La esclusa de entrada de la Newton se abrió con un gruñido metálico. Keil, Glae, Paws y Luria corrieron hacia el puente de mando con los extintores, pero a su llegada las llamas ya habían causado estragos en el habitáculo principal, quemando circuitos y produciendo el estallido de pantallas de monitor. El sistema antiincendios no había funcionado y el fuego se había propagado a la cocina y a la sala de estasis.
Emplearon unos minutos en sofocar las llamas, pero la seriedad de los daños presagiaba que el puente no volvería a estar operativo hasta dentro de varias semanas; eso siempre que el ordenador principal no hubiese sufrido desperfectos irreparables.
El panorama era desolador. Sus planes para despegar dentro de tres días se habían esfumado. Todo el trabajo realizado se había volatilizado en unos instantes y nada habían podido hacer para evitarlo.
En cuanto el fuego quedó sofocado, Keil se situó frente a la consola, todavía caliente, para introducirse en el sistema y realizar una primera estimación de daños. Los demás intentaron recomponer algunos circuitos quemados y restablecer la fuente de energía.
—¿Puedes explicarnos qué ha pasado, gaznápiro? —inquirió Paws, sacando un manojo de cables chamuscados del interior de un panel.
—Todavía no lo sé —contestó Keil—. Me encontraba en la sala de control, en comunicación directa con el ordenador de la Newton. Debí equivocarme al establecer algún parámetro, porque el sistema cayó de pronto y se situó fuera de control.
—La has jodido, nene —Paws peló con los dientes el extremo de un cable y escupió el plástico sobre Keil—. Desde el primer día que te vi sabía que nos ibas a traer problemas.
—No se puede reprogramar un sistema complejo como el de esta nave en una semana. Os he repetido una y otra vez las dificultades que tenía, pero no queríais escucharme. Posiblemente alguien en la Tierra estableció una trampa de seguridad en la computadora para evitar que personal no autorizado accediese al control de la unidad central. Un simple error en un algoritmo secundario de verificación no es suficiente para causar una…
—Eres un inútil, Keil, reconócelo. No trates de encubrir tu ineptitud con toda esa jerga informática.
—No trato de encubrir nada. Y si alguno de los presentes se considera más capacitado que yo para este trabajo, le ruego que ocupe mi lugar.
—Si tuviéramos la menor idea de programación avanzada, ten por seguro que jamás te habríamos pedido ayuda. Desgraciadamente, eres la única persona en varios años luz a la redonda que sabe cómo cambiar las instrucciones de este maldito trasto —Paws le dio un fuerte puntapié a una rejilla de refrigeración, que al caer levantó una nube de polvo.
La voz de Nelser restalló potente a través de los altavoces de la Newton, como un dios iracundo.
—¿Qué le ocurre al circuito de monitores? No puedo verles.
—La mayoría de los equipos no funcionan —dijo Keil.
—No entiendo nada —murmuró Nelser entre crepitaciones de estática—. ¿Cómo puede desatarse un incendio en la Newton si no hemos vuelto a entrar en ella desde que llegamos a Nuxlum? Tanto la computadora como la maquinaria fueron desconectadas.
Nadie había contado a Nelser los planes de evacuación. El anciano estaba demasiado ocupado con sus misteriosas investigaciones, y en cualquier caso, era presumible que hubiese ejercido su autoridad vetando el despegue de haber estado al corriente.
—Nos alegra saber que continúa vivo —ironizó Luria—. ¿Ha terminado ya con sus análisis?
—No es asunto de su incumbencia. Y soy yo quien formula las preguntas, doctora, así que cállese.
—Creo que sí es de mi incumbencia, Nelser. Tengo tanto derecho como usted a estudiar el espécimen que Paws encontró en el sector norte. Fui contratada para…
—Fue contratada para encargarse de la explotación minera, y eso es lo que debería estar haciendo ahora. Si necesito su ayuda ya la llamaré.
—Oiga, vejestorio, deje de tocarnos las narices —intervino Paws—. Ya estamos demasiado ocupados tratando de recomponer esta basura, así que ¿por qué no continúa mirándole los dientes a su bicho y nos deja en paz?
Nelser empleó su tiempo en responder. Empezaban a suponer —ingenuamente— que habían conseguido desconcertar a su jefe y que se batía en retirada, pero era notorio que no le conocían.
—Déjenme adivinar qué hacen todos ahí reunidos. Trataban de huir en la Newton, ¿verdad? Pero algo ha ido mal y se les ha fastidiado el plan. Trágico.
—Ha tardado usted muy poco en descubrirnos —dijo Paws—. Suponíamos que ignoraba nuestros planes, pero quizás le hemos subestimado.
El altavoz se llenó de estática. Había dificultades en la transmisión, o Nelser provocaba interferencias para evitar contestar aquella velada acusación de sabotaje.
Teóricamente, Nelser podría haber manipulado desde la clínica el ordenador de la Newton. Poseía códigos de acceso prioritario a la computadora de a bordo por el hecho de ser el jefe de la colonia, códigos que le habían sido transmitidos con la llave heredada de Reyan. No sería descabellado que Nelser les hubiese estado vigilando, pese a que le suponían extasiado todo el tiempo en el estudio del cordero.
Nadie conocía el grado de astucia de Nelser, quien muy bien era capaz de dejarles continuar con su proyecto de huida sin decir nada, para acabar frustrando sus planes de una forma anónima, sin tener que alzar la voz ni impartir órdenes que no serían acatadas. Reyan cometió el error de creer que todavía se hallaba en el sistema solar y que los colonos estaban obligados a seguir una disciplina castrense. No quiso darse cuenta de que, aparte de sus escasas dotes para el mando, Nuxlum se encontraba a ochenta años luz de la Tierra y la autoridad de la Unión interestelar era demasiado débil allí para que las amenazas surtiesen efecto. Debió utilizar otros procedimientos de mando diferentes a los ladridos para imponer su voluntad. En ese aspecto, Nelser sabía ser mucho más sutil.
Keil se concentró en la consola de mandos. La computadora de navegación funcionaba, pero una sobrecarga había borrado varios ficheros y producido daños en sectores físicos. Puede que Nelser hubiese sido el causante del desaguisado, pero a menos que lo confesase abiertamente, sería poco probable que encontrasen en la nave una sola evidencia que lo demostrase.
—¿Podrás repararla? —preguntó Paws.
—Si ha sido un acto deliberado de sabotaje, lo más seguro es que no pueda —adelantó Keil—. Nelser se habrá asegurado muy bien de realizar una destrucción selectiva de archivos, sin posibilidad de recuperación a menos que se disponga de una copia de seguridad. Y yo no la tengo.
—Nelser no me cae bien —intervino Luria—, pero es injusto acusarle sin ninguna prueba. Por lo que sé de él, sus conocimientos en el campo de la informática son de simple usuario. Realizar destrozos selectivos en un sistema sofisticado como el de la Newton se me antoja fuera de sus capacidades.
Glae habló por primera vez:
—Es evidente que todavía conocéis muy poco de la vida de Nelser —y dirigió de soslayo una mirada hacia Keil.
—¿Acaso tú sí? —Luria alzó una ceja.
—El doctor ha hecho de todo a lo largo de su vida —prosiguió Glae—. Fue una eminencia en el campo de la bioquímica antes de que el dinero le cegase. Para dominar su disciplina con fluidez necesitó conocimientos extensos en simulación de estructuras orgánicas por ordenador. Eso tengo entendido, al menos.
Luria asintió con un mudo silencio.
—Keil nos podría facilitar una lista de los trabajos publicados por Nelser —dijo Glae—. Me consta que conoce su historial.
El aludido, rojo de vergüenza, se vio forzado a admitir:
—Máster en ciencias de la computación por la universidad Copérnico. Su saber es multidisciplinar.
—Y si es tan listo, ¿por qué aceptó este trabajo? —gruñó Paws—. Podía haber encontrado uno mucho mejor.
—Nelser nunca admitirá la verdadera razón por la que está aquí —declaró Glae—. Y mientras nosotros la ignoremos, estamos corriendo un serio peligro.
—Nelser no es el peligro —matizó Luria—. Es Nuxlum.
—¡Pero ha saboteado la computadora de la nave! —gritó Paws.
—Sólo es una sospecha —insistió Luria—. Keil puede haber cometido un error fatal en la programación, o como él mismo sugiere, el sistema podría estar protegido frente a intromisiones no autorizadas. Hasta que no sepamos qué ha sucedido no deberíamos acusar a nadie.
—Para entonces será demasiado tarde —dijo Paws—. Si Nelser tiene la llave para salir de aquí, en forma de copia de seguridad de datos o como sea, propongo que le obliguemos a que nos la dé. Empleando la fuerza si es necesario.
Desde la confortable seguridad de su laboratorio en la colonia, Sare Nelser seguía con interés las conversaciones de sus subordinados que, ilusoriamente, creían sostener a sus espaldas. Tras emplear un programa depurador de la señal, las interferencias de la transmisión habían desaparecido y el debate que se sostenía en el puente le llegaba con una nitidez diáfana. Aunque pareciese increíble, ninguno de los conspiradores se había molestado en cerrar el canal de comunicaciones.
Qué se podía esperar de aquel puñado de necios, pensó.
Tras el incendio en la Newton volvió la monotonía habitual a la base. Con resignación, Paws, Luria, Glae y Keil volvieron a sus quehaceres de todos los días, convencidos de que su plan para abandonar el planeta había quedado definitivamente frustrado y tendrían que esperar a la nave cisterna que arribaría dentro de seis meses. Nadie creía que Keil fuese capaz de reparar los daños en la computadora de navegación. La Newton no era una nave segura, ya había cumplido su cometido trayéndolos a Nuxlum y nada hacía pensar que tuviese intención de conducirlos de vuelta a casa. Ya fuese Nelser el responsable, ya los ingenieros de la Tierra o un programa pertinaz que se negaba a obedecer, el hecho de confiar sus vidas a una máquina que se había mostrado abiertamente hostil era una acción temeraria. De modo que hasta que tuvieran una idea mejor, se verían obligados a continuar en la base a la espera de acontecimientos.
Como si Nuxlum observase silenciosamente sus fútiles intentos y quisiese burlarse de ellos, dos temblores de mediana intensidad tuvieron lugar al día siguiente para recordarles que sus breves existencias podían estar tocando a su fin. La torre de bombeo Oeste se había resquebrajado y la energía eléctrica quedó cortada durante dos horas. Nelser no dio demasiada importancia a estos percances, y cuando se restableció la energía se limitó a regresar tranquilamente a su laboratorio como si nada hubiese sucedido.
Aquella misma noche, tras una cena tensa en la que Nelser y Glae discutieron acaloradamente, se tomó la decisión de lanzar una de las dos cápsulas robot de que disponían para pedir ayuda a Econ III, el asentamiento humano más próximo a Nuxlum.
A regañadientes, Nelser utilizó la llave de mando para activar los códigos de lanzamiento. El gas azul celeste que expulsaba la única tobera del aparato iluminó unos instantes la plataforma de despegue para acabar siendo engullido por la negrura, apenas ascendió un centenar de metros. Si los mecanismos de la cápsula no se abrasaban al atravesar la corrosiva capa de nubes de Nuxlum, confiaban en que el artefacto llegaría a su destino dentro de cinco días. Pero de aquellos equipos de saldo que Indronev vendía al gobierno nunca había que esperar demasiado. Puede que el mecanismo de orientación no funcionase cuando la sonda se hallara en pleno espacio y acabase estrellándose contra la luna de Nuxlum, o el conversor de gluones no se encendiese a tiempo y la máquina se precipitara hacia el corazón de la estrella Cetus Moss. Por desgracia, las probabilidades de que aquello ocurriese eran mucho más altas de lo razonable. Quizás por eso Indronev había incluido en la dotación dos cápsulas en lugar de una.
Sorprendió que Nelser diese el visto bueno con relativa facilidad al lanzamiento de la sonda. Es posible que el doctor hubiese reconsiderado su postura a raíz de los últimos temblores, pero parecía más probable que con aquel gesto quisiese despejar suspicacias y facilitar los trámites de una evacuación que de todos modos sabía que no llegaría jamás. Nadie en Econ III iba a tomarse la molestia de enviar una nave de rescate a una colonia a siete años luz de distancia, sólo porque sus habitantes estuviesen inquietos por la actividad sísmica del planeta.
Suponiendo que tuviesen alguna nave para enviar.
Por lo general, la política de la Unión era muy restrictiva a la hora de dotar de medios a las colonias, y las únicas vías de comunicación entre ellas eran las naves de transporte que el gobierno enviaba periódicamente a los mundos de la frontera para recoger materias primas. No interesaba que los asentamientos tuviesen posibilidad de realizar intercambios de forma autónoma, ya que podría derivar en el futuro en una federación colonial al margen del gobierno terrestre, que degeneraría inevitablemente en secesión. La historia enseñaba lo propensos que eran los colonos que vivían lejos de la civilización a exigir el derecho de guiar su destino. Desde luego, las colonias desarrollarían dentro de algunas décadas la tecnología necesaria para construir sus propias naves estelares, pero ese momento estaba todavía muy lejos y no inquietaba a los legisladores, acostumbrados a pensar a corto plazo.
En el improbable caso de que Econ III contase con un vehículo remotamente similar a una nave espacial, era de esperar que no estuviesen dispuestos a compartirlo con sus vecinos de Nuxlum; especialmente si las razones que se esgrimían para solicitar ayuda eran dudosas.
Sus esperanzas de supervivencia no se hallaban en Econ III, una colonia tan mal abastecida como la de ellos. Sabían que dependían de sí mismos; y su prioridad principal se centraba ahora en el estudio de la causa de los terremotos, los misteriosos mascones. Si podían controlar los seísmos o al menos prevenirlos, aguantarían con vida lo suficiente hasta que la nave cisterna llegase al planeta.
Luria expresó su deseo de enviar al mascón más cercano un topo, máquina autoexcavadora empleada para encontrar vetas de mineral ocultas a grandes profundidades. Nelser no mostró entusiasmo por la idea, pero en realidad le traía sin cuidado la investigación geológica, y como la tarea serviría para que le dejasen trabajar en paz acabó accediendo.
Aunque la maquinaria del topo estaba diseñada para resistir condiciones de presión y temperatura extremas, fue minuciosamente revisada para evitar percances indeseables. Sólo tenían uno, y no podían permitirse el lujo de perder lo que quizás sería su última oportunidad de seguir vivos.
El topo inició su andadura a las 18.15, y llegó a su objetivo tres horas después; una velocidad modesta, teniendo en cuenta que el mascón se hallaba sólo a cuarenta kilómetros de la base. La máquina, pesada y lenta, no estaba concebida para cubrir grandes distancias. Podrían haberla transportado en el compartimiento de carga del explorador, pero a nadie le apetecía salir ahí fuera si no era imprescindible, y prefirieron seguir su avance a través del circuito de televisión incorporado.
Desde su laboratorio de geología, Luria se mordía el labio inferior observando el torpe deambular del topo, que acababa de detenerse sobre su blanco. Ya sólo le separaban del mascón diez mil ochocientos metros de roca y tierra en vertical. No alcanzaría su meta antes de dos o tres días, si todo iba bien y no se quedaba atrapado en el interior de su propio túnel.
Luria meditó sobre lo que Paws le había contado acerca de los atractores, y se preguntó si no llevaría razón. Nuxlum era un pozo sin fondo del que quizás no escapasen jamás. El universo, una masa heterogénea de cosas y seres vivientes, es un ser peligroso que interactúa caprichosamente con sus criaturas. Nuxlum, una de las piezas del tejido espaciotemporal, comenzaba a demostrar una tendencia sospechosa a no dejarles marchar. Tal vez recordase sus acciones y fuese capaz de volverlas contra ellos, por ejemplo, en su tentativa de huida. Si fuera cierto, ¿tendría algún sentido lo que estaban haciendo? Por supuesto que no. Estaban condenados, y ella lo sabía. De alguna forma, su mente irracional siempre lo había sabido.
Giró su atención hacia la cubeta situada al extremo de su banco de trabajo. La masa orgánica que constituiría el cerebro de su hijo ya estaba lista para albergar los diez terabytes de información que los médicos habían conseguido rescatar. Aquella misma noche insertaría el chip que había traído desde la Tierra en el ordenador del laboratorio, y mediante una interfaz transferiría la información de las retículas atómicas a las neuronas de la cubeta. Las dendritas del tejido codificarían mediante complicados enlaces químicos la esencia de su hijo Dane, volviendo a traer su conciencia al mundo de los vivos.
Sus recuerdos no se habían perdido para siempre, estaban con ella allí, a ochenta años luz de la Tierra. Su cuerpo se había desintegrado en un puñado de cenizas, pero su mente era inmortal. Una lágrima se deslizó por su mejilla al recordar a su hijo postrado en el lecho de muerte del hospital, rodeado de tubos y sondas. El universo no había sido justo con él, Dane había sido brutalmente arrancado de la vida con tan solo ocho años. ¿Por qué? ¿Quién decidía los seres que morían y los que podían seguir viviendo? ¿Era el universo? ¿Dios? ¿Qué derecho tenía cualquiera de ellos a eliminar a un niño de ocho años?
Tal vez, y citando a Paws, el talento de sobrevivir con dignidad en el cosmos se heredaba como el tamaño de las orejas. Ella no había heredado ese talento. Si algo le había transmitido a su hijo por herencia era la habilidad de atraer la desgracia sobre sí. Las cartas habían sido repartidas al principio de la partida, y ni ella ni Dane llevaban juego. Jamás podrían ganar a menos que hicieran trampas.
Aquel intento de revivir a su hijo era la única forma que conocía de engañar al destino. ¿Realmente lograría resucitar a Dane? Suponiendo que el biochip, en lugar de diez terabytes, hubiese conseguido rescatar toda la información de su cerebro, ¿tendría una copia exacta de la mente de Dane? En términos de información sí, pero Dane sólo había existido uno; era un ser único e irrepetible. Técnicamente podrían existir cientos de copias, miles tal vez de su información neuronal. Pero un ser vivo trascendía al conjunto de información almacenada químicamente en su cerebro. La vida no podía definirse simplemente en términos de bits, estaba convencida de ello. Tenía que ser algo más.
Para facilitar la comunicación con su hijo se había provisto de un proyector holográfico, que recrearía una imagen tridimensional de Dane tal como era antes de ingresar en el hospital. Resultaba demasiado frío dirigirse a una cubeta llena de tejido nervioso. Los gestos del holograma serían controlados por la masa encefálica mediante un módulo transductor. Dane podría verla y oírla a través de microsensores colocados junto a la cubeta, que transmitirían la información directamente al cerebro artificial. El sueño de hablar con su hijo sería tan real como la ciencia se lo permitiese, aunque una vez desconectase el proyector, el espejismo se desvanecería y volvería a contemplar un montón de carne informe sobre su banco de trabajo. Tal vez con el tiempo acabase prescindiendo del holograma, pero de momento necesitaba aquella ilusión, necesitaba hablar a un ser humano, o por lo menos a algo con apariencia humana.
¿Y si la niebla sólida que vio en el corredor fuese su alma? ¿Y si su hijo trataba de advertirle que no continuase por ese camino? Puede que no fuese lícito resucitar su conciencia, y estuviese a punto de transgredir alguna desconocida ley universal que prohibía fabricar emulaciones de los muertos. Si a través de un ordenador iba a recuperar la información de la mente de Dane, ¿no estaría trayéndole a él mismo?
—Espero que me perdones por lo que estoy haciendo —murmuró, descansando la cabeza sobre ambas manos.
Sus dedos tocaron casualmente la escama que llevaba adherida tras una oreja. Se suponía que Nelser estaba analizando la actividad eléctrica de su cerebro para curarla de una supuesta enfermedad mental, pero Luria temía que aquél fuese un pretexto para leer sus pensamientos. No podía confiar en Nelser, especialmente después del incendio en el puente de la Newton. ¿Cómo se había enterado de que querían huir del planeta? ¿Les espiaba? En su clínica no disponía de monitores de vigilancia, o ella no los había visto. ¿Acaso leía directamente su cerebro a través del emisor?
Luria se arrancó la escama y la sostuvo unos segundos entre el pulgar y el índice, antes de partirla por la mitad y tirarla al suelo. Qué estúpida había sido. Nelser era el mayor bastardo que había conocido, y ella había caído en la trampa como una colegiala.
El pitido del intercomunicador la asustó.
—Soy Nelser. Las señales de su EEG acaban de cortarse bruscamente. Quizás se le ha caído accidentalmente el emisor telemétrico. ¿Le importaría revisarlo?
—Le ruego que no me entretenga —respondió Luria—. Me desagradan las interrupciones en mi trabajo tanto como a usted.
—Sólo será un momento —insistió el anciano—. Por favor, compruébelo.
Luria miró con rabia el micrófono, imaginándose al médico delante de ella diseccionando sus pensamientos como uno de sus cadáveres.
—No se me ha caído accidentalmente. ¿Quiere dejarme en paz?
Su interlocutor tardó unos segundos en asimilar el significado de la contestación.
—De modo que va a interrumpir el tratamiento —dijo.
—¿Qué tratamiento? Accedí a llevar voluntariamente este aparato sólo para no oírle. Y ahora voluntariamente he cambiado de opinión.
—Sabe que puedo obligarla a llevarlo si yo lo deseo, Luria.
—Dudo que sus atribuciones lleguen a tanto. El reglamento especifica que no puede imponerme un tratamiento contra mi voluntad, a menos que se ponga en riesgo la salud de los demás.
—No le corresponde a usted valorar si existe una situación de riesgo. Preséntese inmediatamente en la clínica y volveré a colocarle otro sensor de telemetría.
—No pienso ir a su clínica; así que si me lo permite, continuaré con el seguimiento del topo. Acaba de iniciar la perforación y debo dirigirle instrucciones por radio.
—No se lo permito. Luria, ¿se da cuenta de que está infringiendo una orden directa de un superior?
—Adelante, descuénteme tres meses de sueldo. Gracias a usted, puede que ninguno de nosotros vivamos lo suficiente para disfrutar de nuestra primera paga.
—¿Insinúa que yo provoqué el incendio en la Newton? Definitivamente, no está en sus cabales.
—No soy la única que lo piensa, y no trate ahora de fingir sorpresa. Estoy segura de que se enteró de todo lo que discutimos a bordo de la nave. Alguien dejó abierto el circuito de radio, y apuesto a que usted se hallaba al otro lado escuchando.
—Mire, no iba mencionarlo para no preocuparla, pero he detectado registros anómalos en su electroencefalograma que evidencian una incipiente epilepsia parcial.
—Sé perfectamente por qué tiene tanto interés en estudiar mi actividad cerebral, Nelser.
—Su problema es que no tiene conciencia de que está enferma; y además ha desarrollado delirios paranoides que acabarán desequilibrándola por completo. Ahora me implica a mí en una conspiración contra usted, pero no tardará en desconfiar también de sus compañeros; y al final, no se fiará ni de sí misma.
Luria cerró el comunicador. Con la punta del zapato machacó la escama que había tirado al suelo, desmenuzándola en diminutos cristales hasta asegurarse de que estaba completamente destruida.
Delirios paranoides. El viejo se había propuesto declararla legalmente incapaz porque era molesta para él.
Por otra parte se preguntó si las ideas de Paws acerca de los atractores de mala suerte no la estarían obsesionando. Realmente no tenía ninguna prueba de que esos atractores existiesen. Contemplar al universo como un organismo que trata de agredirte es el discurso típico de un paranoico. Y Nelser había estado escudriñando sus pensamientos. Conocía sus puntos débiles mejor que ella misma, y seguro que los utilizaría en su contra en el informe que debía estar preparando para enviarlo a la Unión interestelar.
Pero qué estaba diciendo. ¿Y si resultaba que el sensor telemétrico no era más que eso, un medidor de EEG? ¿Cómo podía estar segura de que Nelser espiaba sus pensamientos? Acababa de reducir a polvo lo que podría ser una sincera oferta de ayuda, movida solamente por una desconfianza ciega hacia el médico. Tal vez estaban siendo injustos con él. De acuerdo, Nelser tampoco ayudaba con su comportamiento, pero ¿acaso no lo habían condenado ya entre todos, sin darle siquiera la oportunidad de defenderse? ¿Y si no tuvo nada que ver en el incendio? Ellos habrían partido de todas formas a bordo de la Newton, abandonándolo a su suerte.
Una acción que les habría convertido en criminales.
El pitido del intercomunicador la sobresaltó de nuevo. Luria apretó los dientes.
—Haga el favor de dejarme en paz —dijo.
—Soy Keil.
—Perdona. Creí que eras Nelser.
—Lamento interrumpirte, pero acabo de descubrir algo del mayor interés.
Luria se acercó más al micrófono.
—Suéltalo.
—He descifrado parte del código de la señal que transmitía el cilindro. Me temo que ya sé por qué lo escondieron lejos de la base.