DÍA 7

I

El despacho del almirante Boneh no era precisamente un lujo de comodidades; espartano y frío, gris omnipresente en mobiliario y paredes y ni un solo elemento carente de utilidad. A Boneh no le gustaban las distracciones, nada de cuadros, pisapapeles de ornamento u holoventanas con riachuelos serpenteando entre los árboles. Su entorno debía ser una extensión de su personalidad, y ciertamente lo había conseguido.

El aspecto de Boneh era engañosamente afable, con una poblada barba blanca que le confería un aire de anciano bondadoso. Pero Boneh no era así, aunque tampoco podía decirse que fuera lo contrario. En realidad, nadie sabía lo suficiente de él, se había mantenido neutral en los vaivenes políticos y las distintas facciones del ejército desconocían cómo se decantaría en la actual crisis.

Necker entró al despacho del almirante para darle cuenta de las novedades. La situación se había estancado en las últimas horas, o al menos eso le parecía al general, quien se preguntó a qué estaba esperando Boneh para desplegar la flota. Cada día que se demoraba la operación de castigo contra las colonias se gastaban millones de creds que pagarían los contribuyentes. La inestabilidad política que se vivía en la Tierra no permitía ningún dispendio, y Boneh debía saberlo.

—Hemos examinado minuciosamente los bancos de datos de la Honshu y no hemos encontrado nada de interés —admitió Necker—. Sé que continúan ocultándonos información, pero no hay manera de probarlo a menos que utilicemos métodos más expeditivos.

—Ya había pensado en eso —dijo Boneh—. Hiraya, la presidenta de Japón, todavía duda. Podríamos emplear la fuerza, pero eso colocaría al gobierno de la Unión en un conflicto diplomático. Algunos estados federados han aprovechado la crisis para reclamar un mayor peso en las decisiones del Congreso. Si presionamos demasiado a Japón, podríamos desencadenar una reacción adversa.

—Con el debido respeto, almirante, la irrupción de la sonda alienígena es un problema añadido con el que no habíamos contado. No podemos iniciar la operación contra las colonias sin solucionar antes este peligro. Los japoneses saben de este asunto mucho más de lo que admiten. Negándose a colaborar incrementan el riesgo

—Niurka reclama la autorización directa de su presidenta —dijo Boneh—. De una u otra forma, la tendrá.

—Que podría demorarse semanas. ¿Qué haremos mientras tanto? Tenemos los medios para averiguar la verdad y ahorrarnos un tiempo valioso. Cada segundo cuenta en estos momentos. No podemos permitirnos el lujo de desperdiciarlo.

Boneh giró su sillón. Visto de perfil, el espejismo bonachón desaparecía y revelaba un aplomo severo. Necker reflexionó si estaba ofreciendo una imagen demasiado pobre al almirante. Era evidente que Boneh ya había sopesado todas las opciones antes que él.

—Hiraya me prometió que se reuniría con su gabinete y mañana me comunicaría su decisión. Esperaremos. Aunque fuese negativa, he previsto un plan alternativo que nos garantiza la colaboración de los japoneses —Boneh entrelazó las manos, aguardando a que Necker prosiguiese con su informe.

—El prisionero Paws continúa en coma. El doctor Olaya me indica que podría sufrir un cambio en cualquier momento, en uno u otro sentido. Me avisará en cuanto se produzca.

—Manténgame al corriente. ¿Algo más?

—La red Gnosis informa de un incremento del riesgo de ataque en las próximas veinticuatro horas por parte de la Coalición. Aconseja que activemos los portales Ícaro cuanto antes.

—¿Lo aconseja, Necker? ¿O es eso lo que quería oír? Cualquiera puede obtener de una IA una respuesta a su gusto si formula la pregunta en términos adecuados.

—La eficacia de Gnosis está fuera de cuestión, almirante.

—Me permito recordarle el fracaso de la operación con misiles Ariete a Nuxlum, ordenado por mi antecesor, el almirante Doal. Cada misil iba comandado por una inteligencia artificial y ninguno consiguió dar en el blanco.

—Es cierto, pero los Ariete estaban en desventaja táctica respecto a las fuerzas de la Coalición que orbitan Nuxlum.

—No. Se suponía que era un ataque sorpresa. Esto seguro de que la CML ha conseguido infiltrarse en nuestros canales de comunicación o tiene espías en el ejército. Es posible que hayan conseguido pinchar la red Gnosis y estén al tanto de cada uno de nuestros movimientos.

—En tal caso, almirante, la Coalición también habrá averiguado que poseemos una red experimental de portales de transferencia, y podría atacarlos en cualquier momento.

—Suponiendo que conociesen el emplazamiento. Nadie lo sabe, a excepción de dos personas, y yo soy una de ellas. No hay copias de seguridad en ningún ordenador, y desde luego Gnosis ignora las coordenadas donde están ocultos.

Boneh activó el holograma que simulaba la apertura del portal Ícaro en órbita de Marte. Una espiral de energía blancoazulada flotó sobre el escritorio, dilatándose a modo de diafragma hasta formar una esfera que en la realidad mediría un kilómetro de diámetro. La desventaja de los portales frente a los motores GET consistía en que no se podía viajar a cualquier punto del espacio que se desease; había que ir antes al lugar de destino y emplazar el punto de anclaje correspondiente. Pero la tecnología Ícaro estaba en fase experimental; se precisaban como mínimo dos años más de investigaciones antes de poder garantizar que las tripulaciones que cruzaran los portales saldrían por el punto previsto, suponiendo que no desapareciesen o murieran en el intento. El movimiento de Boneh era mucho más arriesgado que el del fallecido almirante Doal; éste sólo había enviado misiles robot sin humanos a bordo, pero en la operación actual se habían movilizado miles de soldados y docenas de naves de guerra. En los cien años de historia de la Unión Interestelar no existían precedentes de una campaña militar de esa envergadura. Si perdían, no habría una segunda oportunidad para la Tierra; los portales serían destruidos y la Coalición impondría sus condiciones.

Boneh tenía la convicción de que no necesitaban una segunda oportunidad, porque esta vez no cometerían fallos. Aunque la Coalición supiese que el ataque se iba a producir, ignoraba cuándo y dónde golpearían. Había veinte colonias por defender esparcidas en un cubo de cien años luz de arista. Demasiado espacio por cubrir incluso para los generadores de efecto túnel.

—Disponemos de portales en la órbita de cada uno de los mundos donde hay colonias —dijo—. Y también en varios sistemas inhabitados. Este proyecto ha durado décadas, pero todavía no es enteramente fiable. Por eso hemos seguido utilizando las naves con aceleración Lisarz. Siguen siendo más seguras.

—Supongo, almirante, que la decisión de usar los Ícaro ya está tomada y que nada de lo que diga ahora va a variarla, pero, ¿no sería más conveniente forzar un acuerdo con la Coalición? En la situación actual, nos concedería dos o tres años de margen para solventar las deficiencias técnicas que presentan los portales.

—No le entiendo. Hace un momento me urgía a que los usase y ahora me dice que espere.

—Lo único que le dije, y pido disculpas si no me he expresado bien, es que existe un riesgo de ataque que no podemos subestimar. La flota concentrada en la órbita de Marte ofrece un blanco apetecible para la Coalición, y un ataque con armas de destrucción masiva podría causarnos estragos. El compás de espera actual sólo les beneficia a ellos.

—He previsto esa contingencia, general. Cada nave de la flota mantiene una distancia mínima de seguridad con el resto para prevenir un ataque nuclear.

—Es probable que la Coalición posea armas que no conocemos. Su alianza con los alienígenas de Nuxlum es una incógnita, y podrían guardar una baza secreta para utilizarla en el momento que más les convenga. Lo único que le propongo es que nombre un comité de enlace para negociar con los separatistas. Si no sabemos a qué nos vamos a enfrentar no podremos vencerlos. Su predecesor no me hizo caso, y sé que hay un sector mayoritario en el alto mando que no está dispuesto a hacer concesiones. Si la Coalición contase con los mismos medios que nosotros, tal vez sería partidario de esa postura, pero no es el caso. Le ruego que recapacite su decisión.

—Necker, entiendo su postura, pero como usted ha adivinado, la decisión está tomada. La orden de utilizar los portales Ícaro procede directamente del Estado Mayor, y yo he sido nombrado para dirigir la operación.

—La sonda era un factor inesperado que el almirantazgo no podía tener en cuenta cuando decidió atacar.

—El alto mando está informado de esa contingencia, y no he recibido órdenes de que suspenda la campaña en curso. El plan continuará según lo previsto, quizás nos demoremos algunos días, pero eso será todo. Gracias por su informe, general.

Necker abandonó el despacho. Sabía que Boneh tenía más poder en sus manos del que estaba dispuesto a admitir, y que el Estado Mayor no discutiría su propuesta de anular la operación de castigo. Pero Boneh no quería anularla. Confiar el éxito de una operación de ese calibre a una tecnología experimental era una aventura que podría tener consecuencias desastrosas.

De una cosa estaba seguro: Boneh iba a pasar a los manuales de historia militar, salvando a la Unión Interestelar o firmando su acta de defunción. No había más alternativas.

II

Herb habría apostado por la segunda opción si hubiera asistido a la reunión. Toda la parafernalia bélica del gobierno se iría al traste por culpa de él, un indeseable que iba a estropear los planes de la Tierra para humillar a las ex colonias de la Coalición de Mundos Libres.

Finalmente consiguió que Geral participase en la operación. Nela y él llegarían a la órbita terrestre en una nave y Geral en otra para darles escolta y cubrirles la huida. Una vez alcanzado su destino, Herb entraría en la atmósfera y dispararía un misil cuya ojiva albergaba la bomba de punto cero. La IA del misil estaba programada para esquivar cualquier contramedida que la Unión tuviera tiempo de lanzar, y haría impacto en el centro de la Antártida unos minutos después. Malos tiempos para quienes tuvieran apartamentos en la playa, pensó. El tsunami que batiría las poblaciones costeras inundaría cientos de ciudades. Si el gobierno de la Unión todavía conservaba un resquicio de sensatez, firmaría la paz y reconocería oficialmente a la Coalición; pero aunque su terquedad les impidiese reaccionar con la celeridad debida, Herb podía conseguir más bombas del arsenal de Pegaso IV, que tendrían efectos mucho más destructivos sobre la biosfera terrestre. El calor generado por una sola bomba era ya suficiente para fundir los milenarios glaciares antárticos; con cinco más, la vida humana en el planeta se haría imposible.

Gea sería un nuevo comienzo para la humanidad. Intentaron salvar a la Tierra por métodos pacíficos y fracasaron. La nueva Tierra sería un planeta auténticamente vivo. El precio a pagar en vidas humanas era enorme, Herb lo sabía, pero todas las revoluciones eran traumáticas, y al fin y al cabo el noventa y nueve por ciento de las especies animales y vegetales se habían extinguido por la acción humana, y nadie se escandalizaba. Si no había otro remedio, los océanos hervirían para matar los microbios de la civilización y dar paso, dentro de unos siglos, a una nueva biosfera.

Sin seres humanos.

Lástima que no viviera tanto para contemplar el resultado de su obra, meditó. Pero no necesitaba la inmortalidad para gozar de ese futuro. La historia humana era contingente, sobreviviría al cataclismo en otra parte y volvería a comenzar con mayor sabiduría. Herb se sentía orgulloso por lo que estaba a punto de hacer.

Pero no confiaba en Nela. La fusión de los hielos australes era algo demasiado grande que ni siquiera la Coalición se había atrevido a acometer. Por eso había encubierto la operación, haciendo que su compañera creyese que iban a atacar la sede del Congreso de la Unión en Bruselas.

Estaba rodeado de incompetentes que pensaban a corto plazo, miopes cuyos falsos escrúpulos les impedían abordar un futuro lleno de posibilidades. Nadie comprendía el sentido de ese sacrificio; ni Erengish, ni Krim, ni por supuesto Rania. Todos estaban en contra suya, incapaces de reconocer lo evidente aunque lo tuviesen frente a sus narices.

Herb revisó los protocolos de comunicación con la nave de Geral para sincronizar los generadores de efecto túnel. Se encontraban fuera del sistema solar, en un punto intermedio entre la nube de Oort y Plutón, donde la luz del astro rey se reducía a un lejano punto brillante. Saltarían al mismo tiempo y aparecerían a la distancia mínima de seguridad del pozo gravitatorio terrestre. Debían actuar muy rápido; los sistemas de defensa orbitales de la Unión se habían reforzado en las últimas semanas para prevenir atentados, y cada segundo sería decisivo para el éxito de la incursión. Si la ojiva de punto cero, por la razón que fuese, detonaba en el aire y no en el hielo, podría formarse una bola de fuego del tamaño de Argentina. Herb se estremeció de pensarlo.

—¿Qué clase de misil vas a lanzar contra el Congreso? —le preguntó Nela, dirigiéndole una mirada de desconfianza.

—Está basado en la energía del vacío —respondió Herb. Introducir alguna verdad en la mentira hacía ésta más creíble—. Es complicado de explicar.

—Lo complicado es la forma con que te hiciste con la bomba —replicó ella—. Cualquier misil de mediana potencia puede destruir las instalaciones del Congreso. No necesitábamos ir a Pegaso IV para conseguirlo.

—Hay ciertos detalles en esta operación que es mejor que ignores. Si algo sale mal yo asumiré toda la responsabilidad.

—No es eso lo que me preocupa. Supongo que para atacar habrás elegido un momento en el que los diputados estén reunidos.

—Sí, así es —dijo Herb, sin saber adónde quería ir a parar ella.

—Destruyendo la sede del Congreso conseguirás que el sector duro del ejército aproveche para hacerse con el poder. En el atentado podría morir el presidente Alessandro y buena parte de los ministros y diputados. Eso crearía un vacío de poder que los militares se apresurarán en llenar.

—Vaya —murmuró él, incómodo—. ¿Qué sugieres, que ataquemos de noche para no molestar, cuando la sede esté vacía?

—No. Sugiero que des parte a Rania y a Krim de esto. Sería…

La aparición del túnel cuántico hizo innecesario que terminase la frase. Herb ya había programado el vector de entrada y aquella charla no iba a cambiar sus planes.

El tejido espumoso del espacio expandió dos poros infinitesimales, engullendo ambas naves al unísono. A la salida debían encontrarse con la Tierra llenando su campo de visión.

No fue así.

Las luces de alarma centelleaban en la consola. Un fallo en un acumulador había provocado un incendio en la sala de máquinas. Herb cogió un extintor y le pidió a Nela que tratase de establecer comunicación con la nave de Geral.

Un cortocircuito había provocado que uno de los acumuladores explotase. Herb sofocó el incendio rápidamente y estimó los daños. La avería no era grave, pero activar de nuevo el GET sin saber qué sucedería era poco menos que un suicidio. Abrió la caja de herramientas y trató de reparar allí mismo los daños, conectando el maletín de diagnóstico a la toma de entrada de datos.

—He llamado a Geral por todos los canales y no responde —dijo Nela, entrando en la sala de máquinas.

—¿Dónde estamos? —Herb cortó uno de los tramos de cable quemados y cogió el soplete láser.

—Tenemos a Marte a cien mil kilómetros de popa.

—Esto no me gusta. Creo que alguien nos ha saboteado, quizás ese cobarde de Geral. No debería haberle pedido que me acompañase.

—¿Podrás arreglarlo?

—No soy mecánico profesional, Nela. Si la avería se concentra en el acumulador, tal vez; pero si el núcleo del generador está dañado tendremos que dar media vuelta, descender en Marte y pedir ayuda —echó un vistazo a los indicadores del maletín de diagnóstico—. Creo que ésta será la opción más sensata. No tenemos combustible para viajar a la Tierra a velocidad sublumínica y necesitamos recalibrar el motor antes de volver a ponerlo en marcha.

El ordenador de a bordo les avisó que tenían una llamada. Herb no necesitó abrir el micrófono para saber que no era Geral. El escáner había encontrado una miríada de puntos en movimiento cerca de Marte que usaban los códigos del ejército terrestre. Tres de esos puntos se dirigían hacia ellos desde diversos ángulos.

Sufrieron un violento impacto en la popa. Sin más preámbulos, uno de los cazas de la Unión había disparado contra ellos. Herb transfirió la potencia a los impulsores demasiado tarde. Las toberas habían sido dañadas y se negaron a responder.

Incapaz de huir, la nave giró sin control.

III

Paws abrió los ojos. La cabeza estaba a punto de estallarle, pero eso significaba que seguía vivo. Agitó sus extremidades y éstas le obedecieron, incluida su pierna ortopédica, que chirrió un poco. Olaya no la había ajustado bien.

Sus pupilas se adaptaron a la luz eléctrica de la enfermería. Se incorporó en la cama y miró a su alrededor. Estaba conectado a un gotero y a una consola de soporte vital, pero podía respirar por sí mismo. Otros pacientes tenían peor pinta: el de su derecha precisaba de un fuelle que alzaba y bajaba mecánicamente su tórax, y la piel tenía un color plomizo. Vio hasta cuatro tubos saliendo de la cama de al lado, y se reconfortó de su suerte hasta descubrir los que tenía en su esfínter y uretra.

Pulsó el llamador que había junto a la cabecera. El doctor Olaya no tardó en aparecer.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó Paws.

—Veintiséis horas. Te desvaneciste cuando te sacamos del inductor de multirrealidad. Has estado en coma todo este tiempo.

—Tengo la cabeza como si me hubiese pasado una apisonadora. ¿Puedo tomar un calmante? Es espantoso.

—Te lo pondremos en el suero —dijo Olaya—. Quiero mantenerte en observación unas horas antes de darte de alta.

Paws asintió y señaló con el dedo los tubos que llevaba puestos. El médico llamó a un enfermero, que se los quitó y le suministró el analgésico. Olaya cerró las cortinas y se sentó en la cama.

—Estuviste a punto de palmarla, muchacho. ¿Ha merecido el viaje la pena?

—Ninguno lo merece —dijo Paws—. Tengo la boca seca. ¿No puedo beber aunque sea agua?

—Todavía no —el médico le tomó la tensión y la temperatura, revisando las lecturas de la consola—. Aparentemente te estás recuperado bien. Necker me advirtió que le avisase en cuanto despertases. Te has convertido de repente en un personaje muy importante en el Némesis.

—No me apetece ver a nadie ahora —Paws se frotó la nuca—. ¿Qué hora es?

—Qué más da. Ahí fuera siempre es de noche.

—Es cierto —añadió Paws, sombrío, y permaneció en silencio.

Olaya alzó una ceja.

—Vamos, cuenta.

—Es muy confuso. La sonda se metió en mi cabeza, estuvo arañando mi cerebro; quería saber quién era, por qué estábamos aquí. Ahora creo que ya lo sabe.

—Tal como lo dices, suena muy mal.

—Lo cierto es que eso nos ha librado de que nos destruyese. Porque no ha sido enviada por los Lum.

—No lo entiendo. ¿Por quién, entonces?

—Fue diseñada para operar de forma autónoma de modo indefinido. Los Lum dominaron este sector de la galaxia hace dos eones. Llegaron a un mundo que no se dejó ocupar.

—¿Y qué más?

—Los Lum perdieron, pero los constructores de la sonda quisieron asegurarse de que sus enemigos no volviesen, así que montaron un sistema de alerta tan eficiente que ha sobrevivido a sus creadores.

—Vaya, para ser muy confuso recuerdas detalles bastante bien.

—Me transmitió ráfagas de imágenes directamente al cerebro. Recuerdo que acudió a Marte al detectar un pulso de energía característico de equipos Lum. Creían que éstos habían regresado.

—¿Un pulso de energía? —Olaya desconocía lo concerniente al ataque de Fosas Medusa y no encontraba demasiado sentido al relato de Paws.

—Eso fue hace tres días. Destruyó la fuente de emisión y se disponía a regresar cuando una nave le bloqueó la huida.

—¿A regresar? ¿Adónde?

—No lo sé.

—Bueno —murmuró Olaya—, ayer tuve que atender a un japonés diabético al que sustituí la cápsula pancreática de insulina. Me contó que estaban en una nave científica en órbita marciana cuando la sonda les atacó, pero su comandante consiguió neutralizarla. Luego vino la flota de la Unión, les confiscó la nave y arrestó a la tripulación. Conociendo el proceder de los militares, resulta bastante verosímil.

—Ten cuidado con lo que dices. Estamos a bordo de una nave de guerra.

—Pues no me había dado cuenta —sonrió el galeno—. Paws, ¿de verdad crees que tengo miedo de Necker? —no obstante, Olaya había bajado la voz—. No estoy aquí por gusto, nadie del personal sanitario de refuerzo lo está. Me siento prisionero aquí, como esos japoneses.

El analgésico empezaba a surtir efectos. Paws entornó los ojos.

—Están preparando algo muy gordo —prosiguió Olaya—. Jamás he visto una concentración de naves tan grande. Quizás haya treinta o cuarenta, y el número se incrementa cada día.

—Pregúntaselo al general —dijo Paws, bostezando.

—Ya lo he hecho, pero no quiere contestarme qué es lo que traman.

—Emm… bueno, supongo que sea lo que sea, nos enteraremos dentro de poco.

—Volveré dentro de una hora, cuando hayas descansado. Te haremos una tomografía y veremos qué pasa. Más tarde llamaré a Necker. No tengo ninguna prisa en verle por mi enfermería.

Paws asintió con la cabeza y cerró los ojos. Un silbido intermitente se introducía por los recovecos de su conciencia, como la válvula de una cafetera acatarrada. Esa cosa seguía allí en un segundo plano, observando. El analgésico la hacía visible de nuevo, como el fundido borroso de una pesadilla que salta a la realidad y permanece flotando entre sus pensamientos, hurgando la mente. Se preguntó si mientras estuvo en coma le habrían introducido algún chip en los sesos. Olaya no era el único médico a bordo del Némesis, y tal vez Necker se había percatado de que no llevaba ningún Eyex. Paws no estaba seguro de nada.

Trató de dormir. El silbido se transformó en una débil nota musical, un misterioso Re sostenido interpretado por un flautista invisible. Tenía que ver esas tomografías. Olaya no le engañaría, si detectaba un cuerpo extraño en su cerebro se lo diría.

Pero ¿qué sucedería si no encontraba nada?