La mole del Némesis, el mayor crucero de guerra jamás construido por la armada federal, proyectaba una sombra ominosa sobre el casco de la Honshu, como un águila dispuesta a capturar en vuelo a su presa. Reunida en el puente, la tripulación de la nave nipona contemplaba con angustia el acercamiento del crucero y las docenas de destructores, acorazados y naves de apoyo que integraban la flota. Niurka había hecho lo posible por evitarlo, incluida una petición de auxilio a la presidenta japonesa Hiraya, pero los esfuerzos diplomáticos habían chocado contra el muro de incomprensión de los militares, que en términos amenazantes le habían advertido de las consecuencias de negarse a colaborar.
El secretario de Hiraya les envió aquella mañana un mensaje codificado en el que les sugería que en la medida de lo posible cooperasen con el mando de la flota, pero que fuesen prudentes. El ejecutivo nipón estaba recibiendo presiones del almirantazgo y la situación de la presidenta era muy delicada por haber ocultado al gobierno federal información crítica.
Necker había hecho sus deberes, pensó. Ojalá lo hubieran dejado en la enfermería de las fosas conectado a una mascarilla de anestésico. Niurka tenía que haber previsto que un general pululando por la base sólo les traería problemas. Un coma inducido habría resultado mucho más seguro.
Pero recriminarse por hechos que no podía cambiar era la forma más inútil que existía de perder el tiempo. Bueno, aparte de razonar con los militares, claro. Y ése era el cometido que le esperaba para los próximos días. Meterían las narices en su trabajo, escarbarían, harían preguntas y volverían a repetirlas una y otra vez. Dijesen lo que dijesen, no les creerían, intentarían cogerles en contradicciones, cuestionarían su trabajo.
El Némesis realizó el acoplamiento con precisión y apenas sintieron una leve vibración en el casco. Los modales no serían tan exquisitos con ellos. Un grupo de soldados irrumpieron en la Honshu y sin mediar palabra tomaron posiciones, desplazando a los controladores de sus puestos. Un teniente de la armada se dirigió a Niurka y le comunicó secamente las órdenes: la tripulación debería trasladarse a bordo del buque militar, donde sería puesta bajo custodia. La Honshu sería registrada palmo a palmo y se trasvasarían sus bancos de datos a los ordenadores del Némesis. Sólo permanecerían un par de técnicos de la tripulación original hasta que el mando de la flota se convenciese de que controlaba los sistemas de la nave nipona. La sonda alienígena permanecería en su posición actual, a estribor de la Honshu, hasta nuevas órdenes.
Escoltados, atravesaron la esclusa que conducía al crucero militar y pasaron por un arco de seguridad como vulgares ladrones. Se examinaron cada una de sus pertenencias y luego Niurka, Naruse y Taira fueron conducidos a una sala independiente del resto de personal. La habitación no parecía un calabozo, había una mesa de reuniones, media docena de sillas y una bandeja con café y vasos de plástico, que ninguno tomó.
Nadie se ocupó de ellos durante un buen rato.
—Técnicamente es un secuestro —dijo Naruse—. No pueden retenernos contra nuestra voluntad.
—Ya ves que sí pueden —bufó Niurka—, y los tecnicismos legales importan aquí un bledo. Han requisado nuestra nave y probablemente no nos soltarán hasta dentro de varios días. Lo que más me preocupa es cómo reaccionará Hiraya ante este asunto. Si Japón es acosado por el gobierno federal, nuestra presidenta podría convocar un referéndum para separarse de la Unión. Hace tiempo que Hiraya defiende una política de mayor autonomía respecto al gobierno federal y ésta podría ser la ocasión propicia para plantear la cuestión.
—No hables de eso —le advirtió Taira—. Seguro que nos están escuchando.
—No estoy contando nada que los militares desconozcan, y créeme, tampoco deseo que Hiraya tome esa decisión; sería perjudicial para nuestro país. Si Japón intenta la secesión, otras naciones podrían unírsele y el ejército no lo permitirá.
—Deje la política para los políticos, comandante.
Necker entró a la sala.
—Así que se las ha ingeniado para subir, general —dijo Naruse—. ¿Por qué me persigue?
—No tendría que hacerlo si usted no se hubiese marchado sin avisar. Es de muy mala educación —Necker se sirvió un vaso de café—. Su presidenta es sensata y se avendrá a colaborar. El almirante Boneh está hablando en estos momentos con ella para clarificar cómo deben ser tratados ustedes. Nosotros preferiríamos que fuese como leales amigos, se supone que todos los presentes estamos en el mismo bando. Pero si pretenden engañarnos otra vez, quizás acabemos deduciendo que sus lealtades están en otro sitio.
—Su problema, Necker, es que está entrenado para ver conspiraciones por todas partes —le acusó Naruse—. Nuestras investigaciones en Marte tenían un propósito exclusivamente científico.
—Yo no tengo ningún problema, ustedes sí. Han ocultado a la Unión sus investigaciones por motivos que no tenemos claros. Por favor, siéntense.
Niurka y Taira obedecieron, pero Naruse permaneció en pie, desafiante. Necker se encogió de hombros y eligió la silla que presidía la mesa de reuniones.
—¿Seguro que no quieren probar nuestro café? Es mucho mejor que el que servían en las Fosas.
—Y tan artificial como su amabilidad —dijo Naruse—. No trabajamos para la Coalición, si es eso lo que trata de insinuar.
—¿Me dirá ahora qué buscaban en Marte, o volverá a hablarme de los fósiles de trilobites?
—Ya debería saberlo. Interrogó a Kenji.
—Sí. Desenterraron un artefacto alienígena en forma de cono. Un nodo Cerenkov, creo que lo llaman así. ¿Por qué ese nombre?
—La radiación Cerenkov la emiten las partículas que se mueven a mayor velocidad que la luz en un medio —explicó Taira.
—Entiendo —murmuró Necker, frotándose el mentón—. Entonces ese cacharro es un transmisor cuántico.
—No —rechazó Naruse—. La comunicación cuántica se basa en la polarización de fotones. Éstos no se desplazan físicamente, sólo se transmiten sus propiedades a otros fotones ligados, sin importar dónde se encuentren.
Necker tomó otro sorbo de café. Estaba perdido, pero no podía dar esa sensación a los nipones.
—Todo eso está muy bien, pero ¿para qué sirve el cono? ¿Lo han averiguado?
—Creemos que formaba parte de una red de comunicaciones —dijo Niurka—. De ahí el nombre de nodo.
—¿Quién lo enterró en Marte?
—No lo sabemos, pero fue hace mucho tiempo.
—¿Y eso cuánto es? ¿Cien años? ¿Mil?
—Dos mil millones de años.
El general se atragantó con el café.
—No puede ser. Kenji me aseguró que todavía funcionaba.
—Registramos emisiones de neutrinos —reconoció Naruse—, lo que no garantiza que siguiese funcionando, pero sí fue relevante que captásemos las emisiones poco antes de que la sonda atacara nuestra base. De algún modo el vehículo intruso detectó la señal y eso lo atrajo hasta aquí.
—Realizando dos ataques —recordó Necker—. Su objetivo primario fue un punto localizado a pocos kilómetros de la base. ¿Qué estaba buscando el topo?
—Encontramos un mascón enterrado a gran profundidad —manifestó Naruse—. Una concentración de masa —especificó, por si Necker no entendía lo que era—. Su presencia en sí misma no es extraña, su origen se debe comúnmente a masas de roca volcánica, pero en este caso sus características y su cercanía al lugar donde descubrimos el nodo Cerenkov nos llevó a deducir que el mascón de las fosas no era de origen natural. Perdimos el contacto con el topo cuando retiraba los últimos tramos de tierra. Luego, esa cosa nos atacó.
—Ya veo —murmuró Necker—. ¿Han encontrado más nodos en Marte, o en otro lugar del sistema solar?
Silencio.
—Díganme dónde.
—Necesitamos la autorización directa de la presidenta Hiraya para revelárselo —dijo Niurka—. Aún así, sería peligroso.
—¿Por qué?
—No lo entendería.
—Entiendo más cosas de las que ustedes suponen. De hecho, estamos casi seguros de quiénes han enviado la sonda.
—Imagino que se refiere a los Lum.
Necker frunció el ceño. Se suponía que la información acerca de los alienígenas descubiertos en Nuxlum sólo estaba al alcance de unos cuantos mandos.
—Sabemos poco de ellos, si es eso lo que le preocupa —dijo Niurka—. Sólo los rumores que circulan por ahí.
—Aún no me ha dicho por qué cree peligroso revelar el emplazamiento de los otros nodos.
—Se lo diré cuando sepamos exactamente qué es esa sonda, quién la envía y cuáles son sus intenciones.
—¿Y si no lo averiguamos nunca?
Niurka contempló al general. Necker no había hecho la menor referencia a los cadáveres de los astronautas encontrados junto al nodo, por lo que era probable que Kenji hubiese escamoteado gran parte de la información al comando que ocupó la base. Las evidencias físicas —los cadáveres, los trajes y el nodo— habían quedado destruidas cuando la sonda vaporizó la cámara subterránea de las fosas.
—Lo ignoro, general —reconoció ella—. Nos tiene en sus manos bajo arresto. En la actual situación y con los medios de que disponen —no mencionó la palabra tortura o escáner neural, pero las dejó entrever—, les será fácil conseguir lo que se propongan.
Necker consultó su reloj.
—Reanudaremos esta conversación en otro momento. Si desean algo, llamen al timbre. He dado orden de que sean tratados como huéspedes, aunque por razones de seguridad tendrán restringidos los movimientos.
—Hábil perífrasis para describir un secuestro —le espetó Naruse.
—Disfruten de su estancia a bordo del Némesis —añadió Necker, simulando no haberle oído—. Ahora, si me disculpan, otros asuntos reclaman mi atención.
La salida del túnel cuántico precipitó a la nave de Herb en un peligroso ángulo. El cuarto planeta del sistema Pegaso, un gigante gaseoso de color anaranjado, amenazó con engullirles tironeando salvajemente de ellos. Herb activó los retrocohetes y la fuerza de inercia les empujó bruscamente hacia delante. De no haber sido por los cinturones dinámicos habrían quedado aplastados contra la consola de mandos. Aún así, las costillas le oprimieron los pulmones dejándolo sin aliento.
La nave enderezó el rumbo automáticamente, trazando un arco de salida del pozo gravitatorio. Nela, en el asiento de copiloto, no lo pasó mucho mejor, su rostro congestionado y sus muecas de dolor eran prueba fehaciente de ello, pero no emitió una sola queja.
—Descubriremos una bonita aspa rosada en el pecho cuando nos quitemos los cinturones —dijo Herb—. ¿Estás bien?
—Cuando me ponga en pie y dé un par de pasos te lo diré —dijo la mujer—. Hemos estado cerca.
—No sé qué puede haber pasado, los cálculos eran correctos y no deberíamos habernos aproximado tanto. Nuestro destino es la luna de Pegaso IV, no el planeta —consultó la carta de navegación—. Bueno, tampoco lo hemos hecho mal del todo —señaló la pantalla—. Está a una hora de nuestra posición.
—Podrías acortar ese tiempo con el motor GET.
—No es aconsejable cerca de grandes masas. Los planetas distorsionan el espaciotiempo a su alrededor y eso afecta al trazado del túnel cuántico. No sé exactamente por qué, esos jodidos Lum construyen el núcleo de los GET y sólo ellos saben cómo funciona, pero perdimos a un comando mientras salía de Júpiter. A lo mejor no tuvo nada que ver, pero prefiero no arriesgarme a menos que no tengamos otra alternativa. Tienes que hacer más horas de vuelo, Nela. Posiblemente a partir de ahora te lleve de copiloto más a menudo.
—Este viaje no ha sido autorizado por Rania, ¿verdad?
Herb la miró con recelo, pero concentró su atención en los instrumentos. La nave les alejaba de los vórtices naranjas y ocres del gigante gaseoso y ahora les conducía a la órbita lunar.
—Ella es la coordinadora de los comandos —insistió Nela—. El tuyo no tenía programada ninguna acción para hoy, y por favor, no me preguntes cómo me enterado de eso.
—¿Le dijiste que venías conmigo?
—No, Rania y yo hablamos poco. Ella me trata como a una rival. Todavía te mira con ojos de carnero cuando pasas por su lado.
—Lo que hubo entre nosotros está muerto y enterrado. Jamás he sentido algo por Rania que no fuera atracción física.
—Tu tono suena a falso —Nela observó con desgana un huracán ovalado del planeta que dejaban atrás. Su oscuro centro, perfectamente circular, parecía la pupila de un ojo que siguiese sus movimientos.
—Se me abalanzó en la tienda de transmisiones. ¡Tuve que quitármela de encima!
—Ella no haría eso. Tú sí.
—Rania no es la que era. El nombramiento como coordinadora le viene grande. Krim cometió un error nombrándola para el puesto; ella no está capacitada para dirigir la actividad de los comandos en tiempo de guerra.
Nela no dijo nada y comprobó las lecturas. La luna de Pegaso IV era una base militar de la Coalición, con una pequeña guarnición que custodiaba un arsenal. Le gustaría saber para qué se dirigían hacia allí, y por qué Rania no debía saber nada.
—Hay una fuerza muy reducida vigilando la base —comentó.
—La seguridad está confiada a misiles automáticos de rastreo. La Coalición no estimó conveniente destacar demasiados hombres para no atraer la atención.
—¿Para qué vamos hacia ahí?
—Recogida de armamento.
—Herb, si quieres mentirme, hazlo; pero esfuérzate un poco en ser convincente.
—Te estoy diciendo la verdad.
—Si es una misión rutinaria ¿por qué se la has ocultado a Rania?
—No he dicho que sea rutinaria.
—Una recogida de armamento lo es.
Él la besó.
—Debes confiar en mí —dijo.
—¿Qué hay dentro del arsenal? ¿Por qué no quieres decírmelo? ¿Crees que voy a contárselo a Rania cuando regresemos? Tú tampoco confías en mí.
Herb suspiró hondo. Debería haber hecho caso a Geral y esperar a que le buscase otro copiloto. Nela hacía demasiadas preguntas.
—Es mejor que no lo sepas —respondió.
—Yo no lo veo así.
—Mira, Rania, si de ti dependiera…
—Me llamo Nela.
—Perdona. Si de ti dependiera poner punto y final a esta guerra, ¿lo harías? ¿Aunque tuvieses que correr un riesgo muy grande?
—No lo sé. Antes tendría que saber qué riesgo es.
—Se reduce a una elección: si eliges el camino de la Coalición y de Tierra Viva, la sangría de vidas humanas se prolongará durante meses, quizás años. Si eliges el otro camino, la guerra podría terminar en una semana. ¿Prolongarías a sabiendas el conflicto, estando en tu mano la forma de acabarlo rápidamente?
—Tu argumento encierra una falacia, Herb. No sé en qué te lío te has metido, pero intuyo que es tan gordo que no te fías de nadie a tu alrededor.
—Si desconfiase de ti no te habría pedido que me acompañases.
—Me necesitabas. No había nadie disponible a quien pudieses echar el guante.
Nela era difícil de engañar. Si continuaban hablando, él acabaría desvelando el propósito de la misión.
Realizaron el resto del viaje en silencio. La base militar de la Coalición se encontraba en aquellos momentos en la cara oscura de la luna, y sólo cuando se situaron en la vertical y se encendieron las luces de la pista de aterrizaje se percataron de su existencia. La luna de Pegaso IV carecía de atmósfera y la actividad meteórica era bastante intensa. La fuerza gravitatoria del planeta atraía como un imán a los numerosos restos cometarios y asteroides que vagaban por el sistema, y un número significativo había acabado salpicando la faz lunar. Herb contempló aburrido los cráteres; había visto muchas lunas como ésa y todas le parecían iguales. Aquella mediocridad era idónea para los propósitos de la Coalición; un mundo sin interés perdido en el interior de un sistema lleno de escombros alejado de las rutas de explotación comercial. El lugar perfecto para esconder un polvorín.
—Puedes esperar aquí si lo deseas —dijo Herb, ajustándose el casco del traje.
—Prefiero acompañarte. A menos que quieras atarme para que me quede sentada.
Herb lo prefería, pero decirlo en voz alta equivalía a una declaración de guerra.
—Está bien. Coge tu casco.
Salieron al exterior. Nadie había venido a recibirles. Al extremo de la pista, una esclusa blindada en forma de domo conducía a los subterráneos. Entraron en la cámara, que resultó ser un espacioso montacargas, y aguardaron a que hubiese suficiente presión para quitarse el casco. La plataforma descendió unos veinte metros, se encendió una luz roja y segundos después la compuerta se abrió con un gañido hidráulico. Al otro lado les esperaba un coronel de la Coalición, algo bajo y enclenque para ser militar, que miró desconfiadamente a Nela.
—Es mi copiloto —dijo Herb.
El coronel les indicó con un gesto que le siguieran. El corredor estaba en penumbras para ahorrar energía y no vieron a nadie por las instalaciones, lo que era bastante sospechoso para un arsenal.
El militar se detuvo frente a una puerta acorazada y acercó su ojo al lector de seguridad. Al abrirse se produjo una pequeña corriente de aire.
—El cachorro está preparado —dijo el coronel, entrando en el almacén.
Herb no pudo ver gran cosa: el cachorro se hallaba dentro de un sarcófago de acero que debía pesar una tonelada. El coronel le dio un holodisco y activó el control remoto de una carretilla elevadora, que se llevó obedientemente la carga.
—Vengan, tenemos otra plataforma auxiliar de salida que les subirá a la superficie por un camino más directo. La carretilla les facilitará la carga en la bodega de su nave y luego bajará automáticamente aquí. El disco contiene la información que necesita saber.
—Debería cerciorarme de que su estado es satisfactorio antes de cargarlo —dijo Herb.
—Lo es. El cachorro goza de excelente salud y está listo para salir a cazar.
Nela los miró a ambos. Estaba claro que hablaban en clave para mantenerla al margen, pero por si aún albergase alguna duda, Herb se alejó unos metros a conferenciar a solas con el coronel.
La mujer aprovechó para curiosear. Vio al menos tres sarcófagos como el de la carretilla ocultos entre las sombras, pero posiblemente habría más. El resto eran contenedores del ejército pintados de verde, distribuidos a lo largo y ancho de estanterías metálicas que rozaban el techo. Ninguna arma reconocible a simple vista; todo estaba convenientemente embalado y etiquetado.
Subieron a la superficie en el ascensor que la carretilla, con el sarcófago de acero.
—Todo este misterio por una vulgar bomba —le espetó ella.
El hombre sonrió, pero no dijo nada.
—Podías habérmelo dicho.
El ascensor se detuvo en seco y la carretilla rodó obedientemente hacia la pista de aterrizaje. Herb activó desde el ordenador de su traje la apertura de la bodega.
—¿Y esto es lo que se supone que va a darnos la victoria? —insistió ella—. ¿Este es el riesgo tan grande que teníamos que correr, transportar una bomba?
Entraron en la nave. Herb comprobó que el sarcófago estaba en su lugar y presurizó la bodega. Los motores ya habían iniciado la fase de calentamiento.
—No necesitamos más que una para ganar la guerra —dijo él—. La Unión se rendirá poco después de que la lancemos. Ellos no saben que sólo tenemos ésta.
—La Unión no se va a rendir porque arrojes una bomba de hidrógeno y destruyas una ciudad.
—Con una bomba de punto cero sí —Herb pasó a la cabina de control y ocupó su sillón de piloto—. Siéntate y abróchate el cinturón.
—¿De punto cero? ¿Qué es eso? No es posible que…
Las toberas escupieron un chorro de fuego atronador. La nave comenzó a elevarse antes de que Nela pudiera completar la frase.
Paws estaba a punto de confirmar el motivo de su presencia a bordo del Némesis. Durante las horas de encierro en el calabozo había reflexionado sobre las razones por las que lo trasladaron en lanzadera a un crucero de guerra. Paws no era un prisionero más, sospechoso de colaborar con la Coalición; era el único superviviente de la remesa de colonos enviada a Nuxlum hace siete años. Al margen de que hubiese matado a dos oficiales de la Unión, el hecho incuestionable era que estaba vivo. Los militares todavía no se explicaban por qué, así que debería convencerles de que poseía un valor intrínseco que no debían ignorar.
Necker, acompañado de Olaya, entraron en la celda.
—Antes de que empecemos, quiero que sepa que su presencia en este crucero me desagrada profundamente —dijo el general—. Es usted culpable de asesinato a sangre fría de dos de nuestros hombres que acudieron a Nuxlum a rescatarle.
—Disculpe que no me levante, pero se me ha agarrotado la pierna ortopédica —dijo Paws—. Siéntense donde puedan —añadió. A excepción de una litera y dos colchones de teloespuma ignífuga, la celda estaba vacía—. La variación de presión de la lanzadera me la ha desajustado.
Olaya, tras el general, le hizo a Paws una seña para que no siguiese por ese camino.
—Puede elegir un consejo de guerra, en el que tiene un cien por cien de posibilidades de ser ejecutado o condenado a cadena perpetua, o colaborar con nosotros. Dispone de un minuto para meditarlo.
—Tal como lo plantea, general, supongo que me sobran cincuenta segundos.
—Sabía que se decidiría rápido.
—Y dígame, ¿van a dejarme en libertad para que les sirva de espía doble? ¿Por eso me insertaron el chip Eyex en los sesos, para asegurarse de mi lealtad?
—Hemos revisado sus contactos. Usted es un patético colaborador de los separatistas y dudo que pueda facilitarnos la detención de contactos mínimamente relevantes.
—Entonces no lo entiendo.
—No está aquí para que entienda nada, pero le explicaré lo único que necesita saber. Hemos capturado una sonda alienígena que sospechamos ha sido enviada por los Lum, pero no responde a nuestras llamadas. De la información clasificada que poseo sobre su estancia en la colonia minera de Nuxlum, sé que intentó comunicarse con la máquina alienígena oculta en el núcleo del planeta. Utilizó para ello un inductor de multirrealidad, y el intento fue un éxito.
—Es más que una máquina, general. Es una mente compuesta, como los ojos facetados de un insecto. Posee millones de conciencias y es capaz de pensar por cada una de ellas. La mente Serpell.
—Es una máquina, Paws. Fue construida hace dos mil millones de años y enviada a Nuxlum para reconstruir su cultura. Pero fallaron en sus cálculos, toda su civilización se extinguió.
—Y yo estuve a punto de morir.
—Sigue vivo.
—Sería un suicidio. Me han confiscado mis drogas cuando me detuvieron. Sobreviví porque soy adicto a los alcaloides, sin ellos me freiría en cuanto me colocase bajo la campana del inductor.
Necker se volvió hacia Olaya, recabando su opinión profesional.
—Es difícil saber si la dependencia a estas sustancias le salvó la vida en Nuxlum —dijo el médico—. Paws fue el único que sobrevivió, y también era el único adicto a alcaloides en la colonia. En este tipo de pacientes la química neuronal sufre una modificación causada por la sustancia tóxica, con daños irreversibles a largo plazo.
—Si Serpell se comunicaba por ondas de radio o pulsos electromagnéticos, y la radiación era letal para los humanos. ¿No debería haberlos matado a todos?
—Tal vez —explicó el galeno—: Nuestro cerebro emite un débil campo eléctrico creado por la actividad de las neuronas; es muy pequeño, del orden de microvoltios, pero hace más de dos siglos que existen interfaces para paralíticos que usan el pensamiento para comunicarse con un ordenador y formular órdenes sencillas. La mente humana podría funcionar a cierto nivel como una radio, y no hay dos cerebros con una actividad eléctrica idéntica. Si Serpell era capaz de detectar esas variaciones, las debió usar para comunicarse individualmente con cada uno de los colonos, con tan poco éxito que sólo Paws sobrevivió.
—¿Está hablando de telepatía? —Necker alzó una ceja escéptica.
—No lo sé. Existen algunos experimentos en ese sentido, pero no han sido concluyentes. He leído que en ensayos con delfines se separó a la madre de las crías a kilómetros de distancia y se detectó un cambio en la actividad eléctrica de la hembra cuando se sacrificaba a uno de sus hijos. Sin embargo, no existe una base estadística contrastada para deducir que…
—He captado la idea, Olaya. Continúe.
—En algún punto del proceso se produjeron sobrecargas, que explicarían las muertes de Reyan y Glae, y los colonos mostraban comportamientos psicóticos. Luria, por ejemplo, jamás habría asesinado a sangre fría al doctor Nelser en condiciones normales. Serpell debió enloquecerles.
—Menos a mí —confesó Paws— Yo nunca he estado cuerdo.
—La química de tu cerebro estaba alterada por la acción de los alcaloides. Entra dentro de lo posible que eso te salvase de la muerte.
—Entonces considera que debemos seguir suministrándole las drogas que tomaba —dijo Necker.
—Ya me he encargado yo de eso, general. Cuando el paciente me fue confiado le comencé a tratar su cuadro de adicción.
—En tal caso, no hay ninguna razón para demorarnos. Paws, acompáñenos.
El requerido miró a Olaya, implorando auxilio, pero el médico poco podía hacer para frenar al general. La presencia de la sonda alienígena era un acontecimiento que los militares no habían previsto, y quizás la única razón por la que él había evitado el pelotón de fusilamiento. El ejército no olvidaba fácilmente la muerte de sus miembros, y si Necker le había ofrecido la oportunidad de elegir era porque no conocía el modo de abrir un canal de comunicación con la sonda.
Dos soldados les acompañaron al centro médico del Némesis. En un rincón le aguardaba un anticuado inductor de multirrealidad, rodeado por un biombo que lo mantenía precariamente apartado de los pacientes que atestaban la enfermería.
El inductor le recordó un sillón de dentista de la época precolonial, con un reposapiés y rodeado de extensiones metálicas. Tomó asiento y Necker indicó a Olaya que bajase la campana. Antes de que le tapase la visión, Paws vio los contornos de un carrito de electroshock cercano al sillón. Habían pensado en todo. Posiblemente también habían previsto aprovechar sus vísceras sanas si no sobrevivía. En el ejército no se desperdiciaba nada, y algunos lisiados acostados en las camillas le habían dirigido una mirada de deseo al pasar, como si supiesen que era el donante que esperaban.
—Pulsa el botón rojo si algo empieza a ir mal —dijo Olaya—. Yo te sacaré.
—Voy a morir —murmuró Paws—. Lo sé. Mi suerte no me durará siempre.
—No tiene otra opción, muchacho —dijo Necker—. Piense en lo miserable que ha sido su vida y en la ocasión que tiene de reparar parte del daño causado.
Olaya puso en marcha el inductor y los lazos que unían a Paws con el mundo real quedaron cortados. Como si hubiese sido arrojado a un limbo cibernético, su cerebro sustituyó las percepciones de sus sentidos por la realidad múltiple que le transmitía la máquina, y se precipitó por una pendiente de negrura aceitosa, espesa, una oscuridad achocolatada envuelta en reflejos, un lago de petróleo brillando a la luz de las estrellas.
Paws sintió vértigo. Un torrente de electrones penetró en los surcos de su cerebro, produciéndole una opresión angustiosa. Olaya había graduado mal la máquina, o Necker le estaba urgiendo a que aumentase la potencia del inductor; no tenía forma de saberlo, allí dentro estaba desterrado del mundo y había perdido el control sobre su cuerpo. NO encontraría el botón rojo en aquella oscuridad brillante aunque pasasen mil años.
Unos zarcillos invisibles hurgaron su mente, una especie de cosquilleo en el interior de su cabeza. Tal vez fuera consecuencia de la elevación de su tensión arterial, o Necker estaba llevando el potenciómetro al final de la escala, impaciente por concluir aquel experimento. No sabía cuánto tiempo llevaba allí dentro, para él habían transcurrido unos minutos, pero fuera podían haber pasado horas. El cosquilleo derivó en picor, una molesta comezón de la que no podía librarse, y la opresión le estaba asfixiando. Paws boqueó, iba a morir y Olaya no estaba por ninguna parte. ¿Por qué no lo sacaba de allí? Debería monitorizar sus constantes vitales, si se estaba muriendo lo notaría. ¿Por qué no le ayudaba?
La luz estalló en su cerebro, una supernova que impregnó el universo de radiación y desapareció en una centésima de segundo. Paws regresó a la monótona oscuridad: había dejado de sentir esa picazón en el interior de su cabeza. En realidad ya no sentía absolutamente nada.
Olaya inició las maniobras de resucitación. El cuerpo de Paws se arqueó con la descarga, pero su corazón no respondía.