DÍA 10

I

El helicóptero de las fuerzas armadas japonesas sobrevoló el campo de aterrizaje del palacio presidencial. Naruse y Niurka observaron, con una mezcla de asombro y pánico, los movimientos de blindados y vehículos de artillería que protegían el perímetro de las instalaciones. Durante el viaje de vuelta a la Tierra habían escuchado noticias inquietantes acerca del bloqueo naval que sufría su país, pero lo atribuían a movimientos estratégicos de China para presionar al gobierno nipón en el nuevo concierto económico que se negociaba para Asia. La situación, sin embargo, era mucho más grave, y la marina china había desplegado cerca de las costas niponas una docena de portaaviones dispuestos a entrar en combate.

El parlamento japonés se reuniría aquella tarde para refrendar las medidas tomadas por la presidenta Hiraya de movilización de reservistas, de cara a una eventual invasión del país. Analizadas fríamente las causas de la crisis, no había realmente ningún motivo que justificase un conflicto armado, suponiendo que alguna guerra mereciese justificación. Entre tanto, el Congreso de la Unión hacía oídos sordos a las protestas del gobierno japonés y no tomaba ninguna medida que frenase la escalada de tensión, comportándose de un modo absolutamente negligente.

Hiraya quería recibirles antes de que comenzase la sesión del parlamento. La presidenta había mostrado gran interés en conocer directamente de ellos lo sucedido en Marte. Los canales de comunicación convencionales no eran seguros y su secretario insistió en que no enviasen al palacio mensajes confidenciales. Las IA de Gnosis pululaban como moscones virtuales en la maraña electrónica, ávidos de cualquier palabra por trivial que fuese que saliera o entrara de Japón.

El helicóptero se posó en el pequeño campo de aterrizaje. Antes de acceder al recinto, Niurka y Naruse tuvieron que cambiarse de ropa y someterse a un examen exhaustivo en una dependencia anexa, en busca de escuchas que les hubieran colocado durante su estancia en el Némesis. Una vez satisfecho, el jefe de seguridad les acompañó al interior del palacio.

La sala de recepción era austera y, a diferencia de otros mandatarios, no tenía proporciones mastodónticas ni estaba diseñada para impresionar a las visitas. Hiraya despreciaba el protocolo y había hecho sustituir el ostentoso mobiliario de su antecesor por un equipamiento funcional y barato. Nada de moquetas, muebles de caoba o cuadros de pintores que los contribuyentes no se podían permitir. Los sillones eran cómodos, pero de piel sintética. Un holograma del monte Fuji en una de las paredes era la única concesión de Hiraya a la banalidad. El panel podía programarse a una orden verbal del visitante y ofrecer un centenar de imágenes distintas, estáticas o en movimiento, acompañadas por música clásica.

La presidenta de Japón apenas les hizo esperar. Hiraya había envejecido desde la última vez que la vieron y aparentaba más de sesenta años. Su habitual gesto afable se había transformado en una expresión grave, y un breve rictus sustituía a su sonrisa expansiva de antaño.

La situación era difícil e Hiraya la expresó sin ambages. La Unión había descubierto que el gobierno japonés estaba ayudando a la Coalición de Mundos Libres. Puesto que el gabinete de Alessandro no podía destituir directamente al gobierno democrático de un país federado, se había decidido dar un rodeo para conseguir un cambio de gobierno en Tokio: propiciar una confrontación chino-japonesa y dejar que las armas hablasen. Por si algún escéptico tenía dudas de las intenciones de la Unión, se estaban desarrollando en Taiwán unas maniobras con efectivos europeos, americanos y australianos, supuestamente programadas desde hacía meses, que congregaban un inmenso poder bélico a poca distancia del sur de Japón.

—He recibido presiones a los más altos niveles para que dimita —declaró Hiraya—. Me acusan de ser la culpable de la invasión de mi país si no me pliego a sus deseos. No sé quién detenta el poder en la Unión en este momento, si Alessandro, los tiburones que nadan a su alrededor, la policía de Brancazio o una camarilla de militares; la verdad, me gustaría saberlo, pero quizás ni siquiera ellos lo sepan. La descomposición se está acelerando y hay gente muy interesada en que esto explote.

—Debe hacer lo que crea correcto —contestó Niurka—, no lo que otros desean que haga.

—Me gustaría saber qué es lo correcto en este momento. ¿Merece la pena que plantemos cara a fuerzas que no podemos derrotar? ¿De qué servirá eso, de una posición testimonial ante la historia?

—No nos decepcione —insistió Niurka—. Usted se debe a su pueblo. No provocó esta guerra ni ha hecho nada de lo que deba arrepentirse. Siempre hemos confiado en usted.

Hiraya intentó sonreír, pero no pudo.

—A lo que conocemos lo llamamos ley de la necesidad y a lo que ignoramos, libertad. Tolstoi acertó al afirmar que la libertad solo es aquello que desconocemos sobre las leyes de la vida. No podemos luchar por causas perdidas, tarde o temprano me quitarán de enmedio; hemos delegado demasiado poder a la Unión y ese poder nos está asfixiando. Yo no voy a cambiar nada, soy insignificante, prescindible y mis enemigos son conscientes de ello —Hiraya les recorrió lentamente con la mirada—. Quizás no debiera hablar así, se supone que soy vuestra presidenta; bueno, al día de hoy todavía sigo siéndolo, mañana ya veremos. Sé que no es esto lo que queríais oír, pero desde la segunda guerra mundial no nos enfrentábamos a una situación de guerra en nuestro territorio, aunque en esta ocasión los chinos son los agresores y nosotros las víctimas. Es irónico, Brancazio, el jefe de la policía unionista, es muy aficionado a la historia y ha planeado esto deliberadamente —se interrumpió—. No quiero abrumaros más con mis problemas. Contadme qué tal os ha ido en Marte.

—Bastante mal —dijo Naruse—. El ejército nos confiscó la Honshu. Después de que recibiésemos su mensaje, señora presidenta, tuvimos que contarles todo.

—¿Mi mensaje? —Hiraya arrugó el ceño.

—Nos mostraron una grabación en la que usted nos conminaba a entregar esa información a los militares —explicó el hombre.

—Yo no ordené tal cosa. Únicamente hablé un par de veces con el almirante Boneh, y fue para pedirle que os liberaran de inmediato. Os tendieron una trampa.

—Debí imaginarlo.

—¿Qué les contasteis exactamente?

—Casi todo. Pero les mentimos acerca de los nodos que guardamos en Kure. Les dijimos que habían sido destruidos.

—No se lo habrán tragado. Estoy segura de que el almirante ha tramado un plan.

—Boneh está ocupado en la campaña militar contra la Coalición. Como mínimo no regresará al sistema solar hasta dentro de un par de semanas.

—La UPOL y los militares colaboran estrechamente. No podemos mandar un solo mensaje que no sea interceptado y analizado por Gnosis. Si Boneh se ha propuesto encontrar los nodos, no cesará hasta conseguir su propósito. Tendréis que ocuparos personalmente de eso. Viajaréis al laboratorio de física de Kure y supervisaréis la destrucción en la cámara de fusión del reactor. No permitiré bajo ningún concepto que caigan en manos de la Unión.

—Hay un pequeño detalle. La sonda alienígena que nos atacó hizo precisamente eso, destruir el nodo de las Fosas. No sabemos si hay más naves como esa y si los nodos son un arma defensiva que las hace vulnerables. Si perdemos los dos que aún conservamos, podríamos perder también nuestra única arma.

—Hablas como un militar, Naruse. Cuando los constructores de la sonda la programaron para eliminar los nodos allí donde los hallara, demostraron más juicio que nosotros. Después de desenterrar los cadáveres de los astronautas americanos, no podemos seguir jugando con aparatos que no podemos controlar.

—Pero desprendernos de ellos retrasaría nuestra investigación en resonancia de supercuerdas. Esos nodos son únicos, encierran el secreto de una tecnología muy superior a la nuestra que nos haría avanzar siglos. El proyecto de portales en el espacio sería…

—Lamento comunicarte que los ingenieros de la Unión se nos han adelantado. Ya disponen de una red operativa de portales y activaron el primero de ellos en cuanto salisteis del Némesis. A primera hora de la mañana recibí el informe.

—Eso no es posible —intervino Niurka—. Sus científicos carecían siquiera de un marco teórico adecuado para diseñar un portal de transferencia. Todavía estaban dando vueltas al modelo anticuado de Kerr-Newman la última vez que hablé con ellos.

—¿Cuánto hace de eso?

—Más de un año, creo.

—O no hablaste con la persona adecuada, o te mintieron.

—Tal vez no —observó Naruse—, si después obtuvieron ayuda externa.

—No entiendo —reconoció Hiraya.

—Es posible que los alienígenas de Nuxlum tengan algo que ver en todo esto. Un avance revolucionario como el de los portales no ocurre de la noche a la mañana por casualidad.

—¿Insinúas que están ayudando al gobierno?

—No estoy seguro, presidenta. Por más vueltas que le he dado no le encuentro sentido. Olvídelo, era sólo una idea.

—Tomo vuestras ideas muy en serio, y desde luego no caerá en saco roto. Hay algo que no me gusta, algo verdaderamente grande que somos incapaces de ver. Quizás los alienígenas lo sepan y por algún motivo nos lo quieren ocultar. La sonda que de improviso aparece en Marte y destruye el mascón y el nodo, ¿qué trataba de evitar? ¿Hay algo horrible ahí afuera que no hemos descubierto, pero los Lum sí? ¿Intentan protegernos? Y si es así, ¿de qué? ¿De nuestra propia incompetencia?

—Podemos seguir lucubrando durante horas, pero no vamos a sacar nada en claro —intervino Niurka—. Vayamos a Kure y destruyamos los nodos. Si hay en curso una invasión por parte de China, no deberíamos perder un minuto más.

—Sí, tenéis razón —Hiraya consultó su reloj—. La sesión del parlamento comienza dentro de unas horas y aún debo recibir a varios diputados para confirmar su apoyo. Tenemos dificultades en los transportes debido a atentados sufridos en los últimos días, y algunos tramos están interrumpidos. Mi jefe de seguridad os dará unos pases para que podáis moveros con entera libertad. Preferiblemente, no utilicéis el avión o el helicóptero. Avisadme cuando la operación haya concluido.

—Lo haremos —Niurka se levantó—. Suerte en la votación, señora presidenta.

—Qué fácil si nuestros problemas se solucionasen con una votación, ¿verdad? —Hiraya les estrechó a ambos la mano—. Desgraciadamente, el destino de Japón ya ha sido decidido fuera de nuestro parlamento. Y dudo que podamos hacer algo por evitarlo.

II

El coronel Keip, jefe del arsenal de la Coalición en Pegaso IV, fue escoltado al puente de mando del Independencia. Había sido requerido por el comandante Erengish para declarar sobre la desaparición de una bomba de punto cero del arsenal. Keip no se explicaba cómo el comandante había podido descubrirlo, porque alteró personalmente los registros de la base de forma que ninguna inspección pudiese detectar la falta de la bomba. Salvo, claro está, que alguien las contase manualmente en el depósito. Y eso era lo que había sucedido. Un enviado de Erengish apareció por sorpresa en la luna para husmear en el almacén donde se custodiaban las bombas. Le habían delatado.

Keip se acercó con cautela al sillón del comandante. Erengish analizaba un holoproyector situado a su izquierda y apenas le dedicó una mirada de soslayo, pero era una pose estudiada, como el coronel tendría ocasión de comprobar.

—He sido informado de un grave fallo de seguridad en el arsenal del que usted es responsable —dijo Erengish, sin apartar su atención del holograma—. Explíquese.

—Estoy desagradablemente sorprendido por el incidente —dijo Keip—. Abriré una investigación en cuanto regrese a Pegaso IV y le garantizo que los responsables serán detenidos y puestos a su disposición, comandante.

—No volverá a su base, coronel.

—Soy consciente de la gravedad de la situación y asumo la responsabilidad, pero si no regreso no podré descubrir a los culpables.

—Lo haremos por usted, coronel —Erengish apartó por primera vez la vista del holograma y le enseñó una fotografía—. ¿Conoce a este persona?

Se trataba de Herb. Keip negó con aplomo.

—Jamás lo había visto antes —mintió.

—Apareció en la base hace cuatro días.

—Lo recordaría si fuese así. Recibimos pocas visitas, por razones obvias.

—El inspector que le visitó no ha encontrado registros de la llegada de este hombre. Sin embargo, sabemos que entró en las instalaciones.

—Su informador está en un error.

—Razón de más para destituirle. No sólo permite de forma negligente que una bomba de punto cero sea sustraída de su arsenal, sino que tampoco controla al personal que entra y sale de la base. Su ineficacia nos ha colocado en una difícil posición, coronel. Este hombre de la foto fue capturado recientemente por la Unión, y a estas horas la Tierra ya habrá averiguado lo que ocultamos en el sistema Pegaso. Tendremos que evacuar la base y no disponemos de naves suficientes para hacerlo con la rapidez necesaria.

—Está suponiendo demasiadas cosas —dijo Keip, intentando conservar la calma.

—Coronel, no le he revelado toda la información que obra en mi poder sobre este caso. Quedará usted bajo arresto en los calabozos del Independencia hasta que reúna a un consejo de guerra para juzgarle. Un oficial actuará como abogado togado para defenderle. Eso es todo. Retírese.

Los soldados acompañaron a Keip a la salida del puente. El embajador Lum aguardaba fuera y pidió autorización para entrar.

—Pase —dijo Erengish—. Llevaba tiempo sin dejarse ver por aquí.

—No es mi deseo importunarle, comandante. Sé lo ocupado que está y, francamente, no envidio su puesto.

—¿Por qué?

—Ha llegado a mis oídos que la Unión atacó con éxito los asentamientos de la Coalición en Gea. Las fuerzas de la CML fueron barridas sin apenas esfuerzo. No conozco la cifra exacta de bajas, pero tal vez ascienda a varios centenares.

—La Unión posee una nueva tecnología de portales para sus cruceros. Ignoro cómo funciona, pero la ventaja táctica de que disfrutábamos con los GET se ha acortado sensiblemente, si es que no ha desaparecido.

—¿Qué hay de la operación que la Unión planeaba sobre los mundos de Achernar, Próxima, Vega y Sirio?

—Intuyo que ya conoce la respuesta, embajador. No se ha producido ningún ataque a esos sistemas, al menos de momento.

El Lum cabeceó en un ademán genuinamente humano y dijo:

—Odio tener que decirle esto, pero recuerde que se lo advertí.

—Supongo que no habrá venido al puente por eso.

—En efecto. Merced a mis buenos oficios he conseguido que una docena de naves de la corporación Transbank engrosen la flotilla de defensa de Nuxlum —el alienígena le entregó un holodisco—. Aquí tiene, características técnicas, armamento, tripulación y códigos de mando. Desde este instante se encuentran bajo su autoridad.

—Se lo agradezco, embajador. ¿Qué contrapartidas pide?

—Sólo que siga cumpliendo nuestros acuerdos. Con eso me doy por satisfecho.

—Su generosidad me abruma —dijo el militar, con un poso sarcástico.

—No hay generosidad en esto, sólo sentido práctico. Necesitará refuerzos para afrontar este factor imprevisto, o de lo contrario Nuxlum caerá con la misma facilidad que Gea. Aun a regañadientes, Brusi está comprendiendo que debe implicarse en la guerra más allá del apoyo económico.

—La corporación intenta nadar entre dos aguas y salir beneficiada incluso si la Coalición perdiese.

—No dudo que hasta ahora pensasen así, pero la situación se ha vuelto peligrosa y su indefinición no tiene ya sentido. Espero que las naves de Transbank le sean útiles, comandante. Estaré en mi camarote por si me necesita.

Tan pronto se marchó el embajador, Erengish introdujo el holodisco en la ranura de la consola. Se trataba de doce cargueros dotados de cañones defensivos y baterías de misiles de largo alcance, cada uno con su respectivo generador de efecto túnel. Aquéllas eran las naves que necesitaba para trasladar el arsenal de Pegaso IV a otro lugar, sin debilitar las defensas en otros mundos de la Coalición.

Dio instrucciones al ordenador para que coordinase la operación con los capitanes de Transbank. A la luz de lo sucedido en Gea, el próximo golpe de la Unión podría ser tan rápido como fatal. Si perdían aquellas bombas, el curso de la guerra se volvería definitivamente contra ellos.

III

Las toberas del Enano de la suerte volvieron a funcionar. Habían quedado varados cerca de Deneb V después de su accidentada huida de Gea, pero los daños en los sistemas de a bordo fueron considerables y les consumieron las últimas treinta horas. No habían dormido y apenas pararon unos minutos para comer. Primero un incendio, luego un fallo de presurización en la sala de máquinas y después un rosario de cortocircuitos por toda la nave amenazaron con dejarles allí para siempre.

El comando de Frizel fue el único que dio señales de vida. Rania recibió una señal confirmando que estaban bien, pero no pudo responder a la llamada ni comunicar su posición a Krim. El delicado sistema de transmisión se había averiado y sólo podrían recibir mensajes hasta que no reemplazasen uno de los componentes fundidos.

Los impulsores del Enano les acercaron a una órbita baja. Deneb V no era un planeta espectacular, cicatrices y cráteres surcaban su superficie como el recuerdo de un acné virulento. Algunas brechas acanaladas que desembocaban en grandes depresiones secas sugerían que en el pasado había tenido ríos y océanos. El color cetrino de la tierra recordaba a un enfermo agonizante, pero Deneb V había muerto hacía mucho tiempo, su delgada atmósfera de argón y nitrógeno era incapaz de proteger a organismos vivos de la radiación solar. Era como un hermano perdido de Marte, una sombra espectral de su pasado, y Soren no se habría acercado a él de no ser por la forma bulbosa que sus instrumentos captaron merodeando por allí hace días.

Rania pudo cotejar aquella imagen con otra que sus informadores en Marte le enviaron poco antes del bombardeo. Un objeto idéntico había atacado una tranquila base científica japonesa en Fosas Medusa. Hubiera deseado indagar más sobre el incidente, pero la huida de Gea se lo impidió, y mientras continuasen incomunicados no podría hablar con sus compañeros.

La nave alienígena había aparecido primero en Deneb V, destruyendo algo que se encontraba en el planeta, y seguidamente se había marchado a Marte. Por qué actuaba así era algo que tendrían que descubrir.

Soren había descartado descender sobre los cráteres producidos por la sonda. Ya los había investigado en su primera visita y poco podrían obtener volviéndolos a examinar. Además, la cartografía por ordenador había revelado puntos más interesantes para explorar. Aunque a nivel de la superficie Deneb V era desértico, el subsuelo podría depararles sorpresas. Los instrumentos mostraban concentraciones metálicas por todo el planeta, algunas fuertemente magnetizadas.

El Enano se posó sobre un acantilado. Hasta el fondo del océano seco había una caída de diez kilómetros. Rania se quedó mirando la línea del crepúsculo, imaginando qué aspecto tendría una puesta de sol de haber encontrado agua. Casi sin esfuerzo pudo visualizarlo y el espectáculo fue admirable. De no ser por la escafandra, incluso podría haber jurado que olía la brisa del mar.

Soren ancló los arpones de descenso. La entrada de la cueva que iban a inspeccionar estaba a cien metros de bajada en vertical. Desenrolló el cable y entregó a Rania el cinturón de seguridad.

El descenso fue preciso y silencioso. Rania se sintió como una araña bajando por su filamento, acercándose sigilosamente a su presa. Las proporciones de aquel lugar les hacía parecer insectos. Sus linternas apenas arrojaban una leve idea del interior de la gruta, de la que ni siquiera veían la bóveda. Tendrían que contentarse con alumbrar dónde ponían los pies y escudriñar alrededor.

Había trazas débiles de oxígeno por allí. La atmósfera planetaria no revelaba vestigios de este gas, pero desconocían qué había en el interior de aquel mundo. Siguiendo el indicador, se desviaron a la izquierda por una senda que se estrechó tanto que sus linternas acabaron divisando el techo. La galería bajaba a las profundidades sin que los haces de luz encontrasen el final. El túnel podría medir cientos de metros o no tener fin, pero la pista del oxígeno era clara y apetecible; no darían media vuelta a menos que se encontrasen con un callejón sin salida o al borde de un precipicio, e incluso en este caso Soren ya había pensado qué hacer. Algo condenadamente importante había ahí abajo y no se iban a marchar sin averiguarlo.

El aire se hacía más espeso conforme bajaban por el túnel. Escucharon un rumor lejano y profundo, quizás el eco de una corriente subterránea.

—Parece que hay agua ahí abajo —dijo Rania.

Soren cabeceó y al volverse, su linterna apuntó hacia un fluido pegajoso que se extendía por la pared.

—¿Qué es esto? —introdujo el índice de su guante en la sustancia, un moco translúcido que cubría una abertura rellena de piedras que bloqueaba el paso a una cámara interior.

Quitaron unas cuantas rocas y Soren atisbó por el hueco. Un resplandor verdeazulado se adivinaba al fondo.

—Las emanaciones de oxígeno proceden de aquí, no cabe duda —dijo, sin perder de vista el indicador.

Despejaron la entrada y cruzaron el agujero. El resplandor se hizo más intenso. La cámara estaba alfombrada por un musgo azul de tacto suave. El detector de oxígeno se disparó hasta marcar una concentración del ochenta por ciento; podrían haberse quitado los trajes para ahorrar las reservas de las mochilas y respirar directamente el aire de la cueva, pero nada sabían de aquel musgo y de los efectos que tendría en el ser humano inhalar oxígeno con microorganismos desconocidos en suspensión.

Rania llenó un tarro de muestras y se acercó a estudiar una formación de cristales que rodeaban la zona donde la flora era más abundante. Se trataba de pequeñas excreciones de mineral, la forma que empleaba el musgo para fijar los desechos de su metabolismo.

La cámara tenía una salida semioculta que conectaba con un pasadizo que había que recorrer agachado. Los indicadores advertían de un masivo objeto metálico allá abajo.

El suelo estaba encharcado y había restos de musgo por todas partes. Tanto los guantes como las botas de sus trajes resbalaban al tocar la roca, dificultándoles el avance. Rania escuchó por el circuito de radio del casco la respiración excitada de su compañero.

—Te estás hiperventilando —le advirtió ella—. Respira más despacio.

—Estamos muy cerca —dijo Soren—. Deberíamos hallarnos casi encima del foco, la lectura sobrepasa los…

Al poner el pie sobre una depresión tapada por una membrana, el hombre cayó por el pozo.

—¿Qué ha pasado? Soren, ¿te encuentras bien? —Rania enfocó el haz de la linterna a través del hoyo.

—No me pasa nada, sólo hay dos metros de caída —unos segundos de silencio—. Aquí está, sí, lo sabía. Maldita sea, Rania, tienes que ver esto, salta, vamos. Esto es… es… no sé cómo describirlo.

La mujer bajó rápidamente y comprobó que su compañero no exageraba. Frente a ellos se extendía una bóveda de piedra tachonada de organismos bioluminiscentes, como vidrieras de una catedral imposible. La luz rielaba en un lago gigantesco del que sobresalían penachos de formas angulosas. Soren señaló con la mano extendida.

—Parecen los restos de una ciudad —dijo, mirando el rostro de asombro de Rania— Esto es mucho más interesante que el yacimiento que descubriste en Gea. ¿Qué tal si buceamos un poco?

Se lanzaron al lago. Las linternas revelaron un espectáculo fantasmagórico: había toneladas de metal y piedra sumergidas ahí abajo, acechando en la oscuridad para rasgar sus trajes. La luz de los organismos se difuminaba bajo el agua con un resplandor mágico, genuinamente de otro mundo. El riesgo era el factor que menos les importaba en aquellos momentos. Tenían delante de ellos los restos de una civilización tecnológica.

Un sueño del que no tenían prisa en despertar.

IV

La espiral luminosa del portal se expandió cerca de la luna de Pegaso IV. El crucero Némesis y una docena de buques de guerra surgieron de la nada, dispuestos a tomar por la fuerza el arsenal que la Coalición poseía en el subsuelo del satélite. El almirante Boneh ordenó al capitán del Atlantis que abriese fuego contra los dispositivos de defensa de superficie, mientras el resto de naves de apoyo tomaban posiciones alrededor de la luna. Se había calculado que el polvorín caería sin apenas resistencia en menos de una hora, pero los escáneres tácticos de barrido captaron la presencia de un grupo nutrido de cargueros con armamento pesado. Por los códigos de identificación interna, las IA del Némesis dedujeron que se trataba de naves mercantes de la corporación Transbank que participaban en la evacuación de la base. Los informes que Inteligencia había estado remitiendo acerca de las actividades del consorcio bancario y su apoyo a los separatistas se veían confirmados por los hechos.

Boneh no contaba encontrar una defensa fuerte en una base de segunda fila de la Coalición, así que sólo las bombas de punto cero que se guardaban allí explicaban una defensa tan tenaz. Boneh había pensado en un principio que el asunto de las bombas era una maniobra de distracción por parte de los servicios de espionaje de la CML, pero las fuerzas que defendían la luna constituían una prueba visible de que los datos extraídos de la pareja de terroristas capturados no eran un farol. Por absurdo que pareciese, el plan de ataque a la Antártida era completamente real: aquellos canallas estaban dispuestos a ahogar a millones de personas en la Tierra con tal de conseguir separarse de la Unión. Pronto comprenderían lo equivocados que estaban.

El Atlantis se vio envuelto en el fuego cruzado de dos cargueros de Transbank, que le enviaban una andanada de misiles y pulsos de plasma. Dos naves artilleras, el Oberón y el Tycho, dispararon a su vez contramedidas para neutralizar el ataque. El magnavisor del almirante se pobló de puntos en rápido movimiento, un carrusel de electrónica difusa que asestó sobre su retina un laberinto de gráficos, cursos probables, rutas de interceptación y consejos de las IA tácticas que procesaban la información. Los primeros fogonazos de luz comenzaron a desgranarse en el espacio. Uno de los cargueros de Transbank se partió en dos como una nuez y desapareció en una explosión silenciosa. La IA de diagnóstico le informó que el capitán del Oberón tenía dificultades para repeler un ataque combinado de cuatro naves de la Coalición. El motor principal resultó alcanzado y provocó una reacción en cadena que voló la nave por secciones de popa a proa, como un largo petardo de feria.

Los cazas del Némesis se abrieron paso en el caótico campo de batalla, sorteando la nube de chatarra en expansión en que acababa de convertirse otra nave, esta vez de la CML. Una formación de bombarderos se desvió hacia la superficie lunar con el fin de destruir las defensas de la base y proseguir el hostigamiento iniciado por el Atlantis, que había tenido que retroceder por la presurización de emergencia de una de sus cubiertas. El magnavisor aumentó la zona dañada del casco, ofreciendo una detallada toma del agujero de tres metros de diámetro por el que escapaba una algodonosa nube de oxígeno, mezclada con metralla y algún que otro tripulante succionado por la violenta descompresión.

La batalla se libraba con un equilibrio de fuerzas más ajustado de lo que Boneh esperaba, y otras naves de su formación se vieron en aprietos. La fragata Chandrasekhar recibió el acoso de dos naves de la CML, que descargaron una frenética lluvia de proyectiles por ambos flancos. De poco le sirvieron a su capitán los cañones de defensa; la nave reventó en el discreto silencio del espacio, alcanzando la onda expansiva a un vehículo ligero de los separatistas, que al perder el control colisionó lateralmente contra un carguero que intentaba abandonar la órbita lunar. Esto favoreció a los artilleros del Némesis, que aprovecharon para concentrar su fuego en la zona de motores de la nave. La brecha en el casco expulsó al espacio varios grumos de carnaza, restos de su malograda tripulación.

Una de las naves de Transbank aceleraba a fin de situarse a suficiente distancia de Pegaso IV para activar su generador de efecto túnel. Boneh no podía arriesgarse a que nadie escapase al cerco con bombas de punto cero en sus bodegas, y transmitió directamente al Copérnico y al Fornax, que se hallaban más cerca, que abriesen fuego contra el furtivo. Fue inútil. El piloto de Transbank activó su generador antes de que las naves que lo perseguían se situasen en rango de tiro, desapareciendo en una fluctuación de espaciotiempo como si nunca hubiese estado allí.

Los cazas habían iniciado el bombardeo de las instalaciones de superficie. Una imagen amplificada mostró a varias baterías de la CML reducidas a cenizas por la acción de los atacantes, pero al mismo tiempo, rampas ocultas en el polvo lunar se alzaban por doquier y dirigían sus baterías contra la formación. Tres cazas estallaron dramáticamente y arrastraron consigo a un cuarto en su caída. En la misma proporción que las baterías de superficie eran neutralizadas surgían otras erizadas de cañones que devolvían el fuego a los cazabombarderos. El arsenal no aguantaría infinitamente, pero el panel de bajas seguía creciendo y Boneh se estaba planteando una retirada táctica y aplazar la operación.

Dos cargueros de Transbank consiguieron huir, diluyéndose en la negrura del espacio. Aunque Boneh tomase la base, era casi seguro que la CML ya había sacado del arsenal varias bombas de punto cero, quizá todas. En tal caso, la ocupación carecería de interés estratégico, ya que el armamento convencional sería repuesto fácilmente en otro lugar, acaso en algún sistema donde la Unión careciese de portales Ícaro.

La batalla se prolongó durante dos largas horas, pero todas las baterías que defendían el perímetro de la base fueron destruidas y dos lanchas de desembarco se posaron en la superficie para entrar en las instalaciones. Alrededor de la luna quedaba una nube de escombros que arrancaba ocasionales destellos metálicos cuando el sol incidía sobre ellos. Muchos de esos fragmentos eran de sus propias naves de combate. Había perdido dos tercios de sus efectivos iniciales, aunque todas las naves de la Coalición que no lograron huir habían sido destruidas. Varias lanzaderas llenas de heridos procedentes del Atlantis, el Fornax y el Chandrasekhar se dirigían hacia el Némesis, relativamente indemne, donde se estaba habilitando una cubierta como hospital de campaña.

El resultado de la batalla distaba de satisfacer al almirante. Atento a la información de las dos compañías de infantería que en aquellos momentos descendían al complejo subterráneo, Boneh se preguntaba sobre la utilidad de aquella operación de desgaste. Había privado a la CML de un enclave que hasta entonces los separatistas consideraban seguro, y que tendrían que recomponer precipitadamente en otro lugar, pero el precio en vidas y material había sido excesivo. Sólo confiaba que allí abajo hubiera algo que mereciese la pena.

Sus hombres se encontraron con un pequeño grupo de soldados de la Coalición que no habían podido embarcar en ningún transporte. Conscientes de que no tenían posibilidades, se rindieron sin condiciones y fueron confinados en una habitación del complejo, mientras el oficial de más alto rango que quedaba en la base, un simple teniente, facilitaba el acceso de la infantería a las cámaras acorazadas donde se guardaban las armas.

En contra de lo esperado, se comprobó que la mayoría del arsenal continuaba allí dentro: cañones de plasma, aceleradores de masa, armas nucleares convencionales, bombas químicas, misiles de fragmentación, esferas Electra con miles de cápsulas en su interior para interferir comunicaciones, componentes electrónicos de repuesto, tiendas inflables presurizadas, toneladas de raciones de supervivencia y armamento ligero.

En una de las cámaras descubrieron siete sarcófagos de acero que respondían a la imagen mental extraída de los cerebros de Herb y Nela. Tras verificar que los sarcófagos contenían las bombas de punto cero, sus hombres los trasladaron al ascensor de carga. El teniente de la Coalición, que hábilmente se brindó a colaborar para evitar un escáner neural, aseguró que disponían inicialmente de veinte unidades repartidas en dos cámaras. La segunda de ellas había sido vaciada por completo, lo que arrojaba un balance de trece de bombas de punto cero en manos de los independentistas, listas para su uso.

Boneh puso al corriente al cuartel general de las operaciones y dio órdenes para que el delegado presidencial Triviño acudiera al puente. La Coalición debía recibir un mensaje contundente de que el ejecutivo de Alessandro llevaría la guerra hasta sus últimas consecuencias si peligraba la integridad de la Tierra.

* * *

Las primeras remesas de heridos comenzaban a llegar al Némesis cuando en la cubierta habilitada para atenderlos se seguían montando a toda prisa camas y equipos de soporte vital, en una actividad febril de personal sanitario y soldados que corrían por los pasillos.

Olaya se hallaba cambiando la unidad de energía defectuosa de un robot auxiliar, una araña siniestra de brazos extensibles que alguien había colocado dentro de uno de los nuevos quirófanos, y ya tenía a cinco pacientes esperando el pasillo. Acopló como mejor pudo el bloque en las tripas del mecano y empujó la primera camilla. El herido llevaba en el vientre un estabilizador hemodinámico sin el cual habría muerto desangrado por el camino.

Olaya alzó la sábana y se dispuso a contemplar la carnicería. Se trataba de un adolescente que rondaría los diecisiete años. Había restos de metal incrustados en pecho y abdomen, la mano derecha le había sido amputada y dos dedos de la otra estaban en un estado tan lamentable que habría que sustituirlos por prótesis. Desgraciadamente, no disponían de existencias en ese momento y tendrían que esperar a regresar a Gea para aprovisionarse.

El escáner médico reveló policontusiones y lesiones internas en bazo y estómago que requerían microcirugía, pero dentro de la gravedad podría aguardar un poco. Salió al pasillo y las hileras de camas ya cubrían ambos lados del corredor hasta donde alcanzaba su vista. Repasó las fichas médicas de los heridos más cercanos a la puerta, en su mayoría jóvenes que no sobrepasaban los veinte años, reclutados a la fuerza para servir de carne de cañón en una guerra cuyas motivaciones no entendían. Por lo general, los pacientes contaban con unidades portátiles de emergencia sobre sus cuerpos que mantendrían sus constantes vitales el tiempo necesario para una intervención quirúrgica. Por eso se sorprendió que dos de los camas careciesen de aparatos acoplados a la cama, a excepción de unas bolsas de suero. Leyó sus historiales.

Los pacientes, un hombre y una mujer de unos treinta años, se encontraban en estado neurovegetativo desde hacía dos días. La ficha no indicaba que perteneciesen a las fuerzas armadas, pero el general Necker autorizaba a los médicos a prescribir la eutanasia si no experimentaban mejoría.

Levantó los párpados del hombre: conocía aquella mirada muerta, y aunque la historia clínica no lo dijese, adivinaba lo que le habían hecho. Para asegurarse entró al hombre en el quirófano y tecleó en la consola una clave que, si sus sospechas eran ciertas, provocaría un movimiento reflejo.

Las extremidades del hombre se convulsionaron sacudidas por un latigazo: aquellos dos pobres diablos eran los prisioneros que Necker le había ordenado intervenir, y que tuvieron que trasladar a otra nave porque los quirófanos del Némesis estaban atestados. Sus lóbulos frontales llevaban incrustados el chip Eyex, que les había dejado los sesos como un campo recién arado. Sería muy difícil que volvieran a recobrar el control de sus funciones superiores; y aunque alguno lo consiguiese, no volvería a ser el mismo. Posiblemente tendrían que volver aprender a hablar, a leer y a escribir, incluso a caminar, eso si se les aplicaba la terapia adecuada, lo que era mucho suponer en los tiempos que corrían. El escáner neural actuaba como una goma de borrar que dejaba a la víctima en una postración absoluta; sus recuerdos, su vida, podría desaparecer para siempre salvo pequeños e inservibles jirones de memoria.

Y le pedían que prescribiese la eutanasia. Necker, maldito canalla, ¿por qué no ordenaba la muerte él mismo, en lugar de intentar traspasar a los médicos su responsabilidad?

Usó el código del personal facultativo y borró de la historia clínica de ambos el apartado de autorizaba la muerte, prescribiendo en su lugar un tratamiento con estimulantes corticales y terapia reeducativa. Otro colega con menos escrúpulos podría echarles el ojo en el pasillo y mostrarse proclive a dejar dos camas libres.

Luego, anestesió al primer paciente que había entrado en el quirófano y le quitó el estabilizador del vientre. Un fino tubo de plástico mal colocado se desprendió de una arteria, regando su bata verde de un fluido espeso. El robot cirujano extendió uno de sus brazos hasta el tubo, apretándolo con precisión, y la sangre dejó de manar. Bueno, por lo menos aquel trasto funcionaba, pensó, mientras elegía un bisturí para la incisión.

* * *

Olas de cien metros de altura reventaban contra las ciudades costeras, arrasando a su paso cuanto encontraban; edificios, puentes, presas, todo era barrido sin esfuerzo por el frente de tsunamis que se precipitaban contra los cinco continentes. Explosiones de centrales de energía, aviones cayendo en picado, nada se escapaba a la cadena de destrucción que asolaba por doquier el globo terráqueo. Volcanes que llevaban años en silencio vomitaban chorros de lava al exterior, oscureciendo la atmósfera con toneladas de polvo. Las placas continentales estaban chocando entre sí como galletas en una taza de chocolate caliente. Los cimientos de la civilización humana se desmoronaban.

—Acabo de terminar un turno de doce horas seguidas y ni siquiera he tenido tiempo de darme una ducha y quitarme el olor a sangre.

No tuvo tiempo de pensar en lo que había visto y oído. La oscuridad cubrió de nuevo su mente. Paws estaba aterrado, intentaba salir de la pesadilla, pero no podía; estaba anclado en la oscuridad, lanzando brazadas a ciegas en el aire negro. Débil y lejano, el silbido de una cafetera acatarrada embarrancó en su conciencia. Allí estaba de nuevo, hurgando en su mente, revolcándose en sus sesos como un cochino en el barro. ¿Qué quería de él? ¿Acaso no tenía ya suficiente? ¿Experimentaba algún sádico placer viéndole sufrir?

En su conciencia apareció una débil luz azul, contornos borrosos en mitad de la niebla. Había voces, aunque no entendía de qué hablaban. Gritó para llamar su atención, pero el lenguaje era incomprensible; quizá el silbido había alterado el área donde se procesaban las palabras, y no volvería a entender nunca más lo que le decían.

Sin embargo, su mente utilizaba esas mismas palabras para componer pensamientos; el daño, caso de que existiese, no debía ser severo, o sólo podría pensar en términos abstractos, asociando imágenes, olores y sensaciones.

Paws abrió los ojos. La enfermería. Conocía ese lugar. Apretó la perilla que colgaba del cabezal y un auxiliar acudió a ver qué quería. Paws pidió que avisasen a Olaya.

El médico se presentó a los pocos minutos, fatigado y ojeroso, pero sonrió en cuanto le vio incorporado en la cama.

—Veo nuevos pacientes ingresados —advirtió Paws—. ¿Qué ha pasado?

—Nos encontramos en el sistema Pegaso. El almirante ordenó el ataque a una base de la Coalición, pero la pelea ha sido más dura de lo que creía; hay cientos de bajas y hemos acondicionado una cubierta para los heridos que nos trasladan desde otras naves. El Némesis es el único crucero que ha quedado relativamente a salvo, así que dentro de lo que cabe hemos tenido suerte —Olaya se frotó la nuca—. Acabo de terminar un turno de doce horas seguidas y ni siquiera he tenido tiempo de darme una ducha y quitarme el olor a sangre.

Paws se puso pálido.

—¿Qué te ocurre? —Olaya observó nervioso los indicadores de la consola. Se había producido un brusco aumento del ritmo cardíaco al oír aquella última frase.

—Lo sabía. Sabía que ibas a decir eso.

—No te comprendo.

—Te escuché en sueños antes de despertar, y también…

—Continúa.

—Vi algo horrible —Paws notó que se le había reventado otra vena de la nariz—. Un algodón, rápido.

—No es nada, relájate —Olaya le limpió la herida y sacó un tubo de pastillas—. Coloca este comprimido bajo la lengua y espera a que se disuelva, te bajará la presión arterial. Estas pequeñas hemorragias son algo normal.

—Me estoy muriendo.

—No digas tonterías.

—¿Qué hay dentro de mi cabeza? Lo sabes y no quieres decírmelo.

—Cuéntame qué viste en ese sueño.

—Antes quiero la verdad.

—No te ayudará.

—Me da igual. Háblame claro; si no tengo ninguna posibilidad, debo saberlo.

Olaya sacudió la cabeza.

—Está bien, la verdad como el cristal: tus neuronas están envejeciendo. Al principio lo achaqué a tu adicción a las drogas, pero después del último ataque que sufriste me di cuenta de que no es así. Tu tejido nervioso tiene el estado de un anciano de ochenta años, y continúa deteriorándose.

—¿Es reversible?

—Sólo si te transplantáramos un cerebro sano —dijo—. Perdona, no pretendía hacer un chiste.

—Descuida.

—Sin embargo, podríamos traspasar tus recuerdos a un biochip de memoria y volcarlos en un cibernoide…

—Cuando hubiera muerto.

—Bueno, cuando el proceso degenerativo entrase en fase terminal. Lo lamento, Paws, querías la verdad y yo soy incapaz de mentirte. No entiendo qué le sucede a tu cerebro, pero he meditado mucho sobre lo que les ocurrió a tus compañeros en Nuxlum, y las similitudes con tu caso son evidentes. Ahora, cuéntame qué viste en tu pesadilla.

—Aún no me has dicho cuánto tiempo me queda.

—No lo sé, unos días, unas semanas, es difícil pronosticarlo. Podrías sufrir un derrame interno y caer muerto en ese instante, o entrar en un coma que te mantendría vivo durante meses.

—Si llegase el momento, prométeme que acabarás con esto. No quiero convertirme en el conejillo de indias de Necker.

—No puedo hacer eso; mi trabajo es salvar…

Paws le aferró la mano hasta cortarle la circulación.

—Prométemelo —repitió.

Olaya se sentó en la cama. Estaba verdaderamente cansado y contemplar el estado de Paws le deprimía mucho más.

—¿Recuerdas a los prisioneros que Necker quería que les implantase un Eyex? —dijo el médico—. Consiguió a alguien que lo hiciese por mí, y no sé si debería haber hecho yo ese trabajo, porque el implante fue de lo más chapucero.

—Tratas de desviar la conversación.

—Descubrí que Necker había autorizado que aplicásemos la eutanasia si su estado no mejoraba. Supongo que cuando sepa lo que te sucede a ti, firmará una autorización similar. Desde el momento que dejáis de ser útiles para el ejército os convertís en una carga. Harías un favor a Necker si le facilitases el trabajo.

—Si no me ayudas, lo haré yo solo.

—Paws, he perdido a uno de mis pacientes en el quirófano esta tarde; no quiero oír más de muertes por hoy, por favor. Si mañana tengo que enfrentarme con otra carnicería como la de hoy, quiero hacerlo en el mejor estado posible, así que si me disculpas —se levantó de la cama— voy a dormir un poco.

—No, espera. Aún tendrás que oír algo más.

—Sólo si es absolutamente necesario.

—He visto lo que va a suceder en la Tierra: ciudades sepultadas por olas de cien metros, cielos negros causados por los volcanes, terremotos arrasando pueblos enteros. Lo he visto tan claro que no puede ser un sueño. Luria vivió una experiencia parecida en Nuxlum; entonces no la creímos, Nelser decía que estaba loca.

—¿Insinúas que esos cataclismos van a suceder realmente?

Paws se incorporó un poco en la cama, hasta que sintió un pinchazo en la sien.

—He visto cosas muy extrañas en estos últimos años, Olaya, y te aseguro que ésta no es la más rara de todas.