El asteroide DFE 254, una vulgar roca de cincuenta kilómetros de diámetro, tan mediocre que no merecía un nombre propio para reconocerla, apareció en la ventana panorámica del puente de mando del Talos, mostrando una superficie craterizada fruto de millones de años de erráticas colisiones con escombros del sistema solar, abandonados durante la etapa de formación de los planetas. No era un asteroide peligroso para la Tierra ni para Marte, su órbita entre ambos mundos era estable y carecía de interés para los astrónomos. Pero muy a su pesar, había sido obligado a renunciar a su cómodo anonimato para exponer su superficie a las sondas, taladros y cámaras del crucero de combate, que tratarían de averiguar qué le había hecho variar su curso. Dado que ahuyentar a los humanos estaba fuera de sus capacidades, el asteroide solo podía ofrecerles pasivamente su castigada piel arañada por el universo, y desear que hallasen pronto lo que buscaban para que se fuesen por donde habían venido.
El general Velasco reclamó la presencia de la oficial científica Gritsi en el puente. Godunov no le servía de mucha ayuda para interpretar los datos que enviaban las sondas, y además, Velasco experimentaba un secreto placer observando por el rabillo del ojo la expresión del ruso, cada vez que la mujer hacía algún comentario.
Una de las lamentables ordenanzas promulgadas en el pasado por el partido de la fe regulaba la segregación por sexos en el ejército. Godunov había servido en aquella época al mando de tripulaciones compuestas exclusivamente por hombres, y ahora las tripulaciones mixtas le causaban el mismo placer que un dolor de muelas. La presencia de Gritsi en el puente sería pedagógica y reeducativa. Godunov tendría que volver a dar cuerda al reloj o acabaría en un lóbrego despacho archivando papeles, uno de esos cementerios de elefantes donde se arrincona a los militares que se han convertido en un estorbo. En épocas más boyantes, habría pasado a la reserva cobrando una buena pensión, pero la crisis económica no permitía esos dispendios; ahora se los mantenía en activo mientras se tuviesen en pie, aunque fuese con ayuda de exoesqueletos.
Tras un día de estudio, se constató que el asteroide no presentaba signos de impactos recientes que delatasen la colisión con otro cuerpo, aunque sí aparecieron grietas profundas que podrían en el futuro amenazar con disgregarlo en varios fragmentos. También se descubrió que una de sus caras había sido expuesta a una intensa radiación de rayos gamma.
—No sé qué pudo sacarlo de la órbita, general —admitió Gritsi—. Estaba preparada para encontrarme signos de una explosión termonuclear de varios megatones que expliquen las grietas de su superficie, pero los resultados niegan esa posibilidad.
Godunov se le acercó para lanzar a la mujer un misil bajo la línea de flotación:
—Tal vez la culpa no sean de los datos, sino de su incapacidad para interpretarlos —se volvió hacia Velasco—. General, sugiero que enviemos la información al centro de mando y esperemos órdenes.
—Lo hicimos hace un par de horas —dijo Velasco—. En la Tierra tampoco saben qué ha ocurrido.
—Personalmente, me encantaría escuchar las ideas del coronel sobre la anomalía —dijo Gritsi con voz neutra, aunque su expresión reflejaba cierta malicia.
—¿Mis ideas? No sé qué demonios ha ocurrido; se supone que ésa es labor de los técnicos como usted, alférez.
—Los datos del observatorio lunar Selene tampoco son concluyentes —dijo Gritsi, sin caer en la provocación—. Aparte de algunos picos de actividad solar, no tienen noticia de ninguna explosión de rayos gamma de baja intensidad que haya ocurrido en nuestro sistema.
—¿Baja intensidad? —exclamó Godunov, señalando el ventanal panorámico—. A ese pedrusco no se le puede mover con un simple escupitajo.
—Hablo de baja en comparación con los estallidos de rayos gamma que se detectan rutinariamente por los radiotelescopios. Son un fenómeno natural en nuestra galaxia y en el resto del universo.
—¿Y qué los produce?
—Radiación sincrotrón de agujeros negros, supernovas… Una explosión así bastaría para matar la vida en nuestro sistema, y la radiación afectaría a los planetas que se hallasen a un radio de cien años luz de la fuente de emisión, e incluso a más distancia. De ahí que hablase de baja intensidad en este caso, coronel.
Godunov entornó los ojos. Se había adentrado en arenas movedizas y estaba en desventaja ante aquella rata de biblioteca. Considerando que era el momento de un repliegue táctico, se alejó al otro extremo del puente, donde Gritsi no pudiera comprometerle.
—Lamento que mis explicaciones hayan molestado al coronel —dijo la mujer con modestia insincera—. Solo me he limitado a responder a una pregunta directa.
—No se preocupe por él —rechazó Velasco con la mano—. El coronel es de la vieja guardia. Si usted fuese un hombre, seguro que le dejaría en paz.
—Entiendo a qué se refiere, general. Lo cierto es que hay pocas mujeres en la tripulación del Talos.
—Sí. Nuestros mandos necesitan un reciclaje urgente. Abandonar las malas costumbres lleva tiempo.
Gritsi iba a contestarle, pero se quedó mirando la pantalla que tenía frente a ella, con gesto de asombro.
—¿Qué sucede, alférez?
—El escáner ha captado un cuerpo metálico a ciento treinta kilómetros del asteroide —fijó su posición y amplificó la imagen—. Parece una radiobaliza.
—¿De nuestro ejército?
—No lo sé —Gritsi tecleó en su consola—. No responde. Podría estar averiada.
—Transmita instrucciones a los robots sonda. Que se dirijan a la baliza, la analicen y, si no contiene explosivos, la remolquen hasta el muelle de carga. Usted y el teniente Soto se encargarán de estudiarla. Baje a la cubierta de ingeniería para coordinar los trabajos con el teniente.
Gritsi obedeció y se marchó a buscar a Soto, deseando tener suerte y que aquel tipo no se pareciese a Godunov.
Encontró a Soto dentro de un pozo, rodeado de una maraña de cables y circuitos desmontados. No se apercibió de su llegada hasta que Gritsi le tocó en el hombro. Salió del hueco con el mono de trabajo manchado de grasa.
—El general tiene un trabajo para nosotros —dijo ella.
Soto sonrió. Tenía unos treinta años, piel morena y un cabello fuerte y corto, cortado a cepillo.
—Suena tentador —bromeó, mirándola detenidamente mientras se limpiaba la grasa de las manos con un trapo.
—Conozco esa mirada en los hombres, teniente, y le advierto que si he bajado aquí es por motivos estrictamente laborales. Hemos descubierto un objeto similar a una baliza y Velasco ha ordenado que lo traigan aquí para que usted y yo lo estudiemos.
—No me llames de usted; aquí estamos en el mismo barco —dijo Soto—. Si vamos a trabajar juntos, hagámoslo en un ambiente relajado.
El hombre se marchó al aseo, se quitó la suciedad de la cara y volvió a salir con un aspecto más presentable.
—¿Habéis encontrado algo interesante en el asteroide? —dijo—. Porque ya llevamos bastante retraso para incorporarnos a las maniobras.
—Las maniobras pueden esperar. Y en cuanto a tu pregunta, lo más interesante es lo que no hemos encontrado.
—Vaya. Pues no lo pillo.
—Pensaba que la órbita fue alterada por una explosión nuclear, pero no hemos hallado indicios que lo demuestren.
—Bueno, y qué. Éste es un crucero de combate. Nuestra misión no es científica.
—Pero somos la nave más próxima que había. Y personalmente, creo que esto posee más interés que participar en unos ejercicios de adiestramiento de la flota.
—¿Una médica está preparada para estudiar algo tan raro que ni los físicos de la Tierra entienden? Sin ánimo de ofender, claro.
—La medicina es mi campo, pero en mi formación se incluyen otras materias, como astrofísica, biología o geología.
—Ya veo —Soto se quitó una pelusa grasienta que se había pegado a su pelo.
—A los oficiales científicos del ejército se les exige una preparación multidisciplinar.
—Está bien saber un poco de todo —reconoció el hombre—, pero la sociedad demanda especialistas, y el ejército no es una excepción. Hacer que funcione un crucero como éste exige un montón de ingenieros especialistas, y cada uno debe dominar muchas variantes de su rama. El año pasado conseguí el máster en plasmas de fusión Tau 50. Cada modelo nuevo que fabrica el ejército requiere un aprendizaje de dos años, y cuando crees dominarlo, ya está en la cadena de montaje el que lo sustituye.
—Deberíamos ir al muelle de carga, para preparar la llegada de la baliza.
—Descuida, nos avisarán en cuanto llegue. Mientras, permíteme que te enseñe mis dominios. Es la primera vez que bajas a esta cubierta, ¿verdad?
—Sí.
—No debería estar tan desordenado, pero hemos tenido problemas con los motores, como ya sabes —Soto la condujo a la cubierta inferior, situada en la popa, donde se hallaba el generador de fusión—. Aquí está el corazón de la nave, y yo soy su médico. Se obstruyeron dos inyectores y tuve que hacer un by pass, una derivación, para mantener la maquinaria en funcionamiento. ¿Has perdido alguna vez a un paciente?
—He hecho prácticas en la UCI de un hospital militar.
—Eso es un sí.
A Gritsi le incomodó la actitud de Soto, y no entendía bien el propósito de aquella charla.
—La muerte forma parte de nuestra profesión —dijo él, quitándole importancia—. En el fondo nos parecemos mucho. Si tú metes la pata, alguien muere. Si yo cometo un error, nos convertimos en puré —señaló la enorme cámara de confinamiento del plasma, rodeada de un laberíntico circuito de refrigeración, acumuladores y células de energía—. Aquí dentro hay enjaulado un pequeño sol; hemos domesticado la energía que hace brillar las estrellas, pero el proceso no es completamente seguro.
—Conozco los fundamentos del motor de fusión —replicó Gritsi con demasiada sequedad. Soto intentaba ser amable y ella no le estaba correspondiendo.
—Godunov me pasó los datos de la anomalía para que le diese mi opinión. Tal vez podría ser un motor experimental que quedó fuera de control.
—¿Nuestros generadores de fusión pueden producir tanta energía como para desviar un asteroide? —inquirió ella, escéptica.
—No, pero desconocemos muchas cosas de la tecnología arana. Nos llevan décadas de ventaja en investigación, y no sabemos hasta qué punto han mejorado nuestros diseños de cámaras de plasma.
—Es una idea interesante, pero improbable.
—¿Por qué?
—Hay indicios de que la anomalía produjo ondas gravitatorias. No he podido confirmarlo porque a bordo no contamos con el instrumental, y en la Tierra cerraron los dos únicos centros de detección de ondas de gravedad que sobrevivieron al gobierno religioso. Estamos investigando discretamente en universidades privadas, por si tuvieran equipos que hubieran registrado algo. Este suceso ha sido clasificado como secreto y no podemos divulgarlo a la comunidad científica.
—Pero los observatorios terrestres no captaron la anomalía porque la Luna estaba en medio de la línea de visión —Soto añadió, vacilando—. O eso me ha dicho Godunov.
—Con las ondas de gravedad, eso no supone ningún inconveniente. Es el mismo tejido del espacio el que se dilata y contrae al paso de una de ellas. Si la longitud de la onda hubiera sido media, la Tierra habría sido sacudida por grandes seísmos.
—Un espaciomoto.
—Supongo que se le podría llamar así. La anomalía desencadenó un espaciomoto pequeño que agrietó el asteroide que estamos estudiando, pero todavía no sé qué causó ese temblor, aunque dudo mucho que fuese la explosión de un motor de fusión.
—No conocía esos datos —Soto se frotó la barbilla, reflexionando—. Esto tiene mala pinta.
—Cierto.
—Y esa baliza que habéis encontrado podría darnos la clave para resolver el misterio.
—Puede que sí. O puede que introduzca un misterio aún mayor.
—No sé qué sería peor, que los aranos hayan causado la anomalía con una tecnología derivada de la nuestra, o que no sean ellos. Porque en este caso, vamos a tener un problema muy gordo.
Recibieron una llamada del muelle de carga. La sonda robot se aproximaba al Talos con un objeto ovoidal entre sus brazos articulados, como una matrona exhibiendo el fruto de un dudoso alumbramiento.
Sebastián eligió la mesa más apartada de la cantina del hospital, para tomar su almuerzo. Había dedicado la mañana a una delicada operación para extraer una prótesis cerebral a un paciente ciego. Hacía cinco años, este enfermo fue operado de una lesión en el lóbulo occipital para devolverle la vista, y el implante había funcionado bien durante este tiempo, pero en los últimos meses empezó a perder visión y, lo más grave, el control de su cuerpo. El fallo residía en el diseño de uno de los chips de la prótesis neural; por desgracia éste no era el único caso y las demandas contra el fabricante se habían multiplicado, viéndose obligado a suspender pagos. Ahora, los afectados tenían que sufragar de su bolsillo una operación que, aunque no les devolvería la vista —no había otras prótesis al alcance del ciudadano medio que ofreciesen garantías—, sí les permitiría llevar una vida similar a la de cualquier ciego.
Suerte que aquel paciente podía permitirse pasar por el quirófano. Los hospitales públicos estaban atestados de enfermos sin recursos que mendigaban como almas en pena una solución a sus dolencias. Él mismo atendía por las tardes, en su consulta privada, a los que podía, pero la sensación de impotencia estaba haciendo mella en él. Y por si tuviera pocos problemas en el trabajo, aún se añadía unos cuantos extra con Anica y los neohumanos.
Ribera, un compañero del servicio de neurología, se acercó a él en cuanto lo vio, sentándose a su lado. La cantina no era el mejor lugar para pasar desapercibido, y Sebastián se resignó a mantener una charla que no le apetecía.
—Ayer, cuando te fuiste, un policía estuvo haciendo preguntas por el departamento —dijo Ribera, picoteando una patata frita del plato de Sebastián—. Sobre ti.
—¿Qué clase de preguntas? —Sebastián intentaba sin éxito partir su ternera, dura como las cabezas de algunos directivos de aquel hospital.
—Querían saberlo todo de ti. Qué haces después del trabajo, a quiénes ves, qué lugares frecuentas, ideas políticas… la mierda de siempre; el nuevo gobierno va a hacer buenos a esos fanáticos del partido de la fe.
—Se supone que es a Claude a quien deben investigar.
—No parece que estén poniendo mucho empeño, sinceramente. Él no está solo, tiene amigos en los puestos directivos del hospital, o de otro modo, no le habrían permitido seguir trapicheando con los certificados de ADN.
Para frenar el alto índice de natalidad, disparado durante la etapa de los integristas, el nuevo gobierno había aprobado un paquete de medidas eugenésicas muy polémicas; la esterilización forzosa de deficientes psíquicos y de personas sin recursos era una de ellas, pero no la única. Quienes deseasen tener hijos debían superar un test de calidad de su ADN, que garantizase que no poseían taras genéticas. Además de frenar la presión demográfica, se pretendía mejorar el caudal genético humano y aumentar a largo plazo la esperanza de vida.
Pero no todo el personal médico encargado de analizar el ADN era trigo limpio. Personas como Claude aceptaban sobornos a cambio de certificar que sus clientes eran aptos para tener una descendencia sana. Obviamente, no se arriesgaban por unos pocos céntimos; los certificados de ADN limpio alcanzaban precios astronómicos, y Claude debía deducir de sus honorarios diversas mordidas, que se llevaban los supervisores del hospital y algunos funcionarios del ministerio de Sanidad por hacer la vista gorda.
Sebastián debería haber sido más consciente de la realidad, cuando decidió llevar a Claude ante las autoridades. No solo no habían suspendido cautelarmente de empleo y sueldo a aquel canalla, sino que le investigaban a él por haber destapado el escándalo.
—¿De qué pueden acusarme? —se encogió de hombros, inseguro—. Me limito a cumplir mi trabajo.
—Bueno, con esta gente eres culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Si escondes algo, por pequeño que sea, lo encontrarán.
—Tengo la conciencia tranquila.
—Me alegro por ti, Sebas. Pero si quieres un consejo, deberías pensar en irte a otro hospital. Eres un neurólogo de talento y estoy seguro de que te será fácil encontrar trabajo en otra ciudad.
—Me gusta Barcelona.
—Has puesto en evidencia a los funcionarios locales de Sanidad. Te harán la vida imposible si permaneces aquí. ¿Por qué no vuelves a Madrid? Allí viven tu madre y tu hermana.
—¿Y por qué no se vuelve Claude a París? ¿Por qué tengo que ser yo el que se marche? ¿Acaso he sido yo el que ha cobrado sobornos?
—Baja la voz, por favor.
—Eso es lo que él quiere, que deje de incordiarle y me largue para que siga con sus chanchullos.
—Era un consejo de amigo. Me conoces desde hace mucho, Sebas. Me repugna lo que hace Claude, y me asquea aún más que nuestros jefes lo toleren, pero nuestro hospital no es el único que lo hace. La ley del control de calidad de ADN es fascista, como el programa de esterilizaciones a mendigos y deficientes. Colaborando para que se cumpla, nos convertimos en cómplices del Estado. Sé que recibir sobornos no es la mejor forma para combatirla, pero…
—Si Claude es tan buen samaritano, que emita certificados a todo el que se lo pida, sin mirarle antes la cartera.
—Los riesgos son muy altos; la gente no se juega su empleo a cambio de buenas intenciones. Lo siento, pero el mundo es así y no vas a cambiarlo.
—Hablas como Anica.
Ribera hizo memoria
—¿Anica Dejanovic? ¿La croata?
—Sí.
—Creí que habíais cortado.
—Hicimos las paces.
—Una mujer muy temperamental. Pero no te va. Tú estás hecho de otra pasta.
—Si quisiese alguien idéntico a mí, encargaría un clon y descargaría una copia de mi cerebro dentro de él.
—Tendrías que ir a Marte para eso.
—Sería muy aburrido vivir conmigo mismo. He vivido mucho tiempo solo y sé de qué hablo.
—Volverás a estar solo si la policía te detiene.
—Mira, ya no puedo dar marcha atrás porque daría lo mismo. La investigación está en curso y he atraído la atención de las autoridades. De nada servirá que ahora me desdiga.
—Haz lo que quieras. ¿Vas a comerte esa carne?
—Es toda tuya.
Ribera la atacó con energía y engulló un buen trozo, que masticó satisfactoriamente. Debía tener unos dientes de titanio para comerse aquel trozo de mármol con forma de filete.
—Mmm… está buena —farfullaba Ribera con la boca llena.
—¿La ternera?
—Anica. Es más joven que tú y tiene un buen cuerpo. Qué más da que no os llevéis bien. Lo que importa es que funcionéis en la cama.
—Agradezco tu preocupación por mi vida sentimental, pero…
—Por cierto, ¿en qué trabaja?
Anica no trabajaba oficialmente en nada, aunque extraoficialmente se dedicaba a tiempo completo a las actividades del movimiento neohumano. Nunca le pedía dinero para sus gastos, y él no le hacía preguntas sobre ese tema.
—Le gusta pintar —dijo Sebastián.
—Eso no es un trabajo.
—Sí, bueno, está buscando una ocupación.
—Tu sueldo es pequeño, y no sé lo que ganarás por las tardes en tu consulta privada, pero me han dicho que a muchos pacientes no les cobras.
—Ella come poco. Me costaría más barato alimentar a cinco Anicas que a ti.
Una luz de alarma se disparó en su cabeza. Ribera estaba haciendo demasiadas preguntas.
—Ya podías haberte liado con una banquera. Con esa mujer lo llevas crudo, la verdad —Ribera se llevó a la boca un puñado de patatas fritas.
Pero su amigo no lo traicionaría, lo conocía desde hace años. Claro que el tiempo cambia a la gente. El tiempo y las facturas sin pagar.
—¿Sigues todavía con tu investigación sobre la EMT? —dijo el hombre, cambiando de tema.
—Desde luego.
—La estimulación magnética transcraneal es una técnica anticuada. Deberías dedicar tus esfuerzos a algo más productivo.
—Estoy trabajando con nuevos algoritmos.
—¿Consigues resultados que merezcan la pena? Se requiere mucho tiempo con cada paciente, y los progresos siempre son modestos.
—Creo que la EMT sigue siendo válida para combatir muchas patologías, no solo cerebrales. Pacientes inmunodeprimidos han mejorado su calidad de vida con esta técnica. Conociendo la secuencia de pulsos adecuada, se puede inducir al cerebro a que produzca determinados neurotransmisores cuya carencia produce enfermedades. Incluso he conseguido avances con drogadictos, bloqueando la absorción de las sustancias tóxicas que producen la dependencia.
—Hay un montón de fármacos en el mercado que ya hacen eso.
—Los fármacos son caros, y en las patologías que estudio no curan al enfermo; deben seguir tomándolos prácticamente de por vida. Con la EMT puedo lograr cambios permanentes en el cerebro, sin introducir sustancias extrañas en el paciente; simplemente, le ayudo a que él mismo produzca la química que necesita. En el fondo, el cerebro no es más que un músculo que necesita ser ejercitado; si, por la razón que sea, olvida alguna tarea que debe realizar, yo le ayudo a restablecer el equilibrio.
El móvil de Sebastián vibró en su bolsillo. Anica quería hablar con él.
—Todavía no ha terminado mi jornada —dijo al auricular—. Nos veremos a mediodía.
—No nos queda mucho tiempo —le respondió la mujer—. Escápate un rato. Quedamos en tu casa dentro de media hora.
—¿Y no puede ser en una cafetería cercana al hospital?
—No. Media hora. Te quiero.
La comunicación se cortó.
—Ha surgido un imprevisto y tengo que marcharme. Esta mañana no tengo programadas más operaciones, pero hazme un favor y visita a mis pacientes de la planta.
—¿Qué ocurre? —quiso saber Ribera—. Espero que no sea nada grave.
—Llámame si la cosa se complica aquí. Mañana nos vemos.
El viaje de regreso a su casa le llevó más tiempo del que Anica le había concedido, y eso que no había excesivo tráfico. Sebastián intentó adivinar durante el camino el motivo de tantas prisas. ¿Habían entrado en su clínica privada? La ley le concedía el derecho a presenciar el registro, y la policía no lo había arrestado, de modo que no podía ser eso. A menos que se tratase de un registro ilegal. Sus investigaciones sobre la estimulación magnética transcraneal no se limitaban a lo que le había dicho a Ribera. Había algo más que mantenía en secreto, y que ni siquiera Anica conocía. No era exactamente una investigación ilegal, pero no quería divulgarlo todavía.
La gripe negra que sufrió la Tierra hacía un cuarto de siglo había dejado secuelas en parte de la población afectada. Pequeñas concreciones cálcicas habían crecido en el lóbulo frontal y causaban a los pacientes cefaleas, mareos y, en ocasiones, pérdida de memoria. No era aconsejable la extirpación por cirugía, pues los riesgos superaban a las ventajas, y además, no había garantías de que esas concreciones no volvieran a surgir, pues los intentos de desintegrarlas mediante ultrasonidos o radiología habían sido inútiles. Los fragmentos que se disgregaban volvían a surgir al cabo del tiempo, e incluso alcanzaban un tamaño mayor. Por fortuna, no se conocía que ningún afectado hubiera fallecido a causa de ellos.
De las tomografías cerebrales realizadas a sus pacientes, Sebastián averiguó que se trataba de biotecnología avanzada, abortada durante el proceso de crecimiento. Desconocía cuál era su función, porque para ello el implante habría debido desarrollarse hasta alcanzar las proporciones correctas, pero un pequeño número de pacientes sometidos a estimulación magnética cerebral habían manifestado interesantes efectos. Los implantes eran sensibles a determinadas secuencias de pulsos y producían sorprendentes sincronismos. Un paciente aislado en una habitación que recibiese un pinchazo en el dedo transmitía la sensación de dolor a otro que se hallase en la sala de espera. El efecto solo se producía si ambos poseían quistes cálcicos en los lóbulos frontales.
Sebastián prosiguió sus pruebas y descubrió que una gran variedad de estímulos sensoriales podían ser transmitidos de un paciente a otro, produciéndose sincronismos que duraban entre unos minutos y varias horas, dependiendo de cada persona. En colaboración con la doctora Muhlen, una colega arana que trabajaba en el instituto Barnard de Marte, realizaron pruebas coordinadamente para esclarecer si la distancia influía en el intercambio de estímulos entre dos personas. Si bien la información viajaba a la velocidad de la luz, se constataron igualmente sincronismos neurales entre algunos pacientes de Sebastián y los de su colega. Uno de ellos, Tavi Ohmad, que vivía en la ciudad arana de Barnard, mantenía conexión neural estable con su gemelo que vivía en Barcelona, un drogadicto incluido en la terapia de EMT para curarlo de su dependencia. Sin necesidad de someterse a más sesiones de estimulación magnética, el implante de Tavi se mantenía en fase con el del paciente al que trataba Sebastián, funcionando unas pocas horas al día dependiendo de la posición de la Tierra y Marte en su órbita. Tavi era miembro de los neohumanos y tenía contactos en el planeta que les podrían servir si alguna vez viajaban allí.
Sebastián era consciente de las repercusiones que tendría aquel descubrimiento si salía a la luz, y de lo apetitoso que sería para las autoridades hincarle el diente. El gobierno podría sentirse tentado de derogar ciertas restricciones de uso de nanomedicina en la Tierra, y desarrollar implantes para mantener bajo vigilancia a los opositores al régimen. Tal vez sus temores eran infundados, y al final resultaría que aquellos quistes de calcio no tenían ninguna utilidad práctica, pero mientras hubiese una posibilidad de que alguien se aprovechase de sus estudios para hacer daño, Sebastián mantendría su descubrimiento en secreto. Su colaboradora en Marte era de la misma opinión y hasta la fecha mantenía escrupulosamente su palabra.
Entró en su piso y dejó el maletín en el vestíbulo. Anica conversaba con un hombre cercano a los sesenta años, bajo y rechoncho, que le señaló con el dedo al verlo.
—El doctor Sebastián Arjona —sonrió el hombre, levantándose del sofá con esfuerzo. Sus carrillos sonrosados brillaban por el sudor o por alguna crema cosmética—. Me llamo Abel Baffa. Seguramente Anica le habrá hablado de mí.
—Pues no —dijo Sebastián, confuso, mirando interrogativamente a la mujer.
—Es un ex ejecutivo italiano de Globalpharm millenium —aclaró la mujer—. Va a testificar en el juicio.
—¿Por qué lo has traído aquí? Este piso no es seguro.
—No lo es si se queda mucho tiempo, lo que no será el caso. Siéntate, Sebas.
—Estoy bien de pie.
—Como desees —Anica se encogió de hombros—. La presión policial es insoportable y vamos a anticipar nuestros planes, o nos arriesgamos a que todo el trabajo que hemos realizado en los últimos años se vaya a la basura. Ello incluye sacar a nuestros testigos de la Tierra.
—¿Qué?
—En cuanto abriesen la boca aquí, no durarían un minuto. No llegarían vivos al juicio.
—Tienen que ayudarme —dijo Baffa, nervioso—. Mis antiguos jefes sospechan de mí y ya me han amenazado.
—Además, en la Tierra no podemos esperar que haya un juicio justo —dijo Anica—. El gobierno controla a los fiscales y a unos cuantos magistrados del Tribunal Penal Internacional. Marte es nuestra mejor opción.
—Nuestra única opción —le corrigió Baffa—. Entiéndanme, pese a los cambios climáticos que ha experimentado Marte en las últimas décadas, no es un lugar en el que me apetezca vivir. Aún con los problemas de contaminación y superpoblación que tenemos, prefiero la Tierra. Pero si me quedo aquí, estoy muerto. Conozco los métodos de la compañía, he formado parte de ella durante muchos años y sé que quieren matarme.
—Estoy seguro de que hay otros miembros de la organización más capacitados para proteger a un testigo tan importante como el señor Baffa —objetó Sebastián.
—Los hay, pero no están en Barcelona —dijo Anica—. Abel ha tenido que viajar de incógnito hasta aquí, huyendo de los detectives que ha contratado Globalpharm.
—Los neohumanos tienen pisos en Madrid, Valencia y Sevilla.
—Esos pisos están vigilados. Sebas, deja de protestar y hazte a la idea. Nos ha tocado a nosotros. La decisión ya ha sido tomada —y añadió, con un tono de decepción—. Deberías sentirte orgulloso.
—Sí, mira cómo salto de alegría.
—Entraste en el movimiento para destapar un escándalo que se ha cobrado millones de vidas. Nos ha costado mucho reunir las pruebas, pero ahora las tenemos y no podemos echarnos atrás. Piensa en todo eso antes de que salga por tu boca la siguiente protesta.
Sebastián miró a Anica y, alternativamente, a Baffa. Cuando entró en el movimiento no pensó que algún día le pedirían que se implicase hasta el cuello, pero por otro lado, si permanecía aún en él era porque creía en sus ideales, defender la salud de los ciudadanos de la depredación de las grandes corporaciones y reemplazar el actual sistema por otro más justo. Destapar el genocidio silencioso practicado por las farmacéuticas, en connivencia con el gobierno terrestre, era el primer paso para el cambio.
Y cuando le pedían su ayuda, él ponía excusas.
—Solo por hacerme una composición —dijo finalmente—, ¿en qué medida es importante el testimonio de Baffa?
—Conoce los entresijos de Globalpharm desde dentro. Antes de que lo despidieran, sacó documentación confidencial que compromete a la compañía y a varios políticos, tanto del partido de la fe como de Otro futuro, que lidera Klinger.
—Si algo le sucediese, ¿qué pasaría con el juicio?
—Tenemos dos testigos más dispuestos a cooperar, pero de su protección no nos encargaremos nosotros. La organización lo ha dispuesto todo para que viajemos con documentos falsos en cargueros que cubren la ruta Tierra-Marte. Uno ya se encuentra cerca de su destino y el otro emprendió el viaje ayer. Solo quedamos nosotros.
—Y bien, ¿cuándo esperabas decírmelo?
—No creía que iban a darnos la orden de partir tan rápido.
—Al menos, me gustaría haber contado con un par de semanas para hacer los preparativos.
—No tenemos semanas, sino días. Haz el equipaje, porque tengo billetes abiertos para un vuelo a las Canarias. No sé cuándo saldremos de Barcelona, hay que esperar la llamada de mi enlace. En la Palma embarcaremos en una lanzadera que nos subirá hasta la órbita. Máximo cinco kilos por pasajero, salvo con nuestro huésped, que se le permitirá llevar hasta veinte.
—Un detalle que le agradezco —dijo Baffa tímidamente.
—¿Cuánto tiempo estaremos en Marte?
—Eso depende —dijo Anica evasivamente.
—¿Un mes? ¿Seis? ¿Un año?
—Escúchame, Sebas. Cuando la policía se entere del lío en que estamos metidos, vamos a ser muy populares. Hasta las máquinas de tabaco tendrán nuestra foto. Pasa cerca de una de ellas y se acabó.
—Quieres decir que éste será un viaje sin vuelta atrás.
La mujer le puso los brazos encima de sus hombros y le acarició como si fuese un cachorro que intentase calmar.
—Acabaremos con los gobernantes corruptos de Tierra Unida, porque la verdad prevalecerá —dijo ella suavemente—. Entonces, y solo entonces, volveremos.
Los operarios de mantenimiento de base Selene trabajaban a jornada completa en turnos rotatorios de ocho horas, pese a la ayuda de decenas de robots que se encargaban de las reparaciones más básicas. Algunas secciones del complejo, al darles presión, habían revelado fallos en el aislamiento térmico y sellado de juntas; eso sin contar con los problemas que estaba dando el gigantesco anillo de aceleración de partículas. Arnothy, el jefe de mantenimiento, se veía desbordado por la acumulación de trabajo y el hostigamiento del gobierno, que quería rentabilizar el dinero invertido cuanto antes.
Pero Arnothy tenía un motivo adicional de preocupación. El gobierno les había metido un comisario político entre el personal científico, un español llamado Picazo, con peligrosas amistades en la ultraderecha de Klinger. Picazo estaba obsesionado por encontrar un topo en la base y había iniciado su particular caza de brujas, buscando confidentes entre el personal para que le informasen de cualquier actitud sospechosa o comentarios críticos hacia el gobierno. Lizán era su primera víctima, un pacífico astrónomo que no se metía en líos, cuyo único anhelo era que le dejasen trabajar tranquilo. Lizán era inocente, y Arnothy lo sabía mejor que nadie, pero para tipos como Picazo, todo el mundo tiene algo sucio que esconder. Por una parte, a Arnothy le favorecía que Picazo fuera estúpido y siguiese dando palos de ciego. Con su torpe comportamiento lograría que Delgado, el jefe de la base, se hartara de él y lo arrojase de una patada al exterior sin traje espacial. Pero por otro lado, Arnothy no se sentía bien sin hacer nada, dejando que gente honrada como Lizán tuviese problemas por culpa de aquel inepto.
Arnothy había protagonizado la hazaña más sonada de los últimos tiempos, que puso en evidencia a la agencia espacial. Lástima que no pudiese disfrutar del reconocimiento público de su autoría, pero al menos tuvo el privilegio de estar en el lugar y momento adecuados para frustrar los planes de destrucción de la vida microbiana de Venus. Hacía ya un siglo que se descubrió la presencia de bacterias en la atmósfera venusiana, en altitudes donde la humedad y el calor ofrecían un resguardo natural para el desarrollo de colonias de minúsculos organismos aéreos. No se descartaba la existencia de vida en el subsuelo de Venus, aunque nunca hubo verdadero interés en demostrarlo. Las elevadas temperaturas en la superficie, que fundían el plomo, dificultaron en el pasado cualquier expedición a aquel infierno, aunque ahora se disponía de la tecnología adecuada para enviar robots que penetraran decenas de metros en la roca y aguantasen un período razonable.
Pero el gobierno carecía de interés científico en Venus. Tampoco era culpa exclusivamente suya; los dirigentes que les precedieron fueron aún más anticientíficos, y los que hubo antes que ellos impulsaron una terraformación parcial de Marte, destruyendo ecosistemas naturales de bacterias mediante el bombardeo de la superficie con cometas. Ahora se podía caminar por la superficie del planeta rojo con una máscara de oxígeno y un buen abrigo, pero a costa de renunciar a todos sus secretos biológicos.
Los megalómanos dirigentes de Bruselas pretendían hacer otro tanto con Venus. Si en Marte el problema estribaba en su débil atmósfera y bajas temperaturas, en Venus era justamente el contrario. En algún momento de su pasado, algo fue mal en ese mundo y las nubes acumularon elevadas concentraciones de anhídrido carbónico, desatando un efecto invernadero abrasador. ¿Cómo liberar el calor acumulado? Restableciendo el equilibrio del que Venus disfrutó en el pasado. Las algas creadas por ingeniería genética podían metabolizar el carbono atmosférico, fijándolo en depósitos minerales que regresarían a la superficie para sedimentarse. Este plan no tenía en cuenta que los efectos de las algas sólo se notarían al cabo de siglos o miles de años. Pero los científicos terrestres eran optimistas; multiplicarían por diez los envíos a Venus, y si era necesario inyectarían agua en la atmósfera a través de cometas.
Tal vez la vida en Venus no hubiese ido más allá de las bacterias, pero merecía ser respetada. Los neohumanos vieron una ocasión propicia para atacar al gobierno y frustrar sus planes colonizadores. Arnothy, que trabajaba para la agencia espacial en la Luna, fue el elegido para la tarea. Se le ordenó que colocase un explosivo que se detonaría a distancia en cuanto la nave hubiera despegado del astillero lunar. No habría víctimas, puesto que era una sonda no tripulada, pero Arnothy consideró tosco y carente de imaginación aquel método. Sustituir las algas por un fluido inerte era más elegante, y dejaría a las autoridades mudas de vergüenza.
Lamentablemente, los dirigentes del movimiento no apreciaron su muestra de ingenio. Querían un titular que llenase la cabecera de los periódicos y no obtuvieron nada. La agencia espacial negó oficialmente los rumores de sabotaje, y anunció el siguiente envío para una fecha sin concretar. Envío que había quedado aparcado en el comité de presupuestos del Congreso hasta que se descubriese al culpable.
Si los encargados de la investigación eran tan competentes como Picazo, podía respirar aliviado.
Arnothy había terminado su turno de trabajo, aunque siendo el jefe de mantenimiento de Selene, eso no le garantizaba mucha tranquilidad. La base contaba con escasos centros de esparcimiento; su favorito era la cúpula del invernadero, un lugar amplio, confortable y poco concurrido. Disponían de una amplia variedad de plantas hidropónicas y árboles frutales que alegraban los menús insípidos importados de la Tierra. Aunque Arnothy se ganaba la vida con la ingeniería espacial, su pasión era la biología, a la que dedicaba su tiempo libre. Con autorización de Delgado, había convertido aquel espacio verde en su campo de juegos. Ensayaba nuevas variedades adaptadas a la baja gravedad lunar, altas y espigadas, erguidas por encima de las especies vegetales normales. Sus nuevos ejemplares de encinas, que plantó hace pocos meses, ya habían alcanzado cuatro metros y seguirían creciendo hasta rozar la cúpula, a treinta metros sobre su cabeza. Entonces se convertirían en un problema y tendría que encaramarse a la copa para podar las ramas más frondosas. El plástico de la bóveda era de material inteligente, con vesículas internas de autosellado en caso de grietas, pero no hacía milagros, y Arnothy no confiaría su vida a ese material.
Se acercó a sus tomateras para comprobar el grado de madurez. Los frutos, grandes como sandías, aparecían sanos y brillantes a la vista, pero al tacto estaban duros. Sería la primera cosecha de esos nuevos tomates y había expectación en la base por hincarles el diente. Por eso Arnothy los vigilaba de cerca. Él los cultivaba y le correspondía el honor de probarlos primero.
—Aún están verdes —dijo una voz a su espalda—. Aunque por su aspecto nadie lo diría.
Lizán también había tenido la idea de pasear por allí. El astrónomo mostraba un rostro gris y apesadumbrado; Arnothy no tuvo que pensar mucho para saber la causa.
—No es seguro que me vayan a renovar el contrato —dijo Lizán—. El mes que viene podría volver a la Tierra.
—No encontrarán a nadie mejor para dirigir el observatorio.
—Buscan un cabeza de turco por el asunto de la anomalía, y me han encontrado a mí. No sé qué puedo hacer; he hablado con Delgado y él tiene sus propios problemas. Tampoco es que le culpe.
—Pues alguien tendría que pararle los pies a Picazo.
—He pensado en cerrar la válvula de aire de su cabina mientras duerme, pero el papeleo que vendría después me contiene —dijo el astrónomo—. Aunque supongo que estas averías pueden ocurrir, ¿no? El acabado de Selene deja mucho que desear —sonrió—. Es broma.
—Claro —respondió Arnothy, alzando una ceja escéptica.
Lizán cambió de tema.
—¿De dónde viene tu afición por la botánica? Es poco frecuente en un ingeniero.
—Mi vocación es la biología —aclaró Arnothy—. Cuando me gradué, obtuve una beca de investigación del gobierno sobre astrobiología venusiana, pero luego vinieron los recortes, me quedé sin empleo y tuve que reciclarme.
—¿Trabajaste en el proyecto de terraformación de Venus?
—Como ingeniero, no como biólogo.
—Sigo con interés las noticias sobre la siembra de algas, pero hace meses que no hay información.
—El cargamento inicial de algas era pequeño —explicó Arnothy—. Los vientos huracanados de Venus debieron dispersarlas por toda la atmósfera.
—Pero eso ya se tuvo en cuenta. Los contenedores debían abrirse a una altitud donde el flujo de aire…
—Es evidente que no se abrieron en el momento preciso.
—Lástima. Costó mucho encontrar los fondos para el programa, y este contratiempo lo retrasará aún más.
—Y qué. Venus cuenta con vida microbiana autóctona. ¿No te preocupa que nuestros experimentos acaben con ella?
—Me preocuparía si fuesen venusianos de carne y hueso, pero solo son bacterias —dijo Lizán con indiferencia.
—¿Bacterias?
—Sí. Pequeños organismos sin más interés que el meramente académico.
—Tu cuerpo está compuesto de millones de pequeños organismos que actúan en asociación. Se llaman células.
—Pero no piensan individualmente.
—Supón que alguien hubiera intervenido en el pasado de la Tierra, eliminando la vida microbiana antes del Cámbrico. ¿Estarías tú aquí?
—Arnothy, creo que está fuera de duda que en Venus no se dan las condiciones para que se desarrolle vida macroscópica. Se trata de un planeta muerto; la actividad biológica en sus nubes es ínfima.
—Todavía no sabemos qué podemos encontrarnos en el subsuelo.
—Lo mismo que en Marte: nada que merezca la pena salvar. Mira, entiendo tu punto de vista y hasta siento simpatía por él, pero si nos parásemos a pensar en las implicaciones éticas a cada paso que damos, no habríamos salido de la Tierra.
Arnothy había oído aquellas justificaciones muchas veces, y que saliese de boca de los gobernantes o de individuos como Picazo no le sorprendía, pero oírlas de personas inteligentes como Lizán le molestaba mucho.
—La actividad biológica es un producto accesorio de la química, no tiene una razón finalista —continuó Lizán, añadiendo más sal en la herida—. Los ecologistas santifican ese producto residual incluso en sus manifestaciones más primitivas, como los microbios. Estamos aquí por puro azar. Tanto podíamos existir como no.
—Cierto, pero ya que la vida es tan rara en el universo, ¿no crees que tenemos la obligación de preservarla allí donde la hallemos?
—No es rara; la hemos hallado en Venus, Marte, en dos lunas de Júpiter; seguro que está por todas partes si buscamos atentamente. Lo difícil es que se transforme en seres complejos.
—¿Y qué harías si encontrases esos seres?
—No lo sé. Ni siquiera creo que existan. Las bacterias de Venus y los hongos de Marte llevan perdidos en un laberinto desde hace millones de años, sin encontrar la salida y evolucionar a la consciencia. Nuestra llegada a esos planetas no cambia sustancialmente nada.
—Marte ha tenido climas más cálidos en otras épocas. Eso podría volver a suceder. El Sol se está haciendo poco a poco más caliente, y dentro de varios millones de años, la ecosfera de nuestro sistema se desplazará de la Tierra a Marte.
—Mejor que hayamos empezado ya a colonizarlo, por lo que nos depare el futuro, ¿verdad?
—Lo que quería decir es…
—Vivimos en un cosmos hostil, Arnothy. Nuestra obligación como especie es crecer y expandir la inteligencia humana a otros mundos, antes que la Tierra se convierta en un nuevo Venus. Es el instinto de supervivencia el que nos impulsa a viajar a otros lugares. Cuando la caza se agota en nuestro territorio, debemos viajar más allá a por alimento.
—La caza se agotó porque no aceptamos ponernos límites como especie. No habría necesidad de esquilmar otros lugares si hubiésemos respetado unas normas mínimas.
—Oh, bien, entonces estarás de acuerdo con el programa de control de población del gobierno.
—Malinterpretas mis palabras.
—Hablas de poner límites. Alguien lo hace y la gente protesta. ¿En qué quedamos?
—Trataba de mantener una conversación civilizada contigo, pero mejor lo dejamos.
—Espera —Lizán lo detuvo—. Estoy en contra de la política del gobierno. Mi principal defecto es que hablo demasiado, a veces mantengo una postura y la contraria porque me gusta la polémica, pero mis comentarios han ido a parar a oídos peligrosos. Mi bocaza es el origen de los problemas que tengo con Picazo.
—Entiendo —murmuró Arnothy, receloso.
—Que no pensemos igual no nos convierte en enemigos. Valoro el trabajo de los xenobiólogos, de verdad. Aunque sea una causa perdida.
—No lo es.
—Quizá no lo sería, si el mundo estuviese regido por gente sabia, pero no es el caso. Te quejas de que la xenobiología le importa un pimiento al gobierno, pero lo mismo ocurre con la astronomía. ¿Qué uso crees que le darán al parque de radiotelescopios que quieren instalar aquí? Acabarán destinándolo a usos militares. Permiten mi presencia por una cuestión de imagen, como este jardín: los telescopios son decorativos y hasta cierto punto útiles. Pero lo que le interesa al gobierno es el acelerador de partículas.
—Yo pensaba que el modelo de física subatómica se cerró definitivamente en el siglo XXI —aventuró Arnothy, dejando patente ante su interlocutor su ignorancia en la materia.
—No contábamos con aceleradores lo bastante potentes. Ahora se nos abre un campo nuevo que no sabemos adónde nos conducirá. Podríamos demostrar o refutar teorías que hasta ahora eran especulaciones matemáticas, como la física de branas o los twistores.
—No me hables en griego.
—Si tenemos éxito, tendrás que aprender griego. No es tan difícil cuando le coges el truco.
—Guárdate esas especulaciones para ti. Prefiero el mundo real —Arnothy señaló uno de sus tomates—. Gracias a este producto accesorio de la química, como tú lo llamas, sigues vivo y puedes hacerte preguntas sobre el sentido del universo. Mientras los twistores no se puedan cocinar como los tortellini, me da igual que el acelerador de partículas los descubra. No me va a quitar el sueño.
Célebres palabras que Arnothy no iba a tardar en lamentar.