CAPÍTULO 14

A diferencia de algunos de sus compañeros, Keil no tenía nada claras las causas del incendio en la Newton. Había dejado caer la insinuación de que el doctor Nelser era el culpable, pero la verdad era que no tenía ninguna prueba de que fuera así. Sin embargo, había resultado una efectiva maniobra de distracción para eliminar las suspicacias que Paws se había apresurado a levantar contra él. Ahora, todos señalaban al viejo con el dedo y se habían olvidado de Keil, posiblemente el verdadero culpable de que la computadora de navegación se hubiese ido al garete. A menos que Nelser guardase en alguna parte una copia de seguridad de los programas dañados —el anciano juraba que no—, sería prácticamente imposible conseguir que la Newton volase de nuevo. Los daños físicos en la unidad central podían repararse, pero la pérdida de datos era definitiva, y para reemplazar la información borrada tendría que reescribir por completo algunos programas de astrogación, lo cual le consumiría varios años de trabajo. Un esfuerzo inútil, ya que dentro de seis meses llegaría una nave cisterna al planeta y los sacaría de allí.

Keil resolvió olvidar la reparación de la Newton, fingiendo que trabajaba en ello para no desanimar a sus compañeros, y dedicó sus esfuerzos a desentrañar la naturaleza del cilindro que habían encontrado lejos de la colonia.

Se trataba de un repetidor de señal, pero ¿qué clase de señal? ¿Y a quién la estaba repitiendo?

Keil utilizó a fondo la capacidad de proceso de Warmis y del ordenador de su taller para descodificar la señal, pero los resultados que obtuvo fueron escasos, y pronto se vio obligado a trabajar en red con el ordenador central de la base para compartir el peso de la tarea.

Aquella tarde se encontraba en su taller supervisando las labores de computación, cuando el ordenador le avisó que había descifrado parte de la clave. Apareció un primer mensaje de cinco líneas en la pantalla, y luego otro de doce. Keil se frotó los ojos, creyendo que debía tratarse de información atrasada, pero las líneas ya llenaban la pantalla y se desplazaban sin cesar hacia arriba.

—Warmis, ¿qué es esto?

—Me parece que está muy claro —le respondió su ordenador.

Llamó rápidamente a sus compañeros por el intercom. También avisó a Nelser. La noticia era de importancia capital y todos debían estar presentes. Tal vez después de conocerla, el doctor se mostrase más dispuesto a colaborar con los demás. Al fin y al cabo, les afectaba por igual a todos.

Los convocados no tardaron en aparecer. Nelser, poco dado a las prisas, fue uno de los primeros en llegar. Le siguieron Luria, Glae y en último lugar Paws, quien entró abrochándose los botones de la camisa y refunfuñando por haber sido despertado de la siesta.

—¿A qué viene tanto escándalo, gaznápiro? —dijo el mecánico—. No habrás provocado otro de tus incendios.

Keil señaló el cilindro, en un rincón del taller.

—Se trata de un emisor de radiofrecuencia, que dirige a la luna de Nuxlum una señal comprimida y encriptada. Posee un sistema de orientación automática que le permite enfocar el haz en la dirección correcta, esté donde esté.

—¿Quieres decir que todavía sigue emitiendo? —inquirió Glae.

—Hasta que he desconectado sus células de energía ha venido haciéndolo. Acabo de descifrar la mayor parte del código y ahora vais a oír los resultados.

La voz de Paws brotó de los altavoces del ordenador:

—Tarde o temprano tenía que pasarle. Bueno, yo me voy a la cama.

Otra voz, la de Luria, le respondió:

—¿Qué? ¿Cómo puedes ser tan insensible? Allis ha muerto y tú piensas en dormir. ¿Qué clase de persona eres?

—¿Qué clase de persona era Reyan? —replicaba Paws—. ¿Acaso su muerte te ha hecho olvidarlo?

—Tiene razón —ahora se escuchaba a Glae—. No seamos hipócritas. Reyan era un puerco y todos vamos a salir ganando al perderlo de vista.

Keil indicó al ordenador que ya era suficiente. Y desde luego, lo era. La perplejidad impidió a sus compañeros reaccionar durante un rato. Todas sus conversaciones habían sido grabadas y posteriormente radiadas a la luna de Nuxlum obedeciendo propósitos inconfesables. Desde el primer día que pisaron el planeta habían sido sometidos a una vigilancia constante por razones que no estaban en absoluto claras, y que precisamente por su turbiedad eran doblemente inquietantes.

Paws fue el primero en romper el silencio:

—¿Desde cuándo lleva emitiendo ese cacharro?

—Desde que aterrizamos —contestó Keil—. He recuperado fragmentos de conversaciones que tuvieron lugar antes de que encontrásemos el cilindro. ¿Queréis oírlos?

—Te advertí que había que destruirlo —intervino Glae—. Te lo advertí, Keil, y tú no quisiste oírme.

—Si te hubiese hecho caso, jamás habría averiguado qué era. De todas formas he desconectado su fuente de alimentación. No emitirá nada más.

—Puede que haya otro emisor oculto dentro de la base —sugirió Paws—. Quizás en el sector norte.

—Es posible —reconoció Keil—. Tendremos que rastrear las instalaciones en busca de micrófonos. Su tamaño puede ser microscópico, así que sólo podremos localizarlos con detectores especiales.

—¿Has mirado en esta habitación? —preguntó Paws.

—Sí. Podéis hablar tranquilos.

—No lo entiendo —dijo Luria—. ¿Qué pretenden con esto? Se supone que estamos aquí para extraer gas branio. ¿Quién iba a tomarse tantas molestias para espiar a media docena de trabajadores de una insignificante planta minera?

—Si de algo podemos estar seguros es de que esta base no tiene nada de insignificante para ellos —dijo Keil—. Escondieron el repetidor lejos de aquí para que no lo encontrásemos.

—Y la información es radiada hacia la luna de Nuxlum —meditó Luria en voz alta—. ¿Hacia otra estación repetidora?

—No. Las ondas de radio no pueden viajar a mayor velocidad que la luz, y sería de escasa utilidad que la información llegase a su destino con varios años de retraso. Es más probable que la Unión interestelar tenga un asentamiento secreto en la luna, que reexpide hacia la Tierra o Econ III la información que le llega de Nuxlum, utilizando cápsulas robot aceleradas a velocidad Lisarz.

Paws pegó un puñetazo en la mesa de trabajo.

—Entonces no servirá para nada la sonda que lanzamos ayer. Esos cerdos saben perfectamente que estamos en dificultades y no nos ayudan —se volvió hacia Nelser—. ¿Qué tiene que decir a esto? Le veo muy silencioso, doctor.

El médico se aproximó al rincón donde estaba el cilindro y examinó con interés el mecanismo interno que Keil había dejado al descubierto.

—La precipitación es una mala compañera de viaje —contestó—. Cuando se declaró el incendio en la Newton, rápidamente me culparon de él. Bien, aquí tienen la evidencia de que estaban equivocados.

—No veo esa evidencia por ninguna parte —replicó Paws.

—Sean cuales sean las intenciones de la Unión, es obvio que no están interesados en dejarnos partir —explicó Nelser—. Nos vigilan a distancia por alguna razón que todavía no hemos averiguado, y al enterarse de lo que ustedes planeaban, transmitieron a la computadora de la Newton la orden de que provocase un incendio. Podían haber destruido la nave por completo si hubiesen querido, pero no lo han hecho. Tal vez deseen recuperarla después.

—Keil, tú puedes cambiar los protocolos de comunicación de la nave —sugirió Paws.

—¿De qué me estás hablando? —protestó el aludido, a quien las explicaciones de Nelser le sonaban a falso.

—Establece un canal exclusivo con la Newton; un canal codificado. Sólo tú podrás comunicarte con ella. Cambiarás el código periódicamente para que no lo descifren y así evitaremos que en el futuro puedan colarse en su sistema. Si es que nuestro ilustre doctor tiene razón.

—La tengo —recalcó Nelser, rotundo.

Luria se aproximó al anciano, los brazos en jarras y una dura mirada que se clavó en sus ojos como dardos.

—Presume usted tener respuesta a todas las preguntas —dijo la mujer—. Si la mina de branio posee un interés secundario para la Unión, explíquenos por qué nos retienen aquí contra nuestra voluntad.

—Puede que hayamos contraído alguna enfermedad y nos mantengan en cuarentena —aventuró Nelser.

—¿Se refiere al musgo que Paws halló en la cueva?

—Tal vez, aunque no lo creo.

—¿Entonces?

—Luria, si supiese todas las respuestas, ¿cree que estaría ahora hablando con usted?

—Sabe mucho más de lo que aparenta, Nelser.

—Cierto —intervino Paws—. ¿Qué mierda sigue haciendo en su laboratorio con mi cordero? Se supone que tenía que haberse deshecho de él.

—No veo por qué debería darle explicaciones de lo que hago o dejo de hacer. Y le advierto que el hecho de que usted lo descubriese no le confiere ningún derecho sobre el animal.

—Usted tampoco lo tiene —el mecánico cogió a Nelser de las solapas—. Si sabe por qué la Unión nos está reteniendo aquí, más vale que nos lo cuente ahora.

—Paws, olvídalo —Glae se interpuso entre los dos—. Déjale que continúe en su laboratorio divirtiéndose con esa cosa. De todos modos, él tampoco va a salir de Nuxlum.

—Quíteme las manos de encima o lo lamentará —amenazó Nelser—. Se lo advierto, joven.

—Si intentase huir, nosotros nos encargaremos de que no llegue muy lejos —agregó Glae.

Paws vaciló unos instantes antes de soltar a Nelser. El médico se arregló sus ropas y miró al mecánico de hito en hito.

—¿Reflejará este incidente en su diario? —le desafió Paws, con su sonrisa más cínica.

Nelser prefirió no responder y sin mediar palabra abandonó la habitación.

—Tenía que saber que estaban grabando nuestras conversaciones —murmuró el mecánico.

—Pero él mismo sacó el cilindro de la caja fuerte donde lo guardó Reyan —recordó Keil—. Si no quería que descubriéramos que nos vigilaban, lo habría dejado donde estaba.

—El viejo confiaba en que serías incapaz de descifrar el código de la transmisión. Y la verdad es que me sorprende que lo hayas logrado, gaznápiro.

—Deja de comportarte como un cretino —le advirtió Glae—. Keil es él único que puede sacarnos de aquí, así que no te metas más con él.

—No importa, Glae. Quizás tenga razón —admitió Keil—. No me siento capaz para reprogramar la computadora de navegación, y menos ahora que sé que han estado escuchándonos.

—Tendrás que hacerlo. Paws y yo tenemos experiencia en pilotar lanzaderas. Ya sé que la Newton es distinta, pero debemos intentarlo.

—No puedo asumir esa responsabilidad, Glae. Cualquier fallo que cometiese podría acarrear la muerte de todos los que viajemos a bordo. Tendremos que resignarnos a esperar la nave cisterna.

—Nadie va a venir a recoger el branio, y mucho menos a sacarnos de aquí. ¿Es que no lo entiendes? Dejaron la base a medio construir. Se largaron a toda prisa y después nos enviaron a nosotros. Tal vez cuando empezaron a montar las instalaciones su intención fuese la de extraer gas, pero algo les hizo cambiar de opinión. Y no quiero quedarme aquí para saber qué fue.

Keil sacudió la cabeza.

—Tardaré años en reparar los daños de la computadora. Y ni siquiera sé si mis esfuerzos servirán de algo.

—Simplifica los programas y olvídate de controles automáticos. Paws y yo realizaremos en vuelo los ajustes.

—No es tan sencillo. ¿Qué pasará con el conversor de gluones? ¿Y con los vectores de entrada en la corriente Lisarz? Con mucha suerte podría conseguir que la Newton despegara pasando a manual la mayoría de los sistemas, pero jamás lograría la aceleración de la luz sin la intervención de la computadora de navegación. Es un proceso demasiado complejo que requiere necesariamente el control de una máquina.

—Si realmente te es imposible llevarnos a la Tierra, por lo menos programa una trayectoria sencilla hacia la luna de Nuxlum. Eso sí podrás hacerlo, ¿verdad?

—Bueno, supongo que sí, pero no entiendo para qué.

—Descenderemos en la luna y obligaremos a esos canallas a que nos conduzcan de regreso al sistema solar. No sería la primera vez que lo hago.

Keil alzó una ceja. En el historial de Glae no figuraba que hubiese secuestrado ninguna nave espacial. Quizás se estuviese marcando un farol.

—Qué insensatez —dijo.

—Llámalo estado de necesidad. Ningún tribunal nos echaría más de un par de años, suponiendo que nos llegasen a condenar.

—Y no lo harían —agregó Paws—. Temerían que contásemos en el juicio lo que sabemos de este lugar.

—Pero apenas sabemos nada.

—Nuxlum no figuraba en las cartas estelares de la estación Lagrange —continuó Paws—. Sólo con amenazarles que divulgaríamos su localización bastaría para que nos soltasen.

—No arriesgaré mi vida confiando en una presunción tan débil —dijo Keil—. ¿Y si descubrimos que la luna de Nuxlum está desierta? Podrían mantener una nave camuflada en órbita en vez de un asentamiento fijo en el satélite para vigilarnos, y de poco serviría entonces el plan. Abordar a una nave en órbita escapa a las capacidades de maniobra de la Newton, a menos que aquélla se quedase quieta en el espacio y nos facilitase el atraque, lo que evidentemente no hará.

Luria, aburrida de una discusión que no llevaba a ningún lado, alegó que tenía que vigilar la excavación del topo y abandonó el taller.

Paws intentó persuadir un rato más a Keil, pero la relación entre ambos no era precisamente cordial, y salvo el intercambio de algunos reproches e insultos no consiguieron avance alguno. Al final, Paws también se marchó y Keil se quedó a solas con Glae, que no mostraba demasiada prisa en irse.

El cilindro de la discordia les observaba desde el rincón con indiferencia. Los responsables de la misión habían planeado escrupulosamente cada detalle, trayéndoles a Nuxlum bajo el engaño de que trabajarían en una mina, pero la realidad era muy diferente: habían sido abandonados en la superficie de aquel mundo tenebroso, cerrándoles cualquier posibilidad de huida. Sus vidas tenían el mismo valor que la de los conejillos de indias, y cuando el experimento terminase desconocían cuál sería su destino. Si es que para entonces alguien se acordaba de ellos.

—No me gusta que jueguen con nosotros —dijo Keil—. Pero desgraciadamente no podemos elegir.

—Quedarnos aquí ya es una elección —replicó Glae—. Cruzarse de brazos también.

Keil la contempló unos segundos, pensativo. Luego sonrió.

—¿He dicho algo gracioso? —exclamó ella.

—Tú jamás tomaste parte en un secuestro.

—No figura en mi expediente porque no pudieron formular cargos contra mí.

—Cuéntame cómo fue.

—¿Crees que soy idiota? La base está plagada de micrófonos y pretendes que confiese un delito —Glae sacó una pastilla azul del bolsillo de su pantalón y se la tragó—. Le quité unas cuantas a Paws sin que se diese cuenta. Él tiene demasiadas. ¿Quieres?

—Pienso mejor con la cabeza despejada.

Glae se echó hacia atrás su melena azabache y se sentó sobre la mesa de trabajo, justo frente a Keil.

—Nadie nos echará de menos en la Tierra si no regresamos —dijo ella—.

Cortamos amarras definitivamente cuando nos apuntamos al programa colonial. No llorarán nuestras muertes si desaparecemos, y eso es triste, Keil. La vida lo es.

—No deberías tomar esas pastillas. Acabarás volviéndote como Paws.

—La locura es otra forma de contemplar el mundo. No mejor ni peor; sólo diferente.

Glae se acercó a él. Iba vestida con una camiseta blanca que dejaba desnudos los músculos de sus brazos, duros y tensos como cuerdas de acero. Sus pechos se vislumbraban con claridad tras la delgada camiseta, húmeda por la transpiración. La mujer advirtió la turbación de Keil y se sentó sobre sus rodillas.

—Somos media docena de lobos solitarios forzados a convivir en esta lobera —susurró Glae, al tiempo que sus senos se apretaban lascivamente contra el pecho del hombre.

—Media docena no —corrigió Keil—. Ahora quedamos cinco.

—De pequeña soñaba que un platillo negro me raptaba y me llevaba a otra galaxia. Todas las noches me asomaba a la ventana de mi cuarto y miraba a las estrellas. Confiaba que una de ellas acabaría moviéndose de su sitio y bajaría hasta mi casa para recogerme. No sé cómo Paws pudo adivinarlo —murmuró—. Nunca he hablado de esto con otra persona.

—Es un sueño corriente entre los niños. Y también entre algunos adultos.

—Si deseas profundamente una cosa, ¿puede convertirse en realidad? Si miles de personas desearan lo mismo, ¿podrían transformar sus sueños en algo tangible?

—Si muchas personas desean ver una cosa, probablemente la verán —dijo Keil—. Se llaman alucinaciones colectivas.

—La imaginación puede producir otros mundos —Glae le besó en los labios—. Lo he leído en alguna parte.

—Teóricamente —Keil trataba de no perder la compostura—. Muchos físicos opinan que cualquier situación que puedas imaginar ocurre realmente en otro universo. Está relacionado con el número de estados cuánticos del cosmos. Todos esos estados alternativos existen en burbujas de espaciotiempo independientes, pero no pueden comunicarse entre sí.

Keil recordaba el experimento del gato de Schrödinger, que estudió en el bachillerato. Se encerraba al animal en una caja con un contador geiger, una minúscula porción de una sustancia radiactiva y una ampolla de cianuro. Si el contador detectaba que había tenido lugar una desintegración radiactiva, la ampolla se rompía y el gato pasaba a mejor vida; si no se producía, el gato sobrevivía. La probabilidad de que la desintegración sucediese era del cincuenta por ciento, de modo que el gato igualmente podía estar vivo que muerto; sólo se averiguaría abriendo la caja. Sin embargo, los teóricos aseguraban que el gato estaba simultáneamente vivo y muerto, y era la acción del observador, al alzar la tapa de la caja, la que determinaba la función de onda cuántica del minino.

Según otra interpretación del experimento, los dos estados posibles del gato se escindían en el interior de la caja sin intervención del observador, formando mundos separados. Cada fluctuación de estado cuántico daba lugar a una nueva escisión, y si se abría la tapa, el universo se dividiría nuevamente en dos: en uno el científico vería al gato vivo, y en otro lo vería muerto. Los mundos alternativos se multiplicarían incesantemente a cada nanosegundo, y cada división daría lugar a una burbuja de espaciotiempo diferente. Podían existir miles de mundos prácticamente idénticos salvo por sutiles diferencias subatómicas, y otros en los que la historia hubiese discurrido por derroteros extravagantes, pero todas esas burbujas serían igualmente reales. La imaginación podía concebir cualquier idea por extraña que fuese: ésta tenía reflejo en un universo paralelo. El número de niveles de la realidad sería prácticamente infinito, sólo la limitación de nuestra mente nos impediría abarcarlos todos.

Naturalmente, nadie había viajado jamás a otra burbuja de espaciotiempo, así que la demostración de su existencia era de momento imposible. Además, ¿de qué serviría saber que en otros cursos alternativos eres emperador del universo, si no puedes trasladarte a él?

—Keil, tengo la impresión de que estamos desaprovechando lastimosamente nuestro tiempo. Se nos escapa demasiado deprisa. Hoy… hoy podría ser el último día de nuestras vidas, y hemos dejado tantas cosas por hacer… Ocasiones que pasaron delante de nosotros y que no volverán jamás.

—Éste no es el mejor de los cursos causales posibles, desde luego; pero tampoco diría que es el peor.

Glae lo atrajo hacia sí y sus cuerpos se fundieron en un prolongado abrazo. Era la primera vez que demostraba cariño por él, pensó. La pastilla que había ingerido estaba surtiendo un efecto desinhibidor en su conducta, y Keil se alegró de que fuera así. Hubiera preferido a Luria, para ser sincero, pero ya que la geóloga le respondía con un comportamiento apático, tenía las manos libres para iniciar una relación con Glae. Ella estaba sola y sedienta de amor, y no había a su alrededor otra persona que pudiese satisfacer su necesidad de afecto.

Afortunadamente sólo estaba él. Nelser era demasiado viejo, Paws estaba loco y Reyan… bueno, Reyan estaba muerto. La elección de Glae era clara.

—Yo tampoco creo que sea el peor de todos —convino ella.

Luria llevaba tantas horas trabajando que había perdido la noción del tiempo. El topo se había encontrado con dificultades a doscientos metros de profundidad y la mujer tuvo que solventarlas como pudo. El aparato era más torpe de lo que había supuesto, necesitaba verificaciones constantes de su funcionamiento. Su programa de lógica difusa se había quedado anticuado hacía décadas, pero se suponía que una máquina que excavaba túneles no necesitaba un software sofisticado. Se asumía que una tarea estúpida requería un programa estúpido, e Indronev seguía esta regla a rajatabla no gastando un solo cred en dotar a sus equipos de tecnología punta. Los mecanismos del topo se sobrecalentaban con frecuencia y la máquina se veía obligada a interrumpir su trabajo, pero cuando todo parecía funcionar bien, el topo se ponía por su cuenta en autochequeo y la actividad se interrumpía unos treinta segundos hasta que la lógica difusa del aparato daba su visto bueno para reanudar el trabajo.

Definitivamente, no era su noche. Había colocado el biochip de Dane en un zócalo del ordenador. La transferencia de los diez terabytes al disco duro se había completado en unos minutos, pero el volcado posterior de la información al tejido que había crecido en la cubeta estaba resultando problemático. Eran las cuatro de la madrugada y no quería despertar a Keil; además, tampoco confiaba que le fuese de mucha ayuda. Él ya había expresado su opinión contraria y trataría de disuadirla.

Agotada, los párpados pesándole como losas, redujo la velocidad de transferencia al tejido neuronal a la mitad; luego, a un tercio. Los problemas se desvanecieron momentáneamente. Había arrojado de golpe un cubo de agua a una esponja y sólo había logrado un charco en el suelo. Las neuronas se organizaban mediante procesos químicos más lentos que un ordenador. El tejido necesitaba tiempo para absorber la información que ella trataba de introducir a la fuerza. Entornó los ojos y a través de una rendija de luz contempló cómo crecía la tasa de transferencia en la pantalla. Cinco por ciento completado. Cinco coma cuatro completado. Cinco coma nueve completado. Seis por ciento. Seis coma tres.

Y se quedó dormida.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró con la cabeza de su hijo flotando sobre el banco de trabajo. Dane sonrió al verla. Sus labios encarnados se movieron.

Estaba hablando.

—Hola, mamá.

El sonido era algo metálico; el sintetizador de voz dejaba mucho que desear, pero Luria reconoció en la imitación electrónica el timbre de su hijo. Era él, no cabía duda. Dane había vuelto.

—¿Dónde estoy? No reconozco este lugar.

Luria se enjugó una lágrima que se deslizaba por la mejilla. Increíble, pero al fin lo había logrado. Volvían a estar juntos otra vez. Habían conseguido burlar a la muerte.

—Es largo de explicar, hijo.

—Debería estar en el hospital —la cabeza de Dane giró para observar la habitación.

—Ya saliste de allí, tranquilo.

—No veo a papá.

—Tardarás algún tiempo en volver a verlo. Ya sabes, uno de sus viajes.

—Si no me encuentro en el hospital, ¿dónde estoy? Veo frascos de cristal de colores. Y máquinas raras.

—Es un laboratorio, hijo. Ahora trabajo aquí.

Dane siguió observando la sala con desconfianza. Las lacónicas explicaciones de su madre no eran suficientes para él.

—No puedo moverme —dijo—. No tengo brazos, ni siquiera cuerpo. ¿Qué me ha pasado?

—Bueno —Luria no había preparado una respuesta demasiado convincente—, el síndrome de Pringle causó… digamos que tu cuerpo comenzó a deteriorarse.

—¿Deteriorarse? No entiendo.

—A pudrirse. Ya no respondía a los impulsos nerviosos, y el médico y yo decidimos salvar tu mente antes de que la enfermedad la destruyera también.

Era esencialmente correcto, pensó ella. Dane no tendría por qué saber que su cerebro había acabado pudriéndose de todos modos en el hospital, y que su mente actual no era más que un volcado de diez terabytes en un tejido cultivado.

—No lo entiendo —dijo Dane—. ¿Cómo pudisteis hacerlo? Parece cosa de magia.

—Lo es. La magia existe, hijo. Te lo he dicho muchas veces.

—Supongo que sí —Dane vaciló—. Pero no tengo cuerpo. ¿Qué voy a hacer sin él? No podré ir a ninguna parte.

—Míralo de este modo: no tendrás que vestirte, ni lavarte todos los días, ni tendrás que cepillarte los dientes.

—En el hospital me lavaban —el niño sonrió—. Era agradable.

Luria frunció el ceño, preguntándose qué clase de recuerdos estaría reviviendo su hijo en ese momento.

—Las enfermeras me hacían cosquillas con la esponja —añadió el niño.

—Quizás pueda solucionar eso —conocía formas de estimular artificialmente el córtex para que sintiese frío, calor, dolor o placer. Con un poco de paciencia podría simular cualquier sensación, transmitiendo a las neuronas mensajes químicos equivalentes a los que les habrían enviado los nervios de un cuerpo de carne y hueso. Recrear el cosquilleo de una esponja sería tarea fácil.

—¿Seguiré teniendo pesadillas?

—Me temo que sí. Es algo que todos los seres humanos sufrimos, sin excepción. ¿Por qué lo preguntas?

El chip que implantaron a Dane no sólo había recogido los recuerdos de su vida, sino también las experiencias oníricas que almacenaba el subconsciente. Al fin y al cabo, todo se reducía a combinaciones moleculares que el chip codificaba en bits de información. Luria no ignoraba el riesgo de que el nuevo Dane no supiese distinguir la realidad de sus fantasías. Los médicos le habían dado algunos consejos sobre lo que debería hacer si llegaba el caso, pero rezó porque nunca tuviera que llevarlos a la práctica.

—He visto una luz en mis sueños. Era…

Dane se quedó sin palabras para describirla. Luria temió por un momento que el córtex empezase a tener dificultades para coordinar los pensamientos.

—¿Cómo era?

—Vieja y fría.

—¿Estás seguro? ¿Por qué sabías que era vieja?

—Llevaba ahí fuera mucho tiempo.

—Explícate mejor. Concrétame qué lugar es ahí fuera.

Dane no supo contestar.

—Estaba oscuro —dijo, y la voz le tembló al recordarlo—. La luz me hablaba. Quería que fuese hacia ella.

Su hijo había revivido un episodio muy próximo a su muerte. La neurología conocía desde hacía un par de siglos que cuando el cerebro se ve abocado a su fin, libera ciertas sustancias que colocan al sujeto en una especie de trance alucinatorio. Las personas que habían estado clínicamente muertas durante unos instantes y sobrevivieron relataban haber visto una luz al final de un túnel oscuro, y familiares fallecidos que se aparecían para acompañarles en el último viaje. Consideradas en otros tiempos como prueba de la existencia de vida después de la muerte, aquellas visiones se estudiaban en la literatura médica como ejemplo clásico del efecto de los alucinógenos liberados por un cerebro abocado a una situación terminal.

Lo extraño no era que su hijo hubiese experimentado aquella visión, sino que el chip la hubiese capturado. Los médicos que le atendieron en el hospital se lo quitaron días antes de su muerte, cuando todavía conservaba la consciencia.

Luria tragó saliva y se decidió a realizarle una pregunta que la obsesionaba desde hace días.

—Quizás consideres que no tiene sentido lo que voy a contarte, hijo, pero no hace mucho vi una niebla sólida en mitad del pasillo. Era fría y brillaba con un resplandor gris. ¿Tuviste algo que ver con ella?

—No.

—Entiendo —en realidad, Luria no entendía nada, pero era su forma de afirmar ante su hijo que dominaba la situación—. Cuéntame qué te dijo la luz.

—Hablaba de una forma muy rara. Me contó que llevaba aguardando mucho tiempo.

—Mucho tiempo —murmuró ella—. ¿Te explicó por qué motivo te estaba esperando?

—No me esperaba a mí. Le interesaban otras personas. Mamá —la cabeza de Dane la miró con los ojos muy abiertos—, tú eres una de ellas.