La escotilla de acceso a la Newton se cerró pesadamente. Paws, sentado en el puesto de pilotaje, comprobó la presurización de la nave y el estado de los motores, e inició la fase de precalentamiento. Keil, en una consola adyacente, impartía instrucciones de última hora a la computadora de navegación y se aseguraba de que todo estuviese en orden. Luria ayudaba a Keil en el repaso de protocolos de la Unión interestelar. Los tres llevaban sus respectivos trajes de presión, aunque sin casco para poder trabajar con mayor comodidad.
Se habían detectado ligeras incompatibilidades con los programas diseñados por Keil, y eso había obligado a retrasar el despegue; en realidad, ninguna de las anomalías presentaban un impedimento serio, la mayoría de los controles habían sido transferidos ya a Paws y éste podría gobernar la nave prácticamente sin ayuda de la computadora. Pero un pequeño inconveniente en plena ascensión a través de la atmósfera de Nuxlum podía desencadenar una serie de minúsculos desajustes, cuyos efectos nadie estaba interesado en comprobar.
—Circuitos en verde —anunció Keil—. He verificado íntegramente el sistema y la computadora me confirma que tienes el control sobre la nave.
—¿Estás absolutamente seguro? —dijo Paws—. Si no estuviera desesperado, y puedes jurar que lo estoy, no pondría mi vida en tus torpes manazas ni por todo el oro de la Unión.
—Da la casualidad de que sin mis torpes manazas no saldrías jamás de este agujero —Keil seguía dando vueltas en su cabeza a la provisión de comida que Paws había embarcado, y se prometió que no entraría en estasis a menos que el mecánico lo hiciese primero.
—¿Queréis comportaros como adultos, aunque sólo sea por una vez? —Luria suspiró, aburrida—. No es momento para enzarzaros en otra de vuestras peleas absurdas.
—Nadie te ha dado vela en este entierro, nena —le advirtió Paws—. Y da gracias a Keil de que yo te haya permitido embarcar, porque tenía intención de dejarte en tierra.
—Estoy enterada. Y no voy a recriminarte que pienses así. Cometí un error lamentable.
—¿Un error? —Paws sonrió torcidamente, pulsando los botones que abrían la alimentación de las toberas—. Una expresión demasiado suave para calificar el asesinato de un compañero.
—Nelser nunca te cayó bien —replicó Luria—. No hables ahora de él como si hubiese sido uno más.
—Hay mucha gente que no me cae bien, y no por eso voy por ahí matándolos.
El casco de la nave comenzó a vibrar. Paws elevó la palanca a un tercio de potencia. El rugido del branio laceró la cubierta de la Newton con impresionante violencia. Un nuevo movimiento de la palanca y sus estómagos se encogieron. A través del visor panorámico del puente observaban cómo las luces de las torres de perforación de la colonia bajaban aparentemente de altura. Estaban ascendiendo.
—Vaya, parece que este trasto funciona —Paws alzó las cejas—. Quizás me haya equivocado contigo, gaznápiro.
—Dame las gracias cuando hayamos abandonado la órbita —Keil cruzó los dedos.
Las cifras del altímetro subían sin cesar. Cuatro mil metros. Cinco mil. Pequeñas turbulencias azotaban el casco, meciéndoles de un lado para otro, pero aquello no era nada comparado con lo que les aguardaba cuando alcanzasen la altitud de ocho kilómetros. Los vientos huracanados de la estratosfera y las mortíferas nubes de ácido sulfúrico estaban allí arriba esperándoles. Las células del casco que resultaron dañadas durante el descenso al planeta no habían sido reemplazadas. Paws carecía de repuestos en el almacén de la base, de modo que tuvieron que improvisar recubriendo las zonas dañadas del fuselaje con placas de cerámica.
—Estamos alcanzando el límite inferior de la estratosfera —dijo el mecánico—. Agarraos.
El cristal del visor panorámico se pobló de gruesas gotas de aspecto amarillento. Allá fuera, las nubes de azufre ponían a prueba la resistencia del blindaje y arrancaban las primeras losetas de cerámica, que al desprenderse rebotaban contra el metal y caían a merced de las turbulencias. El mecánico murmuró algo, pero los bramidos del exterior silenciaron sus palabras. Nueve mil metros.
A causa de la tormenta, la explosión que sucedió a continuación apenas resultó audible para ellos, pero sí notaron perfectamente que la Newton escoraba a babor. Las alarmas chillaron como una bandada de pájaros y las pantallas se llenaron de mensajes de peligro. La luz neutra del puente fue reemplazada por la roja de emergencia.
El motor principal había dejado de funcionar.
—¡Perdemos impulso! —gritó Paws.
El piloto intentó compensar la falta de empuje forzando la potencia de los demás motores, sin tener en cuenta que estaba utilizando un combustible demasiado potente.
La nave se estabilizó momentáneamente y continuó su ascenso sumida en el vórtice de la tormenta, que la zarandeaba sin misericordia. Los ruidos de tensión del casco crujían como una caja de huesos.
Una segunda explosión, esta vez perfectamente audible, se desencadenó en la zona de popa. Las cifras del altímetro se congelaron en doce mil doscientos metros y empezaron a decrecer.
—Descendemos —observó Keil—. ¿Qué ocurre?
—Sobrecarga en los impulsores —Paws golpeó la consola—. Maldita sea, nos hemos quedado sin potencia.
—¿Qué?
—Caemos como una piedra hacia Nuxlum. Sabía que ocurriría algo así, lo sabía. No sé cómo permití que me embarcases en esto, Keil.
—Yo no he tenido la culpa.
—Pongámonos los cascos —advirtió Luria—. Perdemos presión en la sala de máquinas.
Paws ya le había cogido la delantera y no tardó en ajustarse el suyo con un par de certeros movimientos, fruto de su veteranía como piloto.
—Activaré el aerofrenado —dijo—. Si tenemos un poco de suerte, quizás consigamos posarnos en tierra sin hacernos pedazos.
El paracaídas se desplegó cuando habían descendido a una altura de siete mil metros. La nave frenó en seco su caída y los aplastó contra el asiento. Una corriente de aire caliente recorrió el puente. Las brechas en el fuselaje se agrandaban.
—El blindaje de la sala de máquinas está en punto crítico —informó Paws—. Implosionará dentro de noventa segundos. Vamos mejorando, amigos.
—En eso tienes razón —Luria señalaba el ventanal panorámico. La tela del paracaídas había sido agujereada por el ácido y se estaba desgarrando—. ¿Hay un paracaídas de repuesto, o sería demasiado pedir?
—No lo entiendo, se suponía que la tela estaba revestida de una capa especial —Paws estuvo a punto de escupir de rabia en el interior de su propio casco—. ¡Keil! ¿Desconectaste el jodido cilindro que trajiste a la base?
—Desmonté la antena por completo, te lo aseguro. Ellos no podían saber que planeábamos una segunda huida.
—Deberías haberlo destruido. Creo que a pesar de todo han seguido escuchándonos —Paws tecleó nerviosamente en su consola—. Atendiendo a la pregunta de la doctora, no hay un segundo paracaídas.
—¿Y cápsulas de salvamento? —inquirió Luria.
Paws sonrió sin ganas.
La temperatura en el interior del puente había subido quince grados. La refrigeración no funcionaba y el aire de Nuxlum penetraba a placer a través de varias brechas abiertas en proa y popa. Paws se aferró a los mandos e hizo lo que pudo para que los estabilizadores consiguieran frenar la velocidad de caída, mientras trataba frenéticamente de recuperar parte de la potencia.
Dos de las toberas secundarias respondieron de forma intermitente. El piloto averiguó que si desviaba todo el flujo de energía a aquella zona, la presión del branio se elevaba y ambas toberas funcionaban a la vez. Los tanques de combustible podrían reventar en cualquier momento, pero era la única alternativa que le quedaba.
Faltaban unos segundos para la implosión de la sala de máquinas. Las luces de las torres mineras ya se distinguían en la pantalla cuando Paws consiguió sacar a la Newton de la caída libre. Sin embargo, no fue lo bastante rápido para evitar golpear la cúspide de la torre norte, y una tonelada de armazón de vitroacero cayó sobre el flanco de estribor. La nave giró sobre sí misma, quedando definitivamente fuera de control.
Se precipitaban a la superficie.
Una bola de fuego penetró en el puente instantes antes de que el navío rozase el suelo. La sala de motores había quedado destruida, pero ya daba igual, porque la propia Newton se partió en dos al impactar contra la llanura. Las consolas y el resto del equipo fue arrancado de cuajo y proyectado al exterior junto con sus ocupantes. Paws voló por los aires y aterrizó junto a un fragmento de alerón y algunos trozos de fuselaje. Había caído en un montículo de arena caliente y eso evitó que se fracturase las costillas. A unos cincuenta metros de él, una columna de humo ascendía al cielo en el lugar donde la nave se había estrellado. Distinguió una figura que salía de allí y caminaba hacia él con paso bamboleante.
Un destello de energía surgió de la zona de motores. Paws corrió a esconderse tras la chatarra.
—¡Al suelo! ¡Tírate al suelo!
La onda expansiva le lanzó hacia atrás. Un contenedor cayó desde lo alto de su parapeto y estuvo a punto de desgarrarle el traje. Paws se asomó con cautela y limpió su placa facial. Los últimos restos de la nave estelar Newton se desintegraron en un definitivo estallido, y con ello sus esperanzas de abandonar con vida el planeta.
Observó detenidamente la planicie, iluminada por el fuego residual de la explosión. La figura que había visto antes ya no se hallaba allí. Había desaparecido.
—Luria, Keil, ¿estáis bien?
Ruidos de estática. En el interior de su traje hacía más calor del que marcaban sus sensores.
—¿Me recibís? Keil, Luria. ¿Dónde os habéis metido?
Los chasquidos de interferencias se repitieron. Paws abandonó su refugio y buscó entre los restos, esparcidos en un radio de varios kilómetros. Tendría que darse prisa. El nivel de aire marcaba la mitad, y estaba seguro de que su mochila estaba llena cuando embarcó. Probablemente la válvula había sido dañada y perdía oxígeno.
Cerca de unos bidones despanzurrados encontró un trozo de suela de goma. Paws apartó los bidones y se preparó para ver lo peor.
El casco de Keil estaba prácticamente intacto, pero no había rastro de su dueño. Es posible que al no haberlo asegurado correctamente lo hubiese perdido cuando la nave se partió en dos. El gaznápiro siempre había sido bastante torpe con los trajes.
Una mano se posó en su hombro derecho. Paws se sobresaltó, creyendo que se toparía con un Keil moribundo que lucharía por arrebatarle su provisión de oxígeno. No distinguió el rostro que se escondía tras el cristal del casco, el resplandor de las llamas se reflejaba en la visera, pero por los indicativos de color del lateral dedujo que se trataba de Luria.
La mujer le hizo señas para que se aproximase. Debía tener el transmisor estropeado. Sus cascos tomaron contacto.
—Baja la polarización de tu placa facial —aconsejó él—. No puedo verte el rostro.
El cristal se aclaró lo suficiente para que contemplase el semblante asustado de Luria, que gemía en el interior de su traje.
—Keil… Keil ha… vi cómo se ahogaba. Tenía el pecho destrozado, y yo no pude… no pude hacer nada. Ha sido… espantoso.
Paws la abrazó. Así permanecieron en silencioso contacto durante un buen rato, en mitad de la llanura cubierta de rescoldos y metal quemado, hasta que la alarma de oxígeno le avisó que su provisión de oxígeno estaba llegando al nivel de reserva.
—No puedo creerlo —Paws hizo una mueca de asco al sorber un poco de café. Se aproximó al ventanal de la clínica, pero las últimas llamas se habían apagado hacía rato y el panorama en el exterior de la base regresaba a su monotonía habitual, negro e impenetrable—. ¿Lo sabía también Reyan?
—Lo dudo. Allis fue el primero que murió. Hubiera tomado precauciones de haberlo sabido —Luria removió su café. Vaciló un momento, y al final añadió un poco de whisky en la taza. Había sido un día demasiado duro para ambos y necesitaba un estímulo—. Eso suponiendo que pudiera haber tomado medidas para protegerse —añadió—. Sólo Nelser sabía lo que estaba pasando, y lo ocultó. Por qué, lo desconozco. Puede que viese las muertes como inevitables y no quisiera preocuparnos, o quizás guardó silencio para que no intentásemos huir. Hasta es posible que él mismo estuviese ya afectado.
—Pero, ¿qué cosa en este planeta es capaz de provocar una sobrecarga neuronal? —Paws aceptó la botella una vez que se sirvió Luria—. Reyan ya estaba muerto antes de que excavásemos el pozo que conduce al mascón. Además, ¿por qué no detectaste que un colapso cerebral era la causa de la muerte, si tú ayudaste a Nelser en las autopsias? Deberías haberte dado cuenta.
—A tu primera pregunta, no creo que la radiación del mascón intervenga en el proceso, al menos no la que nuestros instrumentos han detectado. En cuanto a lo segundo, no fueron derrames cerebrales los que acabaron con Reyan y Glae. Un derrame habría sido localizado fácilmente al abrir la cavidad craneal, pero no encontramos nada, estoy segura. La causa real de las muertes sólo podría haberse detectado mediante un análisis de las neuronas con el microscopio electrónico. Nelser no lo llevó a cabo, se comportaba como un carnicero haciendo autopsias, supongo que fue un vicio que adquirió como forense en la cárcel. Yo me limité a ayudarle en su trabajo y verificar que los resultados eran correctos. Y lo eran, desde luego. Aunque deliberadamente incompletos.
—¿Pretendes convencerme de que las muertes no fueron intencionadas? ¿Que se trató de un accidente?
—Si hubiesen querido matarnos ya lo habrían hecho hace tiempo. Hubiera bastado un terremoto justo debajo de la base. Pero no ha ocurrido así —Luria bebió un trago; el sabor del café había mejorado—. Algo controla los seísmos, y no es el mascón ni nada que hayamos visto. Está enterrado a una profundidad de varios miles de kilómetros, en el mismísimo corazón de este infierno. Ningún ser vivo soportaría las condiciones de presión y temperatura que rigen en el núcleo de Nuxlum, ni siquiera incluyendo en su ADN la nelserina. Debe tratarse de una máquina.
—Qué absurdo —negó Paws—. ¿Quién se tomaría la molestia de enterrar una máquina a tanta profundidad, pudiendo colocarla en la superficie?
—Para que nadie la tocase. Los mascones podrían formar parte de un sistema de defensa planetario. En estado latente parecen restos de meteoritos enterrados en la corteza, pero sólo al ser activados muestran su auténtica cara.
Paws tiró el café a la basura y se sirvió directamente de la botella. Pertenecía a la reserva privada que Reyan escondió en la caja fuerte para no tener que compartirla. El mecánico celebró la avaricia de su ex jefe con un largo trago que explotó en su estómago como una bomba. Su jefe tenía buen gusto, pensó.
—Nosotros no somos ninguna amenaza para esa cosa —dijo.
—Probablemente. He dicho que los mascones podrían ser utilizados como defensa, pero tal vez ésa no sea su única función, ni la principal —Luria mostró en la pantalla una grabación de la falla Aratus—. Mírala, no ha dejado de expulsar gases desde que la descubrimos. Nitrógeno y dióxido de carbono en su mayor parte. ¿Te sugiere algo?
—Son gases que están presentes en la atmósfera terrestre.
—Exacto. Esa cosa pretende terraformar Nuxlum, y quiere utilizarnos en su provecho. Acuérdate del musgo que descubriste en la cueva. En cantidades industriales inyectaría altas concentraciones de oxígeno en la atmósfera. No sabemos si la Unión interestelar creó desde cero ese musgo, o si fue ayudada por alguien. La cuestión es que está ahí, y no fue casualidad que lo encontrásemos. En cierto modo, si sigues vivo es porque ellos lo han permitido.
—¿Por qué utilizas el plural? ¿Qué te hace pensar que no es una sola entidad?
—Es difícil explicártelo, pero me parece que hay múltiples personalidades en el núcleo de Nuxlum que pueden proyectar imágenes mentales. Cuando hablas con un ordenador no tienes esa sensación, pero en este caso diría que varias voces intentan hablar a la vez. ¿No lo has experimentado alguna vez?
Paws asintió lentamente.
—En la cueva. Pensé que eran alucinaciones causadas por la hiperventilación. También hablé con Bloud —al recordarlo, una sombra de preocupación cruzó por su semblante—. La última noticia que tuve de él fue que estaba internado en un manicomio. Quizás haya muerto.
—No necesariamente. Aquél que te habló no era Bloud. Alguien extrajo ese recuerdo de tu mente y lo utilizó para comunicarse contigo. Algo similar me ocurrió a mí al encontrarme con una extraña niebla en mitad del pasillo. Puede que la niebla no fuera real, o yo la confundí con un escape de gas, pero sentí algo muy raro cuando la crucé, como si me abrieran las entrañas con un cuchillo.
—Más o menos lo que hace este brebaje —sonrió Paws, tomando otro trago.
—Estoy casi segura de que el núcleo de Nuxlum puede recrear personalidades múltiples, cada una con entidad propia. Esa cosa lleva eones sepultada ahí abajo, y es razonable suponer que una civilización capaz de eso alcanzó un nivel tecnológico mucho más elevado que el nuestro. La cuestión es: si nosotros podemos reconstruir la inteligencia de un humano muerto a partir de un biochip, como en el caso de Dane, ¿qué consiguieron ellos? Y ¿por qué ocultaron la máquina en lo más profundo del planeta?
—Sólo tú y yo seguimos vivos —observó Paws—. Y sólo nosotros oímos las voces. Quizás no estemos condenados después de todo.
—Tampoco demuestra que vayamos a seguir viviendo.
Luria extrajo de un cajón su expediente médico personal, confeccionado por Nelser. Estaba repleto de registros de encefalograma, obtenidos por el doctor durante el tiempo que Luria llevó el sensor de telemetría pegado al cuero cabelludo. Nelser había marcado con rotulador ciertas fluctuaciones de las ondas cerebrales, escribiendo notas ilegibles en los márgenes del papel. Luria no necesitaba leer esas notas para saber lo que decían.
—Nelser sabía que mi estancia en este lugar estaba afectando a mi cerebro —dijo—. No sé si sus intenciones eran las de ayudarme o simplemente las de estudiarme como un animal de laboratorio —sacó otras hojas de papel pautado, tomadas por ella misma—. Éstos son registros de ayer. Si los comparas con las crestas de las primeras hojas, verás que ahora se repiten con frecuencia y son más pronunciadas —suspiró profundamente, y en la tristeza de sus ojos supo Paws que no se trataba una maniobra autoexculpatoria: estaba diciéndole la verdad—. Estoy enferma. Sé que todavía me guardas rencor por lo de Nelser, pero créeme, jamás lo habría matado en circunstancias normales.
—Está bien, deja ahora al viejo en paz, ya no tiene remedio. ¿Cuánto tiempo te queda?
—Días, semanas, quién sabe. Unos aguantamos más que otros, pero desconozco por qué.
—No sé lo que harás tú, pero yo no pienso resignarme a morir. Tenemos que saber más acerca de la máquina. ¿Dices que puede simular varias personalidades a la vez?
—No las simula; las recrea de un modo absolutamente fiel. La máquina probablemente es consciente de sí misma, pero no se limita a recrear inteligencias individuales. Podría albergar una pluriconciencia que rebasase todos los criterios humanos sobre inteligencia artificial.
—¿Los criterios de Turing? He oído hablar de ellos.
—Más que eso. En la universidad leí un trabajo de Lans Serpell sobre cibernética. La humanidad puede conseguir en tres o cuatro siglos la tecnología para diseñar una máquina que albergue la información de todos los seres humanos existentes en la Tierra. Una máquina Serpell podría codificar millones de personalidades y ser consciente de cada una de ellas. Lans lo denominó pluriconciencia. El concepto es demasiado complejo para aprehenderlo enseguida, pero imagínate un maestro de ajedrez jugando veinte partidas simultáneas. Cada partida es independiente de las demás, pero el maestro juega en todas ellas, formándose una imagen de cada tablero en su cabeza y recordando los movimientos de las piezas. Ahora piensa en los tableros como conciencias individuales, y el jugador como el aglutinante del torneo. Nuestra tecnología no dispone aún la capacidad de proceso suficiente para crear una máquina Serpell, pero algún día lo lograremos.
—Si resulta que lo que hay enterrado en el corazón de Nuxlum es un maestro de ajedrez, ¿para qué nos necesitaría?
Luria abrió la trampilla que conducía al sótano. Le indicó a Paws que bajase, pero éste rehusó el ofrecimiento.
—Ya me enseñaste los embriones —dijo.
—¿Crees que no sé que tú los destruiste?
—No fue idea mía. La culpa fue de Keil, te lo aseguro. Intenté impedírselo, pero ya sabes lo terco que se ponía a veces.
—Mientes —Luria contempló unos instantes el hueco que conducía al sótano, pero al final optó también por no bajar—. Bueno, me parece que ya no importa mucho. Como tampoco lo que le sucedió al invernadero.
—Está bien, fue idea de ambos, lo admito. De todos modos íbamos a huir de aquí, y tú estuviste de acuerdo. ¿Para qué dejar esos seres con vida? Podrían haber difundido algún tipo mortal de virus, es lo que sospechábamos que les ocurrió a los obreros de la compañía. Sería un peligro tremendo para los futuros colonos que la Unión mandase aquí.
—A lo mejor Serpell nos quería para cuidar de los embriones y plantas, y tú has destruido su trabajo por completo. No sé cómo reaccionará la máquina, pero presumo que no le has dado una alegría.
—Es una presunción lógica —bromeó Paws, cerrando manualmente la trampilla—. Quizás eso le enseñe al maestro de ajedrez que no somos vulgares peones.
—Si es que hay algo que podamos enseñarle —añadió Luria.
Serpell lo sabía todo y sin embargo les necesitaba. ¿Para qué? ¿Acaso para terraformar Nuxlum? Les había regalado el musgo para que lo utilizasen, pero nadie regala nada gratis. Paws se preguntó qué ganaba a cambio esa cosa.
Había permanecido en silencio durante millones de años y la presencia humana lo había sacado de su letargo. Si la Unión interestelar hubiese apartado a Nuxlum de sus planes de colonización, Serpell habría pasado desapercibido y jamás se habrían dado cuenta de su existencia. Pero Serpell había despertado, la Unión lo consideraba ahora una amenaza y mantenía en secreto lo que sucedía en el planeta; necesitaban saber qué era antes de decidir qué hacer con él. ¿Destruirlo? Si Luria tenía razón y los mascones formaban parte de una red de defensa planetaria, sería harto difícil sin destruir también el planeta. Las bombas de fisión protónica podrían hacer saltar a Nuxlum por los aires, ya habían sido ensayadas con éxito para fragmentar asteroides y cometas en la nube de Oort. Se necesitarían toneladas de bombas protónicas para conseguirlo, pero, ¿quien vendría a Nuxlum a arrojarlas? ¿No estallarían antes en órbita, junto con las naves que osaran acercarse?
Puede que Serpell ya supiera lo suficiente de los humanos para decidir que era hora de actuar. Quizás formase parte de un sistema de vigilancia galáctica cuyo fin fuera impedir el desarrollo de especies peligrosas y aventureras. Serpell tenía que saber lo que había ocurrido en la Tierra a causa del crecimiento irracional de la industria. ¿Estaba una especie preparada para saltar a las estrellas, cuando había demostrado sobradamente su incapacidad para respetar a las demás que compartían su planeta natal? A los ojos de una raza alienígena, la humana sería contemplada como una plaga nefasta que a largo plazo acabaría infectando toda la Vía Láctea, arrasando a su paso los pocos ecosistemas que se habían desarrollado autónomamente. La vida era un bien escaso en el cosmos, y tal vez el objetivo de Serpell fuese preservarla.
No es que ello implicase necesariamente una confrontación; podría limitarse a ejercer una labor de vigilancia sometiendo a los humanos a una sutil forma de libertad condicional que ni siquiera notarían, pero suficiente para impedir el desastre futuro. A modo de tutores, las máquinas Serpell estarían destinadas a vigilar sectores galácticos enteros, tanto si las especies interesadas estaban de acuerdo como si no. En el supuesto de que la Unión se interpusiese en sus planes, ¿cómo reaccionarían? ¿Acaso tenían la certeza de que no había otras máquinas Serpell emplazadas en planetas conquistados por el hombre? ¿Acabarían el resto de las colonias humanas destruidas por inexplicables terremotos?
Pero algo no encajaba, reflexionó Paws. Había demasiados cabos sueltos. ¿Para qué entonces la nueva estructura de ADN con una base extra? ¿Y los embriones del sótano, o los intentos de terraformación?
El maestro de ajedrez no pretendía cuidar de ellos: quería utilizarlos. Y él no movería un dedo hasta saber realmente qué se proponía. Reyan y Glae ya habían muerto por su culpa, y Luria estaba a punto de seguir el mismo camino; quizás no a causa de una acción deliberada, pero lo cierto es que esos eran los hechos, y la máquina que anidaba en el corazón de Nuxlum era la responsable.
Tenía que hablar con Serpell. Paws presentía que ya conocía el modo.