Reyan empleó el resto del día en examinar el cilindro que Keil había traído a la base. No figuraba en ningún inventario, y resultaba difícil de creer que hubiese sido abandonado accidentalmente a veinte kilómetros de las instalaciones, máxime cuando lo encontraron afianzado al suelo por medio de un bloque de hormigón.
Desmontó el panel frontal del cilindro y examinó el interior detenidamente, localizando la fuente de energía y diversos circuitos integrados cuya función eran para él un enigma. Nunca se le había dado bien la microelectrónica, y dudaba que desarmando aquel cacharro pudiese descubrir cuál era su función.
Después de un par de vasos de whisky y varios quebraderos de cabeza comprobando diagramas en el ordenador, se cansó del artefacto y lo guardó en la caja fuerte, limitándose a mencionar el hallazgo en su diario personal, donde reflejó también la propuesta de sanción de tres meses de salario a cada uno de los implicados, aparte de un correctivo especial a la mecánica especialista Glae por insultos y amenazas a su autoridad.
Cumplido este trámite, se acercó por los dominios de Nelser a proveerse de una nueva botella y comprobar la evolución de Paws. Éste dormía plácidamente en la enfermería, bajo los efectos de un sedante. Nelser, ocupado en su laboratorio, no advirtió la presencia de Reyan hasta que el geólogo se colocó a su espalda, observándole trabajar por encima del hombro.
—Creí que nunca se iba a dar cuenta de que estaba aquí —dijo Reyan.
—Su fuerte impregnación etílica es imposible de ignorar —Nelser se volvió de mala gana, apartando de la llama un matraz lleno de una espuma azul verdosa—. ¿Qué es lo que desea?
—Un trago. Bueno, también saber cómo sigue Paws.
—Lo mantendré en observación veinticuatro horas. De momento su evolución es favorable, pero quiero estar seguro. Encontrará el whisky en el armario del fondo. Lo destilé esta mañana.
—Gracias.
—¿Ha sacado algo en claro del cilindro?
—No —Reyan encontró la botella y una bolsa de almendras saladas para acompañarla.
—Yo en cambio sí he descubierto algunas cosas interesantes —Nelser alzó el matraz—. Acerca del musgo.
—¿Cree que hemos obrado bien introduciéndolo en la base? —por la mente de Reyan cruzaban ideas nebulosas acerca de los procedimientos de cuarentena.
—No hay otro modo de estudiarlo. Este pequeño organismo ha salvado la vida de uno de nuestros hombres. Por lo que he averiguado de él, es improbable que pueda hacernos daño.
—Improbable no es imposible. Tendré que participar el hallazgo a la Unión interestelar.
—Todavía es pronto. Necesito proseguir con mis análisis antes de poder concluir el informe.
Reyan mordisqueó una almendra, contemplando pensativo la espuma que llenaba el matraz.
—Cuénteme esas cosas interesantes que ha descubierto —pidió.
—Bueno, todavía necesito confirmar mis análisis, pero creo que este musgo podría transformar la faz del planeta en un período de unos veinte o treinta años, clonando industrialmente su ADN y esparciendo toneladas de musgo en la atmósfera.
—¿Está hablando de terraformación?
—Digamos que sí. Es capaz de producir oxígeno y agua a partir de los gases atmosféricos, fijando en excreciones sólidas elementos como el azufre, el sodio o el carbono. Por la descripción que Glae me ha dado del interior de la caverna, sus paredes están cubiertas de concreciones de mineral en forma de pequeñas agujas, que muy bien podrían ser las excreciones del musgo.
Reyan captó de inmediato las implicaciones del descubrimiento. Nuxlum podría ser el primer planeta de la Unión que sufriese una terraformación planetaria, transformando su atmósfera venenosa en aire respirable para los seres humanos. Eliminando el anhídrido carbónico y los compuestos sulfurosos de las nubes, las temperaturas descenderían a niveles tolerables para el hombre. Nuxlum podría convertirse en la Nueva Tierra con la que soñaba la Unión interestelar desde los albores de la colonización.
Pero ellos trabajaban para el gobierno. Cualquier descubrimiento que realizasen era en calidad de empleados de la administración. Eso significaba que no obtendrían beneficios económicos del enorme pastel que supondría la colonización masiva de Nuxlum dentro de tres décadas. Legalmente, el gobierno contaría con la explotación exclusiva del musgo sin tener que pagarles nada, y ellos no verían un solo unicred de aquel negocio fabuloso.
A menos que una empresa privada hubiese sido la descubridora del musgo. En tal caso todo cambiaría, y el gobierno tendría que pagar una fuerte suma de dinero por él si quería utilizarlo.
—Tómese el tiempo que necesite en sus estudios, doctor Nelser. No conviene que nos precipitemos en dar la noticia.
El anciano, intuyendo los propósitos de Reyan, sonrió aviesamente y dijo:
—Quizás piensa usted que su vida va a cambiar a raíz de esto.
—Tal vez. Y la suya también, por supuesto.
Nelser negó vigorosamente.
—No creo que un puñado de unicreds vayan a cambiarla ya —respondió.
—La suya posiblemente no, pero ¿y la de su familia?
—Familia —Nelser hizo una mueca—. Esa palabra no significa nada para mí.
—En su expediente he leído que tiene usted dos hijos.
—Hace años que les perdí la pista. Mire, Reyan, el pelo se me ha vuelto blanco intentando sacar adelante a mis hijos, me he desvelado cuando enfermaban o llegaban tarde a casa después de una noche de juerga; atendía todos sus caprichos, soportaba sus gritos, y… ¿sabe cuál fue mi error?
—No.
—Yo tampoco. Cuando mi primer hijo acabó los estudios de secundaria, le dejé libertad de elección para que hiciera lo que quisiese con su futuro. Yo por entonces era bastante liberal, creía que mi hijo estaba lo suficientemente maduro para decidir por sí mismo, así que no quise elegir por él. Como no le gustaba estudiar, abandonó los libros y se puso a trabajar de repartidor en una empresa de comida a domicilio. Años después se casó, y el día del banquete me echó en cara que no le hubiese obligado a estudiar. Según sus ideas, yo era el culpable de que fuese un fracasado. Él podría haberse convertido en un buen ingeniero o en un abogado de prestigio, pero eligió el camino equivocado, y mi obligación como padre era haberlo evitado.
—Comprendo lo que debió sentir.
—Después de aquello me prometí que no volvería a cometer el mismo error con mi segundo hijo, así que cuando acabó el bachillerato lo inscribí en la universidad para que cursara estudios de medicina. Mi hijo acabó la carrera a regañadientes y creo que aún continúa ejerciendo la profesión, pero no tiene vocación para ser médico. Me acusó de haberle utilizado como un apéndice de mi propia persona: él tenía ideas propias, y yo se las pisoteé imponiéndole mi visión particular de la vida. Su pasión era la pintura, pero desprecié su talento y le obligué a cursar una carrera que él no deseaba. Me acusó de frustrar su brillante futuro artístico por una vida anodina ejerciendo como matasanos en un barrio periférico. Dígame, Reyan, ¿qué es lo que hice mal? ¿Cuál fue mi error?
El geólogo no sabía qué responder.
—Habrá meditado mucho sobre ello —dijo al fin—. Si usted no tiene aún la respuesta, no espere que yo se la dé ahora.
—He meditado mucho, es cierto —murmuró Nelser, sombrío—. Y por eso no tengo deseos de volver a la Tierra. El dinero ya no me importa. Me importó en el pasado, usted ha leído mi historial. Pero ha dejado de interesarme —inspiró profundamente—. Una vida de sacrificios, y todo para que tus hijos te digan a la cara que eres un cabrón. Crié a dos tiranos que hicieron conmigo lo que les vino en gana, les di cuanto quisieron y encima me odian.
—Ha tenido usted mala suerte con sus hijos, eso es todo. Deje de amargarse, no conseguirá nada con eso.
—He venido a jubilarme aquí, deseo pasar el resto de mis días en paz y poner en orden mis ideas. Si usted quiere el dinero, cójalo: venda el musgo a una empresa privada y será rico el resto de su vida. Pero le advierto que no le será fácil sacarlo de este planeta sin que lo sepa la Unión.
—¿Por qué?
—Hay demasiada gente al tanto. Glae, Keil, Paws, cualquiera de ellos podría hablar, y entonces usted quedaría al descubierto.
—Puede ser. Aunque no imagino a qué lugar peor que éste podrían enviarme si me descubriesen.
—Podrían enviarle al paro. Ése es un lugar mucho peor, porque pocas empresas contratarían a una persona con sus antecedentes. Usted es un mal ingeniero, además de un miserable.
—Eh, oiga, no le tolero…
—Cállese, Reyan. En Lagrange 4 hice averiguaciones sobre usted. ¿Considera que es humano mandar al asilo a su madre cuando empezaba a ser un incordio?
—No sé de qué me habla.
—Lo sabe perfectamente. Usted estaba arruinado, y convenció a su madre para que le nombrase administrador de sus bienes con carácter irrevocable, aprovechando que la pobre viuda tenía ya setenta años y no sabía muy bien lo que firmaba. Cumplido su propósito, la envió a una residencia infame para que se pudriera y no quiso saber más de ella.
—Tengo muchos enemigos en la estación Lagrange, doctor Nelser. Seguro que habló con alguno de ellos.
—¿Se atreve todavía a negarlo?
—Mi madre no podía valerse por sí misma, y debido a mi trabajo yo tampoco encontraba tiempo para ocuparme de ella.
—Pero sí lo encontró para ocuparse de su fortuna.
—No tengo por qué seguir tolerando sus infamias. Y le advierto que como vaya extendiendo rumores por ahí sobre mi persona…
—¿Me sancionará con tres meses de sueldo? El alcohol ha disuelto las pocas neuronas sanas de su cerebro, Reyan. Yo jamás volveré a la Tierra para disfrutar de mi salario. Sus amenazas no surten efecto conmigo.
Reyan se encendió de ira mientras el anciano, impertérrito, le mostraba la blancura de su dentadura postiza en una expresión de suficiencia. El geólogo se propuso borrarle aquella risa de la boca.
—Tiene edad para ser mi padre —comenzó Reyan—. Y quizá es así como usted me ve. Pero yo no soy uno de sus hijos malcriados en quien pueda volcar su incompetencia como padre. Y ya que me reprocha hechos de mi pasado, le diré una cosa: tal vez haya cometido errores en mi vida, pero jamás, escúcheme bien, jamás he pisado la cárcel —se encaminó a la puerta—. Yo sé por qué está usted aquí. Tiene las manos manchadas de sangre y siente asco cada vez que se mira al espejo. Sus hijos le han importado siempre un pimiento, reconózcalo. Está aquí porque siente vergüenza de sí mismo.
Reyan abandonó el laboratorio antes de dar ocasión a Nelser de lanzar su réplica. Hubiera deseado no tener que recordarle su pasado; dependía del doctor para la destilación del whisky y no convenía enemistarse con él, pero el viejo no le había dejado otra opción. En fin, Nelser se lo había buscado. Así aprendería a no tocarle las narices.
Contento de su triunfo, descorchó la botella y le dio un largo trago en el mismo pasillo, sin esperar a llegar a su despacho. El sabor del whisky era horrible, pero tampoco podía exigir escocés envejecido en roble.
Reyan, al igual que Nelser, desconocía que Paws había escuchado perfectamente la conversación desde la cama donde se suponía que estaba durmiendo.
Los milagros no existen. Es un hecho unánimemente admitido por la ciencia, y Luria jamás había tenido motivos para sostener lo contrario. Un milagro presupone la existencia de un suceso inexplicable por las leyes de la naturaleza, que se atribuye a una intervención sobrenatural. El hombre ha recurrido a lo largo de la historia a los mitos para tratar de explicar aquello que no entiende. Con el avance de la ciencia, la razón fue ganando terreno a la superstición, el aumento de nuestros conocimientos hizo innecesario apelar a los dioses para explicar el mundo. Desde su sólida formación académica, Luria Ebrehs sabía que el recurso a lo sobrenatural era el fracaso de la razón, una tentativa chapucera de llenar las lagunas de nuestro entendimiento. Ante lo desconocido, el único dios válido es la investigación rigurosa.
Sin embargo, ¿cómo era posible que Paws siguiese vivo?
De acuerdo, había llegado a una caverna poblada de un musgo que al parecer convertía el gas venenoso en oxígeno. Pero ¿cómo había encontrado la cueva? ¿Qué le había hecho desviarse de la ruta en el preciso momento en que la cabina de su vehículo comenzó a despresurizarse? Las probabilidades de que Paws encontrase la caverna por azar eran ridículas. Había dado con ella porque sabía dónde se encontraba. Alguien o algo lo había guiado directamente hacia allí.
Pero en Nuxlum no había ningún ser vivo que pudiese guiarle. Salvo colonias aisladas de musgo en el interior de cuevas subterráneas, la vida en el planeta era totalmente imposible. Ningún organismo podría soportar el cóctel de gases letales que componía la atmósfera sin desintegrarse. Entonces, ¿quién o qué había salvado a Paws? ¿Y por qué?
La tentación de que la fantasía se desbocara era demasiado fuerte para Luria, y prefería no pensar en sus implicaciones si podía evitarlo; especialmente cuando se hallaba sola en su laboratorio, como en aquel momento. Todavía recordaba el enigmático incidente con Keil hacía tres días. Un hecho aparentemente sin importancia había conseguido que desde aquel suceso sintiese un estremecimiento en la espina dorsal cada vez que miraba hacia la puerta de su laboratorio, como si esperase que en cualquier momento algo fuese a asomar por allí y le pidiese educadamente permiso para pasar. Desde esa día había cogido dos malas costumbres, fruto de sus temores irracionales: la primera, mirar debajo de la cama antes de acostarse, un hábito que creía haber vencido desde su niñez. La segunda, cerrar la puerta del laboratorio por dentro.
Tuvo una sensación parecida en el explorador cuando Keil salió a reparar la taladradora láser. Ella le aconsejaba por radio que cortase el suministro de energía, y aunque Keil no la oía porque la radio de su casco estaba desconectada, siguió exactamente su consejo. Por supuesto, en este caso podría tratarse de una coincidencia: cortar la energía era la acción más lógica. Pero la posibilidad de que no hubiese sido una casualidad la atormentaba.
Luria analizaba unas muestras de gas branio extraídas de la torre de perforación sur, aunque su atención estaba muy apartada del trabajo. El gas se hallaba lleno de impurezas y habría que refinarlo con procedimientos especiales antes de ser apto para su uso. Una nave cisterna aterrizaría en Nuxlum dentro de seis meses para recoger el cargamento, pero al ritmo que iban los trabajos de puesta a punto de la torre, sería dudoso que pudiese llevarse gran cosa cuando viniera. Para colmo, Paws no saldría de la enfermería hasta el día siguiente, y coincidía que era él quien se ocupaba principalmente del mantenimiento.
La aguja del medidor de gas osciló levemente. Luria se frotó los ojos, creyendo que se trataba de un mareo, pero la vibración se repitió, desencadenando lecturas erróneas en los aparatos del laboratorio. El cajón de un archivador se abrió un poco y las luces parpadearon. Luria tragó saliva.
La habitación volvió a la calma. Miró instintivamente hacia la puerta del laboratorio, pero se hallaba cerrada. Confusa, pulsó la tecla del intercomunicador para llamar a Reyan.
—¿Qué ocurre, Allis?
Luria no obtuvo respuesta. Pulsó nuevamente el botón, sin resultado. Probablemente se había quedado dormido en su despacho, no era la primera vez que le ocurría.
Un segundo temblor, más fuerte que el anterior, arrojó parte del instrumental al suelo, llenándola de pánico. Los cajones se abrían y cerraban, las luces se apagaron y durante unos angustiosos segundos todo quedó a oscuras, hasta que las de emergencia se activaron. La estructura de la base comenzó a crujir de un modo alarmante. Luria salió a la carrera del laboratorio.
Si se atenía a la información disponible acerca del planeta, era prácticamente imposible que en Nuxlum hubiesen terremotos. Aquel mundo era estable, carecía de placas tectónicas y los escasos movimientos de convección en el manto profundo no llegaban a la corteza. Tampoco existían volcanes ni fallas en la superficie. Nuxlum, un planeta con más de ocho mil millones de años de antigüedad, llevaba muerto la mitad de su existencia. A menos que estuviese cayendo una docena de meteoritos cerca de la base, no había otra explicación a los temblores.
Luria se detuvo a mitad del pasillo, y no porque voluntariamente lo desease. A escasos metros de ella, una nube lechosa se interponía en su camino.
La niebla bloqueaba la visión de lo que había más allá. Al principio creyó que se trataba de un escape de gas, pero cuando intentó cruzarla, la nube se lo impidió.
Luria retrocedió unos pasos, aterrorizada. Aquello no podía ser real. ¿Estaba volviéndose loca? Esa nube no podía estar allí, sencillamente no era posible.
—¡Keil! ¡Keil! ¡Glae! ¿Me oís?
Un nuevo temblor zarandeó a la mujer, lanzándola contra la pared. Las luces de emergencia fallaron, dejándola a oscuras en mitad del pasillo. La niebla brillaba con un resplandor grisáceo.
—¡Dane! —gritó, los ojos empañados en lágrimas—. ¿Eres tú?
Pero la nube no contestó. Luria retrocedió unos pasos más, y cogiendo impulso corrió directamente hacia ella para atravesarla. La niebla la retuvo durante una fracción de segundo y luego la soltó. Un frío estremecedor traspasó su cuerpo, como si una hoja de hielo la hubiera cortado de un tajo.
Luria no se entretuvo en mirar atrás para ver si la niebla seguía allí, y no paró de correr hasta que llegó a la sala de control de la base, donde estaban reunidos Keil, Glae y el doctor Nelser.
—He vuelto a conectar el generador principal —decía Glae, al tiempo que la iluminación se restablecía—. Vaya, ahí aparece Luria.
—¿Puede usted explicarme qué ha sucedido? —inquirió Nelser—. Tenía entendido que en Nuxlum no había terremotos.
—Eso es… eso es lo que yo creía —dijo Luria, la voz entrecortada.
—¿Te ocurre algo? —se interesó Keil—. Estás muy pálida.
Luria tomó asiento y pidió agua.
—No me encuentro bien. Estoy un poco mareada.
Keil le acercó el vaso, que Luria bebió con labios temblorosos.
—Sólo ha sido una pequeña sacudida —trató de tranquilizarla él—. Quizás se deba al movimiento de la bolsa de gas branio que tenemos debajo.
—Si no sabe de qué está hablando, mejor será que se calle —le advirtió Nelser—. El epicentro del terremoto ha sido localizado a cuarenta kilómetros de nuestra posición. ¿Le sugiere eso algo, doctora?
—No —Luria bebió otro sorbo—. Si dispone de un mapa de esa zona, me gustaría echarle un vistazo.
Nelser lo situó en la pantalla mural de la sala.
—¿Qué es esa mancha oscura del centro? —preguntó el doctor.
Luria pidió más datos al ordenador. Una lista de la composición del terreno apareció en el margen izquierdo de la pantalla.
—Es una depresión; creo que un valle —Luria analizó la composición geológica—. En el centro aparece una pequeña condensación de masa, pero no en la superficie, sino a bastante profundidad bajo tierra.
—¿Uno de esos mascones que detectamos en la órbita? —inquirió Nelser.
—Precisamente. Veamos, usted ha localizado el epicentro del seísmo. Quizás ahora podamos determinar el hipocentro.
—¿En qué se diferencian? —preguntó Keil.
—El hipocentro es la zona profunda donde se produce el terremoto —explicó Luria. La pantalla mostraba un corte del terreno, diferenciado en estratos—. El epicentro, en cambio, es el punto de la superficie situado sobre la vertical del hipocentro.
—Las ondas sísmicas parten del lugar donde se encuentra el mascón —señaló Nelser.
—A diez mil ochocientos metros de profundidad —añadió Luria. Estudiar científicamente el problema empezaba a relajar sus nervios e incrementaba la confianza en sí misma—. Yo diría que es…
Reyan entró en la sala, malhumorado.
—¿Qué ha sucedido? —dijo—. Debí dormirme frente al ordenador, trabajando. Me he despertado en el suelo.
—Casualmente no habrá encontrado algunos vidrios rotos de botella junto a usted —comentó Nelser.
—Oiga, estoy diciendo la verdad.
—Lo sabemos —intervino Luria—. A mí también se me cayó instrumental de las mesas.
—Yo no llamaría «instrumental» a lo que Reyan tiene sobre su mesa —observó Nelser con acritud.
Reyan reparó en la pantalla mural, resignándose a ignorar los comentarios despectivos acerca de su persona.
—Un temblor —dijo—. Imposible. Nuxlum carece de actividad sísmica.
—Quizá —le contestó Luria—. Pero ha sucedido. Y ha partido de ese punto. Las ondas no dejan lugar a dudas.
Aún parcialmente bebido, Reyan sabía interpretar correctamente los datos que mostraba la pantalla, y lo que en realidad implicaban.
—Un mascón activo —dijo—. Al vibrar emite ondas sísmicas.
—Nunca he oído hablar que esas cosas existan —dijo Nelser.
—No existen —contestó Reyan, llevándose la mano a la nuca—. Los mascones son masas de material especialmente denso, quizás asteroides que se estrellaron en el planeta, o tal vez agrupamientos de rocas volcánicas. Que yo sepa, jamás se ha descubierto uno que demuestre la más mínima actividad —se frotó los ojos—. Debe tratarse de un producto de mi resaca.
—No es momento para bromas —le cortó Luria—. Esa cosa es real, y sólo se encuentra a cuarenta kilómetros de la base.
—Bueno, y qué —dijo Reyan—. Lo dices como si yo tuviese la culpa.
—Los que construyeron el complejo sabían que había un mascón activo cerca de aquí.
—¿Qué te hace pensar eso? —Reyan arqueó las cejas.
—Se marcharon de Nuxlum a toda prisa.
Reyan rió entre dientes.
—Se necesitaría una razón mucho más poderosa que un temblor para asustar a los de Indronev. He visto a esa gente construyendo plataformas geotérmicas en Io, junto a volcanes que vomitan fuego a miles de metros de altura.
—Puede que no sea un mascón.
Todos se volvieron al oír aquella frase. Paws entró tranquilamente en la sala de control, tomó asiento frente a una de las terminales y plantó sus pies sobre la consola mientras encendía un cigarrillo.
—Debería estar durmiendo hasta mañana —dijo Nelser.
—Graduó mal la dosis, abuelo.
—Todavía no voy a darle el alta, así que regrese a la enfermería y vuelva a dormirse.
—Espera —intervino Luria—. Paws, nos gustaría oír tu opinión.
—Esa cosa ha empezado a vibrar —dijo el mecánico—. ¿Por qué? Creo que yo conozco el motivo.
—Regrese a la enfermería —repitió Nelser.
—Nosotros somos el motivo. Ellos saben que estamos aquí.
—¿Quiénes? —inquirió Luria—. ¿Quiénes lo saben?
—No le haga caso —dijo Nelser—. Está desvariando.
—Oí tus gritos, doctora —sonrió Paws—. Resonaron por toda la galería. Me sorprende que nadie más los escuchara.
Las miradas se concentraron en ella. Luria sabía que si contaba lo que le había sucedido, iría directamente a la clínica a hacer compañía a Paws.
—Estaba asustada. El terremoto me puso nerviosa, eso es todo.
—Es natural, yo también sentí miedo —intervino Keil en su apoyo.
—De ti no me sorprende, gaznápiro —dijo Paws—. Pero oí que la doctora llamaba a Dane. A su hijo muerto.
—No, no es verdad.
—Vamos, Luria, si lo escuché perfectamente.
—Te habrás confundido.
—No creo que Paws se confunda esta vez —Nelser se acercó a la mujer, entornando los ojos—. Luria, tal vez necesite usted asistencia médica.
—¡Déjeme en paz! —la mujer se levantó bruscamente—. Si me disculpáis, tengo trabajo que hacer.
Luria le hizo una imperceptible seña a Keil para que la siguiera. No tenía intención de regresar a su laboratorio sin que alguien de su confianza la acompañase.
—¿Qué te ha ocurrido? —le decía Keil, ya fuera de la sala de control—. ¿Es cierto lo que ha contado Paws de ti?
Luria asintió. Ambos caminaron en silencio hasta llegar a la galería donde la niebla apareciese minutos antes. El corredor estaba lleno de una especie de humo blanco. Se había producido una rotura en una de las tuberías de refrigeración.
—Encontré una nube espesa justo aquí —dijo ella, señalando la posición donde recordaba haberla visto—. Era tan densa que me impedía pasar a través de ella.
—Y si te impedía pasar, ¿cómo llegaste a control? —preguntó Keil—. Éste es el único pasillo que comunica tu laboratorio con la sala.
—Cogí impulso. La nube me retuvo un instante, y luego me soltó.
Keil se aproximó a la tubería para ver mejor la fuga.
—Tú también piensas que estoy loca.
—Ésta es la causa de tu nube. Avisaré a Glae para que venga a echarme una mano.
—Entonces no me crees.
—Cuando saliste del laboratorio estabas asustada. El miedo nos hace ver la realidad de un modo diferente.
—Keil, yo sé lo que vi, no soy ninguna estúpida. Esa niebla era sólida y me estaba cortando el paso. No se trataba de ninguna fuga del maldito refrigerante.
—Por supuesto, por supuesto —la acompañó hasta la puerta del laboratorio—. Yo te creo, pero será mejor que no menciones el incidente a los demás.
—No tenía intención de hacerlo. Nelser está deseoso de verme por su enfermería.
—Si quieres, me quedaré contigo un rato.
—Sé valérmelas por mí sola, descuida.
—Olvídate del biochip que trajiste de la Tierra. Te está obsesionando. Tu hijo murió y…
—Gracias, Keil.
Luria cerró la puerta. No le agradaba quedarse sola en el laboratorio, pero tampoco quería dar la impresión de que era una niña malcriada que tenía miedo de la oscuridad.
Se volvió hacia su banco de trabajo, colocó el instrumental en su lugar y limpió los vidrios rotos. De soslayo miró el cultivo de neuronas en el extremo de la mesa, que curiosamente no se había movido de su sitio a pesar del seísmo.
Dentro de unos días podría descargar los diez terabytes de información en la masa neural y volvería a hablar con su hijo, o al menos con una réplica biomecánica. Pero empezaba a preguntarse si el esfuerzo valdría la pena. Miró el cultivo con inquietud y por un momento creyó ver un débil burbujeo en la superficie; aunque al instante siguiente, la sensación se desvaneció.
Dios, ¿qué estaba pasando? Un terremoto en un planeta que llevaba eones geológicamente muerto, y luego esa niebla helada en el pasillo.
Había demasiadas preguntas pendientes, y Luria carecía de respuestas. Su sólida educación universitaria no la había preparado para enfrentarse a aquello. El comportamiento del mascón desafiaba la lógica, y sin embargo allí estaba. No podía ignorar su existencia.
Y se encontraba amenazadoramente cerca.
Luria decidió postergar el análisis de pureza del branio para otro momento. Ahora su prioridad consistía en averiguar todo cuanto fuera posible acerca del mascón, si realmente era una condensación de masa de origen natural o se trataba de algo completamente distinto.
Aunque para ello tuviera que cavar con sus propias manos hasta desenterrarlo.