El viaje de Tokio a Kure fue, como la presidenta Hiraya les anticipó, todo lo tortuoso e incómodo que cabía imaginar. Los trenes no circulaban o acumulaban tanto retraso entre estaciones que no era deseable subirse a ellos; los aeropuertos estaban colapsados y los autobuses debían hacer largas colas en la entradas de las autopistas debido a fallos en los ordenadores de control del tráfico. Niurka y Naruse se vieron obligados a discurrir por carreteras secundarias y dar grandes rodeos para sortear los tapones de vehículos que encontraban durante su largo camino hacia el sur. El ejército nipón patrullaba por las calles y la población, alarmada ante los rumores de invasión china, huía de las grandes ciudades incrementando así la congestión de las carreteras. Por fortuna, los salvoconductos expedidos por la presidenta les libraron de quedar retenidos en un control policial a la salida de Nagoya, donde se había producido un atentado en el distrito financiero con docenas de heridos.
Finalmente, y después de día y medio de viaje, llegaron a su lugar de destino. El laboratorio de física nuclear de Kure ocupaba un modesto lugar en uno de los polígonos industriales situados a las afueras. A la izquierda, una fábrica de papel abandonada con los vidrios rotos y remolinos de papeles y maleza cubriendo el patio; a la derecha, un desguace donde se apilaban docenas de coches usados. El ruido de la prensa al convertir una limusina en un cubo metálico les hizo rechinar los dientes mientras franqueaban la valla del laboratorio. Dos guardias de seguridad con metralletas salieron de la garita y revisaron sus credenciales. No estaban allí la última vez que visitaron el laboratorio, y en el interior vieron al menos dos más vigilando la zona de aparcamiento y otro apostado en la azotea observándoles con prismáticos. Las instalaciones se habían convertido en un fortín.
Abe Taishi, jefe del laboratorio y amigo personal de ambos, acudió a recibirles al vestíbulo. Ya dentro tuvieron que pasar por otro control donde Naruse contó otro par de vigilantes armados. Taishi se disculpó por las medidas de seguridad, alegando que el gobierno había reforzado la vigilancia en los edificios públicos por temor a atentados. La visita les había pillado de sorpresa. Hiraya, temerosa de que la red Gnosis pudiera interceptar su llamada, no les había avisado.
—Me alegro teneros aquí de vuelta —dijo, pasando al ascensor—. ¿Qué ha ocurrido? Mis últimas noticias sobre el proyecto Fosas Medusa son de hace una semana; Tokio nos sugirió que volviésemos al correo postal y no enviásemos datos por la red.
—El proyecto se terminó, Abe —contestó Naruse—. Fuimos atacados por un artefacto desconocido que destruyó el nodo y el mascón. La Unión intervino poco después y nos lo confiscó todo. Mandamos una copia de seguridad a uno de nuestros hombres en Marte antes de que abordasen la Honshu, pero no sé si los militares la interceptaron. Las comunicaciones por satélite han sufrido serios daños allí, de modo que quizás las IA de Gnosis pasaron la transmisión por alto. Tendremos que esperar a que nuestro contacto embarque en una nave de pasajeros y regrese a la Tierra con la información.
El ascensor se detuvo en el segundo sótano, donde bajaron.
—¿Abordaron la Honshu? —Abe se volvió hacia la mujer—. ¿Es eso legal?
Niurka hizo una mueca de dolor.
—No tengo intención de demandar al ejército —ella apretó los dientes—. Y francamente, no recomendaría a Hiraya que lo hiciera.
—Te noto extraña. ¿Qué te sucede?
—Ha debido sentarme mal algo que tomé por el camino. Tengo que ir al aseo.
Abe le señaló el camino.
—Tenemos retretes que analizan orina y heces —dijo—. No estaría de más que la acompañases.
—Me encuentro perfectamente —replicó Naruse.
Abe se encogió de hombros y lo pasó al despacho. Le ofreció tomar una copa, pero Naruse rechazó.
—Presiento que sois portadores de malas noticias —dijo, sentándose tras su escritorio.
—¿Por qué?
—Lo lleváis en la cara.
—Hiraya teme que nuestros nodos caigan en poder de la Unión. Nos ha ordenado que los destruyamos.
—No puedo hacer eso, Naruse. Sabes tan bien como yo lo que significan para nuestra investigación de supercuerdas.
—Intenté disuadir a Hiraya, pero no quiere escucharnos. Además, me informó de que la Unión posee un sistema de portales de transferencia en funcionamiento. Quizá espiaron nuestro trabajo y lo aplicaron a sus propias investigaciones, qué sé yo; lo cierto es que nos han cogido la delantera.
Naruse sacó de mala gana la orden firmada por la presidenta, que estipulaba cómo debía realizarse la destrucción.
—¿Un reactor de fusión para fundir dos trozos de titanio?
—Son algo más que eso, Abe, lo sabes tan bien como yo.
—Estamos a punto de conseguirlo, sólo necesito un poco más de tiempo. Hasta ahora hemos operado a bajas energías, sometiéndolos a corrientes electromagnéticas, pero estoy convencido de que tienen que ver con los campos gravitatorios. Deberíamos conseguir la interacción de una masa lo bastante grande o simularla en el laboratorio.
—Esa simulación está fuera de nuestro alcance.
—Entonces llevémoslos a un sitio donde la obtengamos de modo natural. Ío sería un lugar idóneo para aprovechar la fuerza de marea de Júpiter.
—Abe, no tienes que convencerme a mí; sé lo duro que es cumplir la orden de Hiraya, pero discutirla está fuera de cuestión.
—Vosotros fuisteis a Marte y yo tuve que quedarme aquí, he consagrado un año de mi vida a esto y ahora me dices que lo tire por la borda cuando estoy tan cerca de conseguir resultados. Hiraya no tiene idea de lo que hay aquí y no contaremos con otra oportunidad como ésta. Las supercuerdas son la llave de la energía en todas sus manifestaciones, nos darán las respuestas que la física ha buscado durante siglos. Ahora que encontramos la llave vienes tú y me dices que la tire. ¿Pretendes que lo acepte sin más? Conoces a la presidenta, habla con ella, convéncela para que nos conceda tiempo.
—En otras circunstancias sé que me escucharía, pero la Unión está en guerra y si nuestros nodos entran en resonancia podríamos cambiar el curso temporal de un modo imprevisible, y no tenemos ningún control para dirigirlo en el sentido que deseamos. Ya sucedió una vez, recuerda el cadáver de Yoshiwara y sus notas; gracias a él y a lo que se encontró en el túnel de excavación del metro sabemos que a finales del siglo XX los americanos habían llegado a Marte, iniciaron una guerra atómica en Europa y dominaban dos tercios del globo. ¿Quieres que nos arriesguemos a que esa línea temporal sea restaurada? ¿Quieres ver a los americanos entrando en nuestro país, bombardeándonos como lo hicieron en la segunda guerra mundial?
—Estamos a punto de sufrir una invasión, Naruse. Una liga multinacional de europeos y americanos ha planeado, al margen del Congreso federal, quitar a Hiraya de enmedio. El bloqueo chino es una pantalla sobre la que se ocultan las verdaderas intenciones del ejército. Se han percatado de que nuestro gobierno está apoyando a la Coalición y van a intervenir sin importarles el precio que se tenga que pagar.
Naruse entrecerró los ojos. Estaba abatido, y lo peor era que en su interior daba la razón a Abe. Pero debía acatar las instrucciones tanto si le gustaban como si no.
—Creo que aceptaré esa copa —dijo.
Comprendía a su colega. Poniéndose en su lugar también trataría de retrasar la destrucción de los nodos. Si la Unión había hallado una forma de abrir portales que convertían en obsoleto el viaje Lisarz, significaba que las investigaciones iban por buen camino. Pero el poder que encerraban los nodos iba mucho más allá, se situaba fuera del espacio y el tiempo, inasible y seductor, una tentación que a un físico de partículas cegaba su sentido de la prudencia.
—Hay un argumento que no habéis considerado —continuó Abe, reacio a claudicar—. Si los nodos son de manufactura Lum, destruirlos nos privará de una tecnología que podría sernos vital si en el futuro los alienígenas se volviesen contra los humanos.
—Expresé ese mismo temor a nuestra presidenta, pero no la convencí, e incluso me acusó de pensar como un militar. Creo que los Lum enviaron la sonda a Marte para destruir nuestro trabajo. Eran conscientes de que tarde o temprano descubriríamos cómo funcionan.
—Tú y yo somos hombres de ciencia y sabemos qué debe hacerse en esta situación; comprendo que Hiraya se siente agobiada por la crisis con los chinos, pero eso no debe impedir que hagamos lo que es correcto —se interrumpió—. Hola, Niurka. ¿Ya te encuentras mejor?
—Relativamente —dijo la mujer, pasando al despacho y enseñándole una hoja impresa—. Éste es el análisis de heces de vuestro inodoro de lujo. Hay algo aquí que no entiendo —marcó una de las líneas que expresaban claves seguidas de varios dígitos—. ¿Qué significa?
Abe tecleó los códigos en su ordenador.
—Aumento de secreción de jugos intestinales —dijo—. Un cuadro de diarrea leve, se te pasará.
—El análisis ha detectado un cuerpo extraño —Niurka señaló la línea correspondiente—. De un micrón de longitud.
—No me gusta —respondió Abe.
—Podrían ser biotransistores sensibles a las microondas. Es lo último en posicionadores: utilizan el cuerpo humano como antena para devolver la señal al satélite. Nos los darían mezclados con la comida mientras estuvimos a bordo del Némesis.
—¿Revelasteis la localización de este laboratorio?
—No, y tomamos muchas precauciones para asegurarnos que no nos seguían hasta aquí.
—Habrá que haceros un examen médico. Si Niurka tiene razón, os tendréis que tomar un buen purgante para desprender los biotransistores que llevéis adheridos a las paredes intestinales —el intercomunicador zumbó—. Disculpad.
Los vigilantes de la garita de entrada les avisaban que dos camiones del ejército y un vehículo blindado pretendían entrar al recinto, exhibiendo una orden firmada por un comandante militar de la Unión.
—Ya están aquí —anunció Abe—. No han perdido el tiempo, desde luego.
—Necker nos tendió una trampa —aseguró Niurka—. Por eso nos permitió regresar a la Tierra.
Abe dijo a los vigilantes que les entretuviesen todo lo que pudiesen, y seguidamente alertó de la presencia de los soldados a la sala de seguridad del edificio para que estuviesen preparados.
—Os acompañaré al reactor —dijo—. O los nodos se quedan aquí o no serán para nadie.
La planta de fusión se encontraba dos niveles más abajo. Una pequeña variación en el suministro eléctrico les advirtió que no sería prudente bajar por el ascensor.
En la entrada del recinto, las tropas de la Unión se habían cansado de esperar y docenas de soldados saltaban de los camiones empuñando con sus armas a los vigilantes. Una tanqueta del ejército embistió contra la verja de seguridad, quebrándola en dos y abriendo paso al convoy. Los guardias del interior abrieron inmediatamente fuego contra los soldados.
La tanqueta disparó contra la entrada del edificio, al tiempo que un pelotón de soldados lanzaba botes de humo y se desplegaba por el patio, ocupando posiciones para iniciar el asalto. Un lanzacohetes apostado en la azotea repelió el ataque con un proyectil de penetración que acertó en el frontal del blindado. La respuesta no tardó en llegar: varias granadas arrojadas contra las ventanas produjeron una violento estallido de metal y cristales. Un grupo de soldados aprovechó la confusión para entrar por un lateral al interior del edificio.
Abe introdujo su tarjeta y clave de seguridad en la cerradura de acceso a la sala del reactor. Los nervios y el ulular de las sirenas de alarma le hicieron equivocarse dos veces, perdiendo unos preciosos segundos.
Los nodos Cerenkov se encontraban en una habitación anexa utilizada como laboratorio de pruebas. No eran en absoluto impresionantes comparados con el de Marte: dos trozos rectangulares de metal de pequeño tamaño. De la documentación hallada en la cueva del metro, donde se descubrió el cadáver de Yoshiwara, sabían que habían sido empleados como componentes de radio. Abe los cogió y se dirigió a la consola para teclear la secuencia que iniciaría la fusión en el interior de la cámara.
Más allá de la puerta, un bramido de botas militares se acercaba.
—Tómalos —le dijo a Naruse—, ponte un traje antirradiación y sube por esa escalera de caracol hacia la tolva. Cuando te haga una señal, tíralos.
Naruse comenzó a ponérselo, pero la cremallera se le atascó y optó por llevarse únicamente el protector facial. Los soldados aporreaban al otro lado y les increpaban a que abrieran o entrarían a la fuerza. Abe no se molestó en responder. El proceso para la fusión alcanzaría la temperatura que reinaba en el corazón del sol en menos de un minuto.
El ruido al otro lado de la puerta cesó unos instantes. Los soldados se apartaban para que el efecto del explosivo plástico no les alcanzara.
Los instrumentos del laboratorio volaron contra las paredes; Abe se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento. Los soldados entraron en tropel, disparando al aire. Niurka fue zarandeada y sacada a empujones, mientras Abe era arrastrado como un animal.
Naruse se asomó a la tolva. El visor del casco no era suficiente para atenuar el resplandor blanco que divisaba abajo. Abe ya no podía avisarle, así que se decidió de todas formas.
Los dos trozos de metal resbalaron discretamente por la pared de la tolva, desapareciendo en el resplandor.
El sótano se transformó en una bola incandescente, como si acabara de nacer una pequeña nova, que arrasó el complejo y cuantas construcciones se hallaban a menos de dos kilómetros del epicentro. Los habitantes de Kure, acostumbrados a los terremotos, no se alarmaron más de lo habitual cuando las lámparas de sus casas empezaron a oscilar y los muros a crujir, aunque algunos corrieron hacia los refugios colectivos creyendo que era un ataque de los chinos. El incidente ocupó ese día la primera plana de los noticiarios locales y fue mencionado en la televisión nacional, pero al día siguiente había sido olvidado.
No era para menos. Aviones chinos apoyados por efectivos de doce países habían iniciado el bombardeo sobre los centros neurálgicos del país.
Tanos Brusi había apagado las luces de su camarote y trataba de reflexionar, ayudado con ocasionales sorbos a una botella de licor. Una infección ocular le hacía lagrimear y la luz le irritaba. El médico del Independencia le había recetado un colirio, asegurándole que desaparecería en cuestión de horas, pero las gotas le causaban picor y al restregarse todavía le escocía más. Era espantoso.
Como espantosa se había convertido su situación a bordo de aquella nave.
Llamaron a su puerta. El identificador le avisó que se trataba del embajador. Brusi estuvo tentado de no abrir la puerta, a pesar de que él le había llamado; bebió otro trago y respiró hondo, pero al final se decidió a levantarse. Ordenó luz indirecta atenuada y se dispuso a afrontar el encuentro con el Lum.
La luz del pasillo hirió sus sensibles pupilas. Brusi hizo pantalla con la mano y murmuró un saludo al alienígena.
—¿Le gusta la oscuridad? —preguntó el embajador Jajhreen, mirando con curiosidad a su alrededor.
—Me ayuda a pensar —respondió Brusi—. El aire de una nave espacial está viciado, tiene que reciclarse continuamente y los filtros no siempre consiguen retener a los pequeños ácaros y microorganismos que flotan en el ambiente.
—Ah, entiendo —Jajhreen se acomodó e hizo chasquear su lengua—. Me dijeron que quería verme y he venido tan pronto he podido. Casualmente yo también deseaba hablar con usted.
—El coronel Keip ha sido arrestado por incompetencia en el mando de la base de Pegaso IV.
—¿Y?
—Quizá haya olvidado la transferencia del medio millón de creds que me pidió realizar hace menos de una semana.
El Lum cabeceó levemente.
—No lo he olvidado —dijo con parquedad.
—He investigado a quién iba destinado ese dinero, y creo que el comandante Erengish también lo sabe, o no habría detenido al coronel. Me ha puesto usted en la picota, embajador.
—Si usted hizo bien su trabajo, Erengish no lo averiguará.
—El comandante es más listo de lo que usted cree, y tiene medios para seguir el rastro a ese dinero por mucho que yo me haya esforzado en borrarlo.
—Aunque así fuese, ¿qué quiere que haga yo? Aceptó hacerme ese favor porqu…
—No fue ningún favor.
—Porque le convenía; cierto, fue un trato y ambas partes hemos cumplido. ¿Tiene usted miedo de que Erengish le descubra y le mande a los calabozos, es eso? Podría conseguir que le trasladasen a Nuxlum con cualquier excusa, pero despertaría las sospechas del comandante y, francamente, no se lo aconsejo.
—No deseaba verle por eso. Quiero que me explique qué se proponía.
—Cuanto menos sepa de ese asunto, mejor para usted.
—Ya sé más de lo que desearía, y todo por su culpa, Jajhreen. Puesto que me ha metido en este embrollo, quiero enterarme de qué se trae entre manos.
—Su tono es un tanto áspero, pero lo pasaré por alto dado que —el Lum vaciló— está ciertamente ebrio.
—Tengo derecho a emborracharme las veces que me da la gana, y también a que me conteste de una vez. Hágalo o…
—¿O qué?
—Le diré al comandante que usted es el origen de lo sucedido en Pegaso IV.
—Es penoso que tenga que recurrir a la amenaza para esconderse. Le aseguro que, si llega el caso, le contaré al comandante por qué obré así. Erengish es un hombre razonable y lo comprenderá.
—Miente. Usted no le contará nada.
El Lum no respondió. Envalentonado, Brusi tomó otro trago y añadió:
—No sé qué pretendía sobornando al coronel Keip, pero los capitanes de los cargueros que participaron en la evacuación me han enviado sus informes. Mencionan unos extraños sarcófagos de metal que tuvieron que transbordar a naves de la Coalición que esperaban fuera del sistema. Está claro que la CML desconfía de nosotros y no quiere que sepamos adónde los llevan.
—Esas dudas debería despejárselas el comandante.
—Por motivos evidentes no voy a preguntárselo. Los sarcófagos contienen algún tipo de arma secreta que guardaban en la luna de Pegaso. Armas construidas con tecnología alienígena.
—De modo que es ahí donde quería llegar. ¿Por qué este largo circunloquio, Brusi?
—Soy torpe en mis razonamientos. Mis neuronas necesitan calentarse antes de que empiecen a rendir.
—Podría habérselo ahorrado. Hicimos un pacto, usted aceptó las condiciones y no tengo intención de revelarle nada que comprometa nuestra alianza.
—Las alianzas pueden romperse.
—Oh, me temo que es demasiado tarde, y precisamente de eso quería hablarle. La Coalición perderá esta guerra a corto plazo y de forma estrepitosa, a menos que varíe la actual composición de fuerzas. Erengish sobrevaloró la superioridad táctica que le proporcionaban los motores de efecto túnel, creyendo que la maniobrabilidad de sus naves compensaría el poder destructivo de la armada terrestre.
—¿Y? —Brusi alzó una ceja en la semioscuridad.
—La CML debe equilibrar la balanza o enfrentarse a ser aniquilada. Transbank ha mantenido hasta ahora una posición inteligente, pero la participación de cargueros de la corporación en la defensa del arsenal les ha comprometido de lleno en la guerra.
—Aunque así fuese ¿qué quiere que haga yo? —Brusi estaba decidido a pagarle con la misma moneda.
—Tenemos datos que apuntan a un asalto al puerto comercial de Altair II en los próximos días, como represalia por el apoyo de Transbank a la Coalición de Mundos Libres, y como advertencia a otras compañías tentadas de seguir el mismo camino. Sin motores GET, sus cargueros no tendrán tiempo de huir.
Brusi asintió con preocupación. El Lum le llevaba una ventaja considerable.
—La Coalición necesita todas las naves en activo de Transbank —dijo Jajhreen, sin el menor atisbo de súplica—. He sido autorizado para poner a disposición de usted tantos motores GET como precisen; pero si no nos movemos rápido se arriesgan a perderlo todo.
—¿Por qué he de confiar en usted si desconfía de mí?
—Mírelo de este modo: prestando su apoyo pleno a la Coalición reforzará su posición frente a Erengish, incluso si éste llegase a descubrir el asunto de la transferencia que le preocupa.
—Me aseguró que los Lum sólo nos podían entregar doce generadores, y ahora dice que tienen los que queramos. ¿Me mintió entonces o me miente ahora?
—La situación es desesperada, Brusi, y mi mundo se ha visto forzado a realizar algunas concesiones.
—A nuestra costa. Hemos sufridos gravísimas pérdidas en la batalla de Pegaso que no vamos a recuperar.
—¿A cuánto ascienden?
—A tres o cuatro mil millones de creds.
—Si yo le garantizo que recuperará ese dinero multiplicado por cien, ¿nos ayudará?
—Según lo que entienda usted por garantía.
—Nuestra especie posee un profundo conocimiento de la galaxia. Incluso con generadores de efecto túnel, a su corporación les llevaría milenios explorar todas las estrellas de la Vía Láctea. La exploración planetaria es una inversión a largo plazo; cuando comience a rendir frutos es poco probable que usted siga vivo.
Brusi había dejado la botella y le escuchaba atentamente. Sus ojos semientornados por la apatía se habían abierto de par en par.
—¿Para qué malgastar recursos y tiempo, si nosotros podemos indicarles en qué sistemas hallarán lo que buscan? —continuó el Lum—. Tienen una posibilidad entre miles de descubrir otro planeta como Gea en el próximo siglo. Si nosotros les decimos dónde está, obtendrán derechos exclusivos y se convertirán en una potencia económica de primera magnitud. Y usted disfrutará de las ganancias.
El ejecutivo guardaba silencio. Se había olvidado momentáneamente de la bebida y contemplaba desde la penumbra cómo el embajador iba de un extremo a otro del camarote, gesticulando con las manos para realzar sus explicaciones. El Lum, poco dado a manifestar sus emociones, había aprendido esos ademanes de los humanos y los había incluido en su repertorio de recursos para facilitar su relación con los tripulantes del Independencia. Su mente poseía un control completo sobre cada músculo de su cuerpo; si las mejillas del Lum se ruborizaran alguna vez, se debía a un acto voluntario de su conciencia que perseguía un propósito determinado, no a un descontrol emocional.
En el fondo, el embajador era una máquina orgánica. La información que descansaba en su cerebro había pertenecido hacía dos eones a su auténtico dueño, y fue preservada en un supersólido junto con las conciencias de millones de sus congéneres. La máquina Serpell que se escondía en el núcleo de Nuxlum había cuidado durante todo este tiempo de ellos como una buena madre, quizás desactivando la mayoría de las conciencias para impedir que degenerasen y se volviesen locas, esperando el momento adecuado para salir a la superficie. Un momento que se había retrasado más de lo calculado por los Lum, pero que había llegado. El embajador no era realmente un ser inteligente, sino un fantasma de lo que había sido en un remoto pasado, una sombra de conciencia regenerada en tejido nervioso, convenientemente depurada y perfeccionada, acaso superior en algunos aspectos a la original; pero seguía siendo una copia regurgitada desde las entrañas de una máquina.
El Lum no era superior a él. Y sin embargo, ¿por qué sospechaba que el alienígena le estaba manipulando?
Jajhreen sabía muy bien cómo explotar su codicia, conocía sus puntos débiles y qué ofertas debía realizar. Brusi era un libro abierto para el Lum, no tenía secretos que mereciese la pena descubrir.
Le desagradaba la prepotencia implícita en aquella actitud. Era un insulto directo a su dignidad.
—Señor Brusi, lleva un rato callado. ¿No considera mi oferta lo bastante generosa?
Era todo lo generosa que una persona como él podía soñar. La galaxia a cambio de unas cuantas naves; aunque las perdiese ¿qué importaría? Transbank podía permitírselo y fabricar otras en unos años, suponiendo en el peor de los casos que su flota mercante fuese destruida por completo.
Pero le repugnaba ser utilizado, cuando estaba acostumbrado justamente a lo contrario. Y por un alienígena. O ni siquiera eso: por una máquina, un cibernoide sofisticado, el espectro de alguien que llevaba muerto dos mil millones de años.
—Si no se encuentra bien puedo volver en otro momento.
—¿Qué busca de mí, embajador?
—Creo que se lo explicado con suficiente claridad, pero si desea que se lo repita…
—¿Qué busca de mí realmente?
—Me preocupa la seguridad de Nuxlum, si es eso lo que me está preguntando. Lo dejamos bien claro cuando nos ofrecimos a ayudar a la Coalición a cambio de que defendiesen nuestro mundo.
Brusi negó con la cabeza. No iba a obligarle a que dijese nada que Jajhreen no quisiese, y era evidente que el Lum le había contado cuanto estaba dispuesto a revelar.
Es decir, nada.
—Está bien —concedió, hundiéndose en el sillón—. Envíe el cargamento de GET a Altair II. Nuestra gente cooperará plenamente con el comandante.
—No esperaba menos de usted, señor Brusi —el embajador se retiró con una reverencia.
Era cierto, se había comportado exactamente como Jajhreen esperaba. Por eso sentía asco de sí mismo.
Mandó apagar la luz indirecta y tomó otro trago de la botella. No le aliviaría mucho, pero si bebía lo suficiente se quedaría dormido.
Eso le evitaría tener que pensar.
A bordo del Enano de la suerte, Rania y Soren analizaban la estructura molecular de las muestras tomadas en el lago subterráneo. El laboratorio de la nave disponía de equipos de última generación para el estudio in situ; Soren podría permanecer meses enteros viajando de un sistema a otro y dependía de ellos para desarrollar su trabajo. Una IA de análisis xenobiológico se encargaba del trabajo duro y efectuaba las pruebas en busca de indicios de vida, descartando la mayoría del material que no era útil hasta que descubría moléculas orgánicas o precursores de actividad biológica.
En el caso de los restos de la ciudad sumergida de Deneb V, los módulos del laboratorio habían trabajado a destajo, consumiendo casi toda la capacidad de proceso de los ordenadores del Enano. Un minisubmarino se había quedado navegando entre las ruinas de la caverna y les enviaba periódicamente imágenes y datos. Ellos, entre tanto, habían reparado la mayor parte de los daños sufridos en Gea. Quedaban pendientes algunos ajustes antes de despegar, pero podrían abandonar el planeta aquel mismo día. El equipo de comunicaciones había emitido un par de ruidos extraños en las últimas horas antes de enmudecer definitivamente. No podrían comunicarse con nadie hasta sustituirlo por otro en la base que Tierra Viva contaba en Barnard.
La IA había efectuado con eficiencia su labor y tenía a punto una simulación de la distribución molecular del metal sacado del agua. Una perfecta urdimbre biomecánica mantenía la estructura a salvo de deterioros ambientales. Si conseguían duplicarlo sería un material perfecto construcciones en climas hostiles, como cúpulas que se autorreparaban o revestimientos que prevendrían grietas en ingeniería espacial.
—Máquinas eternas —dijo Soren, observando fascinado la simulación en la pantalla—. ¿Te das cuenta? Quién sabe cuánto tiempo han sobrevivido ahí abajo, y gran parte de las construcciones permanecen intactas.
—Una tecnología revolucionaria, sí —reconoció Rania—, pero no sé si a estas alturas nos servirá de algo.
—¿A qué te refieres?
—Deberíamos marcharnos cuanto antes. No me siento tranquila aquí mientras nuestros compañeros se las tienen que ver con esa gentuza. ¿Y si han aniquilado a todos nuestros comandos? ¿Y si el transmisor no capta señales porque no queda nadie a quien poder escuchar?
—¿Y si no hubiésemos aterrizado en Deneb V? Habríamos muerto, Rania, el Enano necesitaba reparaciones urgentes y hemos trabajado muy duro. Mira, ninguno de los que estamos en la organización somos imprescindibles. Seguro que Krim se ha hecho cargo de la situación.
—He fracasado. Debería haber previsto el ataque a Tierra Viva y tener preparado un plan de huida eficaz. Herb tenía razón, el comité no debería haberme nombrado para…
—Lamentarte no te va a servir de nada. Lo que pasó, hecho está. Krim fue el primero que se equivocó al confiar en Erengish y la Coalición, eso concediéndole el beneficio de la duda y sin suponer que estaba al tanto de los términos reales del acuerdo.
—Ésas son palabras muy duras.
—A menos que Krim sea estúpido, y no creo que alcanzase la dirección de Tierra Viva si lo fuese, no hay otra posibilidad. Nos usaron para el trabajo sucio, y Erengish olvidará lo que prometió si gana la guerra. Gea es un manjar muy suculento para que lo dejen intacto, eso lo sabían tanto Krim como el comandante. Como también eran conscientes de lo que Transbank quiere de ellos, y no podrán negárselo cuando la corporación les exija compensaciones.
—No me parece que sustituir a Krim sea ninguna solución. Más bien agravaría nuestros problemas.
—No entiendo por qué piensas así.
—Herb y Geral formaban parte de un grupo extremista de la organización que ignoraba las decisiones del comité. Supuse que Herb carecía de poder para aglutinar una facción opositora, pero me equivoqué. Aunque él y Geral ya no volverán a actuar, todavía hay personas en Tierra Viva que no aceptan la autoridad de nuestro coordinador, y mantienen contactos con militares de la Coalición al margen de los órganos directivos.
—¿Para qué iban a hacer eso?
—Intentaban forzar un acuerdo. Herb planificó una acción de comando para detonar una nueva bomba, llamada de punto cero, en la Antártida. Tenían un contacto en Pegaso IV que le suministraría el arma. Daban por sentado que la Unión claudicaría y reconocería oficialmente a la Coalición como una agrupación de mundos independientes, pero no contaban que el gobierno había encontrado el modo de vencer las limitaciones del viaje Lisarz. El derretimiento del hielo antártico tendría consecuencias impredecibles, y no me refiero únicamente a la población de la Tierra. En lugar de un acuerdo, el ataque a la Antártida desencadenaría una escalada bélica de la que nadie saldría beneficiado.
—Veamos si lo he entendido. La Coalición poseía un arma de destrucción masiva de potencia superior a la bomba de hidrógeno, pero Erengish se negaba a usarla. Un sector de la CML entra en contacto con el grupo de Herb y entre ambos acuerdan que esa nueva bomba sea usada contra la Tierra como muestra de su poder. Pero, y ésta es la clave de todo, ¿quién se le facilitó a la Coalición?
Ambos se movieron a la pantalla donde todavía giraba el modelo molecular desarrollado por la IA.
—Los Lum —dijo Rania—. Tuvieron que ser ellos. La bomba de punto cero se basa en la fluctuación del vacío, plegando una porción del espacio sobre sí misma, algo fuera del alcance de nuestra tecnología actual. La CML no disponía de medios para acometer un proyecto de ese calibre, y dudo que algún laboratorio de la Tierra esté en condiciones de extraer energía del vacío como no sea con placas Casimir, un procedimiento tosco que se conoce desde hace siglos. Hasta ahora creíamos que la fusión de núcleos atómicos era la fuente energética más poderosa del universo, al fin y al cabo es la responsable de que brillen las estrellas. Estábamos equivocados.
—Y la Coalición no habría descubierto la energía de punto cero sin ayuda.
—Efectivamente. Nadie se atrevería a atacar a los Lum sabiendo que se expone a una respuesta devastadora. Erengish ha sido prudente y de momento no ha utilizado las bombas, pero la situación podría cambiar si la Unión contase también con la nueva arma. Herb fue capturado cuando transportaba una. Si lo sometieron a neuroescáner, es posible que la Unión ya sepa que la cargó en el arsenal de Pegaso IV. Si se han desarrollado las cosas del peor de los modos posibles, cuando lleguemos a Barnard encontraremos un montón humeante de cenizas.
—Eso me recuerda a la sonda que produjo los cráteres en Deneb y atacó Marte. Si fueron los Lum, ¿por qué lo hicieron?
—No lo sé —admitió ella—. Pero el embajador buscaba algo en el yacimiento de Gea y no lo encontró. Se negó a decirme qué era, pero le preocupaba que hubiésemos descubierto algún resto arqueológico de su cultura que deseaban ocultar. Gea, Deneb, Marte y varios mundos más formaron parte en un pasado remoto de su civilización. Ellos saben que en esos planetas todavía se conservan restos de su tecnología que ahora están a nuestro alcance, como este material biomecánico, por ejemplo. Por eso quieren asegurarse de que no hallemos nada que en el futuro se convierta en un peligro para ellos. Nunca me he fiado de los Lum, hay algo en ellos que no me gusta y cada vez lo veo más claro.
—Si no te conociera, Rania, diría que sientes fobia hacia los alienígenas porque son distintos a nosotros.
—3 de enero de 2299. ¿Te dice algo esa fecha?
—No —reconoció el hombre.
—El Congreso de la Unión debatía si se investigaba la adjudicación irregular de obras coloniales que habían causado docenas de muertos por defectos de construcción. Uno de los nombres que surgió en los debates fue el de Nuxlum. Diez personas, cuatro de ellas trabajadores de la concesionaria Indronev, fallecieron en el espacio de tres años en circunstancias oscuras. El gobierno echó tierra al asunto y aunque al año siguiente hubo elecciones, Alessandro no mostró interés en resucitar la investigación. Nuxlum quedó oficialmente olvidada.
—Y según tú, esas muertes no se debieron a fallos de construcción.
—La propia empresa adjudicataria resultó afectada, y en casos de soborno lo que pretenden es ganar dinero ahorrando en materiales, no sacrificando a su personal. Intenté extender mis pesquisas a los archivos de Indronev, pero esta empresa ya no existe. El gobierno se tomó muchas molestias para ocultar lo que pasó.
—¿Has hablado con Krim de eso?
—En una ocasión. No me reveló nada concluyente.
—Puede que sepa lo que les ocurrió a los colonos y no te lo quiera decir.
—¿Por qué iba a ocultármelo?
—Dejemos ese tema —zanjó Soren—. Tienes una fe ciega en Krim y está claro que nada de lo que te diga va a cambiarlo. Bien, supongamos que Nuxlum les mató. Pero la Coalición ha obtenido el motor GET y la bomba de punto cero gracias a los alienígenas. ¿Cómo explicas esa contradicción?
—Quizás han comprendido que les resultamos más útiles vivos. O asumieron que los humanos iban a estar enviando remesas de colonos una tras otra, no importa lo que les ocurriese, y decidieron sacar partido. Tal vez esas muertes no fueron directamente deseadas por ellos, desconocemos casi todo lo que se refiere a su cultura y los mecanismos que emplearon para contactar con los primeros colonos. El embajador Jajhreen podría habernos contestado a estas preguntas, pero lo noté poco comunicativo cuando nos visitó en Gea.
La IA llamó su atención. El minisubmarino estaba transmitiendo imágenes que requerían su examen.
La causa de la interrupción estaba localizada a dos kilómetros del lago explorado el día anterior. El minisub había recorrido aquella distancia a través de túneles y cavidades demasiado estrechas para que ellos pudieran introducirse, llegando a un lugar más despejado de estructuras biomecánicas, que parecía una parte de la ciudad que había quedado aislada. Dentro de una construcción del tamaño de un edificio mediano, el robot había descubierto una esfera de diez metros de diámetro llena de gel.
Soren cogió el mando remoto del minisub para controlarlo directamente. Los focos del robot iluminaron la superficie esférica, sin mostrar que contuviera nada aparte de líquido.
—Tomaremos una muestra de ese gel —Soren extendió el brazo articulado del artefacto. Una aguja intentó penetrar en la esfera, pero se quebró al primer intento.
—Está hecha de un polímero resistente —murmuró—. Veamos si aguanta el soplete láser.
La luz coherente apenas causó otro efecto que un leve burbujeo al otro lado de la esfera.
—Sea lo que sea lo que contiene, no es visible con la luz normal —dijo Rania—. Prueba a iluminarla en otras frecuencias.
Soren tecleó los comandos correspondientes. No hubo ningún resultado apreciable, salvo que el gel mostró una tonalidad fluorescente en el infrarrojo. La aplicación de ultrasonidos tampoco se reveló eficaz. El líquido absorbía cualquier longitud de onda del espectro.
—¿Dispone el minisub de emisor de neutrinos? —sugirió Rania.
Soren cabeceó afirmativamente.
Una forma gelatinosa se formó en la pantalla del ordenador al recibir la ráfaga de neutrinos. Parecía material semitranslúcido, una especie de manto erizado de cristales.
El delegado Triviño se removía inquieto en el sillón. Boneh y Necker eran huesos duros de roer y no le facilitaban su trabajo en absoluto. Tal como planteaban la situación, la victoria de la guerra dependía de que él, como representante del presidente en el Némesis, diera su visto bueno al uso de las bombas de punto cero incautadas a los separatistas. Desde ese enfoque parecía una solución sencilla y hasta cómoda para él: sólo tenía que decir sí y asunto resuelto. Pero raramente los problemas eran tan fáciles de solucionar como aparentaban; en realidad, la experiencia le decía que eran meros envoltorios de otros problemas mucho más difíciles.
La estrategia de los militares era clara: no iban a cargar con la responsabilidad de ensayar un arma experimental contra población civil sin el consentimiento del presidente. Pero Alessandro no había contestado a sus dos últimos mensajes enviados a Bruselas por lazo cuántico. Su secretario personal le había dicho que la crisis abierta en Japón le mantenía muy ocupado y no podrían hablar con él hasta dentro de tres o cuatro días.
Triviño sospechaba que el presidente quería eludir sus obligaciones, transfiriéndoselas a él. Alessandro no podía negarse a la pretensión del almirante o le culparían de la derrota si las cosas iban mal, pero tampoco podía aceptar porque sería culpable directo de la muerte de miles de colonos inocentes, por no hablar de los daños no previstos que se causarían al planeta que recibiese de la bomba. Se desvanecerían para siempre las posibilidades de ser reelegido y su partido político se vería desprestigiado ante la opinión pública. La guerra ya les estaba causando suficientes trastornos para incrementarlos aún más.
Trasladándole la decisión, evitaba enfrentarse directamente al problema. Una jugada astuta, digna de un presidente de la Unión; siempre podía acusarle de excederse en sus atribuciones si se producía un desastre planetario, pero si la bomba de punto cero surtía los efectos deseados, los méritos serían exclusivamente de Alessandro.
Triviño no había aceptado el puesto de delegado por ignorancia. Si jugaba bien sus cartas, la Unión ganaría la guerra y él se aseguraría un puesto cómodo en el gobierno. Estaba cansado de que Alessandro lo mandase aquí y allá apagando fuegos; él era un animal sedentario, le gustaba quedarse en un lugar y echar raíces, y en el fondo se conformaba con poco. No ambicionaba pasar a la historia y ser recordado por generaciones venideras. Él no viviría lo suficiente para presenciarlo, así que le daba lo mismo la gloria póstuma. Además, había prohibido en su testamento que sus herederos sacasen copias de seguridad de su cerebro. Le espantaba que un calco informático de su conciencia viviera toda la eternidad reducida a combinaciones de unos y ceros. Un cibernoide no era vida auténtica, sólo un simulacro, una burda imitación de la vida. Los esfuerzos de la gente por engañarse a sí misma y recuperar a sus seres perdidos le resultaban patéticos. No, sólo había un Luis Triviño en el universo, un ser único e irrepetible. Para bien o para mal, así sería.
Pero ¿y si la partida se torcía y no le entraban cartas? ¿Qué le sucedería al Luis Triviño único e irrepetible?
—Hemos retrasado a petición suya este asunto durante veinticuatro horas —dijo Necker—. Pero no podemos esperar más. Necesitamos saber la postura del ejecutivo en este asunto antes de continuar con la campaña.
—No he podido contactar con el presidente —adujo Triviño—. Necesito más tiempo.
—Delegado, en ausencia del presidente usted tiene plenos poderes para actuar en su nombre —replicó el general—. Una acción militar no puede paralizarse por un mero trámite burocrático, usted lo sabe.
—Es difícil en estos momentos tomar una decisión.
—Si el presidente no hubiera previsto esta situación, no le habría nombrado su delegado a bordo del Némesis. Al almirante le habría bastado hablar directamente con Alessandro por lazo cuántico.
Triviño observó a Boneh. El almirante no había abierto la boca todavía, reservándose para un momento posterior, pero con su silencio asentía a cada una de las palabras de Necker. No le gustaba la mirada del almirante, era como contemplar a un pez. Había algo gélido en él, como si sus sentimientos se hubieran hundido hace tiempo en lo más profundo de su alma y ya no quedase nada en la superficie que pudiera arrancarle una emoción. Triviño se preguntó si todos los almirantes de la Armada eran así. Podían ordenar la muerte de miles o millones de vidas humanas sin pestañear, y hasta puede que durmiesen plácidamente creyendo que habían actuado en cumplimiento de su deber. Un ser humano normal no podía desempeñar ese trabajo, se necesitaba desarrollar un andamiaje interno de autoengaño lo bastante robusto para justificar matanzas execrables. Boneh estaba hecho de esos mimbres, no le temblaría el pulso al ordenar la destrucción de las colonias del sistema solar si se convencía de que eso atajaría el avance de los separatistas, y su moral interna no se resquebrajaría por ello.
Si Boneh hubiera estado en su puesto, aquella conversación jamás habría tenido lugar. Pero no era así, le correspondía a Triviño decidir y soportar sobre sus hombros las consecuencias de sus actos, consciente de que Alessandro sólo recibiría los beneficios, si los había. Y Triviño era vulnerable a los remordimientos, carecía de instrucción militar y su vida se había desarrollado de una manera bastante fácil. Decidir sobre la muerte de seres humanos era una experiencia nueva para él. Triviño no estaba preparado para eso.
—No —fue su lacónica respuesta.
El almirante se incorporó ligeramente. Tampoco habló demasiado:
—¿Por qué?
—Las bombas termonucleares son suficientes para producir un efecto intimidatorio en las colonias —dijo Triviño, con un aplomo que le sorprendió—. No necesitamos armas experimentales para vencer a la Coalición.
—Ojalá fuera tan sencillo como usted lo plantea, delegado —intervino Necker—. Pero este conflicto ha entrado en una nueva fase en la que influyen otros factores. Como el de la determinación, por ejemplo. El éxito de los separatistas se ha debido en gran medida a la indecisión gubernamental. No podemos perpetuar el error y dejar que la Coalición siga avanzando. Nuestra flota es superior a la de la CML, hasta ahora han disfrutado de ventaja por los generadores de efecto túnel, pero nuestros portales Ícaro han equilibrado las cosas. Si comprenden el mensaje, si se convencen de que estamos dispuestos a utilizar todos los medios a nuestro alcance en esta guerra, depondrán las armas y usted y yo podremos volver tranquilamente a la Tierra. No entorpezca el avance de la guerra y acabemos esto cuanto antes.
—Creo que no han calibrado las repercusiones que un arma experimental sobre civiles tendrá en la opinión pública.
—A la gente le importa un bledo qué medios emplee el gobierno para poner punto final a la guerra, siempre que la termine de una vez.
—Tal vez en este momento sea así, pero a medio plazo la imagen del presidente se vería seriamente deteriorada. Hemos bloqueado en Bruselas una moción de censura al invocar el acta de poderes de guerra. Cuando el conflicto acabe, la oposición reanudará su ofensiva y escarbará entre la basura para arrojarnos a la cara lo que encuentre. No seré yo quien les suministre la munición que buscan para acabar con Alessandro.
Necker cruzó las manos, como si orase. Nada más lejos de su intención. Se acarició el pelo de las sienes y miró a Triviño con dureza.
—Así que está poniendo en riesgo el éxito de la campaña por una cuestión de imagen —le espetó.
Triviño meditó la respuesta. En realidad así era, pero por obvias razones no podía admitirlo.
—No creo que el éxito esté vinculado necesariamente al empleo de la energía de vacío —reaccionó—. Imagine que no hubieran apresado al comando de Tierra Viva que apareció en Marte. No sabrían de la existencia de Pegaso IV ni tendrían una sola de esas nuevas bombas. ¿Me está diciendo que la victoria sobre la Coalición dependía de un factor fortuito, y que la Armada era incapaz de derrotarles de no ser por un acontecimiento casual?
Regalado de sí mismo, Triviño disfrutó del breve respiro que le concedió su rival. Necker, sorprendido con la guardia baja, no supo reaccionar a tiempo.
Pero sí su almirante. Boneh había tenido tiempo suficiente para tejer la red con la que iba a atrapar al delegado. Cuando abrió la boca para hablar, Triviño supo que estaba perdido.
—Nuestros técnicos han reparado la nave de Tierra Viva que capturamos en Marte —dijo Boneh—. Y disponemos de los códigos para detonar la bomba que llevaban a bordo, así como el control sobre el ordenador de navegación.
El delegado entornó los ojos, intuyendo vagamente adónde quería ir a parar.
—Tierra Viva es considerada por la opinión pública como una organización terrorista capaz de las mayores atrocidades —continuó Boneh—. Incluido el ataque contra colonias que no desean formar parte de la Coalición. Próxima es una de ellas, o lo ha sido hasta ahora, porque desde hace una semana presta secretamente apoyo a los separatistas. Pero los ciudadanos creen que Próxima es leal y su destrucción causaría un gran impacto en la Tierra, lo que nos permitiría un amplio margen de maniobra. Usaremos la nave apresada al comando para lanzarla contra Próxima y echaremos la culpa a los terroristas, evitando que la imagen del presidente se erosione.
Boneh había utilizado la lógica de Triviño para enredarle con ella. El delegado repasó mentalmente el plan, buscando un resquicio por el que escapar. No lo encontró.
Si realmente fuera Alessandro y no un mero delegado, habría puesto inmediatamente fin a la discusión. Los militares estaban ansiosos por probar aquel nuevo juguete, ya fuese en Próxima o en cualquier otro mundo para ver qué sucedía, aunque el experimento sacase al planeta de la órbita y lo lanzase en una lenta espiral hacia el sol de Centauri. Pero Triviño no era el presidente, y no podía negarse en redondo a menos que tuviese un motivo poderoso que rebatiese los argumentos de Boneh.
—¿Me garantiza que, ocurra lo que ocurra, Alessandro no se verá mezclado en esto?
—Nos aseguraremos que los colonos de Próxima tengan tiempo de identificar la nave de Tierra Viva —afirmó Boneh—. La tomarán como un comando aliado y no la atacarán. Nuestros informáticos han preparado unas simulaciones realistas del piloto y la acompañante, por si fueran necesarias para cuestiones rutinarias de las patrullas de tráfico.
—Dígame una cosa. ¿Había planeado atacar Próxima de todos modos?
—Mis decisiones están aprobadas por el cuartel general de la Unión, delegado. Como comprenderá, estas operaciones no se improvisan.
—El presidente no estaba informado de ello.
—Hasta ahora sólo se trataba de una opción. Gran parte de nuestro trabajo se basa en preparar planes de contingencia. El presidente no necesita estar al corriente de cada uno de ellos, sólo de las decisiones que son verdaderamente importantes, y ésta lo es.
—De acuerdo —cedió al fin—. Tal como lo ha planteado, supongo que no puedo negarme, pero al menos intenten causar el menor número de bajas. Los ciudadanos de Próxima votaron mayoritariamente por Alessandro hace dos años, y me repugna tener que autorizar esta acción. Desde cualquier punto de vista, es una traición.
Boneh se levantó, sin arriesgarse a emitir una respuesta, y Triviño tampoco se sorprendió. Próxima estaba sentenciada, lo sabía. Ahora, lo único que podía desear era que aquella locura acabase cuanto antes.
* * *
El doctor Olaya recibió de mala gana la visita del general. Había operaciones programadas las veinticuatro horas del día en equipos rotatorios de doce horas y su turno acababa de terminar, así que lo último que quería era encontrarse con Necker. El general pidió disculpas en un tono obsequioso, poco acorde en un militar acostumbrado a impartir órdenes, y reconoció que había esperado a que acabase su turno para no interferir en la actividad del quirófano. Necker se interesó por el estado de varios soldados en reanimación e incluso habló con un par que habían despertado de la anestesia. Luego solicitó ver a los prisioneros de Tierra Viva. El almirante deseaba conocer su estado, aunque no reveló los motivos.
Olaya le acompañó a una sala donde se agrupaban los enfermos terminales o en estado comatoso. Las consolas de Herb y Nela se mantenían estacionarias y no habían mostrado cambios desde que los chip Eyex dejaron de funcionar. De no ser por los sistemas de soporte vital ya habrían muerto.
El general examinó las historias clínicas. Frunció el ceño al constatar que la autorización para prescribir la eutanasia había sido borrada.
—Sé lo que está pensando —se anticipó Olaya.
—Entonces, respóndame por qué lo hizo.
—Mi deber es salvar vidas. Si quieren matar a estas personas, hágalo usted.
—Las leyes de procedimiento me lo impiden —dijo—. Para ejecutar a una persona debe preceder un juicio y ellos no pueden afrontarlo.
—En ese caso, no trate de pasar su responsabilidad al personal médico.
Necker negó con la cabeza.
—Le cuesta mucho ser amable conmigo, ¿verdad? —inquirió.
—Subí al Némesis contra mi voluntad. ¿Qué quiere que piense de los tipos como usted?
—En el fondo es una buena persona. Comprendo sus esfuerzos por mantener a estos desgraciados con vida, aunque no la merezcan. ¿Sabe lo que habrían hecho si no los hubiésemos capturado?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No pueden hablar.
—Destruir la Antártida. Las ciudades costeras de la Tierra habrían desaparecido, con millones de ahogados por las inundaciones. ¿Todavía cree que hemos sido injustos con ellos?
—Yo no decido sobre la culpabilidad de las personas, me limito a tratar de salvar vidas.
—La eutanasia es un acto de misericordia que no merecen. Creo que ha hecho bien manteniéndolos con vida, Olaya. Quizás a un nivel profundo de su conciencia todavía sientan algún tipo de sufrimiento.
—No más que el que siente una planta al perder una hoja.
Necker dejó de prestar atención por los prisioneros y preguntó por Paws, su auténtico motivo de visita.
—Ha delirado bastante —dijo el médico—. Pero ya que lo menciona, algo que Paws dijo tiene cierto sentido. Hablaba de olas de cien metros y volcanes que teñían el cielo de negro. ¿Está seguro de que el comando de Herb era el único que se dirigía a la Tierra?
Necker pidió hablar inmediatamente con Paws.
El paciente estaba sedado y hubo que despertarle. Seguía monitorizado y su estado físico se deterioraba apreciablemente: perdía a menudo el control sobre sus esfínteres y no toleraba la comida sólida. Sus manos y labios temblaban a causa de la degeneración neuronal que Olaya le había diagnosticado. Aunque externamente aparentase treinta y siete años, por dentro su sistema nervioso era el de un anciano decrépito. Al ver la cara cuadrada de Necker, Paws habría preferido volver a su pesadilla y no despertarse en lo que quedaba de día.
—El doctor Olaya me ha comentado lo que ha visto en sueños —dijo Necker—. Cree que usted delira.
—Nadie va a ganar esta guerra, general —respondió Paws, arrastrando las palabras. Un pinchazo bajo el corazón le hizo contraer los labios—. La Tierra será destruida.
—Lo dice como si no pudiéramos hacer nada por evitarlo.
—Sí que pueden —jadeó. Su voz se había reducido a un hilo entrecortado—. Pero no moverán un dedo, y ellos lo saben.
—¿Ellos?
—No lo atosigue, general —intervino Olaya—. Lo está fatigando.
—¿A quiénes se refiere? ¿A la Coalición? ¿A los alienígenas?
—Deshágase de la sonda alienígena, general, es una trampa. No estabiliza los puntos de salto —Paws comenzó a toser.
—Le ruego que abandone la enfermería —insistió el médico—. Este paciente es responsabilidad mía, usted no puede interferir.
—Cállese —Necker se acercó al enfermo—. Siga, le escucho.
—No estabiliza los puntos de salto, los drena; de ese modo les obliga a acompañarles. Deben deshacerse de ella.
—Suponga que lo hiciésemos. ¿Qué le pasaría a la Tierra?
Paws entrecerró los ojos.
—Estoy cansado —murmuró—. Déjeme dormir.
—Lleva durmiendo todo el día.
—Ya ha oído al médico, lárguese. Él tiempo para las visitas ha terminado.
—Escúcheme atentamente: el almirante podía haberle condenado a muerte en consejo de guerra por el asesinato de dos de nuestros hombres. Si sigue con vida es porque usted hizo un trato con nosotros.
—El trato ya no es válido. La sonda me está matando lentamente; no tengo nada que perder, así que dígale a su almirante que ya puede formar al pelotón de fusilamiento y… ¿se va?
—Sí.
—Lástima. Quería decirle una última cosa.
—Hable.
—No me arrepiento de mis actos ni olvido lo que nos hicieron en Nuxlum. El gobierno nos mandó allí sabiendo que moriríamos, pero ya ve, conmigo les salió mal, y gracias a que sobreviví la Coalición supo que Nuxlum existía y plantó cara a la Tierra. Ojalá pierda esta puta guerra, Necker. Ojalá se vayan al infierno.