La cena en el comedor contó con una ausencia, la de Allis Reyan. El geólogo se había acostumbrado en los últimos días a cenar en su despacho, rehuyendo la compañía de los demás. En realidad no se le echaba de menos. Reyan levantaba tan pocas simpatías que nadie deseaba tenerlo cerca si no era imprescindible. Aquella noche en particular se perdió un festín estupendo. Nelser había preparado un sabroso plato de patatas rellenas que encantó incluso a Luria, poco dada a apreciar el talento culinario del doctor. Paws, que fue dado de alta para ayudar a reparar los desperfectos sufridos en la base tras el temblor, participó en la cena con un apetito voraz, repitiendo ración y apurando lo que se dejaron los demás en el plato, que fue bien poco. El mecánico amenizó la velada contando algunos chistes soeces que a pesar de su ramplonería, fueron muy celebrados por sus compañeros. Nadie hizo alusión al terremoto durante la cena, aunque todos los presentes lo conservaban vivamente en su memoria. El suceso podría reproducirse en cualquier momento, y ninguno apostaba un mísero cred devaluable a que la raquítica estructura aguantase.
El primer seísmo, de una intensidad moderada, ya había producido algunas grietas. Indronev utilizó en la construcción los materiales más baratos del mercado, facturándolos luego al gobierno como de primera calidad. Al suponer erróneamente que no podían desencadenarse terremotos en Nuxlum, los ingenieros habían aligerado la solidez del armazón para reducir costes e incrementar beneficios. Una fisura demasiado grande y morirían antes de que tuvieran tiempo de colocarse los trajes presurizados.
Tras los postres, Paws y Keil se quedaron a recoger la mesa mientras sus compañeros se retiraban a reposar la cena. La gentileza del mecánico no era gratuita. Había esperado a que se marchasen para hablar con Keil.
—Tienes que entrar esta noche —le recordó Paws.
—¿No sería mejor dejarlo para otra ocasión? —objetó Keil—. Los ánimos están muy alterados. Si Reyan me descubriese esta noche en su despacho, me cortaría las manos.
—Oí en la enfermería hablar a ese reptil con Nelser. Reyan pretende vender el musgo que yo descubrí a una compañía privada y hacerse rico. Registrar su despacho es una obligación moral. Quién sabes qué más sorpresas nos tiene reservadas.
—Pero él no puede vender el musgo. Todos sabemos que tú lo encontraste, y la Unión interestelar es la propietaria legal de cualquier descubrimiento que se realice en el planeta.
—Reyan no tendría escrúpulos en eliminarnos para que no haya testigos. Con o sin la colaboración de nuestro venerable cocinero.
—¿Qué tiene que ver Nelser en esto?
—El viejo fingió no estar interesado en la venta del musgo, pero miente como un bellaco. Nelser es más peligroso que Reyan; y mucho más listo.
—Estás equivocado. Sólo es un anciano inofensivo que ha venido aquí a pasar sus últimos días.
—Las apariencias engañan, Keil. El pasado de Nelser es turbio como el agua de una cloaca —Paws se llevó a la boca un resto de patata que encontró junto a una fuente—. Aunque hay que reconocer que el viejo es un chef de primera.
Acabaron de recoger la mesa y Keil se fue a su cuarto. Allí esperó hasta bien entrada la madrugada para asegurarse de que todos dormían. Se colocó los guantes de cuero cuarteado que Paws le prestó y, armado de su querido ordenador portátil, se encaminó al despacho de Reyan.
—Warmis, pórtate bien esta noche —susurró al aparato, mientras abría un panel eléctrico de la pared y conectaba uno de los cables a su ordenador.
Un programa secuenciador de claves comenzó a rastrear el código de entrada. Keil miraba nerviosamente a uno y otro lado, alerta a cualquier movimiento.
El cerrojo se abrió con un chasquido que se le antojó un trueno en el silencio de la noche. Las luces se encendieron servicialmente al traspasar el umbral. Respiró hondo y se dirigió directamente al escritorio: su primer objetivo era acceder al ordenador que el geólogo mantenía deliberadamente aislado de la red informática de la base. Como era presumible que hubiese colocado trampas antiintrusos, conectó a Warmis en paralelo con el ordenador de Reyan y ejecutó una aplicación especial para detectarlas y encontrar agujeros de protección.
Warmis le advirtió en pantalla que el proceso llevaría al menos diez minutos. Abrir la puerta sólo le había costado unos segundos, pero Reyan no era tan estúpido para confiar la seguridad de su ordenador a los programas de serie de Indronev, y se había instalado los suyos. Keil aprovechó la espera para registrar más a fondo el despacho.
Su búsqueda fue estéril. Reyan sólo guardaba porquería y papeles sin valor en los cajones. Su caja fuerte estaba cerrada a cal y canto, y no podría abrirla sin una llave especial de ADN que Reyan portaba siempre consigo.
—¿Cuánto te queda, Warmis? No tenemos toda la noche.
—Cuatro minutos para descifrar la encriptación, Keil.
—Muy bien. Voy a echar un vistazo a los aseos. Si detectas que alguien viene, avísame.
El despacho disponía de un cuarto de baño privado, privilegio exclusivo del jefe. Los demás carecían de semejantes comodidades y se veían obligados a utilizar los servicios comunitarios. Dada la poca imaginación que Keil le atribuía, era probable que Reyan hubiese escondido alguna sorpresa en la cisterna del retrete o dentro del estuche de la maquinilla de afeitar.
Sin embargo, no fue necesario encaramarse a la cisterna para descubrir la sorpresa que Reyan tenía preparada, porque nada más entrar al baño se la encontró delante de sus narices.
Allis Reyan era la sorpresa.
Lo halló tirado en el suelo boca arriba, en medio de un charco de vómito. Tenía los ojos teñidos de un amarillo bilioso y las fosas nasales obturadas con una mucosidad sanguinolienta. Los vómitos despedían un fuerte olor a alcohol. Keil observó que el grifo del agua caliente estaba abierto, aunque el desagüe no tenía tapón. El vapor empañaba los cristales del baño.
Le tomó el pulso, pero al cogerle la muñeca se dio cuenta de que estaba fría. El cuerpo presentaba en el lado en contacto con el suelo un color sonrosado. Era evidente que Reyan llevaba varias horas muerto.
A Keil se le presentó un gran dilema; por un lado debía llamar a sus compañeros para comunicarles la noticia, pero si lo hacía, no tendría excusa para justificar su presencia en el despacho de Reyan a aquellas horas de la madrugada.
—He conseguido entrar en el sistema operativo —informó la voz de Warmis desde el despacho—. ¿Inicio la copia de los ficheros?
Por otro lado, si se callaba y esperaba a que encontraran el cadáver al día siguiente, alguien podría descubrir que él había penetrado en el despacho la noche anterior. El mismo Paws podía perfectamente irse de la lengua, y los demás deducirían falsamente que Keil estaba relacionado con la muerte.
—¿Inicio la copia? —repitió su ordenador.
—Iníciala, Warmis. Y date prisa.
Era una advertencia inútil. El ordenador copiaría a la misma velocidad los datos, tanto si le urgía a ello como si no. Keil olvidaba con frecuencia que Warmis sólo era una máquina.
Contemplando el agua que desaparecía por el desagüe tuvo una idea. Provocaría un incendio en la oficina para que se activase la alarma. Miró al techo y comprobó que tanto el despacho como el aseo disponían de instalación antiincendios. No todas las dependencias de la base tenían ese lujo. El dormitorio de Keil, por ejemplo, carecía de él. Indronev había ahorrado dinero hasta en eso.
Warmis le anunció que la copia había sido completada. Keil recogió su ordenador, revisó el despacho para no dejar indicios de su visita que pudiesen ser descubierto por sus compañeros y prendió fuego a un fajo de papeles del escritorio, marchándose de la oficina.
Minutos después, Luria, Glae, Nelser, Paws y Keil, que se había despeinado para aparentar que acababa de levantarse, se presentaron en el despacho de Reyan. El fuego ya había sido apagado por el dispositivo de emergencia y flotaba en el ambiente un leve rastro de humo. Luria, al ver la puerta del baño entreabierta, fue la primera que descubrió el cadáver.
—Dios santo —murmuró, al tiempo que se arrodillaba junto al cuerpo para tratar de reanimarlo; intento del que desistió inmediatamente cuando lo tocó.
—Los signos de rigor mortis son notorios —dijo Nelser, acercándose al fallecido—. Debe llevar unas seis o siete horas muerto —le examinó la boca—. Hum. Tiene la laringe parcialmente obstruida.
—¿De qué ha muerto? —dijo Paws—. ¿De una borrachera?
—Por favor —le recriminó Luria.
—Es probable que Reyan se quedara dormido, y en mitad del sueño sintiese náuseas —dijo Nelser, palpando al muerto. Al presionar el abdomen, surgió por la boca un borbotón de bilis—. Moriría ahogado por su propio vómito.
—Tarde o temprano tenía que pasarle —sentenció Paws—. Bueno, yo me voy a la cama.
—¿Qué? —Luria se encaró con el mecánico—. ¿Cómo puedes ser tan insensible? Allis ha muerto y tú piensas en dormir. ¿Qué clase de persona eres?
—¿Qué clase de persona era Reyan? —replicó Paws—. ¿Acaso su muerte te ha hecho olvidarlo?
—Tiene razón —convino Glae—. No seamos hipócritas. Reyan era un puerco y todos vamos a salir ganando al perderlo de vista.
—Decís eso porque os sancionó con tres meses de sueldo —dijo Luria.
—No me importa un pimiento el dinero —dijo Glae.
—A mí sí —reconoció Paws—. Y a propósito, quiero saber si la sanción será mantenida —se volvió hacia el anciano—. Si no me equivoco, usted es el siguiente en el escalafón.
—Cierto —declaró Nelser—. Tras el fallecimiento de Reyan, me he convertido en el nuevo jefe de la colonia.
—¿Qué hará con las sanciones? ¿Las mantendrá?
—Eso dependerá del comportamiento de ustedes. Vamos a vivir una larga temporada aquí dentro, y por nuestro propio interés debemos cooperar si queremos convivir de una forma armoniosa.
Paws frunció el ceño, pero tras unos segundos de vacilación consideró satisfactoria la respuesta y se marchó a seguir durmiendo, tal como había anunciado.
—Doctor Nelser —intervino Keil—, Reyan guardaba bajo llave el cilindro que encontramos fuera de la base. Considero prioritario que lo saquemos de la caja fuerte para estudiarlo.
—Es una buena idea —Nelser quitó al cadáver la llave de ADN que Reyan llevaba colgada del cuello—. Tal vez se trate de un simple sismógrafo, a la vista de los recientes acontecimientos, pero debemos estar seguros. Keil, encárguese usted del asunto.
Acercaron el cadáver de Reyan a la caja fuerte. Nelser colocó la llave entre los dedos del muerto y la insertó en la ranura. La llave no respondería a la mano de ningún otro usuario hasta que Nelser tuviese tiempo de reemplazar el código con una muestra de su propia sangre.
La caja fuerte contenía únicamente el cilindro metálico y un par de botellas de whisky terrestre gran reserva, que Reyan había escondido allí temiendo que alguien se las quitase.
—Desearía un informe mañana a mediodía de lo que haya podido averiguar —dijo el anciano.
—Se lo llevaré personalmente a su laboratorio, doctor —Keil cogió el pesado cilindro, y viendo que se le escapaba de las manos, Glae le ayudó a sacarlo del despacho.
A Luria, que había contemplado en silencio cómo el anciano impartía tranquilamente órdenes mientras el cadáver de su antiguo jefe seguía en el suelo, no le agradaba en absoluto la naturalidad con que ejercía su nuevo cargo. Nelser tomó conciencia del recelo de la mujer al cruzarse sus miradas durante un breve instante.
—¿Alguna sugerencia? —preguntó él.
—Debería practicarse una autopsia al cadáver.
Nelser alzó una ceja.
—Interpreto que está cuestionando mi dictamen.
—En absoluto, pero sería conveniente despejar dudas.
—Tengo mucho trabajo que hacer y ahora no puedo perder el tiempo en eso, sobre todo estando claras las causas de la muerte.
—Yo le ayudaré, si me lo permite.
—¿Usted? —Nelser sonrió—. No la considero profesionalmente capaz para este trabajo.
—Tengo similar preparación a la suya en ese aspecto.
—Tal vez ignora que ejercí de médico forense durante quince años.
—No estoy pidiéndole realizar la autopsia en solitario; sólo que me deje ayudarle.
—Sé lo que me está pidiendo, no hace falta que me lo repita —Nelser la observó fijamente—. Creo, doctora, que atraviesa por un período de inestabilidad emocional que está interfiriendo seriamente en su percepción de la realidad.
Luria entreabrió la boca, perpleja.
—No ponga esa cara —dijo Nelser—. Conozco lo que sucedió en el corredor de su laboratorio durante el terremoto, como también esa extraña creencia suya de que puede anticipar lo que va a ocurrir con una antelación de segundos.
—¿Se lo ha dicho Keil?
—Sí, pero no debe reprochárselo. Su amigo está seriamente preocupado por su salud y ha hecho lo correcto pidiéndome consejo. Por mi parte, he observado una falsa sensibilidad suya hacia olores y sabores que a los demás nos pasan inadvertidos.
—Su pan estaba contaminado. Usted mismo halló una cepa bacteriana extraña en el tanque de levadura.
—Deje de engañarse a sí misma. Nunca debió venir a Nuxlum. Atravesaba un momento trágico y huyó de su casa porque había demasiados recuerdos en ella. Su único hijo acababa de morir y usted se había quedado sin empleo. Tuvo que hacer frente a aquellas desgracias completamente sola, y eso ha quebrado su equilibrio psíquico. Además, el intento de revivir en un tejido seudocerebral los recuerdos de su hijo es desde el punto de vista psiquiátrico totalmente desaconsejable.
—No tiene ningún derecho a llamarme loca.
—Pues reúne los síntomas de una epilepsia parcial, que si no es tratada a tiempo podría degenerar en una crisis convulsiva. Hasta ahora sólo presenta una sintomatología sensorial, como alucinaciones visuales, olfativas y…
—Haré constar su negativa a practicar la autopsia en un informe que entregaré al capitán de la primera nave cisterna que aterrice.
—Otro claro síntoma de su delirio. Piensa que se ha producido un asesinato y que yo quiero encubrirlo. Vuelva a insistir en el tema y me veré obligado a relevarla de su cargo y confinarla en el sector norte.
—Estoy segura de que eso es lo que desea —Luria dio media vuelta y abandonó el despacho.
Nelser cabeceó y echó una mirada despreciativa al cadáver, ladeándolo con la punta del zapato. Salió del baño y contempló interrogativamente el cajón del escritorio de donde había partido el incendio. Era evidente que Reyan no podía haberlo causado, pues llevaba varias horas muerto. Alguien había entrado en el despacho y, accidental o intencionadamente, había provocado que ardiesen algunos papeles. Nelser alzó los restos medio quemados, pero se trataba de crucigramas y garabatos que Reyan realizaba cuando no tenía nada mejor que hacer.
No era lógico que alguien quemase unos cuantos papeles sin valor, a menos que buscase intencionadamente que se disparara la alarma. Pero ¿por qué? Quizás uno de sus compañeros había entrado a robar y se había topado con la sorpresa del cuarto de baño. Aunque también cabían otras posibilidades.
Pulsó el intercom del escritorio.
—Glae, Keil. Cuando estén libres, traigan una camilla y lleven a Reyan a la cámara frigorífica.
Nelser regresó a su habitación y reanudó el sueño que la alarma había interrumpido. Durmió profundamente.
Luria no gozó de un descanso similar. La desazón había prendido en ella y no la dejó conciliar el sueño salvo en un par de ocasiones, en las que hubiera preferido estar despierta. El impacto de los sucesos de la noche había hecho mella en su subconsciente, proporcionándole una variada colección de imágenes horribles que ilustrarían sus pesadillas durante las próximas semanas, en las que se le aparecía su hijo hablándole a través de una niebla que se iba solidificando lentamente en un rostro, y que de pronto se transformaba en una cabeza peluda llena de dientes largos y afilados. Un temblor hacía vibrar las paredes de un estrecho pasillo en el que se quedaba atascada. Las paredes aprisionaban su cuerpo y detrás escuchaba el sonido de uñas arañando el metal.
Agradeció con alivio el timbre del despertador. Luria se encontró con la almohada mojada por la transpiración y el pijama pegado a su piel.
La ducha la libró del olor a sudor, aunque apreció un aroma peculiar del agua, como si el circuito purificador se hubiese estropeado de nuevo. ¿Estaría Nelser en lo cierto? Desconfiaba de él, pero la posibilidad de que realmente estuviese enferma empezaba a inquietarla.
Sobre su cabeza escuchó un leve rumor.
Luria cerró el grifo. Silencio. Cogió la toalla y se secó con cuidado para no hacer ruido, pero no escuchó nada. Creyendo que se trataba de imaginaciones suyas, terminó de asearse y se vistió.
Al abrir la puerta del dormitorio, el rumor se repitió con más claridad. Luria tragó saliva y miró al techo, viendo perfectamente cómo una sombra cruzaba por detrás de una de las rejillas de ventilación.
Sin pensarlo dos veces —sabía que si se paraba a pensarlo, no reuniría el valor suficiente—, se subió a una silla y alzó el respiradero, introduciendo la cabeza para mirar. El conducto estaba oscuro y no pudo ver nada, pero sí oyó un ruido de pezuñas que se alejaba.
—Luria, ¿qué haces ahí subida?
La mujer se sobresaltó y apenas consiguió mantener el equilibrio. Paws la observaba divertido.
—¿Cómo has entrado?
—La puerta estaba abierta —dijo él—. ¿Algún nuevo tipo de gimnasia matinal?
Luria bajó de la silla, dudando en contar lo sucedido.
—Es bueno para la circulación —respondió.
—Doctora, ¿tengo cara de cretino? —pero antes de que ella tuviera ocasión de replicar que sí, se apresuró a añadir—: yo también lo he oído.
—¿Oír el qué?
—Si vas a seguir tratándome como un idiota, será mejor que me vaya.
Luria lo cogió del brazo.
—Discúlpame, todos creen que estoy loca. Por eso no quería decírtelo.
—Es lo mismo que yo sospecho que pensáis de mí —Paws formó un globo con el chicle que mascaba, que explotó en su nariz—. Esta mañana oí algo raro correr por el techo. Una especie de arañazos, o…
—¿Un arrastrar de pezuñas?
—Yo no lo definiría mejor.
Luria suspiró. Aquélla era la prueba de que no estaba loca. Nelser ya podría meterse su diagnóstico de epilepsia parcial donde le aprovechase.
—Sin embargo, puedes apostar a que los demás no lo han oído —añadió Paws.
—¿Por qué?
—Tú y yo poseemos un magnetismo especial respecto a este lugar.
—Ni yo ni nadie de mi familia ha tenido jamás alguna cualidad fuera de lo normal.
Como no sea la de acumular desgracias, reflexionó. En eso se las pintaba sola.
—No me refiero a cualidades extrasensoriales —aclaró Paws—, por lo menos en el sentido vulgar de la palabra. ¿Has oído hablar de los atractores?
—Hay muchas clases de atractores.
—Me refiero a los de carne y hueso. El cosmos es mucho más que espacio vacío y estrellas, es un animal inteligente que interactúa con sus componentes. Muchas veces me he preguntado por qué algunas personas tienen suerte en todo lo que hacen mientras otras fracasan estrepitosamente, por mucho empeño que pongan. ¿Tú no?
—Todos nos hemos hecho esa pregunta alguna vez —reconoció Luria.
—Existen personas con la capacidad de amoldarse al animal, y gracias a ello prosperan. Tienen suerte. Pero otras, la mayoría, no lo consiguen y sufren las consecuencias. Puede que la capacidad de conectar con el entorno se deba a alguna forma de biorresonancia todavía no descubierta, que se herede como el color del pelo o el tamaño de las orejas.
—Qué idea tan absurda —sonrió ella.
—Imagínate el espaciotiempo como una malla elástica. Nosotros estamos en la superficie de la malla, y creamos una depresión de acontecimientos a nuestro alrededor que no podemos remontar. Por el contrario, hay tipos que se encuentran por encima de la malla, y en lugar de un pozo crean una elevación. Pueden influir en el espaciotiempo en lugar de ser influidos, dominar en vez de ser dominados. Todo les sale bien y lo atribuyen a la casualidad; pero sin saberlo, dirigen esas supuestas casualidades en su favor como un imán las limaduras de hierro.
—¿Y tú piensas que nosotros tenemos esa habilidad? No puedo creerlo.
—Al contrario. Somos un ejemplo típico de atractores de mala suerte; y dudo que alguno de nuestros compañeros posean grandes dosis de biorresonancia, o no habrían venido a parar a este planeta.
—En ese caso, no sé adónde quieres llegar a parar.
—Tal vez en Nuxlum nuestra desventaja pueda volverse en nuestro favor —dijo con su sonrisa más seductora, al tiempo que se acercaba a ella—. Luria, tú y yo tenemos más cosas en común de las que imaginamos.
—Hace años que no oía un discurso más irracional. Si alguna vez tuviste más de diez neuronas sanas, la máquina de multirrealidad se encargó de quemarlas hace tiempo.
—Sin embargo, ambos hemos escuchado eso —el hombre señaló a la rejilla del techo.
—Quizás los dos nos hayamos vuelto locos.
—Eso ya sería un excelente punto en común.
Keil entró a la habitación.
—Paws, déjate de monsergas y apártate de ella —dijo—. Yo también lo he oído.
El mecánico se volvió, visiblemente irritado.
—Lárgate, gaznápiro. Nadie te ha invitado a pasar.
—A ti tampoco —dijo Luria—. Keil, ¿qué has oído exactamente?
—Se mueve por los conductos del aire. Puede que se trate de un animal, quizás una rata gigante o una mascota que alguien de Indronev se dejó olvidada.
—No podré dormir tranquila hasta saber qué es —dijo Luria—. ¿Y si salta en medio de la noche sobre mi cama?
—Antes tendría que desplazar la rejilla. Un trabajo extremadamente difícil para cualquier animal, especialmente porque tendría que quitar los dos pasadores de seguridad que hay por fuera —Keil los señaló con el índice—. No conozco ningún animal que sea capaz de algo así.
—Yo sí —dijo Paws—. He oído que algunos monos amaestrados pueden hacer eso, y mucho más.
Keil recordó la oferta del vendedor de Boreal-Gen el mismo día que decidió firmar el contrato con el gobierno. El vendedor le aseguró que sus monos híbridos realizaban con destreza una amplia gama de actividades, desde la contabilidad o la electrónica hasta memorizar normas legales. Retirar un par de pasadores de una rejilla sería facilísimo para un chimpancé modificado.
—Yo no me inquietaría —dijo Keil, sin mucho convencimiento en su voz—. Debe tratarse de un animal asustado, por eso evita el contacto con nosotros. Dejémosle vivir y no nos molestará.
—Pues yo no voy a parar hasta atraparle —replicó Paws—. Iré al almacén a por un sensor de movimiento para seguirle la pista. Te mantendré informada, Luria.
Paws dirigió una sonrisa de complicidad a la mujer y salió de la habitación con aires de suficiencia.
—No sé cómo le aguantas —comentó Keil.
—Parece buena persona —dijo ella—. Aunque tiene ideas muy raras. No sé de dónde las puede haber sacado.
—Yo tampoco —convino Keil—. En realidad me sorprende que el cerebro de Paws sea capaz de pensar.
—¿Siempre tratas así a los que no te caen bien?
—Bloud, su mejor amigo, se pasó enganchado tres meses a una máquina de multirrealidad. Ni siquiera descansaba para comer o ir al baño, y tuvieron que llevárselo en una ambulancia. Probablemente no te lo ha contado.
—Sé que tiene una de esas máquinas en su dormitorio.
—No me sorprendería que siguiese el mismo destino de Bloud. O de Reyan —añadió, sombrío—. A propósito, esta mañana me he encontrado a Nelser en la enfermería. Me encargó que te dijese que podías asistir a la autopsia si querías.
—Ayer me aseguró que no iba a practicarla.
—¿Eso dijo? —Keil miró su reloj—. Bueno, tengo que irme. Debo examinar el cilindro y la información que ayer…
Se interrumpió. Había estado a punto de añadir «robé del ordenador de Reyan».
—Te veré en la comida —finalizó, yéndose apresuradamente.
Luria sacudió la cabeza. Paws no era el único al que las neuronas le patinaban. Echó un último vistazo a la rejilla de ventilación y confió en que el mecánico diese caza al bicho que rondaba por la base antes de que acabase la jornada. Puede que Nelser hiciese un buen asado con él.
En la clínica encontró el cadáver de Reyan tendido en una camilla, con la caja torácica abierta y los pulmones al descubierto. Nelser mojaba un bizcocho en un vaso de leche. A su lado, un formidable serrucho en forma de media luna reposaba sobre una bandeja manchada de sangre.
—Ha madrugado usted mucho esta mañana —saludó fríamente Luria.
—Suelo levantarme temprano. ¿Quiere echarle un vistazo a nuestro primer geólogo? Vamos, acérquese. No le va a morder.
Luria examinó la cavidad abdominal. El doctor había practicado una incisión en el estómago para extraer una muestra.
—¿Qué ha encontrado aquí dentro? —inquirió.
—Restos de la digestión de un filete de microproteínas, mezclado con una buena cantidad de alcohol de garrafa.
—El whisky que bebía lo destilaba usted mismo, ¿verdad?
—Es de mala calidad, lo admito, pero Reyan estaba acostumbrado a beber veneno —Nelser sonrió—. Le ruego que no tome mis palabras en sentido literal.
Luria exploró la cavidad torácica. Los pulmones estaban encharcados de líquido, y la tráquea llena de una papilla espumosa.
—Tengo que analizar la sangre y algunas muestras de tejido, pero no me revelarán más de lo que ya sé —avanzó Nelser.
—Todavía no le ha abierto el cráneo.
El anciano iba a decir que eso era una pérdida de tiempo, pero discutir con Luria también lo era, estaba convencido, así que acabó su vaso de leche y le entregó el serrucho.
—Usted misma —dijo—. Yo le sujetaré la cabeza para que no se mueva.
La mujer situó el instrumento sobre el frontal del cráneo.
—¿Ha desayunado? —se interesó Nelser.
Luria hundió la sierra en el hueso.
—No.
El corte fue limpio y profesional. Luria deslizó la sierra alrededor de la bóveda craneal hasta describir un círculo perfecto, sin que en ningún momento le temblase el pulso. Con sus propias manos retiró el casquete y lo depositó en la bandeja. Nelser realizó un gesto de aprobación y se inclinó sobre el encéfalo.
—No se aprecian hematomas intracraneales, hemorragia subaracnoidea ni otros hallazgos de interés —informó al cabo de un rato—. ¿Desea algo más, mi escéptica ayudante?
—Sí. Ayer me dijo que no tenía tiempo para ocuparse del cadáver. Quisiera saber por qué ha cambiado de opinión.
—No quiero dar pábulo a rumores tendenciosos sobre mi persona —declaró Nelser—. Ya ha visto a Reyan abierto en canal con sus propios ojos. No tengo nada que ocultar.
—Tendré que contrastar sus análisis —dijo Luria, sin darse por vencida—. La muerte de nuestro jefe aparentemente obedece a causas naturales, pero se ha producido en un momento muy especial.
Nelser se quitó los guantes de plástico, dando por finalizada la autopsia, y se lavó con parsimonia sin dar signos de haber entendido la insinuación de Luria. Pero una vez acabó de secarse las manos, sacó del armario una ampolla transparente que contenía una especie de escama.
—Sé que no querrá usarlo, pero es mi deber como médico aconsejarle lo mejor para su salud.
—¿Qué es?
—Un emisor de telemetría EEG. Se fija cómodamente en el cuero cabelludo, o detrás del pabellón auditivo, como prefiera. Usted ni siquiera notará que lo lleva puesto.
—Lamento que siga acusándome de ser una epiléptica.
—Esta escama emisora registrará sus impulsos cerebrales y los radiará al ordenador médico de la clínica, donde serán automáticamente procesados. De este modo podemos detectar una crisis en cuanto se produzca.
—¿Qué ocurrirá si me niego a llevarlo?
—Preferiría no tener que ordenárselo. Véalo de este modo: usted lo lleva durante un par de semanas, y si su electroencefalograma es normal no volveré a molestarla.
—Pero si no lo es, me encerrará en una habitación acolchada.
—Si no lo es, usted será la primera que me lo agradezca. Confíe en mi, yo puedo curarla. Es mi profesión.
—Creí que era la de forense.
—Trabajé durante quince años en esa especialidad, pero también he cultivado otras ramas de la medicina.
—Me pregunto por qué enviarían a Nuxlum a un forense —insinuó maliciosamente Luria—. ¿Acaso pensaron que tendría usted trabajo?
Nelser le colocó la ampolla en la palma de la mano, cerrando los dedos de Luria sobre el frasco.
—Dos semanas. Y recuerde: acabará dándome las gracias.