CAPÍTULO 16

El cielo de Nuxlum se pobló de tonalidades violetas y naranjas. Columnas de gases se levantaban por doquier de entre las grietas abiertas en numerosos puntos de la superficie, creando efectos de color espectaculares que en otras circunstancias habrían sido muy celebrados por los colonos. Pero éstos tenían demasiadas preocupaciones para poder disfrutar del espectáculo celeste, que además no hacía presagiar muchas dichas para ellos.

Las muestras de gas recogidas por el vehículo auxiliar reflejaban la presencia de nitrógeno y dióxido de carbono en concentraciones elevadas. El subsuelo de Nuxlum debía contar con generosas bolsas de estos gases para que estuviesen subiendo en tales cantidades. Luria no estaba muy segura de los efectos que esta inyección en la baja atmósfera podría tener a medio plazo, pero probablemente se desencadenarían turbulencias y se alteraría el equilibrio entre las capas altas y bajas. La nube de ácido podría descender hasta la superficie en lugar de volatilizarse en la estratosfera. Aunque Luria no quería pensar lo que le sucedería al blindaje de la base, su mente evocaba la imagen de una sartén en la que chisporroteaban unos huevos.

Teóricamente los materiales estaban diseñados para soportar una lluvia de ácido, a tenor de la docena de certificados que habían aparecido en un cajón del escritorio de Reyan, visados por la Unión interestelar y estampados profusamente con toda clase de sellos oficiales, tan ostentosos como fáciles de falsificar. Si su seguridad dependía de aquellos papeles, estarían más resguardados trasladándose a una tienda de campaña.

Luria echó hacia atrás el respaldo de su asiento y tomó un sorbo de café, imaginando cuál sería la próxima —y desagradable— sorpresa que les depararía aquel planeta. Primero un mascón activo y ahora un núcleo que acababa de despertar de un sueño geológico de varios eones. ¿Qué sería lo siguiente? ¿Se escindiría el planeta en dos?

Consultó su reloj y echó un vistazo al monitor de seguimiento del topo. La máquina estaba royendo los últimos metros de tierra que le separaban de su objetivo. Los movimientos sísmicos habían afectado parcialmente al avance de la máquina, pero más o menos seguía su ritmo. Luria cruzó los dedos temiendo problemas de última hora. Su fértil imaginación podía intuir muchos. En fin, no le quedaba más remedio que esperar; si allí abajo había algo que merecía la pena, pronto saldría de dudas.

Keil entró al laboratorio. Luria había prometido llamar a sus compañeros en cuanto hubiese novedades, pero el joven no parecía mostrar demasiada confianza en ella.

—¿Cómo van esas reparaciones? —preguntó Luria.

—Ya casi hemos terminado —Keil echó un vistazo al monitor por encima de su hombro.

—Os dije que ya os avisaría —dijo Luria, incómoda.

—Lo sé.

—También deberías saber que me gusta trabajar sola.

—Bueno, la verdad es que quería disculparme por lo de ayer. No debí hablarte así —Keil se volvió hacia el seudocerebro, que reposaba en el banco de trabajo—. ¿Puede oírnos?

—No, y tampoco vernos. El módulo transductor está desconectado.

—Bien, no me gustaría decir algo que pudiera herir sus sentimientos. Porque supongo que los tiene, aunque ahora esté desenchufado del módulo.

—Desde luego, Keil. Es un ser vivo, no una máquina.

—Reconozco que carezco de experiencia en cibernoides. En mi taller de Nueva Brasilia sólo arreglaba…

—Vuelve a llamar cibernoide a mi hijo y te arrancaré la lengua.

—Lo siento, soy un estúpido. Perdóname.

Luria sacudió la cabeza.

—Si tienes algo que decirme, que sea rápido. No tengo todo el día.

Keil tomó asiento y jugueteó nerviosamente con un lapicero, haciéndolo girar sobre su punto central. El lápiz cayó al suelo.

—No he parado de pensar en las tumbas que encontramos fuera de la base —comenzó—. Tiene que existir alguna relación entre esas muertes y las de Glae y Reyan.

—¿La querías mucho?

—Estaba empezando a amarla. Fue tan repentino que… cuando supe que Glae me deseaba, al día siguiente estaba muerta. Tú podrías ser la siguiente de la lista, Luria. O yo.

—De momento no ha nada que podamos hacer.

—Sí lo hay. Traigamos los cadáveres de los obreros hasta aquí para descubrir de qué murieron. Eso podría ayudarnos.

Luria se cruzó de brazos y le dirigió una mirada condescendiente.

—Esa gente lleva tres años muerta, Keil; y además, por si no te has percatado, ahí fuera la temperatura media es de cien grados centígrados. Dudo que lo que contengan esos féretros ahora pueda servirnos de ayuda.

—Si no lo intentamos, jamás lo sabremos.

—Es inútil —Luria desvió la mirada hacia el monitor de seguimiento—. Echar las culpas a algo o a alguien no devolverá la vida a Glae.

El topo roía enconadamente los últimos metros de roca que le separaban de su objetivo. Si el mascón vibraba en ese preciso instante, sepultaría aquel montón de chatarra entre toneladas de piedra.

—Los disipadores de calor de la unidad de perforación comenzaron a fallar hace media hora —dijo Luria—. Es un milagro que el topo no se haya convertido en un charco de metal.

Keil recogió el lápiz del suelo y observó la punta rota.

—Ambos pensábamos que éste no era el peor de los mundos posibles —recordó—. Estábamos equivocados.

—No te obsesiones más con eso, por favor.

—¿Obsesionarme? —Keil señaló el seudocerebro—. ¿Te atreves a aconsejarme que no me obsesione por su muerte? ¿Qué hay de la de tu hijo?

Luria suspiró y guardó silencio. Keil aprovechaba la menor oportunidad para lanzar sus dardos.

—Añoro la Tierra, añoro mi taller de reparaciones. Por increíble que parezca, incluso echo de menos a mi socio Braj, o las cartas del banco mordiéndome pequeñas cantidades de dinero. Desde que embarqué en la Newton, mi vida ha ido de mal en peor.

—No solo tu vida.

—Pero especialmente la mía —Keil la miró fijamente—. Luria, ¿creaste una descompensación de la simetría Lisarz durante el viaje?

Ella entornó los ojos.

—¿Qué insinúas?

—Si la cronosimetría se rompe, una nave espacial que alcance la velocidad Lisarz puede ser destruida, enviada al otro lado de la galaxia o cambiada de curso temporal.

—Muy bien, Keil. Y qué.

—La Newton podría haber efectuado un salto descompensado cuando alcanzó la velocidad de la luz. Un fallo en el conversor de gluones habría sido suficiente.

—¿Te has vuelto loco? Yo ni siquiera estaba despierta cuando la nave entró en la corriente.

—Podrías haber obligado a la computadora para que crease una fluctuación en el momento crítico. No te habría sido difícil, Reyan fue tu pareja durante tu turno de dos meses y apuesto a que se pasó la mitad del tiempo borracho.

—Eso es bastante difícil de creer.

—¿Que Reyan bebiese?

—Que yo programase deliberadamente un fallo en la computadora de navegación. Si tú, que se supone eres un experto, has sido incapaz de reparar los daños de la computadora, ¿acaso alguien como yo, sin conocimientos especializados en ordenadores, lograría algo semejante?

—Destruir es mucho más fácil que construir. Tal vez introdujiste un virus en el sistema, una bomba digital que se activó poco antes del tiempo crítico de salto. Por menos de mil unicreds, cualquiera en Nueva Brasilia podría haberte diseñado uno que hiciera algo semejante y luego borrase cualquier rastro de su paso por la computadora. Tú conocías los efectos de un salto descompensado antes de embarcar, yo mismo te lo expliqué. De hecho, te regalé un libro que trataba de eso.

—Lo dejé en la Tierra, Keil. Apenas leí el primer capítulo.

—Pensaste que si creabas una pequeña descompensación de la simetría, el tiempo retrocedería en el interior de la corriente y las cenizas de la urna que transportabas contigo se transformarían en Dane cuando volviésemos al espacio ordinario.

—¿De verdad hablas en serio? Creí que Paws tenía la exclusiva en ideas absurdas.

—Desde luego, no se produjo el efecto que tú querías; de lo contrario, jamás te habrías tomado la molestia de construir esta patética imitación del cerebro de tu hijo. Sin embargo…

—Es una broma, ¿verdad? Se trata de un juego, y tú quieres ver mi reacción. Pues como broma no tiene ninguna gracia, Keil.

—…algo falló. Se produjo la fluctuación, pero de un modo diferente al que pretendías. Lanzaste la Newton a través de una línea temporal distinta a la que habríamos seguido de no haberse introducido el virus en el sistema. Nuxlum es el peor de los mundos posibles y no por casualidad: tú nos has conducido a él.

—Así que seleccioné el curso más nefasto entre todos los futuros posibles, utilizando un simple virus de mil creds —Luria sonrió sin ganas—. Qué tontería.

—Mi argumento es perfectamente lógico.

—Hablas del futuro como si ya existiese, Keil, y no es así. El futuro no está escrito en ninguna parte; nosotros lo construimos con las acciones de cada día, y entonces se transforma en pasado. Tan pronto como llega, ya es historia.

—Me parece que no me quieres entender. Yo no afirmo que exista un futuro inalterable; lo que digo es que hay un número finito de futuros y que tu acción en la Newton seleccionó el peor de todos.

—Bueno, es lo mismo. En vez de uno, afirmas que existen billones y que todos son igualmente reales.

—Sí.

—Quizás también creas que Nuxlum era un planeta paradisíaco en el futuro al que nos dirigíamos antes de mi supuesta intervención en el ordenador de la nave; un planeta con océanos, bosques y pájaros cantando en el alféizar de la ventana. Igual que en los anuncios de la Unión interestelar.

Keil agachó la cabeza. Luria estaba consiguiendo ridiculizarle.

—No soy tan ingenuo para creer eso —dijo, aunque en sus palabras se adivinaba la duda.

—Visto desde el espacio, Nuxlum parece la Tierra. Incluso posee una sola luna —insistió ella.

—Sabía que la publicidad de la Unión era una farsa para atraer colonos mucho antes de venir aquí.

—Entonces de qué te quejas —Luria le arrebató un segundo lápiz que él había cogido de la mesa.

Keil se levantó y se alisó las arrugas de los pantalones, como si con ese gesto recobrase la dignidad perdida. Luria dedujo esperanzada que ya se iba, pero el joven siguió allí plantado.

—Fuiste tú —había algo en la mirada de Keil que inquietaba a Luria—. Tú causaste la fluctuación.

—De acuerdo, fui yo, pero déjame en paz de una vez.

—Deberías estar avergonzada de lo que hiciste.

La mujer se aproximó al intercom.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó él.

—Llamar a Nelser. Lo de Glae ha sido un golpe demasiado duro para ti.

Pero Luria no pulsó el botón del comunicador. Sabía lo que Nelser contestaría; probablemente le reprocharía que era la menos indicada para cuestionar la salud psíquica de otro compañero, e incluso puede que se pusiera de parte de Keil solo para fastidiarla. Mejor dejar tranquilo al médico.

—Qué poco me conoces si piensas eso de mí —declaró ella—. Jamás se me ocurriría arriesgar la vida de mis compañeros provocando una fluctuación en el momento crítico del salto.

—¿Ni siquiera para devolver la vida a tu hijo?

—Las probabilidades de que eso sucediera son ridículas comparadas con el riesgo de que la Newton fuese destruida al realizar un salto descompensado. Como tú me explicaste en casa poco antes de partir, las cenizas de la urna sólo contienen una pequeña parte de los átomos del difunto. La mayor parte de la masa se evapora durante la incineración.

—Reconozco que te lo dije, pero hay otras opiniones. Teorías muy diversas.

—¿Expuestas en alguna otra de tus novelas?

—Recordarás que nadie sabe realmente qué les sucede a los viajeros que sobreviven a un salto descompensado. Imagina que la Newton hubiese retrocedido un par de años en la línea espaciotemporal como consecuencia de la fluctuación. Quizás la integración molecular no precise de una correspondencia exacta de masas, y en tal caso…

—¡Basta ya! —zanjó Luria—. No quiero oír más estupideces. Si vas a quedarte, será a condición de que mantengas la boca cerrada.

Un pitido de aviso brotó del monitor de seguimiento. Luria y Keil se volvieron en un movimiento involuntariamente coordinado.

—Ha llegado el momento —dijo la mujer, leyendo los datos con semblante confuso—. Vaya, ahora lo entiendo.

—¿El qué?

—El recalentamiento del topo. Los disipadores se averiaron hace media hora, como te mencioné. Ahora sé por qué ha continuado trabajando. La temperatura ahí abajo es inferior a cero grados.

—Pero eso no es posible. Se supone que la temperatura debería aumentar con la profundidad, y el topo se encuentra ahora —Keil consultó el indicador— a diez mil ochocientos metros bajo tierra.

—La temperatura se incrementa con la presión a razón de medio grado por kilómetro —confirmó ella—. Si en la superficie rondamos los cien grados centígrados, ahí abajo debería reinar una temperatura de ciento cinco como poco —señaló la imagen que el topo les estaba transmitiendo—. La roca está como congelada ahí abajo. Mira, parecen fragmentos de hielo.

La cabeza taladradora rompió la última capa de piedra que se interponía en su camino. La roca se disgregó en pequeños cristales, levantando una nube de polvo blanco.

Keil y Luria asistieron estupefactos al fenómeno sin dar crédito a las imágenes. La pantalla se inundó de una poderosa luz blanca que saturó la visión. Luria se apresuró a disminuir el tamaño del diafragma de la cámara y aplicó filtros para oscurecer la imagen. Aún así, la intensidad de la luz seguía siendo avasalladora, como si acabasen de desenterrar un pequeño sol escondido en las entrañas del planeta.

Paws había entrado a la sala y contemplaba la escena tras ellos. Sus compañeros, ensimismados por el descubrimiento, no se percataron de su presencia hasta que el mecánico habló. Y cuando lo hizo, el corazón de Luria sufrió un vuelco.

—Es la luz fría. Estoy seguro.

Keil le miró despectivamente.

—¿De qué demonios estás hablando?

—La he visto antes.

La cabeza perforadora no conseguía hacer mella en el mascón. Resbalaba en la superficie como un patinador en una pista de hielo. El sistema láser de refuerzo no consiguió mejores resultados. Luria focalizó la potencia de cuatro haces en un solo punto de luz coherente. La energía concentrada de los láseres habría bastado para derretir cualquier material conocido, pero no fue suficiente para arañar la superficie del mascón.

—Habrá sido en sueños —Keil rechazó con la mano.

—Fue en el inductor de multirrealidad. Yo había llegado hasta el nivel noveno; era la primera vez que lo conseguía, y entonces la vi.

—Explícate —se interesó Luria.

—No le hagas caso. Las máquinas de multirrealidad son para descerebrados.

—Cállate, Keil —le advirtió Luria—. Por favor, Paws, continúa.

—Fue muy extraño. Brillaba en el fondo de un túnel; yo iba hacia ella, o ella hacia mí, no lo sé. Luego el túnel desapareció y todo a mi alrededor estaba frío, y esa cosa se había convertido en una bola de fuego que venía a estrellarse contra mí.

—Interesante —murmuró Luria—. Cuéntanos qué más sucedió.

—La bola me atravesó, y al instante había desaparecido. De pronto vi cómo hervían los océanos de un planeta entero y los continentes se consumían en llamas.

—¿Ese planeta era la Tierra?

—No lo parecía, pero estaba habitado. La gente moría a millares y caía al interior de una grieta.

—¿Eran seres humanos?

—Todo ocurrió demasiado rápido. Puede que lo fuesen, puede que no. Vomité cuando tenía la cabeza dentro de la campana y por poco me ahogo. Afortunadamente Glae estaba allí cerca para evitarlo.

—Una lástima —masculló Keil—. Los malos bichos como tú poseéis una habilidad especial para sobrevivir.

—Déjalo en paz, por favor —dijo Luria.

—¿Cómo puedes dar crédito a las palabras de este chalado? Estaba en mitad de un viaje, posiblemente había ingerido drogas y todo cuanto vio fue fruto de la alucinación.

—Quizás Keil tenga razón —sonrió Paws, volviéndose hacia el monitor. Desde las profundidades del planeta, la luz helada del mascón les estudiaba con interés—. De hecho, desearía que la tuviese —añadió, sombrío.

La mujer trató de incrementar la potencia del láser, pero los dientes del topo habían encontrado un hueso muy duro de roer. Sus armas eran artefactos demasiado primitivos para abrirse paso a través de aquello. Sus posibilidades de conseguir una muestra del mascón eran comparables a excavar un túnel en roca viva con la única presión de la luz de una linterna.

Roca viva. Luria se acarició el mentón meditando sobre la idea, y maniobró el topo para que iniciase el camino de regreso.

—No voy a arriesgarme a perderlo —explicó antes de que alguien protestase—. Las baterías están prácticamente agotadas.

—¿Has conseguido saber de qué está compuesto? —inquirió Paws.

—Negativo. Esa cosa es lo más impenetrable que he visto nunca. Las vibraciones no han logrado traspasar la superficie. No tengo ni idea de qué puede estar hecho.

—Prueba con emisiones de neutrinos.

Luria negó con la cabeza.

—Ya lo he intentado, y no surten efecto.

Nelser hizo acto de presencia. Nadie le había avisado, pero el médico no era estúpido y se había dado cuenta de que algo sucedía en el laboratorio de Luria. El anciano llevaba la bata manchada de productos químicos y su aspecto en general era lamentable. Keil descubrió restos de abono en sus zapatos.

—Uno de mis experimentos acaba de ser arruinado por una perturbación electromagnética. ¿Qué está sucediendo?

—Adivínelo usted mismo, jefe —señaló Paws, abriéndole paso.

Nelser dedicó un examen muy somero al monitor, sin demostrar realmente interés por lo que veía.

—Así que ya ha encontrado su juguete, doctora —dijo—. Bien, le agradecería que la unidad de excavación volviera a rellenar el túnel de tierra. La radiación que escapa del lugar está interfiriendo en mi trabajo.

—¿Qué clase de trabajo? —Luria le miró, suspicaz.

—Limítese a cumplir la orden, doctora.

—No voy a acatar más órdenes suyas —la mujer se puso en pie y se encaró con el anciano—. Usted sabía perfectamente lo que nos íbamos a encontrar ahí abajo.

Todos esperaban que Nelser montase en cólera y la castigase con una ráfaga de sanciones disciplinarias, pero por la comisura de los arrugados labios del anciano se adivinaba una cierta diversión.

—Reconozco que cada día usted me sorprende más —Nelser, las manos enlazadas a la espalda, se paseaba tranquilamente por la sala. Reparó en el cibernoide y examinó el proyector holográfico y el módulo transductor, pero se abstuvo de tocarlos—. Debo admitir que se supera día a día en su capacidad inventiva.

—Viniendo de usted, me lo tomaré por un halago.

—Pues no debería hacerlo —el rostro de Nelser se endureció—. Francamente usted me preocupa, Luria; mucho más de lo que se imagina.

—El mascón no es de origen natural —declaró ella—. Se trata de un artefacto alienígena que alguien enterró hace millones de años con propósitos desconocidos. Usted sabía todo esto desde el principio.

—Vaya —cabeceó el anciano—. Supongo que tendrá alguna prueba de sus afirmaciones.

—Todavía no. Pero pronto voy a tenerlas.

—¿Me está amenazando? —Nelser se había detenido junto al cibernoide y esta vez sus dedos se deslizaron sobre el exterior de la cubeta, como si limpiase inexistentes motas de polvo.

—Tómeselo como quiera —Luria se cruzó de brazos, adoptando una postura desafiante.

—Está bien —Nelser suspiró; se le notaba muy cansado y era evidente que ya no estaba disfrutando de aquella situación—. Me temo que no me deja otra alternativa que relevarla de su puesto.

—No me asusta.

—Me alegro que se lo tome con calma —Nelser se encaminó a la puerta.

—Usted no puede relevarme. ¿Quién se encargará de mi trabajo?

—Yo asumiré provisionalmente sus funciones hasta que alguien venga a ocupar la vacante.

—De qué está hablando. Aquí no va a venir nadie, estamos solos en este planeta y usted no tiene ganas ni tiempo para dedicarlo a la geología —pero Nelser no se quedó a oír sus argumentos y abandonó el laboratorio—. ¡¡Escúcheme!! —Luria salió al pasillo—. ¿Quién le va a hacer caso? ¡Nos han abandonado, estamos atrapados aquí! ¡Usted también lo está!

—Tranquilízate —Keil la cogió del brazo—. No hará nada, no puede hacer nada, sólo amenazar.

—Suéltame —Luria se zafó de él, pero no intentó seguir a Nelser. Paws y Keil estaban mirándola—. ¿Qué os pasa?

Sus compañeros se encogieron de hombros.

—Sé lo que Nelser os ha contado de mí, pero no es cierto —dijo Luria, dirigiéndose a Paws—. Mi hijo también lo vio.

—¿El qué? —preguntó el mecánico—. ¿Qué es lo que vio?

—La luz fría le habló a Dane —Luria observó por el rabillo del ojo que Keil sonreía—. ¿He dicho algo gracioso?

—No —Keil carraspeó—. Bueno, tengo cosas que hacer. Hablaré con Nelser después de la cena, a ver si puedo interceder por ti.

El joven se marchó apresuradamente. Mientras se alejaba por el pasillo, Keil notaba en su nuca la quemazón de los ojos de Luria, clavados en su cuello como un tridente.

—Tienes que creerme —la mujer se volvió hacia Paws.

—Te creo. Te creo, de verdad.

La mujer le hizo pasar al laboratorio y se situó frente al módulo transductor.

—Hablaremos con mi hijo y te demostraré que no son imaginaciones mías. De paso lo conocerás.

—No tienes que demostrarme nada. Te he dicho que te creo —Paws contemplaba receloso la masa orgánica del cibernoide—. Déjalo, ¿quieres?

Las luces del transductor se encendieron, pero el holograma de Dane no apareció. Luria pulsó repetidamente el interruptor, sin resultado. Algo iba mal.

—Por favor, basta —insistía Paws—. Ya me lo presentarás otro día. Ahora debo irme.

—No funciona —Luria manipulaba los controles desesperadamente. Corrió hacia el ordenador para abrir un canal de comunicación con su hijo, pero fue inútil. Alarmada, contempló el gráfico que medía los impulsos eléctricos del córtex: la actividad de la masa neuronal se estaba debilitando.

—¡Maldito hijo de puta! —gritó.

Sare Nelser se dejaba ver poco por la base. Cenaba solo y prácticamente no hacía vida en común con el resto de sus compañeros, de modo que Keil se vio obligado a acecharlo en la galería que comunicaba con su dormitorio para poder hablar con él. El médico solía ser puntual en lo que se refería a la hora de recogerse. En otros tiempos Nelser habría aguantado perfectamente hasta las tres o las cuatro de la madrugada, pero a sus setenta años, las once y media de la noche era su tope máximo por encima del cual sus párpados se negaban a seguir abiertos.

Aquella noche no fue una excepción. Unos minutos después de las once, el anciano se deslizaba bostezando por el pasillo, rendido tras una jornada agotadora. Sus huesos crujían como hierros oxidados y el dolor de sus cervicales le había obligado a tomar analgésicos, que incrementaron la sensación de cansancio. Quería acostarse enseguida y disfrutar de un descanso reparador para poder continuar su trabajo al amanecer. Con la única imagen en mente de un vaso de leche y la mullida almohada de su cama, la presencia de Keil merodeando cerca de su dormitorio era lo último que deseaba encontrarse.

—Por favor, necesito hablar con usted —dijo el joven. Su tono era exquisitamente respetuoso, muy alejado de los tintes de censura que había empleado en anteriores encuentros.

—¿Sabe qué hora es?

—Intenté localizarle antes, pero estaba ocupado en su laboratorio y preferí esperar a que saliera antes que interrumpir su trabajo.

Nelser frunció los labios en lo que semejaba una sonrisa.

—Pase.

Su habitación era sencilla, de corte espartano. Una cama, una pequeña cómoda, un armario y una modesta cocina era todo cuanto tenía. Sacó una botella de leche y se puso a calentar un cazo.

—Por mí no se moleste, gracias —dijo Keil.

—Descuide, no es para usted —el médico se sentó en la cama y tomó un par de galletas de un paquete—. Supongo que habrá venido a hablar de Luria.

Keil inclinó levemente la cabeza.

—En condiciones normales ella no habría reaccionado de ese modo —dijo el joven—. Pero algo le está pasando, lo sé. Puede que la epilepsia parcial de la que usted me habló haya aflorado.

Nelser probó un sorbo de leche y observó a Keil. Sabía que al final el muchacho acabaría colaborando.

—¿Le he contado que se arrancó el sensor de telemetría EEG que yo le prescribí? —el anciano mojó una galleta.

—No.

—Sus reacciones son imprevisibles, y lo peor es que ella no es consciente de su enfermedad. Tampoco de algunos de sus actos.

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, los epilépticos no recuerdan lo que sucede durante una de sus crisis. Desde luego existen muchas variantes de la enfermedad, pero tengo motivos para pensar que Luria podría padecer una de tipo psicomotor con accesos violentos. Yo no me sentiría seguro teniéndola cerca durante uno de esos episodios.

—Está insinuando que pudo matar a Glae.

—Eso lo dice usted, no yo —Nelser mojó plácidamente otra galleta en la leche.

—Me niego a aceptarlo.

—Yo también. Oh, vamos, muchacho, estoy seguro de que ella no tuvo la culpa. Lo de Glae fue un caso de mala suerte. Mire —el anciano le rogó que se sentase—, intente aceptar la muerte como un proceso fisiológico. Nuestros cuerpos no fueron diseñados para durar. Unas veces por accidente, otras por funcionamiento defectuoso, nuestros órganos dejan de funcionar y entonces la vida se acaba. Distánciese del recuerdo de su compañera; a fin de cuentas ella ha vivido apenas un poco menos que usted.

¿Un poco menos? pensó Keil. Miró con desconfianza a Nelser, pero éste se apresuró a matizar sus palabras.

—En términos cósmicos la vida de un ser humano es como un soplo en un huracán. Piense en un universo con quince mil millones de años de existencia. Desde esa perspectiva, ¿qué importancia tienen unos cuantos años más o menos? Apenas representan un abrir y cerrar de ojos en la historia del universo.

—Tal vez a su edad unos pocos años carezcan de importancia. Su vida ya tiene poco que ofrecerle, pero Glae estaba en lo mejor de la suya.

—No se equivoque conmigo —Nelser dejó el vaso de leche y se concentró en Keil—. Le contaré un secreto: en los días que llevo aquí, he visto cosas por las que cualquier científico habría dado sus brazos y piernas, cosas que ningún hombre ha visto jamás. No protesto de estar harto de vivir. Protesto de no tener su edad y así disponer de más tiempo para trabajar.

Keil estuvo tentado de preguntarle cuál era ese trabajo que tanto interés tenía para él, pero sabía por experiencia que realizando preguntas directas no conseguiría nada que no quisiese contarle; sin embargo, dejándole hablar quizás se le escapase algo.

—Creía que usted había venido aquí a retirarse —dijo.

—Ésa era mi intención inicial, pero ahora me he dado cuenta de que hay mucho por hacer y muy poco tiempo —Nelser alzó una mirada ensoñadora—. Si nuestras máquinas biológicas estuvieran hechas para durar, Keil, y no me refiero a ochenta o noventa años, sino a miles, a cientos de miles, a millones de años, sería maravilloso. Piense en seres vivos antiguos como el sistema planetario que les vio nacer, individuos con la edad de las estrellas. La experiencia que uno de estos seres habría acumulado durante su vida no tendría parangón, sus conocimientos serían ilimitados.

—La inmortalidad es una quimera —observó Keil—. Muchos colegas suyos persiguieron lo mismo y fracasaron. Supongo que no olvidará los experimentos con oncogenes del siglo pasado y la epidemia del 2098. Creían que el cáncer escondía la clave para vencer el envejecimiento celular, y muchos inocentes murieron por ello.

—Estaban equivocados, lo sé —Nelser sonrió—. ¿Acaso piensa usted que estoy utilizando oncogenes? Hace casi un siglo que se abandonó esa línea de investigación.

Keil se acordó de las horribles plantas que crecían fuera de control en el invernadero, pero si se lo mencionaba tendría que confesar que había entrado a hurtadillas para coger una maceta, y a Nelser no le iba a gustar.

—Yo me refería a algo más radical —dijo el anciano, y dejó flotar en el aire sus palabras—. Hablo de programar nuestras máquinas orgánicas desde el principio, de una forma racional. Si queremos alcanzar la eternidad, tenemos que superar las limitaciones del azar que la evolución ha insertado en nuestros genes —Nelser consultó su reloj—. Joven, mi hora límite de irme a la cama pasó hace rato.

—A riesgo de ser indiscreto, me gustaría hacerle una pregunta antes de marcharme, si me lo permite.

El galeno abrió las sábanas y comenzó a desnudarse.

—Hágala —gruñó—. Pero no le prometo que vaya a contestarla.

—¿Sabía usted lo que el topo iba a encontrar allí abajo?

—No soy adivino —Nelser se metió en la cama—. Apágueme la luz y cierre la puerta después de salir. ¡Ah! No mencione esta conversación a Luria. Se pondría a pensar tonterías, y ya sabe lo que una mente perturbada puede llegar a hacer en estos casos.

Keil cerró la puerta y lo dejó a oscuras. El viejo había acabado delatándose.

No les quedaba otro remedio que esterilizar la base.