en medio una temporada y de paso hacer amistades y experimentar algo nuevo. Pronto descubrió que, en el fondo, la Comuna se diferenciaba poco del mundo real; no la habitaban inteligencias artificiales puras, sino mentes de aranos muertos con las mismas apetencias y debilidades que habían tenido en vida. Algunos estaban allí de paso, como él, a la espera del momento oportuno para reencarnarse en un recipiente sano y volver a la vida física. Otros, en cambio, preferían edificar una nueva sociedad imponiendo sus reglas a los demás. En los turbulentos años de existencia de la Comuna se habían producido revoluciones, guerras fratricidas, alianzas de conveniencia y armisticios. Muchos espíritus que eligieron el bando equivocado fueron absorbidos por los vencedores mediante la modificación de su matriz. Normalmente, los efectos de estos enfrentamientos se limitaban a la infoesfera y no trascendían al mundo real, pero a veces se producían filtraciones, daños colaterales que era difícil identificar de dónde habían partido. El más grave ocurrió tres años después de que Marte lograra la independencia; las redes informáticas de Marte quedaron fuera de control, dejando aislado al planeta durante una semana, y el gobierno arano acusó erróneamente a la Tierra de sabotear sus ordenadores como parte de un programa de represalias.

Aunque la Comuna distaba de ser un remanso de paz, hechos como aquél no volvieron a producirse. Pero eso podía cambiar.

Klinger estaba convencido de que la independencia había sido conseguida bajo chantaje, y por tanto el tratado no era válido. Los ingenieros terrestres trabajaron duro en el último cuarto de siglo, para recuperar el tiempo perdido en biotecnología, aunque ello significase violar las patentes en poder de las empresas aranas y comprar a algunos de sus ingenieros. Si el gobierno de Marte volvía a difundir una epidemia entre la población terrestre, estaban en condiciones de responder. Pero no iban a llegar a ese extremo, de eso estaba seguro. El gobierno arano se desmoronaría mucho antes, y sería su propia gente quien propiciaría la caída.

—Transmití su mensaje —dijo Nun—. La respuesta mayoritaria es no.

—Puedo destruir la red informática que sostiene a esos descarnados, con bombas de pulso magnético detonadas en la atmósfera de Marte.

—He dicho que la respuesta mayoritaria es no —repitió Nun—. Pero hay un grupo rebelde que le ofrece su apoyo. Lo lidera Nix, un espíritu que ha sobrevivido a todas las guerras de la Comuna.

—He oído hablar de él. ¿Qué pide a cambio?

—Su grupo quiere abandonar Marte y expandirse más allá de Plutón, en el cinturón cometario de Kuiper, pero necesita fondos. Y lo más importante, garantías de que la Tierra no les atacará cuando el gobierno de Marte haya caído.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Diez mil millones de creds, pero para ellos, ése es el aspecto secundario del trato.

—¿Secundario? ¿De dónde voy a sacar tanto dinero?

—Nix puede llegar a acuerdos comerciales con el gobierno del que usted forma parte. Realmente, el efectivo que deberían desembolsar sería escaso.

—Bien. Les ofrezco cinco mil millones en forma de adjudicaciones y contratas, y mi garantía formal de que su autonomía será respetada.

—Me temo que no será suficiente. Marte ya obtuvo la independencia mediante un tratado, y usted pretende revocarlo. Tienen razones para no fiarse de usted.

—Yo no estaba en el gobierno en aquel entonces. Si prometo algo, lo cumplo. Puedo ponerlo por escrito si Nix lo desea.

—Me temo que no será suficiente —volvió a decir Nun, y al instante se sintió incómodo por aquella repetición, que achacó a restos de la personalidad originaria que sobrevivieron al borrado de la información sináptica de su cerebro—. La gente de Nix quiere implantarse en la Tierra y tener acceso a algunos elementos de la red federal. No interferirán si usted cumple su palabra, pero si quebranta el acuerdo, actuarán.

—No puedo hacer eso.

—Como ministro de Seguridad, tiene el control sobre la red de información planetaria y los satélites de espionaje. Aunque quedase inoperativa, la población no sufriría sus efectos; más bien al contrario, sus comunicaciones dejarían de ser interceptadas por los servicios de inteligencia. Pero Nix conocería información vital que comprometería al gobierno.

—Es un precio desorbitado. ¿Qué garantías me ofrece él a cambio? ¿Cómo sé que esto no es una trampa y lo que quiere es infiltrarse en mis ordenadores para espiarnos? Maldita sea, Nix podría ser un agente del gobierno arano.

—Él previo su reacción, y está dispuesto a darle una prueba para ganarse su confianza.

—Una prueba —murmuró Klinger, acariciándose reflexivamente la barba. Durante unos momentos permaneció en silencio, como si estuviese pensando en otra cosa, pero una media sonrisa apareció en su rostro—. Continúa hablando.