Reclinado en la cama de la enfermería, Necker repasaba las últimas noticias en su agenda conectada vía satélite. La entrada en la atmósfera marciana de su cápsula de salvamento estuvo a punto de arrancar de cuajo los escudos de ablación, pero consiguió que se abriera el paracaídas y amartizó finalmente en Fosas Medusa, una región alejada de su objetivo inicial, pero que contaba con una colonia científica financiada por un consorcio japonés. El impacto de la cápsula contra un enorme pedrusco del desierto le fracturó el húmero de su brazo derecho, pero por lo demás se encontraba bien, y el médico de la colonia le había prometido una pronta recuperación en un par de días, en cuanto el biolíquido que le habían inyectado se hubiese integrado plenamente en el hueso.
Su agenda recuperó pocas noticias, la mayoría desfasadas. Ares 2 era un nudo de comunicaciones vital para las unidades del ejército destacadas en Marte. Ahora que había sido destruida, la red de comunicaciones de la Armada en el planeta era un caos. Necker todavía no había podido enviar un mensaje cifrado al alto mando, notificando su paradero.
Se levantó de la cama para darse un paseo por la base, con el brazo en cabestrillo. Eran las diez de la mañana y no había desayunado todavía, en la creencia errónea de que su rango de general le otorgaba el privilegio de que le sirviesen el desayuno en la cama. Desde luego, no era así, la colonia de Fosas Medusa estaba administrada por civiles. No podía pretender ningún trato de privilegio en un asentamiento privado, aunque habría deseado que el médico le hubiese girado una visita matutina para interesarse por su hombro.
Era evidente que allí tenían asuntos más importantes de qué ocuparse, y que él era un visitante inesperado que estaba consumiendo recursos.
Entró en el pabellón de la cocina. No había nadie, era tarde para el desayuno y temprano para empezar a picar algo. Como las puertas de la despensa estaban cerradas, tuvo que recurrir a una máquina automática para conseguir café con leche y galletas.
Tomó un sorbo. Lactosuero sintético del color de una charca y sabor ligeramente distinto. La primera galleta que mojó en el mejunje se partió por la mitad y le salpicó la pechera de la camisa. Empezaba bien el día.
Como no tenía nada que hacer, se dedicó a inspeccionar el pabellón. Había poco que ver, dieciséis sillas repartidas en cuatro mesas y una línea de autoservicio, con una pila de bandejas metálicas en uno de sus extremos. Ni un resto de comida, ni un periódico olvidado; nada con que pudiese matar el tiempo.
El ventanal del pabellón ofrecía una vista clara de la llanura, tan monótona y exenta de atractivos como el resto del paisaje marciano. La colonia no estaba dotada de cúpula que les protegiese de la radiación solar, y la formaban siete módulos dispuestos en forma de estrella, con una sala central sobre la que se erguía la torre de comunicaciones. Quizás se tratase de uno de esos asentamientos transitorios en busca de fósiles. Marte había tenido un período relativamente fértil de exploración, pero el descubrimiento de Gea hace siete años había dejado sin financiación a las colonias científicas que operaban en el planeta rojo. Pocos estaban dispuestos ya a perder tiempo y dinero desenterrando fósiles con una antigüedad de eones, cuando Gea disponía de un biosfera que hervía de especies sin catalogar.
Se dirigió al módulo central. Necesitaba enviar un mensaje cifrado al alto mando y la torre de la base reunía las condiciones idóneas para sus propósitos.
Naruse, el jefe de la colonia, se encontraba dentro. De unos cuarenta años, aspecto encorvado y sienes que le plateaban prematuramente, el japonés le recibió con una sonrisa amable y rehusó el café y las galletas que Necker había traído.
—No, gracias, quiero llegar a viejo —bromeó—. ¿Qué se le ofrece, general?
—Puede llamarme Necker, a secas.
—Tome asiento donde quiera. Este habitáculo no es muy grande, y como verá, está algo desordenado.
—Necesito enviar un mensaje a mis superiores, notificándoles mi posición. Cuanto antes vengan a por mí, antes me perderán de vista.
—Oh, bueno… —Naruse vaciló y le indicó una de las consolas—. ¿Está familiarizado con ese equipo? No es precisamente un transmisor de lazo cuántico, pero le servirá. ¿Qué tal el hombro?
—Bastante bien, gracias —Necker tecleó el mensaje y lo encriptó con la clave holográfica que llevaba en su chapa colgada al cuello—. El sistema de satélites no funciona bien y es posible que no reciba la respuesta al mensaje en mi agenda.
—Se la haremos llegar en cuanto la recibamos, no se preocupe —Naruse regresó a su trabajo, presuponiendo que Necker ya se marchaba, pero su visión periférica detectó que el militar seguía allí.
—Me preguntaba qué están buscando en Fosas Medusa.
Naruse adoptó una pose pedagógica para dirigirse al general:
—Hace tres mil millones de años la superficie de Marte no era un desierto; tenía una atmósfera más densa, ríos, océanos, y una temperatura ambiente similar a la de la Tierra. Queremos estudiar cómo era el Marte de esa época, los pequeños organismos vivos que surgieron y por qué perdió su biosfera.
—Interesante, pero ¿no es Gea un destino mucho más interesante para usted?
—En las actuales circunstancias, no. Sabemos que la Unión tiene serias dificultades con sus colonias.
—Las superaremos.
—¿Usted cree?
—Desde luego.
—Tengo noticias de que la coalición de colonias que pretenden secesionarse posee tecnología muy avanzada.
—Rumores. Tenga la seguridad, Naruse, de que el ejército de la Unión vela por su seguridad y la de todos los habitantes de este planeta. El Estado Mayor ya ha enviado suficientes refuerzos, que están en camino.
—Usted es militar y sé que no puede decirme otra cosa —Naruse entornó los ojos, calibrando sus palabras—. Pero no es mi seguridad la que me preocupa, ya que nuestro asentamiento es inofensivo y jamás hemos tenido problemas con nadie.
—La Coalición elige sus objetivos de forma aleatoria, tanto puede atacar a civiles como a militares —Necker notó que su interlocutor miraba disimuladamente una pantalla de control a su izquierda. Dos vehículos regresaban a la base—. Parece que tienen dificultades —observó.
—¿Cómo dice?
—Uno de sus transportes echa humo. Mire.
Naruse no sabía cómo decirle que se marchase de allí. Necker estaba metiendo las narices en su trabajo y haciéndole perder un tiempo valioso, pero sabía cómo se las gastaban los militares de la Unión, y una respuesta inconveniente podría acarrear a la base consecuencias nefastas.
—Ah, es verdad —dijo el científico—. Qué buen observador es usted —sonrió forzadamente.
—El humo sale de la parte trasera de ese oruga —señaló la pantalla—. Parece un perforador de los usados en minería.
—Estamos tomando muestras de profundidad de los estratos marcianos —explicó Naruse—. Estudiar los estratos de un planeta es como leer los anillos de un tronco milenario; toda su historia se encuentra ahí como un libro abierto.
—Un aparato algo grande para geología, ¿no cree? Ese trasto debe pesar varias toneladas. Ni siquiera en el ejército tenemos esa clase de maquinaria.
—Fosas Medusa es una zona rica en hierro. Necesitamos excavadores de gran calibre para abrirnos paso.
—De todas formas es un artefacto imponente. ¿Me dejará echar un vistazo? Hasta que vengan a recogerme no tengo mucho que hacer por aquí, y mis conocimientos de maquinaria industrial les serán útiles.
—No es que rechace su ayuda —Naruse no sabía ya qué decir para quitárselo de enmedio—, pero ¿ha visto cómo lleva el brazo? Hasta dentro de dos días no podrá moverlo.
—La mecánica es una cuestión de intuición más que de fuerza bruta. Vamos, déjenme ayudarle. Me aburro sin hacer nada, y mi otro brazo está perfectamente sano.
Naruse vaciló. Negarse sería peor y Necker podría decidir prolongar su estancia en la base más de lo debido. Al fin y al cabo ya había visto al topo; impedirle el acceso a él sólo espolearía su curiosidad.
—Como quiera, general. Pero procure no tocar nada, no vaya a lastimarse. Nuestro mecánico ya hará el trabajo duro.
Naruse lo acompañó al taller de reparaciones. El vehículo oruga acababa de entrar y los chorros de oxígeno comenzaron a inundar el compartimiento estanco. Necker contó tres tripulantes en la cabina y reconoció entre ellos al doctor Kenji, que le había atendido en la enfermería el día de ayer.
—¿Qué tal va ese hombro? —sonrió el médico, saltando del vehículo.
—Bastante bien, gracias —Necker se acercó a la plataforma de carga e inspeccionó el topo—. Creo que han tenido un pequeño contratiempo con el circuito de refrigeración. ¿Me permiten?
Kenji consultó con la mirada a Naruse, quien se encogió de hombros. Necker subió a la plataforma y estudió el perforador con una mezcla de fascinación e intriga. ¿Qué estaban buscando los japoneses en Marte? ¿Petróleo?
—Un sobrecalentamiento. Tendrán que mejorar la disipación para evitar otro cortocircuito.
Naruse asintió educadamente, contando mentalmente los minutos que faltaban para que la nave de rescate viniese a llevárselo, mientras Kenji contemplaba con estupor cómo Necker manoseaba su equipo y se permitía el lujo de decir a los técnicos lo que tenían que hacer.
—Es usted un pozo de sabiduría —dijo el médico al bajarse Necker de la plataforma—. Lástima que desperdiciase su talento en el ejército.
Naruse le hizo un gesto a Kenji para que moderase su lenguaje.
—¿Cree usted que la carrera militar es un desperdicio de tiempo? —inquirió Necker con voz acerada.
—Desde luego —afirmó Kenji, desafiante—. La Unión dilapida millones de creds al año en armas, mientras la gente se muere de hambre en la Tierra.
—El doctor Kenji perdió a su hijo en un accidente —intervino Naruse—. El transporte de tropas en que viajaba se estrelló.
Kenji miró extrañado a Naruse. Debía tener verdadero pánico a Necker para mentir de esa manera.
—Era su único hijo —añadió Naruse.
—Lo siento de veras —el tono de Necker se hizo más humano—. ¿Dónde fue el accidente? ¿Pertenecía a la Armada, a una compañía del ejército de tierra?
Naruse boqueó, sin saber qué decir.
—De tierra —intervino Kenji, apiadándose de su jefe—. Murió durante unas maniobras en Europa y preferiría no hablar de ello; fue un suceso muy desagradable para mí.
—Entiendo. Bueno, les dejaré trabajar. Supongo que tienen cosas que hacer.
—Supone bien.
Necker asintió y se marchó del taller.
—¿Te has vuelto loco? —gritó Naruse—. ¿Quieres que los militares se enteren de lo que estamos buscando?
—Lo sabrán tarde o temprano —dijo Kenji—. No podremos ocultar el descubrimiento indefinidamente a la Unión.
—Ésa es una decisión que por fortuna no te corresponde tomar. Si lo que deseas es volver a la Tierra, llamaré a la Honshu para que te releven.
—No me hables como si fueras un maldito militar y yo uno de tus soldados. He luchado tanto como tú para venir a Fosas Medusa. No trates de quitarme de enmedio ahora que estamos tan cerca.
—Entonces no vuelvas a ponerme a prueba —Naruse señaló el remolque—. ¿Qué ha ocurrido?
—El topo se averió a dos mil quinientos metros de profundidad. La temperatura aumentó varios grados y no lo enfriamos lo bastante rápido. Ya sólo nos quedan veinticinco metros, pero serán los peores.
—¿Cuánto tardaréis en repararlo?
—Creo que mañana estará listo, salvo que necesitemos repuestos que no haya en almacén. Pero no sé si deberíamos volver a utilizarlo, teniendo a ese tipo dando vueltas.
—Yo me encargaré de él, y tú de que nuestro topo esté listo mañana. No quiero que un ataque de la Coalición eche a perder nuestro trabajo.
—Ya tenemos a la Honshu en órbita para protegernos.
—Las naves de la Coalición están mejor equipadas. Si siguieron el rastro a la cápsula de Necker, averiguarán que el general se ha refugiado en nuestra base y quizás supongan que somos una colonia militar camuflada. Es solo cuestión de tiempo que vengan a por nosotros.
El cambio de emplazamiento no había sido aprobado. Krim había enviado aquella mañana a Rania un mensaje por canal cuántico desestimando su propuesta. Los Lum estaban aliados con la Coalición y ésta tenía una alianza con Tierra Viva, así que no había que ser muy perspicaz para saber a qué conducía semejante silogismo. Rania recibió, además, instrucciones expresas de que cooperase con el embajador Jajhreen todo lo posible y mostrase un trato cordial. No entendió muy bien a qué se debía aquella advertencia, Rania sabía perfectamente cómo manejar la situación y no necesitaba que Krim le enseñase modales. Quizás Herb estuviese detrás de todo esto. No le había gustado su comportamiento la noche anterior, y su oposición abierta a que ella coordinase el aparato de información de los comandos le daba mala espina. Tendría que vigilarlo más de cerca.
El día amaneció nublado y el sol de Gea jugaba al escondite entre nubarrones amenazantes. El yacimiento iba a convertirse en un barrizal si esas nubes preñadas rompían aguas durante la visita del embajador.
Por el cielo del horizonte divisó una sombra en movimiento. Con sus prismáticos identificó un helicóptero con el emblema azul y negro de la corporación Transbank. Jajhreen era puntual y preciso como un reloj atómico.
Nunca había visto a un Lum cara a cara; tenía algunos holos, cierto, pero eran poco fiables, y por lo que sabía, los Lum habían modificado orgánicamente a sus embajadores para que pudieran sentirse cómodos en el ambiente humano, así que la apariencia de Jajhreen no era representativa del aspecto real de sus congéneres. Aun así, Rania estaba impaciente por verlo. Puede que fuese la única vez en su vida que tratase físicamente con un Lum, y para una exobióloga era una experiencia muy valiosa. Había ocultado una docena de cámaras del tamaño de un dedal por todo el campamento, y un puñado más en la excavación por si al Lum se le antojaba ir allí, que grabarían cada gesto del embajador para un posterior análisis. Krim no se lo había prohibido expresamente, y por lo que sabía de su cultura, los Lum no concedían especial importancia al concepto de intimidad.
El helicóptero se posó en un improvisado campo de tierra batida junto al campamento. Un ejecutivo de Transbank bajó acompañado de cuatro soldados de la CML. El Lum fue el último en salir.
—¿Rania? —dijo el ejecutivo, un achaparrado cincuentón con el rostro morado por el calor—. Soy Tanos Brusi, delegado comercial de la corporación. Le presento al embajador Jajhreen.
—Nos honra con su visita, embajador —Rania abortó una reverencia, que no habría quedado natural—. ¿Puedo estrecharle la mano? Desconozco sus ritos sociales.
—Carecemos de rituales, los consideramos un atavismo cultural sin utilidad —el Lum, sin embargo, aceptó su mano—. Tráteme como a uno de ustedes. Morfológicamente no soy muy diferente de un humano.
Era parcialmente cierto. El Lum poseía un aspecto exterior similar al humano, salvo varios detalles: unos huesos más esbeltos, dos pulgares oponibles en cada mano y un cráneo aplastado que carecía de pelo. Rania estrechó un conjunto de dedos sarmentosos terminados en duras excrecencias que sustituían a las uñas. La piel era áspera y fría, sin sudoración. No fue un contacto agradable.
Rania condujo a la comitiva al pabellón principal, que a aquellas horas estaba despejado de gente. La mayoría se encontraba en el yacimiento o en otras ocupaciones, y el embajador había dejado indicado que quería una reunión a solas con ella. Brusi dijo a los soldados que esperasen fuera y cedió el paso al alienígena.
—¿Puedo ofrecerles algo? —preguntó la mujer—. Éste es un campamento modesto, pero tenemos casi de todo —señaló una bandeja de frutas y unos recipientes con pan dulce.
—Tomaré una taza de café —asintió Brusi— ¿Y usted?
—Gracias, pero mi organismo sólo requiere una comida al día —dijo Jajhreen—, y por cuestiones de biocompatibilidad sólo consumo mis propios alimentos. Aunque reconozco que esas frutas tienen un aspecto francamente apetitoso.
—Todas crecen en Gea —dijo Rania—. Esta zona es muy abundante en árboles frutales.
—¿En serio? —inquirió Brusi, cogiendo un plátano.
—Evolución convergente —aclaró ella—. Gran parte de la flora y fauna geana es prácticamente idéntica a las especies que poblaron la Tierra hasta finales del siglo XXI. No hemos encontrado todavía en este planeta un solo organismo cuyo código genético no se base en ADN. Quizás bajo condiciones distintas la vida habría evolucionado de otra forma, pero Gea es prácticamente idéntica a la Tierra precolonial.
—Esa Tierra, desgraciadamente, es historia —le recordó el embajador—. Comprendo los esfuerzos de su organización por preservar la biodiversidad de este planeta. Puede que en toda la galaxia no exista otro mundo como Gea, y sería trágico que su gobierno lo echase a perder.
—No es mi gobierno —matizó ella—. Es el gobierno de la Unión interestelar, cuya autoridad no reconocemos en este planeta ni en ninguna de las colonias que han decidido seguir su propio camino.
—Lo sé —dijo Jajhreen—. Y por eso he venido a verla. He tenido conocimiento de que usted es la nueva responsable de información. Después de Krim, es la siguiente en el escalafón de Tierra Viva.
—No nos organizamos por escalafones —replicó ella—. El comité depositó en mí su confianza al elegirme en la última asamblea, pero no ambiciono a mantenerme en este puesto más que el tiempo estrictamente necesario. Si de mí dependiera, me dedicaría enteramente a mis investigaciones como exobióloga. Gea es un campo inagotable de trabajo que me llevará años de estudio, y ni aún así conseguiré descubrir una centésima parte de los tesoros que esconde.
—Oh, creo que ya han encontrado uno, y muy importante —intervino Brusi—. Me refiero al yacimiento. Transbank está contribuyendo con una generosa suma.
Contribución que nadie les había pedido, pero que Transbank se empeñó en realizar. A Rania no le gustaba la intromisión de la corporación en su trabajo, aunque se disfrazase bajo un desinteresado mecenazgo, pero Krim tenía una visión de la realidad más pragmática. Alguien tenía que pagar las facturas y Transbank era un socio tan bueno como otro cualquiera.
—¿Qué antigüedad tienen esos restos? —se interesó el embajador.
—No estamos seguros. Mil quinientos o dos mil millones de años. Algunos puede que más. Quizás Gea formó parte de su civilización en el pasado, embajador.
Jajhreen ladeó la cabeza, un gesto inconcreto que Rania no supo cómo interpretar.
—Se lo diré cuando la veamos —dijo crípticamente.
—¿Por qué se extinguió su especie? Sé que no son originarios de Nuxlum.
—El embajador prefiere no hablar de eso —intervino Brusi.
Jajhreen miró a Rania de una forma inexpresiva. Aunque sus gestos pretendían ser humanos, sus músculos faciales no acompañaban a sus pensamientos. Era difícil saber qué pasaba por la cabeza del Lum y cuáles eran sus reacciones, si es que reaccionaba de algún modo percibible. Ni rubor, ni tensión en las cuerdas vocales, ni siquiera un poco de sudoración.
—No lo sabemos —dijo Jajhreen, tras una prolongada pausa.
—¿Quiere decir que lo han olvidado?
—En absoluto, conservamos un registro completo de lo sucedido. Nuestro planeta fue atacado, pero ignoramos por quién ni por qué. No hubo diálogo previo ni ultimátum.
—Si no sobrevivieron, ¿cómo llegaron a Nuxlum? Su especie no es originaria de ese planeta.
—Codificamos toda la información de nuestra cultura en cristales envueltos en supersólido, un material diseñado para resistir las condiciones más adversas; ustedes lo conocen como condensado de Bose-Einstein, pero aún no han encontrado la tecnología para que su fabricación resulte práctica.
—Entiendo —asintió Rania— Continúe, embajador.
—El supersólido consiguió llegar a Nuxlum y se abrió paso hasta el núcleo, donde quedó alojado a la espera de que una expedición posterior lo activase.
—Expedición que no acudiría nunca.
—Hasta hace seis años —corrigió Brusi—, en que una nave de la Coalición llegó a Nuxlum.
—Así es —dijo el embajador—. Sin su ayuda no podríamos reconstruir nuestra civilización de nuevo. La Coalición ocupó una base abandonada de la Unión y reactivó las matrices artificiales del laboratorio para que gestaran a dos de los nuestros partiendo de las instrucciones que les facilitamos. Sus secuenciadores de genes pueden diseñar moléculas de ADN a medida, si se sabe qué orden seguir, pero debido a que nuestro código genético posee una base nitrogenada adicional, la síntesis fue más laboriosa.
—¿Cómo se llama su especie? —inquirió Rania—. Porque supongo que Lum no será su verdadero nombre.
El embajador realizó una serie de sonidos guturales irreproducibles por cuerdas vocales humanas. Las pupilas de Rania se dilataron de asombro. Ojalá la grabación estuviese registrado hasta el último matiz de aquella garganta alienígena.
—No hay traducción adecuada en su idioma —sonrió Jajhreen—, así que buscamos un término corto y fácil de recordar, que lo relacionase con nuestro planeta actual.
Rania tomó nota. El embajador daba por sentado que Nuxlum era de ellos, algo por discutir incluso si la Unión acababa dándolo por perdido. La CML ocuparía ese hueco.
—¿Cuántos de su especie hay en Nuxlum actualmente? —preguntó ella.
—Sesenta y cuatro.
—Un número escaso para reclamar un planeta entero.
—Nuxlum carece de valor para la Coalición. El comandante Erengish así me lo ha asegurado.
—La Unión poseía una colonia minera en el planeta. Hay grandes bolsas de gas en el subsuelo.
—Sus condiciones climáticas no hacen rentable a largo plazo ninguna explotación minera —intervino Brusi—. Nuestra compañía ha evaluado costes y beneficios, y los primeros superan a las ganancias. En la superficie se alcanzan cien grados de temperatura y hay corrientes de ácido sulfúrico en la atmósfera. La Unión construyó la mina por razones estratégicas, no porque fuese rentable. De hecho, acabó abandonándola.
Rania contempló largamente a Brusi. ¿A qué acuerdo habría llegado Transbank para desdeñar de aquella manera la explotación industrial de Nuxlum? El ejecutivo llevaba la lección bien preparada, esperando sus preguntas y saliendo oportunamente al paso para no poner en apuros al embajador.
—¿Está seguro? —le espetó Rania—. La Unión no abandona jamás una colonia a menos que se la eche a patadas.
—No tuvo más remedio —insistió Brusi, que observaba de reojo la inexistente reacción del alienígena—. Sus naves necesitan años para llegar a Nuxlum, mientras las de la Coalición lo hacen en segundos, gracias a la tecnología de efecto túnel proporcionada por nuestros aliados los Lum. En esas condiciones la Armada de la Tierra no puede combatir y perderá todas sus colonias. Embarcarse en una guerra sería un suicidio.
—Y Transbank ha elegido el bando ganador, como siempre.
—Nosotros siempre ganamos, Rania. Nuestra corporación no sería lo que es si no supiese apostar.
—La guerra está en marcha y la Unión no tiene intención de negociar, pero dudo que en sus planes figure el suicidio.
Brusi se encogió de hombros.
—Bueno, ésa es una postura que…
—Entiendo lo que usted quiere decir, Rania —interrumpió el embajador—. El comandante Erengish me ha informado de que existe peligro de ataque de la Unión en los próximos días.
—Pero ellos no disponen de motor GET —alegó Brusi, resistiéndose a quedar al margen de la conversación.
—Su temor es real, embajador —dijo Rania—. Los datos que me han transmitido mis informadores en Marte indican que la Unión prepara una ofensiva a gran escala. No sabemos cuándo ni cómo será, pero la decisión de atacar está tomada.
—Erengish también piensa así, y me ha asegurado que tomará medidas —el Lum cabeceó ligeramente—. Necesitamos todos sus comandos operativos y en perfecta sincronización. Rania, ¿podemos contar con usted?
La mujer los recorrió con la mirada. No entendía que ése fuera el motivo de su visita al campamento; Krim debía haberles dado garantías de que la alianza con la Coalición seguía en pie.
—Desde luego, embajador. Mientras la CML mantenga los acuerdos a que llegó con Tierra Viva, cumpliremos nuestros compromisos. Es lo que hemos estado haciendo hasta ahora.
El Lum se echó hacia atrás y permaneció callado; tal vez ésa fuera su forma de relajarse, o de mostrar que la reunión había concluido. Su cara era tan expresiva como una piedra, pero algo en su organismo tenía que delatar sus emociones, una pequeña dilatación en los vasos sanguíneos, un microtemblor epidérmico, algún tic involuntario de sus cuatro pulgares, lo que fuese. Sus cámaras ocultas encontrarían la respuesta.
—El embajador desearía visitar el yacimiento antes de irse —dijo Brusi—. Si usted no tiene inconveniente, por supuesto.
La salida oeste de cúpula Pavonis se abrió a su requerimiento. Al otro lado, una llanura salpicada de piedras aguardaba a Paws, que se agitaba nervioso en el asiento del monoplaza robado. Ciento cincuenta kilómetros más allá encontraría a Biblis, y al supuesto amigo de Jimmu que le ocultaría de la policía. No estaba seguro de que eso fuera cierto, pero no tenía alternativa, las fuerzas de la Unión habían iniciado el despliegue por Marte en una búsqueda paranoica de conspiradores contra el gobierno, y él era la clase de carnaza que necesitaban para engordar las estadísticas de detenidos.
Tenía oxígeno y combustible para seis horas de viaje, suficiente para alcanzar su destino incluso con la lentitud que se movía el monoplaza. Eso si no tenía una avería o se pinchaba un neumático en uno de los innumerables pedruscos que se toparía por el camino. Paws prefirió no pensar en eso y pisó el acelerador, pero eran tantas las cosas que podrían ir mal que, con el continuo traqueteo del vehículo, dudó si no sería mejor dar media vuelta.
No lo hizo, y a la media hora de trayecto comenzó a arrepentirse. El cielo estaba teñido de un rojo intenso, no sabía si a causa de los restos de una tormenta que aún flotaban en la atmósfera, o si un tsunami de arena avanzaba hacia él y volcaría el monoplaza, dejándolo tirado en mitad del desierto.
La soledad del viaje le recordó el desierto tenebroso de Nuxlum, donde estuvo a punto de morir. Todavía no se explicaba cómo salvó la vida, su cabina sufrió una despresurización y se refugió en una caverna tapizada de musgo. Horas después de que el oxígeno de su traje se hubiese acabado, sus amigos lo hallaron semiinconsciente. Borrosas figuras de criaturas de cabeza aplastada poblarían sus pesadillas desde entonces.
Esos seres encontraron finalmente el modo de cobrar existencia física. Siguiendo las indicaciones de Paws, la Coalición llegó a Nuxlum un año después de que él huyera de allí a bordo de la Hevelius. Según sus noticias, ambas partes habían llegado a un acuerdo por el cual la Coalición recibía tecnología a cambio de algún tipo de ayuda. Paws desconocía los términos del trato, pero sí recordaba lo que los Lum habían hecho a Keil, Nelser, Luria, Reyan, Glae, y a los obreros de Indronev que construyeron la base minera. Si él se salvó por casualidad, o siguiendo un plan oculto cuyas motivaciones no adivinaba, era secundario comparado con aquello. Los Lum mataban, y lo hacían sin el menor miramiento, como un biólogo que disecciona una rata para ver cómo funcionan sus riñones. Paws fue puesto en libertad para que avisase a otras ratas, y éstas habían acudido en gran número movidas por la codicia, desoyendo sus advertencias. Les estaría bien empleado lo que pudiera ocurrirles.
Siete años no habían sido suficientes para borrar aquel desagradable episodio de su recuerdo. Y tampoco lo había sido para la policía de la Unión, empeñada en darle caza. Tillon tenía un buen olfato y se había dado cuenta. No era más que un pequeño recadero de la CML irrelevante para la Coalición. Ésta podía permitirse el lujo de perderle en la redada y concentrar sus esfuerzos en los agentes verdaderamente importantes; por eso lo habían abandonado en Cúpula Pavonis. Paws no les debía ninguna lealtad y consideraba saldada su deuda por haber sido rescatado. Sin embargo, no podía entregarse a la policía de la Unión y contarles lo que sabía. Tillon había descubierto su implante dactilar sólo con echarle un vistazo al pulgar. ¿Qué sería capaz la UPOL de averiguar si lo detenían? Los neuroescáneres, prohibidos hace años, pero popularizados por Brancazio, el todopoderoso jefe de la UPOL, extraían del cerebro la información fijada electroquímicamente en las neuronas. Un ordenador procesaba posteriormente esa información para encontrar los datos que interesaban a la policía. Datos que no les costaría mucho encontrar en su caso, estaban en la parte más externa de su córtex y refrescados diariamente por sus recuerdos.
Naturalmente, cualquier información así obtenida era ilegal y no podía ser usada ante los tribunales, pero era un arma de suma eficacia para arrestar a sospechosos y luego hacerlos desaparecer discretamente. La UPOL y el ejército los utilizaba, pero había pocos neuroescáneres debido a su elevado coste y precisaban especialistas médicos para su manejo, reservándose para investigaciones de gran calado en que estuviese comprometida la seguridad de la Unión.
Él mató a dos oficiales del gobierno hace siete años. A primera vista no era un caso que mereciese un escáner neural, a no ser por dos circunstancias. La primera, que el ejército jamás olvidaba ese tipo de asesinatos. La segunda, que los hechos tuvieron lugar en Nuxlum.
Y esto último sí afectaba de lleno a la seguridad de la Unión.
Una nube de arena se levantaba a varios kilómetros al norte. Paws buscó unos prismáticos en la guantera, que no encontró, pero le daba la impresión de que iba directamente hacia él.
Distraído con sus pensamientos, no se percató de que había un obstáculo mucho más cercano y peligroso en mitad del camino, un pedrusco que esquivó en el último segundo dando un volantazo. El monoplaza giró descontroladamente, se bamboleó hacia la derecha e impactó lateralmente contra otra piedra, que detuvo su camino.
Paws saltó del vehículo. Una de las ruedas había reventado y el motor estaba echando humo. Sus peores presagios tenían el odioso capricho de cumplirse, aunque no esperaba que lo hiciesen transcurrida apenas una hora de salir de la cúpula.
El monoplaza no llevaba rueda de repuesto, y aunque la hubiese tenido no le habría servido de nada. El motor estaba estropeado, y como comprobó inmediatamente, también el circuito eléctrico del vehículo. No había forma de avisar a nadie de Pavonis que viniese a socorrerle. Tendría que volver andando o…
La nube de arena no la había levantado el viento. Paws distinguió una columna de vehículos pesados. Las cosas podían ir todavía peor de lo que había imaginado.
Los blindados alcanzaron su posición en unos minutos. Por supuesto le vieron, e inmediatamente uno de los vehículos se desvió de la formación para investigar. El sargento que le interrogó no creyó una sola palabra de la historia que Paws acababa de improvisar; comprobó la matrícula y llamó a cúpula Pavonis. El propietario del monoplaza ya había formulado denuncia por la sustracción.
Su insensata huida a Biblis había concluido de la manera más torpe y chapucera.