CAPÍTULO 15

Keil madrugó aquella mañana. Primeramente se cercioró de que Nelser dormía en su cuarto, para acto seguido realizar una incursión en el feudo del médico. Su objetivo era el invernadero. Quería sorprender a Glae en el desayuno y había pensado un gesto romántico para la ocasión.

Por razones desconocidas, Nelser se empeñaba en tener bajo llave todas las dependencias de sus laboratorios; incluso el invernadero contaba con una cerradura cuyo código variaba el anciano periódicamente. Precauciones inútiles, pues Keil se jactaba en su fuero interno de que aún no se había inventado una cerradura que él no pudiese abrir. Le traía sin cuidado que Nelser le descubriese. El invernadero no era una dependencia privada, teóricamente cualquiera podía acceder a él y no había razones objetivas para que Nelser les negase el paso. Keil podía entrar y salir cuando le viniese en gana, y el viejo no podría acusarle de nada ilegal si le sorprendía. El hecho de que no hubiese fisgado todavía en aquel lugar no era porque le intimidase la puerta cerrada, sino porque no contenía nada de interés que mereciese el esfuerzo.

El aire estaba cargado de humedad en el interior. Keil prefirió no encender las luces y enfocó con su linterna a través de los estantes, en busca de flores. Las plantas ocupaban una superficie de unos quinientos metros cuadrados, colocadas en parcelas de tierra más o menos rectangulares. La bóveda estaba revestida por frondosas enredaderas que daban al invernadero una apariencia selvática. En general, todo estaba bastante descuidado. Algunos pasillos aparecían bloqueados por tallos de plantas que habían desbordado los tiestos y crecían incontroladamente. Nelser no se tomaba mucho interés en su mantenimiento, y las plantas aprovechaban su ausencia para disputarse el terreno ferozmente. Keil barrió con el haz de su linterna un agrupamiento vegetal especialmente denso, y descubrió una formación nudosa que había crecido desde una bandeja inferior, perforando las dos repisas metálicas que tenía sobre ella. En la base de esa planta horripilante se había desarrollado un conglomerado de raíces que había invadido el territorio de plantas vecinas y estrangulado algunas de ellas, que estaban secas. Tras observar la forma bulbosa unos instantes, prefirió rodearla y buscar por otro lado.

No encontró flores suficientes para un ramillete, y tuvo que conformarse con una maceta con algo clavado en el centro que evocaba lejanamente a una rosa. A falta de un regalo mejor, cogió la maceta y salió apresuradamente del invernadero. Ya a la luz del laboratorio volvió a examinar la flor y dudó en regalársela a Glae. La rosa no era demasiado agradable para la vista, y al acercar la nariz descubrió que tampoco para el olfato. Pero en Nuxlum no había floristerías para ir de compras.

En fin, lo importante era el detalle. Ya buscaría algo mejor la próxima vez.

Antes de salir del laboratorio se le ocurrió preparar un desayuno en la cocina para agasajarla. Si a Glae no le gustaba la maceta, por lo menos le impresionaría que le llevase el desayuno a la cama. Llenó una jarra de sucedáneo de naranja y un termo con café caliente, tostó hogazas de pan moreno y frió algunos filetes de microproteínas. Lo dispuso todo en la mejor bandeja que encontró y se marchó hacia el dormitorio de su amada.

Durante el camino reflexionó sobre qué le habría hecho cambiar a Glae de actitud. Hasta hace unos días se había comportado de una forma distante y áspera; prácticamente se podía decir que le toleraba porque no tenía otro remedio, pero esa indiferencia se había transformado repentinamente en una fuerte atracción que ella no se molestaba en disimular. No es que Keil tuviese complejo de inferioridad, pero sabía perfectamente que él no era una persona que levantase pasiones en el sexo opuesto. Su éxito con Glae había sido inesperado y sorprendente, y se preguntó cuánto le duraría. Era una mujer con muchos puntos oscuros en su pasado. ¿Jugaría con él durante unos días para luego volver a distanciarse? Los maníacodepresivos se comportaban de ese modo. A una fase de hiperactividad seguía otra de apatía en la que se aislaban de los demás y se encerraban en su propio mundo. Recordó la primera vez que la vio en la sala de reuniones de Lagrange 4, encogida sobre sí misma en la última silla de la habitación, el equipaje sobre las rodillas temiendo que alguien fuese a quitárselo. Ahora parecía tan distinta que se diría que era otra persona. O que su cuerpo albergaba dos personalidades opuestas que se alternaban en el tiempo.

Llegó a la puerta del dormitorio. Keil llamó delicadamente con los nudillos. Bueno, y qué si tenía un comportamiento cíclico. ¿Quién no tenía rarezas? Aquella mañana sólo quería compartir el desayuno con ella, sin preocuparse de nada más.

Llamó nuevamente, pero Glae no contestó. Keil giró el picaporte evitando hacer ruido. La despertaría con el aroma del café —lo único que olía decentemente de toda aquella comida falsa— y aguardaría a que abriese sus ojos soñolientos. Besaría su frente, sus mejillas, sus labios, olvidarían el desayuno y harían el amor apasionadamente.

Entró de puntillas sin encender la luz, pero en la oscuridad tropezó con algo que Glae había dejado en el suelo. Consiguió mantener el equilibrio y pudo colocar la bandeja encima de la mesita de noche. Glae tenía el sueño muy profundo, pues continuaba durmiendo a pesar del jaleo que estaba armando.

Al sentarse sobre el colchón advirtió que la tela estaba rota.

Un pensamiento sombrío cruzó por su cabeza y se apresuró a encender la luz. Las sábanas estaban hechas jirones y la funda de la almohada había sido rota en dos trozos y arrojada al pie de la cama. El cuerpo de Glae, tendido boca abajo en una extraña posición, presentaba una lividez que desgraciadamente Keil ya había visto en otra ocasión. Cogió su mano y el helor del cadáver se traspasó a su cuerpo.

En el cajón de la mesita había un frasco de pastillas azules semivacío. Keil le dio la vuelta al cadáver y contuvo la respiración. El rostro de Glae se había congelado en un gesto horrendo, la lengua tumefacta le colgaba de la comisura de los labios y en sus fosas nasales se habían formado coágulos de sangre. Keil contuvo una arcada y se maldijo por la trágica suerte de ser el primero en descubrir cadáveres.

Si aquel no era el peor de los mundos posibles, desde luego se le acercaba mucho, pensó.

El dictamen de la autopsia fue concluyente, como todo lo que hacía Nelser: muerte debida a accidente vascular cerebral. Las cápsulas azules contenían un potente psicotrópico que en personas no habituadas podían llegar a romper las frágiles arterias que irrigaban el cerebro. La dosis que Glae había ingerido era demasiado alta en alguien de sus características —no lo hubiera sido en el caso de Paws—, aunque no mortal de necesidad. Glae podría haber quedado convertida en un vegetal si hubiese sobrevivido, y ante esa alternativa, el destino que había corrido no era tan horrible. Sin embargo, aquello no sirvió de consuelo a Keil. Prefería a Glae viva aunque fuese en silla de ruedas y tuviese que cuidar de ella.

Y no podía culpar a Paws de su muerte porque ella misma confesó que le había sustraído las pastillas en un descuido.

El que las sábanas de su cama estuvieran rotas se debió a que Glae había tenido una muerte agónica; probablemente perdió la razón antes de fallecer y destrozó lo que tenía más a mano. Esa era, al menos, la explicación que ofrecía Nelser del suceso, pero podían haber otras.

Resultaba significativo que dos personas hubiesen fallecido en la base en un corto lapso de tiempo, y que en ambos casos la muerte se debiese al consumo de sustancias por los propios interfectos. Demasiado claro. Y luego estaba ese cementerio junto al complejo. ¿De qué habían muerto los cuatro empleados de Indronev? ¿También de consumir drogas o alcohol? Quizás sólo se trataba de coincidencias que tenían una explicación sencilla, o puede que fuera exactamente eso lo que alguien trataba de que hacerles creer. Si se les estaba vigilando desde la luna de Nuxlum, a trescientos mil kilómetros sobre sus cabezas, es que debían existir otras respuestas menos evidentes.

Nelser, consciente de que sus investigaciones en la clínica despertaban fuertes recelos, les aseguró que había matado al animal poco después de su descubrimiento para realizar un estudio histológico. Una vez completado, descuartizó al animal y disolvió sus restos en ácido. De eso hacía ya dos días, por lo que cualquier sospecha de que la bestia se hubiese fugado del laboratorio y atacado a la mujer mientras dormía carecía de fundamento.

Claro que Nelser podía estar mintiendo y el animal siguiese oculto en algún rincón de la clínica, pero aunque así fuese, difícilmente habría podido causar un derrame cerebral a Glae, máxime cuando el cráneo de la fallecida no presentaba signos de contusiones. Para acabar de convencerles, Nelser les mostró un vídeo en el que se había grabado a sí mismo descuartizando el animal con un cuchillo de sierra y metiendo cada trozo en un tanque lleno de líquido corrosivo. El doctor había tomado sus precauciones para evitar que alguien pudiese acusarle en el futuro de comportamiento negligente. No les enseñó, sin embargo, el resultado del análisis histológico, aunque en realidad nadie tenía el menor interés de echar un vistazo a las tripas del bicho.

A excepción de Luria. Para la mujer existían suficientes indicios de que Nelser estaba involucrado en un proyecto de bioingeniería secreto al que sus jefes de la Unión interestelar no eran ajenos. El por qué eligieron Nuxlum para llevarlo a cabo era notorio: el planeta se hallaba en un sistema inhabitado y lo bastante lejos de la Tierra para pasar desapercibido. Las nuevas leyes aprobadas por el Congreso de la Unión restringían mucho la investigación en el campo de la ingeniería genética. Nuxlum estaba demasiado lejos para que los inspectores del Congreso viniesen a echar un vistazo, máxime cuando se suponía que era una colonia minera sin interés científico.

Una actitud absolutamente hipócrita, pensó Luria. La Unión aprobaba leyes para amordazar a los bioingenieros, y luego proseguía sus experimentos fuera del sistema solar. ¿A quién pretendían engañar? Las empresas privadas estaban obligadas a respetar las leyes si sus directivos no querían acabar en la cárcel y perder los contratos con el gobierno, pero la propia Unión las infringía al crear laboratorios clandestinos en planetas remotos bajo la tapadera de colonias mineras. Si algo iba mal allí, ¿quién se enteraría? Nelser tenía poco que perder, él ya había vivido lo suficiente, pero los demás no, tenían toda una vida por delante, no se merecían ser utilizados como cobayas sin la menor consideración a sus sentimientos.

Luria regresó a su laboratorio. Miró airadamente los aparatos destinados a la purificación del gas branio, actividad para la que se suponía habían sido contratados. No eran más que basura, nadie vendría a recoger el cargamento dentro de seis meses porque en la Tierra sabían muy bien que no habría nada que recoger.

Sus ojos se desviaron hacia la cubeta que contenía el falso cerebro de Dane. ¿Había hablado realmente con su hijo la noche pasada? La verdad, no estaba segura. Trabajó hasta tan tarde que no podía asegurar si la conversación con Dane tuvo lugar efectivamente o la había soñado. Keil la encontró durmiendo junto al ordenador por la mañana, y la despertó con la noticia de la muerte de Glae. Después de aquel comienzo de jornada no había tenido tiempo para nada más, pero ahora que la situación volvía a la calma podría concentrarse en su hijo. Encendió el ordenador y comprobó que la transferencia de datos a la masa neuronal se había completado. Al menos en este aspecto sus recuerdos se correspondían con la realidad. Inconscientemente se frotó el cuello, para cerciorarse de que la escama de Nelser no seguía allí escudriñando sus pensamientos.

—Dane, ¿me oyes?

Su hijo no contestó. Luria se aproximó a la cubeta, tratando de averiguar qué había ocurrido. La transferencia estaba completada y el ordenador registraba una actividad eléctrica normal en el interior de la cubeta. Miró al techo y se dio cuenta de que el proyector holográfico y el módulo de transducción estaban desconectados. Sin su ayuda, la comunicación con Dane sería imposible. El seudocerebro estaba vivo, naturalmente, pero privado de cualquier estímulo exterior. No podía ni ver ni escuchar, y mucho menos hablar sin la mediación del transductor. Éste transformaba los impulsos nerviosos del neocórtex en corriente eléctrica que el sintetizador de voz modulaba con el patrón sonoro de su hijo, fijado a partir de una grabación que Luria conservaba de su último cumpleaños.

Sus dedos se posaron sobre el interruptor del módulo, pero una violenta sacudida la zarandeó. Perdió el equilibrio y cayó al suelo.

Durante unos segundos angustiosos creyó que su hijo era el responsable del temblor y por alguna razón quería impedir que hablase con él, pero inmediatamente rechazó la idea y se puso en pie. Se trataba de otro terremoto más, Dane no tenía nada que ver en ello. Los sismógrafos lanzaban los primeros cálculos para localizar el centro del seísmo. Las pantallas se llenaban de cifras mientras la habitación todavía temblaba.

Luria examinó el monitor de seguimiento del topo. La intensidad del seísmo habría bastado para sepultar al robot excavador en el caso de que el terremoto lo hubiera causado el mascón. Pero no era así.

El topo había detenido su trabajo al detectar que el terreno vibraba, aunque podría haber continuado la excavación perfectamente. En esos momentos, su anticuado programa de lógica difusa trataba de integrar las nuevas variables de contorno para optimizar su labor; el resultado de esta exquisita recalibración cibernética fue una demora de cinco minutos antes de reanudar la perforación.

La medición de las ondas de cizalladura situaban el hipocentro a una profundidad enorme. Luria ignoró las alarmas que sonaban en la base y estudió desconcertada los análisis del ordenador. Un diagrama del planeta en sección transversal apareció en pantalla, mostrando las ondas sísmicas recorriendo el manto y la corteza. Ninguna de las ondas partía de su mascón, o de cualquier otro que estuviese cartografiado. De hecho, las ondas de cizalladura se propagaban a partir de un punto situado a una profundidad de seis mil kilómetros, en el mismísimo núcleo del planeta.

Algo imposible para tratarse de un mascón.

Claro que en Nuxlum nunca sabía a qué atenerse. Sus conocimientos de geología quedaban en entredicho al aplicarlos sobre aquel mundo. Nuxlum carecía de placas tectónicas, y sin embargo ocurrían terremotos. ¿Fuerzas convectivas del manto? Quizás, pero ¿qué las originaba? Si los seísmos se hubieran producido en algún momento de su historia, debería haber pruebas en la superficie; pero no existían grietas ni fisuras. Las pocas montañas del planeta databan de hace eones o habían sido causadas por el impacto de meteoritos. No se habían producido plegamientos de la corteza ni se registraba actividad volcánica desde hacía miles de millones de años.

Entonces ¿por qué el núcleo de Nuxlum se ponía a vibrar precisamente ahora?

Los temblores cesaron tan de repente que tuvo que agarrarse a la mesa para no caer. Keil, a través del intercom, se interesó por su estado de salud y le pidió que fuese a reunirse con los demás a la sala de control. Luria acusó recibo sin apartar la vista de la pantalla. Se pellizcó en el brazo para comprobar si estaba soñando y notó dolor. Bueno, no era una prueba concluyente, también puedes soñar que te pellizcas y que te duele.

—Prepara una copia de todo esto —solicitó al ordenador, e insertó un disco en la ranura. Si se producía un apagón en ese instante no quería correr el riesgo de perder aquella valiosa información, que deseaba restregársela a Nelser por las narices. Iba a demostrar a ese viejo presuntuoso el jugo que estaba sacando a su trimestre universitario de geodinámica.

Pero el anciano no se tomó siquiera la molestia de aparecer por la sala de control. Debía considerar el terremoto como un suceso rutinario al que no había que conceder importancia. Además, si se producía alguna avería en la base, sus subordinados estaban ahí para repararlas.

Paws y Keil miraban con preocupación el informe de daños. Aunque numerosos, ninguno revestía gravedad, pero ahora que Glae había muerto tendrían un montón de trabajo extra que hacer.

—Vas a tener que echarnos una mano, nena —dijo Paws—. Habrá que remendar algunas planchas antes de que empecemos a perder presión en los corredores del ala este.

—¿Y Nelser? —inquirió Luria—. ¿Es que no piensa venir?

—Al parecer el viejo tiene cosas más importantes que hacer —Paws torció el gesto—. Para lo que va a ayudarnos, mejor que se quede en su cubil.

El mecánico señaló el disco que Luria llevaba entre las manos.

—Los sismógrafos han captado algunos datos interesantes —explicó ella—. Quería que Nelser los viera.

—¿Acaso no somos un público lo bastante ilustrado para ti?

Luria suspiró, insertando el disco en la consola principal.

—Esta vez no ha sido nuestro amigo el mascón —comentó ella.

Paws alzó una ceja. Los diagramas de la pantalla no le decían nada, pero aparentó estudiarlos detenidamente para ocultar su ignorancia.

—¿Estás segura?

—Bueno, salvo que los sismógrafos estén estropeados, la interpretación más lógica es que el terremoto se ha iniciado en el núcleo del planeta.

—¿Es eso posible? —preguntó Keil.

—Ya estáis viendo que sí. Se han producido algunas fracturas en la corteza, quizás las primeras de su historia geológica desde hace eones.

—¿Por qué? ¿Por qué ha tenido que ocurrir ahora? —el mecánico miraba a Luria en busca de respuestas, y alternativamente a la pantalla—. ¿Sabía la Unión interestelar lo que iba a ocurrir, y por eso nos trajeron aquí?

—Me gustaría poder contestar a eso, Paws. Pero tengo más noticias que daros —Luria bebió un trago de agua. La excitación por los acontecimientos le había dejado la boca seca—. Una grieta de proporciones inmensas se está abriendo en el cráter Aratus, a un centenar de kilómetros de aquí.

Para poder estudiar la falla con detenimiento se envió al explorador auxiliar dirigido por control remoto. No había por qué arriesgar más vidas, si bien la poca fiabilidad de los controles de guía a distancia elevaban las posibilidades de que el vehículo se quedase atascado en algún banco de arena.

Paws fue el encargado de dirigir el aparato a través del simulador. Era el que más experiencia tenía en ese aspecto, si había que creer en sus palabras. Paws presumía de haber recuperado un satélite de comunicaciones en órbita terrestre un minuto antes de que sus escudos térmicos se hiciesen pedazos. Sería en una vida pasada, pensaba Keil, observando con estupor el traqueteo de las imágenes que la cámara del explorador transmitía a la base. Daba la impresión de que Paws escogía deliberadamente cada piedra del camino para pasar por encima.

—El vehículo auxiliar cuesta un buen montón de unicreds, y tú vas a destrozarlo con tu peculiar forma de conducir —le advirtió Keil.

—Oye, Luria, dile al gaznápiro que se vaya de aquí. Me está poniendo nervioso.

—Quizás si tirases el chicle que tienes en la boca conducirías mejor —replicó Keil—. Esa porquería mató a Glae, ¿sabes?

—No fue culpa mía. Yo no le di los alcaloides, ella me los robó.

—Si tú no hubieras traído drogas a la base, Glae todavía seguiría viva.

Paws se quitó las gafas del simulador de un manotazo y se encaró con Keil.

—¡Lo siento tanto como tú! ¿Me oyes?

Luria se interpuso entre los dos.

—Nada de lo que digáis ahora va a devolverle la vida —dijo—. Por desgracia, estas cosas ocurren.

—¡Tú la mataste, Paws! ¡Por qué tuviste que dejar esa mierda a su alcance! ¡Por qué!

—Cogió lo que no era suyo, y creo que tú tienes experiencia en eso —Paws le escupió el chicle a la cara—. Ahí lo tienes. Que te aproveche.

Luria retuvo a Keil antes de que se abalanzase sobre el cuello del mecánico.

—Suéltame. Vamos a solucionar esto de una vez.

—Sí, suéltalo, Luria —incitó Paws—. No sabes las ganas que tengo de romperle la cara.

—¡Callaos de una vez! —gritó Luria—. Nadie ha tenido la culpa de la muerte de Glae. Por lo menos, ninguno de los que estamos aquí.

—¿Quién entonces? —preguntó Keil—. ¿Nelser?

—Quizás, no lo sé. O algo de planeta.

—Tú solo ves fantasmas por todas partes —la acusó Keil—. Hiciste mal desobedeciendo a Nelser. Tendrías que haber seguido el tratamiento que te recomendó.

—No deberías hablarme así.

—Sí que debería, y lo sabes muy bien. Ninguna fuerza sobrenatural ha matado a Glae, ha sido la droga que de forma irresponsable dejó Paws a su alcance. Esta mañana entré en tu laboratorio y vi la cara de tu hijo flotando sobre ese trozo de carne repugnante que has cultivado. ¿Qué pretendes, Luria? ¿A quién quieres engañar?

—Era mi hijo. Yo… sé que todavía puede vivir.

—Necesitas ayuda, y yo no puedo dártela. Ahora, por favor, suéltame.

Luria, sin decir palabra, se apartó de su lado. Keil avanzó hacia Paws, pero éste, lejos de hacerle frente, se había colocado las gafas del simulador y señalaba a la pantalla.

—¿Un nuevo truco, Paws? ¿Te has vuelto a poner las gafas para que no pueda pegarte? Te advierto que no te va a servir.

—Cállate de una vez —el mecánico manipulaba el control de la cámara para obtener una mejor resolución. Keil se vio obligado a girarse hacia la pantalla.

Un resplandor de luz se recortaba en el horizonte. Al ampliar la imagen se distinguió claramente un chorro de gas y fuego que ascendía al cielo, iluminando las paredes del cráter Aratus.

—Por Dios, qué es eso —murmuró Luria entre dientes.

—Explícamelo tú, chica lista —dijo Paws—. Se supone que deberías saberlo.