CAPÍTULO 20

—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —Luria contemplaba preocupada cómo Paws se sentaba en el sillón de multirrealidad y practicaba los últimos ajustes en el apoyabrazos.

—No hay otra alternativa. Y si la hay, la desconozco —Paws desplazó la campana de neoplástico, que se situó directamente sobre su cabeza—. Aunque si tienes una idea mejor, estoy dispuesto a escucharla.

—Es muy arriesgado. Podrías morir. Recuerda lo que te pasó la última vez.

—Moriré de todas formas, Luria —cogió su mano húmeda. La mujer estaba más asustada que él—. Sabes que no me queda mucho tiempo.

—No puedes saberlo. Quizás contigo sea diferente y sobrevivas, pero lo mío ya no tiene remedio. Debería ser yo quien utilizase ese chisme. En el caso de que muera, no se habrá perdido mucho.

—Deja de decir idioteces. Además, tú no lograrías llegar al nivel noveno. Yo sí, lo conseguí en una ocasión y puedo repetirlo; incluso alcanzaré el décimo, me faltó muy poco la última vez. Lo único que tienes que hacer es vigilarme, y si notas que me ahogo, pulsas el botón rojo y la campana subirá. Si se queda atascada, hay una llave manual en este extremo. La giras a la izquierdas, tiras hacia arriba y listo. ¿Comprendido?

Luria asintió a regañadientes. Debería haber un método más fácil para comunicarse con Serpell, los inductores de multirrealidad eran aparatos toscos y peligrosos. Su uso estaba prohibido en muchas colonias de la Unión porque repercutía negativamente en el rendimiento de los trabajadores y dejaban taras permanentes si se abusaba de ellos. Sólo un loco como Paws estaría dispuesto a arriesgar su vida para batir un estúpido récord. Aún no comprendía qué le atraía tanto de aquel artefacto. ¿Acaso prefería morir en mitad un viaje de multirrealidad, antes que correr la suerte de sus compañeros? Tampoco podía reprochárselo. Era su elección. Ambos estaban condenados y nadie acudiría a rescatarles. Morir en el intento de batir el récord de multirrealidad podría tener un sentido glorioso desde la óptica de Paws. Aunque seguía siendo un acto estúpido.

—No puedes dejarme aquí —Luria trató de impedir que pulsase los controles, pero él sonrió y apartó su mano con delicadeza—. No tienes derecho a hacerme esto. ¡Paws!

El inductor cubrió su cabeza.

—Volveré, te lo prometo —dijo desde el interior de la campana. Su voz resonó con tono cavernoso—. No pienso dejarte sola. Tú vigila el botón rojo, ¿de acuerdo? —hizo una pausa, pero no escuchó la respuesta—. A partir de ahora quedaré aislado de cualquier estímulo externo. Aunque me grites, no podré oírte, pero tú sí podrás oírme a mí. Si algo va mal, te aseguro que serás la primera en enterarte.

Paws no escuchó las objeciones de Luria. El inductor de realidades había empezado a descargar estímulos en su córtex. Paws se dejó llevar por la corriente de impulsos, suave, sutilmente. El flujo de sensaciones comenzó a acelerarse, navegaba a través de los rápidos con gran habilidad, pero mantuvo el control durante poco tiempo. Las sacudidas de la canoa estremecían su cuerpo, el río jugaba con él, subía, bajaba, saltaba como un caballo enloquecido. La corriente era muy fuerte. Miró al horizonte. Allí se acababa el río. Un tronco azotó su embarcación, pero no lo suficiente para variar su curso.

La corriente tiraba de él, atrayéndolo a la catarata.

Llegó hasta el borde y miró abajo. No había río, no había agua, sólo la nada. Su canoa se precipitó al abismo, cayó, dio vueltas en su recorrido, siguió cayendo a través de un precipicio que no tenía fin, hacia un vacío sin sentido. Paws sintió una punzada de angustia, pero consiguió dominarla. Era el vértigo de la caída libre, sabía cómo enfrentarse a él y vencerlo. Se sobrepuso al mareo y miró a su alrededor. No había estrellas, únicamente ese vacío negro, insondable. Su cuerpo se había disuelto en él y no había rastro de la canoa. Tampoco del río. Si el infinito tenía una cara, era aquélla. Vacío a través de millones de años luz, ni un solo fotón perturbando la calma. La muerte térmica, el equilibrio isotérmico perfecto, la nada en su estado puro.

La eternidad.

Un punto luminoso brotó en la negrura. Paws miró a la luz, tragó saliva o al menos eso ordenó a los músculos de su garganta, pero su tráquea no existía y por tanto no recibió la orden. Intentó moverse, pero sin piernas ni brazos sus esfuerzos fueron inútiles. Tampoco hubiera podido ir muy lejos, y no existían lugares adonde dirigirse. Estaba solo, él y la luz que acudía a su encuentro. Igual que la última vez.

El destello aumentaba de tamaño. Gritó, pero seguía acercándose. Luria debería haberlo oído ya. ¿Por qué no había pulsado el botón rojo? Claro, ahora lo entendía: sus cuerdas vocales habían sufrido algún tipo de parálisis, por eso ella no alzaba la campana. Era como una de esas pesadillas en las que intentas correr y no puedes, quieres gritar y los sonidos se niegan a brotar de tu garganta. Aquella luz era su final, Luria había tratado de disuadirle y él despreció sus consejos. Se encaminaba a la muerte. La máquina le tenía atrapado.

La luz alcanzó la dimensión de unos quince minutos de arco y luego cambió de dirección, alejándose de él. Paws siguió su movimiento. Viajaba hacia un sistema planetario compuesto por siete mundos sin vida, gigantes gaseosos y mundos tórridos cubiertos de nubes. La luz rebasó velozmente los límites exteriores del sistema, su objetivo era el tercer planeta en orden de proximidad al sol, un mundo azul con jirones blanquecinos y verdes. La luz penetró en la atmósfera como un meteoro y dejó un rastro oscuro en el aire. El mundo tembló, el intruso penetró en la roca hasta una profundidad enorme. Luego, silencio.

La imagen se desvaneció tan rápido como había aparecido. Paws se vio en una habitación rodeado por seres en movimiento. Eran bípedos, poseían dos ojos y una boca, pero no eran humanos. Su cabeza recordaba un voluminoso pan redondo, sus manos estaban compuestas por pulgares oponibles, y en lugar de codos y rodillas poseían articulaciones que les proporcionaban una libertad plena de movimientos. Pero se trataba de diferencias superficiales. No era su aspecto lo que sorprendía a Paws, sino lo que estaban haciendo.

Los alienígenas manipulaban sensores táctiles en consolas de fluidos, con la soltura de pianistas virtuosos. Armazones de fibras de luz aparecían por doquier, poblándose de imágenes que se sucedían a una velocidad mareante. Datos sobre industrias, plantas de producción de alimentos, robots de transporte y artefactos de formas exóticas se mezclaban con proyecciones sobre lagos, vegetación y fauna que incluían catálogos exhaustivos de cada una de las especies.

La cabeza de Paws estaba a punto de estallar, el caudal de información al que tenía acceso era enorme, pero seguía resistiendo. Si Bloud pudiera verle se moriría de envidia, pensó. Si es que no estaba ya muerto. Trató de concentrarse en las jaulas de luz y en lo que los alienígenas se proponían. Millares de rostros aplanados relampagueaban durante centésimas de segundo en el interior de las celdillas. La información era procesada por las máquinas de gelatina que las criaturas manejaban con virtuosismo, y luego se transfería a algún otro sitio. Paws empezaba a intuir adónde.

La escena cambió. De la cara nocturna de un planeta gris brotó un destello luminoso, que relampagueó e inició su solitario camino a las estrellas. Conocía esa luz, y también su destino. Ya no necesitaba permanecer más tiempo dentro de la campana de neoplástico para adivinar lo que había ocurrido con los alienígenas. Estaban muertos, habían sucumbido a un terrible holocausto que devastó su civilización. Pero no lo perdieron todo. Su mayor tesoro había sido puesto a buen recaudo.

Sepultada en las entrañas de Nuxlum, la geomáquina esperaba pacientemente su momento. Un momento postergado durante eones y que por fin había llegado.

Las manchas se estaban aclarando. Paws se frotó los ojos y distinguió un rostro inclinado frente a él. Boqueó, sintió un sabor amargo en el paladar, se llevó la mano instintivamente a la barbilla, pero estaba limpia. Trató de incorporarse de la cama, aunque los latigazos que sintió en el interior de su cabeza lo disuadieron de su propósito.

—Te dije que volvería —su garganta estaba áspera, como si la hubieran raspado con papel de lija—. ¿Cómo salí del inductor? No lo recuerdo.

—Tuve que sacarte de él a la fuerza —contestó Luria—. Permaneciste dentro de la campana más de seis horas.

—Vaya, qué impresionante. Esta vez he llegado al final, lo sé —un ataque de tos ahogó sus palabras.

—Necesitas descansar. Mañana me lo contarás todo.

—No, ha de ser ahora. Mañana podría estar muerto. Dame un poco de agua, por favor, no puedes imaginarte cómo tengo la garganta. Y también un par de analgésicos. Los encontrarás en el botiquín.

Mientras Luria iba a buscar lo que había pedido, Paws probó con cuidado sentarse en la cama. El dolor fue menos intenso esta vez. Su visión se había aclarado lo suficiente para que pudiese leer el panel de control del inductor. Una sonrisa triunfal apareció en su rostro. Lo sabía, había alcanzado el último nivel de la multirrealidad. Pero no resultaba en absoluto agradable, podía dar fe de ello. Ni estado de gracia, ni Nirvana: sólo una terrible jaqueca que le impedía ponerse en pie y una necesidad perentoria de ir al baño. Demasiados riesgos para una recompensa tan escasa.

Luria regresó con las pastillas y el agua. El efecto de los analgésicos ayudó a Paws a bajar la tensión arterial, disminuyendo el frenético latido de sus sienes. Sus músculos se relajaron y cesaron sus apremios fisiológicos. Volvía a recuperar un relativo dominio sobre su cuerpo.

—Me encuentro mucho mejor —dijo.

—¿De verdad? —exclamó Luria, escéptica—. Deberías verte.

—No tengo espejos. Detesto contemplar mi cara en un espejo. Siempre acabo rompiéndolos.

—Te comprendo perfectamente —asintió Luria, y lo peor era que hablaba en serio.

—Eh, tampoco deberías tomar todo lo que diga en sentido literal —Paws hurgó entre sus dientes y rescató una fibra de fruta del desayuno, incrustada entre dos muelas—. Los he visto, Luria. Por fin sé quiénes son.

—¿A qué te refieres?

—A los constructores de Serpell. Su civilización iba a ser destruida. Antes de que eso sucediera, salvaron los conocimientos de su raza y los enviaron a las estrellas. Querían ocultarlos en lugar seguro, tal vez les aterraba que algún enemigo pudiera encontrarlos. Por eso eligieron el corazón de este planeta. Serpell es una enorme geocomputadora que almacena el saber de una cultura extinguida hace miles de millones de años, cuando en la Tierra todavía no se habían formado los continentes. Alcánzame ese paquete que hay encima de la silla, por favor.

—Serpell no es sólo una enciclopedia de datos —agregó Luria, entregándoselo.

—Desde luego —Paws sacó uno de sus chicles y lo masticó con delectación. Era cuanto necesitaba para sentirse bien—. También almacena personalidades independientes en forma de datos. Puede que haya millones allá abajo, quizá consiguieron salvar su civilización entera, incluidas todas las variedades de flora y fauna. Es obvio que Serpell no puede contener vida orgánica, pero físicamente esos seres existen, en forma de sofisticados programas encerrados en las celdillas de un superordenador geológico. Cada programa tiene conciencia individual de su existencia, poseen los recuerdos de lo que fueron, y de lo que era su mundo. No son simples conjuntos de instrucciones codificadas.

—¿Millones de seres hacinados en la memoria de un ordenador geológico? ¿Cómo han podido resistir los programas sin sufrir un desajuste?

—Se habrían vuelto locos de haber permanecido activos tantos años allí abajo; por eso las celdillas de personalidad fueron desconectadas. Pero la máquina continuó vigilante, esperando la ocasión propicia para devolver la vida a sus creadores. Cuando la primera expedición de la corporación Indronev se posó en el Nuxlum, la máquina Serpell creyó que había llegado el momento.

—Lo que contesta a la pregunta de qué pretende de nosotros —dijo Luria—. Ha planeado transformar la faz de Nuxlum ajustándola a las necesidades de sus creadores, y nos utilizará para insuflar oxígeno en la atmósfera a través de cultivos industriales de musgo.

—Nos necesita para devolverles sus cuerpos —declaró Paws—. Serpell posee información precisa para reconstruir sus embriones, pero sin nuestra ayuda no pueden hacerlo. Sus cerebros están lo bastante desarrollados cuando nacen para albergar el caudal de información de un adulto. Antes de abandonar la matriz, Serpell transferiría al nuevo ser todos los datos de su pasado.

—Muy ingenioso, pero no veo qué beneficio íbamos a sacar nosotros de todo esto. Haríamos por ellos el trabajo duro, y una vez que estuviesen aquí se adueñarían del planeta. Se supone que ésta es una colonia de la Unión interestelar.

—Te equivocas en una cosa. Nuxlum no es para ellos. Lo están terraformando para nosotros. Conocen nuestra escasez de mundos habitables y quieren ofrecer este regalo a la humanidad. Ellos podrían vivir en una atmósfera de nitrógeno y oxígeno, pero su organismo precisa de otros gases que matarían al hombre.

—Si no quieren Nuxlum, ¿dónde levantarán su civilización?

—En cualquier otro planeta. Tienen la tecnología necesaria, les llevará algún tiempo pero… recuerda que llevan eones esperando. Si algo han aprendido es a tener paciencia.

El maestro de ajedrez les había ofrecido como regalo transformar una roca muerta en un planeta habitable para el hombre, y ellos mataban a tres de sus embriones. ¿Reconsideraría ahora su oferta? La humanidad no volvería a encontrarse con otra oportunidad así. Luria se sentía culpable por no haber mantenido en secreto la existencia del sótano. Debería haber previsto la reacción de Keil y Paws. El primer contacto con una cultura alienígena y lo echaban a perder.

—¿Volverán a darnos otra oportunidad, o ya es demasiado tarde? —inquirió.

—Luria, me parece que no te das cuenta del alcance del problema. Nuxlum podría ser un regalo envenenado, un obsequio ridículo en comparación con lo que esa raza podría llegar a conseguir. Entre Nuxlum y la Tierra sólo nos separan ochenta años luz; para su tecnología estamos a tiro de piedra. Serían la mayor amenaza con que la humanidad se ha enfrentado jamás.

—¿Y por qué tendrían que ser hostiles? Dime una razón, Paws, una sola razón. Sin suposiciones.

—¿Por qué no tendrían que serlo? Ignoramos sus intenciones. Cuatro empleados de Indronev perdieron la vida en la primera expedición, y dos de nuestros compañeros murieron por culpa de esa cosa.

—Fueron muertes involuntarias.

—Si matan sin intención, imagínate de qué serían capaces si lo hicieran a propósito.

—Siempre ves las cosas por su lado negativo. Paws, ¿acaso no te has parado a pensar en los beneficios que la tecnología alienígena podría reportarnos? La humanidad daría un paso de gigante, cientos de mundos estériles se transformarían en vergeles. Hay suficiente sitio en la Vía Láctea para que ambas especies puedan convivir en paz sin interferirse.

—Me gustaría poseer un poco de tu optimismo, de verdad —el mecánico negó con la cabeza—. Su cultura fue aniquilada, su planeta natal destruido y puede que todas sus colonias también. Ellos no me han dicho por qué, y sé que jamás se atreverán a confesarlo. Alguien debió considerarlos en el pasado una amenaza lo bastante seria para borrarlos del mapa. Y tú ahora quieres que regresen.

—Especulaciones. Apenas sabemos de ellos y te atreves a insinuar que eran poco menos que una peste galáctica que fue exterminada por…

Luria se interrumpió. Su silla se estaba moviendo. Los muebles traqueteaban y las paredes de la habitación se estremecían ostensiblemente.

—Mi cabeza me da vueltas —dijo Paws—. Siento como si todo se moviera.

—Tu cabeza está bien. Se trata de otro temblor —Luria se levantó—. Espérame aquí. Voy al laboratorio a examinar los sismógrafos. Si las ondas de cizalladura provienen del núcleo, me ayudarán mucho en el sondeo de su estructura.

Las luces del pasillo anunciaban un apagón inminente. Luria mantuvo el equilibrio y cruzó la galería a la mayor velocidad que le permitieron sus piernas, pero una nueva sacudida la arrojó contra la pared al tiempo que las luces se extinguían. Permaneció sentada en el suelo, la respiración entrecortada, escuchando el sonido inquietante de las vigas que soportaban la tensión. El temor hizo presa en ella. Sola en la oscuridad del pasillo, el techo en el límite máximo de resistencia amenazando quebrarse sobre ella. ¿Habían llevado la conversación demasiado lejos? Pero qué tontería, Serpell no podía estar escuchándoles. ¿O sí?

Las luces de emergencia empezaron a funcionar y le concedieron un poco de alivio para reanudar su camino. Al llegar a un cruce se paró a escuchar. Circulaba una brisa de aire caliente con un ligero aroma a azufre. En alguna parte se había abierto una brecha y los gases sulfurosos estaban penetrando. La base había sido diseñada mediante compartimientos independientes, de modo que si se producía una fuga, un sistema automático se encargaba de aislar la zona dañada hasta que era reparada; pero no confiaba mucho en que hubiese funcionado. Tras unos instantes de duda, Luria eligió el pasillo de la izquierda que la conduciría a su laboratorio.

Y allí estaba. La peor de sus pesadillas volvía a cruzarse en su camino.

Se encontraba a la misma altura de la galería donde ella la descubrió por primera vez, y su apariencia era idéntica a como la recordaba: una niebla lechosa interpuesta en mitad del pasillo, emitiendo un brillo ceniciento. Intentó tranquilizarse, enfrentarse al fenómeno desde una óptica racional. No tenía que dejarse dominar por el pánico, aquello tenía una existencia real, no era producto de su imaginación. Debía analizarlo, averiguar de qué estaba hecho, qué lo hacía brotar en ese punto concreto del pasillo y no en cualquier otro.

Avanzó un paso.

—¡No entres ahí!

Paws asomaba por la esquina. Apenas podía caminar y había tenido que realizar un gran esfuerzo para llegar hasta allí. Su rostro estaba amoratado.

—Te dije que me esperaras —respondió ella, aproximándose un paso más—. Regresa a tu habitación.

—¡No vayas hacia allí! ¡Te matará!

La niebla ejercía sobre ella una atracción irresistible. Luria miró atrás. Paws gesticulaba con desesperación, tratando de disuadirla, pero la niebla estaba muy cerca de ella, apenas a unos metros, y Paws estaba tan lejano que casi no podía oírlo. Su voz fue ahogada por un torrente de crepitaciones eléctricas. La niebla rozaba su piel, sólo tenía que avanzar un poco más.

—¡¡Luria!! ¡¡¡Nooo!!!

El frío penetró en su cuerpo. Contuvo el aliento, como si acabase de zambullirse en una piscina, pero logró aclimatarse rápidamente. El frío desapareció y una sensación agradable y tibia la envolvió en un íntimo abrazo, suave, infantil, tierno. Luria lloró emocionada. Una oleada de energía sacudió su ser y estrechó aún más el contacto.

»Sabía que vendrías.

—Dane, no me hagas esto —dijo Luria—. No podría soportarlo de nuevo.

»Ellos me han resucitado. Recuperaron los datos almacenados en el biochip y reconstruyeron mis lagunas de recuerdos.

—¿Cómo?

»Llenándolas con los tuyos. Tuvieron oportunidad de hacerlo cuando entraste por primera vez en el campo de energía. Ya no tengo zonas oscuras en mi memoria. Ahora soy el que era antes.

—Me gustaría creerte, hijo, pero no estoy segura de que seas real.

»Soy mucho más real que ese primitivo cibernoide que construiste para mí.

—Sea quien seas ahora, ¿podrías explicarme para qué me has traído hasta aquí? No entiendo tus intenciones.

»Ahora tengo muchos amigos. Ellos te necesitan, mamá. Se han dado cuenta de que algo ha ido muy mal, intentaron estimular vuestras facultades de percepción, pero fracasaron; sólo contigo consiguieron resultados, y fueron mediocres. Desean conocer más el cerebro humano para establecer una comunicación que no lo sobrecargue. Lamentablemente, el tuyo ya está dañado, y ellos no pueden hacer nada por salvar tu cuerpo. Pero pueden salvar tu mente.

—¿Quieres decir que reducirán mi cerebro a un montón de código binario?

»Vivirás para siempre. Conmigo, con toda la gente que vive en el corazón de este planeta. Ya nada podrá separarnos.

—Pero será una réplica de mi mente. Quiero decir, que aunque contenga todos mis recuerdos no seré exactamente yo misma.

»Puedes estar segura de que sí. Tu cuerpo morirá, es inevitable, tú misma analizaste la actividad de tu cerebro y sabes que no te miento, pero tu mente será preservada por nuestro maestro de ajedrez y servirá para salvar muchas vidas en el futuro. Sin embargo, debe se recuperada ahora, antes de que te sobrevenga una crisis.

—No sé si puedo confiar en ti. Pero supongo que no me queda otra alternativa.

»Te necesitamos, madre. Si no lo haces por ellos, al menos hazlo por mí. Quiero volver a estar contigo. Tú trajiste el biochip aquí y me devolviste la vida. No puedes evadir tu responsabilidad abandonándome ahora.

Cuando Paws llegó a la niebla, ya se había disuelto. Se fijó en una minúscula célula disimulada en el techo, que había proyectado el campo de energía. Intentó arrancarla con un salto, pero estaba demasiado débil para encaramarse allí arriba, y además tenía ocupaciones más urgentes. Alguien de Indronev, siguiendo instrucciones de la máquina Serpell, debió construirla y colocarla en el techo sin comprender realmente su utilidad.

Luria yacía en el suelo con una expresión de alegría. Su corazón se había parado. Se arrodilló para reanimarla, pero sus intentos fueron inútiles. Desde el momento que se introdujo en la cortina de luz supo que la había perdido para siempre. Volvió a mirar su rostro. El surco de una lágrima plateaba todavía en su mejilla izquierda, aunque de su expresión se deducía que no había sido motivada por el dolor.

Cerró los párpados de la mujer y la besó. La única ocasión en que sus labios se rozaban tenía desgraciadamente que ser cuando ella había muerto. Luria no habría accedido en otras circunstancias, pensó entristecido. Debía aceptar su fatalidad. El destino lo había dejado vivo para asistir a la muerte de sus compañeros, y ahora lo olvidaba en aquel basurero que olía a huevos podridos. ¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Sería su muerte tan placentera como la de Luria? Oh, él no tendría la misma fortuna. Era un atractor de desgracias, un pararrayos de mala suerte, siempre lo había sabido. La realidad sería mucho peor de lo que pudiera imaginar.

Se sentó en el suelo y cruzó las piernas. Al contemplar la sonrisa gozosa de Luria sintió envidia. Cerró los ojos. Y su mente se pobló de pensamientos horribles.