CAPÍTULO 17

Después de tomar un frugal desayuno, Nelser se dirigió a su laboratorio a proseguir el trabajo. Pensó en la conversación con Keil la noche pasada, preguntándose si el muchacho habría mordido el anzuelo. Su mentiroso discurso sobre la inmortalidad era bastante aceptable, y estaba convencido de que había impresionado al joven. Éste no tardaría en contárselo a sus compañeros, pero no le importaba; de hecho era justamente lo que Nelser pretendía que hiciese. Prefería pasar por un viejo chiflado que buscaba el elixir de la vida eterna antes que revelar la menor pista de sus verdaderas actividades. Así le dejarían en paz y no se preocuparían más por él.

Abrió el panel trasero del microscopio electrónico y contempló preocupado el manojo de cables y circuitos. El mecanismo estaba fallando por la radiación que escapaba del agujero cavado por el topo, y no veía la forma de eliminar las interferencias. Necesitaría un experto en electrónica para solucionar el problema, pero el único que tenía cerca era Keil, y quería evitar por todos los medios que hurgase en su departamento. Demasiado arriesgado, Keil tenía la insana costumbre de meter sus narices donde no debía. Permitirle el paso sería una temeridad.

Bueno, tendría que acostumbrarse a las interferencias y a aplicar factores de corrección. Cerró el panel y se puso a estudiar sus apuntes del día anterior. Tomar notas manuscritas tenía una ventaja sobre las anotaciones por ordenador: las primeras eran prácticamente indescifrables excepto para él. Su caligrafía era terrible, durante la universidad los profesores le obligaron a utilizar una máquina de escribir en los exámenes, hartos del martirio que suponía corregirlos —sus protestas alegando que sólo sabía aporrear el teclado con dos dedos y no tenía tiempo de escribir todas las respuestas no surtieron ningún efecto entre el claustro—. Pero ahora, aquella misma caligrafía que torturó su paso por la universidad se había convertido en una gran aliada. Nadie sería capaz de leer sus notas aunque se las robasen, sólo tenían sentido para él. El mejor programa de encriptación de datos no podría conseguir un resultado mejor.

Era hora de bajar a la cámara. Nelser introdujo su llave de ADN en una ranura escondida bajo una baldosa, y una trampilla del suelo se deslizó a un lado. El médico descendió cuidadosamente por la escalerilla, fijándose bien dónde ponía cada pie. Hace un par de días había estado a punto de caerse, y si sus subordinados lo encontraban tendido en el suelo del sótano secreto, iba a verse en un apuro muy serio.

Las luces se encendieron gradualmente mientras bajaba por la escalerilla. La cámara medía escasamente nueve metros cuadrados, pero era suficiente para albergar tres matrices artificiales y sus correspondientes equipos de soporte vital. Nelser se acercó a las urnas y miró por el cristal de aumento los embriones que crecían en su interior. Repasó las lecturas de los paneles y comprobó que el crecimiento celular se desarrollaba conforme a lo previsto. Durante sus primeros intentos se malograron varios embriones por desequilibrios enzimáticos diversos: las células se dividían demasiado deprisa y una de las matrices quedó inundada en pocas horas por una papilla viscosa que se retorcía sin control. Nelser tuvo que acabar con la forma gelatinosa aplicándole una descarga eléctrica en el interior de la máquina. La papilla, al dejar de agitarse, se desintegró en un fino polvo rojizo que Nelser limpió con una escobilla.

Pero eso ya era agua pasada. Sus embriones actuales se desarrollaban con una salud envidiable y a un ritmo de crecimiento óptimo. Nelser estaba ansioso por verles salir de la placenta. No cabía duda de que eran mamíferos, pero ¿de qué clase? ¿Se parecerían a alguna de las especies conocidas? ¿Y si al abandonar la matriz saltaban sobre él y le devoraban? El médico sonrió. No, las crías de mamíferos están indefensas al nacer. Sería imposible que pudieran hacerle daño alguno.

Se acercó a la matriz de su izquierda para observar mejor al embrión. En ese estado de gestación podría llegar a convertirse en cualquier cosa, todavía no había órganos perfectamente diferenciados, sólo un corazón minúsculo bombeando frenéticamente, una cabeza desproporcionada y esbozos de extremidades. Su aspecto se podía definir con cualquier adjetivo menos con el de definido.

Una vez que naciesen no podría mantenerlos en el sótano, debería trasladarlos arriba y someterlos a vigilancia en incubadoras. Inevitablemente, su presencia no pasaría desapercibida a los demás, pero para entonces ya se le habría ocurrido algo. Aún le quedaba mucho tiempo.

Satisfecho de que todo iba bien, salió del sótano y cerró la trampilla. Estaba perfectamente disimulada, a salvo de miradas indiscretas. De hecho, incluso a él mismo le costaba distinguir sus contornos pese a saber su localización.

Un ruido a su espalda le sobresaltó. Nelser se volvió inmediatamente, pero no había nadie.

—¿Quién anda ahí? —se detuvo a escuchar. Silencio.

Abrió la puerta de la clínica. Si Keil estaba fisgando nuevamente en su departamento, le iba a dar una buena lección.

La sala de los tanques de nucleosíntesis estaba desierta. Nelser miró en cada rincón, pero no notó nada anormal. El exterior del tanque de levadura estaba manchado por una coloración verdosa, quizás debido a una filtración de humedad. No había reparado hasta el momento en ese detalle. No debía ser grave, porque tampoco había recibido quejas del sabor de la pasta de levadura, pero de cualquier forma habría que vaciarlo y limpiarlo por dentro y por fuera, y ésa era una labor tremendamente ingrata. Podría ordenársela a Paws, pero el mecánico no le haría caso o lo dejaría más sucio de lo que estaba.

Salió de la sala de tanques y echó un vistazo a la zona de provisiones. La entrada estaba cerrada y aparentemente todo se hallaba en orden. Con una excepción.

La puerta del invernadero estaba abierta.

Nelser no podía habérsela dejado accidentalmente así. En el invernadero cultivaba plantas muy peligrosas que podrían matar a un ser humano si las esporas escapaban del recinto. Él jamás cometería la imprudencia de dejarla abierta.

El invernadero estaba sumido en tinieblas. Algo no iba bien; el sistema de luces había sido programado para simular un amanecer a las 8 horas en punto, y eran más de las nueve. Nelser cogió una vara de hierro, encendió la luz y se adentró en los viveros. Fuera quien fuese el intruso, no olvidaría fácilmente aquel día.

—¡Salga de una vez y deje de comportarse como un crío! —gritó, pero como era de esperar no obtuvo más que silencio.

Empezó a recorrer los pasillos uno a uno, repasando los estantes por si faltaba alguna planta. Puede que aquél fuese el propósito del intruso, robar sus preciados cultivos, y debía impedirlo a toda costa; no ya sólo por la salud de los habitantes de la base, sino por el riesgo de que descubriesen el origen de algunas plantas.

En mitad de su camino se topó con la formación nudosa de la Angélica urticariae. Se trataba de una planta voraz que había invadido el terreno de sus vecinas, adquiriendo proporciones descomunales. Le puso de nombre Angélica porque le recordaba a su ex mujer: su avidez destructora no conocía límites. La Angélica había hecho presa en los tallos de los cultivos que tenía más cerca, agregándolos a su complejo organismo vegetal; se expandía a costa de otras formas de vida sin matarlas, esclavizándolas para su provecho. Era sorprendente cómo aquella monstruosidad podía parecerse tanto a su ex mujer. Nelser trató de podarla en una ocasión, pero le cayeron unas gotas de savia en la mano y estuvo varios días con urticaria. En represalia, la privó de abono y agua y la roció con herbicida, pero Angélica era mucho más dura de lo que había supuesto.

Con todo, había variedades bastante más peligrosas en su colección. La Angélica esclavizaba a sus víctimas, cierto, pero no desarrollaba mayor inteligencia. Tenía otras plantas en su haber que bajo ninguna circunstancia habrían tolerado ser fumigadas. Nelser se mantenía a distancia de ellas porque sospechaba que eran capaces de vigilar sus movimientos y responderían agresivamente si se las provocaba.

Al pasar por uno de los estantes advirtió que le faltaba una maceta de rosa hedentina. ¿Quién podría haberla cogido? ¿Y para qué? La flor era una vulgar hibridación que se alimentaba de sulfuros enriquecidos, sin interés botánico alguno. Si alguien la había robado para adornar su habitación, desde luego tendría que dormir con una pinza en la nariz.

Su paseo de inspección concluyó sin encontrar al intruso. Quizás se había dejado la puerta abierta la noche anterior, dudó. Tendría que ser más cuidadoso de ahora en adelante; pero por si acaso, a partir de ahora cambiaría el código de acceso con más frecuencia.

Por desgracia, no iba a tener oportunidad de hacerlo. Al dirigirse a la salida descubrió que la puerta del invernadero estaba cerrada a cal y canto. Sus intentos por abrirla fueron completamente inútiles.

Por si aún le quedaba alguna duda de que había sido víctima de una trampa, las luces del invernadero se apagaron. El cristal de la puerta estaba polarizado y no pudo ver lo que sucedía al otro lado, pero sí escuchó el rumor de unos pasos que se alejaban.

Sus gritos y puñetazos en el cristal fueron en vano. El mamparo estaba blindado a prueba de golpes y no podría hacer nada para romperlo. La barra que había cogido tampoco le sirvió de ayuda: una vez que la puerta se cerraba, el invernadero quedaba aislado herméticamente del exterior. Nada podría entrar o salir de él. Su única esperanza residía en que alguien escuchase sus gritos.

Sintió un leve carraspeo en la garganta. Nelser tosió, preocupado por si se había tragado accidentalmente esporas venenosas durante su recorrido. Debería haberse puesto la mascarilla que utilizaba habitualmente, pero ya era tarde para lamentarse. Las mascarillas estaban al otro lado de la puerta.

Encendió su linterna de bolsillo —dio gracias por no haberla olvidado— y pensó en la forma de salir de allí. Las rejillas de ventilación serían su salvación. Treparía a una de ellas y huiría por el hueco. No tenía por qué alarmarse.

Una de las rejillas se encontraba cerca de la entrada. Nelser enfocó la linterna y observó preocupado cómo una nube de gas surgía del techo. Qué raro.

Repentinamente, sintió que su pecho le ardía. La linterna resbaló entre sus manos. Las piernas le fallaron y el anciano se desplomó. Respiraba con enormes esfuerzos, como si tuviese los pulmones inundados. Tosió, y una flema viscosa resbaló entre sus dedos.

Su final estaba cerca.

Nadie echó en falta al doctor hasta un par de días después. Sus compañeros ya se habían acostumbrado al carácter misántropo del anciano y suponían que seguía encerrado en el interior de la clínica, obcecado en sus investigaciones cualesquiera que fuesen. El cadáver de Nelser podría haber pasado inadvertido en el invernadero semanas enteras de no ser porque Keil, al intentar devolver a su lugar la maceta con la rosa hedentina —la había tenido escondida todo ese tiempo en el armario de su cuarto, y su olor era insoportable—, se encontró con el no menos nauseabundo presente en avanzado estado de descomposición. Su piel aparecía cubierta de manchas blancuzcas parecidas a hongos que se hundían hacia dentro si se las tocaba. Algunas partes blandas del cuerpo habían sido consumidas por una especie de mucosa transparente.

El mecanismo hermético de la puerta había impedido que se filtrara el mal olor a la zona de víveres. Keil maldijo su suerte una vez más y recordó las últimas palabras del médico al referirse a la epilepsia. ¿Y si él había matado a Nelser y no podía recordarlo? ¿Y si sufría de crisis epilépticas durante las cuales mataba incontroladamente? Quizás estaba enfermo y no era consciente de ello. Eso explicaría por qué era siempre el primero que descubría los cadáveres: su inconsciente le impulsaba a volver a la escena del crimen.

Keil enterró el rostro en sus manos y trató de pensar. ¿Necesitaría un epiléptico algún motivo para matar? Él no tenía ninguno para haber asesinado a Glae o a Nelser, pero tal vez diese igual. Las acciones de un epiléptico no son racionales, los motivos no existen, sus actos sólo obedecen a descargas erráticas que cortocircuitan su mente.

Prefirió contar la verdad del robo de la rosa hedentina a los demás y el motivo que le impulsó a pasar al invernadero violando el código de seguridad. Trasladaron el cadáver a la sala de operaciones y Luria procedió a la autopsia. Paws se quedó a mirar, pero Keil no pudo soportarlo y esperó fuera.

Luria emitió su dictamen media hora más tarde, y a diferencia de anteriores ocasiones no había nadie que pudiera rebatírselo.

—Nelser sufrió un desvanecimiento —explicó a sus compañeros—. Debió tragar algo mientras estaba dentro —alzó una semilla con la ayuda de unas pinzas—. Encontré esto en su estómago.

Luria les convenció de que Nelser había muerto debido a una toxina liberada por la semilla. Por supuesto, no mencionó el gas que el doctor había respirado poco antes de morir, y que había sido la verdadera causa de su muerte. Alguien versado en medicina habría descubierto el engaño de inmediato, pero el único que poseyó en la base tales conocimientos fue Nelser, y éste obviamente no estaba en condiciones de llevarle la contraria.

Debería tener remordimientos por lo que había hecho, pero lo cierto es que Luria no los sentía. Nelser había acabado intencionadamente con su hijo. Todavía no sabía cómo se las pudo ingeniar, pero cuando se vieron el día que el topo llegó al mascón, Nelser se acercó a la cubeta y la tocó. Poco después, Dane caía en un estado comatoso del que hasta la fecha no se había recuperado; su actividad cortical disminuyó a un estado vegetativo y era incapaz de comunicarse con el exterior. Por segunda vez en su vida Luria perdía a su hijo, pero en esta ocasión había encontrado a un culpable. Y éste había pagado por ello.

Ya sola en la clínica se quedó estudiando el rostro deformado de Nelser. Las esporas del invernadero habían hecho estragos en el cadáver. Era la clase de muerte que el viejo se merecía, pensó. Subió la cremallera de la bolsa y empujó la camilla hasta la cámara frigorífica. Meditó si merecía el honor de ser enterrado como un ser humano, junto a la tumba de Reyan y Glae, o si por el contrario debería disolverlo en ácido tal como él hizo con su cordero de ocho patas. En su pasado como forense no tuvo escrúpulos en encubrir destripamientos de reclusos para comerciar con las vísceras, así que ése era el final que se había ganado. De paso, al destruir el cadáver se desharía de la única prueba que podría incriminarla en el futuro.

Luria se lavó por segunda vez las manos con jabón, en un gesto más simbólico que necesario. Había hecho un favor a la sociedad librándola de Nelser.

La llave que el médico heredó de Reyan tenía nuevo dueño. Se situó frente a la consola médica e insertó el trozo de metal, posando su dedo índice sobre el codificador de ADN. Un leve pinchazo extrajo una muestra de su sangre y la llave quedó personalizada con su código genético. A partir de ese momento, Luria podría entrar a todas las dependencias de acceso restringido que hasta ahora Nelser le había negado. El problema era averiguar qué puertas abría la llave. La única que le constaba era la de la caja fuerte, y en su interior no había nada de valor; ya lo comprobaron cuando Reyan murió. El resto de cerraduras de la base se basaban en mecanismos electrónicos que cualquiera podría violar con un poco de paciencia; incluso ella no había tenido dificultades en forzar la del invernadero para preparar la encerrona a Nelser.

Recorrió con la mirada la clínica del anciano. Ahora, su sanctasanctórum le pertenecía a ella. Cogió un fajo de papeles que halló en un escritorio y trató de leerlos, pero al cabo de un rato empezó a sentir dolor de cabeza. ¿Escribía el viejo en clave, o acaso aquélla era su caligrafía habitual?

Colocó una de las páginas bajo un escáner, confiada en que el programa de reconocimiento de escritura traduciría las notas por ella, pero el ordenador le solicitó un patrón con el que poder comenzar el análisis. Nelser no se había preocupado de educar a sus máquinas para enseñarles a leer su abominable letra, y sin un modelo fiable del que partir, el programa no podría interpretar la caligrafía. Naturalmente, existían en el mercado aplicaciones con bases de datos de millones de grafías para realizar la comparación sin aprendizaje previo, pero huelga decir que esos programas costaban bastante dinero, e Indronev no se había distinguido por su generosidad al dotarles de equipamiento.

Luria distribuyó los papeles sobre el escritorio sin darse por vencida y se puso cómoda. Ahora sabía lo que un criptólogo del siglo XIX debía sentir en su trabajo. Si ellos habían conseguido leer los jeroglíficos de las pirámides de Egipto sin ayuda de ordenadores, interpretar la letra de Nelser tenía que ser una tarea mucho más sencilla.

Cuando aquel miserable escribía en minúsculas era virtualmente imposible leerle, pero las mayúsculas le delataban. Y Nelser había garabateado infinidad de fórmulas químicas en las que no había podido evitar las letras de molde. Encontró el trabajo que le mencionó Keil sobre la quinta base nitrogenada, y aunque los comentarios escritos eran ilegibles, en las páginas halló abundantes esquemas que identificó como reacciones químicas de aminoácidos. Bien, ya tenía un punto de partida. Nelser era un pésimo dibujante, pero sus diagramas moleculares podían seguirse con un poco de paciencia.

Quinta base. Sin embargo, Nelser no se refería al ARN ni al uracilo en el trabajo, por lo menos no en sus esquemas, y sólo en ese contexto tendría sentido la alusión a una quinta base. ¿Qué es lo que había descubierto? Tenía que ser algo muy importante, o no habría tomado tantas precauciones para mantenerlo en secreto.

Tamborileó con los dedos en la consola mientras mordía distraídamente un lápiz. Los esquemas se repetían en otros apuntes, había algo en ellos que obsesionaba al doctor. Cadenas entrelazadas, estructuras helicoidales, enzimas de restricción. Contempló el dedo que se había pinchado para extraerse una gota de sangre. Codificación genética. ¿Estaba la quinta base relacionada con una nueva forma de albergar información a nivel molecular? Por qué no. Si pudiera echar un vistazo al cordero que Paws encontró en la zona norte… le bastaría con un pequeño trozo de uña para confirmar sus sospechas. Pero Nelser había sido muy astuto sumergiéndolo en ácido. Tenía plena consciencia de lo que había encontrado y no quería que nadie más lo descubriera.

Bueno, a lo mejor no estaba todo perdido. Nelser atesoraba en el invernadero una colección de plantas ciertamente peculiar. No es que los conocimientos de botánica de Luria fuesen profundos, pero había visto en los viveros ejemplares impresionantes. ¿Guardarían alguna relación con las investigaciones del anciano y de la quinta base?

Cortaría hojas de las variedades más raras y las examinaría a través del microscopio electrónico. Quizás así desvelase el secreto que Nelser se había afanado tanto en ocultar.

Abrumado por un sentimiento de culpabilidad totalmente imaginario, Keil se refugió en su habitación para reflexionar sobre lo sucedido. No podía acudir a sus compañeros, ni siquiera podía fiarse de sí mismo. Puede que lo más conveniente fuera dejarse encerrar en una celda para evitar que Paws y Luria siguiesen la misma suerte que Nelser.

En los momentos de crisis solía acudir a Warmis. Era su mejor amigo, siempre estaba dispuesto a escucharle y jamás cometía una indiscreción con nadie, ya fuese de carne y hueso o de silicio. Keil se había asegurado personalmente de ello mejorando los filtros de protección de datos. Cierto que resultaba frustrante conversar con una máquina, pero los programas de psiquiatría habían alcanzado una alta sofisticación y daban consejos bastante útiles; además no había que pagarles un solo cred por la consulta y podías contarles lo que quisieras sin avergonzarte. Warmis escuchaba pacientemente, era comprensivo y por lo general amable; lo más parecido a un ser humano, sin los inconvenientes de éstos.

Tras soportar durante una hora sus incoherencias —desgraciadamente, la máquina no podía hacer otra cosa—, Warmis aconsejó a su paciente que necesitaba la ayuda de un médico de verdad, y sugirió que tal vez sufriese el llamado síndrome lupus, una enfermedad asociada a trastornos esquizofrénicos de la personalidad que aflora el animal que cada humano lleva dentro. El hombre se transforma en un lobo para el hombre, revela sus instintos más brutales y es capaz de matar sin motivo. El paciente no recuerda nada de lo que realiza durante una crisis, comportándose en su vida diaria de un modo normal que no levanta sospechas.

Keil apagó su ordenador y se tendió en la cama. Por un momento se le ocurrió que Warmis le estaba tomando el pelo. El programa era capaz de hacerlo, estaba diseñado para recrear cualquier emoción humana, desde la alegría a la tristeza pasando por el aburrimiento, el sarcasmo o los comentarios capciosos. Síndrome lupus, ¿acaso existía esa enfermedad? Warmis podía habérsela inventado, su generador conversacional era muy bueno en ese aspecto. Sin embargo, no se le ocurría ninguna razón por la que el ordenador estuviese bromeando con él. Quizás había valorado su monólogo tan carente de sentido que había preferido seguirle la corriente de acuerdo con su programación. Veamos: algoritmo de comportamiento 132. Si el sujeto habla en exceso y sin lógica, generar aleatoriamente una enfermedad y un tratamiento ficticio que conducirá al efecto placebo. Tratar de disuadir al paciente de que no está enfermo es inútil y sólo conduce a una reiteración de su discurso.

Llamaron a la puerta. Antes de que Keil preguntase quién era, Paws había entrado en su cuarto.

—Tienes mala cara, gaznápiro —dijo, sentándose con el respaldo de la silla al revés. Frunció la nariz—. Esta cuadra huele peor que la mía. Deberías ventilarla de vez en cuando.

—¿Qué quieres, que abra las ventanas? —Keil entrelazó las manos detrás de la cabeza—. Para variar, los purificadores de aire no funcionan bien.

—Hago lo que puedo. Aunque supongo que eso ahora tiene una importancia secundaria —Paws quitó el envoltorio a uno de sus chicles, y observó de reojo la mirada que le dirigía Keil—. Todavía me guardas rencor por lo de Glae.

—No. Ya no.

—Te contaré algo. Hasta que palmó el viejo, pensaba que él tenía la culpa. Ya sabes, con todos sus antecedentes y ese comportamiento misterioso, creía que su intención era eliminarnos uno a uno para quedarse con los derechos del musgo que encontré en la cueva. Era lo más lógico.

—La realidad y la lógica no siempre van unidas —Keil dibujó un signo de interrogación en el aire—. Yo diría que suelen ir bastante separadas.

—Me temo que Luria ha matado a Nelser —lanzó Paws de improviso.

Keil realizó una mueca.

—Vaya —dijo, sin reflejar sorpresa—. ¿Por qué?

—Fundamentalmente porque yo no he sido, y tu eres tan poca cosa que serías incapaz de matar una mosca.

—No te fíes de las apariencias —Keil cerró los ojos.

—También noté una actitud rara en Luria mientras examinaba el cadáver. Como tú esperaste fuera de la clínica, no te diste cuenta.

—Figuraciones. Emplearías mejor el tiempo ocupándote de los purificadores del aire que elucubrando fantasías.

—Luria practicó la autopsia porque se suponía que es lo que nosotros esperábamos que hiciese, pero ella sabía de qué había muerto Nelser antes de abrirlo en canal.

—¿Te lo dijo ella?

—Lo leí en su rostro. Sé cuándo una persona me está mintiendo sólo con mirarla, Keil. Además, iba demasiado deprisa, estaba ansiosa por terminar. Nos contó el cuento de la semilla venenosa porque sabía que no podríamos discutir con ella.

—No se me ocurre ningún motivo por el que ella quisiera matar a Nelser.

—A mí sí. Esa cosa que tiene en el laboratorio, cómo se llama…

—El cibernoide.

—Sí, bueno, Luria habla de él como si fuese su hijo. Algo falló y el cibernoide dejó de funcionar. Luria culpó a Nelser de haber matado a su hijo. Nunca hasta entonces la había visto tan fuera de sí.

Keil se sentó en la cama y por primera vez empezó a pensar que Paws pudiera llevar razón.

—¿Y los demás? —le espetó—. ¿Qué sucedió con el resto? ¿Qué motivos podría tener Luria para asesinar a Glae, o a Reyan?

—A lo mejor se trató de accidentes perfectamente explicables. O…

—O qué.

—No lo sé, Keil. De veras que no lo sé. Tal vez jamás sepamos si Luria estuvo relacionada con esas muertes.

Keil lo contempló fijamente. Paws le estaba ocultando información, él también era capaz de leer en su cara.

—Ya que estás aquí, podrías contarme todo lo que sabes —dijo.

—Te lo he contado —Paws abrió el pequeño refrigerador de Keil, en busca de una cerveza—. Oye, aquí sólo hay zumo de naranja y agua. ¿Es que no tienes algo con alcohol para las visitas?

—No intentes cambiar de tema.

Paws bebió un trago de zumo directamente del frasco. Parte se derramó entre sus labios y le manchó la camiseta, pero a él parecía no importarle. Paws era un hombre poco pulcro.

—Sabe horrible —dijo.

—Será porque tiene tanta naranja como tú vergüenza. Vamos, habla de una vez. No habrás venido aquí en mitad de la noche sólo para beberte mi zumo.

—¿Por qué supones que tengo algo más que decirte? —Paws sacudió la cabeza, dudando si debía seguir hablando con Keil—. Mira, si hubieras visto lo que yo en el inductor de multirrealidad, te harías una idea de a qué nos enfrentamos.

—Otra vez la luz fría —Keil rechazó con la mano.

—Está intentando comunicarse con nosotros, ¿es que no lo comprendes? —Paws escupió al suelo—. Tú qué vas a comprender. La verdad, no sé por qué he venido aquí.

—Si quiere hablar simplemente, ¿por qué nos mata?

—Qué se yo, quizás no lo haga intencionadamente —Paws se hurgó la nariz, experimentando cierto deleite—, o puede que nos utilice para algún propósito, y si dejamos de ser útiles nos elimina.

—Sin ningún remordimiento.

—¿Los sientes tú cuando pisas una hormiga?

—No parece una forma inteligente de comportarse, si necesita realmente nuestra ayuda.

—Tú puedes necesitar la ayuda de un caballo para que tire del carro y no te paras a realizar consideraciones éticas sobre lo que el animal sufre. Además, si es inteligente o no es un detalle que todavía desconocemos. Podemos suponer que lo sea, pero aún no ha dado pruebas concluyentes.

—¿Has hablado de esto con Luria?

Paws negó con la cabeza.

—Lleva encerrada en la clínica todo el día —dijo, consultando su crono—, y son más de las doce de la noche. Espero que no repita los mismos errores del viejo.

—Hablaremos con ella mañana. No podemos consentir que…

El zumbido del intercom les interrumpió. Ambos se cruzaron una mirada de inquietud. Cada vez que sonaba aquel timbre era síntoma de malas noticias.

—Keil.

—Soy Luria. ¿Dónde está Paws? Le estoy llamando a su cuarto y no responde.

—Está aquí conmigo. ¿Qué sucede?

—Deberíais venir a la clínica. Sé que es tarde, pero debo mostraros algo importante. Y quiero que lo veáis cuanto antes.