1: La noche herida

I

Cuatro días de retraso. Un sistema de impulsión revolucionario, lo último en antorchas de fusión, y en su segunda prueba en espacio abierto se había incendiado el circuito de refrigeración del motor. El general Velasco contemplaba impotente los trabajos de reparación a través de su pantalla, pensando en el ridículo que haría el Talos, la nave que comandaba, durante las maniobras que tendrían lugar en la órbita de Marte la próxima semana. Ni siquiera estaba garantizado que llegaran a tiempo de participar en los primeros ejercicios; desde la cubierta de ingeniería, el teniente Soto le sugería que diesen media vuelta y volviesen al muelle orbital ahora que estaban a tiempo. Velasco había respondido adjudicando turnos dobles a todo el personal para que ayudaran en las reparaciones. Tres de sus hombres se encontraban fuera, en trajes de actividad extravehicular, tapando brechas en el casco, mientras en la sala de máquinas se trabajaba frenéticamente para activar los motores en cuanto fuese posible.

Se encontraban a mitad de camino y a efectos prácticos daba igual volver a la Tierra que continuar hacia Marte. Si había que realizar nuevas reparaciones, la estación orbital marciana disponía de lo necesario. Nada ganaban dando marcha atrás, salvo convertirse en objeto de mofa.

Hay dos maneras de hacer las cosas: bien o rápido. Los muchachos de la agencia espacial que diseñaron la nueva antorcha habían optado por la segunda, en la falsa creencia de que rapidez es sinónimo de eficacia. Pero ellos no viajaban en el Talos. Cuando uno no pone su vida en juego, es fácil apostar con fichas ajenas. Los motores habían superado las simulaciones por ordenador y estaban garantizados contra averías por un período de diez años. Tal vez por eso, Velasco no confiaba en los ordenadores, ni en las IAs, ni en los humanos que habían abandonado su cuerpo físico para vivir una existencia virtual, ni en nada que sonase a sintético, a virtual, a emulación. A falso.

El coronel Godunov, un ruso corpulento con exceso de peso, entró en el puente de mando, flotando como un cachalote mareado, y observó los datos de su terminal frunciendo el ceño.

—Odio trabajar sin gravedad —gruñó—. Estos cambios bruscos me reventarán las tripas.

Godunov acababa de cumplir los sesenta. Tenía veinte años más que él, pero aún no había logrado ascender a general. Ambos sabían por qué.

—Tus tripas reventarán, y no será la falta de gravedad la culpable —le recriminó Velasco.

—Estoy bien —Godunov ocupó con torpeza su puesto y cambiando rápidamente de tema, añadió—: Los estás agotando. Deberías darles un respiro.

—Ya descansarán durante el resto del viaje. Ahora, nuestra prioridad es reparar el motor.

—No estamos en guerra y son unas maniobras más. ¿Qué te preocupa? Si puedo saberlo, claro.

—Quiero valorar la respuesta de mis hombres ante una situación crítica. Como ejercicio táctico, esta avería les enseñará a coordinarse como equipo.

—Los agotarás antes de que empiecen las maniobras, y entonces… —Godunov recibió una llamada a través del subauricular implantado en la oreja izquierda, y murmuró: —¿Sí? —una pausa—. Lo sé, lo sé. Bien. No, las reparaciones tienen prioridad. Infórmeme en cuanto reciba el parte meteorológico —otra pausa—. Ya sé que la Luna se interpone en la visual con la estación de control terrestre. Envíe un mensaje al instituto Selene. Corto.

—Qué ocurre.

—Gritsi, la oficial científica. Desde hace una hora viene detectando un flujo débil de radiación.

—¿Del Sol?

—Es una novata y todavía no lo sabe.

—Nuestros partes no prevén actividad solar en estos días.

—Lo sé; por eso le he pedido que lo confirme.

—Deberías haberme avisado.

—Dijiste que las reparaciones tienen prioridad, y los niveles de radiación son muy bajos. Seguro que es algún resto de chatarra radiactiva que anda por ahí fuera dando tumbos.

—Iré a ver qué ocurre.

Velasco se elevó sobre la consola de mandos y flotó hacia la salida del puente. Su atlética retirada fue entorpecida por una agenda electrónica y un envase de gelatina de fresa, que alguien —posiblemente Godunov— había olvidado. Los apartó de un manotazo y alcanzó la escalerilla de acceso a las cubiertas inferiores.

Encontró a Gritsi en la enfermería, tecleando frente a la pantalla. La mujer se sorprendió de la presencia del general y trató de incorporarse.

—Descanse —dijo Velasco—. No se exigen saludos militares dentro del Talos, incluso cuando la aceleración nos permita caminar en vez de nadar.

—Señor, ¿ha venido a causa de mi llamada al coronel? —dijo ella, nerviosa.

—Así es. ¿Ha identificado ya la procedencia de la fuente de radiación?

La alférez Gritsi se humedeció los labios y alzó un bloc de papel electrónico. Era joven, de unos veinticinco años, y aquél era su primer destino a bordo de un crucero de combate. Su expediente académico era intachable, pero como opinaba Godunov, su experiencia se reducía a las aulas y los escenarios simulados del ejército.

—No estoy segura, porque hay una fuente de radio asociada y necesitaría verificar la posición por triangulación, pero descarto que proceda del Sol.

—¿Considera que hay riesgo para los hombres que trabajan ahí fuera?

—El nivel de radiación no es peligroso, pero como precaución aconsejo que regresen a la nave hasta que me lleguen los datos de la base lunar Selene. Ellos tienen visual directa sobre la zona donde creo que se halla la radiofuente, sin atmósfera que distorsione las mediciones.

—Infórmeme de las novedades. Ahora, llame al equipo EVA para que suspendan las labores en el casco y regresen de inmediato.

Gritsi cumplió rauda la orden, satisfecha por aquel voto de confianza de la máxima autoridad del Talos.

—¿Desea algo más, general? —dijo ella, al girar su silla y comprobar que todavía seguía allí.

Velasco se paseó por la enfermería. Ni una sola pieza del instrumental estaba fuera de su sitio. Nada flotaba a la deriva y el estado de limpieza y orden de los equipos era perfecto.

—¿Está familiarizada con los nuevos escáneres médicos que instalaron antes de nuestra partida?

—Sí, general. Y espero no tener que utilizarlos en esta misión.

—Yo también, pero ya ha visto lo ocurrido en la sección de motores, y eso que tuvimos suerte de que no hubiese heridos.

—Circulan rumores entre la tripulación acerca de… —Gritsi vaciló— las maniobras.

—Siga.

—Sé que estaban planificadas desde hacía seis meses, pero se comenta que las relaciones entre los gobiernos de Marte y la Tierra han llegado a un punto crítico, y que nuestro presidente podría utilizar a la flota para lanzarles una advertencia.

—Le preocupa entrar en combate en su primera misión.

—Estoy preparada para ello.

—Godunov no lo cree así. No para de quejarse de usted.

Gritsi enmudeció, ruborizada.

—¿Cuál es el motivo? —inquirió Velasco.

—No lo sé.

—Se conocían antes de venir al Talos.

Sonaba como una afirmación en lugar de una pregunta. Gritsi no tuvo más remedio que cabecear afirmativamente.

—¿Dónde?

—Con todos los respetos, es algo personal, general.

—Está bien. Pero desde el momento en que ustedes dos sirven en esta nave, ambos dejarán a un lado lo personal y se concentrarán en lo profesional. No quiero discusiones.

—Le aseguro que no tengo intención de discutir con un oficial superior.

—Por si esto la tranquiliza, las maniobras forman parte de ejercicios rutinarios del alto mando, que se organizan periódicamente para probar la eficacia de nuestras naves y tripulaciones. Igual que usted espera no tener que estrenar su equipo médico, yo también deseo que los cañones del Talos no apunten más que a blancos simulados.

—Sin embargo…

—Hay mucha gente interesada en realizar lecturas políticas de cada decisión del gobierno. Sé que unas maniobras cerca de Marte generan inquietud y recelo entre la población de ese planeta, porque es la primera vez que se programan. Pero algún día, el gobierno arano podría necesitar nuestra ayuda y la flota debe estar preparada para ofrecérsela. A pesar de lo que haya oído de ellos, los aranos siguen siendo humanos.

—Nunca he albergado dudas al respecto —replicó ella, molesta por aquella aclaración.

—Los ejercicios de la semana que viene son una forma de ensayar escenarios de conflicto, para que no haya fallos si un día lo hipotético se convierte en real —Velasco recibió una llamada por el intercom. A diferencia del resto de la tripulación, él no llevaba un implante en el oído, y como era el comandante, nadie podía obligarle a ello—. ¿Qué ocurre, Godunov?

Gritsi observó interesada la conversación, al menos la mitad de ella, ya que no podía escuchar qué decía el segundo al mando; pero con oír las contestaciones de Velasco tuvo bastante.

El ruso se quejaba a su superior de que no se había respetado la cadena de mando para enviar de regreso al equipo de reparaciones, el cual se hallaba bajo su directa responsabilidad, y correspondía a Godunov hacer cumplir la orden de Velasco. En el fondo de aquella protesta bizantina latía la sospecha de que Gritsi había aprovechado la visita de Velasco para dejar al coronel en mal lugar.

—No soy la única que tiene problemas con él —murmuró la mujer con cierto deleite, cuando la conversación finalizó.

—Fui alumno suyo en la academia. ¿Lo sabía?

—Algo he oído.

—Fue un buen profesor; quizá el mejor que tuve en mi época de cadete. Aprendí muchas cosas de él que me ayudaron en mi carrera militar.

—Pero… —Gritsi calló para que su interlocutor completara la frase.

Velasco sonrió.

—Godunov aún cree que tiene cosas que enseñarme en mi propia nave.

La enfermería fue sacudida con violencia. Un armario se abrió y algunos frascos de plástico escaparon, derramándose un puñado de cápsulas azules por el aire. Velasco se acercó a la consola y llamó al sargento que dirigía las reparaciones en el exterior.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé, general —contestó el sargento—. Acabamos de entrar en la esclusa de la cubierta de popa, tal como nos ordenó, y estamos esperando que haya presión para entrar.

—¿Quiere decir que no se ha quedado ningún equipo ahí fuera?

—Así es.

—Tal vez una pieza se ha desprendido del casco. Envíe a un minibot para comprobarlo e infórmeme de lo que encuentre —Velasco cerró la comunicación.

—No creo que sea eso —Gritsi activó las cámaras telescópicas adosadas en el exterior del casco—. Mire.

A unos seiscientos mil kilómetros de popa, un destello de energía iluminó el firmamento como una pequeña nova. Velasco dio la alarma y ordenó a todo el personal que se dirigiera al refugio antirradiación. Inmediatamente, cogió a Gritsi de la mano y se elevaron hacia la salida del techo.

El refugio era el módulo más resguardado de la nave, blindado para resistir el bombardeo de las tormentas de radiación solar. Las paredes interiores alojaban los tanques de agua de la nave, reforzando la protección contra las partículas energéticas.

El medio centenar de efectivos que componían la tripulación del Talos acudió prontamente al refugio, incluido un malhumorado Godunov, que aventajando a los soldados jóvenes, demostró más celeridad de la que se le suponía a un hombre de su edad.

Velasco dirigió desde el habitáculo las operaciones para averiguar qué ocurría, y como precaución activó el sistema automático de defensa para que derribase cualquier objeto que entrase en su rango de tiro.

El destello de energía había desaparecido, y el nivel de radiación en el exterior había bajado a los parámetros normales. En la pantalla de radar tampoco aparecía ningún objeto. La nave más próxima era el Nimrod, y se hallaba a treinta millones de kilómetros, cerca de Marte.

Aquello era muy extraño. Allí fuera no había nada que pudiera haber causado la explosión. Pero era innegable que algo había estallado con enorme potencia a dos segundos luz, sacudiéndoles como si fueran un corcho. ¿Qué carga nuclear se necesitaba para conseguir semejante energía?

Velasco transmitió un informe a la flota, y apremió a la base Selene para que les enviasen los datos que Gritsi había pedido hace rato. Considerando que el peligro había pasado, anuló la alerta y la tripulación regresó a sus puestos.

El informe le llegó en el puente de mando, mientras repasaba con Godunov la marcha de las reparaciones. El director del instituto Selene se disculpaba por no haberse puesto en contacto antes, y lamentaba que no pudiera servirle de ayuda en estos momentos, porque el telescopio óptico y los tres radiotelescopios de que disponía la base científica se hallaban fuera de servicio, debido a labores de mantenimiento. El Congreso había recortado el presupuesto de la base y los fondos disponibles se concentraban en la puesta a punto del colisionador de partículas, un espectacular anillo de doscientos kilómetros de diámetro cuya construcción había consumido cinco largos años. Miles de millones de creds habían sido invertidos en su montaje y ahora, una vez concluido, el Congreso cicateaba las cantidades que se necesitaban para levantar el instrumental astrofísico que se había proyectado levantar dentro del anillo.

Eso dejaba a los tripulantes del Talos como únicos observadores de aquel misterioso fenómeno. Horas después, los observatorios terrestres concentraron su atención en la zona donde apareció el destello, y no captaron nada. Fuese lo que fuese, había desaparecido sin dejar rastro.

Salvo un detalle. Un asteroide de mediano tamaño, el DFE 254 que orbitaba entre la Tierra y Marte se había alejado un centenar de kilómetros de su curso.

A consecuencia de ello, el almirantazgo le envió nuevas órdenes: en cuanto el reactor de fusión fuese reparado cambiaría el rumbo para dirigirse hacia aquel asteroide.

II

No fue el único acontecimiento preocupante de la jornada. El director general de energía había viajado hasta el campo de colectores solares de Mare Serenitatis, situado en la Luna, para proceder a su inauguración. La planta radiaría energía mediante microondas a la Tierra, donde sería distribuida a través de la línea eléctrica para aliviar la escasez de fluido que obligaba al gobierno a cortar el suministro durante varias horas al día. El director de energía se apuntaba un tanto para el ejecutivo y había invitado a docenas de periodistas para que viajasen a la Luna en un vuelo subvencionado, a cubrir el evento.

Nadie supo cómo aquel terrorista camuflado de reportero pudo subir a la lanzadera y sortear los controles de seguridad. Los análisis posteriores de la policía determinaron que el explosivo se hallaba alojado en el interior de su cuerpo, en bolsas de gel junto al hígado y los pulmones. Por separado eran inertes, pero al juntarse desencadenaban su potencia letal. El director general, varios miembros de su escolta y un puñado de periodistas murieron a consecuencia de la explosión. Todas las cadenas de televisión del mundo retransmitieron el suceso en directo.

El doctor Sebastián Arjona no había tenido un buen día en el hospital, y lo último que necesitaba era una noticia como aquella para acabar de estropearlo. El movimiento neohumano había reivindicado el atentado poco después, y eso le atañía directamente, porque él pertenecía a esa organización.

Los neohumanos exigían igualdad de derechos sanitarios y la abolición de la prohibición sobre uso de nanotecnología médica. En Marte se había logrado prolongar la esperanza teórica de vida de sus habitantes en varios siglos; al menos sobre el papel, porque su uso era relativamente reciente y ningún portador de biomáquinas superaba aún los cien años. Los humanos nacidos en Marte, llamados aranos en honor a Ares, el dios griego de la guerra, estaban preparados genéticamente para vivir en las duras condiciones del planeta rojo. Aunque éste había sido alterado parcialmente para incrementar su temperatura y presión, Marte carecía de un campo magnético global y la radiación ultravioleta del Sol y los rayos cósmicos causaban daños severos en el organismo a largo plazo. La implantación de diminutas máquinas en el torrente sanguíneo que reparasen esos daños era, más que un capricho, una necesidad si se quería seguir vivo en aquel mundo hostil.

El gobierno incentivó la emigración de empresas a Marte para facilitar su colonización. Pocas se marcharon, los gastos eran enormes y los beneficios, si llegaban, se recogerían dentro de mucho tiempo.

Sin embargo, llegaron. Y justificaron plenamente la inversión.

En la actualidad, las empresas establecidas en Marte eran titulares de la práctica totalidad de patentes de biotecnología. Sin su autorización, la Tierra no podía beneficiarse de la prolongación de la vida que ofrecía la nanomedicina. Pero la cuestión no estribaba en que las empresas de Marte negasen sus productos a un mercado ingente de consumidores. Era el propio gobierno de Tierra Unida quien la había prohibido en los humanos.

Hacía veinticinco años, y a raíz de los intentos de algunas empresas terrestres de replicar biomáquinas sin pagar derechos a Marte, surgió una epidemia causada por una bacteria artificial resistente a todos los antibióticos conocidos. En aquella época no existía un gobierno unificado de la Tierra, y la epidemia, conocida popularmente como gripe negra por su rápida propagación y gravedad de los síntomas, se convirtió en una crisis de alcance planetario que obligó a las distintas naciones a trabajar juntas para solucionar el problema. Marte les ofreció una cura, pero a cambio pidió un tratado que garantizase su independencia. Tras meses de incertidumbre y con la red sanitaria colapsada por oleadas de infectados, la Tierra firmó el tratado. Marte cumplió su palabra y la epidemia desapareció en cuestión de semanas.

Ésa era la explicación oficial de que la nanomedicina siguiese prohibida para los humanos que vivían en la Tierra. No era una tecnología segura y cualquier alteración de sus componentes podían convertir una biomáquina en una bomba de relojería con efectos devastadores.

Los neohumanos no aceptaban esa explicación. En Marte había dos millones de personas portadoras de biomáquinas, que vivían sin ningún problema. Es posible que la epidemia de hacía veinticinco años fuera un intento de las compañías aranas, para evitar que su tecnología se comercializase sin licencia, o quizá la desató una empresa de la Tierra al intentar imitar esa tecnología. Pero había una tercera explicación, y ésa era la causa de que Sebastián Arjona, un neurólogo que compaginaba su trabajo en un hospital con su consulta privada, hubiese entrado en el movimiento.

Los neohumanos habían sido históricamente una organización pacífica, que presionaba al gobierno para que los logros sanitarios alcanzados en Marte fueran patrimonio de la humanidad. Llevaban años luchando en todas las instancias para que eso fuera así, sin mucho éxito. Pero algo estaba a punto de cambiar esa situación, y desgraciadamente el gobierno lo sabía. Por tal motivo, la policía llevaba hostigándoles desde hacía meses, cerrando sus centros de reunión y deteniendo a militantes por motivos triviales. Algunos miembros respondieron atacando bienes del gobierno federal, afortunadamente sin víctimas. El ministerio de Seguridad, dirigido por un ultraderechista, Hans Klinger, halló así una excusa para incrementar la represión, lo cual originó más violencia y más detenciones.

El atentado de Mare Serenitatis lo había cambiado todo.

Los neohumanos respetaban la vida, era su razón de ser, lo que les unía y daba sentido a sus actos. Jamás se habían planteado matar a nadie como forma de presión. A Sebastián le costaba creer que aquello pudiese estar sucediendo.

El gabinete de crisis del gobierno federal estaba reunido en Bruselas, para estudiar las medidas a tomar. Una coalición de partidos conservadores ostentaba el poder desde hacía cinco años, tras desbancar al partido de la fe en unas elecciones muy polémicas. De un gobierno religioso de tintes involucionistas se había pasado a otro que cobijaba a peligrosos compañeros de viaje. El partido más extremista de la coalición, Otro futuro, propugnaba la confiscación de las propiedades aranas en la Tierra y el cese de relaciones comerciales con Marte. Con un ideario así, era inquietante que el presidente del gobierno hubiera nombrado como ministro de Seguridad precisamente a Klinger, el líder de aquel partido.

Sebastián llegó a su piso, situado en el segundo anillo periférico de Barcelona, con la radio zumbándole en los oídos y la mente poblada de nubarrones. Una cadena de noticias aseguraba que el autor del atentado era un arano; el gobierno no lo desmentía y algunos radicales habían salido a las calles para manifestarse contra los ciudadanos de Marte. Desconectó el receptor y se arrojó en un sillón, preguntándose qué más podía ir mal.

Anica había llegado antes que él. Llevaban viviendo juntos seis meses y su relación podía llamarse de cualquier forma menos fácil. No sabía cuándo iba a estar en casa, a veces aparecía con gente extraña, en ocasiones se marchaba durante varios días, sin aviso previo, y no le explicaba dónde había ido y qué había estado haciendo. Sebastián intuía que aquella relación no duraría mucho y que Anica se iría un día de su casa y no volvería a verla.

La mujer le saludó y se sentó a su lado. La croata acababa de cumplir treinta y seis años, cuatro menos que él. Era difícil verla sonreír, pero aquel día estaba feliz. En su mirada, Sebastián captó algo que no le gustó.

—Tú sabías lo del atentado antes de que sucediese, ¿verdad? —le espetó él.

—Deberías asistir más a las reuniones —dijo ella—. Siempre estás enfrascado en el hospital. Hay otras cosas ahí fuera, Sebas; se avecinan grandes cambios.

—No estoy de acuerdo con la estrategia de ir matando gente. Nos perjudica.

Ella volvió de la cocina con una lata de cerveza y rodeó su sillón.

—Por qué —dijo, desafiante, y bebió un trago.

—No está bien.

Anica se atragantó. Se le quedó mirando fijamente, y luego estalló en carcajadas.

—¿No está bien? ¿Acaso hay algo en nuestro planeta que sí lo esté?

—¿Desde cuándo sabías lo del atentado?

Ella manoseó la lata de cerveza, incómoda. Se sentó, volvió a levantarse, dio una vuelta por el salón y sacó un libro de la estantería, contemplándolo con asco.

—¿Por qué coleccionas trozos de árboles muertos? Te comportas como un ecologista que defiende a los animales y pide solomillo para cenar.

—Yo no me como mis libros.

—No seas literal cuando te conviene, sabes bien a qué me refiero —Anica hizo una pausa—. Tres semanas.

—¿Qué?

—Lo del atentado. Lo sabía desde hace tres semanas.

—Y no me habías dicho nada.

—Adivina por qué —la mujer bebió otro trago—. ¿Quieres?

Sebastián negó con la cabeza.

—Quería ahorrarme esta estúpida discusión —continuó ella—. Eres demasiado bueno; tan inocente como un niño —le besó—. Deja a mamaíta que se ocupe de esto.

—Se dice que un arano ha sido el autor.

—Correcto.

—¿Quién es?

—No lo conoces.

—Quiero saberlo.

Anica suspiró, resignada.

—Se llama Nun. Cuando nos sugirió el plan, le dijimos que no teníamos infraestructura en la Luna para cometer un acto de esa magnitud, pero él nos contestó que se encargaría de todo y que no nos preocupáramos.

—Un poco extraño, ¿no crees?

—La organización se fía de él. Hace meses que Nun nos pasa información de lo que sucede en Marte. Posee contactos en el gobierno y en empresas de biotec.

—Hablas en presente como si todavía viviese. En las noticias han salido imágenes de sus restos: los cogían con pinzas y los echaban a un cubo.

—La carne sólo es un recipiente. Nun seguirá vivo en otro cuerpo.

—He tratado en mi consulta a pacientes que alquilaron sus cuerpos a aranos. ¿Sabes el daño que eso produce a un cerebro humano? La personalidad del anfitrión es destruida en el proceso de implante de la conciencia huésped.

—Nadie les obliga a ofrecerse en alquiler —Anica se encogió de hombros.

—Cuando se llega a tal extremo, no creo que esa pobre gente tenga dónde elegir.

—Es posible, pero así son las cosas y tú no puedes cambiarlas.

—Entré en el movimiento neohumano porque creo que pueden cambiarse. Y tú también, Anica.

La mujer sonrió. Bebió el último trago de cerveza y arrugó el bote con un movimiento seco.

—Sí —dijo—. Pero es necesario aplicar una fuerza para obtener un cambio, como con esta lata. Intenta susurrarle buenas palabras, a ver si se deforma.

—Estás confiada en que lo de hoy no nos afectará, pero en el hospital hay un lío del demonio por culpa de mi denuncia a Claude.

—¿El del laboratorio de calidad de ADN que acepta sobornos?

—El mismo. La policía ya investiga el caso, y eso me incluye a mí también.

—Pero qué tienes que ver con él.

—Claude se va a defender a la desesperada. Me va a arrojar lo que encuentre, aunque solo sea para vengarse. Los miembros del movimiento estamos hoy más que nunca en el punto de mira del gobierno.

—Claude no sabe que tú eres de los nuestros.

—Tampoco se ha tomado la molestia de investigarme.

—¿Tienes miedo? —Anica puso los brazos en jarras—. ¿Es eso lo que te preocupa?

—Claro que no.

—Sientes que tu pellejo está en peligro y la tomas conmigo.

Sebastián no sabía qué decir.

—No la estoy tomando contigo —logró balbucir, colocándose a la defensiva.

—Oh, claro que sí.

—Deberías haberme informado de los planes de la organización.

—Supón que te hubieran detenido. Te llevan a comisaría, te atiborran de drogas y cantas. Habrías desbaratado el plan.

—Eso también te podría haber pasado a ti.

—Solo que yo no tengo problemas en mi centro de trabajo, y tú sí. Has llamado la atención de las autoridades por tu maldito sentido de lo que no está bien.

Sebastián se levantó, confuso.

—Creo que también tomaré una cerveza —y se refugió en la cocina. Anica era experta en darle la vuelta a sus argumentos y volverlos contra él.

Abrió el frigorífico y una voz empezó a cuchichear que la leche había caducado hacía dos días, que necesitaba reponer huevos y que había oferta de su marca de yogur en el supermercado. No quedaban cervezas, la que se había bebido Anica era la última, así que tuvo que conformarse con un vaso de agua desalinizada, de la depuradora del puerto.

En su fuero interno admitía que ella estaba en lo cierto. Tenía miedo de perder su trabajo, de lo que la policía podía hacerle si descubría su vinculación con los neohumanos, de pasarse el resto de su vida entre rejas. Cometió un error apuntándose al movimiento, sus fines humanitarios se habían contaminado con una ideología que justificaba cualquier medio, algo demasiado próximo a aquello que decían combatir.

—¿Cómo se desactiva el parlante del frigorífico? —preguntó.

—No lo sé —dijo Anica—. ¿Por qué? Te avisa si la leche está agria.

—No necesito que me avise. Me basta con olerla.

—Un día lo abrirás y saldrá una sustancia fungosa que inundará la casa. Deberías hacer más caso a tu frigorífico, y de paso a los que tienes a tu lado.

—Dejemos lo de Claude. Ya está hecho. Además, cuando lo denuncié no sabía lo que estabais tramando.

—Te repito que fue mejor para ti que no lo supieras —Anica recibió una llamada y se retiró al dormitorio. Poco después volvió a salir, se puso un impermeable, pues había empezado a llover, y se dirigió a la puerta—. Lo siento, cariño, no puedo quedarme a cenar. Ya nos veremos mañana.

—¿Quién quiere verte a estas horas? ¿O también es mejor que no lo sepa?

—Quizá tengas razón en que el atentado lo va a precipitar todo —dijo enigmáticamente—. No me esperes despierto.

III

En la base Selene, situada en la cara oculta de la Luna, también se seguían con inquietud los acontecimientos. Aunque Selene se hallaba lejos del lugar del atentado, la seguridad en las instalaciones se había reforzado al máximo nivel.

El complejo se diseñó para albergar a unas trescientas personas entre investigadores y personal de apoyo, pero el Congreso de Tierra Unida recortó el presupuesto y de la plantilla prevista solo se habían cubierto veinte puestos. Las instalaciones de radioastronomía no estaban terminadas, y al ritmo al que iban las obras puede que no lo estuviesen jamás. Los gastos para la ejecución del acelerador de partículas, una estructura en forma de anillo de doscientos kilómetros de diámetro, visible desde la órbita, habían sido muy superiores a lo calculado, lo que repercutió en detrimento de otros proyectos de investigación.

Luis Delgado puso todo eso por escrito en su informe, lo adornó con algunos detalles de su cosecha y pulsó la tecla «enviar». Cuando aceptó el cargo de director de la base pensó que se trataría de un puesto cómodo y con poco trabajo, al menos durante los primeros meses. Nada más lejos de la realidad. Desde la Tierra se le apremiaba a que justificase por qué los tres radiotelescopios y el telescopio óptico de la base se encontraban en parada técnica cuando se produjo la anomalía, término éste, usado para referirse al destello energético detectado por el crucero de guerra Talos, que cubría la ruta Tierra-Marte.

Lizán, el astrónomo jefe de la base —deberían haberse cubierto cinco plazas de astrofísicos, así que de momento Lizán solo era jefe de sí mismo— acudió al despacho de Delgado para informar que ya se habían solventado los fallos advertidos por el personal de mantenimiento, y que los equipos a su cargo volvían a funcionar correctamente. Pero ya era tarde. La anomalía había desaparecido y nadie sabía qué la había causado, si bien debía tratarse de algo de extraordinaria potencia para sacar de su órbita a un asteroide y zarandear al Talos, que se hallaba a seiscientos mil kilómetros de distancia de la explosión de luz. El parte de la oficial médica no reflejaba heridos. El sólido blindaje y la rápida actuación del comandante había evitado que en estos momentos el Talos fuese una nave fantasma. Milagrosamente, una brigada de reparaciones que se hallaba en el exterior fue evacuada momentos antes del estallido, a sugerencia de la misma oficial.

—¿Crees que nos escucharán? —dijo Lizán, sentándose frente a su escritorio—. El comité del Congreso discutirá tu informe, en el que los criticas por privarnos de los fondos que necesitamos para funcionar. No les hará ninguna gracia.

—No pretendo ser gracioso, sino evitar que nos acusen de negligencia por lo sucedido —dijo Delgado.

—Así que la mejor defensa es un buen ataque —murmuró el astrónomo, rascándose un barrillo del mentón.

—En esta ocasión, sí. No es culpa nuestra que la sección de radioastronomía no funcione como es debido. Para empezar, ¿cómo pretenden que una sola persona se encargue de todo?

—Los datos de los telescopios se envían vía satélite a la Tierra. Allí son analizados y…

—Olvida esa forma de pensar. Sé que han tratado de automatizar toda la base porque resulta más barato mantener a cincuenta robots que a un hombre. Pero los humanos seguimos siendo imprescindibles, o de otro modo ni tú ni yo estaríamos aquí.

—Dale tiempo al tiempo.

Delgado se levantó y se asomó al ventanal, desde el cual se divisaba una llanura salpicada de hoyuelos. En aquel cielo monótono, sin un claro de Tierra que les distrajese, la sensación de vacío y aislamiento se acrecentaba.

—Sé que el tiempo juega en nuestra contra —dijo Delgado, como si hablase para sí mismo—. Y los aranos se han dado cuenta de ello. Pero no nuestro gobierno.

—¿A qué te refieres? —Lizán arqueó una ceja.

—A que nos llevan mucha ventaja. Viven más, pueden preservar sus recuerdos en un soporte electrónico y descargarlos después en un cuerpo orgánico. Las estrellas les pertenecen a ellos, no a nosotros. Hemos creado a los humanos que nos reemplazarán y pronto nos quedaremos obsoletos. ¿Has oído hablar del proyecto Kuiper?

—Sí. Transformación de pequeños asteroides en naves propulsadas con impulsión iónica. Pero eso les llevará siglos.

—Tienen todo el tiempo del mundo. Un terrestre no sobreviviría a un viaje al sistema Vega. Para los aranos, será un abrir y cerrar de ojos —volvió al sillón de su escritorio y se concentró en el informe que Lizán le había traído—. ¿Algún dato nuevo sobre la anomalía?

—He confirmado que ningún observatorio de la Tierra la detectó. El Talos llegará al asteroide DFE 254 en un plazo de treinta horas, para estudiar si en su superficie hay alguna pista que arroje más luz sobre este asunto.

—El responsable de la anomalía se tomó muchas molestias en que no hubiera testigos.

—Yo no daría por supuesto que se trate de un suceso artificial. Los estallidos de rayos gamma son constantes en la galaxia. Admito que en este caso se trató de un pulso de baja potencia, o de lo contrario la radiación habría esterilizado la Tierra y Marte, pero desconocemos mucho sobre los fenómenos astrofísicos. Cuanto más sensibles son nuestros instrumentos, más hechos se niegan a encajar en nuestras teorías.

—El Talos llevaba un retraso de cuatro días en su ruta hacia Marte. No debería haber observado la anomalía si su motor de fusión no se hubiese averiado inoportunamente. Una avería que, sin embargo, ha resultado providencial.

—Habría preferido que el motor del Talos no se hubiera averiado —gruño Lizán—. Este desagradable asunto me da muchos quebraderos de cabeza. Si me acusan formalmente de negligencia, me devolverán a la Tierra y será el fin de mi carrera. ¿Sabes cuánto he luchado para conseguir este puesto, Delgado?

—A ninguno de los que estamos aquí nos han regalado nada.

—A Picazo sí. Es un físico mediocre, he visto su expediente y lo único que sabe hacer es medrar a costa de los demás. No debería estar aquí, ni meterse en lo que no le concierne.

—Míralo desde el lado positivo: la anomalía es lo bastante enigmática para que despierte tu curiosidad científica —dijo Delgado con calma, ignorando los comentarios sobre Picazo.

—Cuando me juego el pan de mis hijos, que se vayan al cuerno todos los enigmas del universo. Solo quiero que dejen de atosigarme. No es culpa mía que los aparatos no funcionen como debieran. Que exijan responsabilidades al fabricante que le vendió esa chatarra al gobierno, no a mí.

Delgado cerró la carpeta de documentos y la apiló a un lado de su mesa, junto con los informes de mantenimiento.

Nada parecía funcionar bien aquella semana. El jefe de ingeniería, Arnothy, hacía horas extra con una reducida dotación de mecánicos, que debían solucionar los fallos que se producían cuando se conectaba un equipo nuevo, se dotaba de energía a una sección o se presurizaba un módulo. La legión de robots que pululaban por dentro y fuera de las instalaciones aliviaba el trabajo de la brigada de mantenedores, pero aún así, los robots no podían hacerlo todo. Y siempre era necesario una persona que asumiese el control de los mismos y pudiera tirar del enchufe si se producía una crisis. A diferencia de la arana, la cultura terrestre estaba contaminada de profundos miedos hacia la inteligencia artificial y los escenarios apocalípticos en que las máquinas convertían en picadillo a los humanos. Miedos que habían sido avivados en el pasado por el gobierno religioso que rigió los destinos de la Tierra durante tres lustros. La ciencia y la tecnología habían frenado su avance en seco durante aquella época, mientras en Marte se aprovechaba la oportunidad para sacar ventaja.

Durante la colonización de Marte, la Tierra incentivó a las empresas para establecerse en el planeta rojo, mediante subvenciones, concesiones de terrenos y exenciones fiscales durante décadas. La industria biotecnológica fue una de las primeras que emigró a Marte, un lugar donde la legislación era laxa y permitía libertad total a los investigadores. Pero no fue la única que se trasladó allí. Algunas empresas de informática también se establecieron en Marte atraídas por las ventajas, y en unos años amortizaron la inversión y empezaron a generar beneficios, que reinvirtieron en compra de patentes de inteligencia artificial, desarrollando la tecnología de backup cerebral e inundando a la Tierra de software barato y potente, que acabó hundiendo a aquellas firmas menos emprendedoras que no habían querido emigrar.

La llegada del partido de la fe, una extraña coalición organizada por sectores religiosos antagónicos, pero que en la práctica funcionó durante quince largos años, colocó en desventaja a las empresas de la Tierra. Mientras Marte seguía su camino imparable hacia el futuro, en la Tierra se promulgaban códigos morales de obligado cumplimiento para los investigadores, que dejaban fuera de la ley a la investigación biotecnológica. El recelo hacia la ciencia propició un clima adverso contra todo lo que oliese a progreso. Las inteligencias artificiales fueron prohibidas, por considerarse un insulto a Dios y un riesgo para la sociedad, y también los tratamientos para la prolongación de la vida mediante biomáquinas.

Aunque el gobierno había sido reemplazado hacía cinco años por una coalición de derechas, la inercia del involucionismo no había desaparecido por completo. Los robots de mantenimiento de la base Selene no eran ni la mitad de inteligentes que los equipos de cualquier investigador mediano en Marte, y su software estaba restringido de fábrica para evitar que en el futuro evolucionasen hacia la autoconsciencia y atacasen a los humanos, un temor que los aranos ya se habían encargado de desmentir. De hecho, en Marte existía una curiosa amalgama entre los nuevos humanos y las inteligencias que habitaban en la Comuna, una infoesfera que albergaba las personalidades de miles de humanos muertos, cuyas consciencias fueron rescatadas de la putrefacción de sus cuerpos y almacenadas en una red de ordenadores.

La nueva administración conservadora no había variado mucho la política de recelo hacia las inteligencias artificiales. Si bien ya no se las consideraba un insulto al plan de Dios, pervivía el temor de que los aranos, que controlaban la tecnología informática más avanzada, pudiesen hacerse con el control de los equipos terrestres si les apetecía. Los aranos lograron su independencia por el camino de la paz, pero hacía poco de eso y en la Tierra aún clamaban voces criticando el modo en que se les concedió la soberanía.

Resultaba irónico que un planeta en el que no había más que arena y rocas se hubiese colocado a la vanguardia tecnológica en unas décadas, gracias a la incompetencia de los gobernantes de la Tierra y su obsesión por poner vallas al mar. Una persona que viviese en Marte tenía una esperanza de vida elevada, y si disponía de dinero suficiente, podía escanear la información de su cerebro para ser restaurada en otro cuerpo, o en la Comuna, cuando muriera. En la Tierra, el panorama era muy distinto. El sistema sanitario estaba al borde del colapso, la superpoblación y la hambruna había bajado la esperanza de vida a sesenta años, y eso solo en los países más desarrollados. Aún así, el nuevo gobierno no se doblegaba a las calamidades, obcecado en recuperar la ventaja que los aranos les llevaban. Base Selene sería buen testigo de esta época de cambios. Su colisionador de partículas era el más grande y potente de la historia, superando al Aratrón de Marte. Se decía que el reino de lo infinitesimal escondía el cuerno de la abundancia, formas exóticas de energía producidas a partir del continuo espaciotiempo, de la vibración de invisibles branas, de partículas virtuales atrapadas justo antes de desaparecer en la nada de la que brotaban. El gobierno esgrimió muchas razones para justificar ante los contribuyentes la construcción de un anillo de doscientos kilómetros de diámetro en la cara oculta de la Luna, pero la principal, el verdadero motor de aquella faraónica estructura, era mucho más simple y estaba al alcance de cualquier profano en física.

Los aranos tenían un acelerador gigantesco, y eso era intolerable.

El intercom de sobremesa zumbó. Picazo quería verle.

—Mándalo a paseo —protestó Lizán—. Dile que estás ocupado.

—¿Te inquieta lo que tenga que decirme? —sugirió Delgado, suspicaz.

—No, claro que no, es solo que… —el astrónomo se levantó—. Bien, si necesitas algo de mí, llámame.

A la salida del despacho, Lizán se cruzó con un arrogante Picazo que le escrutaba duramente. Le devolvió una mirada avinagrada, pero no dijo una palabra y apresuró el paso.

—Deberían esforzarse en congeniar —le aconsejó Delgado, señalando la silla—. Van a pasar mucho tiempo aquí juntos.

—Eso puede arreglarse —dijo Picazo sombríamente, estirándose los pantalones.

Era un individuo flaco y nervioso, de mirada inquieta. Su forma de ser se reflejaba en sus gestos, compulsivos y ocasionalmente desagradables. Picazo perdía fácilmente el control.

—¿A qué se refiere? —inquirió Delgado, intentando mostrar una expresión relajada. Todo un reto, pues Picazo tenía la habilidad de sacar de quicio al más templado.

—No sé qué es peor, que Lizán sea un inepto o que sepa perfectamente lo que hace. Tal vez desconectó los telescopios deliberadamente, para que no enfocasen al lugar donde surgió la anomalía.

—¿Tiene alguna prueba de lo que dice?

—Todavía no, pero estoy en ello. No me gusta Lizán, habla mal de nuestro gobierno, critica la política del presidente, tacha de fascistas a los miembros de la coalición y…

—¿Eso lo convierte en un conspirador?

—No lo sé, y por la seguridad y bienestar de esta base me gustaría equivocarme. Pero el atentado contra el director general de energía evidencia que los terroristas cuentan con una infraestructura en la Luna. No hay muchos efectivos en el satélite; aparte del personal de Selene y el de la planta solar de Mare Serenitatis, solo hay una base militar con un centenar de efectivos en Copérnico. El resto de colonias fueron cerradas durante la administración religiosa.

—¿Y eso qué tiene que ver con Lizán?

—Pues que debemos investigar a cada persona que trabaja en la Luna para descubrir a los terroristas. Es un trabajo ingrato, pero está en juego la seguridad de la Tierra.

—Acaba de citar la palabra seguridad dos veces en menos de un minuto. Comprendo que esté preocupado, pero tengo la situación bajo control.

—Eso mismo creía el director de la planta solar, hasta que un terrorista detonó la bomba que llevaba pegada al hígado.

—Por suerte o por desgracia —más bien por suerte, pensó Delgado— no hay aquí ningún político que nos convierta en objetivo.

—Se olvida del colisionador de partículas. Es una enorme diana para que elementos subversivos ejerciten el tiro al blanco.

—Lizán se ha quejado de que se entromete en su trabajo. ¿Es eso cierto?

—Por supuesto.

—No me gustan las tensiones entre el personal de esta base, y Lizán no ha dado motivos para que sospeche de él.

—Señor, el atentado contra el director de energía no ha sido un hecho aislado.

Delgado, cogido con la guardia baja, tardó en reaccionar.

—Le agradecería que fuese más concreto.

—Lo que voy a contarle no puede salir de este despacho. Afecta a la… —sonrió— seguridad de la Tierra.

—Guardaré el secreto.

—Imagino que estará al tanto de los planes de siembra de algas verdeazuladas en Venus. El objetivo es disminuir el efecto invernadero de sus nubes en unas décadas, y permitir colonias permanentes en la superficie sin que se funda el metal. Las algas metabolizan el anhídrido carbónico y los sulfuros de la atmósfera que…

—Conozco el proyecto. Y también que la mayoría de los planetólogos se han opuesto por considerarlo inviable.

—No entraré en polémicas sobre eso; la biología no es mi especialidad, ni tampoco la suya. Usted es físico, como yo.

—Siga.

—Alguien saboteó el cargamento de algas y reemplazó el contenido de los tanques por agua teñida. Creemos que el cambio se realizó en la Luna, mientras se montaban los módulos de la nave que viajaría a Venus. Las supuestas algas fueron esparcidas en la atmósfera, sin ningún efecto. Tras varios meses de análisis, los satélites que tenemos en órbita de Venus han confirmado nuestros temores, pero el gobierno lo ha mantenido en secreto para no perjudicar la marcha del proyecto.

—¿Cómo sabe todo eso?

Picazo le dirigió una mirada gélida.

—¿Quiere decir que cómo un tipo como yo ha accedido a una información clasificada que ni siquiera usted, el jefe de esta base, conoce?

—Sí.

—Lo sé y basta. Lamento no poder satisfacer su curiosidad, pero tendrá que confiar en mí.

—No puedo aceptar lo que usted dice sin antes confirmarlo por un canal oficial.

—Me ha dado su palabra de que lo que le acabo de contar no saldría de este despacho.

Delgado reconoció internamente que Picazo le había pillado.

—Dígame quién es usted.

Picazo, satisfecho por haber captado el interés de Delgado, se relajó en su asiento.

—Un científico que cumple su trabajo —en su rostro se dibujó un malicioso rictus.

—Su expediente no es precisamente brillante.

La alegría desapareció de repente. Picazo frunció los labios y se puso nervioso.

—Esa observación es ofensiva —farfulló algo que Delgado no llegó a entender—. Piensa de mí lo mismo que Lizán.

—Quiero saber cuáles son sus contactos, antes de decidir hasta qué punto es fiable la información que me ha dado.

—Tengo amigos influyentes en Bruselas, si se refiere a eso.

—¿En el ministerio de Klinger?

—En el ministerio de Seguridad, sí —Picazo cruzó los brazos, divertido—. Alguien consideró una buena idea que viniese aquí a echar una mano.

—Una mano a Klinger.

—¿Por qué me mira de ese modo?

—No me informaron de que habría un comisario político en la base.

—¡Por favor!

—¿Entonces quién es?

—Un amigo del gobierno. Un patriota consciente de los peligros que acechan a nuestro mundo. Necesitamos tener los ojos bien abiertos, y toda la ayuda que reciba nuestro gobierno es poca.

—Eso no le da derecho a que empiece a sospechar de mis hombres solo porque no les caigan bien. Si tiene alguna prueba contra Lizán, entréguemela. De lo contrario, guarde sus juicios de valor para sí mismo.

Picazo se retiró sin decir nada, aunque al menos resistió la tentación de dar un portazo cuando salió del despacho. Delgado empezó a preocuparse. No le gustaba aquel presuntuoso, pero le había mostrado una de sus cartas para advertirle que no iba de farol y que se equivocaría si no le tomaba en serio. Se preguntó qué sucedería si pusiese a prueba las influencias de Picazo, y recomendase a la agencia espacial su reemplazo por alguien más cualificado. ¿Intervendrían los esbirros de Klinger para evitarlo?

En realidad, no tenía el menor interés en averiguarlo. Atraer la atención de un ultraderechista xenófobo era lo último que le convenía, máxime cuando el Congreso le exigía explicaciones por culpa de la anomalía. Si Klinger fijaba sus ojos en base Selene, no tardarían en llegar policías y soldados.

Ya tenía bastantes problemas con el comité del Congreso para lidiar además con militares.