CAPÍTULO 12

Al regresar a la colonia comprobaron que Nelser seguía encerrado en su laboratorio e ignoraba las llamadas para que abriese la puerta; de modo que convinieron no contarle nada acerca del cementerio que habían descubierto. Si Nelser no quería tratos con ellos, así sería. Cabía incluso la posibilidad de que el doctor conociese la existencia del cementerio y lo hubiese ocultado deliberadamente. Fuera como fuese, llegaron al convencimiento de que sus vidas correrían un grave peligro cada día que permaneciesen en Nuxlum. El cementerio acababa de crecer con una nueva tumba, que posiblemente no sería la última si su estancia en el planeta duraba los diez años estipulados en sus contratos.

La reparación de la torre de bombeo sur cobró máxima prioridad. Había que poner en funcionamiento cuanto antes la extracción de gas branio para llenar los tanques de la Newton y despegar en el plazo más breve posible, una semana como máximo. Keil se dedicó intensivamente a la computadora de la nave. Tenía que lograr que el despegue fuese perfecto y el viaje de regreso a la Tierra se efectuase a la aceleración necesaria para alcanzar la velocidad Lisarz en tres meses de tiempo subjetivo. A nadie le importaban ya las sanciones a que se enfrentarían si regresaban a la Tierra antes del plazo estipulado. Por lo menos, allí vivirían para sufrirlas.

Nelser, ajeno a los preparativos de fuga de sus subordinados, continuaba en su laboratorio día y noche estudiando los datos que aquel interesantísimo animal le estaba proporcionando. Tenía suficiente material para trabajar durante al menos un año, pero estaba solo y ya no tenía el vigor físico ni la agilidad mental de su juventud para avanzar rápidamente. Luria podría ayudarle, pero no quería compartir con ella sus hallazgos. Aquel trabajo sería exclusivamente suyo. Sólo él poseía la preparación necesaria para llevar a buen término las investigaciones; Luria era una mujer sin experiencia que no sabría sacarle el jugo a aquellos datos aunque fuese realmente consciente de su valor. Además, sus signos de desequilibrio mental eran cada vez más evidentes. El ordenador que controlaba por telemetría su actividad cerebral había registrado unas peculiares curvas y crestas en los histogramas de aspecto muy sospechoso. Los datos todavía no eran concluyentes, necesitaba registros más abundantes y prolongados. Sabía perfectamente que la aparición aislada de aquellas crestas no serviría para fundamentar una petición de traslado, y menos aún para acordar una medida de reclusión forzosa en habitáculo aislado del resto de sus compañeros. Luria podría denunciarle después por detención ilegal, y no le apetecía en absoluto regresar a la cárcel si no estaba seguro de tener pruebas suficientes para incapacitarla.

Habría tiempo, pensó. La precipitación no era una buena aliada.

Nelser podía permitirse el lujo de tomarse las cosas con calma. Los demás andaban bastante nerviosos con los preparativos para el despegue de la Newton; y Keil, la persona en quien recaía la mayor responsabilidad de la operación, se encontraba al borde del agotamiento en sus intentos por entendérselas con el lenguaje de la nave.

Desde la sala de control de la base tenía enlace permanente con la computadora de la Newton, a la que dirigía instrucciones y recibía respuestas no siempre inteligibles. Francamente, había esperado que un equipo informático de última generación como aquél debía ser tan fácil de entender como su ordenador de bolsillo, pero no era así. Creía dominar la mayoría de los sistemas operativos de la Unión, y sin embargo sus conocimientos no estaban en modo alguno a la altura de las circunstancias. La Unión interestelar había diseñado un lenguaje especial de programación con múltiples variantes para cada máquina, con el fin de dificultar el acceso a sus sistemas de terceras personas. Había miles de dialectos, cada uno con un rosario de comandos propio que requeriría meses aprenderlos en profundidad. Keil sólo disponía de una semana, y los cuatro primeros días de trabajo los empleó en programar unos burdos algoritmos para controlar la refrigeración de los tanques de combustible. Le quedaba el noventa por ciento del trabajo, y debía realizarlo en menos de la mitad de tiempo disponible. El empleo de gas branio no estaba contemplado en la programación de los ordenadores, por lo que había que recalcular cada uno de los factores que intervenían en el despegue de una nave espacial, numerosos como granos de arena en una playa y entrelazados en una compleja red de forma que si un solo valor se calculaba mal, la aventura tenía muchas posibilidades de acabar en una colosal bola de fuego instantes después del despegue.

Glae entró a la sala de control, y Keil agradeció la interrupción para tomarse un respiro. Había perdido la noción del tiempo que llevaba pegado a la pantalla y empezaba a ver las figuras borrosas. La mujer le entregó una taza de café, que él agradeció con una leve inclinación de cabeza que le produjo un pinchazo.

—Acabaré fosilizado en este asiento —se quejó, frotándose la nuca—. Un día me vais a encontrar aquí petrificado, y necesitaréis espátulas para desprenderme.

—Todos estamos cansados —Glae se tocó la camiseta, para atestiguarlo. Estaba empapada. Sus brazos y hombros, apreciablemente musculosos, le brillaban por el sudor—. Te aseguro que el trabajo en la torre de bombeo es más duro que el tuyo.

La mujer se sentó sobre la consola, soltándose el pelo y sacudiéndolo con un gesto provocador. Keil se fijó en sus pequeñas orejas, con los lóbulos sin perforar. Glae jamás había llevado pendientes.

—El programa no podrá estar terminado en el plazo previsto —dijo Keil—. Creo que los diseñadores de la Newton no deseaban dar el menor margen de iniciativa a sus pasajeros.

—¿Qué quieres decir? —Glae sopló un poco a su café para que se enfriara.

—Bueno, básicamente todos los parámetros están predeterminados desde su inicio. La nave podría viajar al corazón de la Vía Láctea y regresar a la Tierra sin intervención humana, siempre que en las condiciones fijadas al inicio de la misión estuviese contemplada la ruta. Es lo que se conoce como sistemas autónomos de alta invariancia. El ordenador es un sistema experto que puede tomar sus propias decisiones sin necesidad de consultar a la Tierra, pero siempre respetando los objetivos de la misión. No está concebido para que un programador humano modifique las condiciones iniciales durante el transcurso del viaje.

—Déjate de invariancias y sistemas expertos, y arréglatelas para tener la nave lista dentro de tres días. Los aspectos técnicos no me interesan.

—Lo único que quiero es que comprendas la complejidad del proceso, Glae. No se pueden hacer milagros.

—Pues tendrás que hacerlos. Queremos abandonar Nuxlum cuanto antes.

—Haré lo que pueda, pero no prometo nada —Keil había advertido cómo Glae acortaba distancias y se colocaba cerca de él. Disimuladamente, deslizó hacia atrás su sillón para aumentar la distancia de seguridad—. ¿Cómo va la extracción del branio?

—Bastante bien. Luria está solucionando los problemas de purificación, así que tendremos suficiente gas para llenar los tanques en el plazo previsto.

La mujer se las había arreglado para aproximarse de nuevo a él. Keil advirtió que le miraba de una forma extraña, como si le desnudase con los ojos.

—¿Habéis informado a Nelser de nuestras intenciones? —inquirió.

—Que se pudra. Lleva días encerrado en su laboratorio sin querer tratos con nosotros. A lo mejor se ha muerto —sonrió.

—Tú conocías a qué se dedicaba Nelser antes de venir aquí. Me refiero a su pasado como forense.

—¿Qué importancia tiene eso ahora? —Glae frunció el ceño.

—Sospecho que el doctor podría haber matado a Reyan. Tal vez por el musgo de oxígeno que descubrió Paws en la cueva.

—En tal caso, razón de más para que lo abandonemos. Así podrá dedicarse a estudiar su horrible cordero todo el tiempo que quiera.

—Me gustaría saber si llegaste a tratar personalmente con él. Por un lado me parece la clase de persona sin escrúpulos que sería capaz de matar, pero por otro no estoy seguro.

—¿Por qué?

—Es demasiado inteligente para cometer otro error. No creo que el musgo tenga otro interés para él que el puramente científico. Tal vez con diez años menos sus intenciones habrían sido otras, pero ahora Nelser no desea enriquecerse. Está aquí por propia voluntad, cumpliendo una especie de autopenitencia.

—Por suerte no llegué a conocer a ese carnicero personalmente —dijo Glae—, pero sé bastante de sus andanzas. Yo no recordaba quién era hasta que Nelser mencionó el nombre de Elius Delta.

—Si regresásemos a la Tierra ahora y el doctor no fuera realmente el culpable de la muerte de Reyan, ¿no correríamos un grave peligro durante el viaje? El verdadero asesino únicamente tendría que esperar a su turno de vigilancia para matar al resto de la tripulación, que estaría durmiendo en sus camas de estasis. Así volvería a la Tierra solo y no tendría que compartir los beneficios de la venta del musgo.

Glae sacudió la cabeza.

—Imaginas excusas para dilatar tu trabajo. El despegue será dentro de tres días, conforme a lo previsto. Los resultados de la autopsia no revelaron el menor indicio de que Reyan fuese asesinado. Luria contrastó los análisis y llegó a la misma conclusión.

—Existen venenos mortales que no dejan rastro en el organismo. El propio Nelser me lo dijo.

—Conjeturas.

—Tú podrías haber matado a Reyan usando uno de esos venenos.

La mujer ni siquiera se inmutó.

—Desde luego —respondió fríamente—. Y puestos a imaginar, tú también.

—Esta mañana revisé tu expediente. Sé por qué acabaste en Elius Delta. Mataste a puñaladas a un ladrón que pretendía robarte la cartera.

—Los expedientes son secretos. ¿Cómo has podido…?

—Tengo mis recursos.

Glae apretó los puños, pero no iba a dar a Keil el placer de verle nerviosa. Se relajó.

—Fue en legítima defensa —dijo—. El canalla llevaba una pistola.

—¿Entonces por qué le clavaste el puñal diecisiete veces? La primera herida ya era mortal de necesidad, le atravesaste el corazón con una cuchillada certera, y a pesar de eso seguiste apuñalándole.

—Ya contesté a esas preguntas en el tribunal, y no voy a hacerlo ahora.

—Recuerda el incidente en el garaje. Reyan nos sancionó con una multa de tres meses de sueldo por utilizar el explorador sin su permiso. Tú te encaraste con él, realizando una insinuación malévola acerca de lo corta que podría ser su vida. Unas horas después, Reyan era encontrado muerto en su despacho. Qué desdichada coincidencia.

Glae le miraba fijamente. Recordaba a la perfección aquella escena.

—Pensaba que podríamos ser amigos, Keil —bajó de la consola de un salto—. Pero veo que estás desvariando.

—No estoy tan seguro.

—Mira, me da igual lo que pienses de mí —Glae arrugó el vaso de plástico. El café se derramó entre sus dedos—. Te has inventado todo este cuento para tratar de distraer la atención de ti mismo.

—¿Qué?

—Por lo que he oído de ti, saqueaste el despacho de Reyan la noche en que fue encontrado muerto. Hay grandes posibilidades de que sepas mucho más sobre su muerte de lo que aparentas —Glae rodeó su sillón, como un depredador que estudia el momento para atacar—. Viniste a Nuxlum por dinero. Querías trabajar durante diez años y luego vivir de las rentas el resto de tu vida. Puede que a Nelser ya no le interese el dinero, pero a ti sí. Estoy segura de ello.

—Eso es absurdo.

—Tus acusaciones también lo son. Reyan murió ahogado en su propio vómito. Se quedó dormido y regurgitó la cena. Acabó asfixiado.

Glae cogió un pañuelo para limpiarse las manos. Él la contempló con aprensión, recordando con repugnancia el charco bilioso que había junto al cadáver cuando entró al aseo.

—Enfrentarnos entre nosotros no va a ayudarnos a salir de este lugar —declaró ella.

Keil afirmó con la cabeza y ambos callaron durante un rato. Quizás había llegado demasiado lejos en sus acusaciones, meditó. Pero había algo en esa mujer que le inquietaba.

Y que al mismo tiempo le atraía.

—He estado pensando en el cementerio —dijo Keil—. Al comparar las inscripciones de las lápidas observé que los cuatro empleados de Indronev fallecieron en un intervalo de un mes, pero no he podido encontrar ninguna referencia sobre las muertes en los archivos. Y eso que uno de ellos era el ingeniero jefe de la base.

—Puede que haya más tumbas cerca de aquí, en otros cementerios que no hemos descubierto todavía.

—Quizás, pero no me apetece salir ahí afuera para comprobarlo. Toda la información acerca de las muertes fue convenientemente eliminada de los archivos.

—¿Piensas que algo de este planeta mató a Reyan?

El silencio de Keil fue suficiente respuesta para ella. En realidad era una creencia compartida por el resto de su compañeros, aunque nadie se había atrevido a expresarla en voz alta. Si pensasen de otro modo, no estarían tan ansiosos por huir de Nuxlum.

—Hay demasiadas cosas de este lugar que me asustan —reconoció Keil—. Y el cilindro que trajimos aquí, no sé, pero…

—¿Qué has averiguado?

—Nada, y precisamente eso es lo que me preocupa. Si supiera para qué sirve estaría más tranquilo. Por sus características parece una especie de repetidor de señal. Emite un haz de emisión codificada hacia la luna de Nuxlum. He tratado de descifrar la emisión sin resultado. Necesitaría dedicarle más tiempo, y las labores de programación de la Newton me consumen todo el disponible.

—Hacia la luna de Nuxlum —repitió Glae—. Interesante.

—Sí. El espeso manto de nubes nos impide ver el firmamento, pero la luna está justo sobre nuestras cabezas, en rotación sincrónica. Un día en que las condiciones de visibilidad sean óptimas la encontraremos en el cenit. Su tamaño es muy modesto en comparación con este planeta, apenas setecientos kilómetros de radio. Carece de atmósfera y su superficie está plagada de cráteres. Una roca aparentemente sin interés.

Keil se volvió hacia la consola e hizo aparecer en pantalla una imagen del satélite, un mundo yermo y gris tan vulgar como los miles de lunas descubiertas por las sondas de la Unión en sus viajes a través de la galaxia.

—¿Podría haber vida allí arriba? —inquirió Glae.

—En la superficie no. En el subsuelo, quién sabe; pero no parece probable.

—Alguien nos está observando desde la luna. Y utiliza la antena para espiarnos.

—Quizá.

—Tendremos que destruir el cilindro.

—¿Qué ganaríamos con eso? Podría sernos útil en el futuro.

—Hasta ahora no lo ha sido. Y dentro de tres días nos vamos a largar de aquí, de modo que sólo nos está estorbando. Destruyámoslo.

Keil negó con la cabeza.

—No hasta que sepa qué es.

—Paws estuvo a punto de morir por culpa de ese trasto.

—Precisamente. Después del trabajo que nos ha costado traerlo no vamos a deshacernos de él todavía.

Glae entornó los ojos. Le dirigió una mirada de rabia que heló el aire que se interponía entre ellos.

—En fin, qué importa —la mujer se encogió de hombros—. Dentro de tres días nos habremos ido de aquí.

—Sí —Keil apartó la vista de aquella mirada glacial y se concentró en la pantalla del ordenador—. Antes de abandonar el sistema me gustaría echar un vistazo a la superficie de la luna. Me intriga saber qué hay allí, y si guarda alguna relación con las muertes de los empleados de Indronev. Según mis cálculos, tenemos suficiente combustible para situarnos en una órbita baja tras abandonar Nuxlum. ¿Qué opinas?

Keil no obtuvo respuesta. Al girar su asiento comprobó que estaba hablando solo.

El campo visual de Paws se había reducido a un torbellino de colores que le arrastraba hacia el centro. Un torrente de imágenes calidoscópicas le rodeaban cambiando rápidamente de forma e intensidad, de modo que apenas podía fijar su atención en alguna de ellas más de una fracción de segundo. El inductor de multirrealidad desplegaba en su cerebro un caudal de información inabarcable y mareante, pero a la vez sumamente atractivo. Paws no podía dejar de mirarlo, pese a que sus ojos estaban cerrados en el interior de la campana de neoplástico. Las imágenes se proyectaban directamente en el córtex, y el hecho de cerrar o abrir los ojos era intrascendente para la recreación de los mundos de realidad múltiple.

Su cabeza estaba a punto de estallar, pero él se aferraba con energía al sillón. Su amigo Bloud no logró sobrepasar el nivel séptimo, y el ya había rebasado holgadamente el octavo. La descarga masiva de sensaciones en su cerebro amenazaba con achicharrarlo, pero a él le daba igual; era la rata de la jaula que pulsaba sin control el botón del placer, no podía separarse de la máquina aunque su permanencia dentro de la campana significase que sus sesos comenzaran a hervir de un momento a otro. Bloud se abrasó en el séptimo y lo internaron en un psiquiátrico. Él era capaz de aguantar mucho más. Conseguiría llegar al décimo.

Se prometían sensaciones indescriptibles para aquellos que franquearan el último nivel, se decía que era como alcanzar el nirvana, un estado de gracia que te acompañaba incluso estando fuera de la máquina. Oh, claro, llegado a ese punto tenías garantizada plaza en el manicomio, pero la experiencia debía merecer la pena. Sólo unos pocos llegaban al final, el resto se quemaba por el camino. Había que saber retirarse a tiempo antes de que el cerebro se te cociese en el interior de la campana. Bloud no fue consciente de sus limitaciones y por eso acabó embutido en una camisa de fuerza. Él sabía perfectamente hasta dónde podía llegar, desde luego que sí.

El torbellino multicolor se transformó en un pozo insondable. La sangre afluía a sus ojos con rabia, provocándole un fuerte escozor; pero no le importaba. El pozo se dilataba y encogía siguiendo su ritmo cardíaco. Zarcillos de energía brotaban a su alrededor, envolviéndole en un abrazo que le estremeció de placer.

Una luz cegadora apareció al fondo del túnel. Paws se llevó instintivamente las manos a los ojos para protegerse, pero lo único que consiguió fue sacudirlas inútilmente fuera de la campana de neoplástico. La luz reveló ser una bola de fuego de tamaño descomunal que se dirigía directamente hacia él. Los zarcillos de placer habían desaparecido, y Paws notó que el túnel multicolor se disolvía en la nada y daba paso a un vacío desagradable que le provocó un nudo en el estómago. El funcionamiento del inductor ya no resultaba satisfactorio, y una arcada contenida le recordó cómo había acabado Reyan sus días. Necesitaba aire para respirar, pero todo el espacio a su alrededor estaba pavorosamente vacío. No había aire, no había nada, sólo aquella bola de luz que venía desde el infinito directamente hacia él. Una bola de luz fría. Gritó y se debatió en el asiento tratando de buscar el interruptor que apagaba la máquina. La bola de fuego seguía creciendo de tamaño e iba a estrellarse contra su rostro. Sus dedos dieron con el botón, pero a pesar de todo la luz continuó avanzando hasta que impactó contra él.

Y le atravesó.

Aturdido, observó la escena a su alrededor. La luz había desaparecido. Sin embargo, un millar de constelaciones surgían de la negrura en un espectáculo fastuoso. No sabía dónde estaba. ¿Acaso había llegado al nivel diez? ¿Era aquello el ansiado estado de gracia? No experimentaba ningún bienestar, sólo una sensación de vértigo y el estómago revuelto. El dolor de cabeza era insoportable. Quería salir de allí, pero el botón de apagado no funcionaba. La campana de neoplástico se había pegado a su cabeza como una lapa y no tenía intención de soltarlo. Paws estaba atrapado y sus miembros inmovilizados en el sillón. No obstante, podía moverse a través del vacío, girar sobre sí mismo y contemplar las constelaciones desde distintos puntos de vista. Paws alargó una mano inmaterial hacia una estrella roja. El panorama cambió por completo.

Un planeta ardiente. Los océanos hervían, las aguas se teñían de un color bermellón. ¿La Tierra? No lo parecía. Extrañas formas vivas surcaban los mares, ascendían al cielo y caían en picado como teas encendidas. El aire era irrespirable, fuego que incendiaba los pulmones, inmensas columnas de humo se levantaban por doquier, continentes enteros ardían como antorchas. Paws se preguntó si en lugar de alcanzar el nirvana, no se estaría precipitando por el abismo del infierno.

Sus pensamientos debieron interactuar con el mundo de algún modo, porque se encontró cayendo al fondo de una grieta. Lenguas de magma brotaban por todas partes, seres de aspecto desconcertante se despeñaban de lo alto y rebotaban en las paredes hasta quedar convertidos en cenizas. Bajaban a cientos, a millares, sus casas se desmoronaban como castillos de arena y caían con ellos y sus pertenencias.

Boqueó. No podía respirar. Un fluido amargo ascendía por su tráquea e impedía el paso del aire. Recordó a Bloud y se maldijo por ser tan necio de cometer el mismo error. La visión se le enturbiaba y el mundo le daba vueltas. Estaba acabado. Vaya una forma estúpida de morir. Tal vez hubiese alcanzado el nivel diez, pero nadie estaba con él para admirar su hazaña. ¿A quién podía importarle aquella cretina demostración de vanidad?

Inesperadamente, la campana de neoplástico se alzó sobre su cabeza. Paws vomitó sobre sus rodillas. Alguien le observaba desde la izquierda del sillón.

—Vaya un recibimiento —dijo Glae.

—¿Qué haces aquí? —el mecánico se limpió la boca y aspiró hondo. Miró a un lado y otro de la habitación para cerciorarse de que estaba definitivamente libre del inductor de multirrealidad y que aquello no era una alucinación.

—Oí gritos y entré. Pero si quieres que me vaya, bajaré la campana para que sigas con tu diversión.

Paws se levantó del sillón antes de que accidental o deliberadamente, la máquina pudiera volver a atraparle. Echó un vistazo al indicador.

—Tienes un aspecto repugnante —la mujer señaló las manchas de vómito en sus pantalones—. ¿No te da vergüenza?

—Métete en tus propios asuntos —Paws fue al lavabo a enjuagarse la boca y se cambió de pantalones allí mismo, sin importarle la presencia de Glae—. Este cacharro necesita un ajuste, nada más.

—Sabía que eras imbécil, pero no hasta qué extremo —Glae examinaba el indicador de multirrealidad, que marcaba el nivel noveno—. ¿No se murió un amigo tuyo pegado a una de estas máquinas?

—No se murió, se le frieron algunas neuronas. Después de todo, Bloud ya las tenía bastante deterioradas, así que no perdió demasiado.

Glae encendió un cigarrillo y negó con la cabeza.

—¿Cuál es tu problema? —dijo—. ¿No quieres aceptar la realidad tal como es? Hay formas de la multirrealidad mucho peores que tu propia vida.

Paws se puso a mascar un chicle de alcaloides y se tumbó en su catre.

—A todos nos gusta huir de la realidad de un modo u otro —respondió—. La mayoría ven películas o leen libros para evadirse, pero yo necesito algo más fuerte —eructó—. Y tú, Glae, ¿cuál es tu válvula de escape?

—¿Qué te hace suponer que tengo alguna?

—Déjame adivinar —la examinó detenidamente—. ¿Nunca has deseado que un platillo volante te raptase? Tienes cara de haber pasado una infancia difícil. La soledad te hizo recluirte sobre ti misma. Estoy seguro de que deseabas huir de una sociedad que no te comprendía, y vivir una nueva vida plagada de experiencias muy lejos del sistema solar.

—Los platillos volantes no existen. Son una leyenda.

—¿Tan segura estás?

—En un siglo de exploración, la Unión interestelar no ha encontrado el menor indicio de que exista o haya existido vida inteligente en la galaxia.

—La Unión apenas ha echado un vistazo a una parte insignificante de la Vía Láctea. Necesitará millones de años para explorarla por completo. Es probable que en alguno de los miles de mundos que faltan por visitar existan civilizaciones como la nuestra. ¿No te gustaría que una de sus naves te llevase a su planeta?

—No, si se trata de una civilización como la nuestra. Prefiero lo malo conocido.

—Vamos, Glae, sé que lo deseas, confiésalo. ¿Qué te impulsó a venir aquí? ¿Quizás la posibilidad de que ellos se encontrasen en Nuxlum?

—En absoluto. Fue el plan de reinserción de ex presidiarios —Glae sonrió al ver la cara de sorpresa que ponía Paws—. Estaba sin empleo cuando salí de la cárcel, y la Unión me ofreció este trabajo. Si hubiera podido elegir no habría venido.

—¿Qué hiciste para que te encarcelaran?

—No te importa —Glae lo pensó mejor: Keil se lo contaría de todos modos, y seguramente cargando las tintas—. Maté a un tipo que pretendía robarme. Fue en legítima defensa. Iba a pegarme un tiro para que no le identificase.

Paws dio un par de palmadas en la cama, invitándola a que se acercase.

—Me gustan las mujeres peligrosas. Son imprevisibles. Eso me excita.

Glae no se movió de su sitio y lo contempló con indiferencia.

—Vamos, vamos, deja de fingir. Lo estás deseando.

—El tío al que maté se parecía mucho a ti, Paws.

—Bueno, estoy indefenso. ¿Qué te impide acabar conmigo? —se puso cómodo. Tiró las botas al suelo y se desabrochó la camisa—. Cuéntame cómo lo mataste. ¿Lo estrangulaste? ¿Le rebanaste el cuello? ¿Cómo? Me gustaría saberlo.

Glae se aproximó a la cama.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Por favor. Estoy intrigado.

Un afilado cuchillo apareció en las manos de la mujer, con una rapidez que le dejó anonadado.

—Así —Glae situó el cuchillo sobre su corazón—. Lo trinché como un pavo.

Paws se limitó a sonreír bobamente.

—¿Qué sentiste al arrebatar una vida? —preguntó sin dejar de mascar su chicle, los ojos brillantes de emoción—. ¿Poder? ¿Placer acaso?

Glae guardó su cuchillo. Paws estaba condenadamente loco.

—He experimentado muchas cosas en los niveles de multirrealidad —continuó él—. Pero nunca ese sentimiento de poder absoluto sobre otro ser humano. El poder de segar su vida y liberar su alma.

—Cuando volvamos a la Tierra, pediré que te examine un psiquiatra —Glae se dio la vuelta.

—Espera —Paws se incorporó en la cama—. Hay algo que todavía no te he dicho.

—¿Qué te hace pensar que estoy interesada en oírlo?

—La máquina ha estado a punto de matarme. Si tú no hubieses aparecido hace cinco minutos por aquí, ahora estaría tieso.

—Paws, tus delirios paranoides me dan pena. ¿Crees en serio que las máquinas andan conspirando contra ti? Eres un individuo insignificante y estúpido al que ninguna máquina se tomaría el trabajo de asesinar.

—El elevado concepto que te has formado de mí me reconforta. Pero mientras me cambiaba de pantalones he observado que no me quitabas el ojo de encima. He despertado tu pasión.

—El único sentimiento que has despertado en mí no es la pasión, sino el asco.

—He estado en el infierno. ¿De verdad no quieres oír lo que vi? La gente caía al interior de la grieta. Océanos hirviendo, tierra calcinada, fuego y muerte por todas partes. Ha sido espantoso. Y en el momento justo, apareces tú y me rescatas del abismo. Creo que eso debe significar algo. Me gustaría que pensases en ello.

Glae meneó la cabeza.

—Espero verte en la torre sur dentro de una hora —dijo—. Hay que seguir trabajando.

La estridencia de la sirena de alarma interrumpió su camino hacia la puerta. Ambos intercambiaron una mirada de preocupación.