Durante aquella noche, Keil imaginó en sus pesadillas un completo catálogo de desastres que utilizaban la baliza como causante directo, desde una bomba termonuclear que creaba un cráter de cincuenta kilómetros, hasta una sustancia tóxica que la cápsula liberaba al ser abierta y les mataba a todos. A nivel subconsciente presentía el peligro, pero a la vez deseaba fervientemente traer aquel pedazo de metal a la base y destriparlo para ver qué escondía.
El despertador le liberó del sueño con un agradable trino de pájaros. Había puesto la alarma una hora antes para hablar con Paws, aprovechando que el resto de sus compañeros descansaba. Vistióse apresuradamente y recorrió la galería en penumbras en dirección a la habitación del mecánico, pero por más que aporreó la puerta no consiguió contestación. El sueño de Paws era pesado como una piedra. Nada le arrebataría de él a menos que se despertase espontáneamente. En fin, ya tendría oportunidad de hablar tras el desayuno. Keil no se concentraba bien si tenía el estómago vacío.
Después de tomarse un vaso de leche con bizcochos se acercó a los laboratorios de biología. Era el coto privado del doctor Nelser, pero el viejo toleraba ocasionalmente la visita de Keil. En los laboratorios se encontraban los tanques de nucleosíntesis, donde se elaboraban gran parte de los alimentos que comían. Keil estaba fascinado con su funcionamiento.
Vio las luces encendidas, pero no localizó al doctor por allí, ocasión que aprovechó para curiosear en la sala de los sintetizadores. Seis grandes tanques rotaban silenciosamente. Para llenar de leche uno de ellos se necesitaban dos días; pero si lo que se quería sintetizar era masa para fabricar pan, el proceso requería un día más, y si se deseaba masa cárnica, se tardaba cerca de una semana. Salvo la leche, el aspecto de los alimentos que Nelser extraía de los tanques era muy poco apetecible. A Keil le recordaba el engrudo que se había visto forzado a comer durante su travesía en la Newton, aunque Nelser prensaba la masa en moldes y les daba el aspecto de filetes, acompañándolos con una guarnición de patatas cultivadas en el invernadero anexo.
El crecimiento celular y la temperatura se controlaba por computadora, que vigilaba el proceso de síntesis hasta que el contenedor se llenaba. Nelser establecía las condiciones iniciales que deseaba para cada tanque y éstos hacían el resto. A partir de las cadenas de ADN proporcionadas por el ordenador, la máquina debía elaborar el producto final combinando aminoácidos y proteínas. Cuando llegaron a la base, cuatro de los seis tanques estaban cubiertos de una sustancia negra en putrefacción que debieron desprender con espátulas y detergentes. Luria tuvo arcadas al servir Nelser la primera fuente de pan, a pesar de que los demás no apreciaron nada extraño. Más tarde, y ante la insistencia de Luria, se inspeccionaron los tanques y se comprobó que en el de levadura había crecido una inofensiva cepa bacteriana, que le daba un aroma ligeramente diferente al pan. Luria tenía una sensibilidad muy acusada para los olores.
Keil abandonó la sala de los tanques y echó un vistazo a la mesa del doctor, cuidando de dejar cada cosa en su sitio, no fuese a repetir el error cometido con Paws. Debajo de un matraz descubrió unas notas garabateadas con la caligrafía deformada de Nelser. Trató de leerlas, pero sólo era legible el título, escrito con letras de molde.
«Estudios sobre la quinta base nitrogenada». Muy intrigante. Le gustaría saber qué significaba.
Tuvo la sensación de que Nelser se hallaba a su espalda y se volvió rápidamente, pero allí no había nadie. Luria acabaría contagiándole sus temores.
Dejó las notas en su lugar y colocó el matraz en su posición original. Consultó el reloj. Viendo que todavía le sobraba tiempo antes de que Nelser se levantase, se acercó a la puerta del invernadero.
Las luces del interior aumentaban de intensidad lentamente, simulando un amanecer que en Nuxlum raramente era apreciable. Nelser mimaba sus plantas con especial cariño. La polarización del cristal de la puerta impedía que la luz del laboratorio se filtrase dentro para no perturbar el descanso de las plantas, aunque él sí podía verlas desde fuera.
—Me pregunto por qué has madrugado esta mañana.
Glae había entrado sin que él lo advirtiese.
—No podía dormir —respondió Keil—. Tenía pesadillas.
La mujer se acercó a la puerta del invernadero. Vestía unos pantalones negros y un jersey de cuello vuelto del mismo color. Su cara, de una palidez enfermiza, parecía una luna llena en contraste con su indumentaria, oscura como el ala de un cuervo.
—Noté a Paws bastante excitado por la noche —dijo Glae—. ¿Sabes si le ocurre algo?
—Yo lo vi igual que siempre.
—Después de cenar bajó a los garajes, una hora muy intempestiva para trabajar.
—Bueno, y qué. No sé por qué me cuentas eso a mí, Glae. Si a tu compañero le apetece echar horas extras de noche, no seré yo quien le quite las ganas.
—Antes de venir aquí me he pasado por el garaje. El vehículo explorador no está.
—¿Qué?
—Alguien lo ha cogido y se ha largado con él.
Paws le había prometido que saldría de noche, recordó Keil, pero no precisó la hora. Muy bien podían haber transcurrido apenas unos minutos desde su partida. O quizás horas.
—La compuerta de salida fue utilizada a la una de la madrugada —dijo Glae, contestando a su pregunta no formulada—. Vengo de consultar el registro.
Keil miró su reloj. Eran las siete y veinticinco. Paws no podía haber empleado tanto tiempo en traer la baliza a la base. Luria y él apenas tardaron hora y media en el viaje de ida y vuelta; aunque bien es cierto que no lograron extraer el cilindro del hormigón.
—Reyan os vio juntos a los dos ayer por la tarde, en el garaje. He averiguado a través del registro que la compuerta de salida fue abierta dos veces: a las 15.14 y a las 16.46 horas. Alguien salió y luego entró a las instalaciones en ese intervalo.
—Paws podría estar probando el funcionamiento de las compuertas —replicó él, vacilante.
Glae se aproximó a Keil, a una distancia que las puntas de sus narices se tocaban.
—¿Me consideras idiota?
—No —Keil retrocedió un paso—. Claro que no.
—Entonces, dime de una vez por qué ha cogido Paws el explorador.
Aquella mujer había estado en Elius Delta, una prisión que Nelser describió en términos muy desagradables. Y ahora, ambos estaban allí solos. ¿Cómo reaccionaría ella si la contrariaba? Keil no podía permitirse el lujo de seguir fingiendo que no sabía nada; y si Paws estaba en peligro, cada segundo que desperdiciasen charlando podría resultar fatal.
—Encontré un cilindro metálico a veinte kilómetros de aquí —Keil prefirió dejar al margen a Luria—. Parece una baliza, pero no estoy seguro. No pude traérmelo a la base y pedí ayuda a Paws.
—¿Un cilindro metálico? ¿Un artefacto alienígena?
—Estoy casi seguro de que es de la Unión interestelar.
—¿Me estás diciendo que por recoger un maldito cilindro del gobierno has puesto en peligro la vida de Paws? —Glae se encaminó a la salida del laboratorio.
—Espera, ¿qué pretendes hacer?
—Salir a buscarlo.
Keil albergaba un profundo sentimiento de culpa por haber provocado aquella situación, que Glae ayudó a incrementar con la actitud que mantuvo durante el viaje. La indignación de la mujer creció aún más cuando el escáner del vehículo auxiliar, en el que viajaban, localizó al explorador de Paws dos kilómetros alejado del objetivo señalado por Keil. El explorador aparecía completamente inmóvil en la pantalla. Glae intentó establecer comunicación por radio, pero no obtuvo respuesta.
La autonomía de los trajes era de cinco horas, tiempo límite que Paws podría permanecer fuera del explorador antes de quedarse sin oxígeno. En lo que concernía a las reservas de aire del vehículo, era difícil calcularlas. Había sido utilizado durante hora y media por Luria y Keil, y sería dudoso que Paws se hubiese entretenido en recargar aire en el garaje, confiando en que dispondría del suficiente para realizar un viaje relativamente corto.
El paisaje se tornaba accidentado conforme se acercaban a la posición de Paws. El vehículo auxiliar, menos dotado que el explorador para desenvolverse en terreno abrupto, remontaba los promontorios con dificultad. Las ruedas se quedaban aprisionadas frecuentemente entre grandes piedras cubierta de arena pegajosa, pero Glae era una conductora hábil y sabía sacar todo el partido a la tracción. A golpes de palanca y acelerador, el vehículo basculaba hacia atrás para acto seguido arrancar violentamente, alcanzando peligrosos ángulos cercanos al vuelco.
—Glae —inquieto, Keil miraba a través de la ventanilla cómo se inclinaban hacia el costado derecho—, sé que no es el momento más oportuno, pero ¿me permites que te haga una pregunta?
La mujer pisó a fondo el acelerador. El vehículo trataba esforzadamente de subir la falda de una colina. Las ruedas patinaban en la arena y no conseguían avanzar.
—Paws está al otro lado —murmuraba ella entre dientes—. Maldita sea, ahora que estamos tan cerca, este trasto se niega a subir.
—Tú y Nelser os conocíais de antes, ¿verdad?
—Y por si fuera poco, la palanca de cambios se ha quedado atascada —Glae tiró hacia atrás con fuerza. Un crujido alarmante brotó de la caja de transmisión.
—Me pediste que mantuviese a Nelser apartado de ti. ¿Recuerdas? Fue en la Newton. Tú ibas a…
El vehículo se deslizó hacia atrás. Glae pegó un puñetazo en el panel del salpicadero.
—Esta arena del demonio es una trampa. Si por lo menos hubiese piedras en la cuesta, podría subir, pero las ruedas patinan —se echó el cabello hacia atrás—. Dame un cigarrillo.
—No fumo.
Glae se humedeció los labios. Miró el tablero de mandos, tratando de concentrarse. No había muchas alternativas.
—Bien, no vamos a perder más el tiempo. Cubriremos el resto del trayecto a pie. Paws debe estar a menos de doscientos metros, si la lectura del escáner es correcta —Glae se colocó el casco—. ¿A qué esperas?
Keil se ajustó el suyo y ambos salieron del vehículo. Las botas resbalaban al contacto con la arena caliente y trastabilló al dar un paso en falso, dando con sus posaderas en el suelo.
—Eres un inútil, Keil —se burló Glae a través de la radio.
—Si lo prefieres, regreso a la cabina.
—No. Si Paws estuviese herido, necesitaré tu ayuda para traerlo de vuelta.
Lo cogió de la mano, levantándolo de un tirón. Con la fuerza que poseía aquella mujer, era evidente que no necesitaría ninguna ayuda para transportar a Paws hasta el vehículo.
—Glae, ¿por qué no quieres contestarme? —Keil sudaba en el interior de su escafandra tratando de alcanzar el paso de su compañera.
—Nelser es un hijo de puta, si es eso lo que deseas saber.
—Estuviste en Elius Delta, ¿por qué?
—No es algo que te importe.
—En realidad sí. Me importa mucho.
—Pues no voy a decírtelo. Satisface tu curiosidad por otra vía.
Keil no siguió insistiendo. Si ella no se lo contaba voluntariamente, de todos modos iba a enterarse muy pronto.
Llegaron a la cima de la pequeña colina. Desde allí deberían haber divisado el explorador de Paws si hubiesen dispuesto de un poco de luz natural, pero la oscuridad de Nuxlum era espesa como el alquitrán. Las linternas de sus trajes apenas iluminaban el terreno que se extendía un par de metros delante de ellos. Ocasionalmente, algún relámpago proporcionaba una iluminación de unas décimas de segundo; insuficiente para orientarse en el terreno y mucho menos para localizar un objetivo, a menos que se estuviese mirando a él en ese preciso momento.
—Está en esa dirección —dijo Glae, bajando decididamente por la ladera.
—¿Seguro? Yo no he visto nada.
—Yo tampoco, idiota —Glae sacudió la cabeza—. Por eso estoy utilizando el visor integrado del casco.
La mujer apretó un botón del traje de Keil, y una retícula se desplegó frente a sus ojos.
—¿El explorador es el punto rojo de la retícula? —preguntó él.
—Sí. Ya casi hemos llegado.
—¿Y Paws? ¿No deberíamos registrar las lecturas de su traje?
—Debe hallarse en el interior del explorador. Por eso sólo vemos un punto en lugar de dos.
—Quizás se haya quedado dormido en la cabina. No me sorprendería, la verdad.
Un espectacular relámpago iluminó con un fogonazo azulado la falda de la colina. Allí al fondo, coincidiendo con las coordenadas que aparecían en sus visores, se recortó durante un breve instante la silueta del explorador.
Descendieron apresuradamente el último tramo de la pendiente y enfocaron con sus linternas el interior de la cabina del vehículo. Paws no se encontraba allí. Para cerciorarse mejor, Glae subió a bordo y lo inspeccionó todo detenidamente. No halló ninguna pista que pudiera indicarle dónde había ido.
—Glae, echa un vistazo a esto —Keil se había subido a la trasera del explorador e inspeccionaba un contenedor de oxígeno.
—No hay presión en la cabina —dijo ella, bajando del todo terreno y acercándose al compartimiento de carga.
—Creo que he encontrado la causa. Una de las bombonas tenía un escape.
—Magnífico —Glae se puso a dar vueltas alrededor del explorador—. No sé por qué demonios tuvo Paws que desviarse de su ruta. ¿Estás seguro de que le diste las coordenadas exactas de la baliza?
—Por supuesto —Keil alzó un plástico que cubría un objeto cilíndrico de un metro de longitud, con un par de antenas puntiagudas en uno de sus extremos—. Porque aquí está.
Pudo ver perfectamente cómo ella fruncía la nariz cuando se asomó a contemplar el hallazgo.
—Paws lo recogió en la posición indicada —continuó Keil—, y cuando regresaba a la base se desvió de su ruta.
—¿Por qué?
—No lo sé. Quizás se despistó, o vio algo que le llamó la atención.
—En este asqueroso planeta no hay nada que ver, como no sea arena pegajosa y piedras —de pronto, Glae se quedó inmóvil mirando fijamente el suelo—. ¡Ahí! ¡Míralas!
—¿Que mire qué? —Keil saltó del vehículo de un brinco—. Acabas de decir que aquí no hay nada que ver.
—Estas pisadas. Son las marcas de sus botas en la arena. Se alejan en esa dirección.
Glae se subió al explorador y lo puso en marcha. Afortunadamente, el motor respondió al primer intento.
—¡Espera! —gritó Keil—. ¿Estás segura de que son sus huellas? Podrían ser las nuestras.
Pero el vehículo ya había iniciado la marcha, y Keil tuvo que subir precipitadamente si no quería quedarse solo.
No hubiera sido necesario que cogiesen el explorador, porque a menos de cien metros del lugar se interrumpía el rastro. Los faros de profundidad iluminaron la entrada de una cueva.
—Está ahí dentro —dijo Glae.
La arena cedía el paso a un terreno cubierto de una especie de pizarra brillante. Bajaron del todo terreno y se aproximaron con cautela al umbral de la cueva. Keil temblaba de miedo dentro de su traje.
—Deberíamos pedir ayuda a la base —dijo.
—No hay más vehículos disponibles —replicó Glae—. Si volvemos para avisar a los demás, no tendremos otra oportunidad de rescatar a Paws con vida.
La mujer entró a la cueva, iluminando con un movimiento circular del haz antes de dar cada paso. El material pizarroso, bastante agrietado, tapizaba por entero el túnel, y debido a su alto índice de reflexión se veía a sí misma en innumerables facetas, como si estuviese en el interior de una atracción de feria. Tras ella, Keil observaba con gran atención el techo del túnel, temiendo que a causa de las grietas pudiese desmoronarse en cualquier momento.
—Estoy percibiendo algo —dijo Glae.
—¿Estás segura? —Keil encontraba dificultades en manejar el visor integrado de su casco. Acababa de pulsar erróneamente un botón y la retícula basculaba de un lado a otro con un movimiento mareante.
A una docena de metros, el túnel se bifurcaba en dos estrechas galerías. La de la izquierda estaba cubierta por el mismo revestimiento pizarroso y el haz de la linterna, reflejado en las paredes, iluminaba un largo trecho hasta perderse en las profundidades. La galería de la derecha, en cambio, no ofrecía pista alguna acerca de su longitud. Sus paredes eran de color marrón y estaban erizadas de pequeñas agujas similares a estalactitas, aunque más finas y peligrosas.
Glae eligió el camino de la derecha.
—No te acerques a las paredes —le advirtió ella—. Si se pincha tu traje, morirás.
—Deberíamos llevarnos un poco para analizarlas —Keil se acercó a una de las agujas y cogió cuidadosamente una de ellas entre el pulgar y el índice para romperla por la mitad.
—¡Deja eso! ¿Es que no me has oído?
—Perdona, yo… —Keil apartó el guante de la pared—. Lo siento.
Glae prefirió no seguir perdiendo el tiempo con él y se adentró en la galería. Al doblar un recodo advirtió un resplandor que surgía de un agujero del suelo. Ambos se arrodillaron para inspeccionarlo.
—Parece otra caverna —aventuró Keil—. ¿Qué profundidad tendrá?
Glae cogió una piedra y la arrojó por la abertura. La pieza empleó algo más de un segundo en llegar al fondo.
—Voy a bajar. Tú quédate aquí arriba. Eres tan torpe que seguro que harías alguna de las tuyas.
Keil le tendió las manos para ayudarla a bajar, pero Glae rechazó con un gesto y ancló el garfio del cable de seguridad de su traje entre unas rocas. Tiró del cable para comprobar que estaba bien sujeto y desapareció en el interior del pozo.
—¿Has llegado, ya? Dime, ¿qué estás viendo?
La mujer no contestó.
—¿Me oyes? Glae, ¿qué te ocurre? ¿Por qué no me contestas? ¿Qué es lo que estás viendo?
—Cállate de una vez —tronó la mujer por radio, en medio de un chisporroteo de interferencias.
—Dime qué hay ahí abajo.
—No lo sé —hubo una pausa prolongada—. Oigo un riachuelo por aquí cerca.
—¿Ves a Paws?
De nuevo obtuvo el silencio por respuesta. La indiferencia que Glae mostraba hacia él era irritante.
—¿Ves a Paws, sí o no?
—Acabo de encontrar su casco. Se encuentra… —siguieron ruidos de estática— es todo muy extraño.
—Voy a bajar, Glae.
—¡No! Quédate donde estás. Hay algo en este lugar muy raro. La luz…
—Si no encuentras a Paws, sube inmediatamente. Sube, o tendré que bajar yo.
—Hay luz por todas partes. Creo que proviene… de una especie de musgo. Sí. Es un musgo azul de tacto muy suave.
—Eso es imposible. Este planeta carece de vida.
—Pues yo acabo de descubrirla. Y hay algo más —una nueva pausa, a la que siguió un grito ahogado.
—¡Qué!
—He encontrado a Paws.
Allis Reyan se comía las uñas dando vueltas por el garaje, a la espera de que regresase el vehículo explorador y el auxiliar. Junto a Reyan, Nelser y Luria aguardaban con una camilla y equipo médico de reanimación, por si eran necesarios sus servicios, si bien el aviso que habían recibido por radio de Keil insistía en que el estado de salud de Paws era aceptable. Un término deliberadamente ambiguo, que Keil había escogido para no alarmar más de lo debido a sus compañeros de la base. Milagrosamente, Paws había sobrevivido pese a que sus reservas de oxígeno se agotaron una hora antes de la llegada de él y Glae a la gruta. La causa de aquel milagro parecía deberse al musgo fosforescente que descubrieron en la caverna.
Paws estaba consciente, pero hablaba incoherencias y necedades que en otras circunstancias no les habrían llamado la atención, viniendo de quien venían. Mencionaba repetidamente un supuesto aviso que había recibido de su amigo Bloud en la caverna. También divagaba acerca de seres de cabeza aplastada que le habían salvado de la muerte. Cuando Keil le preguntaba acerca de esos seres, Paws no sabía cómo describirlos. De hecho, si se insistía sobre ellos acababa reconociendo que no estaba seguro de haberlos visto.
Glae, que había sufrido en carne propia los efectos de la hiperventilación durante su pasado de piloto espacial, no le concedió más importancia al percance y pronosticó que se le pasaría en poco tiempo.
Las compuertas del garaje se abrieron con un desagradable chirrido. El explorador, conducido por Keil, y el vehículo auxiliar tripulado por Glae entraron en las instalaciones bajo la mirada furibunda de Reyan y la expectante de Luria y Nelser. Paws bajó por su propio pie, rechazando la ayuda que le ofreció Glae. Nelser corrió hacia ellos empujando la camilla a la que iba adosada una bolsa de suero.
—¿A qué viene todo esto? —dijo Paws—. Me encuentro perfectamente.
—Eso me toca dictaminarlo a mí —contestó Nelser, obligándole a que se tendiera en la camilla—. ¿Tiene alguna herida?
—Ninguna, doctor —dijo Glae.
Keil bajó del explorador y se quitó el casco con un suspiro. Su alivio no iba a durar mucho, porque Reyan se dirigía directamente hacia él como un vendaval.
—Supongo que tendrás una explicación para todo esto —dijo el geólogo.
—La tengo —Keil señaló la trasera del explorador—. Y gracias a Paws, he traído esa explicación conmigo.
Reyan, que desconocía la existencia del cilindro, no supo de qué le estaban hablando. Recorrió a Keil con la mirada y echó un vistazo al compartimiento de carga.
—Es una baliza —le aclaró Keil—. Detecté su presencia en un barrido del espectro electromagnético que realicé anteayer en la sala de control.
—¿Quién te ha dado permiso para realizar barridos del espectro, niñato? ¿Quién demonios te crees que eres?
—Te has metido en un follón, gaznápiro —sonrió Paws, antes de que Nelser y Luria lo sacaran del garaje.
—Quizás deberías saber de qué se trata antes de hablar —sugirió Glae.
—¡Cállate! —bramó Reyan, lanzándole a la cara su aliento alcohólico—. ¿Quién te ha pedido tu opinión?
—Oye, Reyan, a mí nadie me habla en ese tono —replicó la mujer sin amedrentarse, que se acercó hacia el geólogo y le advirtió—: especialmente tú, asqueroso borracho.
—¿Cómo?
—Tal vez seas el jefe. ¡Y qué! Por si aún no te has dado cuenta, estamos a ochenta años luz de la Tierra. ¿Vas a arrestarnos por utilizar los vehículos sin tu permiso? Keil, Paws y yo representamos el cincuenta por ciento del personal de esta base. Mientras tanto ¿quién se ocupará de las averías que ocurren todos los días? No creo que seas tú, Reyan. A ti te gusta el trabajo tanto como el aceite hirviendo.
—Haré constar este incidente en mi diario. Al finalizar vuestro contrato se os sancionará deduciéndoos tres mensualidades de sueldo a cada uno. En cuanto a la baliza, queda confiscada hasta que decida qué hacer con ella. Keil, llévala a mi despacho, y que no tenga que volver a repetirlo.
Reyan se alejó hacia la salida.
—Cuando finalice mi contrato habrán transcurrido diez años. ¿Te enteras? —gritó Glae—. Y para entonces, quizás ya no estés aquí para restregarnos tu jodido diario por las narices.
El geólogo se detuvo a medio camino de la puerta.
—¿Qué tratas de insinuar? —ladró.
Pero Glae no respondió. Sabía que esta vez había hablado demasiado.